§ 1.º CONSIDERACIONES GENERALES.-La retribución del capital se percibe ordinariamente, como la del trabajo, bajo la bajo la forma fija, denominada alquiler, y por esa razón vamos a estudiarla con este último nombre, entendiéndose, sin embargo, que todas las consideraciones que aquí hagamos son igualmente aplicables al dividendo del capital, del cual, como ya hemos dicho, sólo se diferencia el mismo alquiler en que el primero es eventual mientras que el segundo está asegurado.
Hay un alquiler natural y un alquiler corriente o convencional; el alquiler, como cualquier artículo de cambio, tiene su precio natural y su precio corriente o del mercado.
El alquiler natural consiste en la porción de riqueza indispensable para cubrir los gastos de producción del capital, más la parte de beneficio que proporcionalmente a ellos le corresponda en la distribución del producto obtenido.
El alquiler corriente no es otra cosa que la porción de riqueza con que se remuneran en un momento dado los servicios del capital.
El alquiler natural es también necesario, es decir, ,que en definitiva se ha de percibir necesariamente; porque, si así no fuera, si el alquiler no comprendiese beneficio alguno, el capital permanecería siempre en el mismo estado, no podría aumentarse, no se cumpliría respecto de él la ley del progreso, a que está sometido; y si no basta se siquiera, a cubrir los gastos del capital, este importante elemento de la producción iría disminuyéndose hasta extinguirse del todo.
El alquiler corriente se divide, como el salario, en real y nominal. El nominal se reduce a la suma de moneda que se da al capitalista por su concurso en las operaciones productivas, y depende del precio de la moneda misma, o lo que es igual, del precio de los artículos de subsistencia, puesto que el uno se halla en relación con el otro. El real consiste en la cantidad de artículos que pueden adquirirse con dicha suma de moneda, y varía, como todos los precios corrientes, según la proporción que hay entre la oferta y la demanda de capitales.
Así es que, cualquiera que sea el capital que se alquile, permanente o transitorio, edificios o tierras de labor, instrumentos o animales, en dinero o en especie, el precio corriente del alquiler podrá ser mayor o menor que su precio natural.
Será mayor cuando, por costar mucho el capital alquilado, se produzca, y por consiguiente se ofrezca, en cortas cantidades relativamente a la demanda; o bien cuando por ser muy útil, por responder a una necesidad muy intensa, se demande en cantidades considerables relativamente a la oferta.
Será menor cuando, por ser escasos los gastos de producción del mismo capital alquilado, se produzca, y por lo tanto se ofrezca, en grandes cantidades relativamente a la demanda, o bien cuando por ser poco útil, por no haber mucha necesidad de él, se demande en cortas cantidades relativamente a la oferta.
Pero en último resultado el alquiler corriente tiende a confundirse con el alquiler natural; porque, en efecto, cuando el primero supera al segundo, el capitalista obtiene una ganancia extraordinaria, que atrae nuevos capitales a la industria, y a medida que los capitales se aumentan, desciende otra vez su precio, mientras que en el caso contrario los capitales sufren una pérdida que los hace huir de la producción, disminuyéndose así poco a poco su oferta, y elevándose, como es consiguiente, sus retribuciones.
Es, sin embargo, evidente que este flujo y reflujo no puede verificarse de pronto, porque no siempre se pueden retirar de la industria los fondos empleados en ella, ni tampoco es fácil aumentar a voluntad la masa de capitales existente, y por eso se encuentran rara vez equilibradas la oferta y la demanda de este elemento productivo, si bien a la larga se establece el equilibrio de ambas, y se igualan, o se acercan cuando menos, el alquiler natural y el alquiler corriente.
Vamos ahora a examinar estas dos clases de alquiler separadamente.
§ 2.º DEL ALQUILER NATURAL. -Hemos dicho que la retribución del capital se compone de los gastos de producción del capital mismo, más una parte proporcional de beneficio.
Estos elementos son iguales en su esencia a los que constituyen la retribución del trabajo, y consisten:
El beneficio, en la porción de valor sobrante, después de cubiertos los gastos de producción.
Los gastos de producción, en la conservación y renovación del capital, equivalentes a la manutención y renovación de los trabajadores.
En efecto, es evidente que todo capital se deteriora, se gasta más o menos pronto, ya por su intervención en las operaciones productivas, ya también por la acción lenta pero irresistible del tiempo. El capital transitorio dura sólo una producción; el capital permanente tiene una vida más larga, pero al fin sucumbe y se inutiliza del todo para el objeto, a que se le destina. Es, pues, preciso, en primer lugar, evitar todo lo posible las causas de destrucción que le amenazan, y en segundo, remediar los estragos que, una vez expuesto a su influencia, haya podido sufrir por ellas; en una palabra, conservarle y renovarle de modo que pueda funcionar indefinidamente. De aquí los gastos de conservación y de renovación del capital.
Sea, por ejemplo, la producción de cierta cantidad de trigo, para la cual se necesita un capital consistente en provisiones, semillas, abonos, tierra, animales de labor o instrumentos agrícolas. Todos estos objetos han de conservarse, cuál de la intemperie, cuál otro de los animales dañinos, y todos de la codicia del hombre, lo cual ocasiona gastos más, o menos considerables. Pero, aún así, no se logra que permanezcan siempre en el mismo estado de integridad; porque las provisiones, las semillas y los abonos se consumen completamente en la operación productiva de que se trata, y en cuanto a la tierra, los animales de labor y los instrumentos agrícolas, se deterioran en términos que, si no se los renueva, quedan inutilizados para otra operación de la misma especie.
Comprenden, pues, los gastos de producción del capital: 1.º los gastos de conservación; 2.º los gastos de renovación del mismo.
Agregándoles ahora el beneficio que proporcionalmente les corresponda, tendremos todos los elementos que constituyen el alquiler natural, y recordando que éste es igual al dividendo del capital, menos la prima del seguro y el premio del anticipo, podremos representarle por la fórmula siguiente:
A=GC+GR+B-P-P'
en la cual A significa alquiler, GC gastos de conservación, GR gastos de renovación, B beneficio, P precio del anticipo y P' prima del seguro.
Pero los gastos de producción del capital varían, como los del trabajo, en virtud de ciertas causas, que vamos examinar inmediatamente.
Ante todo, conviene advertir que, siendo el capital un producto, es decir, el resultado de una producción anterior, posee en calidad de tal un valor dependiente del trabajo que se ha empleado para obtenerle. Este valor no es igual en todos los capitales. Grande en algunos, por ejemplo en las máquinas complicadas, las vías de comunicación, los edificios de las fábricas modernas, las aptitudes de los que ejercen las profesiones científicas, está reducido a exiguas proporciones en otros, como sucede en los instrumentos sencillos que usan la mayor parte de los oficios mecánicos, los conocimientos necesarios a quienes los practican, las materias primeras que forman la base de sus productos, etc., etc. Ahora bien: es indudable que, cuanto mayor sea el valor del capital empleado en la formación de un producto, mayor será, también la parte del segundo que será preciso reservar para la conservación y renovación del primero, o lo que es lo mismo, mayores serán los gastos del capital, y viceversa. Compárese, bajo este punto de vista, una mesa de pino con otra de mármol, ambas de iguales dimensiones y formas, y prescindiendo de la mayor o menor suma de trabajo que cada una de ellas exija, se verá que en la segunda se gasta más capital que en la primera, porque en efecto el valor del mármol es superior al de la madera de pino, al menos en nuestros países. Análogos resultados nos daría la observación, aunque se multiplicasen los ejemplos hasta el infinito.
Pero hay más todavía. El capital no obra con igual intensidad en la confección de todos los productos. Para obtener algunos de ellos, el trabajo le imprime un movimiento, una actividad grandísima, y que está muy lejos de recibir en otros. Así, por ejemplo, de dos locomotoras que a igual velocidad recorran una vía férrea, es indudable que necesitará más fuerza, más condensación de vapor, más presión de este poderoso agente, en una palabra, una acción más intensa, la que arrastre en pos de sí mayor peso, ya por el número de los vagones, ya por la cantidad y el peso específico de las mercancías que éstos contengan. Pero al mismo tiempo no puede negarse que la última se destruirá, se gastará más que la otra, que no podrá servir para tantos viajes o sea concurrir a la formación de tantos productos, y por consiguiente que de cada uno de los que con ella se obtengan tendrá que deducirse una porción mayor para conservarla y renovarla.
Hay que considerar además una circunstancia importantísima, y es el tiempo que se tarda en la producción, y que, como ya dijimos en el capítulo anterior, depende de la índole de la misma y de las circunstancias sociales en que se halla colocada. Prolongan este tiempo las crisis industriales, y en general cualquier accidente que, sin eximir al productor de tener un capital disponible, impida, sin embargo, hacerle concurrir a las operaciones productivas. Le disminuyen, por el contrario, la regularidad de estas operaciones y todo lo que contribuya a abreviarlas y proporcionar una ocupación constante a los capitales. Pero, de todos modos, el tiempo no es indiferente cuando se trata de calcular los gastos del capital; porque este elemento productivo tiene, como todas las cosas humanas, una duración limitada, es mortal y perecedero, como el hombre mismo, y aún sin hallarse en activo servicio, sin concurrir directa o inmediatamente a la producción, sin más que estar disponible para ella a fin de que no pierda su carácter de capital, se consume, se extingue y desaparece al cabo de un período más o menos largo. Por consiguiente, cuanto mayor sea la fracción de este período que trascurra durante la confección del producto o hasta tanto que ésta se verifique, más se gastará el capital, o lo que es lo mismo, mayor será la porción del producto que habrá de reservarse para conservarle y renovarle convenientemente.
Por último, el capital, como el trabajo, está expuesto en la producción a riesgos, ya generales y comúnes a todas las industrias, ya peculiares de algunas de ellas. Efectivamente en ninguna industria, dice Molinari247, se tiene la seguridad de que la producción dará lo bastante para renovar el capital empleado en ella; en todas se corre, por el contrario, el riesgo de no recuperarle íntegramente. Este riesgo puede ser más o menos grande; pero de todos modos debe ser compensado: de lo contrario, concluiría, al cabo de cierto plazo, por destruir el capital. «Hay por ejemplo, épocas en que la seguridad es tan insuficiente y precaria que el que aplica un capital a la producción debe calcular que, al cabo de cinco operaciones, por ejemplo, ese capital quedará destruido. Cada operación se hallará, pues, gravada con un riesgo de 20 por 100. Si este riesgo no se cubre, si los resultados de la producción no alcanzan a recuperar, después de las cinco operaciones, el capital gastado, aquélla cesará del todo. En semejante situación no basta que el capital se reproduzca íntegramente en cada operación; es preciso obtener además un 20 por 100 sobre el valor del mismo. Pero que los riesgos generales a que está expuesta la producción bajen a 10 por 100; que el capital que antes se destruía en cinco operaciones dure ahora diez, y entonces bastará que se reconstituya con un 10 por 100 de exceso al fin de cada una. Toda disminución de los riesgos de la producción traerá consigo una rebaja en los gastos del capital empleado en ella. Así en las épocas de guerra y de anarquía los gastos de producción del capital son mucho mayores que en las épocas de paz y de tranquilidad interior; así en dos países donde la seguridad de la industria sea desigual, los gastos respectivos del capital se diferencian en todo lo que se diferencien los riesgos.»
