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ArribaAbajo-IV-

De los agentes e instituciones del cambio.


Cuando el cambio de los productos se verifica por los mismos productores, tienen que perder una gran parte de su tiempo, y sufrir muchos inconvenientes. Si no hubiera comerciantes, un agricultor que quisiera vender su cosecha se vería obligado a buscar compradores disponiendo aquélla en porciones correspondientes a las diversas demandas de éstos, después de lo cual, y una vez cobrado el precio, tendría que enviar a varios puntos, quizá muy distantes entre sí, para proporcionarse los artículos que necesitase; de modo, que, además de las dificultades consiguientes, su atención estaría continuamente distraída de los trabajos del campo. En tal estado de cosas, la obra de la producción, en sus diferentes ramos, se interrumpiría a cada paso, y muchas industrias que se ejercen con éxito en un país no podrían ejercerse148.

La clase de los comerciantes se divide generalmente en otras dos: negociantes o comerciantes al por mayor, y mercaderes, tenderos o comerciantes al por menor. Los primeros compran los diversos productos de las artes y de la industria en los puntos mismos de producción, y con ayuda de los porteadores, los concentran en donde tienen más valor, es decir, donde son más buscados. Los segundos, después de haber comprado ciertos artículos a los negociantes y muchas veces a los productores mismos, los revenden en porciones a medida que el público los necesita. Unos y otros son igualmente útiles, y la separación que se establece entre sus operaciones es una de las aplicaciones más ventajosas del principio de la división del trabajo.

Esto no obstante, hay una preocupación general contra los revendedores, a quienes se mira con aversión, acusándolos de hacer subir el precio de las mercancías.

«La acusación es ridícula, dice Flórez Estrada149, pues todos los agentes del comercio obran del mismo modo; de lo contrario, trabajarían sin recompensa además, los revendedores, para multiplicar las ventas, tienen que ceñirse a ganancias tenues, sin cuya circunstancia no podrían subsistir. Así, a proporción que sean más numerosos estos agentes intermedios, más provisto se hallará el mercado, mayor será el precio que el productor reciba del agente intermedio, y menor la suma que a éste pague el consumidor.»

Por otra parte, hay que tener en cuenta que si el productor y el consumidor tuvieran que hacer por sí mismos las operaciones comerciales, éstas serían mucho más costosas. El economista alemán Schmaltz ha demostrado que los gastos necesarios para poner los productos al alcance de los consumidores, se disminuyen con la intervención de los mercaderes.

Otra preocupación no menos injusta hay contra los especuladores que se encargan de acumular ciertos productos para ponerlos después en circulación, comprándolos cuando abundan y vendiéndolos cuando escasean. Calificasen los tales agentes de acaparadores y se les atribuye la carestía de los productos acumulados, sin reparar en que esta carestía sería mayor sin su intervención, pues se consumiría toda la riqueza en las épocas de abundancia y faltaría en las de escasez, mientras que ellos recogen el excedente de las primeras y llenan o disminuyen por lo menos el déficit de las segundas, prestando así un verdadero servicio, tanto al productor, a quien desembarazan de sus existencias y le proporcionan fondos con que continuar la producción, como al resto del público, cuyas necesidades satisfacen precisamente en los momentos en que, son más intensas.

Pero vengamos ya al examen de las instituciones del cambio, y en primer lugar de las ferias y mercados.

Estas dos instituciones tienen un mismo objeto, siendo, en definitiva, una reunión de vendedores y compradores en épocas y lugares determinados; sólo que las ferias representan un concurso más numeroso, más solemne y por lo tanto menos frecuente que los mercados.

Las ferias facilitan las transacciones, los pedidos y los arreglos de cuentas entre los comerciantes, así como los pagos y las negociaciones, relacionando a los pueblos vecinos y aun a las regiones más apartadas del Globo, como sucede con la de Beaucaire en Francia, las de Leipsick y Francfort en Alemania y la de Nijnii-Novogorod en Rusia. Como los productos que en ellas se venden son abundantes, ofrecen a la elección una latitud que atrae a los compradores y activa el despacho para los vendedores. Además, los productores adquieren allí el conocimiento de la dirección que el gusto y las necesidades del público reclaman en cada época, y esto los pone en estado deacomodar sus productos a los deseos de los consumidores150.

Pero las ventajas de las ferias, que eran grandes antes de perfeccionarse los medios de comunicación, de haberse condensado las poblaciones y de haber adquirido seguridad las transacciones mercantiles, están hoy más que compensadas por sus inconvenientes. En primer lugar, el comercio por medio de ferias obliga a los consumidores a estar esperando meses enteros la satisfacción de necesidades a veces urgentes, y a los productores la venta de mercancías fabricadas hace ya mucho tiempo. En segundo lugar, ocasiona gastos de trasporte, incomodidades, pérdidas de tiempo, que disminuyen la ganancia del vendedor o aumentan con perjuicio del comprador el precio de los productos. Finalmente, las ferias son para los pueblos ocasión de grandes despilfarros, hechos con el pretexto de celebrar las fiestas de los santos, en cuyo aniversario se verifican ordinariamente, y en realidad para desquitarse de largas privaciones. Así es que van disminuyendo de día en día, y las que no desaparecen han perdido mucho en importancia.

Estas reflexiones conducen al siguiente principio económico. Lejos de probar el estado floreciente del comercio, las ferias no pueden, por el contrario, existir sino allí donde el comercio es mediano. Tal es también la opiníon de Turgot151. Este eminente economista protesta «contra la ilusión bastante común que hace a algunas personas citar la importancia y la extensión mercantil de ciertas ferias como una prueba de la importancia del comercio de un Estado». Así es que, en vez de los privilegios momentáneos y locales de las ferias, pide la libertad constante y general de las relaciones comerciales, y traduce su opinión por la siguiente bellísima metáfora.

«Las aguas reunidas artificialmente en estanques y canales divierten al viajero ostentando un lujo frívolo; pero aquellas que las lluvias esparcen una manera uniforme por la superficie de los campos y que la pendiente de los terrenos dirige y distribuye en todos los valles, formando manantiales y arrollos, llevan a todas partes la fecundidad y la riqueza.»

Por regla general, dice A. Dumont152, el establecimiento de nuevas ferias, en un país bien gobernado y surcado de caminos, es un error económico y un anacronismo histórico. Sólo, como una excepción, puede admitirse en los países donde el comercio se hace entre poblaciones nómadas, no acostumbradas a la regularidad en sus relaciones comerciales, por ejemplo, en Oriente; y esto explica cómo, a pesar de la decadencia general de las ferias, a pesar de haber desaparecido las principales de la Europa occidental, se ven mantenerse y aún prosperar algunas como las de Varsovia y, Leipsick. Otra excepción puede hacerse en favor de una ciudad con una situación geográfica tan ventajosa que, colocada en la vía del comercio de los países circunvecinos, está como llamada por la Naturaleza a concentrarle en sus muros: en tal caso, una feria es allí sumamente útil. Sirva de ejemplo Nijnfi-Novogorod en Rusia, donde más de 500.000 Alemanes, Chinos, Persas, Armenios, Tártaros, Franceses e Ingleses se reúnen para cambiar las variadas producciones de sus diversos países. ¿Y por qué? Porque una porción de corrientes de agua, tales como el Volga, el Oka y el Kama facilitan el trasporte de las raercancias del Mar Báltico, de Moscou, del Úral, del Caspio, y el comercio de las caravanas con la Persia, la India y la China, por Oremburgo, Buckara y Siberia. En cuanto a las ferias existentes, la ciencia económica permite mantenerlas, al menos en tanto que esto sea posible sin imponer al comercio que se hace fuera de ellas ninguna traba. Su existencia está fundada en hábitos que conviene respetar; y por otra parte, cuando se hagan completamente inútiles, los particulares, verdaderos jueces en esta materia, renunciarán a ellas y perecerán por sí mismas.

«Los mercados públicos, añade el mismo A. Dumont153 se diferencian de las ferias, ya por su naturaleza, ya por su razón de ser. Es, en efecto, cómodo para el cultivador y el industrial, obligados a habitar lejos de las ciudades, tener un lugar de reunión, donde puedan, en un día fijo, llevar a vender sus mercancías. Es igualmente cómodo para el comprador encontrar los géneros que necesita frescos y abundantes. Los mercados en que se venden, productos de un precio esencialmente variable, tales como los cereales, el pescado, etc., sirven además para cotizar estos artículos, de modo que en todas las compras que se hacen fuera del mercado, el comprador no corre el riesgo de pagar lo que necesita a un precio mayor que el ordinario, ni el vendedor el de desprenderse de sus géneros por un precio más bajo.»

Pasemos ahora al estudio de las Bolsas de comercio. Se da este nombre al lugar en que los comerciantes, los agentes intermediarios y todos los que se ocupan en el tráfico de mercancías o títulos de crédito, se reúnen a una hora fija diariamente para conferenciar sobre sus negocios. Las Bolsas son verdaderos mercados, con la diferencia de que los géneros no se llevan a ellas en especie, sino que las transacciones se hacen sobre mercancías ya de antemano examinadas o representadas por muestras. Allí es donde los corredores ponen en relación a los compradores y vendedores; allí donde se cotizan los precios corrientes. La utilidad de estas reuniones es incontestable; ellas permiten a los negociantes economizar el tiempo que de otro modo habrían de emplear en negociaciones sucesivas; ellas evitan en ciertos casos al comprador y al vendedor la desventaja que podría resultar a uno u otro de dar el primer paso para encontrarse154. Así es que la costumbre de reunirse los comerciantes en un lugar convenido se ha establecido por sí misma, y ha existido, por decirlo así, en todos tiempos, aun cuando no haya sido reglamentada hasta hace muy poco. Se da por etimología de la palabra misma la circunstancia de que el lugar donde se reunían los mercaderes de Brujas estaba delante de una casa que, según unos, pertenecía a una familia llamada Vander Burse, y según otros, tenía esculpidas tres bolsas en el escudo de armas colocado sobre la puerta. En España, las Bolsas se llamaron antes, y aún se llaman las que hay en algunas ciudades, Lonjas, palabra derivada, segun Martí Eixalá155, de Lotgia o Loqia, que significaba principalmente el edificio, donde los comerciantes de cada nación se reunían para hacer sus elecciones y tratar de sus intereses. Ciertas Lonjas especiales, como las destinadas a la venta del trigo, que propiamente no son mas que mercados, conservan aún los nombres árabes de almudí, alhóndiga, etc. Pero sea de esto lo que quiera, siempre se ha llamado Bolsa al lugar de reunión de los comerciantes, háyanse reunido al aire libre o en un edificio cerrado.

