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ArribaAbajoLibro primero.

Teoría de la producción.



ArribaAbajo-I-

Nociones preliminares.


La observación demuestra que el perfeccionamiento de la naturaleza humana, fin de la ciencia económica, no se verifica en una época, en un período de tiempo determinado.

El hombre no alcanza nunca su bien individual enteramente: cualesquiera que sean la, edad, la hora, el instante de su vida en que se consulte a sí mismo, encontrará que carece de alguna cosa, que le falta algo, para perfeccionarse, como quiera que siempre es imperfecto.

De aquí una tendencia, una inclinación a realizar sucesivamente todo lo que no ha sido realizado todavía, todo lo que conviene a nuestro bienestar, todo lo que exige el desarrollo de nuestra naturaleza. Esta inclinación a completarse, que en los seres inferiores aparece como instinto, es decir, como aspiración inconsciente, y en el hombre como deseo, toma el nombre de necesidad cuando tiene por objeto lo que debe realizarse desde luego en la vida, lo que es más urgente e indispensable para nuestro perfeccionamiento.

Por manera que necesidad, en el sentido económico, no es más que la sensación interna que nos advierte lo que en un momento dado debemos hacer para perfeccionarnos. Esta definición aleja toda idea de capricho, de pasión grosera, de apetito brutal, sensaciones que, exigiendo una satisfacción contraria a nuestro bien individual, no pueden confundirse con las necesidades, no pueden llamarse tales, o al menos considerarse como legítimas y económicas.

Ahora bien: la organización humana no funcionaría si no se asimilase ciertos elementos que le son afines.

Nuestro cuerpo está de tal modo constituido, que tenemos que alimentarle periódicamente, preservarle de la intemperie, defenderle de una multitud de seres dañinos que por todas partes le cercan. La nutrición, el vestido, la defensa, son, pues, las primeras necesidades del hombre.

Satisfechas éstas, podría en rigor vivir, pero con una vida incompleta, con la vida del instinto, que le es común con los demás animales. Para que viva del todo, para que su organización ejerza todas las funciones a que la ha destinado la Naturaleza, es preciso que reciba continuamente impresiones nuevas, que las compare, que las formule en juicios y conocimientos; en una palabra, que cultive su inteligencia. Ilustrarse, aprender, adquirir ideas, son, pues, otras tantas necesidades a que el hombre está sujeto.

Pero aún no le basta para cumplir su destino la satisfacción de esas necesidades: todavía siente las de dar cariño y apoyo a los seres que engendra, ejercitar su simpatía en los demás hombres, en el suelo que le vio nacer, y hasta en las criaturas inferiores y los objetos materiales que le rodean, embellecer su morada y su propia persona, venerar, por último, una causa superior, un Ser Supremo, un Dios, principio y fin de todo lo existente. Es, en suma, otra necesidad del hombre amar a la Divinidad, a la familia, a la patria, a sus semejantes, a la Naturaleza misma.

Necesidades físicas, intelectuales y morales, hijas del cuerpo, de la inteligencia y de la sensibilidad: he aquí uno de los elementos de la organización humana, considerada económicamente.

No hay hombre alguno que no esté sujeto a todas y cada una de esas necesidades, que no necesite mantenerse, conocer y sentir, so pena de dejar de ser hombre.

Pero no en todos se manifiestan con la misma intensidad las necesidades, sino que varían según los lugares, los individuos y las épocas. Así el alimento y el abrigo que serían suficientes bajo el suave clima de la Grecia o la India, no lo serán en países fríos como la Finlandia y la Siberia: si se compara un salvaje con el hombre más pobre de nuestros países civilizados, se verá la enorme diferencia que hay entre lo que basta al primero y lo que es indispensable para el segundo: un temperamento bilioso o sanguíneo, necesita, por lo común, más alimento que otro nervioso o flemático: lo que parece estrictamente necesario a un individuo de la clase media es holgura para el artesano y sería lujo para un campesino o labriego: por último, el más humilde jornalero, de nuestros días no podría soportar el régimen de un esclavo. de la Antigüedad o de un siervo de la Edad Media.

Las necesidades no constituyen tampoco para cada individuo una cantidad fija e inmutable, sino que son extensibles por su misma naturaleza. Apenas el hombre está abrigado, dice Bastiat28, cuando ya quiere tener una casa; apenas se viste, cuando ya desea adornarse; apenas satisface las exigencias del cuerpo, cuando el estudio, la ciencia, el arte, abren a sus aspiraciones un campo ilimitado. El hábito de gozar ciertas comodidades concluye por hacerlas imprescindibles, y convierte en necesario lo que antes era superfluo.

Este carácter progresivo de las necesidades es la mejor garantía de nuestro perfeccionamiento. Nada estimula tanto la actividad humana como la necesidad: los pueblos y los individuos que tienen pocas necesidades viven en el ocio, en la miseria y la ignorancia; por el contrario, allí donde las necesidades son numerosas e intensas, la industria prospera, se goza de un gran bienestar, y la civilización florece29.

Por otra parte, así como las necesidades -pueden aumentarse, pueden también restringirse, a medida de la voluntad humana, hasta el límite puramente preciso para la conservación de la salud y la existencia. Así sucede en las épocas de carestía o escasez porque pasan los pueblos y en la decadencia de las fortunas privadas, en que se ve que con recursos mucho menores se mantiene el mismo número de familias y se sufren privaciones que antes parecían insoportables30.

Finalmente, aún comparadas entre sí, las necesidades no son tampoco igualmente intensas. Bajo este punto de vista, ocupan sin duda el primer lugar las físicas, no porque sean las más nobles y elevadas, sino porque sin su satisfacción peligraría la existencia; siguen después las morales, que a veces tienen un carácter todavía más imperioso que las anteriores, y por último se presentan las intelectuales como las menos exigentes de todas.

La graduación de las necesidades pertenece, sin embargo, al dominio de la conciencia, y no hay autoridad alguna exterior que pueda calificar su intensidad e importancia. Al individuo, árbitro y señor de sus propios destinos, en virtud de la libertad que le ha deparado la Providencia, es a quien toca, bajo su responsabilidad y con el auxilio de su razón, ordenar y regularizar la satisfacción de cada una de ellas.

En esta satisfacción consiste precisamente el perfeccionamiento; y como quiera que a la voluntad individual compete el perfeccionar la naturaleza humana, es claro que ella también ha de encargarse de satisfacer las necesidades.

La voluntad se sirve, al efecto, de ciertos órganos o instrumentos, llamados facultades31, en cuanto ella les comunica el poder de obrar que, como hemos visto, contiene en sí misma.

Estas facultades son de tres especies, como las necesidades que han de satisfacer: físicas, intelectuales y morales.

Las facultades físicas, que describe minuciosamente la Fisiología, pueden reducirse todas a la fuerza muscular, por medio de la cual nos apoderamos de los objetos materiales.

Las facultades intelectuales consisten en la inteligencia, con la cual adquirimos las ideas, nos conocemos a nosotros mismos, ya en el estado actual, ya en los estados anteriores, y percibimos las relaciones que nos unen con los demás seres.

Por último, las facultades morales consisten en la sensibilidad y en la voluntad: con la primera experimentamos el placer o el dolor, nos modificamos de una manera agradable o desagradable; con la segunda, queremos o nos determinamos a hacer o no hacer, según hemos dicho

Todas estas facultades existen en el hombre, aunque desigualmente desarrolladas, ya en sí mismas, ya en sus diversas combinaciones. Quién posee una inteligencia privilegiada, quién sobresale por la fuerza muscular, quién otro se distingue por la finura y la delicadeza del sentimiento. En una palabra, no hay en el Mundo dos individuos cuyas aptitudes sean idénticas.

De todos modos, exigiendo, como ya hemos dicho, las necesidades del hombre una satisfacción más o menos imperiosa, continuamente están solicitando a las facultades para que se la proporcionen.

Pero las facultades, por sí solas, no pueden hacerlo; es preciso que se asocien a otros objetos, capaces de concurrir al mismo fin.

Estos objetos se los ofrece la Naturaleza.

Para satisfacer las necesidades físicas, el globo terrestre pone a nuestra disposición cuadrúpedos de toda especie, aves, peces, sustancias minerales, plantas nutritivas, textiles y tintoriales, que pueden servirnos de alimento y proporcionarnos defensa y abrigo contra los animales dañinos y las fuerzas brutas de la Naturaleza.

Si se trata de las necesidades intelectuales, el espectáculo de la Creación, los fenómenos de que es teatro, nuestro propio organismo, nuestras relaciones, con los demás hombres y con el mundo exterior, suministran asunto en que ejercitar ampliamente la inteligencia.

Si queremos, en fin, satisfacer las necesidades morales, desde el círculo estrecho, pero atractivo, de nuestro horizonte, hasta la inmensidad de los cielos y de los mares, hasta el Autor de todo lo criado, se presenta a nuestros ojos una serie indefinida de seres en que saciar esta sed de amor que nos devora.

Tenemos, pues, todo cuanto se requiere para la satisfacción de nuestras necesidades: facultades y objetos a que aplicarlas. Falta únicamente aproximar estos elementos, reunirlos, combinarlos de manera que ambos concurran al fin deseado, y esto no puede hacerlo mas que el hombre mismo, a cuya actividad corresponde la iniciativa en tan importante empresa.

¿Quiere, por ejemplo, aplacar el hambre? Debe preparar la tierra y recoger sus frutos, o bien apoderarse de ciertos animales, despojarlos de su parte indigesta y condimentar su carne.

¿Desea cultivar su inteligencia? No puede menos de atender a las ideas que percibe, compararlas y establecer las relaciones que tienen unas con otras.

¿Trata, en fin, de purificar sus sentimientos? Es preciso que eleve su alma al bien, que le conozca, que le ame, que concentre en él todos sus deseos y aspiraciones.