En resumen los gastos de producción del capital están en razón directa:
1.º Del valor del capital mismo.
2.º De la intensidad con que obra.
3.º Del período de su duración que trascurre hasta obtener el producto.
4.º De los riesgos a que se halla expuesto en las operaciones productivas.
Para concluir, debemos hacer la misma observación que al tratar del salario natural. El progreso, perfeccionando los procedimientos industriales, introduciendo nuevas máquinas, mejorando las instituciones civiles, creando las sociedades de seguros, etc., disminuye en la formación de cada producto el valor, del capital necesario para obtenerle, así como la intensidad de su acción, la pérdida del tiempo, los riesgos, en una palabra, los gastos de producción del capital, y por consiguiente aumenta las retribuciones de los capitalistas, al mismo tiempo que rebaja el coste de los productos.
Molinari afirma, sin embargo, que la retribución del capital disminuye con el progreso precisamente porque disminuyen sus gastos. No necesitamos refutar esta proposición, después de lo dicho al tratar de la retribución del trabajo.
Lo que hubiera podido sostener el citado autor, es que el beneficio del capital va disminuyendo a medida que la industria progresa, como se ve por la baja constante del interés del dinero dado a préstamo; pero esta, disminución es en absoluto, no relativamente a los gastos, que es como debe entenderse, y en tal sentido lo mismo sucede con el beneficio aferente a la retribución del trabajo.
Antiguamente, en efecto, por cada capital equivalente a 100 rs. que se daba a préstamo, se exigían 12, 15 o 20 de beneficio, mientras que hoy no se exigen más que 6 u 8 en España y 5, 4, 3 en otros países. Pero ¿cuánto costaba entonces adquirir ese capital? Veinte veces más trabajo que el que cuesta en el día; es decir, que tenía veinte veces más valor, veinte veces más gastos, y sin embargo, no daba veinte veces más beneficio. Por otra parte, ¿cuándo han redituado más en general las casas, las tierras, las máquinas, etc., etc.? ¿antes o ahora? Medrados estaríamos si fuese lo primero. Nadie tendría entonces interés en ser capitalista: al contrario, todo el mundo preferiría gastar de un modo improductivo sus ahorros, más bien que capitalizarlos o emplearlos directamente en la producción.
Es, pues, indudable que el alquiler natural aumenta, como el salario, con el progreso; pero no porque se aumenten los gastos del capital, sino porque éstos van de día en día disminuyendo, y porque cada vez obtiene aquél en la producción un beneficio mayor, que es lo que da la medida de las retribuciones.
¿Este beneficio es legítimo? he aquí una cuestión que ha dado lugar a grandes controversias y que por lo tanto no podemos menos de tratar aquí, siquiera sea brevemente.
La legitimidad del beneficio aferente a la retribución eventual, o sea al dividendo del capital, en cualquiera forma, ha sido generalmente admitida. también lo ha sido hasta nuestros días la del beneficio aferente a la retribución fija del capital permanente, la cual, como hemos dicho, suele llamarse renta.
Sólo se ha negado desde los tiempos más remotos la del beneficio que corresponde al alquiler del capital transitorio, condenando en nombre de la religión, todo rédito o interés en los préstamos del mismo248.
Así Moisés prohibió a los Judíos exigir interés alguno por el dinero que prestasen a sus conciudadanos pobres, permitiéndolo únicamente en los préstamos hechos a los ricos y a los extranjeros: el rey David y los Profetas fulminaron terribles anaternas contra los usureros: Aristóteles consideraba el interés como una cosa contra la Naturaleza: Plutarco, Cicerón, Séneca y Catón participaban de las mismas ideas.
Después, algunos Santos Padres, algunos doctores de la Iglesia católica, se han señalado también por la guerra a muerte que han hecho a los préstamos con interés. Según ellos, y especialmente segun Santo Tomás, que ha tratado con mucha extensión esta materia, es usurero e incurre como tal en las censuras de la Iglesia todo el que exige algo más del principal, es decir, de la suma prestada. San Ambrosio, Tertuliano, San Basilio, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, se expresan en el mismo sentido. Finalmente, los Concilios prohibieron varias veces el préstamo a interés, condenando severamente la usura.
Estas autoridades se apoyaban en un pasaje del Evangelio, según San Lucas, en que se dice:
«Mutuum date, nihil inde sperantes: prestad sin esperar nada, y entonces vuestra recompensa será muy grande y sereis los hijos del Altísimo.»
Pero, no bastando el fundamento de un texto, interpretado como un mandato estricto, cuando no era, según la opinión hoy dominante en la Iglesia misma, más que un consejo de caridad, los teólogos trataron de defender la doctrina contra la usura con nuevos y especiosos argumentos.
«Cuando doy en arrendamiento, decían, una casa, una tierra, un utensilio, uu caballo o un asno, en una palabra, un objeto no fungible249, puedo separar la cosa misma del uso que hago de ella, y es justo que exija una recompensa por ceder este uso, puesto que cuando se me restituye la casa, la tierra, el utensilio, el caballo o el asno, están ya más o menos usados, más o menos deteriorados, y por consiguiente se me debe por este deterioro una indemnización, que es el precio del alquiler250. Hay, sin embargo, otros objetos cuyo uso no puede separarse de la cosa misma, porque, al servirse de ellos, se consumen o desaparecen de las manos del que los usa. Estos objetos son los fungibles251, como el dinero, el trigo, el vino, el aceite, las primeras materias de cada industria, etc. Ahora bien: cuando os presto una suma de dinero, un saco de trigo, un tonel de vino, una tinaja de aceite, no podeis restituirme estas cosas, después de haberlas usado, como se restituye un objeto no fungible, porque está en la naturaleza de ellas que se consuman por el uso; lo que me restituis es otro dinero, otro trigo, otro vino, otro aceite, equivalentes, que tienen un valor igual a los prestados, y por consiguiente que no han sufrido deterioro ni depreciación alguna. ¿Sería justo que me diéseis más de lo que habéis recibido? No: el préstamo de los bienes fungibles debe ser gratuito por su misma naturaleza252.»
Hasta aquí quedaba al parecer justificada la diferencia que los adversarios del rédito creían encontrar entre éste y la renta; pero era preciso justificar también la que establecían entre el mismo crédito o sea el beneficio aferente al alquiler del capital transitorio, y el que corresponde al dividendo del mismo, y para ello suponían que en el segundo caso había riesgos, mientras que en el primero no se corría ninguno.
«Cuando el capitalista, decían, hace valer por sí mismo su capital, corre el riesgo de perderle haciendo operaciones. improductivas; pero cuando le presta a otro, siempre recobra su capital íntegro, cualquiera que sea el éxito de los negocios a que aquél se dedique253.»
Nada más débil, sin embargo, nada más pueril que estos argumentos. ¿No es, en efecto, evidente, dice Molinari254, que el alquiler de las casas, de las tierras, etc., comprende algo más que la indemnización necesaria para conservarlas en buen estado? ¿No es indudable que el beneficio aferente al dividendo del capital fungible o transitorio excede en mucho a la indemnización necesaria para cubrir los riesgos del mismo, y que, al prestar un capital fungible, lo mismo que cualquiera otro, no hay seguridad alguna de recuperarle? Los adversarios de la usura, para ser lógicos, hubieran debido condenar todo lo que en el alquiler de una casa, de una tierra, de un utensilio, de un caballo, de un asno, excede de la cantidad precisa para reparar el deterioro del objeto alquilado, todo lo que en el beneficio de un capital transitorio empleado por el capitalista mismo excede de la prima del seguro, y de este modo se hubieran visto arrastrados a admitir la consecuencia, a todas luces absurda, de que un colono, por ejemplo, que restituye una tierra después de haberla mejorado, no sólo no debe pagar renta alguna al propietario, sino que puede en justicia exigir de él una indemnización por las mejoras hechas en la tierra misma que ha tenido alquilada.
Otro argumento no menos fútil que los anteriores, se ha hecho contra el interés procedente de los préstamos en dinero.
El dinero, decía Aristóteles o le han hecho decir sus comentadores, es estéril por su naturaleza; una moneda no produce por sí misma nada; ¿por qué, pues, cuando esa moneda se toma prestada, ha de devolverse su equivalente y además otra moneda?
Semejante razonamiento estriba en la confusión de dos ideas completamente distintas y que ya tuvimos ocasión de refutar en otro lugar255, esterilidad e improductiva. Cierto que el dinero es estéril en el sentido de que dos monedas yuxtapuestas jamás engendrarán otra moneda; pero ¿acaso los edificios, las máquinas y todos los demás capitales no participan de la misma esterilidad? Si los capitales son productivos es por el concurso que prestan en la obra de la producción; si una moneda produce otra moneda, es porque, como observa muy ingeniosamente Bentham256, puede adquirirse con ella, un carnero y una oveja, por ejemplo, los cuales, ayuntándose, producirán dos corderos, y aunque se dé uno de ellos al que prestó la moneda, todavía le quedará otro al que la tomó a préstamo.
Después de lo dicho, parecía que debía quedar bien sentada la doctrina de la legitimidad del beneficio aferente a la retribución fija del capital; y sin embargo, Proudhon la ha atacado de nuevo en nuestros días, negando esa legitimidad, no sólo cuando se trata de los capitales transitorios o fungibles, sino también de los capitales no fungibles o permanentes, condenando igualmente el rédito y el interés que la renta, y proclamando la ilegitimidad de todo beneficio en los préstamos, o sea, para valernos de su misma frase, la gratuidad absoluta del crédito. Sobre este punto se suscitó entre el citado publicista y el eminente Bastiat una interesante polémica, en que el primero argüía y el segundo contestaba de la manera siguiente257.
Primer argumento. El que tome a préstamo una propiedad, un valor, un producto cualquiera, no ha recibido en realidad más que un uso, puesto que está obligado a devolver íntegra a su dueño, la cosa prestada. Lo que debe al prestador no es, por lo tanto, una propiedad, sino el uso de otra propiedad equivalente. Identificar estas dos clases de servicios, sin equivalencia posible, es destruir la mutualidad de los servicios mismos.