La palabra Docks, derivada del anglo-sajón dekken, que significa recubrir, circunvalar, se aplica en Inglaterra, no sólo a las instituciones comerciales que así se denominan de poco tiempo a esta parte, sino también a varias clases de obras hidráulicas, destinadas a recibir, reparará construir los navíos. Sin embargo, el uso ha querido que se diese especialmente el nombre de Docks a esos interesantes e inmensos establecimientos, que tanto han contribuido a la fortuna mercantil de los Ingleses, y que se componen: 1.º de estanques de flote con exclusas, a propósito para las maniobras de los navíos; 2.º de muelles preparados para la recepción y descarga de éstos; 3.º de vastos zaguanes y edificios considerables, destinados a servir de almacenes públicos y provistos de aparatos que facilitan la recepción, el peso, la inspección, el acondicionamiento, la conservación y reexpedición de toda clase de mercancías; 4.º de un circuito o cercado completo y seguro y de una vigilancia organizada para impedir toda expoliación; 5.º de una administración que centraliza para los negociantes todas las gestiones de aduana, entrada, salida y tránsito, y todas las operaciones manuales a que las mercancías están sujetas; 6.º de la facultad de servir de depósito real156, concedida por el Gobierno a esta clase de establecimientos.

He aquí ahora cómo funcionan los Docks. Todo comerciante que recibe una remesa de mercancías las deposita en los almacenes de la empresa, mediante un derecho módico. Esta le expide, después de las justificaciones necesarias, un recibo llamado warrant157, en que se hace constar que tiene a disposición del interesado tal mercancía, de tal calidad y tal peso, y en que se indica también los números de los bultos y las muestras existentes en un establecimiento de la población, situado en el centro de los negocios. Si el comerciante quiere vender los géneros depositados, no necesita mas que endosar el warrant al comprador, contratando sobre las muestras en presencia de un corredor y cuidando de que la cesión se consigne en los libros de la empresa. Por este procedimiento, tan sencillo como económico, los comerciantes pueden hacer todos sus negocios en un gabinete y con un corto número de dependientes, las mercancías se trasmiten con la misma facilidad que los documentos de crédito, se movilizan valores, inmensos y se reducen considerablemente los gastos de conservación, de administración y de comercio. En resumen, economía de tiempo, de brazos y de capitales158.

Réstanos para concluir decir cuatro palabras acerca de las Exposiciones industriales. Llámanse así los concursos periódicos en que se muestran al público los productos, ya de una industria determinada, ya también de las industrias de una región o provincia, de una nación y aun del Mundo todo. De aquí la división de las Exposiciones en regionales o provinciales, nacionales y universales.

La primera Exposición industrial se verificó en Francia en 1798, y desde entonces estos concursos se han extendido y multiplicado, en términos de contarse varios de ellos, ya nacionales, ya universales, además de otros mucho más pequeños y reducidos a una sola clase de productos, o a una sola provincia o a región. Hasta el Portugal, hasta la Rusia y la Turquía han tenido sus exposiciones. En Madrid hubo una en 1845, y hace tiempo está proyectada una gran Exposición universal que debe verificarse en el mismo punto. Pero las exposiciones verdaderamente importantes han sido las celebradas en Londres en 1851 y 1862, en Viena en 1873, en Filadelfia en 1876 y en París en 1855, 1867 y 1878.

En efecto, los Ingleses y los Franceses, dice a este propósito Blanqui159, convidando a todos los pueblos a estos concursos memorables, han colocado a los hombres estudiosos en posición de contemplar con una mirada penetrante el conjunto de los productos del Globo y descubrir en los diferentes países las condiciones y necesidades de la producción. El hecho capital de una Exposición universal es la aglomeración sinóptica de los productos; es la posibilidad de comparar entre sí artículos de orígen y cualidades tan diversos, y de estudiar el genio productivo de los pueblos en sus obras más ricas, como en las más toscas y groseras. Por ellas se ha podido reconocer que no hay ya secretos en el mundo industrial; que los procedimientos de la mecánica son poco más o menos los mismos en todas partes, y que en todas partes también la potencia de las máquinas tiende a reemplazar la habilidad de las manos. Por ellas se han convencido los industriales de la vanidad de los temores esparcidos sobre los peligros de la competencia, y se sabe hoy que todo pueblo necesita tanta más expansión cuanto más poderoso sea, y que sería prolongar su infancia encerrarle en los límites de sus fronteras, cuando la humanidad entera le tiende sus brazos, convidándole al cambio de los productos y a la comunión de la Naturaleza.




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De los instrumentos indirectos del cambio.


Uno de los mayores obstáculos que se oponen a la satisfacción inmediata de nuestras necesidades, es la distancia, el espacio que nos separa de los lugares donde se hallan los productos o los elementos productivos más adecuados para aquel objeto. Suprimir esta distancia, salvar ese espacio, poniéndonos en contacto con los hombres y con las cosas, con el personal y el material de la produc-, ción, será, pues, siempre uno de los problemas más importantes de lar Economía política. Este problema vienen a resolverle los instrumentos indirectos del cambio, o sea los medios de comunicación, y en tal concepto su estudio interesa en gran manera al economista.

Los medios de comunicación son de dos clases: unos destinados a la traslación de las personas y las mercancías, llamados vías; otros que se emplean en la trasmisión del pensamiento, y se denominan correos y telégrafos.

Las vías, en general, tienen una utilidad incontestable, porque facilitan la reunión de los elementos productivos y hacen así posible la elaboración de ciertos artículos que sin ellos no podrían obtenerse; disminuyen los gastos de trasporte y por consiguiente el coste de los productos, armonizan las condiciones naturales de producción de los diversos países, haciendo a cada uno partícipe de las ventajas de todos; llevan las mercancías adonde más se necesitan, abasteciendo los mercados y equilibrando los precios; acercan, en fin, a los productores y estrechan los lazos de interés que la Providencia ha establecido entre ellos.

Las vías pueden dividirse en naturales y artificiales. Pertenecen a la primera clase los mares, los ríos y los lagos navegables; a la segunda los canales, los caminos y los ferrocarriles.

¿Cuál de ellas es más ventajosa?

Para resolver esta cuestión, conviene tener presente, ante todo, que una vía cualquiera, considerada como máquina de trasporte, se compone de la vía misma, del vehículo y del motor.

Ahora bien: los mares, ríos y lagos navegables, que proporcionan al menos uno de estos elementos sin gasto ni sacrificio alguno, porque ellos constituyen una vía completamente formada por la Naturaleza, presentan grandes ventajas, sobre todo para aquellos pueblos que carecen de los capitales inmensos que exige la construcción de canales, carreteras, y más todavía de ferro-carriles. Además, en el trasporte por agua, no sólo la vía es una riqueza natural, sino el motor mismo, porque hace las veces de tal la corriente o el viento, y aun cuando haya que emplear algún esfuerzo, éste siempre es menor que el que habría que hacer por tierra. Por esta razón todo el comercio de la Antigüedad se verificaba por vías acuáticas, y no hubo entonces otros pueblos florecientes que los que podían disponer de ellas, como lo prueban Tiro, Sidonia, Alejandría, Bizancio, Cartago, etc.

Por lo demás, las ventajas de toda vía están en razón inversa del coste del trasporte, y éste, como el de toda fabricación, se compone de dos partes distintas y que es preciso tener en cuenta: 1.º el interés del capital empleado en la construcción de la vía, suma fija, independiente de la cantidad trasportada y que debe repartirse entre todas las unidades de trasporte; 2.º los gastos de tracción, proporcionales siempre a la cantidad trasportada.

Supongamos, en efecto, dice Mr. Dupuit160, un canal de 100 kilómetros de longitud, cuya construcción haya costado 20 millones de francos, y en que el trasporte se haga con las condiciones siguientes: 200 francos por alquilar y conducir de un extremo a otro del canal un barco con 100 toneladas de mercancías. Si no pasase al año por el canal más que un barco, es claro que el trasporte de las mercancías costaría un millon y 200 francos, a saber: 1 millón por interés del capital de construcción, calculando este interés al 5 por 100, y 200 francos por gastos de tracción, viniendo a salir el trasporte de una tonelada en 10.062 francos, o sea 100 francos y 2 céntimos por tonelada y por kilómetro. Un cálculo semejante, hecho en la hipótesis de 1.000 toneladas de trasporte, nos daría los resultados siguientes:

Coste del trasporte total 1.002.000 fr.
Id. del de una tonelada por 100 kil 1.002
Id. del de una tonelada por kil 10,02

Suponiendo cada vez mayor la frecuentación del canal, llegaríamos a obtener una cantidad cada vez menos, elevada como coste del trasporte de 1 tonelada por kilómetro, sin que pudiese, sin embargo, bajar de 2 céntimos, puesto que en 2 céntimos hemos fijado los gastos de tracción, sin contar con el interés del capital empleado en la construcción del canal. Ahora bien: todavía, añade el mismo escritor161, debe ser objeto de un cálculo semejante cuando se trata, de averiguar las ventajas de su construccion. Hay una relación necesaria entre la suma que se debe consagrar a ésta y la cantidad de trasportes que pueden verificarse por ella. Hacer ciertas vías en países pobres es aumentar los gastos de trasporte en vez de disminuirlos, porque, repartiendo entre todas las unidades trasportadas el interés del capital empleado en la construcción, se obtiene para cada unidad una suma muchas veces superior a la que se pagaba anteriormente en una vía más sencilla o menos perfecta.

