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Tula, la incomprendida

Ricardo Gullón



Retrato de Gertrudis





Sin Gertrudis Gómez de Avellaneda, sin «la divina Tula», como la llamaron, a nuestro romanticismo le faltaría algo esencial: la presencia de una viva llama femenina, de una musa apasionada y temeraria cuyos actos dieron testimonio de claro e impetuoso corazón. Sólo Espronceda alcanzó la fiebre emocional de la hermosa cubana, su irreflexible entrega en la pasión. Por eso sorprende el casi absoluto olvido en que yace la atractiva figura de la Avellaneda, en contraste con el interés y la importancia que le atribuyeron en su época.

Para sus contemporáneos, desde don Juan Nicasio Gallego hasta don Juan Valera, fue Gertrudis la primera entre «cuantas personas de su sexo han pulsado la lira castellana, así en éste como en los pasados siglos», según decía Gallego. Se la consideró -y no sin razón- como una mujer impar, especie de prodigio capaz de trasmutar en luz la sombra, en poesía la banalidad. La estimaron los doctos, alcanzó la popularidad y el éxito, y los poetas la reconocieron como uno más entre ellos. «Es mucho hombre esta mujer», dijo Bretón, y la equívoca frase hizo fortuna, porque la fácil antítesis simulaba entregar la clave para entender aquel temperamento extremado, cuyas pasiones, por lo vigorosas y pregonadas, más parecían viriles que femeninas.

Nació en 23 de marzo de 1814, en Puerto Príncipe de Cuba. Inútil será buscar en sus obras el rastro de la indolencia criolla del voluptuoso abandono y pretendida languidez de la antillana. Tuvo, como las mujeres de su tierra, una hermosura cálida y morena, una sensualidad vibrante y atractiva, pero, al mismo tiempo, un dinamismo nada tropical, una energía que le permitió atravesar por la vida con predatorio ademán, arrojándose a realizar lo posible y aun aquello que a su condición o a sus fuerzas estaba vedado.

Pertenece a la generación, de Espronceda, y como en la vida de éste, hay en la de Tulla elementos de arrojo, pasión y aventura que, lentamente se decantan y ceden ante ideales de vida apacible, remansada y segura. La evolución que va en Buscarruido desde el rapto de Teresa y las canciones a Jarifa hasta el noviazgo burgués con la señorita de Beruete, es la misma que lleva a la Avellaneda desde los turbulentos amores con Tassara y la ambigua relación con el mediocre Ignacio Cepeda a la boda con Pedro Sabater y al segundo matrimonio con el coronel Verdugo, enlaces de simpatía, y conveniencia, pero nada más. El tiempo obliga también a los corazones ardientes, y para ellos su paso de fijo, resulta más sensible, sobretodo si, como le ocurría a la poetisa, se padece una enojosa propensión a la obesidad. Entre gordos, si la pasión es menos probable, puede llamarse a la grata convivencia que lograron Sabater y Gertrudis, convivencia prevista por su amigo Nicomedes Pastor Díaz, que en carta de 26 de mayo de 1846, escribía a su madre: «Ya sabe usted que la gordísima Tula se casó con el gordísimo Sabater, el actual jefe político, que es un guapo mozo, más joven que yo, aunque enfermo también. Ella no podía esperar mejor marido, la quiere mucho: veremos cuánto tiempo viven bien. ¿Quién sabe? Puede ser que sean felices. Yo se lo deseo de todo corazón».

La novelesca vida de Gertrudis Gómez de Avellaneda no ha sido aún reconstruida en todas sus partes. De ella queda un diario y unas cartas que están pidiendo edición crítica, realizada con competencia y rigor; confío en que antes de mucho algún estudioso se decidirá a trabajar sobre esos documentos que por su rareza (dada la infrecuencia con que confesiones de este carácter se producen en el ámbito de la literatura española) y por su valor en cuanto a la dilucidación de la psicología de su autora, deben ser analizados cuidadosamente y utilizados con tanta pulcritud como cautela. Entre las conclusiones que habrán de deducirse de tal análisis hay una análisis hay una anticipable desde ahora: la perfecta feminidad de esta mujer, cuyo espíritu libre y animoso, si hizo errar a Bretón en su diagnóstico, no equivocó el de Menéndez y Pelayo ni el del perspicaz Valera.