Contestación. El uso de un valor constituye otro valor, puesto que es susceptible de evaluarse. No hay regla ni principia alguno en virtud de los cuales pueda impedirse a dos contratantes comparar un uso a, una suma de dinero o una cantidad de trabajo y hacer sobre estas bases, si les conviene, un cambio cualquiera. Juan me presta una casa de 20.000 reales, y me hace de esta manera un servicio. ¿No podré yo, de acuerdo con él, retribuirle sino prestándole otra casa del mismo valor? Esto es un absurdo, porque si todos poseyéramos casas, permaneceríamos cada cual en la nuestra y no tendría razón de ser el préstamo de ellas. Si la mutualidad de servicios implicase que los dos servicios cambiados hubieran de ser, no sólo iguales en valor, sino idénticos en especie, habría que suprimir el cambio lo mismo que el préstamo, y un sombrerero, un zapatero, un sastre, etc., dirían a sus respectivos clientes: «Lo que yo os cedo no es moneda, sino sombreros, zapatos, vestidos, etc.; cededme a vuestra vez vestidos, zapatos, sombreros, y no moneda, porque sólo así será la mutualidad de servicios perfecta».
Segundo argumento. El interés258 del capital se obtiene a expensas del trabajo, es un tributo pajado por el que trabaja al que no hace nada.
Contestación. Un hombre quiere hacer tablas; pero por sí solo no hará más que una al año, porque no tiene más que diez dedos. Yo le presto una sierra y un escoplo -dos instrumentos que son fruto de mi trabajo- y en vez de una tabla hace ciento. Aunque me dé cinco por el servicio que le he prestado, todavía le quedan noventa y cinco, es decir, noventa y cuatro más de las que sin ese servicio hubiera tenido. Lejos, pues, de haber percibido yo 5 por 100 sobre el trabajo, de ese hombre, él es quien ha percibido 94 por 100 sobre el mío.
Tercer argumento. El que presta, en las condiciones ordinarias de todo prestador, no se priva del capital prestado. Al contrario, le presta precisamente porque posee otros capitales, porque ni tiene intención ni capacidad para hacerle valer por sí mismo, porque conservándole en su poder permanecería estéril, mientras que por medio del préstamo y por el interés que devenga le proporciona el medio de vivir sin trabajar, lo cual, en Economía política como en Moral, es una proposición contradictoria, una cosa imposible.
Contestación. ¿Qué importa que el prestador no se prive del capital prestado, si le ha creado con su trabajo precisamente para prestarle? El argumento de Proudhon ataca todos los cambios, y para convencerse de ello, no hay más que reproducir sus propias frases, sustituyendo la palabra venta a la de préstamo y la de vendedor a la de capitalista.
«El que vende, podríamos decir entonces, no se priva del objeto vendido. Al contrario, le vende porque posee otros objetos iguales, porque ni tiene intención ni capacidad para hacerle valer por sí mismo, porque conservándole en su poder permanecería estéril, etc., etc.»
Cuarto argumento. El interés ha tenido su razón de ser en algún tiempo; pero hoy no es más que un instrumento de robo y opresión. De legítimo ha pasado a ser ilegítimo, de la misma manera que otras instituciones -por ejemplo, la tortura, el juicio de Dios, la esclavitud, etc.- las cuales habiendo prestado antiguamente algunos servicios, se han desechado después como inicuas y contrarias a la libertad.
Contestación. La doctrina que consiste en justificar todas las instituciones humanas, buenas o malas, suponiendo que han servido a la causa de la civilización, es un fatalismo absurdo e inadmisible. La esclavitud, la tortura, el juicio de Dios, no han adelantado, sino retrasado la marcha de la Humanidad. Hay, por otra parte, cosas que cambian con el tiempo, y otras que permanecen inalterables. Desde el origen del Mundo ha sido una verdad que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, y lo será hasta la consumación de los siglos. De la misma manera ha sido y será siempre cierto, que el trabajo anterior, o sea el capital, merece una recompensa.
Quinto argumento. La causa de que el interés del capital, excusable, justo si se quiere, en el punto de partida de la economía de las sociedades, se convierta, con el desarrollo de las relaciones industriales, en una expoliación, es que ese interés no tiene otro fundamento que la necesidad y la fuerza. La necesidad: he aquí lo que explica la exigencia del prestador; la fuerza: he aquí lo que constituye la resignación del prestamista. Pero, a medida que en las relaciones humanas la libertad sustituye a la necesidad y el derecho a la fuerza, el capitalista pierde toda excusa y se hace posible para el trabajador la reivindicación contra el propietario.
Contestación. Si reinaba en otro tiempo la fuerza, mientras que hoy reina el derecho, lejos de deducir de aquí que el interés ha pasado de la legitimidad a la ilegitimidad, debe sacarse una consecuencia enteramente contraria; porque la usura ha podido ser odiosa cuando el prestador adquiría sus capitales por medio de la rapiña; pero hoy, que los obtiene por el trabajo, el interés lleva en sí mismo el mejor título de su justicia.
No queremos prolongar esta exposición del debate habido entre Proudhon y Bastiat. Ella basta para demostrar plenamente la legitimidad del interés y la inanidad de las objeciones que se hacen a esta doctrina.
El beneficio aferente a la retribución, ya sea fija o eventual, del capital, es legítimo. Todo capital, ya sea transitorio o permanente, fungible o no fungible, ya se emplee en la producción por el capitalista o por otra persona a quien aquél se lo preste, debe obtener una retribución compuesta de los gastos del capital mismo, más una parte proporcional de beneficio.
§ 2.º DEL ALQUILER CORRIENTE. -Al tratar del alquiler, en general, hemos dicho que el alquiler corriente puede ser accidentalmente mayor o menor que el natural; pero que, considerado a la larga y por término medio, el primero tiende a confundirse con el segundo, porque éste es también necesario, y en definitiva ha de obtenerse necesariamente.
Algunos autores pretenden, sin embargo, que el alquiler corriente del capital-tierra excede siempre de su alquiler natural, o lo que es lo mismo, que la tierra, después de cubrir sus gastos de producción más una parte proporcional de beneficio, deja al propietario un excedente de utilidad sobre lo que dan los demás capitales, un residuo, una prima, que recibe el nombre de renta259.
Por manera que la renta, en el sentido que aquí tomamos esta palabra, no es precisamente el beneficio aferente a la retribución fija del capital tierra, sino la ganancia extraordinaria que le queda al propietario, segun los autores ya citados, después de percibida in integrum la misma retribución, o lo que es igual, después de cubiertos los gastos de producción, más la parte proporcional de beneficio que lo corresponde.
La escuela fisiocrática es la primera que formuló su opinión acerca de la renta territorial, pero haciéndola consistir en el producto líquido o beneficio agrícola, es, decir, en el excedente que dejan las cosechas después de cubiertos los gastos de producción, excedente que, según los fisiócratas, procedía de la productividad natural de la tierra y que suponían peculiar y exclusivo de la agricultura, no pudiendo, en opinión de ellos, las demás industrias producir más que el equivalente de lo que consumían. Cuánto tiene de errónea esta doctrina lo hemos demostrado ya, demostrando que no existe tal productividad natural de la tierra260, que todas las industrias, son productivas como la, agricultura y que en todas ellas se obtiene necesariamente, esto es, cuando la producción se verifica en condiciones económicas un excedente sobre los gastos de producción, un producto líquido, como dicen los autores, un beneficio, como decimos nosotros. No tenemos, pues, para qué tratar aquí de la teoría de la renta territorial según los fisiócratas.
A. Smith opinaba casi del mismo modo. En el cultivo de la tierra, dice, la Naturaleza obra de concierto con el hombre, y la renta es el producto de su poder cooperador. Este poder es el que alquilan o ceden los propietarios al colono, mediante un precio que representa la parte que en los resultados de la producción se cree ser debida al agente de la Naturaleza. J. B. Say, Storch, Rossi, Rau y otros economistas adoptaron la opinión de A. Smith, la cual, aunque explicada en distintos términos, viene a ser igual a la de los fisiócratas. Ahora bien: si la renta procede de la cooperación de la Naturaleza, como esta cooperación se tiene en todas las industrias, según hemos demostrado ya, puesto que la producción en general se verifica por la combinación del trabajo con los agentes naturales, resulta que todas las industrias dan una renta, y que la renta no es un fenómeno exclusivo del capital-tierra. Y en efecto, ya sabemos que no hay producción alguna en que no se obtenga un beneficio, un producto líquido, que es lo que A. Smith y los demás economistas de su escuela entendían por renta. Ya dijimos también, al tratar del beneficio, que éste se debe a la cooperación de la naturaleza.
En nuestros días H. Passy, presumiendo sin duda emitir una teoría nueva acerca de la renta, territorial, ha reproducido las ideas de A. Smith y de los fisiócratas. La tierra, dice este economista261, es naturalmente fecunda, y esta fecundidad, desigualmente repartida en los diversos países, ni aun necesita del concurso del hombre para manifestarse; porque en el estado más inculto se cubre la superficie terrestre de vegetales alimenticios, mantiene, animales de carne comestible y asegura a la humanidad naciente productos completamente espontáneos, que le permiten librarse de los rigores del hambre. Cierto que al hombre le queda la tarea de arrancar las raíces, coger los frutos y apoderarse del pescado o de la caza que le sirven de sustento; pero también lo es que allí donde abundan más estas cosas, se necesitan menos esfuerzos para apropiárselas, y por consiguiente puede obtenerse más riqueza con menos gastos. Pues bien, a esta fecundidad natural de la tierra es a lo que debe su origen la renta, la cual no es otra cosa que el excedente realizado sobre los gastos de producción. La invención del arte agrícola, añade nuestro autor, no desnaturalizó este hecho primordial, y así como antes había habido tierras que daban a los que recogían sus productos espontáneos más de lo que necesitaban para vivir, así hubo después campos que dejaron a los labradores más de lo suficiente a compensar sus fatigas y privaciones. Allí donde, reembolsados los anticipos del cultivador, las tierras dejaron un residuo, se produjo la renta, y esta renta fue indudablemente el fruto del poder fecundante del terreno, porque en otros puntos menos favorecidos, con igual suma de trabajo, no se hubiera obtenido residuo alguno, ni aun quizá se hubieran cubierto los gastos.
Hasta aquí H. Passy, y en verdad que no necesitamos esforzarnos mucho para reducir a su verdadero valor todo su razonamiento. Que la tierra es naturalmente fecunda: ¿quién lo duda? Lo mismo que lo son los demás agentes de la Naturaleza, el agua, el aire, el calórico, la electricidad, etc.,etc. Que en virtud de su fecundidad natural, deja un excedente sobre los gastos, un producto líquido, un beneficio, cuando la producción se verifica en condiciones económicas: otro tanto sucede en todas las demás industrias. Que este excedente constituye, según nuestro autor, la renta no hay dificultad alguna en llamarle así, si se quiere; pero siempre resultará que la renta, entendiendo por tal el beneficio, no se debe exclusivamente al capital tierra, sino que puede obtenerse con un capital cualquiera.