Las primeras vías artificiales que se han construido son los caminos o carreteras, y ninguna otra podrá reemplazarlos absolutamente, porque sólo en ellas puede el hombre moverse sin más medios que un poco de fatiga. Las ha habido en todos los tiempos y en todos los países, pero hasta el siglo actual no habían alcanzado en las naciones civilizadas el desarrollo que su importancia exige. Antiguamente eran tan escasas y tan imperfectas, que un largo viaje por tierra se consideraba como una empresa difícil y peligrosa, y el padre de familia, antes de acometerla, ponía en orden sus negocios, ni más ni menos que si se expusiera a una muerte inminente. Por fortuna este peligro ha cesado con la multiplicación de las carreteras, y sobre todo con la invención de los ferro-carriles.

Los ferro-carriles se distinguen de los caminos ordinarios: 1.º por el poco rozamiento del vehículo sobre la vía; 2.º por el empleo de la fuerza poderosa del vapor; dos caractéres que les dan sobre aquéllos una superioridad incontestable, porque uno y otro tienden a disminuir los gastos del trasporte por una cantidad cada vez mayor de objetos trasportados. Pero no es esta la única ventaja de los ferro-carriles, sino que también ahorran tiempo y economizan una parte del capital empleado directamente en la producción. En efecto, si yo soy hilandero de algodon en Suiza, y por los antigtios medios de trasporte el algodón, tardaba quince días en llegarme de Francia, es claro que recibiéndole en treinta y seis horas, podré restringir notablemente el capital empleado en mi industria; o en otros términos, con el mismo capital podré producir mucho más, crear una suma mayor de riqueza.

Pero dejemos ya a un lado los ferro-carriles y digamos algo acerca de los canales. La utilidad de estas vías, dice Chevalier162, consiste en la escasa fijerza que exige la tracción por una superficie de agua tranquila. Gracias a la falta de corriente apreciable, el movimiento es igualmente fácil en todos sentidos, lo cual no sucede en los ríos, donde a la subida se necesitan grandes tiros. Además, la navegación de los canales do está sujeta a las mismas interrupciones o variaciones que la de las corrientes de agua naturales, porque un buen canal no tiene crecidas ni disminuciones y conserva siempre el mismo nivel. Sin embargo, en los países fríos, como sucede en los Estados-Unidos, al Norte del Potomac, el agua, por falta de corriente, permanece helada mucho más tiempo en los canales que en los ríos.

Se han discutido mucho las ventajas relativas a los canales y los ferro-carriles; pero la verdad es que en este punto no se puede establecer nada absoluto, porque para ello sería preciso apreciar datos y elementos, cuya importancia varía segun los casos. El único tal vez en que desde luego aparece la vía férrea superior o igual por lo menos a la navegable, es cuando ésta se halla sujeta a los hielos del invierno, o bien cuando se trata de mercancías pesadas y en grandes cantidades.

Aparte de la navegación marítima, que en los trayectos largos es de una baratura incomparable, no hay mas que una clase de vías que sobrepujen a los caminos de bierro, y son los ríos navegables.

En efecto, los ríos, cuando tienen una profundidad conveniente, de modo que puedan recibir barcos muy cargados y emplear en la subida fuertes motores, y sobre todo el vapor, ofrecen una travesía fácil para las mercancías, y más aún para los viajeros. Además, como estas vías no las hace el hombre, sino que la Providencia las da gratis o poco menos, no ha lugar a percibir en ellas grandes peajes, y la minoración de este gasto les asegura o puede asegurarles la superioridad en la baratura del trasporte. Así es que en los Estados-Unidos no hay canal ni camino que pueda competir con el Mississipl, el Ohio, el Hudson y otros muchos ríos. Sin em bargo, para que estas vías se señalen por la baratura, al menos en el trasporte de las mercancías, es preciso que el tráfico sea mayor a la bajada que a la subida, por poca rapidez que lleve la corriente, o bien que se trate de la porción, casi siempre pequeña del curso de los ríos en que se sienten las mareas. Se necesita también que el curso sea poco sinuoso, porque si el trayecto se prolonga mucho por las revueltas, el camino de hierro puede adquirir la ventaja, sobre todo cuando el principal tráfico se hace a la subida.

Hasta aquí hemos considerado tan solamente las vías como instrumentos de trasporte para las mercancías y las personas; pero estos medios de comunicación no son menos útiles para la trasmisión del pensamiento en esos documentos cerrados que se llaman cartas, y que se confían a los correos. La utilidad de éstos se comprende fácilmente con sólo tener en cuenta las dificultades y aun obstáculos insuperables que se opondrían a la producción, si cada productor tuviese que avistarse con los demás, y por consiguiente trasladarse de un lugar a otro, siempre que necesitase ponerse en relación con ellos. Por los correos los productores adquieren el conocimiento de los mercados donde pueden encontrar más baratos los elementos productivos, sin necesidad de abandonar su residencia; por los correos envían los comerciantes a sus corresponsales las instrucciones y avisos que exige el estado de sus negocios; por los correos, en fin, los hombres hablan, por decirlo así, a través del espacio y el tiempo.

Pero aún hay otros medios de comunicación de ideas, más perfectos que los correos, y son los telégrafos, en que aquéllas se

trasmiten, no por medio de cartas o caractéres escritos, sino por medio de ciertas señales que hoy se producen por la electricidad. En efecto, la telegrafía eléctrica, gracias a los últimos adelantos de que ha sido objeto, ha adquirido un poder de trasmisión, por decirlo así, indefinido, y un grado de instantaneidad que suprime las mayores distancias. Funcionando lo mismo de día que de noche, y dependiendo muy poco de los agentes exteriores, posee todas las condiciones que pueden desearse para ser un instrumento normal de correspondencia, no sólo al servicio de los gobiernos, sino lo que es más importante, al servicio de los particulares.

El telégrafo eléctrico, dice Dumont163, facilita la producción de dos maneras: l.º economizando el tiempo, y por consiguiente permitiendo una disminución en la masa de capitales inactivos; 2.º estableciendo una especie de equilibrio entre todos los mercados, y disminuyendo así la influencia de las vicisitudes políticas en la industria.

En efecto, cuando la red telegráfica se extienda y se vulgarice, no sólo en los pueblos civilizados, si no también en las demás partes del mundo, un solo día bastará para darse noticias entre los mercados más distantes, como sucede ya entre los Estados-Unidos y Europa, y entonces cesarán las incertidumbres que suelen turbar con tanta frecuencia las relaciones comerciales. ¡Cuántas bancarrotas, cuántos siniestros, cuántas crisis no será posible evitar por este medio! Ya hemos visto aplicarse la telegrafía eléctrica para darse avisos de un punto a otro de las costas, cuando aparece una tempestad, librándose así muchos buques de un naufragio inminente. El telégrafo influirá también en el mejor reparto de la población por todos los países; porque, poniendo en contacto a las diversas porciones de la humanidad, cualquiera que sea la región del globo que habiten, disipará el temor que se tiene al alejarse de la patria, y hará que cada trabajador busque el medio social más adecuado a sus aptitudes, o que le ofrezca más facilidades para la producción de la riqueza.




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De los instrumentos directos del cambio.


En la infancia de la producción, cuando cada cual produce por sí mismo todo lo que le hace falta, apenas se siente la necesidad de medir las cantidades de los productos. Basta entonces apreciar aproximadamente la extensión de las tierras de pastos que exige el alimento del ganado, la cantidad de subsistencias que conviene reservar para el invierno, etc., etc., importando poco que esta apreciación se haga con poco rigor o exactitud, puesto que los objetos apreciados han de consumirse por el productor mismo. Pero cuando sobreviene la división del trabajo y cada cual se dedica a la confección de un solo artículo, teniendo que proporcionarse por medio del cambio los demás de que carece, es ya de todo punto indispensable determinar la cantidad de aquél que deberá darse en equivalencia de éstos.

Supongamos, en efecto, que no existiese medida alguna: ¿cómo nos formaríamos, por ejemplo, idea de la altura comparativa de un árbol, de una casa, de una montaña? Tendríamos que decir: el árbol es dos veces más alto que la casa, la montaña es cien veces más alta que el árbol. Si el número de los sujetos cuya altura necesitamos conocer fuese pequeño, este procedimiento podría bastarnos; pero si aquéllos se multiplicasen sería preciso elegir uno para comparar con su altura la de todos los demás.

De aquí la necesidad de las medidas.

Medir no es más que determinar una cantidad con relación a otra.

Las medidas deben tener las condiciones siguientes:

1.ª Que estén en armonía con la naturaleza de las cosas que han de medirse.

2.ª Que sean notorias, es decir, generalmente conocidas o fáciles de conocer.

3.ª Que sean, en lo posible, fijas o estables.

La razón de ser de la primera condición se comprende desde luego. ¿Se trata, por ejemplo, de medir un terreno? Se necesita una medida

de superficie. ¿Se trata de un producto mueble, ya sea sólido, líquido o gaseiforme? Una medida de peso, de longitud o de capacidad. ¿Se trata del trabajo? Una medida de fuerza o de tiempo. La extensión, la pesantez o peso específico, la fuerza, el tiempo: he aquí el elemento de las medidas de cantidad164.

Pero este elemento no basta por sí solo para constituir la medida. Es preciso darle una forma, sacar de él una unidad que sirva de término de comparación, y a la cual puedan referirse las cantidades que se han de medir. Es preciso además dividir y multiplicar esta unidad, a fin de determinar las cantidades que la contienen o están contenidas en ella.

Ahora bien: la unidad de medida, ¿es arbitraria? ¿Puede adoptarse indiferentemente tan grande o tan pequeña como se quiera? Matemáticamente sí; económicamente de ninguna manera. Un armador dirá, por ejemplo, que tal navío es de cuatrocientas toneladas, tal otro de quinientas. ¿Por qué? Porque la tonelada de mil kilogramos conviene a su industria o a sus cálculos. Pero jamás podrá introducirse en el lenguaje y en los hábitos del comercio marítimo una unidad mil veces menor, porque daría lugar a múltiplos demasiado grandes. Por otra parte, la tonelada que se adapta a la medición de un cargamento, sería absolutamente impropia para medir una porción de comestibles, porque ésta tendría que expresarse ordinariamente por una fracción excesivamente pequeña165.

