I
Ayer por vía de ejemplo expusimos algunos datos sobre el estado de los oficios; vamos a demostrar ahora cuál es la condición de los obreros en las ciudades y en los campos.
No cabe duda, el obrero de las ciudades es más feliz que el de los campos, su jornal es mayor, y de consiguiente puede proporcionarse alimentos más sanos y nutritivos, vivir en mejores habitaciones y vestirse con más decencia.
Pero aún le es imposible formar expectativas para el porvenir, crear una familia y proporcionarle los medios para que crezca y se desenvuelva.
El trabajo es inseguro, en unos oficios durante el verano, en otros durante el invierno se hallan faltos de trabajo, y como el corto salario de que disfrutan los obreros no les permite realizar economías, tienen que vivir deshaciéndose día por día del modesto ajuar de sus casas, de la ropa de algún valor, de todo lo que pueden cambiar por monedas.
¿Quién es el que recibe al artesano en ese momento crítico para cambiarle por dinero los objetos de su uso?
El prendero, que cuando compra es porque tiene certidumbre de recibir con diez lo que vale cincuenta, que cuando hace el contrato de empeño exige tres y hasta seis centavos diarios de interés por cada peso, y pone la condición de que la prenda perecerá para su dueño siempre mucho antes de que deje de representar una garantía suficiente para el valor del capital prestado, y de los intereses vencidos.
No revelamos misterios, no damos un color más siniestro a los hechos del que realmente tienen; todas las autoridades gubernativas y judiciales saben que exponemos la verdad.
Ahora bien, pues, ¿sería racional creer ha pensado siquiera el gobierno por un momento en mejorar la condición de los desheredados, cuando no ha colocado frente a frente del usurero los montes de piedad?
¿Cuándo teniendo en su mano hacer más permanente y mejor retribuido el trabajo, no ha librado una sola medida con ese santo objeto?
Cuando no ha pensado en organizar convenientes las cajas de ahorros. La caja de ahorros que existe en Santiago abona sobre los capitales que le confían la mitad del interés corriente en la plaza para los que toman el dinero dando en garantía firmas o hipotecas.
Cuando no ha favorecido la industria fabril por medio de las instituciones del crédito, única manera de que la mitad de nuestra población, las mujeres que permanecen ociosas y se corrompen por la ociosidad, tuviesen ocupación constante y productiva.
Ésas son las medidas que una administración adelantada y patriótica debería promover para mejorar la condición material y moral de los hijos de la miseria.
El gobierno que cree hacer su deber diciéndoles, hay maestros en un punto de la república para que os enseñen los oficios, si queréis ser felices, trabajad; merece tanto odio como desprecio.
Ese torpe olvido en que incurren los gobiernos de sus más sagrados deberes coloca la sociedad en una de esas alternativas horribles que nos revela la historia por medio de los Espartacos, que de vez en cuando aparecen sembrando la alarma con la osadía de sus propósitos, haciendo palpitar el corazón de los buenos, por la santidad de su causa.
La Tribuna nos llama desorganizadores porque tenemos el valor de exponer verdades desagradables; fatal obcecación la de los hombres del poder que les lleva a cavar más y más en la honda sima donde se sumergen las sociedades caducas.
Si en vez de prevenirnos propusiéramos alarmar, si en vez de enseñar quisiéramos conspirar, si más que presentar la verdadera situación del país, levantaríamos los oprimidos contra los opresores.
Hemos expuesto en la parte precedente de este artículo cuál es la condición material de los industriales, y, ¿qué, no podríamos recargar ese cuadro con negras sombras sin falsear la luz?
¿Y que no podríamos ascender a las causas por las cuales el gobierno se muestra indiferente, y repetir todo eso veinte veces por día en las sociedades de artesanos?
No lo hemos hecho, porque nos parece preferible tratar al pueblo como el médico a las naturalezas extenuadas, sin darles a grandes dosis los remedios heroicos.
No queremos indignarlo, anhelamos civilizarlo.
Continúe la prensa ministerial calumniando los propósitos de los diarios independientes, mientras tanto nosotros descendemos a ocuparnos del estado moral del pueblo dentro de las ciudades.
II
La familia es el núcleo a cuyo rededor se desenvuelve la sociedad; si el orden de esa base primera de asociación se perturba, la sociedad lleva en sus entrañas el veneno mortífero que le habrá de matar.
¿Existe la familia entre nosotros?
Los propietarios por fortuna conservan todavía esa áncora de salvación; pero sería menester un favor especial de la providencia para que ese escaso número de familias, pudieran encerrar como el arca santa los destinos de la humanidad.
Los industriales no forman familias, a pesar de que los instintos naturales les hacen desear las fruiciones exquisitas del hogar doméstico porque su trabajo no les proporciona los recursos necesarios para alimentarlas, vestirlas y educarlas.
De ahí esa corriente jamás interrumpida de uniones ilícitas, de matrimonios desgraciados que arrastran junto con el limo despreciable de la tierra, párvulos que van a caer en el más ancho cementerio de la infancia, la casa de huérfanos, de querellas ruidosas, de tratamientos crueles, de adulterios consentidos por el esposo o por la mujer; de ahí, para decirlo de una vez, los raudales de corrupción y la inmensa mortalidad de los hombres y de los niños.
En un país despoblado, feraz y de clima benigno, hay un verdadero equilibrio entre los que nacen y mueren. La población permanece estacionaria.
Los medios de su subsistencia podrían superabundar si no faltaran los capitales, que son el primero, el más importante de los instrumentos de trabajo. Inmensas extensiones de tierra permanecen infecundas por falta de ese recurso.
La población se regula por los medios de subsistencia, y como éstos escasean, cada párvulo que nace representa otro que muere.
El gobierno observa este orden de cosas extraño en una sociedad nueva, fácil de corregirlo, donde aún no produce la tierra, el comercio, la industria, la centuagésima parte de lo que pudiera producir, y recostándose sobre la blanda almohada de la indiferencia dice «moralizaos, si queréis ser felices».
Para que el pueblo se moralice es menester que trabaje con fruto.
El bienestar que se conquista por la acción del hombre sobre la naturaleza, o sobre las primeras materias elaboradas de antemano con el auxilio de ese poderoso agente de producción, no se obtiene, sin que el gobierno remueva las dificultades, organice los elementos con que debe auxiliar la autoridad pública a los ciudadanos morales e industriosos.
Montes de piedad, bancos, puentes, caminos, escuelas, recta administración de justicia; he ahí el contingente con que debe contribuir el poder para la mejora material y moral de las clases pobres.
Hoy 23 de septiembre de 52 hemos tenido con mi papá una conversación en la que él ha desplegado una calorosa emoción sobre la suerte de estos desgraciados. Meditando sobre esto he creído que con el plan siguiente podría establecer una reforma importante. Todo hacendado está obligado a dar una cuadra de tierra con riego a su inquilino, donde no haya agua la cantidad de terreno será en proporción a su calidad. El inquilino pagará el rédito de 5% sobre el valor del terreno. El hacendado que no consienta en esta transacción es libre de despedir a sus inquilinos. En este caso el Estado los adopta y dedica medio millón de pesos a este objeto además de todas las haciendas de los conventos y obras pías que se compraría a su justo precio por la nación.
Además se establecería el precio de dos reales como el mínimum del salario. A concluir mi papá exclamó:
«¡Cómo no nos ha de dar Dios poder para hacer tan grandes cosas, es imposible que tan noble ambición no sea protegida por la Providencia!»
En la hacienda del Totoralillo, departamento de Illapel, no se permite por su dueño don Diego Infante criar cabras (que es la única industria de los habitantes de costa al norte hasta Copiapó) porque pisan el pasto.
En Catapilco, departamento de La Ligua, se paga el salario la cuota justa, o diez y seis parte en cuero recortado figurando una moneda y el resto en plata. El objeto de este sistema es obligar al inquilino a que compre con la suela los efectos del bodegón de la hacienda en el que se vende todo en 200 ó 300% de ganancia.
En Rantu, departamento de Quillota, el inquilino es obligado a trabajar a valor todo el año, se le arrienda una cuadra de tierra por diez fanegas o frijoles que importan treinta o cincuenta pesos en los bueyes con que se impongan arriendos de seis reales al mes, el caballo en que el arrendatario se transporta en su arriendo paga seis reales también y no puede comer los seragos159 de las sementeras que son propiedad del dueño.
El que arrienda ahora esta hacienda es D. Joaquín Bascuñán y su dueña doña Mica Errázuriz. En Colmo, en corta diferencia pasa otro tanto.
En Catemu, departamento de Quillota, los Huidobros echan a todo inquilino que se trata con decencia, es decir, que viste de paño y tiene prendas de plata, etcétera.
En el Maule el salario de un peón es un real a la semana.
Carta a Francisco Bilbao por Santiago Arcos Arlegui160
Cárcel de Santiago, 29 de octubre de 1852.
Mi querido Bilbao:
Le citaré algunos hechos.
Vivían pacíficamente en Concepción los ciudadanos Rojas, Tirapegui, Lamas y Serrano -sin esperanzas después de las derrotas sufridas por el partido que habían sostenido, se dedicaban a sus asuntos personales, sin pensar, sin desear otra cosa más que vivir olvidados-, pero nuestro gobierno no quiere tan sólo mandar sin que lo incomoden -ahogar todo pensamiento-, matar todo patriotismo; quiere más, quiere satisfacer sus caprichos, quiere que le paguen los miedos que ha tenido -los malos ratos que le han hecho pasar-, nuestro gobierno se venga, es rencoroso como un Corso y usa de medios de que se avergonzaría una ramera.
La provincia de Concepción estaba quieta -podían cometerse arbitrariedades sin peligro.
Sin dar motivo ni razón -el intendente Rondizzoni puso en la cárcel a Rojas, Tirapeguy [sic], Lamas y Serrano, les hizo saber que obraba por órdenes recibidas de Santiago y les ordenó se pusieran inmediatamente en marcha para la capital. Toda resistencia era inútil -toda tentativa de fuga hubiese sido justificar la arbitrariedad-. Desobedecer por otro lado la orden de marcha era condenarse a quedar presos; por no permanecer en la cárcel estos cuatro ciudadanos se embarcan -vienen a Santiago en donde se presentan al gobierno.
El gobierno se admira de verlos -ellos cuentan el caso-, el gobierno dice que nada sabía, que no ha dado tal orden, que será equivocación de Rondizzoni. Los desterrados entonces -sabiendo lo inútil de toda queja, de todo reclamo- piden simplemente volver a sus casas -a sus negocios- a atender a las necesidades de sus familias. El gobierno no lo permite, sin desaprobar Rondizzoni, dicen a los desterrados que permanezcan en Santiago.
El general Baquedano viene a Santiago mandado por el mismo Rondizzoni. Y el gobierno que lo ha mandado llamar no lo recibe -lo manda a Valparaíso, llega en vísperas de un motín de cuartel en el cual ni tenía ni podía tener parte, al gobierno le consta su inocencia, está preso, incomunicado hace un mes y permanecerá quién sabe hasta cuándo.
Yo, Bilbao -sin amigos, sin influencia ninguna en el país, sin medios de causarles el más mínimo daño-, desterrado por seis meses ahora dos años, cuando los sucesos de Aconcagua yo que me avergonzaba de verme desterrado sin haber ganado mi destierro, vuelvo a Valparaíso-, en Valparaíso a pesar de estar enfermo no quieren dejarme desembarcar -tenía el capitán de puerto orden de hacerme salir por el primer buque que zarpase de la bahía-, no importa para donde, me tengo que escapar del buque, vengo escondido a Santiago, y en Santiago, donde he permanecido desde el 19 de septiembre no me atrevo a salir de día por no excitar los caprichos de mi Intendente, de mis ministros y de mi Presidente. Pero no me vale la prudencia, hace cuatro días allanaron mi casa, me prendieron, -y aquí me tiene preso sin que se me diga por qué, y mi prisión durará hasta que el Sr. ministro Varas se canse de fregarme (es la palabra favorita de este honrado magistrado).
De estos hechos aislados, de estas arbitrariedades sin objeto pudiera citarle mil. El padre Pascual -don Alonso Toro-. Hombres encarcelados por que enganchan peones: puñaladas dadas por un agente de policía y perdonadas por la Intendencia, injusticias notorias cometidas por los Tribunales de justicia y todo ese inevitable encadenamiento de tropelías e iniquidades que son inseparables de un gobierno despótico, pesa sobre todo el mundo y lo que no deja de ser gracioso pesa también sobre todos los partidos.
La administración en sus actos gubernativos por otra parte no yerra desacierto, le citaré dos hechos ocurridos en la Cámara de Diputados.
El 15 de septiembre don Francisco Ángel Ramírez, intendente de Santiago, presentó una ley «que establece y reglamenta las obligaciones que tienen entre sí los maestros y empresarios de fábrica y los obreros y aprendices». El Fuero Juzgo es más adelantado, pero se trata de mantener al roto en sus límites, se trata de inmovilizar la industria y la Cámara de Diputados en pleno siglo XIX, en vez de reírse de la candidez que se le presenta admite a discusión la obra del San Bruno de don Manuel Montt.
El 7 de septiembre el Telégrafo publica bajo el epígrafe Movimiento Administrativo un extracto de la sesión del día 6 de septiembre. A primera hora se trata sobre las penas que deben aplicarse a los que hostilicen la obra de telégrafo eléctrico y del ferrocarril.
Luego, «por indicación del Sr. intendente Ramírez se puso en discusión el Proyecto de Ley sobre PENA DE AZOTES, y después de un ligero debate, fue desechado el informe especial del Sr. Múxica, quedando derogada la Ley de 50". Ley que había abolido este deshonroso castigo. Ya ve, Ud. amigo, que progresamos cual cangrejos.
Lo que pasó después es tan inaudito, tan característico de la época. Es una bofetada dada tan de lleno a todo Chile; es una declaración tan formal de esa Cámara para probar a todas luces que no es Representación Nacional, sino una cuadrilla de corchetes puesta allí para dar carácter legal a las arbitrariedades del gobierno, que quiero copiarle a Ud. palabra por palabra el extracto del diario semioficial.
«A segunda hora. Se dio cuenta de un oficio de la Cámara de Senadores avisando no haberse conformado con la variación hecha por esta Cámara en partida de gastos del Ministerio de Justicia, que fija condicionalmente el sueldo del reverendo de Concepción».
«Se remitió aprobado el proyecto de gracia en la solicitud de la viuda del Coronel Letelier, como también el de reforma de nuestros códigos».
«Se leyó un Mensaje del Ejecutivo en que pide la prorrogación de las facultades extraordinarias conferidas al Presidente de la República en Septiembre de 51, y por indicación del Ministro del Interior se omitió todo trámite, puesto a votación, fue aprobado con un voto en contra».
«El Sr. Mújica hizo indicación para que pudiese el Presidente de la República proceder contra los militares en caso de rebelión, sea cual fuere su graduación, a lo que se opuso el Sr. García Reyes manifestando que dicha indicación se encontraba en oposición con los tratados de Purapel; después de un detenido debate entre los Sres. García Reyes, Mújica, Varas, Tocornal y Ramírez (Int.) fue aceptada la indicación del señor Mújica por 18 votos contra 15".
«El Sr. introdujo en el debate la indicación de que dichas facultades conferidas al Presidente de la República contra los militares, se hiciese extensiva contra toda clase de empleados públicos, quienes serían arbitrariamente removidos de sus destinos, si faltaban a su deber. Fue desechada».
«Se levantó la sesión».
El hecho no necesita comentarios; quedan los ciudadanos privados de sus derechos para otros catorce meses. Esto se hace en plena paz, sin discusión, sin bulla cuando el silencio es el único enemigo del gobierno. ¡Oh!, valientes Diputados, ¡honrados patricios! ¡Echad vuestros hijos a los huérfanos, para que más tarde no se avergüencen de llevar vuestros nombres!
Nadie negará estos hechos, el público los conoce, la prensa del gobierno ha anunciado con la más candorosa ingenuidad, el más importante, la concesión de facultades extraordinarias a un gobierno que se dice nacido de la voluntad nacional, cuando el país está tranquilo, cuando en toda la república no existe ni una montonera y una reunión de tres hombres para hablar de política.
Los cito, no por su importancia ni su singularidad, los cito porque es lo que pasa en la República siempre, ayer y hoy, y es lo que pasará mañana si una revolución no pone fin al desorden organizado. Estas mismas escenas se repitieron en 1831 con Portales, en 1837 con Egaña. Don Joaquín Prieto gobernó siempre con facultades extraordinarias, en 1841 y en 1846 Bulnes pidió facultades extraordinarias, exportó, encarceló e hizo cuanto se le dio la gana, Montt ha gobernado un año con facultades extraordinarias -tiene provisión hecha para otro año más y gobernará sus diez años si le da la gana y Varas y Mújica y Tocornal gobernarán cada uno sus diez años si el pueblo no despierta para poner fin a tanta mentira, a tanta miseria, a tanta iniquidad y a tanto miedo.
Le preguntaría, amigo Bilbao, a cualquier hombre que se estime, al hombre más pacífico de cualquier país cristiano.
¿Podemos, sin faltar al respeto que nos debemos a nosotros mismos, como hombres nacidos libres, podemos, sin ruborizarnos de ser chilenos, mirar, con indiferencia la triste suerte de nuestro pobre país?
¿Podemos emigrar siquiera en presencia de tanta injusticia? Ud. que tiene alma para sentir por sus hermanos, comprenderá que la expatriación es el recurso de los egoístas, los hombres honrados no emigran: luchan hasta el último momento.