En una palabra, necesita:

1.º Poner en acción sus facultades.

2.º Apropiarse los objetos que le rodean.

Ahora, bien: la acción reflexiva y voluntaria de las facultades físicas, morales e intelectuales para la satisfacción de nuestras necesidades, se llama trabajo, y trabajador el que la ejecuta.

Los objetos, de cualquier género que sean, capaces de satisfacer esas mismas necesidades, se denominan agentes naturales32.

La combinación de estos dos elementos, la apropiación de los agentes naturales por el trabajo para la satisfacción de las necesidades humanas, recibe el nombre de producción, y de productor el que la ejecuta.

El resultado de la producción se denomina producto.

El conjunto de los productos se clasifica de riqueza.

Por manera que son dos los medios de satisfacer nuestras necesidades, que nosotros llamaremos elementos productivos33, trabajo y agentes naturales: el primero, propio, interno o personal; el segundo, exterior o extraño a nosotros mismos.

Estos elementos bastarían en rigor para que se verificase la producción, y ciertamente no conoció otros el hombre primitivo, cuando se vio reducido a alimentarse de raíces o de frutos silvestres, que cogía con sus propias manos, a cubrir sus carnes con hojas de árboles o con plumas arrancadas a las aves, y a no tener otro abrigo que la espesura de los bosques y las cuevas de las montañas.

Pero bien pronto crecieron sus necesidades: quiso tener más holgura, más bienestar, más goces: ocurriósele, por ejemplo, cazar el gamo que corre ligero por el monte, apoderarse del ave que cruza libre por los aires, coger el pez que serpea entre las olas, y no pudiendo lograrlo directamente con los elementos productivos de que disponía, trató de hacerles servir indirectamente a su propósito, produciendo con ellos, no un objeto de inmediata aplicación «al logro de sus deseos, sino otro que pudiese emplearse en la caza o la pesca: un lazo, una honda, una red, una caña, etc.

Este objeto, hijo legítimo del trabajo y de los agentes naturales, o lo que es lo mismo, de una producción, y empleado en otra producción, se llama capital y capitalista, la persona a quien pertenece.

Y como en el estado actual de la sociedad no hay producción en que no se cuente más o menos con el resultado de otra producción anterior, se sigue de aquí que hoy no son ya dos, sino tres los elementos productivos, a saber:

Trabajo, agentes naturales, capital.

El segundo entra en la producción, unas veces en su estado nativo, y otras apropiado ya por el trabajo, o lo que es lo mismo, bajo la forma de capital, y por eso hay muchas producciones en que no aparecen más elementos que el capital y el trabajo. Por ejemplo:

El leñador que con ayuda del hacha derriba un árbol, emplea en esta producción los tres elementos distintos: trabajo, la acción de sus músculos; agentes naturales, el árbol todavía adherido a la tierra, y capital, el hacha. El producto es el mismo árbol ya derribado.

Pero el carpintero que, cogiendo ese árbol, hiciese de él una mesa, no emplearía en la producción de ésta más que dos elementos productivos: trabajo, la acción de sus músculos; capital, la sierra, el escoplo, etc., y el árbol mismo, que era un agente natural cuando estaba adherido a la tierra, que después de arrancado fue producto, y que, empleado ahora en una nueva producción, no es ya, como fácilmente se concibe, ni lo uno ni lo otro, sino capital.

Son, pues, los elementos productivos, trabajo, agentes naturales y capital, por más que el segundo no afecte siempre su forma primitiva y se confunda muchas veces con el último.

Vamos a examinar cada uno de estos elementos separadamente; -pero antes conviene dirigir una ojeada general sobre todos ellos.




ArribaAbajo-II-

De los elementos productivos en general.


No hay producción a que no concurran los tres elementos ya citados.

De ellos, el trabajo y los agentes naturales son primordiales e indispensables; sin su mutuo auxilio, sin su acción simultánea, no podríamos satisfacer nuestras más apremiantes necesidades. Imagínese la producción más rudimentaria, la de los pueblos salvajes, la de ciertas tribus del interior del África o de la América, que viven en un estado apenas superior al del bruto, y se verá: que para alimentarse tienen a lo menos que contar con algunos frutos espontáneos de la tierra y arrancarlos con sus propias manos; para abrigarse, necesitan disponer de alguna cueva, de alguna gruta, natural, descubrirla recorriendo una extensión más o menos grande de terreno y cobijarse en ella; es decir, que no pueden obtener la alimentación más grosera, la más humilde morada, sin el concurso de sus facultades y de los objetos de la Naturaleza, o lo que es lo mismo, sin emplear a la vez el trabajo y los agentes naturales.

La intervención del capital en las operaciones productivas es casi igualmente necesaria. Se puede a la verdad concebir una producción debida únicamente a nuestros esfuerzos combinados con la materia, como lo es la recolección de las sustancias nutritivas que suministra sin cultivo alguno la tierra; pero esta producción es tan exigua, que apenas basta a mantener la vida en su estado más imperfecto. Por poco que se desarrolle nuestra naturaleza, por poco que crezcan nuestras necesidades, es ya de todo punto imposible su satisfacción sin valerse de algún instrumento, de algún medio artificial de algún, producto anterior; en una palabra, de algún capital34 que venga a suplir la insuficiencia del trabajo, aún auxiliado de los agentes naturales. Así el labrador no puede labrar sus campos sin el arado y la azada, el herrero no puede forjar sin el yunque y el martillo, el albañil no puede edificar sin materiales de construcción; y aún estos productores necesitan algunas provisiones, quién para vestirse, quién para alimentarse, y todos para mantenerse hasta que, terminadas las operaciones productivas, obtenga cada cual la recompensa de sus esfuerzos El salvaje mismo no va a la caza sin un arco, una honda o cualquier otra arma equivalente. Puede, por lo tanto, decirse que en rigor no hay producción alguna en que el capital no intervenga.

La producción es la obra de tres elementos: el trabajo, los agentes naturales y el capital.

No obstante, ha habido economistas35 que no concedían capacidad productiva más que a la tierra, fundándose: 1.º en que sólo este elemento proporciona al hombre, sin preparación alguna, sustancias con que satisfacer sus necesidades, raíces y frutos silvestres con que alimentarse, manantiales de agua donde apagar su sed, hojas de árboles con que cubrir la desnudez de sus carnes, etc.; 2.º en que sólo el cultivo de la tierra viene a aumentar la cantidad de materia existente, multiplicando los gérmenes y dando cosechas muy superiores a las siembras. Pero esta escuela olvidaba por una parte que, aún para utilizar los dones espontáneos de la tierra, es preciso siquiera cogerlos, ocuparlos, apoderarse de ellos, lo cual es ya un trabajo muchas veces considerable; y además confundía la producción, que consiste en la apropiación o asimilación a nuestro organismo de los objetos naturales, con la creación de sustancia o de materia.

Otros economistas sostienen, por el contrario, que el trabajo es el único elemento productivo.

«Si por el pensamiento, dice Canard, separo de mi reloj todo el trabajo que sucesivamente se empleó en él, no quedarán más que algunos granos de mineral colocados en el interior de la tierra, de donde los sacó el hombre y donde no tenían valor alguno36

Mas si, por la misma abstracción; separásemos del reloj esos granos de mineral de que está compuesto, ¿qué quedaría? Nada absolutamente, porque todo lo demás que contiene es la forma que le ha dado el trabajo, y la forma desaparece con la sustancia en que se fija.

Flórez Estrada defiende la doctrina de Canard, alegando que la Naturaleza no hace más que combinar la materia, como si, aún siendo esto cierto, pudiera sin esa combinación obtenerse producto alguno.

Finalmente, algunas escuelas socialistas pretenden que el capital es del todo inútil en la producción, y que el trabajo puede pasarse perfectamente sin su concurso. ¿Cómo? Asociándose los trabajadores entre sí, poniendo en común sus fuerzas y entendiéndose directamente con los que necesitan sus productos. En comprobación de este sistema, Proudhon cita el caso de cierto número de oficiales de sastre, que se reunieron para trabajar por su propia cuenta, sin la intervención de ningún maestro, y obtuvieron, a lo que parece, un éxito completo en su empresa; de donde. concluye el escritor ya citado que lograron suprimir el capital, representado por el maestro, y por consiguiente, que el capital no es en la producción más que un intermediario oficioso37. Pero seguramente esos trabajadores no encontrarían el secreto de coser sin hilos ni agujas, de cortar sin tijeras, de. confeccionar vestidos sin paño, y aún es probable que necesitaran de un taller y de algunos recursos con que subsistir hasta la venta de sus productos. Ahora bien: todas estas cosas constituyen un capital. Que les perteneciesen en propiedad a ellos mismos, o que otro se las hubiera prestado; que las empleasen por su cuenta o por cuenta de un maestro, siempre serían medios artificiales de producir, siempre serían capitales. La esencia del capital no consiste en la persona que le hace valer, trabajador o capitalista, simple poseedor o propietario, sino en ser un producto destinado a una nueva producción, en vez de emplearse en satisfacer directa e inmediatamente nuestras necesidades.

Lo repetimos: no hay producción sin capital, como no puede haberla tampoco sin trabajo y sin agentes naturales. La intervención de estos tres elementos en las operaciones productivas es igualmente útil, igualmente necesaria.

Algunos autores han dicho que en ciertas producciones la Naturaleza pone la mayor parte, mientras que otras se deben principalmente al trabajo. Pero esta teoría, resto de las doctrinas fisiocráticas, estriba, como dice perfectamente Stuard Mill38, en una confusión de ideas. El concurso que la Naturaleza presta al hombre en todas sus empresas es inconmensurable: no puede decirse en qué casos ayuda más a la actividad humana y en qué otros le ayuda menos. Cuando dos condiciones son indispensables para obtener un resultado, a nada conduce investigar qué parte ha tenido en su consecución cada una de ellas. Es como si quisiera decidirse cuál de las dos ramas de un par de tijeras obra más en la acción de cortar, o bien cuál de los dos factores, el cinco o el seis, contribuye más a formar el número treinta.