¿Qué cantidad deberá, pues, elegirse para que sirva de unidad o punto de comparación en el acto de la medida? Evidentemente aquella que con más frecuencia sea demandada, aquella que más a menudo se presente en las transacciones, y que por lo tanto sea la mejor y más generalmente conocida, como también la más fácil de comprobar, al menos de una manera suficiente para el uso. Y así se explica que los diversos pueblos de Europa hayan adoptado desde tiempo inmemorial, espontáneamente y sin previo acuerdo, unidades de peso que se diferencian muy poco, sin duda porque las necesidades de la alimentación, que dan lugar a la demanda más usual de las cosas pesadas, son en todas partes casi iguales.

He aquí estas unidades, reducidas a gramos166:

Austria y Baviera 0,560
Bohemia 0,510
Francfort 0,500
Dinamarca, Hanover y Holanda 0,490
Hamburgo, Suiza y Francia 0,480
España, Prusia y Sajonia 0,460
Inglaterra y Portugal 0,450
Rusia 0,410
Cerdeña 0,360
Estados pontificios y Toscana 0.340

La misma uniformidad se encuentra en las unidades de longitud usadas en Europa: todas las naciones europeas emplean con este objeto un pie que apenas difiere del pie francés. ¿Y por qué? Sin duda porque semejante dimensión es la que conviene para servir de medida en las transacciones más frecuentes.

En cuanto a las fracciones y múltiplos de la unidad, se han elegido también en todos los países los más cómodos para el uso, y así ha prevalecido la división por mitad, cuarto, medio cuarto y onza en las medidas de capacidad y de peso.

Por lo demás, fácilmente se concibe que la unidad de medida, no puede ser una cosa abstracta, y, que es preciso representarla por un objeto material, llamado talón, marco o tipo, que esté al alcance de todo el mundo. Así para unidad de peso se eligió en ciertos pueblos de la Antigüedad el número de granos de cebada o de trigo que se necesitaba para formar una libra. Para las medidas de longitud se tomaron ciertas partes o ciertos movimientos del cuerpo humano, como el pie, el paso, el codo y la braza. Para medir el trabajo se eligió generalmente una unidad de tiempo, la jornada, o sea el intervalo comprendido entre la salida y la postura del sol, deduciendo las horas necesarias para la comida. Todos estos objetos son generalmente conocidos, y ofrecen por lo tanto un punto de comparación fácil de apreciar o comprobar.

No basta, sin embargo, que la unidad de medida se concrete, por decirlo así, o se materialice; es preciso, además, que sea en lo posible fija o estable, y decimos en lo posible, porque no hay objeto alguno en la Naturaleza que no cambie, se altere o se modifique con el tiempo. Puede, sin embargo, elegirse para hacer el talón o marco una materia que no esté sujeta a variaciones frecuentes y bruscas, o en cuyas propiedades físicas influyan poco los agentes atmosféricos, en términos que permanezcan siempre iguales, al menos de una manera perceptible. Esta condición es esencialísima; porque si la unidad de medida fuese variable, no podría hacerse cambio alguno sobre una base cierta; se recibiría una cantidad mayor o menor que la que se hubiera estipulado, según que la magnitud de la medida se hubiera aumentado o disminuido en el intervalo, y sería preciso o consumar todas las transacciones mercantiles en el acto mismo de celebrarse, o renunciar completamente a ellas. En este punto, dice Molinari167, de quien hemos tomado casi toda la doctrina del presente capítulo, parece que ciertos tipos primitivos, tales como las dimensiones y los movimientos del cuerpo humano, dejaban mucho que desear; sin embargo, el inconveniente que de aquí resultaba era menor de lo que a primera vista podía creerse, porque semejantes condiciones forman en los hombres de una misma raza un término medio cuya aproximación es fácil, y esta aproximación bastaba, sin duda alguna, en una época en que los cambios eran poco frecuentes y los contratos a largos plazos casi completamente desconocidos. Cuando ha comenzado a sentirse la necesidad de dar estabilidad a la unidad de medida, se han elegido materiales poco alterables, como maderas duras o metales, para hacer marcos que reproduzcan y fijen las medidas usuales, sirviéndose de ellos para comprobar estas mismas medidas, y en caso necesario para rectificarlas. En la Antigüedad los marcos se conservaban en los templos, bajo la responsabilidad de los sacerdotes y la protección de los dioses; en nuestros días su custodia y conservación están confiadas a los gobiernos.

Hemos explicado ya las condiciones esenciales que debe tener todo sistema de medidas. Ahora añadiremos que este sistema sería perfecto si el marco adoptado presentase un tipo uniforme en todos los pueblos, o al menos en aquellos que están unidos por frecuentes relaciones de comercio. Nada hay, en efecto, que dificulte más las transacciones mercantiles que la diversidad de pesas y medidas, usadas entre las partes contratantes; porque esto, además de suponer en cada una de ellas el conocimiento del sistema o los sistemas de que se sirven las otras, exige cálculos superiores a la inteligencia de la mayor parte de los hombres, y da lugar a errores y fraudes perjudiciales a todos los intereses. Si, pues, se lograse uniformar los marcos o unidades de medida que se usan en los cambios internacionales, se haría un gran servicio al comercio y por consiguiente a la producción de la riqueza activándose considerablemente aquéllos y aumentándose así la masa de capitales de que hoy dispone la industria. Ya se ha conseguido tan importante objeto en una parte de Europa adoptándose por algunos gobiernos en cuyo número se encuentra el de España, el sistema métrico-decimal inventado y establecido oficialmente en Francia; y aunque este sistema no esté exento de defectos, y capitales por cierto algunos de ellos, sería de desear que se extendiese y generalizase, sin perjuicio de corregirle desde luego introduciendo en él las modificaciones o mejoras que ha propuesto una crítica ilustrada y aconsejado la experiencia. Pero quizás esos mismos defectos son un obstáculo para su difusión, y convendría más, como piensan algunos economistas, dejar a los pueblos el cuidado de irse formando por sí solos un sistema común de medirlas, como se han formado o están formándose otras instituciones análogas. Este medio sería quizá más lento, pero más seguro, y tendría desde luego más probabilidades de acierto, como que se dejaría obrar libremente a las personas más competentes y autorizadas en la materia, que lo son sin duda alguna los que hacen un uso frecuente de las medidas, es decir, el comercio, y en general todos los individuos de la Sociedad, no los legisladores ni los gobiernos.




ArribaAbajo-VII-

De la moneda


§ 1.ºCONSIDERACIONES GENERALES. -Hemos dicho que los productos se cambian en razón de su valor.

Es, pues, necesario determinar el valor de cada uno de ellos, para conocer la proporción en que han de cambiarse. Pero ¿cómo se determinará este valor, sino midiendole? ¿Cómo podrá saberse cuánto valen los diversos productos que se presentan al cambio, sino refiriéndolos a un tipo común y constituyendo una escala de valores como se constituye por medio de la unidad de magnitud una escala de magnitudes? Supongamos que no existiese ese tipo: habría que valuar sucesiva y aisladamente todos los productos, diciendo: tanto trigo vale tanto café, tanto algodón vale tanto vino, etc., etc.; pero sería imposible formarse una idea de todas las relaciones de valor, y nunca se lograría fijar el precio corriente, o sea cotizar los valores168.

El hombre encargado de valuar cien artículos, dice Schultze169, tendría que retener en la memoria 4.950 proporciones diferentes, es decir, 100 (100-1)/2 mientras que con un término de comparación le bastaría conocer 99 de ellas.

Hay, pues, necesidad, para poder cambiar los productos, de poseer una medida común de los valores.

¿Cómo debe ser esa medida? O en otros términos: ¿qué cualidades económicas debe reunir el objeto que se elija para servir de tal? Evidentemente las mismas que se exigen para las demás medidas170, a saber: ser apropiada a la naturaleza de las cosas que han de medirse, es decir, tener un valor, puesto que a ella se han de referir todos los valores, y además conocer, y fijo o estable en lo posible.

No se olvide, sin embargo, que el objeto de que se trata ha de circular por todas partes, puesto que está destinado a intervenir en todos los cambios y compararse con todos los productos. Debe, por consiguiente, ser también la mercancía más circulable, la mercancía por excelencia, la que reúna en más alto grado las condiciones de circulación, es decir, la más universal, la más divisible y la que encierre mayor valor en menos yeso y volumen171.

Tales son las condiciones que debe tener la medida común de los valores. ¿Hay algún objeto que las posea? La universalidad, la notoriedad y la divisibilidad del valor existen, ya juntas, ya separadas, y en mayor o menor grado en varios productos. El trigo, por ejemplo, alimento general de la especie humana, tiene un valor en todas partes, que todo el mundo conoce y que puede dividirse fácilmente. La sal, condimento de nuestra alimentación, y sustancia utilísima para la salud y para la industria, se halla en un caso análogo, y lo propio podríamos decir de ciertas pieles, del ganado que las suministra, de ciertas conchas, llamadas caurís, del tabaco etc., etc., y así es que todos estos productos se han usado o se usan en diversos pueblos y épocas para medida de los valores.

No sucede lo mismo cuando se trata de la fijeza del valor, y bajó este punto de vista no hay cosa que pueda servir para dicho objeto, porque no hay tampoco ni puede haber ninguna que tenga un valor absolutamente fijo, siendo como son todos los valores por su misma naturaleza variables.

No han faltado, ciertamente, economistas que se han empeñado en encontrar una medida fija de los valores, y han propuesto, ya el trigo, ya el trabajo, ya también el salario. Pero ninguna de estas cosas tiene la fijeza de valor que se le atribuye.