Los hombres honrados a quienes duelen los insultos que los vencedores de Petorca y Longomilla hacen al nombre chileno (que pronto se convertiría en insultante apodo si cesara la resistencia) deben trabajar por despertar al país del letargo en que una administración de hombres viciados en el poder quiere mantenerlo.
¿Quién no aplaudirá, Bilbao, nuestra obra, quiénes serán los que nos apelliden revoltosos, desorganizadores? Nadie, amigo mío, tenemos a nuestro favor la conciencia de todo hombre que piensa, -y por eso escribo a Ud. por la prensa-, nuestros fines son puros, desinteresados, honrosos, -nuestros medios son justos y morales. Si más tarde le hablo de expropiaciones necesarias a la transformación del país- al cambio de condición de la mayoría de los ciudadanos también le hablaré de un equivalente que la república dará al expropiado, nosotros no queremos venganzas, a nadie queremos castigar. ¡Ojalá, como se lo he oído decir, pueda el manto de la república cobijar a todos y dar amparo a sus más encarnizados enemigos!
Le escribo a Ud. para que me diga si es justo lo que quiero. Para que sancione Ud. mi trabajo con su juventud sacrificada a la libertad.
Le escribo para contestar a su carta de Lima en que dice (traduzco del francés):
«Es necesario aprovecharse de la victoria, hacerlo todo en un día, echar al crisol un siglo entero de porvenir, el fuego de la revolución funde el pasado como plomo, aunque esté empedernido por el egoísmo, la indiferencia y la degradación.
¿Qué haremos? El fuego prende, el bronce hierve líquido. ¿Dónde está el molde para la gigantesca estatua de la libertad?
¿Cómo dar dinero, millones a la revolución?
¿Qué utilidades prácticas, materiales, visibles daríamos el día después de la victoria?
¿En qué instituciones podríamos encarnar la república para que fuese la idea, el patrimonio, el egoísmo de cada uno?
¿Puede usted levantar el impuesto directo en seis meses y organizarlo para siempre?
¿Cómo obtener un crédito nacional suficiente para alimentar el trabajo y que la revolución no traiga consigo la paralización?
¿Tenemos terrenos para distribuir a las nuevas asociaciones, podremos colonizar el país con naturales y extranjeros y hacer que las ciudades echen su superabundancia de población en los campos?
¿Levantaremos ejércitos industriales, y hasta qué número? ¿Cómo organizar una policía? ¿Cómo organizar cárceles? ¿Auburn? ¿Philadelphia?, ¿Cuál de los dos sistemas?
Si fuese preciso desencadenaré el elemento popular como una tempestad de la Providencia para la purificación del país.
Abolición de la provincia, subdividir el país en municipalidades, jurados por todas partes, aunque nuestros huasos no sepan leer -la tempestad alejará la ignorancia y Dios estará con el pueblo».
Estas palabras son bellas, mi querido Bilbao, pero para ser útil la palabra debe convertirse en hecho y no hacer olvidar el hecho.
Tal es mi intención -mi maquiavelismo será la franqueza; si mi franqueza me trae enemigos despreciables, también me dará, espero, amigos verdaderos. Desencadenando, como desencadenaremos, sin duda alguna el elemento popular, produciremos la tempestad, pero esa tempestad puede desde sus primeras horas producir el bien. Entre los subalternos del partido vencido en Chile hay inteligencias claras, corazones patrióticos, amantes de la justicia y que sabrán llevar por buen camino el tan temido elemento popular. A esos subalternos vencidos pero no domados me dirijo también. Ellos comprenderán su misión y el gran porvenir que les está reservado.
Regidos por una Constitución viciosa en sus bases, y que el Primer Magistrado de la República puede hacer cesar siempre y cuando guste, en Chile el ciudadano no goza de garantía alguna -puede ser desterrado sin ser oído, pueden imponérsele multas. El gobierno intenta pleito a un ciudadano, que hace encarcelar si se presenta a defenderse: en una palabra, el Estado de Sitio, que es la dictadura, que es la arbitrariedad siempre constante, siempre amenazando al país- va destruyendo el patriotismo, premiando como las primeras virtudes del chileno la indiferencia, el servilismo, la delación. Todos sabemos que éstos son los requisitos que el gobierno exige de los hombres a quienes confía los puestos más importantes del Estado.
Nuestras leyes políticas, civiles, militares, fiscales y eclesiásticas tienden todas a conservar el despotismo, a hacerlo cada día más normal, y dándole medios legales de que echar mano, hace que los mandatarios usen sin reserva de medidas arbitrarias, por las cuales su fama de hombres probos no sufre, pudiendo escudarse, como lo hacen, con las leyes sancionadas por la titulada Representación Nacional.
Los males que produce este estado de cosas, aunque gravísimos, serían todos remediables por una administración honrada -laboriosa y patriótica-, mas para curar a Chile no basta un cambio administrativo.
Un Washington -un Robert Peel-, el arcángel san Miguel en lugar de Montt serían malos como Montt. Las leyes malas no son sino una parte del mal.
El mal gravísimo, el que mantiene al país en la triste condición en que le vemos -es la condición del pueblo, la pobreza y degradación de los nueve décimos de nuestra población.
Mientras dure el inquilinaje en las haciendas, mientras el peón sea esclavo en Chile como lo era el siervo en Europa en la Edad Media -mientras subsista esa influencia omnímoda161 del patrón sobre las autoridades subalternas, influencia que castiga la pobreza con la esclavatura, no habrá reforma posible- no habrá gobierno sólidamente establecido, el país seguirá como hoy a la merced de cuatro calaveras que el día que se le ocurra matar a Montt y a Varas y a algunos de sus allegados -destruirán en la persona de Montt y Varas el actual sistema de gobierno y el país vivirá siempre entre dos anarquías: el Estado de Sitio, que es la anarquía a favor de unos cuantos ricos- y la anarquía, que es el Estado de Sitio en favor de unos cuantos pobres. Para organizar un gobierno estable, para dar garantías de paz, de seguridad al labrador, al artesano, al minero, al comerciante y al capitalista necesitamos la revolución, enérgica, fuerte y pronta que corte de raíz todos los males, los que provienen de las instituciones como los que provienen del estado de pobreza, de ignorancia y degradación en que viven un millón cuatrocientas mil almas en Chile, que apenas cuenta un millón quinientos mil habitantes.
Queremos asegurar la paz por el único medio eficaz -haciendo que las instituciones sean el patrimonio de cada ciudadano y estén en armonía con los intereses de una fuerte mayoría.
Desearíamos que el chileno, como el norteamericano, se mostrara orgulloso de sus leyes y las presentase al mundo como su más preciosa joya, como su indisputable título de nobleza, su título de hombre libre más honroso que el que puedan dar los grados de un ejército o los caprichos de un monarca.
¿Pero de qué medio valernos? ¿Cómo vencer? ¿Cómo una vez alcanzada la victoria, realizar esta idea? Estudiemos el país.
La población de Chile asciende probablemente a un millón quinientas mil almas -sus ocupaciones son la agricultura en las provincias del sur y del centro, la minería en las del norte.
El comercio que se halla en manos de los chilenos tiene por objeto o la primera venta de los productos agrícolas o la venta al menudeo de las exportaciones extranjeras.
Los chilenos especulan poco fuera de su país, sus relaciones con el resto del mundo, aunque de alguna importancia, están con cortas excepciones a cargo de extranjeros domiciliados en el país -muchos de ellos casados con chilenas, con hijos chilenos, identificados, interesados en el adelanto del país, pero a quienes nuestras leyes han sabido aislar.
LOS EXTRANJEROS EN CHILE FORMAN CASTA APARTE
Desgraciadamente no es para formar cuerpo que la nación chilena se ha aislado -basta salir a la calle para observar dos castas divididas por una barrera difícil de traspasar. Todo lo indica: el traje, el saludo y la mirada.
EL PAÍS ESTÁ DIVIDIDO EN RICOS Y POBRES
Hay cien mil ricos que labran los campos, laborean las minas y acarrean el producto de sus haciendas con un millón cuatrocientos mil pobres.
Pensar en la revolución sin estudiar las fuerzas, los intereses de estas tres castas, sin saber qué conviene a pobres, ricos y extranjeros, es pensar en nuevos trastornos sin fruto, exponerse a nuevos descalabros.
Todos los hombres son excelentes jueces de su interés, sirvamos esos intereses y las resistencias que encontraremos serán insignificantes, nuestras derrotas nunca serían la muerte del nuevo partido que es necesario organizar.
LOS POBRES
En todas partes hay pobres y ricos. Pero no en todas partes hay pobres como en Chile. En los Estados Unidos, en Inglaterra, en España hay pobres, pero allí la pobreza es un accidente, no un estado normal. En Chile ser pobre es una condición, una clase, que la aristocracia chilena llama rotos, plebe en las ciudades, peones, inquilinos, sirvientes en los campos; esta clase cuando habla de sí misma se llama los pobres por oposición a la otra clase, las que se apellidan entre sí los caballeros, la gente decente, la gente visible y que los pobres llaman los ricos.
El pobre, aunque junte algún capital no entra por eso en la clase de los ricos, permanece pobre. Para que ricos más pobres que él lo admitan en su sociedad, tiene que pasar por vejaciones y humillaciones a las que un hombre que se respete no se somete -y en este caso a pesar de sus doblones permanece entre los pobres-, es decir, que su condición es poco más o menos la del inquilino, del peón o del sirviente.
Por extraño que parezca lo que digo -si no fuera mi propósito evitar toda personalidad en una carta que debe imprimirse- lo probaría con cuantos ejemplos fuere necesario.
El pobre no es ciudadano. Si recibe del subdelegado una calificación para votar -es para que la entregue a algún rico, a algún patrón que votará por él.
Es tal la manía de dar patrón al pobre, que el artesano de las ciudades y el propietario de un pequeño pedazo de campo (ambos pertenecen a la clase de los pobres) y que dejados sueltos hubiesen podido usar de su calificación -han recibido patrón.
Los han formado en milicias -han dado poderes a los oficiales de estas milicias para vejarlos o dejarlos de vejar a su antojo y de este modo han conseguido sujetarlos a patrón. El oficial es el patrón. El oficial siempre es un rico-, y el rico no sirve en la milicia sino en la clase de oficial.
El pobre es subalterno y, aunque haya servido treinta años, aunque se encanezca en el servicio, el pobre no asciende, su oficial es el rico, a veces un niño imberbe, inferior a él en inteligencia militar, en capacidad, en honradez.
En la tierra de libertad y de nivelación social, en California, han podido convencerse algunos ricos que el peón es tan capaz como el señorito.
La clase pobre en Chile, degradada sin duda por la miseria, mantenida en el respeto y en la ignorancia, trabajada sin pudor por los capellanes de los ricos, es más inteligente que lo que se quiere suponer. Los primeros tiempos de la Sociedad de la Igualdad son prueba de ello.
El muy escaso número de ciudadanos pobres que en 1850 estuvieron en contacto con usted se mostraron ardientes por la reforma, moderados y llenos de paciencia y de resignación, hasta que algunos hombres de la clase decente los quisieron exasperar por el asesinato que tan sin escrúpulo intentaron.
Pero los que entonces estuvieron en contacto con usted fueron muy pocos, así es que podemos decir que la clase pobre aún no ha tomado una parte activa en nuestras guerras civiles.
Separe usted los patriotas voluntarios que se armaron en Valparaíso, Coquimbo y Concepción, y los soldados que pelearon en Longomilla, peleaban por el patrón Bulnes o por el patrón Cruz -peleaban por la comida, vestuario y paga- y sería extraño que de otro modo hubiese sucedido vencedor Cruz o vencedor Bulnes el inquilino permanecía inquilino y el peón, peón. Si de otro modo hubiese sido, si alguno de los dos generales hubiese ofrecido utilidades prácticas, materiales, visibles al peón, el otro General hubiese quedado sin soldados antes que se empeñase la acción.
Los oficiales que eran de la casta de los ricos peleaban para sí -por los intereses, para mejorar ellos individualmente de condición-, esto explica muchas traiciones, y si Bulnes no se pasó, fue porque el partido enemigo no tenía ventajas que ofrecerle, y si los oficiales de Cruz se pasaron fue porque había con qué atraerlos.
Al pobre, ¿qué le importaban las reformas de que vagamente hablaba uno de los partidos? He visto un retrato de Cruz apoyado en una columna aplastada por la Constitución, en la que se leen estas palabras: Libertad del sufragio.
¿Era ésta la utilidad práctica, material y visible que el Partido Liberal daba a la gran mayoría de la nación? A esos nueve décimos de nuestra población para quien la elección es un sainete de incomprensible tramoya -que entrega su calificación al patrón para que vote por él-, para quien no hay más autoridad que el capricho del subdelegado, más ley que el cepo donde lo meten de cabeza cuando se demanda.
No es por falta de inteligencia que el pobre no ha tomado parte en nuestras contiendas políticas. No es porque sea incapaz de hacer la revolución -se ha mostrado indiferente porque poco hubiese ganado con el triunfo de los pipiolos- y nada perdía con la permanencia en el poder del Partido Pelucón.
El pobre tomará una parte activa cuando la república le ofrezca terrenos, ganado, implementos de labranza, en una palabra, cuando la república le ofrezca hacerlo rico, y dado ese primer paso le prometa hacerlo guardián de sus intereses dándole su parte de influencia en el gobierno.
Cuando el pobre sepa que la victoria no es sólo un hecho de armas glorioso para tal o cual General, sino la aprobación de un sistema político que lo hace hombre, que lo enriquece, entonces acudirá a la pelea a exponer la vida como va ahora a exponerla en el rodeo de su patrón. Cuando haya alcanzado a tener propiedad, apreciará lo que vale el orden, entonces acudirá a las municipalidades y jurados como hoy acude a la misa de su párroco y todo gobierno justo encontraría tal apoyo en las masas que la palabra revolución y su compañera Estado de Sitio se olvidarían en nuestro país.
Actualmente los pobres no tienen partido, ni son pipiolos, ni pelucones, son pobres -del parecer del patrón a quien sirven, miran lo que pasa con indiferencia, pero están dispuestos a formar un partido, a sostenerlo y no lo dudo a sacrificarse por una causa cuyo triunfo alterará realmente la condición triste y precaria en que se encuentran.
El partido que en Chile contara con los pobres podría gobernar sin alarmas, sin sitios y hacer el bien sin que lo pararan las discusiones de pandilla en las rencillas de tertulia...
LOS RICOS
Los descendientes de los empleados que la Corte de Madrid mandaba a sus colonias. Los españoles que obtuvieron mercedes de la Corona -los mayordomos enriquecidos hace dos o tres generaciones y algunos mineros afortunados forman la aristocracia chilena: los RICOS.
La aristocracia chilena no forma cuerpo como la de Venecia, ni es cruel ni enérgica como las aristocracias de las repúblicas italianas -no es laboriosa y patriota como la inglesa, es ignorante y apática- y admite que su seno al que la adula y la sirve. Ha tenido sus épocas brillantes y algunos hombres de mérito, Argomedo, Camilo Henríquez, Rodríguez, los Carrera, O'Higgins, Vera, Freire, los Egaña, D. Diego Portales, Salas y este presidente Montt son sujetos todos apreciables y que hubiesen figurado dignamente en cualquier país en sus respectivas carreras.
Esta aristocracia o más bien estos ricos fueron los que hicieron la primera revolución y los que ayudados después por San Martín dieron la independencia a Chile. Instituyeron un gobierno al que afortunadamente se les ocurrió llamar Republicano y son los que bien o mal nos han hecho vivir medio siglo independientes haciendo respetar en cuanto les era posible el nombre chileno en el extranjero.
De los ricos es y ha sido desde la Independencia el gobierno. Los pobres han sido soldados, milicianos nacionales, han votado como su patrón se los ha mandado, han labrado la tierra, han hecho acequias -han laboreado minas-, han acarreado; han cultivado el país -han permanecido ganando real y medio-, los han azotado, encepado cuando se han desmandado, pero en la república no han contado para nada, han gozado de la gloriosa independencia tanto como los caballos que en Chacabuco y Maipú cargaron a las tropas del Rey.
Pero como todos los ricos no encontraban, a pesar de la Independencia, puestos para sí y sus allegados, como todos no podían obtener los favores de la república -las ambiciones personales los dividieron en dos partidos.
Un partido se llamó Pipiolo o Liberal -no sé por qué.
El otro partido, Conservador o Pelucón.
Estos partidos mandaron alternativamente hasta 1830 -mas en una de las frecuentes revoluciones de la época venció el Partido Pelucón -su principal caudillo D. Diego Portales lo organizó, y desde entonces ha seguido en el mando, aunque no en pacífica posesión del mando. Fuera del motín militar en que murió Portales, cada elección está acompañada de su correspondiente tentativa de revolución pipiola a la que contestan los pelucones con el Estado de Sitio; se destierran y persiguen las personas de costumbre -se hace callar la prensa y el país vuelve a dormirse como niño a quien la mamá le dio la teta.
No la diferencia de principios o convicciones políticas. No las tendencias de sus prohombres hacen que los pelucones sean retrógrados y los pipiolos parezcan liberales. No olvidemos que tanto pelucones como pipiolos son ricos, son de la casta poseedora del suelo, privilegiada por la educación, acostumbrada a ser respetada y acostumbrada a despreciar al roto.