Dejemos, pues, a un lado todas estas teorías, todas estas doctrinas añejas, y vengamos al examen de la verdadera renta territorial, de la que consiste en un exceso de beneficio, en una prima, en una ganancia extraordinaria obtenida en el cultivo de la tierra. ¿Existe semejante renta? Ricardo es el primero que la ha proclamado, aunque el doctor Anderson había hecho ya algunas indicaciones en el mismo sentido, y la teoría de aquel economista, adoptada por West, Malthus, Mac-Culloch, Torrens y casi todos los de la escuela inglesa, es la que vamos a exponer y criticar brevemente.
Según Ricardo, la renta no proviene de la fertilidad natural que permite a la tierra dar productos superiores a sus gastos de explotación, sino de la desigual repartición de aquella cualidad. Hay tierras más fértiles naturalmente que otras, y el grado de su fertilidad es el que marca el orden en que se procede a su cultivo. mientras la población, escasa diseminada, sólo necesita explotar los mejores terrenos de que dispone, no existe la renta; pero llega un día en que, multiplicándose el género humano, se ve obligado para subsistir a poner en cultivo tierras de inferior calidad, y entonces nace la renta, percibiéndose en aquellas ya anteriormente cultivadas. La razón es obvia. No pudiendo tener distinto precio en un mercado los artículos de igual especie y calidad, al mismo precio se venden los frutos de las tierras más fértiles que los de las tierras menos fértiles. Pero estas últimas no se pondrían en cultivo si no dejasen al labrador el beneficio que le corresponde, o lo que es lo mismo, si sus frutos no se vendiesen al precio natural o remunerador, suficiente a cubrir los gastos de producción y la parte proporcional de beneficio. Por consiguiente, este precio natural o remunerador de los frutos obtenidos en las tierras de inferior calidad constituye el precio corriente de todos los productos agrícolas. Es así que las tierras más fértiles no exigen tantos gastos de producción como las menos fértiles; luego, a igualdad de precio, los frutos de aquéllas dejan en la venta un beneficio mayor que los de éstas, o lo que es igual, los propietarios de las primeras, ya sea que las alquilen, ya que las cultiven por sí mismos, perciben un exceso de retribución, una ganancia extraordinaria, una renta262. Igual fenómeno se repite siempre que se deja sentir la necesidad de aumentar el dominio rural: tierras cada vez menos fértiles se someten al arado, el precio de los frutos sube en razón del aumento de gastos que llevan consigo, y a cada subida de precio se ve nacer la renta allí donde no existía y crecer allí donde ya había tenido origen. Por manera que la renta es el efecto y no la causa del precio establecido en el mercado. Los productos agrícolas se encarecen cada vez más o tienden por lo menos a encarecerse; pero lo que motiva esta carestía es el suplemento de trabajo o de capital empleado en los últimos cultivos, y no la renta que se paga al propietario. Aun cuando éste renunciase a ella, no aliviaría en nada a los consumidores, porque la percibiría necesariamente el colono.
Tal es, en resumen, la teoría de Ricardo, fundada como se ve: 1.º en la desigual fertilidad de las tierras; 2.º en el orden de su cultivo, que empieza por las más fértiles y ya siempre de mayor a menor. Veamos qué hay de cierto en todo esto.
No puede negarse que las tierras son desigualmente fértiles, y para convencerse de ello basta comparar el suelo de Cuba con el de Spitzber, los campos de la Andalucía o de la Toscana con los polders de la Holanda. Pero, en primer lugar, ¿tiene este hecho la importancia que le ha querido dar Ricardo? No lo creemos. La fertilidad de las tierras es puramente relativa, se refiere a una clase determinada de productos agrícolas y no puede aplicarse en absoluto a todos ellos. Tal tierra, que es fértil para la producción de cereales, no lo es para la de viñas; tal otra, en donde crecen y prosperan los árboles, se muestra completamente rebelde al cultivo de las legumbres; en fin, tierras habrá donde ni el arado ni el azadón puedan obtener producto alguno y que encierren en sus entrañas inagotables veneros de riqueza.
Admitamos, sin embargo, que ciertos terrenos están dotados absolutamente de más fertilidad que otros. ¿Qué se pretende deducir de aquí? ¿Que los primeros dan un exceso de beneficio, una prima, una renta? Esto sucede con todo capital colocado en condiciones excepcionalmente favorables a la producción, sea agrícola o fabril, material o inmaterial fijo o circulante. Un almacén sito en las inmediaciones de un mercado, un molino que tenga cerca una corriente de agua capaz de servirle de motor, una fábrica por cuyas inmediaciones pase un camino que proporcione fácil salida y transporte barato a sus artículos, dejarán, a igualdad de gastos, más beneficio a sus dueños que los demás almacenes, molinos o fábricas desprovistos de tales ventajas. Tampoco todos los productores tienen aptitudes igualmente poderosas. Aun prescindiendo de los resultados de la educación, pueden formarse de ellos tres categorías distintas: la de los incapaces, la de las medianías y la de los talentos, que son verdaderamente escasos. Pues bien, con la misma suma de capital y de trabajo, los últimos, obtienen un exceso de retribución, una renta sobre los segundos, y los segundos la obtienen sobre los primeros. ¿Qué más? De dos tierras, igualmente fértiles, la que se halla, por ejemplo, en el centro de una ciudad populosa se alquila a un precio extraordinario y deja a su dueño un excedente de beneficio respecto de la otra. Luego ni la renta procede sólo de la desigual fertilidad de las tierras, ni es un fenómeno propio y exclusivo de la agricultura, puesto que puede presentarse en todas las industrias. Ahora añadiremos que, aún cuando lo fuera, no tiene nada de necesario ni permanente, sino que, con las vicisitudes sociales y con el progreso, aparece y desaparece en una misma tierra, pasando muchas veces de las más productivas primitivamente a las menos favorecidas por la Naturaleza.
Desde la Edad Media, dice G. de Molinari263, los progresos de la seguridad han hecho toda una revolución en el precio de los terrenos donde se levantan las ciudades. Poblaciones enteras, después de haberse aglomerado en las alturas, han descendido a los llanos, y el monopolio natural que tenían los propietarios de las tierras altas ha venido a ser patrimonio de los propietarios de las tierras bajos. La inmovilidad del terreno, tan ventajosa en algún tiempo para los primeros, se ha convertido en un perjuicio para ellos, y el precio de su capital territorial, después de haber subido a veces desmesuradamente, ha bajado hasta el punto de ser casi nulo.
En las épocas, añade el mismo economista, en que el hombre se hallaba todavía reducido a vivir de la caza y de los frutos silvestres, las tierras más abundantes en estos productos fueron las primeras que subieron de precio, mientras que las demás yacían abandonadas por no poder utilizarse. Pero se descubre el arte de la agricultura y al momento cambia la escena. Las tierras propias para el cultivo de las sustancias alimenticias, de las plantas textiles y tintoriales, adquieren un precio considerable, y las que se explotaban anteriormente le pierden, a lo menos en parte.
Por último, concluye Molinari, los progresos de la industria locomotiva extienden la esfera de la competencia, no sólo para los terrenos de edificación, sino también para los destinados a la producción agrícola. Antiguamente, por ejemplo, los industriales, los negociantes, los empleados, se veían obligados a vivir en las inmediaciones de sus talleres u oficinas mientras que ahora, gracias a la multiplicación, rapidez y economía de los medios de trasporte, pueden habitar más lejos del centro y aún fuera del recinto mismo de las poblaciones, como sucede en Inglaterra, donde muchos hombres de negocios tienen su casa en el campo y no permanecen en la ciudad más que las horas del día puramente precisas para dar de mano a sus ocupaciones. Así es que los antiguos terrenos habitables han bajado de precio todo lo que han subido los nuevos. Por otra parte, la dificultad de las comunicaciones, unida a la falta de seguridad y al obstáculo artificial de los peajes, impedía antes a los moradores de las ciudades recibir los géneros alimenticios producidos a cierta distancia; pero hoy no sucede lo mismo. Desde el establecimiento de los caminos de hierro, la producción de las legumbres, de las frutas, de la leche, etc., ha dejado de ser el monopolio de los arrabales; esta producción se verifica en un círculo cada vez más extenso, y el precio dejas tierras inmediatas a las ciudades baja, como es consiguiente, para subir el de las situadas en puntos más lejanos. La misma observación puede aplicarse a regiones enteras. Desde la invención de los barcos de vapor y el advenimiento de la libertad de comercio, Inglaterra importa del exterior grandes cantidades de artículos de subsistencia, que antes pedía a su agricultura: las tierras que se los proporcionan han subido de precio, y las que antestenían este monopolio natural han bajado, o si conservan el que tenían, le deben a un aumento del capital empleado en ellas.
Se ve, pues, que la renta territorial se traslada de unas tierras a otras en virtud de una porción de circunstancias, no fijándose precisamente en cierta clase de terrenos, aún cuando sean los más fértiles o mejor dotados por la Naturaleza, como supone Ricardo.
Pero se dirá: ¿Qué importa que la renta pueda obtenerse en todas
las industrias? ¿Qué importa que no se fije en determinadas tierras, ni proceda exclusivamente de su desigual fertilidad? Siempre, resultará que esta fertilidad da origen en algunos casos a un excedente de beneficio, y por consiguiente que la teoría del economista inglés, en parte a lo menos, es cierta. No, responderemos nosotros; porque hay veinte probabilidades contra una de que ese excedente no sea más que el premio tardío de mil ensayos, de mil tentativas costosas, la remuneración natural de capitales enterrados, perdidos quizá por una y otra generación en el mejoramiento del terreno.
Las industrias que concurren a poner la tierra al servicio de la producción, dice Molinari264, tienen un carácter esencialmente aleatorio, de tal modo que pueden hacerse gastos considerables para descubrir y ocupar tierras de las cuales no se sacará ningun beneficio, mientras que otras cuyo descubrimiento y ocupación han sido poco costosos, darán quizá un beneficio inmenso. Puede compararse, bajo este punto de vista, la apropiación de los terrenos a la pesca de las perlas. De los hombres que se dedican a esta profesión, sin contar los que perecen entre los dientes de los tiburones, hay algunos que apenas ganan para subsistir; otros, y son los más numerosos, obtienen una retribución regular; otros, en fin, encuentran perlas de dimensiones extraordinarias y hacen su fortuna. Se dice que los primeros han tenido mala suerte y que los segundos la han tenido buena; pero en definitiva, estas dos suertes se compensan. Pues lo mismo sucede en la industria agrícola. Ciertas tierras no producen lo que han costado, otras cubren meramente sus gastos y algunas dejan grandes ganancias al propietario. Pero considerad el conjunto de sus productos y os convenceréis de que por término medio, no son mayores ni menores que los que corresponden al trabajo y el capital empleados en obtenerlos. Examinad, por ejemplo, lo que ha costado el descubrimiento y la ocupación del Nuevo Mundo desde la Tierra del Fuego hasta la Groenlandia; calculad, si es posible, los gastos de roturación de las porciones de su territorio que se hallan ahora en cultivo, y veréis que a lo sumo vendrá a resarcir esos gastos el producto, añadiéndole el sobreprecio que el porvenir reserva a las tierras del Continente americano. Contad, por otra parte, el número de navegantes y soldados, así como la masa de capitales sacrificados en la conquista y colonización de la América, y os hallareis con un pasivo enorme. Ahora bien: este pasivo debe ser reembolsado, y sólo puede serlo por los beneficios extraordinarios que proporcionan ciertas empresas, compensando las pérdidas experimentadas en otras.