No obstante, si hubiéramos de calificar de una manera genérica la influencia que tiene en la producción cada uno de sus elementos, más bien deberíamos atribuir la principal al trabajo que a la Naturaleza. El trabajo es, en efecto, quien toma la iniciativa en todas las empresas; él es quien reúne y combina los materiales; él quien dirige las operaciones; él, en fin, el que posee la única fuerza inteligente y activa. Cuanto más eficaz, cuanto más enérgico y poderoso es el trabajo, tanto más fecunda, en igualdad de las demás circunstancias, es la producción. La abundancia de los agentes naturales, lejos de favorecer, se considera por algunos autores como un obstáculo al desarrollo de la riqueza; porque, según ellos, fomenta la ociosidad, enerva el espíritu despierta en el hombre lo que llama Roscher el principio de inercia. El éxito de la producción depende más bien de las cualidades del trabajador que del medio en que funciona: las dificultades, y no las facilidades, son las que mantienen la energía mental y física39. Cuando, en cierto modo, no hay más que coger el pan del árbol, cuando algunas hojas de palmera bastan para cubrir la desnudez, nada atrae a las almas vulgares hacia una actividad laboriosa, nada mueve a los hombres a unir sus fuerzas para sacar partido de su concurso simultáneo en las operaciones productivas40. Ni hoy ni nunca han sido las más ricas y poderosas, sino las más pobres y débiles, las naciones mejor dotadas por la Naturaleza41. Atenas llegó a ser la capital de la Grecia, no sólo bajo el punto de vista político y literario sino también económico; y sin embargo, el Ática era una de las regiones más estériles de la Tierra. En nuestros. días, ningún, país ha sabido adquirir, en un territorio tan pequeño y tan poco a propósito para el cultivo, tantas riquezas como la Holanda42

. Por el contrario, la India, este país bendito por la Providencia, vegeta en la abyección y la miseria; Méjico, donde dos días de trabajo bastan en muchos puntos para proporcionar la subsistencia anual de una familia, permanece en un estado de atraso y decadencia próximo a la barbarie.

No es esto, sin embargo, negar la influencia que tienen en la producción las ventajas naturales, esto es, la fertilidad del terreno, el clima, la abundancia de minerales y de saltos de agua, la posición topográfica, etc.

En efecto, un terreno fértil es ya por sí solo un gran elemento productivo, y así se ve que mientras en el Norte de la Escocia no madura más que la avena y en algunas partes de la Irlanda se cultiva difícilmente el trigo, a medida que avanzamos hacia el Sur crecen, no sólo los cereales, sino también la vid, el olivo, el maíz, el arroz, la higuera, hasta llegar a la región del café, del algodón y las especias, en que, ademas de cogerse los frutos más variados, se obtienen a veces con poco trabajo dos o tres cosechas al año.

Un clima suave influye también considerablemente en la producción agrícola, habiendo países en que puede habitar el hombre, pero en que la temperatura no permite el cultivo, y cuyos moradores tienen que vivir como los Esquimales, de la caza y la pesca, o como los Lapones, de la carne y la leche de sus rengíferos.

Por otra parte, la hulla y el hierro son hoy los principales auxiliares de la industria, y el país que, como la Gran Bretaña, posee minas de estas materias, no sólo abundantes, sino fáciles de explotar, cuenta con un poderoso elemento de riqueza.

Lo mismo puede decirse de las regiones montañosas que, en medio de la esterilidad de sus tierras, abundan en bosques con buenas maderas de construcción, yerbas para mantener numerosos ganados y saltos de agua que sirvan de motores en las fábricas.

Por último, ninguna ventaja natural más importante que una buena posición marítima, con costas extensas, radas y bahías, que faciliten los trasportes, como lo prueban en la Antigüedad Tiro y Cartago, en la Edad Media Venecia y las Ciudades Anseáticas, en nuestros días Holanda e Inglaterra, países todos que, sólo por su proximidad al mar, han sabido elevarse, a pesar de su estéril y escaso territorio, al más alto grado de riqueza.

Pero ni las ventajas naturales ni la eficacia del trabajo servirían de nada sin la seguridad individual, entendiendo por tal la protección que la sociedad dispensa a sus individuos y que Stuart Mill divide en protección por el Gobierno y protección contra el Gobierno43. En efecto, cuando el que posee alguna riqueza se halla expuesto a ser despojado, ya por los particulares, ya por un poder expoliador y arbitrario, hay pocas personas que se curen de trabajar para enriquecerse, y he aquí la causa de la pobreza tradicional de algunos países del Asia, en otro tiempo ricos y florecientes. La inseguridad que resulta de las exacciones del Gobierno o de sus agentes es la más funesta a la producción, porque hay menos medios de resistir a ella que a las demás depredaciones; pero, de todos modos, cualquiera ley, cualquiera costumbre, cualquiera causa que encadene los esfuerzos del trabajador, interponiéndose entre ellos y sus resultados naturales, no puede menos de impedir el desarrollo de la riqueza.

En resumen: la capacidad o virtualidad de los elementos productivos depende de tres causas principales, que son: la eficacia del trabajo, las ventajas naturales y la seguridad individual.




ArribaAbajo-III-

De los agentes naturales.


Hemos llamado así a todos los objetos de la creación capaces de satisfacer nuestras necesidades.

Esta capacidad es lo que en Economía política se conoce con el nombre de utilidad.

Los agentes naturales la reciben de la Naturaleza sin esfuerzo, sin sacrificio alguno de nuestra parte, y por esta razón se la ha llamado por algunos economistas utilidad gratuita44. Mas, para que el hombre la convierta en provecho suyo, es preciso que se la apropie por medio del trabajo; porque la utilidades sólo una tendencia,. que no se realiza o se hace efectiva sino por la acción de nuestras facultades45.

La utilidad, considerada bajo un punto de vista absoluto, tiene su medida marcada por la especie de necesidades a que se refiere. Así existe en el más alto grado en las cosas que subvienen a las primeras necesidades de nuestra existencia, a aquellas que debemos satisfacer so pena de muerte inevitable; se halla en un grado inferior en las cosas que sólo sirven para librarnos de las privaciones o sufrimientos que no amenazan nuestra vida, y se muestra todavía en menor escala en aquellas otras que no se emplean más que para proporcionarnos placeres y distracciones46.

Pero aún puede considerarse la utilidad de un modo relativo, y entonces varía, no sólo según las necesidades a cuya satisfacción se dirige, sino también según el juicio de las personas a cuyo examen está sometida. Así lo que es útil para unos puede ser inútil y aún perjudicial para otros; lo que ha prestado grandes servicios en la Antigüedad se rechaza o se desprecia en nuestros días, y tal sustancia, que tiene aplicaciones en un pueblo o en una época para una porción de actos de la vida, es mirada en otros con una repugnancia invencible. Para no citar más que algunos ejemplos: ciertos crustáceos, que provocarían náuseas en un Europeo, son un alimento exquisito para los Chinos; los soldados comen los ratones, a cuyo solo aspecto huyen con terror las mujeres nerviosas, y las damas romanas del Bajo Imperio aspiraban con delicia el olor de la asafétida, que tan ingrata impresión produce en nuestro olfato.

De todos modos, la utilidad es la propiedad distintiva de los agentes naturales, y en este número deben incluirse, no sólo las tierras y las aguas, sino también todos los cuerpos animales, vegetales y minerales, la luz, el calórico, la electricidad, las propiedades físicas y químicas; en una palabra, cuantos objetos existen en la Naturaleza accesibles a nuestra inteligencia y nuestros sentidos, porque todos son útiles, pudiendo concurrir directa o indirectamente con el trabajo a la satisfacción de las necesidades humanas.

Los agentes naturales pueden clasificarse del modo siguiente:

  • Sustancias Minerales (la tierra, el aire, el agua, etc.).
  • Vegetales (plantas árboles y arbustos).
  • Animales (todos los seres animados).
  • Propiedades Físicas (todas las exteriores, olor, color, sabor, forma, etc.).
  • Químicas (todas las interiores o que no se revelan sino por la descomposición de los cuerpos).
  • Fuerzas Elasticidad, afinidad, atracción, inercia, calórico, lumínico, eléctrico, magnético, etc.).

Entre estos agentes hay algunos que constituyen a la vez la materia y el taller de la producción, tales como la tierra cultivable, las minas y las canteras, a las cuales puede agregarse el Mar, los lagos y los ríos, en tanto que encierran en su seno los peces, el coral, la esponja, la sal, las arenas de oro y otras cosas útiles. Los demás, como el calórico y la lluvia que desarrollan y maduran los gérmenes, el viento que hace las veces de motor, las corrientes de agua que obran de la misma manera o sirven de vías navegables, la electricidad, el vapor, etc., no son más que auxiliares del trabajo humano47.

Se observa también, dice Roscher48, que muchos agentes naturales tienen una utilidad ilimitada, pudiendo citarse entre ellos el clima, con el calor y la humedad que le son propios; los vientos que soplan en el Mar, a lo largo de las costas y en las grandes llanuras; el flujo y reflujo, que suministran al comercio una fuerza poderosa cuando la acción de la marea se prolonga más allá de las embocaduras de los ríos; el Mar mismo que sirve de frontera natural, facilitando al propio tiempo las transacciones mercantiles, etc. Otros son igualmente inagotables, pero a condición de combinarse con ciertos cuerpos que, multiplicándose, pueden hacer que ellos se multipliquen a su vez por lo menos proporcionalmente: así la propiedad que posee el calórico de imprimir a enormes fardos un movimiento rápido, por medio de la presión del vapor, es por mil toneladas de hulla mil veces más grande que por una sola. Finalmente, existe una tercera clase de fuerzas naturales que, íntimamente unidas a las fracciones del terreno, pueden agotarse y se agotan efectivamente, como sucede con los manantiales, la pesca de los lagos y de los ríos, los filones metálicos, etc., etc.