Los pelucones son retrógrados, porque hace veinte años están en el gobierno -son conservadores porque están bien, están ricos y quieren conservar sus casas, sus haciendas, sus minas-, quieren conservar el país en el estado en que está porque el peón trabaja por real y medio y sólo exige porotos y agua para vivir, porque pueden prestar su plata al 12% y porque pueden castigar al pobre si se desmanda.
Para todo pelucón las palabras progreso, instituciones democráticas, emigración, libertad de comercio, libertad de cultos, bienestar del pueblo, dignidad, república, son utopías o herejías, y la palabra reforma y revolución significa pícaros que quieren medrar y robar.
Dotados de tan poca inteligencia, es natural que piensen como piensan.
La clase más acaudalada de entre los ricos es pelucona porque está en contacto con el gobierno -no es otro el motivo. Ya sabemos que estos señores se afligen poco la mollera en pensar en las instituciones y como son los que más tienen que perder son los que miran a los reformistas o revolucionarios con el más candoroso pavor. ¡Ah, mi querido Bilbao, cuántos malos ratos hemos dado sin querer a estos pobres diablos que son nuestros enemigos, porque nos calumnian! Ellos mismos se castigan. Perdónelos Dios, como yo los perdono.
Para completar el Partido Pelucón -a esa masa de buena gente debe usted añadir la mayor parte del clero, que aquí como en todas partes es partidaria del statu quo -Santa Milicia que sólo se ocupa de los negocios transmundanos- que en nada se mete con tal que no la incomoden, que el gobierno no permita la introducción de la concurrencia espiritual dejando a cada hombre adorar a Dios según su conciencia -y con tal que se les deje educar a la juventud a su modo -o que no se eduque ni poco ni mucho- y con tal que se les pague con puntualidad. Bajo estas condiciones (que están conformes con el sentir de los pelucones), los clérigos son pelucones como serían pipiolos si los pipiolos les ofrecieran iguales ventajas.
Además, como todo partido, el Partido Pelucón tiene su hez. La hez del partido son sus hombres de acción. Viviendo del Estado, sin más patrimonio que las arcas nacionales, o empresas asalariadas, o privilegios injustificables: estos hombres sin conciencia son capaces de cuanta injusticia, cuanta violencia, cuanta infamia puede imaginarse para conservar su posición -aunque el partido los desprecie y a no pocos aborrece, los pelucones tienen que someterse a sus exigencias para contentarlos; los emplean porque los creen indispensables y las medidas de estos criados mandones del partido dan a la política del partido cierto aire inquisitorial, maquiavélico y cruel que hace odioso un partido que sin esta gente sería apocado e ignorante, pero bonachón.
Los pipiolos son los ricos que hace veinte años fueron desalojados del gobierno y que son liberales porque hace veinte años están sufriendo el gobierno sin haber gobernado ellos una sola hora.
Son mucho más numerosos que los pelucones, atrasados como los pelucones -creen que la revolución consiste en tomar la Artillería y echar a los pícaros que están gobernando fuera de las poltronas presidencial y ministeriales y gobernar ellos -pero nada más, amigo Bilbao-, así piensan los pipiolos -creo que usted lo sabe ahora.
A este vacío en las ideas es a lo que debe atribuirse la mala suerte de los pipiolos.
¿Son acaso los pelucones invencibles? No, por cierto, y si han ganado los pelucones es porque han sido más hábiles que los pipiolos.
Los pelucones han dado garantías de paz a una clase importante en Chile -han asegurado la tranquilidad a los extranjeros, es decir, la continuación del consumo de las mercaderías importadas-, la inmovilidad de la legislación, es decir, la seguridad del cobro de los pagarés en su posesión y con esto los pretextos individuales de protección, amistad y consideración -no les ofrecían bienes, pero no les hacían entrever males, mientras que los pipiolos daban probabilidades de desorden sin compensación alguna.
Los pelucones daban garantías de paz a frailes y clérigos, mientras los pipiolos les habían, in illo tempore, quitado los conventos a los primeros y mirado con poco respeto las sotanas de los segundos cuando estuvo mandando cierto pipiolo Pinto que felizmente hoy es pelucón.
Los pelucones aseguraban a los pobres el sosiego -que de todos los males que los agobian es el mal menor que puede caer sobre el pobre. ¿Y los pipiolos qué les ofrecían? Obligarlos a servir por poca paga -andar a machetazos por las costas y cordilleras y esto para conseguir el sufragio universal, inteligente- para nombrar Presidente de la República y diputados, si siquiera hubiera sido para nombrar subdelegados, los pobres hubiesen entendido que algo ganaban, pero así... Bien hicieron los pobres de reírse de ambos partidos.
No haber interesado a las demás clases de la sociedad de una manera eficaz, no saber ellos mismos lo que querían, he aquí el motivo de los descalabros del Partido Pipiolo, descalabros que no son de sentir, pues sus victorias nos hubieran traído desórdenes sin provecho que hubieran desacreditado las ideas liberales. Longomilla pudo darnos Cruz, pero Cruz como Montt son persecución a los vencidos. Intolerancia, no por fanatismo, sino por miedo a los clérigos. Vaivenes, revueltas, inseguridades, sainetes en vez de elecciones, títeres en vez de representación nacional y siempre la misma administración y las mismas leyes civiles, eclesiásticas, militares, políticas y fiscales.
Con Cruz hubiésemos discutido con libertad tres o cuatro meses y ahora nos perseguiría Cruz como nos persigue Montt.
A esta causa de descrédito de los pipiolos se añade otra. Este desventurado partido ha tenido que sufrir la desgracia común a todo partido que por mucho tiempo ha permanecido fuera del gobierno. Cuánto pícaro hay en Chile que no ha podido medrar, cuánto mercachifle quebrado, cuánto hombre de pocos haberes ha perdido su pleito y cuánto jugador entrampado, otros tantos se dicen liberales.
El gobierno es causa de su ruina, y estos allegados hacen incalculable mal causando incalculable descrédito: así es que muchas veces las combinaciones de los pipiolos han abortado por sobrarles los elementos.
Después de confesar tanta mengua para nuestra pobre tierra me queda una tarea más grata -quiero hablarle de la flor del Partido Pipiolo, flor que en vano se busca entre los pelucones-, quiero hablar de los jóvenes que como usted, Recabarren, Lillo, Lara, Ruiz, Vicuña y tantos otros rotos que pelearon contra lo que ahora existe en Chile. Juventud llena de porvenir, valiente, generosa, patriota, pero que confía demasiado en el acaso, que no analiza sus nobles aspiraciones -trabajo que debería emprender- a ustedes, primogénitos de la república, a su inteligencia está confiado el porvenir del país.
Estos hombres de buena fe, que a veces sin esperanza de triunfo, y conociendo la incapacidad de sus jefes se opusieron a la tiranía que se entronizaba, es preciso segregar del Partido Pipiolo, y con ellos formar el partido nuevo, el partido grande, el Partido Democrático-Republicano, de cuya misión le hablaré a usted cuando hayamos estudiado las aspiraciones, los intereses de una clase importante entre nosotros, estrictamente ligada al progreso del país -interesada en el establecimiento definitivo de la paz y del orden.
LOS EXTRANJEROS
Escribo al autor de los Boletines del espíritu y es inútil decirle que, aunque nacidos en otros puntos de la tierra los extranjeros son nuestros hermanos -hermanos a quienes debemos franca, leal y desinteresada hospitalidad si pasan por nuestra tierra, hermanos a quienes debemos dar la ciudadanía si profesan los principios republicanos y quieren establecerse entre nosotros.
¿Cuáles son los deseos de los extranjeros?
1º. Poder comerciar en el país con el mayor provecho posible.
2º. Poder adquirir fortuna y trabajar con las ventajas del que más.
3°. Poder adorar a Dios según su conciencia.
4°. Poder casarse en el país sin faltar a sus convicciones.
5°. Poder ser ciudadanos siempre que les convenga.
Los extranjeros en cuyas manos se encuentra todo el comercio de exportación e importación, en cuyas manos se encuentran muchas de nuestras industrias, a cuyos cuidados está confiado el establecimiento de educación más útil que posee el país (Escuela de Artes y Oficios), forman una clase importante en Chile dispuesta a trabajar por el partido que mejor sirva sus intereses y aspiraciones.
Felizmente estos intereses se armonizan con la justicia y con la conveniencia.
Favorecer los intereses de los extranjeros es favorecer el aumento de nuestra población útil. Los campos despoblados del sur, los campos a medio cultivo del resto de la república están llamando la emigración. La emigración, único medio de educar a nuestras masas -la emigración que nos traerá máquinas para facilitar el trabajo-, hábitos de aseo y, sobre todo, que introducirá en el corazón de Chile una población menos maleable a la arbitrariedad, más acostumbrada a la libertad que nuestros pobres que no han conocido otro estado que la degradación en que ahora se encuentran.
Para atraer la emigración es preciso pensar en el emigrante que ha llegado, antes de pensar y hacer leyes para el emigrante que está por llegar. Es necesario hacerse amar del extranjero ya establecido entre nosotros, es necesario contentarlo, nuestra población es amable, simpática. Todos los extranjeros que he conocido fuera de Chile y que habían vivido algunos años en nuestro país, hablan bien del país, lo quieren; lo que les repugna son nuestras minuciosidades fiscales, nuestra intolerancia en materia de religión.
Pensemos sin preocupación, Bilbao, y dígame, con extranjeros o sin ellos. ¿La más completa libertad de comercio (free trade, libre échange), con igualdad de banderas no es el mejor medio de favorecer a los chilenos?
Con extranjeros o sin ellos, ¿no cree usted que un país no puede estar organizado mientras no se respete la creencia de cada ciudadano, mientras no se le permita adorar a Dios según su conciencia, mientras la libertad del pensamiento no se manifieste por la libertad de cultos y por la completa separación de la Iglesia del Estado?
La separación de la Iglesia y del Estado reduce el matrimonio a contrato civil y la cuestión de matrimonios mixtos está resuelta. Los que quisieran hacer los sacramentos, pueden después de casados hacer bendecir sus promesas por la Iglesia.
Sin extranjeros a quienes satisfacer, ¿no es justo, no es conveniente dar al emigrante carta de ciudadanía en cuanto declare que es su intención permanecer en el país y en cuanto haga acto público de adhesión a los principios republicanos?
Cada emigrante [sic] es un ciudadano útil, por sus hábitos, por el capital que trae consigo, en su fuerza, en sus brazos, en su industria.
¿Por qué privar a la república de un ciudadano, por qué rechazar, cerrar las puertas de la patria a un hermano?
Ahora bien, sin necesidad de atraernos a una clase enérgica e influyente a nuestro partido, deberíamos proclamar como derechos inalienables del ciudadano, la libertad ilimitada del comercio, la libertad de cultos. Si para constituir bajo bases sólidas la república, debemos proclamar la separación de la Iglesia y del Estado. Si por justicia y conveniencia, debemos ofrecer la ciudadanía al emigrante.
Con mucha más razón debemos apresurarnos a proclamar estos principios -que alejarán a muchos extranjeros de una administración que ellos protegieron y que los engañará y que nada les dará- y atraerlos a nuestro partido que de todos modos, por conveniencia, por convencimiento profesa un sistema que está en armonía con los deseos de una clase enérgica e inteligente.
Con la amistad de los extranjeros, de quienes dependen nuestros comerciantes nacionales, a quienes dan o niegan crédito, de quien dependen algunos artesanos, jornaleros y empleados, a quien os dan trabajo, de quien depende la prensa de Valparaíso, que es la más influyente de toda la república, obtendremos las simpatías de sus cónsules, y cierto disimulado apoyo de sus navíos de guerra. La última revolución hizo ver cuánto importa esta simpatía.
He aquí en mi sentir la condición de las tres clases que forman nuestra sociedad.
El primer paso que debe darse para formar un partido nuevo es reconocer, aceptar francamente todos los elementos reales y esenciales de nuestra sociedad.
Se puede engañar a una sociedad entera -oprimirla, darle la tranquilidad que pueden mantener el miedo y el embrutecimiento-, pero es imposible hacerla vivir si se contrarían las aspiraciones e intereses de una inmensa mayoría.
Chile no gozará de verdadera paz, no prosperará mientras no lleguen al gobierno las ideas de los que quieren enriquecer al pobre sin arruinar al rico.
Dar libertad a la conciencia, sin favorecer un culto nuevo a costa de la religión católica apostólica romana que profesa la inmensa mayoría de los chilenos.
Separar la Iglesia del Estado, sin arruinar al clero, sin exigir de él sacrificios y dejándole los templos de su culto y las rentas que directa o indirectamente pagan los fieles a sus sacerdotes.
Si las ideas que le expondré a continuación son exactas -si no nos arredran los trabajos que será necesario emprender más tarde para probar, mostrar la posibilidad y explicar a todos nuestras ideas- aunque calumniadas al principio, prevalecerán un día, y veremos algún día la patria tranquila y libre, rica y respetada.
Algunos años de libertad convertirían las manadas de hombres en pueblo, el suelo inútil en campos cultivados, la aldea en ciudad, el rancho en caserío.
Mas, ¿qué hacer para convertir en hechos estas intenciones? Hemos dicho que los males que pesaban sobre la república tenían dos causas.
1°. Las instituciones que nos rigen.
2°. La condición de pobreza y degradación en que viven los nueve décimos de nuestra población.
Los males que provienen de las instituciones que nos rigen son de facilísima curación. En toda la América del Sur las reformas administrativas ofrecen dificultad cuando el gobierno fomenta las dificultades. Es triste tenerlo que confesar, lo bueno como lo malo se admite aquí sin discusión (recuerde Ud. a Varas diciendo a la Cámara. -Ea, amiguitos, facultades extraordinarias lueguito sin perder tiempo en charlar). Esta facultad de hacerlo todo es mucho mayor en todo gobierno nuevo. Los gobiernos entre nosotros nacen gigantes -se debilitan con la edad es verdad. No es del caso explicarle porque así sucede -las causas son bien claras, mas lo que importa es conocer el hecho y aplicarlo.
Si llegásemos al poder, sea por un motín militar, sea por una fuerte asonada popular o por ambas cosas reunidas, lo que no es imposible -seríamos, como revolucionarios, gobierno nuevo-, es decir, todo poderoso. Si algún gobierno establecido, sean cuales fueren sus antecedentes, adoptase nuestras ideas, sería en el hecho de adoptarlas gobierno revolucionario, nuevo, todo poderoso.
El primer paso de semejante gobierno debía ser promulgar los derechos y deberes del ciudadano y de la república. Deberes y derechos inalienables superiores a la discusión -a la voluntad nacional manifestada por el sufragio universal. Deberes y derechos de los cuales ni el individuo, ni la república, que es los individuos en masa, no pueden desprenderse -sin suicidarse, sin contrariar una ley natural superior a las leyes humanas y que éstas no pueden alterar.
DERECHOS DEL CIUDADANO
- Libertad del pensamiento que se manifiesta
por
- Libertad de la palabra escrita y hablada.
- Libertad de enseñanza.
- Libertad de cultos, o sea, separación de la Iglesia y del Estado.
- Libertad individual que se manifiesta
por
- Libertad de tránsito y residencia.
- Inviolabilidad del domicilio.
- Derecho a testar.
- Libertad de industria.
- Libertad del comercio, con igualdad de banderas (Free trade), (libre échange).
- Libertad de defensa individual.
- Derecho a la protección judicial. No puede perseguirse, encarcelarse a los individuos sin orden escrita del juez ordinario, ni imponerle pena sin previo proceso, juicio contradictorio y sentencia.
- Libertad política que se manifiesta por
- Derecho de reunión y asociación.
- Derecho de petición.
DEBERES DEL CIUDADANO
- Todo ciudadano es Legislador
- Jurado
- Ejecutor
Todo ciudadano reconoce las asociaciones que forma con la república para poseer y someter sus propiedades a las decisiones de la república que puede exigir de él una parte de sus rentas para cubrir los gastos del Estado y puede expropiarlo por causa de utilidad pública.
Mas, en este caso la república dará un equivalente al expropiado.
Todo ciudadano es Guardia Nacional.
Todo ciudadano debe admitir como igual y hermano a todo hombre que haya hecho acto público de adhesión al sistema republicano -y reconozca como derechos inalienables, superiores al sufragio universal, los que la Constitución proclama como tales.
Todo ciudadano debe obediencia y protección a la ley.
DEBERES DE LA REPÚBLICA O SEAN LOS CIUDADANOS REUNIDOS
Dar crédito moral o educación.
Dar crédito material o derecho al trabajo.
Protección al huérfano y al anciano por la sala de asilo.
Al enfermo por el hospital.
Al delincuente por la educación penitenciaria hasta conseguir su rehabilitación moral.
Adoptar como ciudadano a todo hombre que adhiriendo a los principios republicanos y jurando obediencia a las leyes pida la ciudadanía.
DERECHOS DE LA REPÚBLICA
Disponer de las propiedades privadas que puedan ser útiles a la república y fijar la remuneración debida al desposeído.
El gobierno al promulgar estas bases de Constitución, persuadido en su conciencia que ni por un momento puede existir la república sin el reconocimiento y existencia como ley suprema de todos los deberes y derechos del ciudadano, y debiendo reducirlos a práctica lo más pronto posible. Declara nula toda ley que las contraríe -hasta que la representación nacional promulgue las leyes que subordinadas a estos principios deberán regir en la república.
El gobierno hace promesa solemne de respetar todos los derechos adquiridos.
