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Un verano en Portugal. Carta II

Concepción Gimeno de Flaquer





Para describirte cuanto admiro, querido hermano, si no tuviese mi lápiz en constante ejercicio, necesitaría la portentosa memoria de Magliabecchi, bibliotecario de Cosme III, la de Aviceno, célebre médico árabe, o la de Cineas, embajador de Pirro; ya que actualmente no se usa la anacardina, a la cual se atribuyó la cualidad de restituir la memoria. Quiero que recorras mentalmente las plazas de Lisboa, que son lo que más embellece esta ciudad: la plaza del Príncipe Real es, por su extensión, más que plaza, paseo público. Se halla rodeada de jardines, con buen arbolado, y tiene un lago que luce juegos de agua de muy buen efecto. Ocupa excelente posición topográfica y se respiran en ella brisas frescas y perfumadas. La plaza de Camoens, situada al fin de la calle de Chiado, tiene un monumento, obra de Víctor Bastos, dedicado a Luis de Camoens, al gran poeta épico, al insigne autor de las Lusiadas, al Homero portugués, que alcanzó reputación europea. Rodeando el pedestal de su estatua se hallan representados en mármol ocho poetas y prosistas notables, que ya no existen, llamados Fernando López, Pedro Numes Eannes de Azurara, Barros, Cantaheda, Mousinho de Quevedo, Corte Real y Sa de Meneses. La plaza de don Pedro, que es muy espaciosa, se halla caprichosamente empedrada de piedrecillas negras y blancas que imitan al mosaico. En dicha plaza se erigió, en 1870, la estatua de don Pedro IV. Su amplio y elegante pedestal tiene una columna de mármol, terminada por la estatua del emperador fundida en bronce: en la base de este monumento hay cuatro estatuas alegóricas representando las virtudes teologales. Lo decoran 16 escudos de las principales ciudades de Portugal, y la columna está circundada por una corona de laurel y cuatro figuras con la trompeta de la Fama, unidas entre sí por guirnaldas de flores. La estatua, vestida con uniforme de capitán general y gran manto, tiene en la mano derecha la Carta constitucional, y apoya la izquierda en la espada. Una de las plazas más anchurosas de Europa es la del Comercio: está cercada por tres lados, de soberbias arcadas, sobre las cuales se hallan los edificios públicos del Estado, terminando al este y oeste por dos grandes torreones. Tiene una gradería en declive, que conduce al Tajo y que sirve de embarcadero. El mejor adorno de esta plaza, rodeada de frondosos árboles, es la estatua ecuestre de don José I, dedicada por el pueblo de Lisboa al rey sabio, que hizo reedificar la ciudad después del terremoto de 1755. El pedestal es de mármol, y la estatua de bronce: se colocó en vida del rey, veinte años después del terremoto. La plataforma que sostiene el pedestal, hállase adornada con grupos alegóricos, palmas de triunfo y trofeos de guerra. Los bajorrelieves simbolizan la generosidad regia, el comercio abriendo sus cofres y franqueando sus riquezas y la Providencia humana, representada por una figura que se distingue por la corona de espigas de trigo y por su lema. Con la mano izquierda sostiene unas llaves, y con ambas manos intenta levantar la ciudad de entre las ruinas en que yacía sepultada, significando la pericia y buen acierto con que se llevó a cabo aquella obra. Bajo las armas reales, muy bien esculpidas, hay una moldura oval, con la efigie del gran ministro de José I, del marqués de Pombal, de aquel hombre apellidado el Richelieu portugués, que tanto contribuyó a hermosear Lisboa.

Figúrate el maravilloso espectáculo que ofrecería la plaza del Comercio el día de las bodas de don Luis I, al desembarcar en ella la Princesa María Pía de Saboya, que venía a partir con el elegido de su corazón el trono de Portugal. Alrededor de la plaza se hallaban colocados alternativamente, escudos de las armas portuguesas e italianas. Distintas columnas cubiertas de bandas de damasco azules y blancas, con arabescos de oro, entrelazaban grandes medallones, guirnaldas de flores, lámparas rústicas y otros caprichos del mejor gusto. Ingentes mástiles se elevaban cubiertos de escudos, banderas y gallardetes, coronados por graciosas serpientes, timbre de las armas de Braganza. Mil brazos de bronce saliendo de entre el musgo, sostenían globos de cristal de variados colores; y múltiples banderas formaban arcos, en torno de un lujoso pabellón representando el templo de Himeneo, que encerraba un estrado, donde se alzaba el trono con riquísimo dosel, bajo dorada cúpula, sostenida por ocho columnas, de cuyas estrías pendían olorosas y microscópicas flores. Al entregar el municipio en dicho pabellón las llaves de la ciudad a la nueva reina, se acercaron a la orilla del Tajo quince vapores gallardamente empavesados; los marineros vestidos con lujoso uniforme subieron a las vergas y atronaron el espacio, prorrumpiendo en vivas entusiastas, que el pueblo repetía espontáneamente, pues no se trataba de una ovación oficial, sino de expresar el regocijo que sentían los corazones por aquella alianza, regocijo que se reflejaba en los semblantes. Todas las músicas tocaron el himno de Italia, estrenando el titulado «Portugal y Saboya». El monumento de la plaza, con sus pirámides de luces, semejábase a un fantástico panorama soñado por un poeta. Aquella gran plaza ofreció un golpe de vista superior a toda descripción.