Dividen ademas los autores49 los agentes naturales en apropiables e inapropiables, incluyendo entre los primeros las tierras de labor, los saltos de agua, las minas, y las canteras, que en su concepto pueden ser apropiados, es decir, reducidos a propiedad particular; y entre los segundos el Mar, el aire, la electricidad, las propiedades físicas y químicas, que, según ellos, no son susceptibles de apropiación alguna. Mas si por apropiación se entiende la ocupación o aprehensión individual de las cosas que nos rodean, es indudable que lo mismo se resisten a ella los agentes considerados como apropiables que los que se califican de inapropiables. Podrá en verdad ocuparse una porción de terreno que se labra, una mina que se explota o un salto de agua que se utiliza de cualquier modo; pero también se ocupa una porción de mar cuando se cubren de naves sus aguas, una porción de aire cuando se la hace servir de motor, una porción de electricidad cuando se desarrolla en la pila de Volta y se conduce a puntos determinados por medio de alambres. En cuanto al Mar, el aire y la electricidad en toda su extensión, es tan imposible ocuparlos individualmente como el globo terrestre, como el conjunto de filones metálicos que encierra en sus entrañas y la masa de agua que cubre gran parte de su superficie. Y si se llama, apropiación, no la ocupación material, no la aprehensión individual de las cosas, sino su asimilación a nuestro organismo, la operación de comunicarles cualidades propias para satisfacer nuestras necesidades, entonces es preciso confesar que todas las que hay en el Universo, tierras y mares, minas y canteras, aguas y aire, propiedades físicas y químicas, son igualmente apropiables, puesto que todas tienen utilidad, es decir, capacidad de contribuir a la satisfacción de las necesidades humanas, y todas pueden ser aplicadas a este objeto. De modo que, bajo cualquier punto de vista que se considere, no es admisible la división de que se trata.

Tampoco lo es la distinción que hacen otros autores de los agentes naturales en apropiados y no apropiados, dando el primer nombre a los apropiables y el segundo a los inapropiables. No hay, en efecto, agente natural alguno que esté ya apropiado o colocado en condiciones propias para la producción, puesto que en esta apropiación consiste precisamente, como ya hemos dicho la producción misma, y cuando un objeto cualquiera la ha recibido del trabajo deja de ser agente natural para convertirse en producto, o bien en capital si se aplica a una producción nueva. Capitales son, en efecto, y por consiguiente productos, los que llaman los autores agentes naturales apropiados ,a saber: las tierras labrantías, las minas y las canteras en explotación, los saltos de agua empleados como motores, etc.; porque todos ellos concurren a la producción con el mismo título que los instrumentos, máquinas y aparatos de que el hombre se vale en sus diversas empresas, no mereciendo en realidad la calificación de agentes naturales más que los no apropiados, los que no han sido producidos o convertidos en productos y se hallan por lo, tanto en su estado nativo.

Por lo demás, la Providencia ha repartido diversamente sus dones entre todas las regiones del Globo, dotándolas a ésta de la fertilidad de la tierra, a aquélla de la fecundidad de las minas, a esotra de la profusión de la pesca o de la caza; de modo que no hay pueblo alguno, por miserable que parezca, que no posea más o menos medios de producción. El país de los Esquimales nos envía pieles; el Sahara nos suministra dátiles y plumas de avestruz; el Banco de Terranova tiene sus arenques; las llanuras de Buenos Aires, están llenas de ganados. Por otra parte, la Historia nos muestra países enteros, al parecer desprovistos de cosas útiles y que de pronto las han revelado en singular abundancia. El principado de Gales era un país pobre antes de la invención de la hulla, y hoy sólo por las grandes masas que posee de este mineral ha recibido el título de Indias negras. La California y la Australia han permanecido relegadas al olvido, como incapaces de toda producción, hasta que se ha descubierto en sus entrañas el oro, de que han inundado a la Europa. Nadie pensaba siquiera que pudiesen explotarse las tierras incultas de las islas Chinchas cuando la Agronomía ha venido a enseñar las aplicaciones que tiene el guano. ¿Quién sabe, en fin, si algún día esas arenas estériles del Gran Desierto, que atraviesan con presurosa planta las caravanas, revelarán cualidades preciosas? entonces se verá que hay en el fondo del África una utilidad hoy ignorada; entonces, fecundadas por la mano del hombre, quizá se conviertan aquellas regiones en un no interrumpido oasis.

En ningún tiempo, en ningún país, se ha visto privada la industria humana del concurso de los agentes naturales, sin el cual nada hubiera producido; pero el número y la eficacia de los que la secundan va creciendo sin cesar, a medida que nuestros conocimientos se extienden y nuestros medios de acción se multiplican. Cada día, dice Coquelin50, se ingenia más el hombre en domar las fuerzas de la Naturaleza, sujetarlas a su imperio y hacerlas trabajar en provecho propio; cada día también logra sacar de ellas mejor partido. No hay descubrimiento en las ciencias, o al menos en las artes industriales, que no tenga por objeto, ya poner al servicio del hombre alguna fuerza natural todavía ignorada, ya utilizar mejor un agente conocido de antemano. Continuamente se descubren nuevas minas y canteras, se extiende el dominio de la tierra cultivable, se exploran los lagos y los ríos y se revelan nuevos mares a los ojos de los navegantes. La fuerza de la gravitación, que en los tiempos primitivos era casi siempre un obstáculo para el hombre, se ha convertido, gracias a los descubrimientos científicos, en uno de sus más poderosos auxiliares. La electricidad, que era un poder tan misterioso y tan rebelde, nos sirve ya para correspondernos instantáneamente a grandes distancias. El vapor, que antes se perdía en la atmósfera, reducido ahora a prisión en una caldera, arrastra con velocidad increíble nuestras personas, y nuestras riquezas. Finalmente, las potencias más secretas de la Naturaleza, lo mismo que las propiedades más íntimas de los cuerpos, vienen sucesivamente a rendirnos tributos Es esta una de las fases del progreso humano, y no ciertamente la menos digna de interés. Analícense todos los adelantos de la Industria, observa muy oportunamente J. B. Say51. y se verá que están reducidos a sacar mejor partido de las, fuerzas y de las cosas que la Naturaleza pone a disposición del hombre.




ArribaAbajo-IV-

Del trabajo.


El trabajo, hemos dicho, es la acción reflexiva y voluntaria de nuestras facultades físicas, morales e intelectuales, para satisfacer nuestras necesidades, o según la bella definición de Wolowski52, la acción del espíritu sobre sí mismo y sobre la materia.

En este sentido, no puede llamarse trabajo el respirar, comer, pensar sin objeto, etc., etc.; en una palabra, el ejercicio de las funciones naturales; porque no son acciones voluntarias y reflexivas, esto es, hijas de la voluntad y de la razón, sino de la sensibilidad y del instinto. Y así los irracionales no trabajan, hablando con toda propiedad, puesto que carecen de inteligencia y de libre albedrío.

Tampoco debe considerarse como trabajo el saltar, correr, bailar, etc., porque estos actos, cuando no son objeto de un arte, aunque intervenga en ellos la voluntad y se dirijan a satisfacer ciertas necesidades, no son dominados por la razón ni tienen el carácter de reflexivos.

La causa del trabajo es la voluntad guiada por la razón; su fin, la satisfacción de las necesidades humanas.

Mas, para que haya trabajo, no es necesario tampoco que se cumpla ese fin; basta que a él vayan encaminados nuestros esfuerzos; porque el trabajo, aunque esencialmente productivo, puede accidentalmente y por un error del entendimiento no dar producto alguno.

Las condiciones de todo trabajo productivo son:

1.ª Que sea ejecutado con inteligencia.

2.ª Que recaiga en un objeto útil.

3.ª Que se sirva de instrumentos adecuados a la obra.

Cualquiera de estas condiciones que falte, el trabajo se hace estéril y aún perjudicial.

El objeto del trabajo pueda ser el mismo sujeto, esto es, el hombre, cuyo cuerpo y cuyo espíritu constituyen muchas veces los agentes naturales de la producción. En cuanto a los instrumentos, el primero que emplea es sus propios músculos, a los cuales añade después otros artificiales que vienen a descargarle de una parte del esfuerzo. En este sentido ha podido decir Buffon: «la razón y la mano hacen al hombre».

El trabajo puede dividirse en físico, moral e intelectual, como las mismas facultades de que emana y las necesidades a cuya satisfacción se dirige. Pero a decir verdad, todo trabajo, por material que sea, tiene algo de racional, y en toda tarea de la inteligencia entra también por algo la fuerza física. Si algún trabajo se concibe puramente espiritual es la meditación, la comparación de las ideas ya adquiridas por el entendimiento, y aún este trabajo, para que conduzca a algún resultado práctico, es menester que sea auxiliado por los órganos corporales. El más estúpido peón de albañil, destinado a suministrar maquinalmente los materiales de la edificación, ejerce una función intelectual en que no podría reemplazarle el animal de más instinto, y el sabio más profundo no podría legarnos sus abstracciones si no se tomase la molestia de dictarlas o escribirlas.