La publicación de estas bases de Constitución que harían cualquier organización infinitivamente superior a la que tenemos -no produciría una sensación proporcionada a su importancia-, pero produciría alguna alarma entre los cien mil ricos.
Los pobres, es decir, la gran mayoría de la nación, no entendería su importancia. El gobierno que diera este paso atrevido sería para ellos -lo mismo que cualquier otro y no merecería ni sus simpatías ni sus antipatías-, los pobres seguirían indiferentes.
Los ricos, en general, apreciarían la importancia de la declaración como los pobres, pero creerían de su deber alarmarse porque no están familiarizados con estas ideas.
Pero los extranjeros y clérigos darían importancia a la declaración -los extranjeros leerían en ella libertad de comercio, free trade, libre échange, los clérigos libertad de cultos-, habría pues, desde luego, antagonismo entre las dos clases más enérgicas y más influyentes en el país.
Los clérigos, es decir, los chilenos extranjeros súbditos del Pontífice Romano, atacarían al nuevo gobierno, y los extranjeros chilenos residentes en el país, cuyos intereses están ligados con el porvenir de la república, lo defenderían.
No debemos disimularnos que las fuerzas de que puede disponer el clero chileno son considerables debe el nuevo gobierno procurar por su justicia y actividad administrativa crearse desde sus primeros tiempos un fuerte partido entre el mismo clero.
Siendo justo y consecuente con sus promesas, el nuevo gobierno lo conseguiría.
El diezmo es la contribución de la Iglesia, es más que una contribución, es el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia al cual todos los católicos apostólicos romanos tienen obligación de obedecer. El gobierno actual recauda el diezmo y da una parte de esta contribución a la Iglesia -cada real que toma para sí es un real que roba a la Iglesia. El diezmo, contribución del clero, debe entregarse íntegro al clero.
Mas, exigir del clero que no está preparado -la recaudación de esta contribución, sería echarlos en graves dificultades-, ponerlo en la obligación de usar de medidas coercitivas que podrían causar desagradables conflictos, así es que el nuevo gobierno debe seguir recaudando el diezmo durante un término de años (propongo cinco años) para entregarlo al clero -y para que los mismos recaudadores puedan ser inspeccionados por los que deben recibirlo. El diezmo de cada curato será entregado al párroco que lo sirve. Los curas se entenderían como les pareciera con los miembros del alto clero para la distribución de los haberes de la Iglesia.
Dado este paso la enemistad de algunos del alto clero sería menos temible. Tendríamos a nuestro favor al pueblo de la Iglesia, los párrocos de nuestros campos, de los suburbios de nuestras ciudades -más útiles que el engreído canónigo-, más influyente que el clérigo publicista e intolerante.
Si de este modo el nuevo gobierno conseguía hacer menos temibles los ataques de los enemigos de la declaración de deberes y derechos -por otra parte debería hacer más eficaz el apoyo de los extranjeros que, como no me cansaré de repetírselo- son una clase importantísima en nuestra sociedad.
Para dar seguridad a los extranjeros de que las declaraciones serían puestas en planta, el nuevo gobierno debería proceder en el acto a la venta de los edificios y utensilios fiscales actualmente en su poder. Tratar con los cónsules extranjeros que se presentarían gustosos a asegurar tantas ventajas a sus nacionales -y que servirían de eficaz apoyo a un gobierno que abría ancho porvenir al comercio. Los tratados celebrados con los cónsules que no estuvieran autorizados especialmente se harían ad referendum -y lejos de ser rechazados serían inmediatamente ratificados por los Estados Unidos, la Inglaterra, la Francia; potencias que tanto pueden influir en favor o en contra de un gobierno sudamericano.
Aunque en esta carta no es mi ánimo decir a Ud. todos los pasos que debería tomar un gobierno revolucionario; debo hablar a Ud. de una ley que debiera acompañar la promulgación de los deberes y derechos del ciudadano. La ley de jubilación, en primer lugar, porque es justa: en segundo lugar, porque el nuevo gobierno para inspirar fe, para obtener el crédito a que le dan derecho sus intenciones y propósitos, debe ser consecuente con su promesa de respetar los derechos adquiridos.
El empleado que ha trabajado veinticinco años en nuestras oficinas fiscales, en los puestos subalternos de las intendencias, que se ha sometido a los caprichos de sus superiores, no sólo ha trabajado con paciencia, por el sueldo que recibe, ha seguido una carrera con esperanza de descansar un día. El empleado que ha servido treinta años tiene derecho a la jubilación, es decir, puede retirarse y seguir gozando su sueldo.
La nueva organización de la república necesitaría un número de empleados mucho menor que los que ahora sirven nuestras intendencias, nuestros ministerios, nuestras multiplicadas oficinas fiscales. Rechazar a estos hombres, privarlos a todos repentinamente de sus empleos, sería dejar en la miseria familias enteras para quien estas desgracias serían tanto más duras cuanto menos acostumbradas hubieran sido a sufrirlas, a más de impolítico este paso sería injusto y en contradicción con los principios de una administración que se propone respetar todos los derechos adquiridos.
La ley de jubilación que debería acompañar la declaración de deberes y derechos debe jubilar todos los empleados de la república, a fin de que la república se vea libre de todas las pretensiones de hombres educados bajo un sistema ruinoso y pueda escoger sus servidores, sin más condición que la capacidad de servir republicanamente.
Otra inmensa ventaja resultaría al pueblo de esta medida. Los que sirven nuestro gobierno no son ni pueden ser otra cosa que mercenarios, sus opiniones políticas se regulan a fin de mes; el gobierno que les hace ganar la subsistencia, ése es el bueno.
El gobierno nuevo al proclamar los deberes y derechos, oficiaría a todos los empleados de la república mandándoles la ley de jubilación, y notificándoles que si en el acto de recibir el oficio no reconocían el gobierno revolucionario, y no hacían cuanto estuviera en su poder para afianzarlo -anulando a cuantos hombres quisieran oponerse al movimiento democrático- perderían todo derecho a la jubilación. Pronto estarían las cuentas tiradas. «Si me someto puedo seguir en mi empleo quizás, y si me rechazan tengo derecho a la jubilación».
Este raciocinio seria un fuerte elemento de buen éxito.
La ley de jubilación debería jubilar en proporción a los años de servicio y a la función administrativa en que la revolución pillaría al empleado.
El empleado que habría servido treinta años y se encuentra sirviendo un puesto en que ganara $ 300 -si se le retiraba su empleo- o quería él retirarse, seguiría gozando de su sueldo íntegro.
El empleado que habría servido veinte años y se encontrara sirviendo un puesto en que ganaría $ 300, si se le retiraba su empleo o quería él retirarse seguiría gozando de un sueldo de $ 200.
El empleado que habría servido un año y se encontraría sirviendo un puesto en que ganara $ 300 -si se le retiraba su empleo o quería él retirarse- seguiría gozando de un sueldo de $ 30.
Estos sueldos serian reconocidos en bonos al portador que representarían un capital proporcionado a la renta a fin de que el empleado pudiese en caso, para él conveniente, enajenarlo -y formarse un capital del sueldo que está por venir. Estas ventajas darían partidarios útiles a la revolución. Los militares -serían sujetos a la misma jubilación- sus años de campaña debiendo contarse dobles y su adhesión a la revolución debería ser considerada como la adquisición de un grado -para los oficiales pertenecientes a la plana mayor- y de dos grados para los subalternos.
Estas medidas no serían toda la revolución -pero encaminarían a la revolución la administración que gobernara al país.
Los males que provienen de las leyes -desaparecerían por los primeros trabajos de una asamblea que subordinada a los derechos y deberes del ciudadano no podría seguir otra marcha que aquella que era una consecuencia natural de estos derechos.
Bien sé que Ud. aprueba estas ideas, que nos harían adoptar la democracia pura, es decir, a la administración de cada subdivisión territorial por su representación -su municipalidad- al menos así pensábamos en 1850 cuando nuestro pensamiento fue sofocado por la precipitación para llegar al mando y por la poca fe en la república de los jefes del partido al cual pertenecíamos entonces.
Pero estas medidas muy buenas en sí -no salvarán la república. No le darían la paz porque anhelamos la paz sólida- inalterable, que descansa en la ancha base que tiene en los Estados Unidos. El amor con que la gran mayoría de la nación mira sus instituciones.
Con una administración que promulgara estas bases, el comercio tendría más facilidades, y Valparaíso sería realmente el depósito del Pacífico Austral -cada caleta se animaría, nuestros hacendados de costas verían sus productos triplicar el valor. En Valdivia y Chiloé se levantarían poderosos Estados formados por una población más inteligente que la nuestra -porque vendría educada y estas provincias tendrían más tarde que luchar con el Chile viejo y si no lo dominaban pronto se separarían para adherirse a la Unión o hacerse nuevas islas Jónicas bajo el protectorado de la Inglaterra.
Pero el Chile viejo -la parte de la república actualmente poblada- poseído, por mil quinientos, o dos mil hacendados, seguiría produciendo poco -su millón y medio de pobres seguirían indiferentes al adelanto de la república. Clase desheredada que no sufre en los trastornos políticos, los pobres estarían siempre prontos a la revuelta.
Así, los hombres cuyas ideas de reforma se limitarían a la mejora de nuestras leyes -y que convocarían una Asamblea Constituyente con este fin no conseguirán más que echar al país en un espantoso desorden, porque los opositores a estas ideas encontrarían más tarde o más temprano un fuerte apoyo en los pobres que les fuere posible asalariar. Las revueltas, a pesar de las ventajas ofrecidas a los extranjeros, alejarían el comercio, harían imposible el crédito y concentrarían la prosperidad nacional en las provincias de Chiloé y Valdivia, que no tardarían en hablar otra lengua que la castellana y se verían obligados a ponernos tutor o separarse de una república de amos ociosos y esclavos turbulentos.
Para hacer prosperar al país no basta mejorar las leyes, es necesario mejorar la condición del pueblo. Es necesario dar rango de hombres a los seres que ahora sirven de instrumentos de labranza, a los dueños del suelo, de máquina, a los propietarios de minas.
Pero, ¿podemos hacerlo?, ¿aseguraremos el porvenir de nuestras familias? ¿Aseguraremos el porvenir de esos mismos ricos que serán nuestros enemigos?, ¿afianzaremos la paz y conservaremos nuestra nacionalidad que los continuos desaciertos e increíble apatía de nuestro gobierno ponen en mayor peligro que algunos quieren suponer?
Para corregir estos males que provienen del estado de pobreza y de ignorancia en que vive la mayoría -¿qué medios tenemos?-.
La República de Chile no tiene tierras baldías que ofrecer al colono o al emigrante. Todo Chile está poseído.
Si abrimos nuestros campos del sur al emigrante, no mejoramos los hábitos del pobre. Para dar a nuestros campesinos hábitos de aseo, para introducir en el país las máquinas que tanto facilitan el trabajo, es preciso desparramar la emigración en el centro del país, hacer que se cruce nuestra población con la población venida de afuera.
Las tierras baldías que posee la república en Valdivia y las que la república podría comprar a los indios entre el Bío-Bío y el río de Valdivia para mejorar la condición de una parte del pueblo chileno, deberían ser distribuidas entre colonos extranjeros y colonos nacionales -pero fuera del poco éxito que semejante invitación tendría entre nuestros huasos, todo lo que ganaríamos sería despoblar el norte del Bío-Bío -para ir a poblar un desierto al sur del Bío-Bío.
¿Qué hacer? Diré de una vez cuál es mi pensamiento, pensamiento que me traerá el odio de todos los propietarios, pensamiento por el cual seré perseguido y calumniado, pensamiento que no oculto porque en él está la salvación del país y porque su realización será la base de la prosperidad de Chile.
Es necesario quitar sus tierras a los ricos y distribuirlas entre los pobres.
Es necesario quitar sus ganados a los ricos para distribuirlos entre los pobres.
Es necesario quitar sus aperos de labranza a los ricos para distribuirlos entre los pobres.
Es necesario distribuir el país en suertes de labranza y pastoreo.
Es necesario distribuir todo el país, sin atender a ninguna demarcación anterior, en:
Suertes de riego en llano;
Suertes de rulo en llano;
Suertes de riego en terrenos quebrados regables;
Suertes de rulo en terrenos quebrados de rulo;
Suertes de cerros, suertes de cordillera;
Cada suerte tendrá una dotación de ganado vacuno, caballar y ovejuno.
Las condiciones para ser propietario serán:
Ser ciudadano.
Prometer pagar a la nación durante cincuenta años el uno por ciento del producto de la suerte poseída, es decir, que por cada cien pesos que se sacará de la propiedad que la república le entrega, pagará un peso a la república.
Habitar la suerte de tierra o dejar sobre ella un ciudadano que la habite.
Cercar la propiedad y mantener sobre ella el ganado que se le ha entregado, o aumentar por algún trabajo el precio de la propiedad en caso de enajenar el ganado recibido.
A cada once suertes distribuidas se reservarían tres para emigrantes [sic].
Así y sólo así se conseguirá enriquecer al pobre y educarlo, así conseguiríamos desparramar por nuestros campos una población menos maneable, más acostumbrada a resistir a la arbitrariedad, más acostumbrada a hacerse respetar, y nuestros campesinos serían vecinos de norteamericanos, belgas, franceses, alemanes, suizos, ingleses, italianos, chinos y holandeses y no tardarían en educarse.
No se nos diga que la educación primaria podría con menos trastornos educar a nuestras masas. En las escuelas no se aprende a arar como en Norteamérica, a cosechar como en Norteamérica, a criar caballos como en Inglaterra, a cuidar vacas como en Holanda, a hacer mantequilla como en Irlanda, quesos como en Suiza, vinos como en Francia, a cultivar la morera como en Italia, a cultivar el arroz como en China. En las escuelas los hombres no aprenden a asociarse, y, aunque las escuelas pudieran reemplazar la revolución para los nietos de nuestros hijos, yo creo que los pobres han sufrido ya lo bastante y no tienen tiempo para sufrir ni esperar más.
La república promete solemnemente reconocer los derechos adquiridos, y he dicho quitar a los ricos. He dicho quitar, porque, aunque la república compre a los ricos sus bienes y, aunque los ricos reciban una compensación justa, esta medida sería tildada de robo por ellos, y a los que la proponen no le faltarán los epítetos de ladrones, comunistas. Pero no hay que asustarse por palabras, la medida es necesaria, y, aunque fuerte, debe tomarse para salvar al país.
Hecha la división de la república, los actuales propietarios tendrían derecho a tomar once suertes de tierras en las propiedades de sus pertenencias, y quedarían sujetos como los demás a las condiciones de cultivo y habitación que se exigirían de los demás colonos.
Cada suerte restante sería tasada y la república reconocería al actual propietario una deuda por la cantidad de suertes de tierras que habría entregado a la república.
La república reconocería al propietario una deuda que ganaría el cinco por ciento anual, tres por ciento como interés, dos por ciento como amortización.
De este modo la deuda se extinguiría en cincuenta años.
Mientras una suerte no estuviera pedida, quedaría en poder del antiguo propietario.
Tal es, amigo mío, la idea que me formo de la revolución.
Si estas ideas fueran francamente adoptadas por Ud., creo que sobre ellas podríamos principiar a echar las bases de un nuevo partido.
Para formarlo tendríamos que emprender trabajos que verían más tarde la luz pública -trabajos para los cuales necesitamos de toda nuestra energía-, pues desterrados tendremos dificultades para apoderarnos de los datos que nos son indispensables para demostrar cuán practicable es nuestra intención, pero tenemos amigos y para nuestros fines no nos faltarán colaboradores. Así, poniendo, desde luego, mano a la obra podríamos presentar:
Primero. A los pobres un catecismo que les haga conocer sus deberes y derechos , que les explique lo que ganarían con la revolución -y los medios de afianzarla.
Segundo. A los ricos -una exposición precisa de nuestras intenciones, hacerles ver su porvenir en Chile que no es otro que la suerte de los blancos de Santo Domingo.
La revolución ligaría a los ricos, es decir, los que más tiempo y medios tienen para educarse, al bienestar de la república -necesitarían que la república fuese fuerte, rica y bien servida para que la república pudiera pagar sus deudas -la necesidad y el interés haría nacer el patriotismo porque la clase que más medios tiene de educarse vería su fortuna individual íntimamente ligada a la fortuna pública. No porque se pusieran límites a la adquisición de inmensos fundos rurales -tendrían los ricos que quedar con sus capitales ociosos- la enorme industria agrícola que se desarrollaría en el país necesitaría de inmensos capitales perdidos en pequeñas partes, es verdad, ¿pero estas pequeñas partes sumadas a cuanto ascenderían? Luego los ferrocarriles, los canales de riego y conducción que entonces se podrían emprender, ¿cuántos capitales necesitarían?, no faltaría colocación al dinero -y si los ricos piensan verán que haciendo el bien de todos hacen el bien a sus propias familias, y aseguran su porvenir.
Tercero. A los comerciantes ¿cuál sería el porvenir del comercio en un país de millón y medio de consumidores que gastaría cada uno cien por lo menos en artefactos extranjeros anualmente?, es decir, que el comercio de importación se elevaría a ciento cincuenta millones de pesos anualmente en vez de doce millones que ahora consumimos.
Cuarto. Una exposición clara de los recursos con que el país puede contar en los primeros tiempos de la revolución -un presupuesto de nuestras contribuciones y de los recursos pecuniarios necesarios a cubrir los intereses y amortización de las deudas que la nación tomaría sobre sí al promulgar la ley de jubilación y al ofrecer a los propietarios el cinco por ciento de los valores que los ricos entregaban a la república.