Te participo que ayer me embarqué en un vaporcito para visitar Belem, pueblo que dista media hora de esta ciudad. Surcábamos el Tajo saludando a Lisboa, a la gigantesca matrona asomada majestuosamente al borde del caudaloso río, que besa blandamente sus pies de alabastro, reclinados en alfombra de esmeralda, mientras arrulla sus sueños de amor con el murmurio de las corrientes cristalinas, cuando observé que el Tajo perdía su serenidad habitual, pareciendo más bien un agitado golfo que un manso río. Sus encrespadas olas rugían al chocarse, salpicando nuestros rostros con amargas gotas de agua; el vapor nos conducía con vertiginosa rapidez, rompiendo con su quilla las espumas, y dejando una ancha estela que pronto borraban las olas levantando montañas de nieve.

Acostumbrada a ver la tranquila superficie del Tajo reflejando cual luciente espejo, las siluetas de los peñascos cortados, las sierras de Cintra, la morisca torre de San Vicente, el cimborio de la Estrella, el castillo de San Jorge y las chimeneas de las fábricas que oscurecen el horizonte con sus espirales de humo, formando este conjunto un cuadro dulce y seductor, digno de la bahía de Nápoles, me sorprendió notablemente el contraste. Confieso que al ver el Tajo embravecido, gocé de una emoción completamente nueva para mí, pues el espectáculo presentaba a mi vista el carácter de un fuerte temporal. Si creyera en el poder de Neptuno, en aquellos momentos le hubiese pedido su tridente para enfrenar la cólera del Tajo.

Llegados a Belem nos dirigimos al renombrado monasterio que habitaron los Jerónimos. Colocó la primera piedra el rey don Manuel, denominado el Venturoso. Este monumento se levantó con objeto de hacer célebre el sitio donde se embarcó Vasco de Gama cuando fue a levantar una punta del velo que cubrían las suspiradas costas de la India ante los ojos de Europa. Trazose un plano tan complicado, de tan exquisito gusto y delicada ornamentación, que no pudo un reinado terminar obra tan grandiosa. Murió el rey y todavía no había oscurecido el tiempo la blancura de los mármoles, cuando los frailes Jerónimos, creyendo que la obra no se terminaría, empezaron a destruir la simetría de la fachada principal, abriendo a un lado y otro celdas de mezquina construcción y desfigurándola al sustituir el estilo gótico florido por la arquitectura clásica. El monumento manuelino, como se denominó a este y a todos los que se hicieron bajo la dirección de don Manuel, sufrió gran trasformación al ser continuado por don Juan III, que rechazó con desden el plano primitivo trazado por el arquitecto con mucha gracia y primor, con gran poesía en los relieves y significativa expresión en los emblemas.

Este monumento, epopeya artística de las glorias de Portugal, refleja la época de transición de un pueblo en sus trasformaciones sociales, pues en los monumentos se retrata el estado y carácter de la nación que los erige. La estrella de Portugal empezó a eclipsarse en el reinado de don Juan III, luchando el trono entre la vida y la muerte con los elementos deletéreos que minaban su base, con el cáncer que roía sus entrañas. En esa época de desdicha se resintió el arte de los disturbios políticos, de la discordancia que había en las ideas, de la volubilidad, las luchas y vacilaciones.   

El monasterio de Belem, que ha pasado por distintas evoluciones, conserva algo de su esplendor de otros días: sus grandiosos arcos, sus caladas ojivas, sus almenas, sus labrados pilares, sus columnas y capiteles se hallan vestidos con encaje de mármol de la más delicada filigrana. Encierra alguna riqueza en pinturas, mármoles, maderas, plata y oro. Sobre el remate del arco principal del pórtico, elévase majestuosamente una gran estatua de la Virgen, representada bajo la advocación de Nuestra Señora de Belem. Entre las diversas estatuas de este monumento, recordamos las de los doce apóstoles y la de don Enrique, duque de Viseo, ilustre iniciador de los descubrimientos de Portugal.

Aunque estas estatuas no tienen gran corrección en el dibujo y gran armonía en las proporciones; aunque carecen de ese toque sublime del cincel, de esa chispa divina, emanación del genio que da expresión al rostro, movimiento a los miembros y ondulación a las ropas, se hallan tan bien colocadas y tan cercadas de bellezas arquitectónicas, que sorprenden al observador. A este monumento le hace muy venerable su historia, prestándole el pardo matiz del tiempo gran encanto y majestuosidad.