No hay, pues, un solo trabajo que no exija la acción simultánea de todas nuestras facultades; sólo, que éstas se combinan en diversas proporciones según el género de producción a que se aplican, o lo que es lo mismo, que cada producción requiere el ejercicio de facultades diversas. El jornalero, el mozo de cuerda, no ejercitan las mismas que el sabio o el artista: los primeros emplean principalmente sus músculos; los segundos trabajan más con su inteligencia. La misma diversidad se observa en las operaciones de, que consta cada ramo de la producción. En una manufactura de algodón, por ejemplo, el tejedor no tiene que hacer uso de los mismos órganos que el capataz o el director de la fábrica; en un regimiento, el soldado no se sirve de las mismas facultades que el coronel o el médico

Por otra parte, el trabajo no es igualmente eficaz en todos los individuos y en todos los países: su potencia productiva varía según las aptitudes naturales, la instrucción y la moralidad del trabajador. Así los Ingleses sobresalen por el vigor, los Alemanes por la exactitud, los Franceses por el gusto. Cada raza, cada pueblo, cada hombre tienen por la Naturaleza un grado de habilidad y de fuerza que la educación puede desarrollar, pero no igualar, en términos de colocarlos todos al mismo nivel y hacerlos aptos para toda clase de producciones. La inferioridad nativa de ciertas personas como de ciertas variedades del género humano es hoy cosa averiguada, y así como jamás se dará a un caballo flamenco la ligereza del inglés o el árabe, así tampoco adquirirá un Caribe la inteligencia de un Europeo.

La educación, sin embargo, perfecciona los individuos y las razas. Las más felices disposiciones naturales para un oficio, para una profesión cualquiera, no sirven de nada cuando se carece de los conocimientos especiales que este oficio o esta profesión exige. Ya lo dijo, hablando de las letras, el insigne poeta y preceptista Horacio53: «ni el arte sin el ingenio, ni el ingenio sin el arte». Y aún debe comprender la educación, no sólo el aprendizaje, no sólo el cultivo de aquellas facultades que han de ejercitarse en la producción, sino también cierta instrucción general, cierto grado de cultura, necesario siempre para la mejor conducta del hombre. en los negocios de la vida. El trabajador instruido, dice J. Garnier54, es menos accesible a la influencia de la rutina y de las preocupaciones, comprende mejor las mejoras que conviene introducir en sus obras y aplica con más discreción los descubrimientos científicos y las conquistas de la experiencia. Pero más que la instrucción del trabajador importa todavía su moralidad; porque los gastos de vigilancia en cada empresa particular, los de policía y administración de justicia en cada Estado, dependen mucho de las costumbres, y cuando éstas son buenas, pueden disminuirse aquéllos y queda disponible una suma de riqueza o de trabajo mucho mayor para obras positivamente útiles. Además, que el trabajador honrado es más laborioso, conserva más tiempo su salud y sus fuerzas, hace economías, goza de crédito bastante para obtener capitales y elevarse a la categoría de empresario, educa bien a sus hijos y no se deja arrastrar por esas pasiones subversivas que tanto eco hallan hoy en los talleres y que ponen con tanta frecuencia en peligro la sociedad y el orden público.

De lo dicho se infiere que el trabajo tiene una jerarquía natural, dependiente del número y la extensión de las facultades que el trabajador ejercita. Aunque todos los trabajos sean honrados, no todos tienen igual mérito ni pueden aspirar a la misma estimación. Cuanta más inteligencia, cuanta más sensibilidad exijan, serán más nobles y meritorios; por el contrario, cuanto más se sirvan de los músculos, más bajo será el puesto que ocupen en la escala económica.

Esta jerarquía natural del trabajo viene a modificarla continuamente el progreso sustituyendo a la fuerza del trabajador una fuerza bruta más eficaz y menos costosa. Así en ciertas producciones se ve al trabajo humano cambiar sucesivamente de índole, y de puramente material que era al principio, al menos en las funciones inferiores, hacerse cada día más y más inteligente. Si examinamos, por ejemplo, dice Molinari55, la locomoción en sus diferentes períodos, no podrá menos de sorprendernos la importancia y trascendencia de las modificaciones que, bajo la influencia del progreso, ha sufrido en ella el trabajo. En su origen, el hombre mismo es el que trasporta los fardos, poniendo en acción su fuerza muscular, y así sucede todavía en algunos puntos de la India, donde los hombros de los coolies son los únicos vehículos que están en uso, tanto para el trasporte de los viajeros como de las mercancías. Pero se domestica. el asno, el camello, el elefante; se inventa el carro y el navío, Y desde este momento la índole del trabajo locomotivo varía completamente. La fuerza muscular ya no basta ni desempeña tampoco más que un papel secundario; lo que se emplea principalmente es la habilidad, la destreza. Sobreviene, en fin, el último progreso: el vapor se aplica a la locomoción, y aquellos aparatos, que antes necesitaban el concurso de cierta fuerza muscular, son reemplazados por una máquina, cuyos directores, fogoneros 6 mecánicos, apenas hacen uso mas que dé su inteligencia.

El trabajo constituye el medio y no el fin de la producción, la cual se dirige a la satisfacción de nuestras necesidades; y como el fin es siempre más importante que los medios, lo que importa es satisfacer nuestras necesidades con el menor esfuerzo posible, ya que no puedan satisfacerse sin esfuerzo alguno. De modo que el problema económico consiste en disminuir cada vez más y no en aumentar, como parece que suponen algunos utopistas56, el trabajo necesario para obtener una suma dada de riqueza.

El trabajo es una pena que se acepta como un mal necesario para evitar otro mayor, pues para el hombre no hay otra alternativa que ésta: o morir de privaciones, o vivir del sudor de su frente. Pero también la inercia y el ocio engendran un malestar que muchas veces llega a convertirse en una especie de enajenación mental, llamada por los ingleses spleen, y conduce hasta el suicidio. Sólo el reposo consuela y regocija, pero el reposo no es ocio, sin interrupción del trabajo57.

Los agentes personales de toda producción son tres, según J. B. Say: el sabio, el empresario y el operario. El primero proporciona los conocimientos, los principios y las reglas de la producción misma; el segundo reúne y combina los elementos productivos, y el tercero los pone en acción.

«Examínense sucesivamente todos los productos, dice el autor ya citado58 y se verá que han debido su existencia a tres operaciones distintas. ¿Se trata de un costal de trigo o de un tonel de vino? Ha sido preciso que el naturalista o el agrónomo conociesen el curso que sigue la Naturaleza en la producción del grano o de la uva, el tiempo y el terreno favorables para la siembra o la plantación y los cuidados que aquéllas plantas exigen si han de llegar a su desarrollo completo. El colono o el propietario ha aplicado después estos conocimientos a su posición particular, ha reunido los medios de obtener un resultado útil y removido los obstáculos que podían impedirlo. Finalmente, el jornalero ha labrado y sembrado la tierra, podado la vid, segado y trillado la mies, arrancado y exprimido la uva, etc., etc. Por todas partes la industria se compone, de la teoría, la aplicación y la ejecución: sólo cuando una nación sobresale en estas tres operaciones, es cuando llega a ser verdaderamente industriosa.»

Compréndese, por lo demás, fácilmente que una misma persona puede reunir los caracteres de sabio, empresario y operario, y así sucede, en efecto, al menos hasta cierto punto. El empresario coopera a la producción, no sólo con su trabajo, sino también con sus conocimientos; el operario emplea también en ella su habilidad, y el sabio tiene que hacer, para producir algún esfuerzo manual o físico.

Se llama industria el conjunto de las aplicaciones del trabajo humano: de modo que en Economía política, se designan con este nombre, no sólo las fábricas, las manufacturas y los oficios, como sucede generalmente, sino también la agricultura, el comercio, y hasta las nobles artes y las profesiones liberales.

Hay, pues, varias clases de industria; pero todas ellas pueden reunirse en dos grandes grupos: industrias objetivas, que son las que en el lenguaje vulgar se llaman simplemente industrias, y que obran sobre las cosas, sobre los objetos del mundo exterior; e industrias subjetivas antropológicas, llamadas comúnmente profesiones, que tienen por objeto al hombre mismo, es decir, al sujeto de la producción. Enumeraremos ahora las especialidades que comprende cada uno de estos dos grupos.


ArribaAbajoIndustrias objetivas.

1.ª Industria extractiva, que se ocupa en extraer de la tierra y de las aguas, sin darles preparación alguna, las cosas útiles que contienen. Comprende la minería, la cantería, la pesquería, la cacería y la leñería, o sea la corta de leña y de madera.

2.ª Industria agrícola, que se dedica al cultivo de la tierra y comprende la agricultura propiamente dicha: esto es, las plantaciones alimenticias, como son los granos, frutas, legumbres, hortaliza y pastos; las plantaciones recreativas, a saber, floricultura y jardinería; las plantaciones textiles y tintoriales, y las plantaciones medicinales.

3.ª Industria de la cría de animales, cuyo objeto indica suficientemente su título, y que comprende las varias especies de ganadería, o sea de industria pecuaria, la piscicultura, la cría del gusano de seda, la de la abeja, la de los animales domésticos, etc., y la recolección de sus productos.

4.ª Industria manufacturera o fabril, que prepara y trasforma las materias que le suministran las industrias anteriores. Comprende las fábricas, las manufacturas, las artes mecánicas, los oficios y las profesiones que se encargan de dirigirlos.

5.ª Industria locomotiva, distinta del comercio, con el cual se confunde ordinariamente, que tiene por objeto trasportar las cosas y las personas por tierra, por mar y por ríos o por canales navegables. Comprende los trasportes y la navegación.

6.ª Industria mercantil, comúnmente llamada comercio, cuyo oficio es servir de intermediaria entre el productor y el consumidor, proporcionando a éste los artículos de su uso en la cantidad y de la calidad que los necesita.




ArribaAbajoIndustrias subjetivas.

1.ª Industria de la educación, que tiene por objeto cultivar la razón y la conciencia, afirmando en ellas la idea y el sentimiento del deber. La ejercen los padres y los preceptores.