Probar a los ricos que sufrirían muy corta merma en sus rentas en los primeros años y quizás un considerable aumento en el porvenir sería el mejor medio de ganar muchos de ellos a nuestras ideas.
Quinto. Formar un catastro del país, determinar la extensión de cada clase de suerte, determinar la dotación de ganado, que a las suertes de diferentes clases convendría otorgar -formar una lista de las suertes que podrían distribuirse, formar un cálculo aproximativo de lo que estas suertes podrían producir, ilustrar con ejemplos nuestros asertos- hacer ver que cuanto más cultivados están los pedazos de tierra que en Chile se llaman de pobres, y por fin, hacer comprender que la distribución es la riqueza y no la ruina. Es la paz y no el desorden que ahora nos agobia con el nombre de facultades extraordinarias y que nos amenaza con el nombre de anarquía.
La obra es difícil -larga sobre todo, pero es posible, y si no nos dejamos llevar del amor propio, si no tememos al ridículo, a las preocupaciones, podremos quizás, atacando el mal de frente, hacer la revolución en nuestra patria sin los grandes trastornos que la subdivisión de la propiedad costó a la Francia del 93, subdivisión benéfica que ha mantenido a la Francia grande, a pesar de los horrores del terror, de la tiranía de Napoleón, de las invasiones del extranjero y de las vergüenzas que se le siguieron. En Inglaterra el suelo está distribuido entre un corto número de propietarios y allí la lucha ha sido larga y a pesar de sus grandes hombres, de su admirable administración el artesano inglés sólo ha podido comer pan hace pocos años cuando Cobden, en una guerra cuya táctica debemos imitar, hizo cesar los monopolios establecidos por los dueños de los campos.
Los Estados Unidos han progresado admirablemente, ¿por qué?, porque cada pobre, cada emigrante marchando a Oeste encontraba un pedazo de bosque donde edificar su cabaña, sin miedo a las reconvenciones o caprichos del patrón, así los salarios se han elevado, el consumo es inaudito porque cien hombres con mil pesos cada uno consumen cincuenta veces más que un rico cuya fortuna asciende a cien mil pesos.
Demos el grito de PAN Y LIBERTAD y la estrella de Chile será el lucero que anuncia la luz que ya viene para la América española, para las razas latinas que están llamadas a predominar en nuestro continente.
Pan y libertad, el grito de los descamisados europeos llamará la emigración y con ella vendrá la educación del pueblo.
Acepte, Ud. amigo, estas ideas. El estudio, la reflexión, nuestro deseo de afianzar el orden verdadero, de realizar la república causando los menores trastornos posibles, nos indicarían las modificaciones en los detalles que se nos ocurran muy probablemente. Quiero discutir para explicar mis ideas. Pero sean cuales fueren estas modificaciones si para Ud., como para mí, la revolución es la promulgación de los deberes y derechos, y la distribución de la propiedad territorial, cuente Ud., amigo, con la cooperación constante de
Santiago Arcos
Mendoza, Ymp. de la L.·. L.·.
Los hombres del trabajo, los obreros de la industria se asocian y procuran disciplinar sus fuerzas para enderezarlas sin duda a un objeto útil y grande. Los centros principales de población y de riqueza, como Santiago y Valparaíso, ven formarse grupos más o menos numerosos de artesanos honrados.
¿Qué es lo que quieren estas asociaciones de industriales?
Ellos lo dicen: quieren su mejora moral y material; la quieren, por supuesto, por los medios legales.
¿Pero en qué consiste la mejora moral y material del pueblo?
He aquí una gran cuestión que parece destinada a agitar las masas de tiempo en tiempo, particularmente en aquellos países donde un exceso de población combinado con otras causas de pobreza y de malestar, suele poner el colmo a los sufrimientos del pueblo y hace estallar su impaciencia, primero en amargas quejas contra el sistema de cosas y contra las autoridades que le rodean, y luego en ataques violentos contra todo lo que le disgusta y oprime.
La Europa conoce harto bien por su propia experiencia este género de movimientos populares, y por eso se ha apresurado a crear toda esa serie de instituciones que tiene por objeto prevenir o remediar la miseria de las clases obreras. Ella ha sistemado la caja de ahorro, las sociedades de socorros mutuos, los montes de piedad, las casas de trabajo, etc., etc., y, aunque a la verdad con todas estas instituciones no haya podido extirpar de raíz el pauperismo, es innegable que ha atajado en gran parte sus estragos y espera con el perfeccionamiento progresivo de aquellos establecimientos, que en cierto modo pueden considerarse en ensayo, prevenir y remediar en cuando pende de la mano del hombre, los males que agitan a las clases trabajadoras.
En nuestra república no existen, si bien se considera, esas causas poderosas de malestar que amenazan constantemente a las numerosas poblaciones de Europa. El reducido número de brazos asegura a todos su colocación en alguna especie de industria, y si bien es cierto que la carencia casi general de una educación industrial amenaza al trabajador chileno con la falta de ocupación lucrativa o con la depreciación de su trabajo, lo cierto es que siempre cuenta en su favor la escasez de brazos, que es lo más esencial, para la seguridad del salario.
Esto, no obstante la condición física y moral de la clase obrera de Chile, presenta un cuadro nada lisonjero a la vista del observador. El salario industrial, cualquiera que sea su monto, parece que fuese insuficiente a dar una regular decencia y comodidad al obrero. Ni en su vestido, ni en su habitación, ni en su mesa, ni en sus entretenimientos presenta por lo general el obrero chileno aquel desahogo y buen porte que caracterizan al hombre de regular condición.
Los vagabundos se encuentran en todas partes; la mendicidad engruesa sus filas de una manera alarmante, y en el país, que está pidiendo brazos a la Europa para explotar sus riquezas naturales, se ve con asombro de todos establecerse una corriente de emigración chilena que va a probar fortuna en otros climas.
Estas irregularidades merecen particular estudio, y un gobierno hecho por la felicidad de sus gobernados habría puesto ya toda su atención en este fenómeno que, después de todo, es un solemne desmentido de los progresos de que nos envanecemos.
El pueblo con su buen instinto conoce que ha llegado el tiempo de poner atajo a sus males y de prevenir las angustias del pauperismo y de la esclavitud de la miseria, por medio de instituciones adecuadas al objeto.
Si el egoísmo de nuestros gobernantes les permite extender sus miradas más allá de su círculo familiar y del corto período de su gobierno, para acordarse del pueblo y del porvenir, ya habrían promovido todas esas instituciones cuya necesidad siente la clase obrera, pero que no acierta a establecer en la forma más conveniente y eficaz.
Porque es preciso reconocer que en la falta de estos establecimientos, es decir, en la falta del ahorro colectivo, de las asociaciones de socorros, de la fraternidad sometida a sistema, etc., consiste principalmente el malestar de las clases laboriosas. Es preciso reconocer que el obrero que no siente estímulos para la economía disipa generalmente sus salarios; el que no encuentra un medio de asociación bien sistemada y garantida por las leyes, se aísla para entregarse en brazos del acaso. Es necesario un prodigioso esfuerzo, una sabiduría instintiva, digámoslo así, en el hombre del pueblo, para que se decida a economizar con toda la lentitud, con todas las contingencias y a pesar de todas las tentaciones que obstan a la economía individual y aislada.
A los hombres que trajeron al poder la enseñanza de educación popular, puede el pueblo preguntar después de siete años: ¿qué es lo que habéis hecho por mí? ¿Me habéis puesto siquiera por medio de la instrucción en camino de crear y organizar por mí mismo las instituciones que deben redimirme de la miseria? ¿Y ya que esto no he podido hacer, por más que lo he querido, porque vuestra educación popular, a más de insuficiente y pobre en su concepción, ha sido una mentira en la práctica, me habéis siquiera allanado el camino de la economía, presentándome algo que me estimule, que me ilusione con la perspectiva de un bello porvenir? Intruso hasta la temeridad, cuando os conviene, os habéis metido en empresas millonarias para alucinar a la gente rica; y prescindente hasta la indolencia, cuando os conviene también, no os habéis acordado del pueblo para nada, ni para facilitarle las aptitudes industriales que necesita, ni para apartarle del vicio, ni para estimularle a la economía, ni para regularizar y hacer fructíferas sus asociaciones, ni para acostumbrarle a la beneficencia mutua, ni para mejorar en lo menor su condición. Vuestro sistema de laisser faire tiende a la nulidad del pueblo en política, en industria, en moral, en todo: habríais sido, con toda vuestra ilustración, los más dignos servidores del sistema colonial del siglo pasado.
Efectivamente, esta reconvención del pueblo a nuestros gobernantes, sería harto fundada, pues nada han hecho que conduzca al mejoramiento de las clases obreras. En presencia de los esfuerzos que el pueblo hace para salir del abatimiento, cuando le vemos insinuarse o dirigirse a las autoridades en demanda de algún arbitrio que alivie su condición y mejore su porvenir, ¿cómo absolver la indiferencia del Estado?, ¿cómo permitir que se pierdan y esterilicen esas buenas disposiciones de la clase obrera?, ¿cómo mirar a sangre fría que sus deseos más honrosos le atormenten como un vano anhelo, y que se desespere en la impotencia?
Sin embargo, tal parece ser el destino que la política del Estado tiene reservado a los hombres del pueblo, al ejército de la industria. La experiencia de siete años en medio de la solicitud que el Estado ha ostentado por cierto género de empresas materiales, y del prurito de proteger la riqueza del país, inducen al convencimiento de que para nada se cuenta con la palanca más esencial de esta misma riqueza que es el pueblo. Así es como una política de pasiones y no de ideas ha perdido completamente el camino de la lógica, y queriendo hacer rica a la nación, deja al pueblo en la miseria.
I
No son en las estrechas columnas de un diario en las que se deba tratar esta importante materia, pero el espíritu de la época, que no se detiene, que parece animado de una especie de vértigo, que todo es acción y movimiento, que marcha en alas de la electricidad, no se presta fácilmente a los estudios serios y mucho menos a hojear con paciencia las numerosas páginas de un libro, así es que para adquirir los conocimientos lo hace como quien dice, a vuelo de pájaro, encaminándose rápido y sin detenerse, impulsado por ese furor que domina nuestro siglo en su incesante delirio de progreso. Por esta razón, bien sea para inculcar los principios, bien para investigar las causas, o ya para ver en el mal los remedios y los inconvenientes que debemos aplicar o evitar, nos es necesario ser tan sencillos como claros, y al mismo tiempo que se dilucida el punto, es preciso la concisión.
Escribimos en Chile, pero esta cuestión no es puramente local, no está sujeta a las circunstancias sino que abarca el tiempo y la humanidad; porque en todas las edades, como en todos los países se ha agitado, y los pensadores antiguos y modernos, los padres de la Iglesia como los socialistas, san Francisco de Paul como Fourier, los hombres, en fin, de todos los colores, de todas las sectas, de todas las creencias se han detenido a estudiarla, aplicando a ella sus conocimientos, sus ciencias, su piedad para ver modo de resolver el problema. Así es que esta importante cuestión envuelve, podremos decirlo, todas las otras, y se injiere a la política, a la religión, en las leyes, en la moral, viniendo a reunirse principalmente en la economía, es decir, en esta moderna ciencia, cuyo objetivo, cuya tendencia manifiesta resolver el problema de la vida humana, examinando las fuerzas productivas del hombre, su desarrollo como su superstición, sus medios como su empleo, la naturaleza de las riquezas y la facilidad de producirlas, en una palabra, el plan y la ejecución de la obra más portentosa, más grande, más sublime, que tiene por objeto la regeneración y felicidad de la especie.
No pretendemos, es verdad, poseer el remedio eficaz que debe salvarnos, pero trataremos al menos de contribuir con nuestro débil contingente, poniendo una piedra en ese inmenso edificio en que han trabajado tantos genios y en que se espera al fin encontrar la fe, el alivio, la paz, la fraternidad del hombre, la encarnación santa de la libertad. Nosotros oscuros y débiles soldados, no tenemos más armas que el deseo, más fuerza que la voluntad, queremos aliviar a las clases pobres, queremos que estos seres desheredados recuperen su derecho a la propiedad de Dios. Queremos señalar los inconvenientes con que tropiezan para que se quiten los estorbos. Queremos encontrar los remedios para que se alivien los males, y si somos impotentes para curarlos, al menos que no se nos acuse de egoísmo o indiferencia por no verlos y decirlos.
No tenemos la opinión de aquellos que dicen: la suerte del pobre es imposible de aliviarla, siempre han de existir opresores y oprimidos, no; tarde o temprano el orden de cosas debe por necesidad cambiar, de lo contrario mentiría nuestra conciencia, mentirían nuestras aspiraciones, mentiría la experiencia misma de los acontecimientos que se suceden. El porvenir será lejano, es verdad, pero está en nuestra mano el acercarlo, y esta proximidad la palpamos, pues hasta cierto punto sentimos sus efectos, y una mirada retrospectiva hacia el pasado nos hace ver lo que podrá ser el futuro. ¿Qué era el pueblo ahora no muchos años? ¿Qué el destino de las clases pobres? ¿Cuál su posición, cuál su rango, cuál su categoría entre los hombres? Nada más que máquinas, autómatas, medios, cosas sin derechos, sin conciencia de su valor, sin esperanza, sólo servían de pasto y de instrumento a las pasiones y necesidades de los grandes, de bestias de carga a la rapacidad de los amos o señores. ¿Y ahora? Ahora es diferente; ahora el hombre no cede, podemos decirlo, a otro yugo que el de la necesidad, dimanada de un orden de cosas contrario a nuestra naturaleza y que se resiente de ese barbarismo del pasado; pero, sin embargo, ¿qué inmensa distancia no hemos transcurrido? Y se nos dirá que avanzamos. ¿Y se pretenderá sostener que hemos permanecido estacionarios, que no hemos vencido mil dificultades, que no hemos traspasado mil inconvenientes, mil barreras, mil obstáculos que antes nos parecían insondables abismos? No; la humanidad marcha, y tenemos fe en que llegará a su destino, conciencia en que adquirirá la plenitud del goce; porque la fe se funda en la naturaleza de nuestro ser demostrado por sus aspiraciones íntimas; y esa conciencia en la realización práctica que vemos, que palpamos a la claridad de los siglos, a la incontestable evidencia de los hechos y de los acontecimientos. Mas, a pesar de esto, todavía nos queda mucho terreno que andar para llegar al término, muchas sinuosidades que superar para alcanzar la cúspide, y nuestro destino es abrir ese campo, explorar ese terreno para que los que vienen tras nosotros avancen sin dificultad recogiendo el fruto de nuestros esfuerzos y preparándolo a su vez para las generaciones venideras así como las pasadas lo han hecho con nosotros.
Nuestro objeto, en la serie de artículos que pensamos publicar, es señalar las causas del pauperismo o del malestar de las clases pobres, como igualmente obviar en lo posible los tropiezos que las detienen o los motivos que les hacen permanecer en el mismo estado. Pero aun cuando ésta, como ya hemos dicho, es una cuestión que afecta a la más numerosa parte de la humanidad y que debería ser considerada de una manera absoluta, sin embargo, nuestro punto de partida será local, pues hablamos en Chile y queremos referirnos con particularidad a él; con todo, en la serie de nuestros razonamientos, creemos que no dejarán de haber reflexiones que puedan aplicarse de un modo más vasto, sin circunscribirse sólo a un país, pues no nos proponemos exclusivamente servir a nuestros intereses particulares sino también los intereses de los demás, porque estamos convencidos de que todo está eslabonado en este mundo y que no podemos atentar a un anillo de la gran cadena sin dañar al conjunto, o más bien dicho, que tanto el bien como el mal ajeno influyen siempre en el nuestro.
Vista la importancia del asunto a que vamos a referirnos, nos basta decir que lo consideraremos bajo estos cuatro puntos de vista: la parte que tienen los pobres en perpetuar la indigencia; la que tienen los ricos; la que tienen los gobiernos; y por último, la que toma la misma caridad, que se considera generalmente como un alivio y que muchas veces sirve de pábulo o de incentivo al mal mismo que nos proponemos curar. En los artículos siguientes examinaremos cada uno de estos puntos por separado.
II
¿Quién lo creyera? ¡Los pobres mismos contribuyen a perpetuar el lamentable estado en que se encuentran! Y ellos, a quienes aqueja el mal, sobre quienes gravita esta carga onerosa que los agobia, son también los que la sostienen, como si se complacieran en el infortunio, y como si la miseria fuese su estado natural y propio, al menos tal parece demostrarlo la experiencia que palpamos día a día, el cuadro que tenemos a la vista y que nos es muy fácil estudiar, y aún diremos más, que tenemos obligación de aprender, porque todos estamos muy interesados en la solución de este problema que afecta no tan sólo a las clases de que nos ocupamos, sino también a los ricos y a la sociedad en general; pues la riqueza, que es el resultado de la producción, del trabajo y de la economía, de la satisfacción y el bienestar, y cuando esto no existe, cuando vemos sufrir el mayor número, es prueba de que el país decae, que sus fuerzas se agotan, y que nos es preciso aplicar un eficaz remedio para no ser todos envueltos en el mismo mal.