El trabajo, en efecto, no representa el mismo esfuerzo ni tiene igual utilidad en todos los casos. El Ruso, por ejemplo, no sufre renunciando a su libertad tanto como el Beduino; el Yankee no estima la pérdida de su reposo tanto como el Turco: hay una gran diferencia entre la, labor que se hace en medio de los rigores del estío o del invierno, y la que se desempeña durante la primavera o el otoño. Además, que una misma suma de trabajo produce resultados diversos segun la dirección que se le, haya dado172.

Por lo que hace al salario, es sabido que varía, como todos los demás productos, segun la relación que hay entre la oferta y la demanda de brazos, la cual es a su vez variable.

Y en cuanto al trigo, aun cuando conserva un precio medio uniforme durante un período largo, por cuya razón puede muy bien emplearse como medida de los valores en las transacciones a grandes plazos, es uno de los artículos que están sujetos a variaciones de valor más frecuentes y bruscas.

No hay, pues, ni puede haber, hablando en rigor, una medida fija de todos los valores, y este problema se considera con razón en la Economía política como la cuadratura del círculo en la trigonometría, absolutamente irresoluble.

Pero puede buscarse una mercancía que se acerque a este ideal puramente científico, una mercancía que, si no tiene un valor fijo, tenga por lo menos un valor estable o poco expuesto a variaciones; una mercancía, en fin, en cuyo valor influyan generalmente del mismo modo los dos elementos que concurren a la formación de los valores, esto es el coste y la utilidad, la oferta y la demanda, en términos que si comparada con los demás artículos variase su precio, se supiera que la variación procedia de éstos y no de ella.

Ahora bien: esta mercancía existe, y se ha descubierto hace mucho

tiempo. Desde la más remota antigüedad se conocen dos productos que poseen en el más alto grado las condiciones necesarias para servir de medida común de los valores. Estos productos son el oro y la plata, llamados los metales preciosos por excelencia.

En primer lugar, estos metales son un producto como otro cualquiera: están dotados de valor, porque tienen coste y utilidad, como que no pueden obtenerse sin hacer algunos gastos, y son además buscados a causa de su brillo y de sus demás cualidades físicas.

Además, el valor del oro y de la plata es estable y, universalmente reconocido, puesto que responden a una necesidad común a todas las personas y en todas las épocas; necesidad que, por otra parte, apenas varía de intensidad y que casi siempre puede satisfacerse con aquellos metales de la misma manera; porque son homogéneos, es decir, de igual calidad en todos los países, como que pertenecen al número de los cuerpos simples; porque no se alteran ni por la acción de los agentes físicos ni por ninguna otra causa, y porque sus gastos de producción no varían tampoco sensiblemente.

Por otra parte, la divisibilidad de los metales preciosos es muy grande, porque pueden dividirse en partículas de uno o dos granos, y no hay dificultad alguna en reunir en una barra, a muy poco coste, los más pequeños fragmentos desprendidos de ellos.

Finalmente, el oro y la plata encierran mucho valor en, poco peso y volumen, porque bastan por lo común 80 o 100 gramos de plata para formar el equivalente de un hectólitro de trigo, que pesa 75.000 gramos, y con menos de 100 gramos de oro puede obtenerse en cambio un buey que pesa 400.000 gramos.

Desgraciadamente el valor de los metales preciosos no es notorio, porque estos metales se adulteran fundiéndolos con otros, y sólo después de un ensayo pericial puede averiguarse el grado de pureza que tienen. Si, pues, se usasen en bruto, como se usaban antiguamente y se usan todavía en la China y en otros países, sería preciso pesarlos y analizarlos en cada cambio que se hiciera con ellas, y esto dificultaría considerablemente las transacciones mercantiles, porque no siempre se halla a mano una balanza delicada y perfecta para lo primero, ni los medios y la inteligencia necesarios para lo segundo.

Para obviar estos inconvenientes, se ha ideado reunir el oro la plata en barras y dividirlas en pequeñas porciones o piezas simétricas, acreditando en cada una de ellas, por medio de un signo o sello, la cantidad y calidad de metal precioso que contiene. Estas porciones son lo que ahora llamamos monedas, así como se llama moneda en general y también dinero, numerario, metálico o especies metálicas a un número indeterminado de ellas.

Mas no por eso se crea que la forma monetaria altera o cambia en lo más mínimo las cualidades económicas del oro y de la plata, es decir, su precio ni su valor.

El precio del oro y de la plata, sean o no amonedados, se regula como el de los damas productos por la ley de la oferta y la demanda, o sea por la proporción que hay entre la cantidad de moneda circulante y todos los artículos de riqueza por los cuales se cambia; pues el dinero que no circula es como si no existiese.

«Supongamos, dice Flórez Estrada173, que en una nación se cambiara de una vez toda la suma de dinero puesta en circulación por toda la suma de los restantes productos que se llevan al mercado durante el año; es indudable que cada décima, centésima o milésima parte de la suma total de estos productos se cambiaría por la décima, centésima o milésima parte de la suma total de dinero, y de consiguiente, fuera cual fuese la cantidad de estas dos sumas, la parte proporcional de una de ellas se cambiaría por la parte correlativa de la otra suma. Si, por ejemplo, todo el dinero que hubiera en la nación se redujera a un millón de pesos y no hubiera más artículos venales que un millón de fanegas de trigo, el valor 2 de cada peso, o la cantidad de trigo que por él se diese, sería una fanega. Si la cantidad de trigo quedara limitada a medio millón de fanegas, el valor de cada peso no excedería de media fanega, y si la cantidad de trigo vendible subiera a dos millones de fanegas, el valor de cada peso serían dos fanegas.»

Lo propio sucedería en el caso de aumentarse o disminuirse la suma del numerario circulante, permaneciendo igual la de los otros productos: el dinero bajaría o subiría respectivamente de precio. Si, por ejemplo, el dinero circulante fuese un millón de pesos y se aumentara después en cien mil, cada moneda valdría; una décima parte menos; por el contrario, si se disminuyese en la misma cantidad, subiría un diez por ciento su precio.

Todo aumento de productos causa en el precio del dinero el mismo efecto que una disminución de éste; y al contrario, toda disminución de los artículos de riqueza influye en el precio de la moneda exactamente como el aumento de ella.

Más aún: la mayor o menor rapidez en la circulación monetaria tiene en la formación de los precios la misma su escasez o su abundancia. La razón es que cada moneda circulante no se emplea en un solo cambio, sino en varios, lo cual viene a ser,como si hubieran circulado otras tantas monedas distintas. Supongamos, en efecto, que haya diez monedas en circulación: si con cada una se hacen diez compras, será lo mismo que si el dinero se decuplase y con todo él, se adquiriesen de una vez los restantes productos. Siendo el precio de cada moneda el producto por el cual se permuta, si esa moneda interviene en diez cambios, el precio de todos los productos será como diez veces todo el dinero circulante, y el de todo el dinero circulante como la décima parte de todos los artículos de riqueza.

El precio del numerario no es siempre igual en dos épocas distintas, y por consiguiente los cálculos de los que, bajo este punto de vista, comparan las monedas actuales con las antiguas, aun cuando fuesen exactos relativamente al valor intrínseco de aquéllas, no conducirían a ningún resultado verdadero. Para que esa cornparación fuese admisible, sería preciso tener también en cuenta la cantidad de dinero circulante en las dos épocas, la de los productos que se vendían y la proporción en que una y otra entraban en cada cambio. Así y sólo así es como podría resolverse satisfactoriamente el problema de que se trata.

§ 2.º FABRICACIÓN DE LA MONEDA. -Es cosa convenida en todos los países que el Gobierno fabrique la moneda, operación que se llama acuñación, porque consiste principalmente en poner a los metales preciosos el cuño o sello que acredita su pureza; pero no porque esto sea, como algunos han supuesto, un atributo esencial de la soberanía o del poder supremo, sino porque la garantía del Estado ha parecido más sólida que otra cualquiera, y porque su intervención conduce a un sistema monetario regular y uniforme.

Si la acuñación fuera libre, cada cual fabricaría la moneda del peso y la forma que tuviera por conveniente; se cometerían muchos fraudes y habría una diversidad de monedas tal que no podrían verificarse con regularidad los cambios además, que los sellos o cuños de los fabricantes particulares no inspirarian la confianza que inspira hoy el sello del Estado, y sería preciso pesar y ensayar la moneda en todas las transacciones, desapareciendo así la principal ventaja de la acuñación.

El monopolio del Estado tiene, sin embargo, un grave inconveniente, y es la dificultad de determinar la cantidad de moneda que debe acuñarse para atender a las necesidades de la circulación. Esta cantidad se fijaría fácilmente por los particulares, los cuales, inspirados siempre por su interés personal, acuñarían moneda, siempre que escasease en el mercado, porque entonces valdría cara y obtendrían una ganancia: al paso que dejarían de acuñarla cuando abundase, porque entonces valdría barata y no les produciría más que pérdidas. No se hallan en el mismo caso los gobiernos, que, desconociendo la situación del mercado monetario, porque su misión no les permite estudiarla con la misma atención, cediendo a las exigencias del tesoro público, o llevados de otros móviles antieconómicos, acuñan unas veces más y otras menos moneda de la que requieren las transacciones mercantiles, dando así lugar a esas crisis, que tanto perjudican a la Industria, porque, si bien el exceso de numerario desaparece pronto por la exportación y el déficit se llena por la importación, como veremos más adelante, la circulación de los productos no puede menos de resentirse en este intervalo.

Por eso en algunos países, como Francia, se ha establecido un sistema intermedio. Allí los particulares fabrican la moneda por su cuenta y riesgo; pero lo hacen en las fábricas del Estado y por medio de un director que al carácter de empleado público une el de empresario. La acuñación se verifica además en virtud de una delegación del Gobierno, bajo su vigilancia inmediata, con las condiciones que él fija y con el sello que impone a cada moneda, no permitiéndose la circulación de ésta sino después de haberse asegurado de que es buena y legítima.