Después de lo dicho, ¿qué queda en pié de la famosa teoría de Ricardo? ¿El segundo fundamento en que se apoya, la explotación de las tierras según el grado de su fertilidad y por el orden de mayor a menor? Pues hasta eso está desmentido por la Filosofía y por la Historia, por la razón y la experiencia. Sólo a la larga es como se descubre el carácter más o menos fértil de las tierras. ¿Cómo queréis que el habitante de los bosques vírgenes haya adivinado, cuando la agricultura era desconocida o se hallaba todavía en la infancia, que tal terrazgo sería favorable al desarrollo del trigo, tal otro excelente para el crecimiento del olivo, éste adecuado para la plantación de la vid, el de más allá propio para el cultivo de las legumbres? Además, el economista anglo-americano Carey265 ha demostrado que en todas partes el hombre comienza, y no puede menos de comenzar, el laboreo por los terrenos más flojos y fáciles. Y en efecto, hasta una época muy avanzada no se han descuajado los bosques, encauzado los ríos, desecado los pantanos, saneado las llanuras húmedas y roturado, en fin, esos terrenos que, presentando una capa de tierra vegetal profunda, formada por los detritus de la vida vegetal y animal, están destinados a una fertilidad extraordinaria. Pero aún cuando esto no fuese cierto, aún cuando la calidad del terreno influyese en los establecimientos primitivos, no por eso puede admitirse como el único móvil que los determina.
La posición de la comarca, dice Wolowski266, la vecindad de los lugares habitados y la mayor seguridad que de aquí resulta, la proximidad de un mercado, la apreciación más o menos acertada de las circunstancias locales, han hecho dar en muchos casos la preferencia a terrenos medianos. Se han necesitado revoluciones políticas para modificar sistemas de cultivo, así perpetuados de edad en edad, y para entregar al arado ricos territorios incultos. Muchas veces la distancia de la aldea o de los edificios de explotación ha sido causa de que se abandonen los terrenos más fértiles, al paso que la ventaja de la proximidad hacía cultivar otros poco productivos, y lo mismo ha sucedido cuando la falta de recursos impedía al propietario de un buen terrazgo sacar partido de él, mientras que, con ayuda de un capital considerable, otro terrazgo estéril era labrado por un propietario rico. Hoy mismo se encuentran todavía en los países mejor cultivados vastos bosques que crecen en las tierras más ricas, al lado de miserables tierras de labor o de viñedos poco productivos.
Admitamos, sin embargo, que el cultivo empieza siempre por las tierras más fértiles. ¿Se sigue de aquí, como supone Ricardo, que, multiplicándose la población, haya que recurrir fatalmente a las menos fértiles? De ninguna manera. Pueden aumentarse indefinidamente los rendimientos de las primeras; puede hacérseles producir más y más, hasta obtener el suplemento de artículos de subsistencia que esta situación económica exige. Se dirá, como ha dicho ya el economista inglés, que entonces sería preciso aplicar más capital a los terrenos fértiles, y que a cada nueva aplicación de capital no corresponde necesariamente un aumento proporcional de productos, de modo que siempre habría una desigualdad en la producción de las diversas porciones del capital empleado, y existiría una prima o renta para las porciones más productivas, que serían en este caso las más antiguas. Pero semejante razonamiento equivale a la negación de todo progreso, de todo adelanto en el arte de la agricultura, cuando precisamente esta causa es la que más influye en la productividad del capital agrícola, ya reduciendo los gastos de producción por una cantidad dada de artículos, ya también acreciendo las cosechas sin aumentar los gastos.
Ved, si no, dice H. Passy267, la economía que en la mano de obra ha traído consigo el perfeccionamiento gradual de los instrumentos rurales. No solamente los buenos arados modernos hacen en un día doble labor que los antiguos, sino que rompen terrenos antes impenetrables y remueven más profundamente los que ya se labraban. A las débiles hoces de mano han sucedido en los países más adelantados segadoras poderosas, bajo cuyas cortantes cuchillas caen rápidamente y sin perderse un grano las mieses que en otro tiempo exigían un gran número de brazos. Utensilios, máquinas, aperos, todo ha variado, todo se ha perfeccionado, y gracias a los nuevos descubrimientos, el cultivo adquiere cada día medios más y más eficaces. Y aún no es ésta la principal de las mejoras realizadas. Las cosechas que antes se pedían a la tierra se han sustituido poco a poco con otras similares, pero más nutritivas y de mayores rendimientos; junto a los vegetales conocidos, o en lugar suyo, se han plantado especies nuevas, traída, de las más remotas comarcas del Globo y que se han admitido en las rotaciones a causa del aumento de productos que ofrecían, en una superficie igual.
No hay, pues, una sola palabra de verdad en la teoría de la renta territorial, de Ricardo, ni esta teoría puede considerarse más que como la observación incompleta de un hecho anormal, como el descubrimiento de un fenómeno accidental en la cotización del alquiler de las tierras, fenómeno que consiste en el sobreprecio que este alquiler tiene en el mercado, lo mismo que el de los demás capitales, cuando su oferta es menor que la demada, y que de todos modos se compensa con la depreciación que sufre en el caso contrario, no percibiendo en definitiva los propietarios que alquilan sus tierras más que el precio natural del arriendo, alrededor del cual oscila el precio corriente, como sucede con el de cualquier otro producto u objeto de cambio.
Y si es falsa la teoría de la renta territorial, no pueden menos de serlo también sus consecuencias. Ricardo deduce de la necesidad de poner en cultivo tierras cada vez menos fértiles, para proveer a la subsistencia de una población creciente, la carestía progresiva de los productos agrícolas, y aunque admite, como causas capaces de atenuarla, el mejoramiento de los cultivos y la libertad de comercio, no por eso deja de subsistir, en su opinión, este fenómeno, no sólo como una tendencia, sino también como una realidad. Pues bien, no puede negarse que la población ha crecido y crece de día en día, al menos en ciertas regiones del Globo; este es un hecho que nos enseña la Geografía y la Estadística y que no necesita demostración, porque salta, por decirlo así, a la vista. Tampoco puede negarse que a todo aumento de población corresponden un aumento en la demanda de los artículos de subsistencia y un alza inmediata en el precio corriente de los mismos. ¿Pero este alza es permanente? Lo sería si no hubiese medio alguno de aumentar más o menos pronto la oferta, aumentando la producción, lo cual no sucede felizmente en el caso de que se trata. Lejos de eso, la carestía, excitando el interés del productor, provoca un aumento en la cantidad de los productos, la oferta se proporciona a la demanda, y cuando menos el equilibrio se restablece, bajando otra vez el precio de aquéllos al tipo que tenían anteriormente. La Historia viene en apoyo de esta doctrina; la población y por consiguiente la demanda han ido aumentando constantemente en Europa: ¿se han encarecido por eso los productos agrícolas? ¿Es hoy la subsistencia más costosa que lo era antiguamente? Todo lo contrario.
«Basta,,dice H. Passy268, extraer de las actas auténticas que se han conservado los guarismos relativos a los precios de los jornales, tales como se encontraban en unos mismos lugares y una misma época, para reconocer que el valor en cambio del trigo era antiguamente por lo menos igual al que tiene en el día. Así en la Normandía los salarios agrícolas no equivalían, a fines del siglo XII, más que a seis litros de trigo; desde esta época se los ve subir poco a poco hasta el valor de siete, y sólo en los últimos treinta años es cuando, han excedido de ocho; de donde se deduce que el precio real del trigo no ha aumentado en aquella provincia. En Francia la cotización de los cereales data de cincuenta años a esta parte; la población no ha cesado de crecer desde entonces en número y bienestar, y sin embargo, el precio del trigo no ha subido, como lo atestiguan las cinco medias decenales comprendidas desde 1800 a 1850. En Inglaterra, desde hace treinta años, los precios están en baja; ciertas leyes imprevisoras, las circunstancias monetarias y los efectos de la guerra, se habían combinado para hacerlos exorbitantes, y desde 1810 a 1820 el término medio fue algo más de 38 francos el hectólitro; pero después han bajado, primero a 30 francos, por término medio decenal, luego a 25, y finalmente, antesde la reforma de las leyes de cereales que debía acelerar aún este movimiento, a menos de 22 francos.»
Por otra parte, es un gran error, observa en otro lugar H. Passy, el considerar el precio del trigo como la medida de la diferencia de los gastos de producción rural entre los diversos países. Lo que debe examinarse es el precio general de los artículos de subsistencia y no el de tal o cual artículo, que no en todas partes figura por igual cantidad en el consumo. El trigo está barato en los países semi-incultos de Europa, y sin embargo, todavía es demasiado caro para las poblaciones pobres que le cosechan. La verdad es que los productos agrícolas no han bajado de precio proporcionalmente a los manufacturados; pero esto consiste, como hace notar muy atinadamente Baudrillart269, en que, de todas las industrias, la agricultura es la que emplea más trabajo y menos máquinas. En nuestros días comienzan a hacerse grandes esfuerzos para reemplazar los brazos en el cultivo con los poderosos agentes de nuestras fábricas; pero aún falta mucho para conseguirlo. Y como, por otra parte, han subido los salarios de los labriegos, lo mismo que los de todos los operarios, de aquí es que se hayan agravado los gastos de una industria que no sabe disminuir la cooperación del esfuerzo humano tanto como las otras.
La carestía relativa de los artículos de subsistencia no se explica, pues, por la hipótesis de Ricardo, ni tampoco significa necesariamente una dificultad mayor de vivir; porque, aparte de que las clases asalariadas por la industria, habiendo mejorado de posición, se han hecho más capaces de pagar esos artículos, lo cual ha dado lugar al aumento de la demanda y a la subida de los precios, hay que tener en cuenta que esta subida es más bien nominal que real, puesto que ha bajado mucho el precio del dinero, como en otro lugar hemos dicho.
El empresario de industria es, como hemos visto en otro lugar270, uno de los agentes personales de la producción, y contribuye a ella, ya como trabajador, ya como capitalista.