Es deplorable que se halle envuelta en ruinas la torre central del edificio: los portugueses dejan en el mayor abandono sus monumentos; semejantes a los iconoclastas, muéstranse poco afectos a la arquitectura y estatuaria.

Después de admirar el histórico monumento, pasé a visitar el palacio de Belem, mansión destinada a los huéspedes regios. Es suntuoso, se halla tapizado con damascos fabricados en el país y decorado espléndidamente: tiene un magnífico picadero. Entre las ricas porcelanas que admiré en dicho palacio, llamaron mi atención dos jarrones de Sèvres, regalados a Luis I por su padrino Luis Felipe: están valuados en diez mil duros. Contiguo al palacio hay una gran quinta, adornada de parterres, lagos, grutas, cascadas y bosquecillos frondosos.

La familia real tiene muchos palacios, situados en distintos puntos de Portugal; pero el que habita generalmente es el de Ajuda, desde donde se domina el gran movimiento de la rada. Dista una legua de Lisboa. Todavía no está concluido; pero aun así puede albergar dignamente al más exigente soberano. Dicho palacio es de mármol, y el vestíbulo tiene muchas estatuas alegóricas, obra de escultores portugueses. La biblioteca es magnífica, porque el rey ama las letras y las artes, como lo prueban sus extensas galerías de cuadros. Dispensa gran protección a los asilos benéficos, y algunos de ellos han sido fundados por su esposa doña María Pía, cuya inaudita caridad es proverbial en toda Europa.

Lisboa tiene buenos teatros, entre ellos el de doña María II, donde se representa la comedia nacional; el de San Carlos para la ópera italiana, el del Gimnasio para los espectáculos de funámbulos y prestidigitadores, el de la Trinidad para el género cómico y el del Príncipe Real para el drama: los restantes no tienen importancia. Hay también dos circos ecuestres y teatro de verano, donde representa actualmente una compañía de zarzuela española.

Las Cámaras legislativas se hallan en el vasto edificio que fue convento de San Benito: el Congreso me pareció pobre; pero el salón de senadores es elegante y suntuoso.

En este país rinden gran culto a los muertos, pues en el campo del reposo eterno les erigen riquísimos alcázares funerarios. El cementerio principal se apellida Placeres: no te asombre esta denominación, pues uno de los palacios reales se denomina Necesidades, lo que indica claramente que los portugueses son muy aficionados a las antífrasis. Encontré bonitos mausoleos; pero las tumbas que más me agradaron por su poética sencillez, son las que se hallan bajo un árbol tronchado, bajo una cruz con uno de sus brazos inclinado hacia el suelo, o bajo un tronco que parece desgajado por la tempestad. Hay otras tumbas que forman un canastillo de perpetuas y saudades. El panteón más notable es el de la familia Palmella, que parece la tumba de uno de los soberbios faraones. Yace allí el primer duque de Palmella, uno de los más notables diplomáticos de Europa.

Lo que me causó tristísima impresión fue el hospital de alienados: el ilustrado doctor señor Craveiro, bajo cuya dirección se halla aquel establecimiento, es una persona muy celosa en el cumplimiento de sus deberes; pero a pesar de sus grandes esfuerzos, no puede conseguir que disfruten aquellos infelices alguna comodidad.

El local es pésimo, lóbrego y pequeño, sin ninguna de las condiciones que recomienda la higiene para establecimientos de esa especie. Más que casa para sanar, parece casa para enloquecer... Aquellos desventurados respetan mucho al director, porque les trata con la mayor delicadeza.

Un manicomio es mucho más triste que un cementerio.

Los muertos descansan en paz, pero para los pobres locos no hay reposo. Estos desdichados seres, sin mañana ni ayer, son insensibles a los goces del espíritu, pero susceptibles de recibir dolorosas sensaciones físicas. Los enajenados son cadáveres dotados de movimiento, cuerpos sin alma, estatuas giratorias, autómatas sentenciados a caminar sin rumbo fijo, vagando de un lado a otro, abrumados por el peso de la existencia. La expresión de sus rostros es tan helada, que causa pánico: sus pupilas sin luz, parecen de cristal porque no las ilumina un rayo de inteligencia; sus músculos no tienen movimientos espontáneos; hay en ellos la rigidez del idiotismo.

¡Cuán pequeños aparecen los mortales contemplados en esos antros del dolor, llamados manicomios!

Ante tan horrible perspectiva, se abate la soberbia humana.

¡Cuánta miseria moral suelen encerrar las causas que hicieron perder la razón a esos enfermos!

¡Qué gran estudio para los filósofos!

No quiero sumirte en tristes meditaciones, y termino, porque mi carta se va pareciendo a una luctuosa página de Madame Ackeermann, o a una melancólica estrofa de Enrique Carlos Read.

Te saluda cariñosamente, tu hermana

Concepción Gimeno de Flaquer.

Lisboa, 21 agosto de 1879.





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