Las monedas se fabrican de diversas dimensiones, para que puedan corresponder a la diversidad de valor de los productos que por ellas se cambian, y se elige ordinariamente una que sirva de término de comparación y a la cual se refieran todas las demás de la misma especie, teniendo cuidado, pata facilitar los cálculos, de que éstas sean o fracciones regulares o múltiplos exactos de la moneda elegida, la cual toma entonces el nombre de unidad monetaria, así como se llama marco o talón monetario a la pieza de metal que la representa materialmente y que se emplea como tipo modelo para la acuñación.

Es evidente, sin embargo, que la unidad monetaria no puede fabricarse a un tiempo de los dos metales preciosos, o lo que es lo mismo, que no puede haber dos monedas-tipos, una de oro y otra de plata; porque entonces cualquiera de las dos podría servir de intermediario en todos los cambios, a cualquiera de las dos podrían referirse todos los valores, en cualquiera de las dos podrían hacerse todos los pagos, y para esto sería preciso que hubiera entre ellas una relación de valor fija e invariable, es decir, que la una tuviese siempre el mismo valor con relación, a la otra. Ahora bien: el precio relativo de los dos metales preciosos varía como todos los precios, porque depende de la proporción en que el oro se halla respecto de la plata. Cuando el oro se multiplica, quedando igual la cantidad de plata, aquél se abarata relativamente a ésta, o lo que es lo mismo se cambia por menor cantidad de ella que antes; y viceversa, cuando la plata se aumenta, con relación al oro, aquélla se encarece y éste se abarata174; por consiguiente, si hubiese dos unidades monetarias, dos monedas legales, pudiendo todo deudor pagar indistintamente en cualquiera de ellas, sin tener para nada en cuenta las variaciones que hubieran sufrido en su precio relativo desde que contrajo la deuda, pagaría de seguro en aquel metal que hubiera bajado de precio al tiempo de hacer el pago, lo cual sería un perjuicio para el acreedor y una injusticia notoria.

Pero una vez admitido que no ha de haber mas que una unidad monetaria, ¿cual es el metal que debe elegirse para que haga las veces de tal? Indudablemente aquel cuyo valor está sujeto a variaciones menos frecuentes, puesto que lo que principalmente ha hecho adoptar los metales preciosos para servir de moneda es la estabilidad de su valor. Ahora bien: el oro posee esta cualidad en más alto grado que la plata. Cierto que las vicisitudes políticas y comerciales afectan en general al primero más que a la segunda; porque siendo el oro menos pesado que la plata, se traslada más fácilmente de un punto a otro, y el exceso o déficit que esta traslación ocasiona en cada mercado debe por necesidad disminuir o aumentar su precio. Así una guerra que exige una provisión de numerario en las arcas del Tesoro, una crisis comercial que atrae a un país el dinero de los demás, dan lugar a una gran demanda de oro, y por consiguiente pueden encarecer la moneda de este metal en los países de donde se extraiga. De la misma manera, cuando una revolución siembra el espanto entre los ricos y los obliga a proveerse de dinero en grandes cantidades con el menor volumen posible, el oro es la moneda que buscan con preferencia, y no es extraño que suba también entonces de precio. Pero todas estas vicisitudes son pasajeras; porque, gracias a la movilidad del oro, se restablece bien pronto el equilibrio monetario entre los diversos países y apenas hay lugar de sentir la escasez de aquel metal donde falta momentáneamente. Las variaciones en el valor de los metales preciosos, más importantes y duraderas, proceden de la instabilidad en los gastos de su producción, o bien en la cantidad de la producción misma, y éstas no afectan al oro tanto como a la plata, ya por la situación de las minas de oro, que ordinariamente se encuentran en la superficie del terreno y exigen constantemente los mismos gastos de explotación, ya por las condiciones mineralógicas en que aquel metal se presenta, las cuales no dan lugar a modificaciones sensibles en los procedimientos necesarios para su extracción al paso que con la plata sucede precisamente lo contrario.

Por todas estas razones, el oro es preferible a la plata para servir de unidad monetaria; pero, como si sólo se acuñasen monedas de oro, no podrían hacerse tan pequeñas como se necesitan para los cambios de poca importancia conviene fabricar otras de plata, cuyo valor puede variar con relación a dicha unidad, segun las variaciones de los dos metales.

Lo mismo debería hacerse aun cuando se adoptase la plata como unidad monetaria, es decir, que entonces sería preciso fabricar monedas de oro, de valor variable con relación a aquélla, y que pudiesen emplearse en las grandes transacciones, o cuando hubiera que trasportar de un lugar a otro gruesas sumas en poco peso.

De lo expuesto se deduce cuán absurda es la práctica seguida en algunos países de fijar el valor de uno de los metales preciosos amonedados con relación al otro, marcando en cada moneda de oro la cantidad de monedas de plata que vale o en que debe cambiarse, y diciendo, por ejemplo, la onza de oro vale diez y seis duros, o sea diez y seis onzas de plata. Esto, como observa muy bien Chevalier175, es establecer una ecuación absoluta de valores entre dos cantidades fijas de dos objetos diferentes, el oro y la plata, cada uno de los cuales tiene su valor determinado por circunstancias que le son propias.

Así es que la relación legal entre los valores del oro y de la plata, es con frecuencia diferente de la verdadera, y una de dos: o se prescinde de ella, infringiendo la ley, o se dificultan las transacciones, quedando sólo en la circulación la moneda del metal favorecido,.y huyendo la del otro en busca de mercados donde se la admita por el precio que realmente tiene.

Por lo demás, el oro y la plata son metales tan blandos y dúctiles

que, si se empleasen completamente puros en la fabricación de cualquier objeto, carecería éste de la consistencia, y por consiguiente de la duración necesaria. Por esta razón se mezclan en la moneda, y aún en las alhajas, con cierta cantidad de cobre que se llama liga, denominándose fino al metal precioso que aquéllas contienen. La proporción en que uno y otro metal se hallan en cada pieza toma el nombre de ley o título.

¿Cuál debe ser esta proporcion? Evidentemente la más a propósito para el objeto a que se destina; es decir, que en la acuñación de la moneda no debe entrar más cantidad de cobre que la puramente precisa para dar a los metales preciosos las condiciones de consistencia y duración que su función monetaria exige. En tal caso, el cobre contenido en cada pieza monetaria no aumenta ni disminuye su valor porque, como moneda, se considera que no existe, y como mercancía la operación de separarle del fino costaría más de lo que valdría separado.

Cuanto mayor sea la cantidad del fino y menor la del cobre que hay en la moneda, más alta o mejor se dice que es su ley; y viceversa, cuanto mayor sea la del cobre y menor la del fino, se dice que su ley es peor o más baja.

Si la moneda tuviese una ley demasiado alta, desaparecería bien pronto de la circulación, exportándose a otros países, donde sólo tuviera la necesaria, a fin de ser allí fundida y amonedada de nuevo, o bien convertida en alhajas; operaciones ambas que dejarían al especulador una ganancia o agio.

Si la moneda tuviese una ley demasiado baja, no se admitiría en los cambios por todo su valor nominal, sino por el que representara la cantidad del fino contenido en ella, o bien subiría el precio de todos los productos en proporción de la baja que hubiera tenido la ley de la moneda.

Cuando la moneda tiene una ley demasiado baja, se dice que está

adulterada, si se le ha dado legalmente por el Estado, y falsificada, si, se ha hecho fraudulentamente por los particulares. En este último caso, aparte de castigarse como, un delito por los tribunales, no produce más efectos que los anteriormente indicados; pero en el primero da lugar a gravísimas perturbaciones económicas. La moneda adulterada no puede, en efecto, rechazarse libremente como la falsificada; porque el Gobierno que la fabrica o acuña, si no se la impone a todo el mundo, dándole lo que se llama curso forzoso, obliga por lo menos a sus acreedores a recibirla en pago de sus créditos por el valor nominal que él mismo le atribuye, y como este valor es superior al real, les defrauda en tanto cuanto importa la diferencia entre uno y otro. Semejante defraudación, sobre ser una injusticia y un motivo de descrédito para la Autoridad, no aprovecha, sin embargo, al Estado; porque los impuestos se recaudan, las rentas públicas se cobran, en una palabra, los ingresos del Erario se realizan en la misma moneda adulterada, y el Gobierno pierde entonces todo lo que antesusurpara a los particulares. Y no paran aquí las cosas, sino que la adulteración ahuyenta la moneda de buena ley, quedando sólo en el mercado un numerario desacreditado que entorpece la circulación, dificulta los cambios y paraliza de este modo las fuerzas productivas, causando a la Sociedad perjuicios incalculables.

No debe, pues, adulterarse la moneda, o lo que es lo mismo, no debe fabricarse de una ley inferior a la que exige la acuñación de los metales preciosos. No obstante, hay monedas de plata de baja ley, y aun de cobre puro y de bronce, que es una mezcla de cobre con estaño y zinc, pero sólo para servir de auxiliares a las de plata y oro legítimas, y así es que no se admiten más que en corta cantidad y en los cambios pequeños, que no podrían verificarse con éstas sino haciéndolas excesivamente diminutas. Dichas monedas, llamadas fiduciarias, tienen un valor nominal superior a su valor real o intrínseco, es decir, que la plata y el cobre empleados respectivamente en ellas valen más como moneda que como mercancía; pero si no se aceptasen por su valor nominal, se necesitaría en los cambios pequeños una excesiva cantidad de ellas y se dificultarían mucho las transacciones.

Determinada la ley de la moneda, hay que determinar también su forma y su peso, y en este punto sólo puede establecerse como regla general que el uno y la otra deben ser los que mejor se acomoden para el uso. Conviene, pues, que la moneda sea simétrica, plana, de poco diámetro y de un tamaño tal que, pudiendo trasportarse cómodamente, se manejen al mismo tiempo con facilidad.

En cuanto al nombre, bueno sería, como dice el señor Madrazo176, dar a las diversas piezas monetarias denominaciones que expresaran exactamente su valor intrínseco; pero suele suceder que el público las rechaza o las sustituye con otras ridículas. Para evitar este inconveniente, se acostumbra a respetar los nombres introducidos por el uso, expresando en cada moneda el peso y la ley, que tiene, y añadiendo en algunos países las iniciales de los funcionarios responsables de su legitimidad.