Como trabajador, reúne y combina en las debidas proporciones los elementos productivos, dirige las operaciones industriales y se encarga de dar salida a los productos.
Como capitalista, asegura y anticipa al trabajo y el capital ajenos, que le ayudan en la empresa, las retribuciones que les corresponden por su concurso.
Debe, pues, tener él mismo una retribución por ambos conceptos, y esta retribución es la que suelen designar los autores con el nombre de provecho.
El provecho del empresario comprende tres partes: l.º su salario como gestor o director de la empresa; 2.º la prima del seguro de los salarios y alquileres que paga a sus asociados; 3.º el premio del anticipo de los mismos alquileres y salarios.
Estas tres partes puede percibirlas una sola persona o varias, según los casos. A veces el capital empleado en la producción pertenece a un individuo que no participa del trabajo ni de los riesgos de la misma: entonces se le paga a éste un interés, y el resto del producto total sirve, para remunerar el trabajo y los riesgos del empresario. A veces también suministra el capital un comanditario, que toma parte en los riesgos, pero no en el trabajo, y entonces, además del simple interés, se le da una recompensa por aquel servicio. Finalmente, suele suceder que el capital y los riesgos sean de cuenta de una persona en cuyo nombre gira la empresa, mientras que los cuidados de la dirección se confían a otra, y en tal caso se le asigna a la segunda un salario reservándose la primera el premio del anticipo y la prima del seguro, Pero de todos modos el producto total debe bastar para estas tres remuneraciones, la del trabajo, la de los riesgos y la del anticipo, o sea para el salario, la prima del seguro y el interés del capital y del salario anticipados.
La prima del seguro varía según la intensidad y el número de los riesgos con que carga el empresario. Pero lo más frecuente es que no cargue sino con aquellos que pueden recaer sobre la producción misma, dejando por cuenta del trabajador los que corre su persona, y por cuenta del capitalista los que se refieren al capital. Así, por ejemplo, si el trabajador se inutiliza durante las operaciones productivas, el empresario deja de darle el salario; si el capital se pierde por robo, incendio u otro accidente análogo, deja también de pagar el alquiler al capitalista, y de todos modos el empresario limita generalmente el seguro, tanto del trabajo como del capital, al tiempo durante el cual uno y otro elemento productivo están empleados en la producción, no respondiendo de las interrupciones que ésta pueda sufrir por cualquier caso fortuito, y no asegurando por consiguiente la continuidad o permanencia ni del alquiler ni del salario.
El premio del anticipo varía también según la duración de éste, o sea según el tiempo que media desde que el empresario paga el salario o el alquiler hasta la terminación de las operaciones productivas y la realización de los productos,que es cuando puede aquél reintegrarse de todos sus anticipos.
En cuanto al salario o retribución propia del empresario, a título de director de las operaciones productivas, está sujeto a las mismas leyes que todos los salarios, es decir, que debe comprenden los gastos de producción del empresario mismo, mas una parte proporcional de beneficio.
Estos gastos son considerables, porque el empresario, como ya dijimos oportunamente, necesita estar dotado de cualidades morales e intelectuales que no se adquieren sino a costa de grandes esfuerzos. Él debe tener los conocimientos especiales de su profesión y el arte de aplicarlos, según la índole de la empresa; debe saber elegir los operarios y sacar el mejor partido posible de sus aptitudes y su trabajo; debe inspirar bastante confianza para poder reunir, ya por el crédito, ya por la asociación, los capitales que le hagan falta; debe ser comerciante, para abrirse los mercados y formarse una clientela numerosa; debe, en fin, reunir el doble talento de conducir los hombres y las cosas, y de hacer converger hacia el objeto de la producción todos los elementos de la misma.
Tantas y tan diversas condiciones suponen, como es fácil comprender, una gran actividad del espíritu, y explican y legitiman, por consiguiente, la elevada retribución que el empresario suele percibir, pero sin que ésta difiera en su esencia de la que perciben los demás trabajadores.
El, hombre, hemos dicho en otro lugar271, no trabaja por trabajar; el trabajo es una pena, y si no condujese en último término a nuestro bienestar, a nuestro perfeccionamiento, de seguro permaneceríamos ociosos, y la producción, que es el resultado más o menos inmediato de la actividad humana, no llegaría a realizarse.
Trabajamos, pues, con un fin, que consiste en la satisfacción de nuestras necesidades, ya físicas, ya morales e intelectuales. Mas, para conseguirle, es preciso modificar de alguna manera el producto, alterar su modo de ser, hacerle pasar del estado en qué se encuentra a otro nuevo estado, privarle de ciertas cualidades que le son inherentes y características; en una palabra, consumirle.
Ahora bien: el estado de todo producto es el que hemos llamado de apropiación: sus cualidades económicas consisten en el valor; luego, al consumir un producto, no puede hacerse otra cosa que desapropiarle, permítasenos la palabra, volverle a su estado nativo, quitarle el valor que recibió en el acto de la producción, y así su cede en efecto.
Consumir no es destruir la materia, ni mucho menos la utilidald, de la misma manera que producir no es crear ninguna de estas dos cosas: el consumo consiste pura y simplemente en la destrucción del valor, y su importancia debe medirse, no por el volúmen o el peso del producto consumido, sino por la suma de valores que represente.
Ningún objeto que carezca de valor puede consumirse, pero cualquiera que tenga esta cualidad es susceptible de consumo. Por eso todos los productos son consumibles, y cada uno de ellos se consume, en efecto, ya por el productor mismo, ya por la persona que le obtuvo en cambio de otro equivalente. El consumo es el término definitivo de toda producción.
Ahora, al consumirse un producto, puede suceder que se destruya del todo su valor o que sólo desaparezca en parte: en el primer caso, el consumo será total; en el segundo parcial. Pocos productos se consumen de una vez totalmente; al contrario, la mayoría de ellos exige más de un acto de consumo para perder todo su valor, y así se ve que, después de haber servido para satisfacer una necesidad, todavía se emplean en la satisfacción de otras. Los pobres viven de los desechos del rico; los animales domésticos se alimentan de los residuos del hombre; los trapos se aprovechan para la fabricación del papel, y apenas se hallará un producto que, después de haber cumplido su primitivo destino, no sea aplicable a nuevos usos.
No hay producción sin previo consumo, porque, como ya dijimos oportunamente272, en toda producción se gasta. por lo menos lo necesario para la subsistencia del que produce; pero puede haber consumo sin producción ulterior, como sucede siempre que el esfuerzo humano no da origen a valor alguno, y de aquí la división del consumo en productivo e improductivo.
Para distinguir uno de otro, no basta atender, como observa muy acertadamente Mac-Culloch273, al modo de emplear la riqueza, sino a los resultados obtenidos. Las sumas destinadas a desmontar un terreno, abrir un canal, etc., por más útiles que en general sean estas obras, se consumirían improductivamente si se aplicasen sin discernimiento y no diesen resultado alguno positivo, al paso que el dinero gastado por un príncipe en su representación exterior constituiría un consumo productivo, si de él hubiera de reportar algún bien el Estado, tal como el prestigio de la autoridad regia o cualquiera otra ventaja social o política. La pólvora que se quema a consecuencia de la explosión de un polvorín se consume de una manera improductiva; pero la que se gasta en una guerra justa se consumirá productivamente si la guerra tiene un feliz éxito, y por el contrario, la que se emplea en volar una mina constituirá una verdadera pérdida si la mina no revienta274. Para determinar con toda exactitud la productividad del consumo, es preciso tener en cuenta, no sólo los resultados inmediatos, sino también los mediatos, afirmando que es productivo siempre que dé lugar por su acción directa o indirecta a la reproducción de una suma igual o mayor de riqueza, e improductivo cuando esa suma no sea completamente reintegrada.
Hay, en efecto, consumos productivos para el individuo e improductivos para la sociedad, y viceversa. El consumo que hace un pródigo de las cantidades que ha tomado a préstamo podrá ser productivo para el prestador que percibe por ellas un interés, pero constituye una verdadera pérdida para la sociedad, porque no ha dado lugar a producción alguna. Por el contrario, las sumas empleadas en sostener escuelas gratuitas no son productivas para el que las da, pero sí para la sociedad, puesto que por medio de ellas se hace aptos para la producción a los jóvenes que se educan en aquellos establecimientos.
Senior hace notar también275 que ciertas cosas no son susceptibles más que de un consumo improductivo, tales como los encajes, las joyas y los adornos, que cubren la persona sin librarla del rigor de las estaciones, el tabaco y otros estimulantes que perjudican a la salud. Sin embargo, el mismo autor conviene en que no todo gasto que exceda de lo estrictamente necesario ha de considerarse como improductivo, pues hay posiciones sociales que no pueden ocuparse dignamente sin cierta ostentación que inspire respeto a la muchedumbre.
Todo consumo productivo es consumo de capital, porque ho, hay objeto alguno de cuantos se emplean en la producción provisiones, materias primeras, materias auxiliares, etc. que no pertenezca a aquella categoría. Pero esto no quiere decir que el capital se consuma siempre de una manera productiva, porque puede muy bien suceder que las operaciones a que se aplique no den un valor suficiente a reconstituirle.
Los consumos productivos poseen la facultad de producir en diversos grados. Para un sabio, por ejemplo, el gasto que hace en libros de su especialidad es, sin duda alguna, muy productivo; pero las obras que compra relativas a otras materias, aunque menos útiles, contribuyen también, excitando su genio, a la producción intelectual. No puede menos de admitirse la productividad de aquellos consumos que se dirigen a satisfacer una necesidad real y verdadera. Por el contrario, debe considerarse como improductivo todo gasto superfluo, aún consagrado al destino más útil. Lo difícil aquí es determinar la línea de separación entre lo útil y lo superfluo, necesitándose para ello la imparcialidad del historiador y el criterio del filósofo. Las sumas inmensas empleadas en edificar los innumerables templos de Roma pueden haber sido en su tiempo muy productivas, puesto que respondían a una necesidad intensa de la época, al paso que hoy se emplearían mejor en la construcción de canales y ferro-carriles276.
El consumo más productivo es el que produce más valor respecto del que destruye, o el que destruye, menos relativamente al que produce. Por eso importa tanto una economía, por pequeña que sea, en los servicios productivos o en las materias manufacturables, y en general en el capital y la mano de obra necesarios para la producción, sin que, por economizar, deba escatimarse gasto alguno que pueda aumentar o perfeccionar los productos. Los productores que no emplean económicamente los medios de producción irrogan a la sociedad un perjuicio negativo, teniendo que venderle a un precio más elevado los artículos que producen, al paso que a sí mismos se causan un perjuicio positivo, perdiendo quizá o ganando poco en empresas de que otros sacan grandes beneficios277.