Los papeles privados de la Avellaneda, y especialmente el cuadernillo en donde trazó su autobiografía, escrita a la defensiva, acaso sean el documento más interesante de nuestro romanticismo y uno de los peor estudiados. ¡Lástima! Porque en esas páginas está el secreto de un alma no vulgar, de un alma que se reconocía grande y quería serlo, situándose en la posición de quien se considera abocado al sufrimiento, víctima de potencias adversas concertadas para impedir la natural evolución de la persona hacia la felicidad.

En el origen está la muerte del padre y la rápida nueva boda de la madre. De ahí la natural idealización del padre muerto, cuya figura se contraponía a la persona que usurpaba su lugar en la casa y en los afectos de la madre. Tula tuvo desde el principio el presentimiento «de las consecuencias de esta unión precipitada». Es decir, que sobre la situación planteada anticipó enseguida males imaginarios, posibles pero hipotéticos. Su adolescencia fue feliz y el padrastro, con frecuencia ausente, no perturbó las inclinaciones y gustos de Gertrudis. Amoríos de adolescencia y desengaños de juventud son presentados por ella como trampas del destino, subrayando enfáticamente la imagen que de sí misma desea comunicarnos: «¿Dónde existe el hombre que pueda llenar los votos de esta sensibilidad tan fogosa como delicada? ¡En vano le he buscado nueve años! ¡En vano! He encontrado ¡hombres!, hombres todos parecidos entre sí; ninguno ante el cual pudiera yo postrarme con respeto y decirle con entusiasmo: tú serás mi Dios sobre la tierra, tú el dueño absoluto de esta alma apasionada.» La imagen de una mujer incomprendida, grávida de pasión inútil, de un amor en disponibilidad, que por la fuerza del sino, (así lo creía) no encontraba sujeto en quien aplicarse.

La Avellaneda -y tal es uno de los elementos de su grandeza- aborda la cuestión como si el combate estuviera planteado entre ella y esa fuerza oscura que no sería excesivo llamar al Hado. «Una especie de fatalidad que me persigue, hace que siempre se tomen circunstancias y casualidades funestas para hacer parecer más graves mis ligerezas», y esa fatalidad aleja los enamorados, corrompe a las mejores amigas, sugiere al padrastro resoluciones nefastas. Pero también, y al mismo tiempo, la convierte en heroína de un continuo drama, ayudándola a transfigurar la vulgar realidad: una riña entre suegro y yerno, un ardid de muchacha para quitar el novio a su amiga, crecen a los ojos de Tula, y al crecer la engrandecen a ella, ya no víctima candorosa de femenil argucia sino mujer lastimada por el golpe del Destino.

«Crimen, crimen y nada más», grita recordando que Rosa y el fatuo Loynaz (a quien Tula ni siquiera amaba) se entendían a espaldas de ellas. Pequeño crimen, pero suficiente a las necesidades de la poetisa, que necesitaba sentirse protagonista de sucesos no comunes, justificando una vida cuya sustancia iba a ser la incomprensión. Con esta actitud se precavía contra posibles frustraciones: los fracasos no le serían imputables en cuanto originados por esa incomprensión que al aislarla la colocaba en un plano de soledad teñido de grandeza. Pues la incomprensión determina en el incomprendido un complejo de superioridad o, por lo menos, la tendencia a suponerse más lúcido que quienes no llegan a comprenderle.

En el padrastro concentró su animadversión y precisamente la circunstancia de haberle secundado en la tarea de convencer a su madre para que aceptara venir a España, contribuyó a separarla de él, creyéndose una vez más víctima de complejas maquinaciones. Llegaron a España, y el padrastro «se desenmascaró. Estaba en su país y con su familia; nosotros lo habíamos abandonado todo. Su alma, mezquina, abusó de estas ventajas». Gertrudis advierte: «Se había manejado bien con nosotras hasta entonces», pero ese bien le parece simple apariencia y en el fondo argucia para mejor seducirlas y engañarlas. Olvida que su interés en venir a España no fue inferior al de él, pero no sólo niega el buen comportamiento anterior de su enemigo, sino que, juzgándole añagaza para embaucarla y arrastrarla a la península, lo considera como la peor perversidad, la disimulada bajo la careta del bien para preparar sinuosamente un torvo futuro.