2.ª Industria de la enseñanza, que tiende a desarrollar las facultades intelectuales y es desempeñada por los maestros de todas las ciencias y todas las categorías.

3.ª Industria artística, que se ocupa en. cultivar la imaginación y la sensibilidad y comprende todas las nobles artes.

4. Industria del gobierno, cuya misión es garantizar la libertad y la propiedad de los ciudadanos. Comprende los legisladores, los gobernantes propiamente dichos, los funcionarios públicos, la magistratura y todas las profesiones que la auxilian, como son el ejército, la armada, la policía, los abogados, escribanos, procuradores, etc.

5.ª Industria sanitaria, que tiene por objeto la conservación de la salud y la curación de las enfermedades. Comprende la medicina, la cirugía, la gimnasia y todas las profesiones que la secundan, ya auxiliándolas en sus operaciones, ya cuidando por sí mismas del desarrollo del cuerpo humano.

Tal es la clasificación de las industrias que nos ha parecido menos imperfecta. En todas ellas entra el trabajo como el primer elemento productivo, y todas ellas exigen en mayor o menor proporción su concurso. Sin trabajo no hay producción posible: el trabajo es el que da a los objetos naturales, si no la utilidad, si no la capacidad de satisfacer nuestras necesidades, porque ésta, como ya hemos visto, reside esencialmente en ellos, al menos las cualidades propias para desempeñar el mismo oficio: por el trabajo hemos dominado a la Naturaleza, convirtiéndola en humilde esclava de nuestros mandatos: el trabajo, en fin, es la esencia misma de nuestro ser, la condición indispensable de nuestra existencia.






ArribaAbajo-V-

Del capital.


§.º CONSIDERACIONES GENERALES. -La voz capital tiene en el lenguaje vulgar, de donde la ha tomado la ciencia, diversas acepciones.

Así en el caso de un préstamo se dice capital por oposición a interés. El capital es entonces sinónimo de principal y significa la suma o el valor prestado, como el interés significa la indemnización anual pagada por el deudor.

Cuando se habla de un hombre rico, la palabra capital se emplea como opuesta a la de renta, y comprende indistintamente todos los bienes que ese hombre posee, menos los que destina anualmente a la satisfacción de sus necesidades.

Entre los economistas hay dos maneras de considerar el capital.

Los unos, con J. B. Say y Mac-Culloch, quieren que por capital se entienda el conjunto de productos acumulados, de cualquier clase que sean y a cualquier objeto que se destinen, ya sirvan sólo para la subsistencia del hombre, ya sean aplicables a una nueva producción.

Los otros, con Rossi, a cuya opinión se acercan mucho A. Smith y Malthus, limitan la significación de la palabra capital a aquella parte de la riqueza individual o social destinada a la industria.

Por nuestra parte seguiremos a Rossi, llamando haber a todos los bienes de una persona, de cualquier clase que sea, y reservando lal denominación de capital para el producto o productos empleados reproductivamente.

El capital no constituye, pues, toda la riqueza. Los cuadros, las alhajas, la vajilla de oro y plata, son riqueza, pero no son capitales, porque no se destinan a la producción, sino al recreo o al adorno del hombre. La casa que un arquitecto construye forma también parte de la riqueza, pero no pasará a la categoría de capital mientras no se destine, por ejemplo, a servir de taller o tienda. En una palabra, la riqueza no se convierte en capital sino en virtud del destino que se le da, y a diferencia del fondo de consumo, inmediatamente aplicable a nuestros placeres o nuestros caprichos, a la idea de capital va siempre unida la de actividad productiva59.

«Los capitales, dice Flórez Estrada60, no consisten sólo en dinero; toda especie de riqueza es apta para formarlos, y sin dinero puede haber capital que no llegaría a serlo si el dinero no se cambiase por otra riqueza. Un fabricante, por ejemplo, si posee todos los materiales que manufactura y los artículos que sus operarios consumen, aunque no tenga cantidad alguna de dinero, posee un capital con que producir riqueza; por el contrario, si carece de las primeras materias que se elaboran en su fabrica, por más dinero que tenga no podrá producir riqueza alguna.»

Lo que el capital hace en la producción es proporcionar el abrigo, la protección, los utensilios o instrumentos, los materiales que exige el trabajo, alimentar y mantener a los trabajadores durante su tarea: todo lo que se destine a estos usos, todo lo que suministre al trabajo aquellos elementos, es capital.

Puede haber, sin embargo, riqueza que sea productiva para su dueño y no lo sea para la sociedad, como sucede con la que se toma prestada para emplearla improductivamente. El prestador percibirá, sin duda, un interés por ella; pero, no habiendo nueva producción, será preciso pagarle del haber del prestamista61, y por consiguiente la riqueza social se encontrará disminuida en una suma igual a la que ese interés representa. Ahora bien: la riqueza de que se trata no debe considerarse como capital; porque el alquiler de un producto cualquiera no altera en nada su categoría, y la única circunstancia a que atiende la ciencia para clasificarle como corresponde, es el uso que de él se haga. Destinado a la producción, aunque no pertenezca al que le emplea y aunque no dé ganancia alguna al dueño, forma parte del capital social, puesto que aumenta la riqueza ya existente: empleado de una manera improductiva, por más que el propietario reporte de él una renta, constituye para la sociedad una verdadera pérdida. No todo lo que es capital para el individuo lo es para la nación, y viceversa.

Dividen algunos autores el capital en productivo e improductivo, pero es porque comprenden bajo este nombre, no sólo la suma de productos destinados a la reproducción, sino toda la riqueza. Tomada la palabra capital únicamente en el primer sentido, semejante división no tiene razón de ser y cae desde luego por su base.

Más aceptable es la que hacen otros autores, distinguiendo capitales activos e inactivos, porque, en efecto, puede suceder que algunos de ellos se hallen momentáneamente sin empleo, ya por la indolencia o ineptitud de sus dueños, ya por circunstancias extrañas a la voluntad de los mismos.

Pero la mejor división de los capitales es la que se funda en las diversas funciones que desempeñan en la producción, y bajo este punto de vista, el capital comprende:

1.º Provisiones; 2.º materias primeras; 3.º materias auxiliares; 4.º construcciones industriales; 5.º máquinas; 6.º aptitudes.

Llamamos provisiones a los artículos que sirven para la subsistencia del trabajador, cualquiera que sea su categoría o el oficio a que se dedique: tales como víveres; vestidos, habitaciones y demás que se reserva el mismo trabajador, o se le entrega en dinero o en especie, para atender a sus necesidades, antes o después determinadas las operaciones productivas. Pero si estos artículos se consumen por un individuo que no tenga el carácter de trabajador, ya no serán capital, porque no se destinan a la producción, como tampoco lo serán aquellos que, aún cuando consumidos por un trabajador, no se consideren indispensables para la satisfacción de sus necesidades legítimas. Así, por ejemplo, será capital todo lo que gaste en mantenerse un zapatero o un médico laborioso, pero no lo que consuma un vagabundo o un mendigo.

Denominamos materias primeras a los materiales, ya en bruto, ya elaborados, en los cuales recae el trabajo, y que después forman la base del nuevo producto, como, por ejemplo, la madera en la producción de una mesa, el hierro en la de unas tenazas, la harina en la del pan, el cuero en la de los zapatos, etc.

Damos el nombre de materias auxiliares a los materiales que se emplean en la producción, pero que no se incorporan al nuevo producto; v. gr., el carbón para una fragua, la pólvora que se gasta en la caza y en los trabajos de las minas, el ácido sulfúrico en la depuración del aceite, etc., etc.

Entendemos por construcciones industriales los talleres, los almacenes, los puertos de mar, los canales de navegación y de riego, las carreteras y domas medios de comunicación.

Calificamos de máquinas cuantos instrumentos animados e inanimados sirven para auxiliar el trabajo, a saber: los animales destinados a la labranza, al trasporte y a la custodia de las propiedades; los que, como la abeja y el gusano de seda, rinden por sí mismos ciertos productos; las tierras preparadas ya para el cultivo; las aguas que se aprovechan para motores, para la navegación y el riego; los utensilios, herramientas y aparatos que se emplean en la industria.

Por último, designamos con la palabra aptitudes las dotes morales, físicas o intelectuales adquiridas por el trabajador, la economía, la sobriedad, el amor al trabajo, la habilidad, la destreza y los domas conocimientos científicos, artísticos, y literarios que la educación proporciona.

Todos los objetos enumerados, pertenecen a la categoría de capital, porque todos son otros tantos productos destinados a la producción; pero entre ellos hay algunos que se absorben o funden en aquel a cuya formación concurren, desapareciendo después de terminada, esto es, inutilizándose para formar productos iguales, o sea para prestar en el mismo género de producción iguales servicios, mientras que otros se gastan, se deterioran más o menos, pero no desaparecen completamente en cada operación productiva, sino que contribuyen a la formación de varios productos sucesivos. Así, por ejemplo, el sebo y el álcali, que constituyen el jabón, se destruyen como tales en el acto de la saponificación, embebiéndose, por decirlo así, en el jabón mismo, y terminando aquí, el papel que desempeñan en esta industria, bien que, fundidos en el producto, puedan emplearse después en otra, a título de materias primeras o de materias auxiliares. Por el contrario, las máquinas o aparatos que sirven para fabricar el jabón, sufren en este acto un deterioro, una usura más o menos considerable; pero subsisten durante algún tiempo, y sólo se inutilizan al cabo de cierto número de producciones. Analícense las operaciones de las demás industrias, y se observará el mismo fenómeno.

Toda producción implica, pues, la destrucción total de algunos capitales, y parcial de otros. Llamaremos a los primeros capitales permanentes, y a los segundos capitales transitorios62.

Son capitales permanentes las construcciones industriales, las máquinas y las aptitudes.

Son capitales transitorios las provisiones, las materias primeras y las materias auxiliares.