Ya se comprende, sin embargo, la dificultad de dar a la moneda un peso y una ley absolutamente exactos, porque para ello habría que comprobarla detenidamente pieza por pieza al tiempo de hacer la acuñación, lo cual es punto menos que imposible. Además que la moneda se desgasta con el uso, perdiendo parte de su forma y su peso, y por consiguiente de su valor intrínseco. Por todas estas razones establecen las leyes lo que se llama permiso o tolerancia en fuerte o en feble, es decir, que permiten la circulación de las especies metálicas aunque su ley y su peso se diferencien en más o en menos del peso y la ley verdaderos, siempre que esta diferencia no pase de una fracción pequeñísima, una o dos milésimas, por ejemplo.

Cuando es mayor, la moneda no reúne ya todas las condiciones necesarias para servir de intermediario en los cambios, y hay que recogerla para proceder a su reacuñación o refundición.

La indemnización de los gastos que ocasiona en general la fabricación o acuñación de la moneda se llama braceaje, y suele verificarse dando a la moneda un valor nominal superior al de los metales que contiene. En algunas naciones, sin embargo, esta operación es enteramente gratuita, o lo que es lo mismo, se costea por el Estado, lo cual, aunque parezca beneficioso, no está exento de inconvenientes; pues, sobre imponer al Tesoro un gravamen considerable, da lugar a que la moneda se exporte a otros países, donde se halle recargada con. los gastos de la acuñación, y por consiguiente valga más cara, dejando una ganancia al exportador.

Algunas veces se ha impuesto una contribución sobre la moneda, elevando su valor nominal más de lo que exigían los gastos de acuñación. Esta contribución, llamada señoreaje o siñereaje, produce perniciosos efectos, porque retrae a los particulares de llevar pastas a las fábricas nacionales de moneda, da ocasión a una falsificación difícil de evitar y prolonga la circulación de monedas desgastadas, además de tener todos los inconvenientes de una adulteración, a la cual viene a reducirse en último extremo.

§ 3.º FUNCIÓN DE LA MONEDA. -Una moneda no es más que una pieza de oro o de plata177, de forma y peso determinados, que sirve de medida de los valores, y por consiguiente se emplea como intermediario o instrumento de todos los cambios, constituyendo por sí misma un equivalente de cualquier producto con que se permute.

La función principal de la moneda consiste, pues, en facilitar la circulación, haciéndose aceptar de todos como una especie de talón o prenda común. El que ha enajenado un producto y no obtiene inmediatamente del que le adquirió los demás objetos que necesita, recibe entre tanto una porción de oro o plata amonedados, por medio de la cual podrá proveerse de aquéllos cuando y como le convenga.

La moneda no es, como suponen algunos, un signo de riqueza178. La palabra signo sirve para denotar un objeto que representa otro distinto; la moneda no representa, sino que es ella misma riqueza. Con su intervención en los cambios no se altera en manera alguna la esencia de ellos: el trueque de un buey por una moneda es un cambio tan positivo como el del mismo animal por cinco fanegas de trigo; el que entrega dinero por una mercancía cualquiera la paga completamente, cumple su obligación de una manera perfecta y no tiene ya que dar valor alguna a la persona de quien recibió el producto, como sucedería si el dinero fuese un signo y nada más que un signo de la riqueza. Además, en este caso sería indiferente que la moneda tuviese mucha o poca cantidad de metal precioso, y aún que se fabricase de oro o plata más bien que de cualquiera otra materia; podría, en una palabra, adulterarse o falsificarse sin inconveniente alguno, podría sustituirse con un documento al cual se diese un valor arbitrario, etc., etc. Ahora bien: la experiencia ha demostrado ya cuán inútiles y aun perjudiciales son semejantes procedimientos. Reyes ha habido que no han tenido escrúpulo en adulterar la moneda, disminuyendo la cantidad de metal fino contenido en ella; ni han faltado tampoco Gobiernos que han intentado introducir en la circulación, como equivalente general de los productos, un papel al cual se ha dado impropiamente el nombre de papel-moneda. ¿Y qué ha sucedido? Que los pueblos se han negado instintivamente a tomar por un valor lo que realmente no lo era, y que el precio de todos los productos ha subido proporcionalmente a la adulteración del dinero, o al descrédito del Gobierno que emitía el papel-moneda.

La moneda no es, pues, un signo de la riqueza; en la moneda no hay más signo que el sello del Estado y el busto del soberano; la moneda es verdadera riqueza.

Mas no se infiera de aquí que por sí sola constituye la riqueza. Esta se compone de todos los productos, de todos los objetos dotados de valor, y el dinero, como tal, es una parte de ella, pero no la única ni la más importante. Según J. B. Say, la cantidad de moneda existente en una nación puede valuarse, a lo sumo, en un quinto de sus, productos anuales, y aún hay autores que sólo la hacen subir a una trigésima parte. Aceptando estos datos y suponiendo que el capital sea cinco veces mayor que los productos, tendremos que, sin contar los artículos destinados al consumo personal, la moneda viene a formar 1/150 o cuando más 1/25 de la riqueza empleada en la producción, suma a la verdad relativamente pequeña. Esto depende de la rapidez con que circula la moneda.

«El dinero, dice con mucha razón Flórez Estrada tiene una circulación más rápida que las restantes mercancías. No siendo un objeto de consumo para satisfacer por sí mismo nuestras necesidades, sitio para permutarle por artículos que las satisfagan, el individuo que le recibe en cambio de una mercancía regularmente le emplea en comprar otras, y el que ha vendido esta última le emplea a su vez en una nueva compra. El dinero está en circulación constante, mientras las demás mercancías no circulan sino durante el corto tránsito que hacen de manos del productor a manos del consumidor. En toda sociedad industriosa los once dozavos de consumidores compran con dinero recibido la víspera la mayor parte de los objetos de consumo. La circulación del dinero no se suspende sino al llegar a manos de los consumidores ricos o de los que acumulan capitales; pero la suma que se detiene en los individuos de estas dos clases es muy corta relativamente a la masa circulante. Por otra parte, el dinero atesorado, por lo que concierne a la circulación, es como si no existiera.»

«Para hacer los cambios, añade el citado economista, la sociedad no necesita tener en dinero un valor igual al de las mercancías que por él se permutan. La razón es obvia; como el valor de todas las riquezas se multiplica en razón de la rapidez de la circulación, y el dinero circula más rápidamente que ninguna otra riqueza, la sociedad puede efectuar sus cambios con una cantidad de dinero de un valor muy inferior al de la suma total de los demás artículos de riqueza. Suponiendo que todos los productos de una nación vendidos al cabo del año, suben a mil millones de pesos, y que con la suma total de dinero se hagan en este período de tiempo veinte compras, a esta nación le bastan cincuenta millones de pesos para satisfacer el importe de todas sus mercancías, aun cuando éstas no sean cambiadas sino por dinero.»

La falsa idea de que la moneda constituye la riqueza depende de una observación incompleta. Es muy cierto, dice Baudrillart, que un individuo que posee mucho dinero puede proporcionarse con él una. gran suma de satisfacciones; pero un pueblo podría tener mucha moneda y carecer trigo, de paño, de seda, de lana, del sinnúmero de objetos de consumo necesarios para la vida, que no siempre los pueblos extranjeros se hallan en estado de suministrarle. Y entonces, ¿qué sucedería? Ese pueblo, con todos sus metales preciosos, sería tan pobre en realidad como el rey Midas en medio de sus inmensos tesoros.

La cantidad de dinero existente en un país está en proporción: 1.º de la cantidad de los productos circulantes; 2.º de la rapidez de la circulación: sólo que estas dos causas obran en un sentido inverso: la primera aumentando, la segunda disminuyendo la moneda.

En efecto, es evidente que cuantos más productos circulen en un país, mayor ha de ser también el número de cambios que en él se efectúen, y por consiguiente mayor la cantidad de moneda empleada en las transacciones. Por esta razón, los pueblos miserables, cuya producción es escasa, apenas emplean moneda; sus cambios se hacen casi todos directamente, trocando productos por productos y sin que en la mayor parte de ellos intervenga el dinero para nada; mientras que, por el contrario, en las naciones industriosas, donde la cantidad de los productos es considerable, circula siempre una gran masa de especies metálicas.

Pero, a igual producción, cuanto, más rápidamente circulen los productos menos dinero se necesitará para los cambios; porque cada moneda, cada pieza o fracción del sistema monetario, servirá para hacer mayor número de ellos. Por esta razón también los países mercantiles, Inglaterra, Holanda, los Estados-Unidos, en que la circulación es muy activa, no emplean en sus cambios, a pesar de ser más ricos, tanto dinero como España o Portugal, donde circulan con menos frecuencia y tapidez los productos.

La suma del numerario circulante aumenta en absoluto con el progreso de la industria; disminuye relativamente con la actividad de los cambios.

Pero, de todos modos, cualquiera que ella sea, no afecta en manera alguna a la riqueza, puesto que el dinero, ya lo hemos dicho, sólo sirve de intermediario, y su multiplicación, más allá de ciertos límites, no produciría otro efecto que el de un aumento nominal en todos los precios. En efecto, si la cantidad de moneda existente en el mundo se duplicase, por ejemplo, todos los productos doblarían de precio; lo que vale una peseta costaría dos; se emplearía una cantidad de oro y plata mucho mayor de la que en el día se emplea para satisfacer nuestras necesidades, sin que de aquí resultase ventaja alguna, y sí podría resultar el inconveniente de embarazar la circulación y entorpecer las transacciones mercantiles. Así es que al descubrimiento de las minas de América siguió el encarecimiento de todas las mercancías, y muchas cosas se venden desde entonces cinco o seis veces más caras que antes. En este sentido, no ha habido ni ganancia ni pérdida; pero la insuficiencia de la moneda, entonces circulante, para el vasto incremento que había adquirido el comercio, hizo que la introducción en los mercados de una gran cantidad de metales preciosos fuese bajo el punto de vista del cambio un fausto acontecimiento, sin contar con la riqueza que la porción de aquéllos destinada a artículos de lujo vino a añadir a la ya existente.