Juzga lo pasado desde pasiones del presente, y lo presente está impregnado en las contrariedades derivadas de la oposición entre la voluntad de ella y la del hombre a quien consideraba usurpador de los derechos paternos. «Ridiculeces; tiranías, bajezas» entraban en la conducta de «aquel hombre». Tal dice Gertrudis, y no podemos discutir sus palabras por falta de noticias relativas a ese período de su vida. Pero otros acontecimientos presentan a la poetisa incomprendida por distintos personajes y en diferente escenario. Su hermano mismo abusó «de la bondad indefensa»; los parientes de la línea materna, Loynaz, Ricafort, Méndez Vigo, Cepeda, Tassara... Ninguno la comprende y Tula se afirma en la incomprensión como en su natural destino. «Una mujer como yo -escribía a Tassara- sabe pasar por ligera, por loca, por incomprensible»... Subrayo el incomprensible para señalar que en ese instante la Avellaneda está revelando (si bien no con entera precisión) su voluntad de admitir, como una de las características de su ser, esa incomprensibilidad que la justifica.

En sus cartas a Cepeda se expresa con sinceridad que no dejaría de chocar al cauto y sorprendido corresponsal. «¿Sé yo acaso si tengo amor? ¿Sé si lo que siento por ti necesita tu posesión?» Y añade, para destacar mejor la ambigüedad de su sentir, como si inconscientemente deseara confundirse y confundir a su amigo, apareciéndole otra vez difícil de comprender: «alguna vez me parece que los impulsos de mi corazón a tu lado, que tanto me han alarmado, no se diferencian gran cosa de los que tendría por mi madre» (imaginemos la cara de Cepeda al leer esta inesperada puntualización -y confusión- de sentimientos): «Yo no sé, te lo confieso, si te amo; sé, sí; que te quiero más que a ninguno de los hombres que conozco, y que tu aprecio es para mí una necesidad». Es corriente encontrar en sus cartas contradicciones que son huellas de un debate espiritual; frente al padrastro no reacciona libremente, sino influida por el resentimiento inicial. «Yo sólo pudiera odiar a la persona con quien hubiese sido yo misma mala o falsa»... Estas líneas no se refieren a él, mas importa citarlas porque son confesión de una actitud muy humana que no suele expresarse con tanta sinceridad, la aversión a la víctima, a la persona en quien no sabemos pensar, sin asociar su recuerdo al de nuestra mala conducta, y que por haber dado ocasión a que se manifieste esa maldad, ya imposible de disimular (al menos para la conciencia), parece merecer el odio que fatalmente la cerca.

Y para mejor destacar su situación de perenne incomprendida, Gertrudis Gómez de Avellaneda se llamó «la franca india». No mentía, porque fue, siempre sincera, pero no bastándole serlo en esencia, quiso también serlo en apariencia. Asumió como máscara, es decir, como persona, esta otra faceta de su carácter, y la señaló para marcar con rasgos más colorearlos la incomprensión de que era víctima. No quiso disfrazar su verdadero ser, sino hacerlo notorio proponiendo a los demás una imagen conforme la sentía. Al sentimiento de frustración -en lo íntimo; no en lo literario- lo sustituyó por el de incomprensión; así pudo conservar la conciencia limpia. Y en parte tuvo razón, porque su naturaleza la hacía ser generosa y ardiente, impulsándola a prestar ayuda, a colaborar en la felicidad de quienes la rodeaban, convirtiéndose en sostén de los seres queridos, como le ocurrió con Sabater y más tarde con Verdugo.

La «altivez e irritabilidad de carácter» y «la desdeñosa soberbia» de que habla uno de los biógrafos son reacciones lógicas del incomprendido. Esa incomprensión no la sintió la Avellaneda respecto a su obra literaria; sólo con referencia a la vida, sentimientos y conducta. Por eso produjo consecuencias distintas de las generalmente observables en artistas cuya creación no encuentra la acogida deseada. Gertrudis pudo pensar que si era el alma y no la obra lo incomprendido es porque el alma superaba a las de sus coetáneos, y la obra, en cambio, estaba al nivel de ellos. Pero tal vez esta idea no le hubiera resultado agradable.





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