Unos y otros concurren a la producción en proporciones diversas, según las industrias a que se aplican; es decir, que hay industrias que exigen más capital permanente que transitorio, y viceversa. Entre las primeras, citaremos las filaturas de algodón; entre las segundas, las tiendas de especias: el capital transitorio predomina en el comercio; el capital permanente en las manufacturas y las fábricas.

Ahora conviene observar que todo capital se forma por el ahorro, es decir, reservando el producto en todo o en parte para aplicarlo a una nueva producción, porque, en efecto, si todos los que producen y los que viven del trabajo de los demás no reservasen nada con dicho objeto, el capital no existiría, o por lo menos no se aumentaría nunca. Las personas mismas que gastan en su subsistencia todo lo que producen, economizan por lo menos la parte que constituye sus provisiones, la fracción de producto que necesitan para subsistir hasta que hagan una nueva operación productiva. Hay, pues, ahorro aún en este estado económico, que es el más sencillo y rudimentario, puesto que las personas de que se trata producen más de lo que gastan, o gastan menos de lo que producen, y podemos afirmar, sin temor de equivocarnos, que todo capital es el resultado del ahorro.

El capital, sin embargo, dice Stuart Mill63, se mantiene, más que por la conservación, por la reproducción continua. La mayor parte de la riqueza que posee hoy una nación cualquiera, ha sido producida en el trascurso del año. Sólo una pequeña, porción de ella existía ya hace tiempo; por ejemplo, los edificios, las naves, las máquinas, las vías de comunicación, y aún estos objetos hubieran perecido si no se hubiese cuidado de repararlos oportunamente. Todos los demás se destruyen por el uso mismo a que se los destina, o por mejor decir cambian de forma en virtud de este uso, desapareciendo y reapareciendo en cada operación productiva. Sucede con el capital lo mismo que con la población: todos los años muere cierto número de individuos, pero nacen otros tantos, poco más o menos, y la especie se perpetúa, aún cuando gran parte de los que la componen no cuente un día de existencia.

Esta reproducción continua del capital explica, según el autor ya citado64, la rapidez con que una nación repara los estragos de que ha sido víctima, ya sea por un temblor de tierra, por una inundación, por un huracán, o lo que es peor todavía, por la guerra. Un enemigo invade a sangre y fuego un país, se lleva la riqueza que puede, y quema o destruye el resto. Los habitantes huyen, se ven reducidos a la miseria, y sin embargo, al cabo de algunos años el país recobra su aspecto ordinario, y no queda ni vestigios de la calamidad pasada. ¿Por qué? Porque lo que ha destruido el enemigo estaba destinado a la destrucción, y la riqueza que los habitantes reproducen tan rápidamente, hubieran tenido que reproducirla del mismo modo. Toda la diferencia consiste en que durante la reproducción no han podido vivir sobre el producto anterior, y han tenido que imponerse mayores privaciones; pero como la población subsiste, encuentra en su inteligencia, que conserva todavía; en sus tierras, que no han perdido la fertilidad; en sus construcciones industriales, que no han desaparecido completamente, todo lo que necesita para producir y reparar pronto sus pérdidas.

El capital, según Flórez Estrada65, contribuye de cuatro modos a facilitar la producción:

1.º Multiplicando los empleos del trabajador.

2.º Disminuyendo la intensidad del trabajo.

3.º Aumentando los productos.

4.º Perfeccionándolos.

Multiplica los empleos del trabajador, porque, no funcionando el capital por sí mismo, cada aplicación de él necesita una nueva aplicación de la fuerza y la inteligencia del hombre. Así, por ejemplo, se emplean más brazos en la locomoción hoy, que se hace por el vapor y la fuerza animal, que cuando se verificaba llevando el porteador acuestas las mercancías.

Disminuye la intensidad del trabajo, porque, auxiliándole en la producción, el capital se encarga de una parte más o menos grande de la tarea que el trabajo debía desempeñar. Así se trabaja menos pata preparar una fanega de tierra a la siembra cuando se labra con el arado que cuando se remueve con un palo puntiagudo, como hacen los salvajes.

Aumenta los productos, porque, sin el capital, no podría obtenerse la mayor parte de los que, gracias a su ayuda, adquirimos. No cogeríamos el trigo en los países donde no se cría espontáneamente, sin tener de antemano semilla; no cortaríamos un árbol, ni haríamos con él una mesa, sin poseer antes un hacha, una sierra, etc.

Perfecciona los productos, porque les comunica cualidades y formas de que el trabajo, por sí solo, no hubiera podido dotarlos nunca. El algodón, por ejemplo, podría hilarse a mano, como se hacía hasta el último tercio del siglo pasado; pero con las máquinas inventadas por Arkwright, además de hilarse una cantidad mil veces mayor que con el uso común, se obtiene un hilo de una finura e igualdad que no era posible lograr con este instrumento.

Tales son los efectos de la intervención del capital en las operaciones productivas: por ellos puede juzgarse de la influencia que tiene en el desarrollo de la industria y en la condición de los pueblos.

Bastiat afirma66 que el progreso de la humanidad coincide con la rápida formación de los capitales; y en efecto, todo nuevo capital supone un obstáculo de la naturaleza vencido, una fuerza física domada, una disminución de esfuerzo y de sufrimiento por parte del hombre, o lo que es lo mismo, un aumento de sus goces, una satisfacción más amplia de sus necesidades.

Baudrillart sostiene67 que la cantidad de capital y no la de riqueza es la que determina el estado de civilización de un país cualquiera; porque la riqueza acumulada bajo diversas formas no significa más que la economía de las generaciones pasadas, mientras que el capital atestigua la actividad de la generación presente. Con grandes riquezas un pueblo puede vivir en el ocio y el embrutecimiento: los grandes capitales son una prueba de laboriosidad y de inteligencia.

Por último, Coquelin. observa68 que, conforme el capital aumenta, la industria se abre nuevas vías, y aún en las ya conocidas procede de una manera más amplia y más provechosa.. Compárese, si no, bajo este punto de vista, la situación de la Inglaterra y los Estados Unidos, tan ricos en capitales, con la de la mayor parte de los pueblos del continente europeo, tan desprovistos generalmente de ellos. El espíritu de empresa es activo en la primera de las naciones citadas, y más aún en la segunda; la agricultura y la industria manufacturera, cuentan allí con los mejores instrumentos que se conocen y el trabajo opera en las mejores condiciones posibles; mientras que en los demás países está muy lejos de ser tan satisfactoria su situación económica.

§ 2.º DEL CAPITAL-TIERRA. -Hemos enumerado entre los capitales las tierras y las aguas, considerándolas como producto destinados a la reproducción; y sin embargo, la mayor parte de los economistas les niegan este carácter, creyendo que concurren a las operaciones productivas sin preparación alguna, esto es, que para contribuir a la producción no necesitan antes, como los capitales, ser apropiadas por el trabajo, convertidas en productos, o bien que esta apropiación se verifica sin esfuerzo, sin dificultad alguna para el hombre.

De aquí el haber hecho de las tierras y las aguas un elemento productivo especial, distinto de los capitales y del trabajo, que los autores llaman, como ya dijimos oportunamente69, agentes naturales apropiados, para que no se confundan con el viento, la lluvia, el calórico, la electricidad y otras fuerzas de la Naturaleza, no susceptibles según ellos de apropiación, y que por lo mismo califican de agentes naturales no apropiados.

De aquí también el haber atribuido a las tierras y las aguas una virtud propia, peculiar, privativa de estas sustancias, y que no se encuentra en los demás elementos de la producción, ni en el trabajo, ni en el capital, tal como los partidarios de esta doctrina le conciben, esto es, bajo la forma de máquinas, de instrumentos, de edificios, de provisiones y de primeras materias; virtud que A. Smith llama potencia indestructible del terreno; Ricardo, facultades productivas, primitivas e imperecederas de la tierra; Cousiderant, capital primitivo e increado; H. Passy, fuerzas o facultades naturalmente productivas, etc.

Ahora bien: este es un error gravísimo que conviene destruir antes de pasar adelante.

En primer lugar, las tierras y las aguas, en su estado nativo, no tienen más virtud productiva que los demás objetos o fuerzas de la Naturaleza. Son elementos que ayudan al hombre en la producción, del mismo modo y con el mismo título que el viento, la lluvia, el calórico, la electricidad, la afinidad, la gravitación, etc. Producen si se combina, con ellos, si viene en su auxilio y les presta su concurso la actividad humana; de lo contrario, son absolutamente improductivos: tienen, como todas las cosas, una utilidad natural absoluta; pero esta utilidad, ni más ni menos que la que encierra el Universo todo, no se revela para el hombre, no se hace para él efectiva, sino por la intervención del trabajo.

Se dirá: las tierras y las aguas pueden considerarse como una máquina de producción, completamente formada por la Naturaleza, puesto que en su estado nativo convidan ya al hombre con sus frutos espontáneos, con los minerales, vegetales y animales que encierran en su seno o brotan en su superficie, y aunque para apoderarse de ellos tiene que intervenir el trabajo, también intervienen para producirlos las tierras y las aguas; de modo que son dos los elementos de esta producción, a saber: la madre tierra, la materia terrestre, las dos sustancias que constituyen nuestro globo, y la actividad humana; por consiguiente, las tierras y las aguas hacen aquí las veces de un capital especial, a cuya formación no ha contribuido el trabajo, que nada tiene de común con los demás capitales y al cual podríamos llamar capital no producido, o bien capital primitivo, capital natural, capital increado, para valernos del lenguaje mismo de los autores.