Resulta, pues, que en habiendo la moneda necesaria para que la circulación se verifique sin dificultad, el resto es completamente inútil; y en efecto, no tarda en desaparecer, dándosele un destino más lucrativo, ya sea por medio de la exportación a otros países donde se necesite, ya por su desmonetización y fundición para convertir los metales preciosos que le componen en alhajas, objetos de arte, etc., etc.

Por el contrario, cuando en un país no existe la moneda suficiente para la circulación, bien pronto se llena el déficit amonedando los objetos de oro y plata, importando dinero de otros países, o bien aumentando la producción de las minas de metales preciosos. Se exportará la moneda de una nación a otra si, por abundar en aquélla más que en ésta, estuviese allí más barata, así como se importará en el caso contrario; pues el dinero en realidad no es más que una mercancía, cuya compra y venta se verifican con más frecuencia que las de los demás, productos, y sabido es que las mercancías buscan el mercado donde pueden venderse a más alto precio, huyendo de aquel donde tienen un precio más bajo.

Se desmonetizarán el oro y la plata si, por ser excesiva la cantidad de estos metales en forma de moneda, valen más baratos que en pasta; y al contrario, se amonedarán los objetos de plata y oro si, por escasear la moneda, son más caros en esta forma que en bruto; porque en el primer caso, el poseedor de dinero tendrá un interés en fundirlo, y en el segundo, el poseedor de barras obtendrá una ganancia convirtiéndolas en moneda.

Pero lo que regula principalmente la cantidad de numerario circulante en cada país, es el comercio exterior o internacional. Cuando en una nación cualquiera hay, proporcionalmente a las necesidades de la circulación, más moneda que en otras con las cuales está en relaciones mercantiles, todos los productos valen allí más caros, o lo que es lo mismo, el dinero vale más barato; hay, pues, un gran interes en ir a vender a esa nación, y en efecto se llevan a ella los artículos extranjeros para cambiarlos por moneda, aumentándose la importación en especie, con respecto a la exportación, y extrayéndose así poco a poco el excedente de numerario. Pero, a medida que éste va disminuyendo, baja el precio de los productos, hasta que llega un momento en que valen allí más baratos que en el extranjero: entonces el comercio se apresura naturalmente a comprarlos con objeto de venderlos en otra parte; la exportación en especie excede a la importación, y para saldar la diferencia vuelve el numerario que se había marchado. De esta manera viaja continuamente la moneda de un país a otro, atenta siempre a presentarse donde se necesita; y de esta manera también se producen en cada país esas corrientes de importación y exportación, que constituyen el comercio exterior, y cuyas fuerzas, rara vez iguales cuando se las observa en un momento dado, se equilibran, sin embargo, al cabo de cierto tiempo, no pudiendo ser a la larga mayor la una que la otra, como que, cambiándose en definitiva los productos por productos, necesariamente ha de dar de ellos cada nación un valor igual al que reciba.

La introducción de la moneda en los cambios no ha aumentado directa e inmediatamente en un solo átomo la riqueza efectiva de los pueblos; pero ha traído consigo grandes ventajas, en cuanto ha venido a destruir la multitud de trabas y obstáculos materiales que se oponían a las transacciones económicas.

En efecto, entre dos personas igualmente dispuestas a verificar un cambio, no siempre coinciden las ofertas con las demandas. Tal individuo, por ejemplo, que tiene bueyes y desea trigo, encuentra quizá un labrador que puede darle el trigo, pero a quien no convienen los bueyes; tal otro que quiere trocar sombreros por arroz, halla quien le facilite este artículo pero en vano, porque su cantidad no equivale más que a la mitad de un sombrero y el sombrero no es divisible. En general, el que ofrece el fruto de su trabajo casi nunca tropieza con una persona que le ofrezca a su vez el producto que necesita: lejos de eso, tiene que dirigirse a varias para poder adquirir, bajo formas diversas y en porciones desiguales, el equivalente qne con justo título demanda. Hay, pues, necesidad de una mercancía que cada cualquiera recibir en compensación del producto que ofrece, y esta mercancía es la moneda.

Gracias a ella, el cambio, de particular que era, se ha generalizado, extendiéndose a todas las épocas, a todos los países y aún a toda clase de productos. Cualquiera que entrega a la sociedad un artículo de riqueza, siempre que tenga cuidado de exigirle en el acto una porción equivalente de dinero, podrá proporcionarse, donde y cuando le convenga, los demás artículos que necesite. De esta manera, el horizonte económico se ha ensanchado y nadie se ve ya en la precisión de limitar sus gastos a los objetos que un solo productor o un corto número de ellos le ofrece, sino que puede satisfacer sus necesidades tan ampliamente como su haber y la producción general lo permitan.

La moneda contribuye además eficazmente, aunque sólo de un modo indirecto, a la producción de la riqueza; pues, facilitando y activando los cambios, facilita y activa en la misma proporción la división del trabajo, sin cuyo desarrollo la producción misma es exigua e insignificante. Cuanto más circule el dinero, tanto más fácilmente podrá dedicarse cada individuo a su tarea predilecta, y tanto más abundantes y exquisitos serán los productos que obtenga.

Otro resultado utilísimo ha producido la invención de la moneda, y es la fácilidad de acumular riqueza. Antes de tan importante descubrimiento, era difícil, por no decir imposible, conservar otros artículos que los aplicables a un consumo inmediato, expuestos cómo estaban a perderse y averiarse, pero nunca los que exigía la satisfacción de necesidades ulteriores, ni mucho menos los que se requieren para la producción en grande escala. Por el contrario, desde que el uso del dinero fue conocido, no hallándose esta mercancía sujeta a las contingencias que los demás productos, fue ya posible atesorar, constituir en forma de dinero grandes capitales y poner a la sociedad en estado de economizar hasta la más pequeña partícula de riqueza.

Por último, la invención del dinero multiplicó los préstamos a interés, sin los, cuales el capital sólo podría utilizarse por su mismo dueño y de consiguiente permanecería muchas veces inactivo, privando a la producción de su poderoso concurso. Porque, en efecto, para que el préstamo se verifique, dice con mucha razón Flórez Estrada, no basta que haya riqueza prestable; es menester que sea de la especie que se quiere tomar prestada. Ahora bien: esto casi nunca sucede cuando no existe la moneda; el capitalista que tiene trigo, por ejemplo, no encuentra quien desee recibir en préstamo más que aceite; el que posee aceite no halla quien consienta en tomarle mas que trigo, etc.,.etc. El dinero hizo desaparecer en los préstamos las mismas dificultades que en las permutas.

Pero la principal ventaja de la intervención de la moneda en los cambios es el carácter de fijeza y seguridad que les ha dado. En efecto, el que compra se obliga a dar y el que vende a recibir un producto, cualesquiera que sean las variaciones de valor que experimente entre el momento de la celebración y el de la consumación del contrato. Si este intervalo es largo, como los productos varían frecuentemente de valor, ni el comprador ni el vendedor sabrán de antemano lo que mutuamente han de entregarse, y el contrato será en cierto modo eventual, inseguro o aleatorio, dependiendo la ganancia y la pérdida de una y otra parte contratante del alza o la baja de los valores. Pero con la intervención de la moneda la inseguridad desaparece; porque la moneda tiene un valor constante y uniforme, y al ofrecerla el comprador, como al aceptarla el vendedor, saben que se trata de una cosa fija y determinada, al menos durante cierto tiempo. Así, cuando yo compro una casa en diez mil duros, pagaderos dentro de diez años, sé que me comprometo a pagar diez mil onzas de plata al cabo de ese plazo, de la misma manera que el vendedor sabe que ha de recibir diez mil onzas de plata en la misma época; diez mil onzas de plata que valdrán entonces tanto como en la actualidad, que tendrán tanto coste y tanta utilidad como ahora, ni más ni menos.

Concíbese, pues, que si el dinero no tuviese, al tiempo de hacerse un convenio, el mismo valor que al consumarse, las posiciones respectivas de acreedores y deudores cambiarían más o menos gravemente. Los primeros se encontrarían favorecidos por el alza, los segundos por la baja del numerario, y viceversa. El que debiera, por ejemplo, cien onzas de oro, si al tiempo de pagar el oro había bajado, daría en realidad un valor menor que el convenido, y por consiguiente no tendría que hacer un sacrificio tan grande para adquirir esa suma, pudiendo proporcionársela a cambio de menos productos o de menos tiempo y trabajo.

Ahora bien: aunque la moneda sea de todos los productos el que tiene un valor menos variable, no deja de estar sujeta a variaciones de valor en períodos largos, como lo están los metales preciosos de que se fabrica, ya porque durante esos períodos pueden descubrirse minas más ricas y por consiguiente que produzcan más con el mismo capital y trabajo, ya también porque pueden agotarse y abandonarse las descubiertas, ya, en fin, porque las máquinas y procedimientos usados en la explotación son susceptibles de mejoras, que contribuyen a disminuir los gastos de aquélla.

Sólo así se explican las alternativas de valor, y por consiguiente de precio, que ha tenido sucesivamente el dinero, el alza que experimentó en toda Europa antes del descubrimiento de las Américas, y la baja de dos tercios próximamente que le afectó después de aquel gran acontecimiento. En la primera de estas dos épocas los metales preciosos escaseaban cada vez más, a causa de la esterilidad y el abandono de las minas; por consiguiente, su precio era muy alto: en la segunda, y sobre todo cuando comenzó a explotarse el Potosí, el oro y la plata invadieron los mercados europeos, en términos de aumentar casi en doce veces la suma del numerario circulante, calculada en mil millones de nuestra moneda, y de producir en él una enorme depreciación, que Dios sabe dónde se hubiera detenido, si los progresos de la industria y el descubrimiento, del paso al Océano índico por el Cabo de Buena Esperanza, no hubieran abierto un desagüe a aquella especie de inundación monetaria.