Parece inconcebible que en un país como el nuestro, que tiene una extensión inmensa de terreno comparada con su población, cuya fertilidad debería traer consigo la abundancia, cuya industria, virgen aún, se presta fácilmente a resultados satisfactorios, donde los brazos escasean para el trabajo, y cuyos salarios son por lo general más que suficientes para llenar las necesidades de la vida y aun para poderse dar una especie de confortable, parece, decimos, que en atención a estas ventajas fuera imposible que existiera la pobreza y que no nos encontráramos invadidos de la fatal plaga del pauperismo, que no nos halláramos circundados por la miseria, por la necesidad, y algunas veces por el hambre, y que nuestra vista no debiera nunca tener de frente los sucios harapos de la indigencia, como nuestros oídos escuchan los ayes y pordioseos del limosnero; y, sin embargo, esto existe, y a pesar de todas nuestras ventajas naturales, a pesar de todos esos elementos de prosperidad con que contamos, nos hallamos sumidos en un mal tanto menos perdonable, cuanto que no tenemos motivo que lo justifiquen; pero ese mal, por desgracia está en nosotros: está en las clases cuya deplorable suerte lamentamos, y los mismos que están más interesados en su alivio son los que contribuyen más eficazmente a su pérdida.
No hay la menor duda, los males de que hablamos traen en parte su origen de los mismos pobres; y ojalá nuestras palabras influyesen en algo llegando a persuadirles que la reforma debe principiar por sus hábitos, y que el enemigo mayor de su prosperidad está en sus costumbres. En efecto, todo parece entre nosotros brindar a las clases trabajadoras para conseguir su bienestar, pero la inmoralidad echa por tierra los beneficios y trae consigo la miseria. La embriaguez, el juego, la ociosidad, el abandono, la falta de orden, de cultura, de previsión, perpetúan el lamentable estado de cosas en que nos encontramos, y hace que la ignorancia, con todo su séquito de males, sea el triste patrimonio que nos espera. Si nuestras clases pobres tuviesen previsión, si pensasen en el día del mañana, si tratasen de conservar el fruto de sus fatigas para proporcionarse en seguida el descanso, aumentarían sus medios, sus industrias tomarían mayor vuelo, no estarían expuestos a los inconvenientes de la indigencia, acrecentarían sus capitales, y la república ganaría todo lo que los individuos prosperasen. ¿Cuál es la causa de la desgracia pública? La desgracia particular. ¿Cuál es la causa de la debilidad de las naciones? La pobreza de los individuos. Así es como nuestras virtudes o vicios privados se hacen extensivos a toda una sociedad, y los pueblos prosperan o decaen: por esto, no tan sólo pecamos contra nosotros mismos sino contra el mundo, y no hacemos el mal a nuestras personas sino que también lo hacemos a nuestro país.
El pauperismo entre nosotros no puede explicarse por la carencia de recursos, por la falta de trabajo, por las leyes materiales y físicas como sucede en otros pueblos donde lo numeroso de la población tropieza con las dificultades de ganar la subsistencia, no; en Chile es el resultado de leyes morales: el pauperismo consiste en nuestros malos hábitos, en nuestras preocupaciones tan retrógradas como perniciosas, tan extravagantes como funestas. Para que este mal endémico en las poblaciones españolas del Nuevo Mundo desaparezca, no se requiere más que un esfuerzo de voluntad: no se necesita más que una reforma en las costumbres de las clases pobres; y ellas, si apetecen el adelanto, si desean su libertad, si no quieren verse expuestas a saborear el fruto amargo de la necesidad, están más interesadas que nadie en efectuar esta reforma. El trabajador entre nosotros no tiene más que decir quiero para ganar su vida, no tiene más que ser ordenado para dejar de ser pobre, no tiene más que adquirir un poco de previsión para llegar a la fortuna: tal es la ventajosa condición en que se hallan colocados nuestros pueblos, de consiguiente la causa de sus males, lo que perpetúa su indigencia es la inmoralidad, la ignorancia, la imprevisión: corrijan los pobres estos vicios y dejarán de serlo162.
III
Hemos dicho en nuestro artículo anterior que una de las causas del pauperismo provenía de los mismos pobres, y hemos creído probarlo suficientemente, pero también trae su origen de donde parece que debiera encontrar su alivio: de los ricos.
Nosotros estamos muy lejos de abrigar ese odio que han suscitado algunos demagogos en las clases pobres contra las clases acomodadas. Esta cruzada ignorante hecha a la riqueza es muy ajena de nuestras ideas, es muy impropia del progreso de la ciencia y muy opuesta a los verdaderos principios económicos. Creemos que la riqueza, lejos de perjudicar al desarrollo humano, es la que por el contrario, lo facilita, porque ella implica este mismo desarrollo, y creemos que si no existiese esa riqueza la suerte del hombre sería más miserable. La riqueza, no podemos negarlo, es el resultado de nuestras buenas cualidades, es el fruto de nuestras virtudes, porque proviene del trabajo, de la economía, de la previsión, del orden, de la moralidad en una palabra. Al expresarnos de esta manera, lo hacemos en un sentido general y absoluto; lo hacemos en razón de los principios de la ciencia, prescindiendo de excepciones, pues no se nos oculta que hay casos en que la fortuna es el resultado de las preocupaciones, del vicio, y aun del crimen; pero como hemos dicho, nosotros tomamos la riqueza en su significación técnica, sin descender a esos casos en los que, a decir verdad, no vemos más que una mutación, un cambio, pero no una adquisición, resultado del trabajo, no una producción acumulada por la economía.
Empero, si la riqueza es el fruto de la laboriosidad y la inteligencia, si envuelve en su naturaleza misma el aniquilamiento de la pobreza, si obra eficazmente en beneficio de las clases trabajadoras, si es para los pueblos modernos como el maná que sustentaba en el desierto a la tribu de Israel, no podemos menos de observar que muchas veces degenera en un arma de muerte, y que el egoísmo de los ricos la convierte en un elemento de explotación, de atraso y de miseria. Y en verdad, la riqueza en algunos pobres es el robo legal hecho a la industria, es el robo legal hecho al sudor de sangre vertido en los poros del proletario, y de consiguiente es un poder cuya acción contribuye eficazmente a mantener la ignorancia, el pauperismo y la degradación de las masas. Cuando esa fuerza tiene por locomotora el egoísmo, cuando no ve en torno de sí más que los intereses mal entendidos de un individuo, cuando trata de sustraer el jugo vital de los otros para apropiárselo ella misma, entonces vemos levantarse, diez, veinte, cincuenta millonarios, pero al lado de ellos contemplamos a centenares de centenares de infelices, ¿de dónde proviene este fenómeno? De la concentración de los capitales, de la industria, de la propiedad agraria, consecuencia lógica de la mala repartición de la riqueza, o más bien dicho, del robo hecho al trabajo del hombre, que la ignorancia, las preocupaciones y la ley justifican y sancionan.
¿De qué sirve el brillo de unos pocos cuando la generalidad padece? ¿Será grande un pueblo, será poderoso porque tiene en su seno algunos millonarios que deslumbran nuestra vista con sus palacios y con su lujo? No, ése es el elemento disolvente de las sociedades, esto es lo que turba el equilibrio de las naciones, ésta es la causa de la pobreza y atraso de los pueblos.
¿Por qué la luz de la civilización no ha penetrado aún en nuestros campos? ¿Por qué notamos tanta ignorancia, tantas preocupaciones, tantas miserias? ¿Por qué existe la esclavitud y el vasallaje estúpido? ¿Por qué encontramos ese servilismo indigno? ¿Por qué esa astucia feroz y solapada propia del ser que obedece por degradación? ¿Por qué, en fin, tanto abandono, tanta desnudez, tanto vicio, tanta falta de dignidad, tanta postración, tanta tristeza y tan perniciosa inercia? Porque los hacendados explotan a esos hombres; porque los ricos se constituyen en verdugos del pueblo, y lejos de hacerlo prosperar con los elementos que les da su fortuna se sirven de ellos para hundirlos más en la miseria. Echad una rápida mirada sobre el inquilinaje de Chile y decidnos, ¿qué es? ¿Qué es esa numerosa porción de la nación chilena? ¡Nos callaremos por vergüenza, por compasión, por horror!... Pero levantaremos nuestra voz para denunciar a los criminales; y sin temor como sin odio haremos oír el lenguaje severo de la razón y la justicia que necesita, que pide si no venganza, al menos una reparación, que reclama un cambio en virtud de la más sacrosanta ley, la humanidad.
En el siglo XIX tenemos entronizada la Edad Media y el feudalismo está entre nosotros en todo su apogeo163. Recorred los campos de nuestra mentida república y veréis si lo que decimos es o no verdad. ¿Pero para qué ver esos campos? ¿No estamos todos convencidos del hecho? ¿Qué son nuestros hacendados respecto a sus inquilinos? ¿Qué éstos comparados a aquellos? Amos los unos, siervos los otros en toda la extensión de la palabra, en todo el vigor, en toda la fuerza, en toda la significación que se daba ahora tres siglos a esas voces... El alma se entristece al contemplar ese lamentable cuadro, y el entusiasmo que sentimos por la regeneración de nuestro país cae en la laxitud que produce la impotencia, porque ve tan hondas como invencibles preocupaciones, tan profundos como arraigados vicios, sin embargo, no desmayemos; puede ser que nuestras palabras no se pierdan. Creemos imposible despertar del letargo a nuestro pueblo, arrancarlo a esa somnolencia en que lo sumerge la miseria, pero al menos, quizás haya alguno que escuche y algo habremos ganado, y nuestros trabajos no los consideraremos como vanos e infructuosos; más aun cuando esta débil esperanza desaparezca, nos quedará al menos la satisfacción de haber cumplido con una obligación, con un deber.
Nuestro proletario agrícola es el ser más desgraciado de que se puede tener idea164, esto es tomando la palabra desgracia en la acepción casi general que el mundo le da, su ser moral como su ser físico todo está encadenado, todo sufre: el uno las privaciones de la civilización, el otro las de la necesidad: su alma está privada de luz, y su cuerpo de abrigo y de sustento, porque el hacendado dice que esto es lo que le conviene, porque así lo sujeta sin remedio, porque así lo explota sin piedad. ¿Y qué nombre daremos a esta conducta? Vamos a usar sin temor las palabras propias: ¡a nuestro modo de ver esto no significa menos que latrocinio y asesinato!... Aquel a quien se le pagan uno o dos reales diarios y a quien se le da a comer sólo frangollo en remuneración de su trabajo: a ése se le asesina y se le roba... Ésta es la verdad desnuda y terrible que sacamos por consecuencia lógica de los hechos. -Usamos de voces fuertes, lo conocemos, pero el mal es demasiado grande para no darle el calificativo verdadero. -Se levantarán quizás animosidades contra nosotros, pero ellas serán injustas porque nuestro objeto es atacar al vicio y no las personas, porque en este mejoramiento no sólo abogamos por el bien de las clases pobres, sino que también está en él comprendido el bien de los ricos, está implicada la prosperidad del país. Sabemos muy bien que nuestros hacendados hacen el mal por rutina y no por intención; que han encontrado estas prácticas establecidas y no se atreven a alterarlas, porque también creen que en ellas está su conveniencia; pero el mal se perpetúa de generación en generación, y la ignorancia y la codicia no pueden servir jamás de justificativo. De esta suerte es como los vicios de los ricos y no la riqueza contribuye a aumentar el mal general, haciendo que la pobreza se haga más extensiva e incurable, comprendiendo a un mayor número de individuos.
Pero si hemos hecho ver el mal que se hace al proletario, queremos demostrar que este mal comprende a los individuos mismos que lo ejercen; que perjudica a los ricos en sus intereses materiales, y que el deseo de lucro y aun la codicia los aconseja obrar en un sentido opuesto: queremos convencerlos en que sufren una pérdida en donde creen encontrar un beneficio, y para ello tenemos razones que no sólo se apoyan en el buen sentido natural, en el juicio lógico de las cosas, sino también en los altos principios de la ciencia. Preguntamos ahora: ¿No es verdad que el valor de las cosas aumenta o disminuye en virtud de la más o menos demanda? ¿Y no es verdad que la más o menos demanda está en relación con el mayor o menor consumo? ¿Y qué es lo que produce la demanda y el consumo? Las necesidades. ¿Y qué es lo que determinan esas necesidades? La producción, pues vemos por experiencia, y nos lo dice la razón sin ayuda de la ciencia, que aquel que produce es el que consume, porque el que nada tiene nada gasta. Ahora bien: ¿qué valor pueden dar los hacendados a sus terrenos, a sus cereales, a sus diversas industrias, cuando están rodeados de una población inerte que nada hace y por consiguiente que nada gasta, cuyas necesidades están satisfechas con un puñado de harina que le sirve de alimento y unos cuantos pellejos de cordero que les sirven de lecho? Por esta razón nuestros agricultores están sólo atenidos a la demanda extranjera para salir de sus productos, porque el consumo interior es nulo y sólo se limita al recinto de nuestras ciudades, pues los habitantes del campo bien poco o nada es lo que consumen, porque bien poco o nada es lo que producen. ¿Y no es esto, en verdad, una azarosa y triste situación económica? ¿No es colocar al país y colocarse a ellos mismos a la frecuente posibilidad de experimentar crisis y trastornos? ¿Y no es verdad que si, por el contrario, nuestros hombres del campo fueran más cultos, si no estuvieran sumidos en el embrutecimiento en que los pone este sistema de feudalidad, tendrían más necesidades y por consiguiente estarían obligados a producir más? ¿No es verdad que aumentaría el consumo y que aumentando el consumo quien más ventajas obtendría sería el propietario? ¿Y que el acrecentamiento del comercio interior haría más ciertas las probabilidades de lucro, fundándose éstas en una base sólida y no en puras eventualidades que puedan fácilmente fracasar? Estas razones nos inducen a creer que es un engaño, una prueba de ignorancia que perjudica a todos el explotar a esos hombres y el mantenerlos en ese estado de servilismo tan contrario a las ideas de una república como a los verdaderos intereses de los pueblos.
La aduana de hombres I165
La aduana de hombres vuelve al debate. Hay quien la reclama como una medida de urgencia y de salvación.
Agricultura e industria están amenazadas; no hay brazos en el taller, ni brazos en la mina, ni brazos en el campo. La emigración, que ya ha barrido con una numerosa falange de hombres de trabajo, se anuncia que se dispone a emprender una recluta enorme. Va a pedir diez mil hombres más para la construcción de los nuevos ferrocarriles peruanos.
De ahí la alarma y hasta el pánico.
Evidentemente que si semejante recluta llega a ser un hecho, la despoblación tomará proporciones colosales. Seremos un país sin trabajadores.
¿Qué hacer? ¿Cómo atajar el mal?
No se encuentra otro arbitrio que el pupilaje de la clase trabajadora, a la que se declararía de hecho menor de edad.
Se conviene en que ello no es muy constitucional, pero se cree que la prosperidad pública se halla sobre la Constitución.
¡Qué!, ¿por respetar la Constitución, se dice, arruinaremos al país, permitiremos que centenares de brazos útiles nos abandonen para ir a perecer en climas mortíferos, y no cerraremos la puerta a las pérfidas fascinaciones del alto salario?
Se declara que ello no es posible y se concluye en la conveniencia de la aduana de hombres.
No saldrá de Chile nadie que tenga una familia, antes de asegurarle su subsistencia, ni nadie que no vaya a encontrar en el extranjero una situación a salvo de los caprichos de la fortuna. Es decir, que no saldrá nadie o casi nadie.
¡Enorme!
¿Qué respondería la autoridad a quien le dijera que tiene una familia que muere de hambre y va al extranjero a encontrar la muerte o el pan?
¿La autoridad le procuraría el pan?
¿Qué respondería, sobre todo, a quien le dijera que tiene aquí una situación estrecha, casi miserable y que en vano ha buscado como hacerla holgada y que va a rodar tierras en busca de la fortuna?
¿La autoridad realizaría el sueño de su ambición o lo declararía temerario, demente, menor?
Si lo primero, ¿de dónde sacaría recursos?
Si lo segundo, ¿no habría ahí un acto de inaudita arbitrariedad?
No hay derecho ni justicia para arrebatar a un hombre su libertad de ir tras la fortuna donde le parezca, de escalar hasta la luna en su conquista.
¿Se lo haría en nombre de la prosperidad pública?
Pero, ¿de cuándo acá tiene nadie obligación de sacrificarse por esa prosperidad? El individuo no es una cosa del Estado.
Y después, ¿por qué el sacrificio recaería sobre el trabajador y no sobre el patrón? ¿Por qué se impediría a aquél correr en busca de su mejor salario y no se obligaría a éste a dar mayores salarios?
¿Quieren eso los patrones? ¿La autoridad no teme caer en injusticia entrando a fijar la tasa de los salarios?
La verdad es que toda ley que pretenda limitar el derecho de ir y de venir, será siempre injusta o imposible.
Por eso, andan a caza de una quimera o de una monstruosidad cuantos pretenden contener la emigración por mandato de ley. Gastarán un ingenio infinito sin llegar a nada tolerable. Recuerden qué se ha ideado hasta ahora.
Es preciso buscar ese resultado en otros temperamentos.
Ya hemos indicado la introducción de máquinas, el aumento de los jornales, la mejora en la situación del inquilinaje.
¿Eso no es eficaz? ¿La emigración continúa?
No es posible asegurarlo. Hasta ahora no sabemos dónde se hayan tocado esos arbitrios ni cuál haya sido su resultado.
Pero hay más.