Algunos autores278 sostienen que el consumo improductivo constituye el objeto final de la producción, y es sin duda porque consideran como tal todo el que no da por resultado un producto material, calificando de improductivas las industrias subjetivas, o sea las artes y las profesiones liberales. Pero ya en otro lugar279 tuvimos ocasión de refutar esta doctrina, demostrando que la producción no consiste en el aumento de materia, sino en la creación de valor, y que a este título no hay industria que sea esencialmente improductiva. además que no puede admitirse que todos los productos se consuman en último término improductivamente, porque esto equivaldría a suponer que el hombre está destinado a consumir sin producir, lo cual es un absurdo.
El consumo productivo aumenta a la vez la riqueza del individuo y la de la sociedad, al paso que el improductivo disminuye necesariamente una y otra. Aunque todos los productos le la industria humana se consumen, la prosperidad o decadencia de un país dependen de la diferencia entre el consumo productivo y el improductivo. Cuanto mayor sea esta diferencia, más próspera será la suerte, de la nación y más grande el bienestar de sus moradores. La riqueza empleada en consumos productivos existe siempre bajo esta o la otra forma: la que se emplea en consumos improductivos desaparece completamente. Los gastos productivos no son inútiles: tarde o temprano han de reembolsarse, pues para que haya producción es menester que el resultado obtenido cubra cuando menos los gastos, si es que no deja además un beneficio, un excedente de utilidad, como debe suceder siempre que se haga en condiciones económicas. Los gastos improductivos constituyen una pérdida irreparable.
F. Skarbeek280 admite una especie de consumo que él llama gratuito y que es improductivo, no sólo porque no produce, porque no da lugar a un nuevo producto, sino también porque destruye los productos que ya existían anteriormente. Tal es el consumo de los criminales, cuya profesión consiste en atentar a los bienes de otro; el de todos aquellos que cometen expoliaciones, al abrigo de abusos, privilegios y monopolios artificiales; finalmente, el de los mendigos, que, sin ser delincuentes, viven a costa de los demás individuos de la sociedad. En efecto, todas estas personas destruyen, lejos de producir, y su consumo podría denominarse, más bien que gratuito,destructivo, como propone Dutens respecto de todos aquellos en que se pierden completamente el capital y el trabajo que se aplicaron a la producción.
Senior281 califica tanibien de absolutamente improductivo el consumo de los capitalistas que viven de sus rentas sin hacer trabajo alguno, y Flórez Estrada282 añade que estas personas, cuando no se dedican al cultivo de las ciencias y de las artes, son los verdaderos zánganos de la sociedad, constituyendo sus consumos una pérdida, un desfalco de la riqueza pública, que viene a empeorar la suerte de los trabajadores. Pero, en primer lugar, el número de los ricos ociosos es muy escaso, pues muchos de ellos cuidan a lo menos de la conservación y administración de sus bienes, y por otra parte, consumiendo sus propias rentas, es evidente que no perjudican ni a la producción ni a las clases laboriosas; lejos de eso, fomentan la primera alquilándole los capitales que necesita, y favorecen a las segundas utilizando sus servicios. Cuanto más que esas personas, a medida que la sociedad progresa, encuentran una ocupación productiva para ella, no sólo en el cultivo de las ciencias y de las artes, sino también en la política, en el desempeño de ciertas funciones gratuitas, en la beneficencia y la filantropía, ocupación que les sería de todo punto imposible si tuviesen que ganarse con el trabajo la subsistencia. No pueden, por lo tanto, calificarse sus consumos de absolutamente gratuitos, aun cuando sean improductivos, ni mucho menos colocarse en la misma categoría que los de los vagabundos, mendigos y explotadores de la fortuna pública.
Tanto los consumos productivos como los improductivos se verifican, ya lenta, ya rápidamente, sin que esta circunstancia altere en nada su naturaleza; pues la joya que dura siglos, el traje que se deteriora en un año, el fruto que sólo se conserva algunas horas, pierden su valor de una manera análoga. Pero la lentitud o rapidez del consumo está muy lejos de ser indiferente. Todo objeto destinado a ser consumido de una manera productiva conviene que se cousuma lo más pronto posible, porque así se repetirá mayor número de veces la producción en un tiempo dado, y con un mismo capital se obtendrán mayores productos: por el contrario, si ese objeto ha de consumirse improductivamente, cuanto más se retarde el consumo, más tiempo se gozará de su posesión, lo cual es ya una ventaja no despreciable.
Flórez Estrada sostiene, sin embargo, que cuanto más tardío es el consumo, ya productivo, ya improductivo, tanto más sufre la sociedad. En el primer caso, dice, se retarda la producción, y por consiguiente se obtienen menos productos; en el segundo, se necesita un fondo mayor de riqueza para obtener los artículos de consumo, y por lo tanto se disminuye proporcionalmente el capital destinado a la producción, además de correrse el riesgo de que se deteriore el producto antesde per consumido283.
Confesamos que no entendemos bien esta doctrina, ni por otra parte acertamos a compaginarla con la recomendación que en otro lugar hace el mismo Flórez Estrada284, de acuerdo con A. Smith, de los consumos lentos; pero, sea de ello lo que quiera, no puede negarse que a veces hay que acelerar el consumo, aunque sea improductivo, de algunas cosas, para impedir que antes las destruya la Naturaleza, como sucede, por ejemplo, con ciertos frutos, que si no se consumen pronto, se pudren y dejan de ser comestibles. Por eso tienen tanta importancia en la economía práctica los métodos y procedimientos, no sólo de fabricación, sino también de conservación de los productos, en virtud de los cuales se hacen más duraderos, preservándolos de las vicisitudes atmosféricas, de la acción de las causas físicas y de los animales dañinos, y permitiéndonos así consumirlos a medida que lo exijan nuestras necesidades.
Para concluir, diremos que el consumo puede hacerse, ya por el Estado, que es el representante de la nación o sociedad política, ya por los mismos particulares, llamándose en el primer caso público, y en el segundo privado. Uno y otro son igualmente indispensables, porque las entidades colectivas tienen también sus necesidades, que no pueden menos de satisfacer, so pena de morir, y la muerte de cualquiera de ellas es tan funesta para sus miembros como para la Humanidad misma, no desapareciendo nunca una sociedad política sin causar grandes perturbaciones en el mundo moral y económico.
Trataremos, pues, separadamente del consumo privado y del consumo público.
En una sociedad cualquiera, todos los individuos son consumidores, puesto que nadie puede subsistir sin satisfacer algunas necesidades, por limitadas que se las suponga, y esta satisfacción no se verifica sino consumiendo una porción más o menos considerable de riqueza. Pero como por otra parte, hay muy pocos que reciban gratuitamente lo necesario para la vida, antes bien la inmensa mayoría de las personas concurre como hemos visto, a la producción de alguna manera, se sigue de aquí que cada cual produce a la vez que consume, y que productor y consumidor no son más que una sola persona.
Esto no obsta para que puedan clasificarse los individuos de la sociedad en productores y consumidores, y estudiar la sociedad misma bajo uno y otro punto de vista. Todas las ciencias, dice J. Garnier285, proceden por clasificaciones análogas, y es evidente que, con relación a un producto, a un servicio cualquiera, el que le confecciona o le presta constituye una entidad distinta del que le adquiere o le utiliza.
Ahora bien: si se tiene presente que, en el estado actual del mundo económico, bajo el régimen de la división del trabajo y del cambio, cada individuo produce sólo un artículo para consumir otros muchos, se verá que el productor no forma, rigurosamente hablando, más que una parte de la sociedad, mientras que el consumidor es todo el mundo, y puede considerarse, según la oportunísima observación de Bastiat286, relativamente a las pérdidas o beneficios que afectan a tal o cual clase industrial, como la tierra para la electricidad, como el gran depósito común, de donde todo sale y adonde todo vuelve después de rodeos más o menos largos. Por eso las grandes cuestiones económicas deben estudiarse bajo el punto de vista del consumidor, que personifica al público, que representa el bien individual y social a la vez y no por el prisma del productor, que sólo representa el interés individual, en oposición con el de la sociedad, es decir, el falso interés, el interés antieconómico, el egoísmo. Además, el consumidor es el que da impulso a la gran máquina social; en provecho suyo, y no del productor, que es quien sigue ese impulso, funciona la máquina misma; por consiguiente, el primero, que demanda los productos, y no el segundo, que se limita a ofrecerlos, es quien debe responder del uso que se haga de ellos, no pudiendo el productor prever si este uso será bueno o malo ni teniendo en su mano medio alguno de rectificarle. Así lo ha comprendido también, añade Bastiat, la religión misma cuando ha dirigido al rico tan serias advertencias acerca de la inmensa responsabilidad que sobre él pesa. La moralidad económica no debe buscarse en la producción, sino en el consumo.
Los pueblos ricos, civilizados e industriosos consumen más que los que no lo son, porque también producen incomparablemente más. Ellos, dice Baudrillart287, comienzan de nuevo todos los años, y aun varias veces al año, el consumo de sus capitales, siempre renacientes, y consumen. de un modo improductivo la mayor parte de sus rentas. algunos publicistas han elogiado mucho a los Lacedemonios porque se privaban de -todo, no sabiendo producir nada. J. B. Say288 observa con razón que de semejante virtud, si tal puede llamarse, participan todas las naciones incultas y salvajes, las cuales tienen una población poco numerosa y carecen de los recursos más indispensables para la vida. Llevando este sistema, añade el ilustre economista, hasta sus últimas consecuencias, llegaríamos a deducir que el bello ideal económico consiste en no producir nada ni tener necesidad alguna, lo cual es un absurdo.
El consumo privado no constituye, como ha supuesto Sismondi, haciendo de esta doctrina una objeción contra las máquinas, una cantidad fija y determinada, sino que es elástico como las necesidades humanas, las cuales no tienen otros límites que los medios de satisfacerlas. Ahora bien: una vez dados estos medios, las necesidades se satisfacen tanto más ampliamente cuanto mayor es el número de productos que pueden adquirirse con ellos, y por consiguiente cuanto más bajo es el precio de los mismos productos. Así es que, siempre que por una disminución de los impuestos, por una mejora en las vías de comunicación o por un progreso cualquiera en los procedimientos industriales, se abaratan ciertos artículos, se ve aumentarse su consumo en una proporción muy superior a la baja que han tenido en su precio. Este fenómeno, dice J. Garnier289, es muy fácil de explicar: consiste, en que la baratura de los productos permite su consumo por las clases pobres, que son también las más numerosas y las que más consumen; pues, como ya hizo notar A. Smith, casi todo el capital de un país se gasta en salarios distribuidos a esas clases, a lo cual hay que añadir el consumo que ellas mismas hacen de las rentas que les producen sus pequeñas capitales.