¿Por qué no establecer una amplia propaganda por medio de la prensa y de la palabra, manifestando a los que se dice víctimas de su ignorancia o víctimas de la astucia de los reclutadores cuanto tienen de ilusorias las ventajas que se les ofrecen? ¿Quién ha tentado ese arbitrio? ¿En qué escala y con qué perseverancia se lo ha tentado?
Recordamos que ahora meses se hizo circular una hoja impresa relatando ciertos hechos abominables, que rayaban en lo increíble. Después de eso, nada.
¿Y se dice que ya no hay otro medio que la intervención de la autoridad, la aduana de hombres?
¡Vamos! Cuánto pasa es distracción o desidia. Indudablemente que es más cómodo hacer cerrar la puerta a quien pretende marcharse que convencerle de que se queden. Pero la comodidad no justifica la violencia.
Se habla todavía de lo que el Estado gasta en cada año en devolver a sus hogares a los emigrantes desgraciados.
Ello es un acto de humanidad, pero no un acto de cordura, y menos aún un acto que pudiera justificar la aduana de hombres.
Nunca hemos acertado a comprender de dónde arranca para los gobiernos el deber de amparar a sus nacionales en el extranjero, ni menos el deber de restituirlos al país cuando se han marchado voluntariamente y de propia cuenta y riesgo.
Convenimos en que ello es filantrópico, pero, en el entretanto, no es justo que aquellos que se van queden a cuenta de los que se quedan. El contribuyente paga su parte de impuesto para ser servido y no para servir graciosamente a nadie.
Además, la protección a los nacionales en el extranjero es siempre ocasionada a complicaciones y a cubierto más de un atentado. Recordemos que a su nombre se invadió a México y se hizo de México un imperio, que a su nombre se vino contra el Perú, y que a su nombre ha hecho a la Inglaterra buenos bombardeos y numerosas conquistas.
De esta manera, la protección a los nacionales es ya un peligro o ya una carga.
Que cada cual entre y salga por su cuenta y riesgo. El dinero de los contribuyentes debe gastarse en sus servicios y no en amparo de quienes han vuelto la espalda a su país.
Si una nación debe proteger a aquellos de los suyos que caen en desgracia en el extranjero, sería mucho más justo que dispensara su protección a los que caen en desgracia sin abandonarla.
Si una nación debe y puede mezclarse en que los suyos no vayan al extranjero sino para hacer buenos negocios, sería mucho más justo todavía que se mezclara en dar buenos negocios a los que se quedan en casa.
Dejemos al Estado que haga su deber y hagamos cada cual el nuestro.
El Ferrocarril combate resueltamente toda medida que tienda a coartar la libertad que todos los habitantes de Chile tienen para expatriarse e ir a buscar en otros países comodidades reales o imaginarias.
El colega tiene razón dentro del precepto constitucional; pero es muy dudoso que la tenga ante la conveniencia pública y ante ciertos principios de justicia que son superiores a toda ley.
Se podría, habíamos dicho, arraigar al que deja abandonada a una familia como se arraiga al deudor que deja insoluto un crédito. Y como entre los emigrantes del bajo pueblo casi todos dejan hijos y esposas en la miseria, se pondría así, con una medida justa, un atajo a la emigración.
Pero se nos objeta que ese emigrante puede responder a la autoridad que lo detiene que su familia se muere de hambre y va a buscarle pan en el extranjero.
He ahí una explicación que puede ser verdadera y una excusa que puede ser justa. Entretanto la ley no la admite ni puede admitirla en el caso citado del deudor. Éste como el padre de familia podría decir: voy al extranjero a procurarme los recursos que aquí no puedo obtener para salvar mis compromisos. ¿Se aceptaría esta excusa? ¿Sería conveniente que la ley la aceptase? ¿Cuántos abusos no surgirían a su sombra?
Y es preciso recordar después que todas las libertades encuentran siempre un límite en la conveniencia pública, lo mismo que todos los derechos. No queremos decir con esto que se arraigue a los trabajadores en nombre de los intereses de la industria nacional; pero sí pensamos que se podría hacerlo cuando la libertad de que tratamos se ejerce en perjuicio de tercero. Este tercero, preciso será que lo advirtamos, no sería el patrón, sería la familia, serían todos aquellos que tienen alguna acción que ejercer contra el emigrante por contratos no cumplidos.
Cuando emitimos estas ideas, no queremos decir que el único remedio que haya contra la emigración sea la fuerza. Lo hemos dicho otra vez y lo repetimos hoy: es preciso que la ley y los individuos, el interés particular y el interés social se aúnen en sus trabajos para oponer diques eficaces a la corriente. Los obstáculos legales que indicamos pueden coexistir con un alza en el salario, si el alza es posible, y con algunas otras medidas que tiendan a mejorar la situación del obrero.
También sería conveniente, como lo propone El Ferrocarril establecer una amplia propaganda por medio de la prensa y de la palabra, manifestando a los que pueden ser víctimas de su ignorancia y caer en las redes de los reclutadores, cuán ilusorias son las ventajas que se les ofrece.
En este campo es el gobierno el que puede ejercer más eficazmente su acción. El diario o no llega al hogar del peón, o no se le sabe leer. La palabra del patrón le sería sospechosa porque su suspicacia vería en sus consejos los consejos del interés. Son las autoridades las que mejor pueden hacerse oír y creer.
¿No sería ya tiempo de hacer algo en este sentido? Creemos que sí porque la despoblación nos amenaza con imprevistas y colosales calamidades, y también lo repetiremos siempre, porque la emigración mata la inmigración.
La aduana de hombres II166
Se reconoce que la aduana de hombres es inconstitucional, pero que halla su legitimidad en la conveniencia pública y en la justicia.
He aquí algo que no comprendemos.
Toda ley contraria a la conveniencia general y contraria a la justicia, es ley de arbitrariedad y de violencia. ¿Nuestra Constitución se halla en ese caso?
Así parece desprenderse del juicio que sobre la aduana de hombres formulan sus sostenedores, diciendo que, aun cuando sea inconstitucional, es, sin embargo, conveniente y justa.
Pero veamos dónde está la inconveniencia y dónde la injusticia en la libertad de ir y venir.
¿En que deja escapar a los deudores?
No, pues, hay leyes perfectamente constitucionales que consagran su arraigo.
¿En que hace posible que un jefe de familia se sustraiga a sus deberes?
Tampoco, pues, hay todavía leyes que atienden a ello.
Mas, en el entretanto, no hay leyes ni puede haber leyes que impidan al deudor ir y venir cuando su acreedor no se lo estorba, o al jefe de familia hacer otro tanto siempre que la familia no formule reclamo.
¿Qué se respondería a un acreedor cuyo deudor era detenido por acto de autoridad, si hiciera observar que su conveniencia estaba en su partida?
¿Qué se respondería a una familia cuyo jefe era detenido también por acto de autoridad, si aseguraba que iba su fortuna en tal partida, que pretendiéndose hacerla un bien, se la infería un grave daño?
¿El Estado se sustituiría al deudor o al jefe de familia?
¿No?
Entonces, ¿con qué justicia les detendría o cuál sería la conveniencia pública que justificara su detención?
¿Sería la prosperidad del país?
¿Desde cuándo existe la obligación de sacrificarse a esa prosperidad, de ser su instrumento, su cosa?
Francamente, nos sentimos asombrados de estar discutiendo tales doctrinas, que ni caben dentro de la ley, ni caben dentro del buen sentido. No es posible convertir en presidio a una nación civilizada, que es adonde iría a parar toda la vida autoritaria capaz de detener la emigración; pues no bastaría a tal fin el arraigo de los deudores en fuga o de los malos padres. Si eso bastara, no habría para qué dictar nuevas leyes.
¡Pero no! Se quiere que cada emigrante, antes de abandonar el país, se someta a un verdadero proceso, en que no se limite a probar que no deja tras él familia en la miseria o acreedor burlado, sino que vaya hasta manifestar que hace un buen negocio, que vivirá con salud durante su viaje y regresará con vida y con fortuna.
Imagínese, por un momento, sometidos a ese proceso a cuanto chileno emigra, emprende un viaje de paseo o de negocios. ¿Se concibe nada más odioso ni nada más intolerable? ¿Cuántos de los mismos que amparan la aduana de hombres se someterían a semejantes trámites? Porque es preciso no olvidar que la ley tendría que ser general.
¿O se iría hasta declarar contraria a la conveniencia pública y a la justicia la igualdad ante la ley?
Sólo así podría dictarse una ley que alcanzara exclusivamente a los trabajadores.
¡Henos ahí en las leyes de excepción167!
¿Y a esto se llamaría justicia?
La conveniencia pública no sería entonces sino la resurrección de esa monstruosa doctrina de la salud pública o de la razón de Estado, que ampara todo crimen y toda inquinidad. Hoy no veríamos una raza expulsada, sino una clase prisionera.
Ya es hora de concluir con estos debates sobre la aduana de hombres. Abochornan a la civilización.
¿Se ha meditado qué significa aprisionar hombres libres, inteligentes, trabajadores para impedir que caiga en ruina la prosperidad del país?
¿No se recuerda que la prisión trae la fuga y la aduana el contrabando? ¡Sería de ver apresados, decomisados los cargamentos de hombres, convertida en delito la libertad de ir y de venir!
Evidentemente que tales escenas no nos honrarían. ¿Qué pensar de Chile si, para tener trabajadores, se viese obligado a atarles una cadena al pie?
No cabe vacilación en este negocio.
Si el pueblo trabajador es libre, vive al amparo de la Constitución, puede ir donde mejor le venga en antojo.
Si ese pueblo no es libre, si está sujeto a una ley especial, téngase el valor de decirlo y de consagrarlo.
Estamos curiosos de ver quién le pone cascabel al gato y cuál es la acogida que encuentra entre las gentes discretas.
Creíamos que bastaba con la experiencia adquirida. Ahí están sobre este negocio un decreto muerto, una circular ministerial olvidada, un proyecto de ley encarpetado manifestando que no se puede contra el buen sentido y contra la justicia.
«Considerada bajo el ASPECTO PURAMENTE económico, dice La Patria, la posición de la mujer en Chile está muy lejos del punto adonde han llegado otros países más adelantados que el nuestro y muy lejos, también, del punto que indican los intereses de la sociedad y de la industria y los del mismo sexo femenino».
He aquí una verdad que la prensa ha consignado en varias ocasiones y que es oportuno y útil recordar hoy nuevamente. Ya en estas mismas columnas hemos indicado algunos medios que nos parecían eficaces para hacer menos difícil la posición de la mujer en nuestro país, y es verdaderamente sensible que se haya hecho y aún intentado muy poco en este sentido.
Y, sin embargo, hay en el abandono en que dejamos a la mujer el germen de gravísimos males sociales y aún la causa de muchas dificultades económicas. La indiferencia con que se mira su situación, el poco interés que nos inspira su suerte son, pues, de todo punto injustificables.
La mujer, entre nosotros, no puede bastarse a sí misma. Entregada a sus propios recursos por la falta del padre, del esposo o del hermano, no tiene otro porvenir que la miseria o la perdición. Son esos dos abismos de que escapa con dificultad, en que cae fácil y tal vez necesariamente.
Y se concibe muy bien. ¿Cómo atenderá una mujer entregada a sus solas fuerzas a las necesidades de la vida? Sólo por medio del trabajo; pero, por más laboriosa que se la suponga, sus esfuerzos tienen que ser estériles y agotarse sin fruto en el estrecho círculo de las pequeñas industrias que le están reservadas.
El hombre ha monopolizado todas las labores productivas, no sólo aquellas que exigen fuerza, sino también otras labores fáciles que sólo requieren destreza, aplicación y vigilancia, cualidades que se encuentran fácilmente en la mujer. Fuera de la costura, casi no se conoce entre nosotros otra industria femenina, y aún ésta se halla ya considerablemente limitada por el empleo de las máquinas de coser.
Ahora bien, la misma costura no produce a una obrera laboriosa lo suficiente para vivir. Y, aunque le diera lo bastante, siempre le quedaría por resolver el problema del porvenir, el secreto de la subsistencia en la edad avanzada cuando las fuerzas faltan, cuando la salud se quebranta y el trabajo es ya imposible.
Vida de trabajo incesante y de privaciones infinitas y vejez en medio de una miseria espantosa, he ahí el destino de la mujer. ¿Cómo extrañar entonces que haya tantas que opten entre el trabajo y el vicio, por este último que les ofrece siquiera una vida fácil y que se desliza entre placeres? Si al mismo término se ha de llegar por un camino de rosas y por un sendero de espinas, no es raro que se prefiera el primero, a no ser que se posea una sólida virtud que es el único baluarte seguro contra las seducciones del mundo y la única fuerza capaz de resistir a los sacrificios de una vida de martirio.
Pero también son raras las grandes virtudes y, aunque lo fueran menos, nunca sería prudente someterlas a tan rudas pruebas. Por eso decíamos que en el abandono en que dejamos a la mujer existe el germen de graves males sociales; abandonada así marcha rápidamente a la prostitución y ya sabemos lo que la prostitución da a las sociedades que la fomentan.
En la obra patriótica de la salvación de la mujer por medio del trabajo, todos tienen su parte, las autoridades y los particulares. Todos pueden hacer el bien; lo que les falta generalmente es resolución para emprenderlo.
Decimos que toca su parte a las autoridades, porque una de las principales causas de la inhabilidad de la mujer existe en la educación que recibe. Esa educación es, por lo general, puramente literaria, si podemos expresarnos así. Está muy bien que se le enseñe a leer y a escribir, elementos de aritmética, de gramática y de geografía, pero estaría mejor si se le proporcionaren elementos para ganar la vida. La educación de la escuela debiera ser más práctica porque, es preciso desengañarse, ninguna mujer que sepamos ha costeado la sopa de un día conjugando un verbo irregular o diciendo cuáles son los ríos principales del mundo. Es el vicio general de nuestra educación; damos muy poco a lo principal y muchísimo a lo accesorio.
Lo hemos dicho ya otras veces. Con el sistema de educación vigente en nuestras escuelas de mujeres, sacamos muy pocas que sean útiles, muchísimas predispuestas para perderse. La educación literaria que reciben las hijas del pueblo las habilitaría cuando más para reemplazar a sus maestras; en cambio, es muy aparente para fomentar en ellas el orgullo y el amor propio que las hace desconocer su condición social y hasta a sus mismos padres. ¿Cuántas ex alumnas quieren ser sirvientes, cocineras, etc.? ¿Cómo podría entregarse a ese trabajo degradante quien sabe dónde está Pekín y cómo se conjuga el verbo freír?
Haciendo más práctica y más útil su enseñanza es como el Estado podría favorecer eficazmente los intereses de la mujer, y también, secundado en esto por los particulares, abriendo nuevos horizontes a su industria. Hay, como lo dice La Patria, muchos que no requieren fuerza y que, sin embargo, son ejercidos exclusivamente por el hombre. Se cuenta en este número la tipografía, la encuadernación de libros, la fabricación de cigarrillos, la venta de mostrador, etc., que las mujeres podrían ejercer sin inconvenientes y sin duda con grandes ventajas para ellas y para la sociedad.
Porque, como lo observa también nuestro colega, todos esos brazos que fueran reemplazados por la mujer podrían consagrarse a otras labores más propias del hombre. Sería éste un buen medio de conjurar en parte los males de la emigración y de desarrollar la riqueza pública que no ha recibido hasta hoy el fomento de que es susceptible por falta de inteligencias y de brazos.
El alza de los salarios I168
No somos los únicos que creemos en la influencia que tendría el alza de los salarios para detener la emigración.
Esa creencia va haciéndose general.
Pero, en el entretanto, si los patrones piensan como nosotros, no llegan a ningún acto decisivo. Se lamentan, se juzgan amenazados por una ruina próxima, pues no podrán cultivar sus campos ni mantener en actividad sus talleres.
No ven otro remedio que detener la emigración, pero no se resuelven a emplear contra ella el alza de los salarios.
Un diario propone que sea el Estado quien dé la señal de esa alza, acometiendo obras públicas en que aumente el jornal de los trabajadores.
La medida tiene serios inconvenientes.
Desde luego, el arca pública no está repleta de escudos.
Enseguida, se olvida que el Estado ejecuta sus obras por contrata y que no podría, en consecuencia, obligar a sus contratistas a pagar a sus trabajadores un salario determinado, sin exponerse, ora a no encontrarlos, u ora a cubrir precios exagerados. Para hacerse el iniciador del mejor salario, sería indispensable que emprendiese por su cuenta las obras públicas. Nadie ignora los inconvenientes que ello tiene en la práctica.
Y después la medida sería de una eficacia bien contestable. Por más obras que el Estado acometiera, nunca emplearía sino un número limitado de brazos. Serían mil, queremos conceder que hasta dos mil, que falta saber si el Estado los arrebataba a la emigración o los arrebata a los brazos que no emigran.
Para que el alza de los salarios produzca las consecuencias que de ella se reclaman, es indispensable que no sea el acto aislado de un patrón, aunque ese patrón se llame el Estado, sino el acto de una gran mayoría de patrones.
De ahí la conveniencia, indicada ya tantas veces, de que los patrones se reúnan, discutan, deliberen para llegar a las medidas eficaces y dejar a un lado las lamentaciones estériles.
Si cierto número de patrones de Santiago, por ejemplo, están dispuestos a levantar el salario de sus trabajadores y a mejorar la condición de sus inquilinos, ¿por qué no harían pública su resolución, indicando cuál era el salario que pagaban y cuáles las ventajas que procurarían a sus inquilinos?
Esto sí que sería de cierta eficacia.
Mientras más meditamos la cuestión, más nos convencemos de que la intervención del Estado sólo puede ser perturbadora. El bien sólo puede venir de la iniciativa, el esfuerzo, la acción social.
Aprendamos alguna vez a servirnos por nosotros mismos y a esperarlo todo de nosotros mismos. Si para todo apelamos a la autoridad y para todo reclamamos su consejo y su auxilio, ¿cómo pretendemos que no se crea y se decrete omnipotente, una especie de vicario del buen Dios aquí en la tierra?
Los trabajadores hacen sus maletas y al punto que sentimos su falta -que no hemos sabido o no hemos querido prever-, asediamos a la autoridad para que nos dispense su amparo. Es preciso que nos salve. Nos irritamos de que aún no nos haya salvado. Pretendemos que se ahoga en un charco sintiéndose detenida por la Constitución. ¿Quién se fija en esas cosas? Seríamos muy capaces de aplaudir un golpe de Estado.
Todo esto va haciéndose deplorable.
Creemos que la autoridad puede más que nosotros, cuando nosotros podemos más que ella.
Para detener la emigración, tendría que ser arbitrariedad.
Para imponer un alza en los salarios, tendría que ser arbitrariedad todavía. Los contratos son libres.
Mientras tanto, la iniciativa social puede llegar al bien sin lastimar la legalidad. Puede detener la emigración aumentando los salarios y mejorando las condiciones del inquilinaje; puede conjurar la falta de brazos introduciendo las máquinas; puede, en fin, hacer comprender a los emigrantes cuánto hay de ilusorio en los altos salarios que se les prometen en el extranjero.
La Inglaterra colocada en nuestra situación, habría acudido al meeting, a la prensa, a la asociación; habría puesto en juego todos los medios de propaganda, de convicción, de luz, y el peligro ya estaría conjurado.
Vamos, señores patrones, procuren hacer por ustedes mismos sus negocios. Ese es el deber de hombres libres e ilustrados. Si la autoridad puede favorecer a ustedes hoy embarazando la emigración, mañana puede dañar a ustedes estableciendo una tasa obligatoria en los salarios.
La autoridad es en estos negocios un arma de dos filos. Por eso lo mejor es no llamarla a intervenir.
Hace cincuenta años un peón ganaba en Chile tres cuartillos al día; veinticinco años después ganaba ya real y medio; hoy está ganando treinta centavos, con almuerzo, comida y cena.
A pesar de esta alza constante y tan considerable de los salarios, hay quienes aseguran que aún no han subido lo bastante, es decir, que no son lo que deberían ser, tomando en cuenta las necesidades de los trabajadores por una parte, y por otra, la riqueza agrícola, comercial e industrial del país.
Como una prueba del anterior aserto, se señala la emigración continua de los peones chilenos hacia las repúblicas del Pacífico y las provincias limítrofes de la República Argentina. El hecho es indudable. La emigración chilena es un fenómeno antiguo y si los grandes trabajos iniciados últimamente en el Perú han venido a darle proporciones alarmantes, él existía desde el tiempo de la Colonia.
Pero ese hecho, ¿qué prueba? ¿Prueba que en Chile hay algún motivo que impida surtir sus efectos a las leyes económicas que determinan el monto de los salarios? En otros términos, ¿puede decirse que el jornal de treinta centavos que se paga a los peones por nuestros hacendados no es el justo precio de su trabajo? ¿Puede decirse que para que la justicia se realizara, sería necesario aumentar ese salario a cuarenta o a cincuenta centavos?
Cuando nos proponemos estas cuestiones y buscamos en nuestro interior una respuesta nos parece que soñáramos.
Los que, llevados de su buen deseo, creen descubrir en la tasa de los salarios, no un efecto natural e inevitable de la oferta y de la demanda de trabajo, sino un efecto de la tacañería o de la ignorancia de los capitalistas y grandes propietarios, conocen poco las ventajas de la concurrencia y hacen un triste servicio a los mismos intereses que pretenden patrocinar.
Nosotros afirmamos que en Chile ni la influencia de unos cuantos particulares ni aun la injerencia del Estado podrían modificar la tasa de los salarios. Esa injerencia no produciría otros resultados que perjudicar a los que la tomasen y lo que es peor, a los mismos trabajadores haciendo bajar más todavía su jornal después de algunas artificiales y efímeras alteraciones.
Y la cosa es clara. Ni el patrón contrata trabajadores para servirlos, ni éstos se comprometen a trabajar por hacer un beneficio al patrón. Cada cual va a su negocio y persigue su interés. Mientras el propietario encuentre quien le trabaje por treinta no pagará cuarenta por igual trabajo; como tampoco el agricultor que se viese en la alternativa de perder ciento por falta de trabajadores o de gastar cincuenta pagando a sus peones diez centavos más que su vecino, necesitaría del consejo ni del mandato de nadie para gastar los cincuenta y sacar los otros cincuenta de provecho.
Y si no, dígasenos, ¿en virtud de qué leyes, de qué acuerdos o compromisos han venido subiendo los salarios hasta el estado en que actualmente se hallan? ¿No es cierto que esa alza ha sido del todo independiente de la voluntad de los capitalistas y de los trabajadores? ¿No es verdad que ella se ha impuesto a todos con la misma fuerza con que se impone una ley física o una demostración matemática? ¿No es evidente que no habría en Chile ningún poder, ni público ni privado, capaz de hacer volver los salarios al nivel que tenían cincuenta años ha? Ahora bien, las mismas dificultades que se opondrían a la baja se opondrían a la alza artificial. Tan imposible es que los salarios retroceden a mil ochocientos diez como que sean hoy lo que serán en mil novecientos.
El alza que se desea vendrá indudablemente; pero vendrá a su tiempo y por sus cabales: ella vendrá traída por el aumento de los capitales y por el progreso del arte industrial que, exigiendo más trabajo y pudiendo utilizar mayor número de brazos, tenderá a recompensar mejor a los trabajadores; vendrá si se quiere, determinada en parte por la emigración de los peones, que haciendo escasear los brazos, disminuye la oferta de trabajo y produce un aumento en los salarios.
Pero no faltan quienes, en su deseo de mejorar la condición de los trabajadores, se imaginen que el movimiento ascendente de los salarios podría apresurarse mediante la realización de grandes obras públicas emprendidas por el Estado o mediante la asociación de capitalistas que tomasen la iniciativa del movimiento económico que se desea.
Ambas ideas nos parecen noblemente inspiradas, pero al mismo tiempo muy poco meditadas.
Veamos si no con respecto a la iniciativa del Estado; y empecemos suponiendo desde luego que éste tuviese en caja el dinero necesario para emprender esas obras y para ejecutarlas pagando un salario superior al corriente. Esto supuesto, tropezaríamos desde luego con el serio inconveniente de que el Estado, dando sus obras por contrata a los particulares, no podría obligar a los contratistas a pagar un salario superior al corriente sin darles de arcas fiscales el equivalente de lo que perdiesen, en dinero. Más claro, suponiendo que una obra dada hubiera de gastar en peones un millón de pesos, el gobierno no podría ordenar al contratista que alzase en un diez por ciento el salario de los trabajadores sin darle cien mil pesos más sobre el importe de la contrata.
¿Y esto qué sería? ¿Y esto para qué sería? Esto sería cien mil pesos dados de limosna a hombres capaces de ganar su vida, sería cien mil pesos sacados del bolsillo de todos los chilenos para obsequiarlos a los cuatrocientos a quinientos trabajadores de la obra en cuestión. Además, tan enorme sacrificio serviría para nada. Los salarios sufrirían probablemente una pequeñísima, local y momentánea perturbación; pero como no habrán aumentado ni los capitales ni el arte industrial, y como, por otra parte, los trabajadores no habrían disminuido, terminada la obra, el nivel no tardaría en restablecerse. ¡Y ojalá sólo, en el supuesto de que nos vamos ocupando, terminada la obra los salarios quedasen en su primitivo nivel! Lo probable, lo seguro es que bajarían de su natural altura en tanto cuanto la intervención de la autoridad los hubiese hecho subir artificialmente. Concluida la obra, un cierto número de peones que habría atraído el alza artificial quedaría sin trabajo y, aumentando la oferta de éste, produciría el resultado que señalamos. Suma todo: un sacrificio tan estéril como oneroso impuesto a la comunidad, una perturbación en los salarios más perjudicial que benéfica para los trabajadores.
Ni sería, aun cuando lo parezca, más eficaz la asociación de los particulares que la intervención de la autoridad para determinar el alza que se desea. Los capitalistas son dueños de regalar su dinero a quien quieran: ni nada, ni nadie les impediría dar una gratificación a sus peones; pero tratándose de modificar en más o menos la cuota de los salarios su voluntad es impotente. En efecto, los salarios no dependen de la voluntad de nadie: no se inventan ni se dan ni se establecen: son lo que deben ser y nada más. La voluntad de todos los capitalistas juntos de los Estados Unidos no podría hacer que en aquel país los trabajadores trabajasen por menos de un peso diario, ni todos los trabajadores juntos podrían obligar a los capitalistas a subir ese jornal hasta dos pesos diarios.
Cuando se quiere modificar un resultado la prudencia aconseja subir hasta la causa: de otra manera se pierde el tiempo y la paciencia. Por eso es que si queremos producir en Chile una alza seria y benéfica para todos en el jornal que ganan nuestros peones, no hay más remedio que esforzarnos por perfeccionar los cultivos, las industrias y las artes, por abrir nuevos horizontes a la actividad de las clases trabajadoras, por ilustrarlas a fin de hacer que su trabajo sea más productivo. Ya que no sería ni patriótico ni prudente buscar el alza en el fomento de la emigración, busquémosla en la mayor demanda de trabajo. Todo lo demás es salir del terreno de los hechos para vagar por el mundo de las ilusiones.
Si la marcha natural del tiempo y de las estaciones nos parece lenta, si queremos apresurar el día en que nuestras clases pobres puedan recoger abundantes y sazonados frutos de su trabajo, no pretendamos apresurar ese día violentando la naturaleza, produciendo una madurez raquítica, artificial y de embeleco; trabajemos la tierra, reguemos, cultivemos con inteligencia y perseverancia, que eso es lo que la razón aconseja, lo que la experiencia enseña y lo que la misma naturaleza indica.
El alza de los salarios II169
No se cree que la iniciativa social ni la iniciativa del Estado puedan llegar a una pronta alza en los salarios, desde que el precio del trabajo, como el precio de cualquiera otro servicio, se rige por la ley de la oferta y el pedido: a mayor oferta menos precio; a mayor pedido más precio.
Ello es exacto y no seremos nosotros quienes lo neguemos.
Pero si esa ley es cierta, también es cierto que sus sanciones se retardan o se aceleran según las circunstancias que las modifican.
Nada más natural, si nuestra escasez de brazos es tal y tanta como se asegura, que hubiera coincidido con un aumento en los salarios. La escasez es siempre menos oferta y más pedido. Sin embargo, los salarios permanecen casi inmutables, a pesar de la competencia extranjera que tantos trabajadores nos arrebata.
¿Cómo explicarse este fenómeno?
¿La ley de la oferta y el pedido no es tan verdadera como se cree?
Nada de eso. Ello prueba, como lo señalábamos, que esa ley es lenta en sus sanciones. Los patrones la resisten, así como cada uno de nosotros resiste hasta donde puede a cualquiera alza de precios. El uno no consume el artículo en alza, el otro le consume menos, todos protestan; pues la tendencia de todo el que compra un servicio, es obtener lo más posible con el menor gravamen posible, como la tendencia del que lo vende, es a obtener el mayor beneficio con el menor gravamen.
Si la ley de la oferta y del pedido se cumpliera siempre sin reclamar los esfuerzos de nadie, tendrían mucho de inexplicables las huelgas de trabajadores, tan frecuentes en los grandes centros manufactureros de Europa y que aun entre nosotros se dejan sentir en ocasiones. Esto manifiesta que se resiste a la ley, ora de parte de los patrones, ora de parte de los trabajadores.
Tal es la manera como nos explicamos lo que hoy ocurre.
¿Los patrones no pueden pagar mayores salarios sin imponerse pérdidas enormes?
¿Los patrones se resisten a sacrificar una parte de sus beneficios?
Precisamente debe ser una de esas dos cosas: o imposiblidad de pagar más, o resistencia para pagar más.
Por nuestra parte, no creemos en la imposibilidad absoluta. Mayor gasto de producción trae siempre mayor precio de venta. Este mayor precio, sobre todo si se quiere una inmediata colocación, no alcanzará a compensar aquel mayor gasto, pero nada tienen que ver en ello los trabajadores: hacen su negocio.
Y después, si es cierto que en cincuenta años se ha triplicado el precio de los salarios, el aumento de todos los valores no ha sido menos considerable. ¿Cuánto vale hoy una heredad estimada en cincuenta mil pesos ahora veinte o veinticinco años? Vale el triple o el cuádruple. Y lo que pasa con la propiedad rural, pasa en iguales y a veces en mayores proporciones con la propiedad urbana. Los alquileres van tocando en lo increíble. Todo encarece. Veinte años atrás, una renta de cien pesos era cierta comodidad y una renta de diez mil pesos era el lujo. Hoy, aquella renta es la estrechez y esta renta no pasa de una comodidad con ciertas pretensiones de opulencia.
¿El salario del trabajador ha seguido la misma progresión?
No.
El gañán de hoy ni viste, ni come, ni se alberga mejor que el gañán de ayer. Se le paga más, pero también gasta más, sin mejorar por eso su condición.
Ahora años se necesitaba haber caído en una miseria muy próxima a la mendicidad para no comer un pedazo de carne cada día. Teníamos el ideal del rey Enrique. Entonces los menos, casi la excepción, eran los que no comían carne. Hoy los menos van siendo los más y la excepción se hace la regla.
Cuando todo esto se recuerda, ¿a qué viene a reducirse la triplicación del salario en cincuenta años?
Ha sido un aumento insignificante, siempre las migajas del festín, porque es tradicional en Chile pagar mal al trabajador. Raza fuerte, sobria, oprimida, disciplinada como inquilino y como miliciano, escasa inteligencia y más escasa todavía de instrucción, apenas si tenía ráfagas de instinto hacia una existencia mejor. Hoy el instinto se hace convicción, luz certera, y hele ahí que se pone en viaje.
Pero se observa que la emigración no es un acontecimiento extraordinario, sino antiguo y casi normal.
¡Verdad!, y ello es la comprobación de lo que afirmamos. El hombre de trabajo no ha encontrado aquí un hogar hospitalario, ya porque no ha tenido seguro el día siguiente y ya porque se ha visto remunerado con estrechez.
He ahí el hecho que hoy desarrolla de una manera alarmante sus consecuencias.
No se contaba con la huéspeda; es decir, no se recordaba que la América entera tiene pocos brazos. Así pues, tan pronto como se ha abierto a nuestros trabajadores la perspectiva de buenos salarios, sin curarse de su realidad, han acudido en multitud tras ellos, afrontando las inclemencias del clima, la enfermedad, el hambre, el desamparo, hasta la muerte.
Por eso, hoy pedimos, si se desea conjurar el peligro de la despoblación, que la voluntad, la inteligencia, la provisión de los hombres ayude a la sanción de la ley económica.
No exigimos de los patrones que se impongan una carga. Les aconsejamos sencillamente que estudien, mediten y prevean.
¿Necesitan o no conjurar la despoblación?
¿Sí?
¡Pues a conjurarla!
¿Hay arbitrio más inmediato que el alza de los salarios?
¡Pues, empléese!
¿No le hay, mas ese arbitrio disminuirá sus beneficios?
¿Qué hacerle? Es preciso resignarse o establecer la aduana de hombres, que vale tanto como el trabajador siervo.
La verdad es que se resiste a la ley económica, que hay rebelión de los patrones contra ella.
Pero esa rebelión no nos toma de nuevo. Es la eterna rebelión del capital contra el trabajo. El capital se cree señor o quiere ser señor y no ve en el trabajo sino su súbdito, su siervo, su instrumento, su cosa, cuando en realidad es su colaborador, su aliado y su compañero. De ahí, de ese error tradicional que ha mecido la cuna de todos los favoritos de la suerte, arrancan las perturbaciones económicas, que ya son en Europa perturbaciones sociales que amagan instituciones, propiedades, capitales, hogares, y la amenazan con una nueva invasión de bárbaros: la invasión de los hambrientos.
¡Y qué invasión!
Ahí no sólo se alistan los que buscan el pan de cada día; ahí también se alistan los que, chasqueados de la política, de las letras, del comercio, de la industria, de la fortuna, porque no hallaron un buen número en la lotería de la vida, esperan encontrar bien explotando a los desesperados y a los furiosos; ahí se alistan los que sueñan con Sardanápalo, con Baltasar, con Vitelio; todos los odios del vientre vacío contra los vientres repletos y todos los odios de la ambición impotente contra la ambición feliz; ahí se alistan, en fin, los hambrientos que sueñan con millones y los césares que corren tras la conquista de un imperio en desquite de no haber conquistado un mostrador.
Todavía estamos lejos de esa irrupción, pero esa irrupción está para nosotros en la lógica de las cosas. El estrépido, el brillo, el ruido, las orgías de la muerte que hemos visto sucederse allá a las orgías del placer, nos seducen, nos arrastran, nos fascinan, ya que no hemos sido de la partida querríamos arreglarnos nuestra partida.
¡Cuidado!, señores felices, que allá vamos, si el buen Dios no nos tiene de su mano.