Algunas personas consideran como ventajoso todo consumo privado, de cualquier naturaleza que sea, suponiendo que la destrucción de un valor es siempre causa u origen de la creación de otros nuevos, y en último resultado, viene a estimular la industria. Esta preocupación ha sida ingeniosamente refutada por Bastiat.
Cuando se rompe un vidrio, observa el escritor ya citado290, suele decirse:
-No hay mal que por bien no venga; estos accidentes hacen prosperar a la industria; es preciso que todo el mundo viva. ¿Qué sería de los vidrieros, si los vidrios no se rompiesen nunca?
Ahora bien: suponiendo que haya que gastar seis reales para reponer el vidrio roto, es muy cierto que este accidente hace afluir dicha cantidad a la industria vidriera y la estimula en la medida de seis reales: esto es lo que se ve.
Pero no es menos cierto que los seis reales hubieran podido gastarse en otra cosa, en comprar, por ejemplo, un par de zapatos: esto es lo que no se ve.
Por manera que, si hacemos la cuenta de la industria en general, tendremos que la industria vidriera ha recibido a la verdad un estímulo de seis reales, pero que la industria del zapatero ha dejado de recibir otro estímulo igual; de donde resulta que lo que se ha ganado por un lado se ha perdido por otro, y que no trae ventaja alguna el que los vidrios se rompan.
Hagamos ahora la cuenta del dueño del vidrio. En la primera hipótesis, la del mismo vidrio roto, gasta seis reales en reponerle, y tiene, ni más ni menos que antes, el goce de un vidrio. En la segunda, es decir, si no se hubiera roto el vidrio, hubiera gastado seis reales en calzado y tendría el vidrio, más un par de zapatos. Pero como la persona de que se trata forma parte de la sociedad, resulta que ésta, tomada en conjunto y hecho el balance de sus ganancias y sus pérdidas, ha venido a perder un vidrio.
Podemos, pues, concluir que la sociedad pierde el valor de los objetos improductivamente consumidos, y que no se reportan iguales ventajas de todos los consumos privados, sean productivos o improductivos. Los más ventajosos entre ellos son los siguientes según Flórez Estrada291:
1.º Los que sirven para satisfacer necesidades reales, entendiendo por tales aquellas que representan la conservación de la salud y la vida de los hombres inteligentes y laboriosos. Estos consumos se ven, en efecto, ampliamente compensados con la riqueza que los mismos consumidores producen.
2.º Los consumos que se hacen en común. Hay, en efecto, varios servicios cuyos gastos no se aumentan en proporción del número de consumidores; hay productos que pueden servir a una o varias personas, ya sucesiva, ya simultáneamente, y que no exigen un aumento proporcional a la extensión del consumo que se hace de ellos. Tales productos se consumen en común muy ventajosamente, y esto es lo que llama Roscher la concentración del uso292. Así, dice el citado economista, una biblioteca pública podrá ser mucho más completa y accesible que diez bibliotecas particulares del mismo coste: así también un fundista podrá servir a cien personas manjares infinitamente más variados y exquisitos que los que podría obtener con igual gasto cada una de ellas particularmente. Sin embargo, la concentración del uso no deja de tener sus inconvenientes, puesto que exige muchas veces el sacrificio de la independencia personal, lo cual debe tenerse muy en cuenta, sobre todo cuando puede influir desfavorablemente en el temple del carácter y en la intimidad de la vida. En París y en las grandes ciudades de Francia se hacen en común muchos consumos: infinidad de personas comen en las fondas, pasan sus ratos de ocio en los cafés y habitan en un hotel u hospedería. Así es que los lazos de la familia están allí muy relajados y se conocen poco los dulces afectos que nacen al calor del hogar doméstico. Por el contrario, en Inglaterra, donde todo el mundo vive en su casa y apenas se frecuentan los cafés y las fondas, sino por los viajeros, la vida es más familiar, más íntima, más cariñosa, las costumbres más metódicas y mayor la moralidad pública y privada.
Se han exagerado mucho, dice A. Clement293, las ventajas de la vida en común, o sea de la comunidad de los consumos. Cierto que si un número limitado de individuos, veinte o treinta por ejemplo, logran entenderse para reunir sus recursos y consumir juntos su nutrición, su alojamiento, sus vestidos, sus muebles, etc., podrán hacer algunas economías; pero de que esto sea posible para un corto número de personas, a condición de una disciplina más o menos rigurosa, de una uniformidad de hábitos más o menos incómoda para cada uno y de una administración bien dirigida, no debe deducirse que las economías irán en aumento a medida que la comunidad crezca, porque esta conclusión está desmentida por los hechos, como se ve en muchos hospitales y otros establecimientos públicos, cuyos gastos, según demuestra el mismo A. Cletnent con datos estadísticos irrecusables, son superiores por individuo a los que se harían para obtener aisladamente iguales servicios. Y es que, conforme las comunidades se agrandan, la administración se hace más complicada, hay que multiplicar los agentes intermediarios y crecen las necesidades de vigilancia y fiscalización, exigiendo todo esto gastos que vienen a aumentar los del consumo propiamente dichos. Es que además los jefes y empleados en la administración de la comunidad obran generalmente como funcionarios asalariados, sin curarse más que de su posición y de las ventajas que les confiere, sin interesarse en la buena dirección y en la economía de los servicios sino lo puramente preciso para poner su responsabilidad a cubierto, lo cual da margen a abusos, fraudes y despilfarros que hacen también más costosos los consumos de que se trata. Sólo comunidades pequeñas, que se administren por sí mismas y con la intervención de todos los asociados, pueden subsistir y prosperar algún tiempo; pero esta clase de comunidades son conocidas hace ya siglos, y sin embargo, si se exceptúan las asociaciones religiosas, fundadas por otros motivos que las conveniencias personales, las poblaciones parecen poco dispuestas a servirse de ellas, sin duda porque para obtener las ventajas inherentes al régimen de la comunidad, hay que someterse a una regla severa, subordinar las voluntades, los gustos, los caprichos particulares al interés general, y cada cual prefiere a la economía que pudiera hacer de este modo la conservación de su libertad.
3.º Los cousumos lentos, como son los de productos duraderos. No está, en efecto, en la mano del hombre evitar la destrucción de la riqueza; pero puede retardarla, eligiendo aquellos productos que por más tiempo conserven su valor. Así el consumo de telas de buena calidad, bien confeccionadas, hechas de excelentes materias primeras, conviene más generalmente hablando, que el de otras desprovistas de estas condiciones, aun cuando las primeras sean más caras que las segundas: así también, cuando se quiere usar ciertos artículos de lujo, debe preferirse por lo común los de oro o plata de ley a los falsos o imitados, aunque aquéllos cuesten más que éstos. En uno y otro caso, hay la ventaja de obtener, proporcionalmente al sacrificio que se hace, una suma mayor de riqueza, o lo que es lo mismo, una riqueza más duradera y que por lo mismo tarda más tiempo en consumirse. Sin embargo, no por esto debe creerse que siempre convenga consumir productos de un valor permanente. ¿Para qué sirve, por ejemplo, dice Roscher, la excesiva solidez de algunos edificios? Sería un acto de economía bien entendida construir por 10.000 duros una casa que durase sesenta años, en vez de edificar por 20.000 otra que durara cuatro siglos; porque, al cabo de los sesenta años, el interés simple de los 10.000 duros ahorrados permitiría por sí solo edificar otras tres casas. Sin duda que esto no es aplicable a los monumentos artísticos, levantados con el único objeto de producir un efecto imponente, como lo fueron las pirámides y los obeliscos de Egipto, que hoy admira todavía el viajero; pero estas construcciones son excepcionales y no deben prodigarse mucho294.
La lentitud o rapidez del consumo dependen, según Flórez Estrada295, de las siguientes causas:
1.ª El clima. En los países húmedos, por ejemplo, los instrumentos de metal se inutilizan antes que en los países secos: las carnes, los pescados y las frutas se corrompen también más pronto en aquéllos que en éstos.
2.ª El cuidado o celo económico. Así en Holanda, donde el aseo y el espíritu de economía son habituales, las casas, los muebles y en general los artículos de riqueza se conservan mucho tiempo.
3.ª La moda, que desecha, por capricho o por gusto, los productos antes de que hayan perdido su utilidad y destruye así en breves días o meses los que hubieran podido durar años enteros, dando lugar a lo que Roscher llama con mucha propiedad un consumo ficticio. Sim embargo, la moda tiene en el consumo privado una influencia mucho menos funesta de la que generalmente se le atribuye; Pues, si bien ocasiona ciertos perjuicios, ciertas perturbaciones y sobre todo cuando varía con frecuencia, también es uno de los principales móviles, como observa muy acertadamente Molinari296, del Progreso industrial y artístico. Supongamos, en efecto, que reinase indefinidamente el mismo gusto, el mismo estilo en los vestidos, los muebles y las habitaciones. ¿Quién se ingeniaría para inventar algo nuevo? Nadie; se harían siempre las mismas cosas y probablemente de la misma manera. Por el contrario, si el gusto de los consumidores varía de vez en cuándo, el espíritu de invención y Perfeccionamiento tendrá un estímulo enérgico: cada productor procurará mejorar sus productos, renovarlos según las variaciones de la moda, y esta actividad no podrá menos de influir favorablemente en el desarrollo de la industria y de las nobles artes. Sustituirán, sin duda, muchas veces modas ridículas a modas elegantes; pero la misma necesidad del cambio hará que dure muy poco esta invasión del mal gusto. Por otra parte, la moda afecta más a la fortuna individual que a la fortuna pública: el capricho que disminuye el precio de un producto, dice Roscher297 aumenta el de otro, y cuando un objeto ha pasado de moda para los ricos empieza a ser útil para los pobres. Los mismos productores experimentan pocos perjuicios en los cambios de moda porque no producen generalmente de cada artículo sino lo que calculan que pueden vender mientras está en boga, y si les queda algún sobrante, le colocan fácilmente, mediante una pequeña rebaja de precio, en la numerosa clase de los consumidores atrasados.
Por lo demás, el consumo privado tiene por objeto, ya sea fomentar directamente la industria, en cuyo caso le llamaremos consumo industrial, ya satisfacer las necesidades del individuo, y entonces le daremos el nombre de consumo personal.
Uno y otro pueden ser productivos o improductivos, según que la industria o la persona, en cuyo beneficio se emplean, reintegren o no con sus productos o con su trabajo la riqueza gastada. Así el consumo industrial será productivo cuando se obtenga de la industria en que se haga un valor superior o igual por lo menos al que aquél representa, e improductivo en el caso contrario. El consumo personal será también productivo cuando la persona que le verifica contribuye a la producción con sus facultades y no gasta más dé lo puramente indispensable para su subsistencia, pues de otro modo se convertiría en improductivo.
Esto sentado, pasemos a estudiar el consumo industrial y el consumo personal separadamente.