Toda esta argumentación se apoya en la confusión de dos ideas distintas: productividad y fecundidad. Sin duda que la tierra, considerada en conjunto, es fecunda, por cuanto da origen naturalmente, sin que el hombre ponga nada de su parte, a una porción de seres más o menos útiles para el hombre mismo; pero a este título lo son igualmente el aire, la luz, la humedad y todas las demás fuerzas físicas y químicas que con la tierra contribuyen al nacimiento de esos seres, y sin cuyo concurso no se verificaría. El calórico, sobre todo, puede considerarse como el elemento más fecundo de la Naturaleza, puesto que, cuando no obra con cierta intensidad, la tierra misma se hace estéril e incapaz de sus más preciosos frutos, como se ve en las zonas polares y en la región de las nieves perpetuas, donde cesa toda vegetación, y parece como que se esconde, que se hunde la vida en las entrañas de nuestro planeta.

Pero si la tierra es fecunda, no por esto puede decirse que sea por sí sola productiva. Producir no es favorecer directamente el desarrolló orgánico de los gérmenes que Dios ha depositado en el globo terrestre, como hacen la tierra, las aguas y todos los agentes naturales: en este sentido no sería productivo el trabajo, el cual no puede hacer otra cosa que dirigir y enderezar a un fin dado la acción de tales agentes: la producción, como ya hemos dicho70, consiste en la apropiación, en la asimilación a nuestro organismo de todo lo que es útil para su perfeccionamiento, de todo lo que puede servir a la satisfacción de las necesidades humanas.

Las tierras y las aguas, en su estado nativo, ¿apropian por sí mismas los objetos útiles que contienen? No: porque no son las tierras, sino sus frutos espontáneos, los vegetales, minerales y animales que existen en su superficie o en su seno, los que, ayudados del trabajo, cubren nuestra desnudez o sacian nuestra hambre; no son las aguas, sino algunas gotas de este líquido, las que, con el auxilio del mismo elemento productivo, vienen a apagar la sed de nuestros labios. Luego ni las tierras ni las aguas tienen por sí solas productividad natural alguna; luego no son un capital primitivo e increado, como dicen algunos economistas.

Más claro. El hombre que produce, por ejemplo, una bellota, no se sirve para esta producción del terreno en que el fruto ha brotado, sino de la bellota misma pendiente del árbol y del esfuerzo de sus brazos, que la arrancan de las ramas y se la acercan a la boca. ¿Y por qué no se sirve del terreno? Porque no ha hecho ningún trabajo en él, porque no ha modificado su constitución física, porque no ha alterado en nada sus propiedades, porque no le ha apropiado para la satisfacción de las necesidades humanas; no ha hecho más que apropiar la bellota. Decir que en la confección de este producto, como tal producto, entra por algo el terreno en que se cría, sólo porque la encina es una dependencia del mismo, valdría tanto como sostener que concurre a la producción de. la bellota todo el globo terrestre, puesto que de él forma parte ese terreno y no puede existir el uno sin el otro.

De igual manera, el aguador, que produce un cántaro de agua del río, no se sirve, para obtener el producto, del mismo río de donde toma el agua, sino de cierta cantidad de este líquido, del cántaro y de la acción de sus músculos; porque no aplica su trabajo al río, no varía su cauce, no tuerce su curso, no introduce en él modificación alguna. Y si se admitiera lo contrario, si se considerase, el río como un elemento productivo del cántaro de agua, en atención a que el segundo procede del primero, con la misma razón deberían considerarse como otros tantos elementos de esta producción los manantiales donde ese río tuviese origen, las lluvias que, filtrándose en la tierra, hubieran formado el manantial, las nubes que descargaron las lluvias, y los vapores de que se formaron las nubes.

Lo repetimos: ni las tierras que forman la superficie del Globo, ni las masas de agua que cubren una gran parte de la misma, concurren nunca a la producción de un modo directo; sino que, como todos los capitales, necesitan antes ser apropiadas, convertidas en producto; necesitan recibir, y en efecto reciben, ciertas modificaciones, sin las cuales no tendrían la aptitud que requiere el uso a que se las destina.

Estas modificaciones son, respecto de las tierras, la ocupación, el desmonte y la roturación; respecto de las aguas, la ocupación y el encauzamiento.

Las tierras, en efecto, no pueden ponerse en cultivo sin establecer en sus inmediaciones algunos medios de defensa, sin acotarlas por medio de ciertas señales, rodearlas de una cerca construir junto a ellas edificios de explotación, abrir senderos que conduzcan al sitio en que se hallen, etc., etc.

Las aguas no pueden tampoco servir de motores o emplearse para el riego y la navegación, sin que preceda la toma de posesión efectiva de ellas con la adopción de algunas medidas que las defiendan e impidan su aprovechamiento por otras personas.

Esto es lo que se llama ocupación.

Pero aún no basta, por lo común, semejante trabajo para hacer concurrir a la producción las aguas y las tierras; todavía falta dar dirección a las primeras, abrirles un hoyo prolongado por donde corran al punto que se desee, o lo que es lo mismo, encauzarlas; aún es preciso limpiar las segundas de las plantas nocivas, de los detritus de la vegetación que las cubren, desecar los pantanos que las inundan, romper su seno con el arado o la azada; en una palabra, desmontarlas y roturarlas.

Todas estas operaciones, ejecutadas en parte por los mismos propietarios, en parte por el Gobierno con los fondos que ellos le suministran como contribuyentes, constituyen una verdadera capitalización de las tierras y las aguas, puesto que las apropian, las convierten en productos destinados a una producción ulterior, que es el carácter de todos los capitales.

No hay tierra alguna que no haya sido ocupada, desmontada y roturada; no hay tampoco aguas que no hayan sido ocupadas y encauzadas, antes de emplearse directamente como elementos productivos. El encauzamiento, el desmonte y la roturación son operaciones que se ejecutan diariamente a nuestra vista; porque todos los días se están poniendo en cultivo montes y prados, todos los días se están haciendo derivaciones de los ríos, y el más rudo labriego sabe que, para lo primero, se empieza por desmontar y roturar las tierras; para lo segundo, por dar a las aguas un cauce por donde puedan correr a su destino.

Lo que no podemos observar en Europa es la ocupación, porque hace tiempo que tanto las tierras como las aguas se hallan ocupadas en esta parte del Mundo. Pero trasladémonos por un momento a la época de las primeras inmigraciones, de las primeras tribus que vinieron del Asia a poblar nuestros climas, y veremos cuántos esfuerzos, cuántos sacrificios, qué duros y penosos trabajos debieron hacer para tomar posesión de las tierras y las aguas. Emprender un largo viaje en el cual perecerían muchos de sus individuos; abrirse paso a través de los bosques que cubrían la tierra virgen; atravesar a nado quizás los lagos y los ríos; sufrir los rigores de un clima insalubre; levantar chozas en que albergarse; defenderse, en fin, de las fieras y de las tribus enemigas, ¿no es todo esto bastante para; constituir una verdadera apropiación de las tierras y las aguas? Pues recordemos el establecimiento en las costas de Italia y de España de las colonias venidas de la Grecia, de Tiro y de Cartago; abramos la historia de la invasión de los Suevos, los Godos, los Vándalos y los Alanos, y nos convenceremos de que tuvieron que ejecutar las mismas o análogas operaciones. Y no se diga que la ocupación hecha por estos pueblos fue una conquista, una usurpación violenta, puesto que las tierras y las aguas de Europa se hallaban ya a su venida ocupadas por los indígenas, y que la fuerza no puede nunca considerarse como un título legítimo de apropiación: nosotros prescindimos aquí de la legitimidad o ilegitimidad del hecho, que, sin embargo, tiene su prescripción jurídica, y nos limitamos a consignarle como un argumento histórico en favor de la teoría económica.

¿Qué sucedió, por otra parte, en el descubrimiento del Nuevo Mundo? Millares de aventureros, siguiendo las huellas de Cristóbal Colón, se lanzaron al Océano en busca de nuevas tierras. Los trabajos de la ocupación, dice Molinari71, eran entonces objeto de una industria especial que ejercían los descubridores, cediendo al Gobierno de su país, en cambio de honores y pensiones, las tierras ocupadas; y como éste no poseía los recursos necesarios para el desmonte y la roturación, las vendía después en lotes más o menos considerables a las personas que querían cultivarlas.

Se ve, pues, que las tierras y las aguas son unos verdaderos productos debidos al trabajo del hombre; sólo que no se emplean directamente en satisfacer sus necesidades, sino que se destinan a la producción, y por esta razón pueden y deben comprenderse entre los capitales.

§ 3.º DEL CAPITAL-MÁQUINAS.- Hemos dado este nombre a todos los instrumentos animados e inanimados, que sirven para auxiliar el trabajo, y los hemos incluido entre las diversas clases de capital. Participan, pues, como es natural, de todas las virtudes de éste, y no solamente multiplican los empleos del trabajador, sino que disminuyen la intensidad del trabajo, y aumentan y perfeccionan los productos; pero todavía estas virtudes son más palpables en las máquinas que en los demás capitales.

Las máquinas en efecto, utilizando las fuerzas de la Naturaleza, producen más mejor y más barato que el hombre auxiliado sólo de sus brazos. En comprobación de esta verdad, citaremos algunos ejemplos que tornamos del Diccionario de la Economía política72.

Según Homero, doce mujeres estaban constantemente ocupadas en casa de Penélope, la reina de Itaca, en moler el grano necesario para la familia; mientras que ahora el molino de agua más sencillo muele en un día tanto como ciento cincuenta hombres. Funcionando este molino 300 días al año, cuesta unos 40 reales diarios; mientras que los hombres, a razón de 6 reales de jornal cada uno, costarían al menos 900 reales. Resulta, pues, una economía de 860 reales diarios.

En los Pirineos, donde se ha conservado el método antiguo de fabricación del hierro y se encuentran todavía forjas análogas a las que han debido usarse en tiempos muy remotos, puede calcularse aproximadamente que la cantidad de hierro correspondiente al trabajo diario de un hombre, con esas forjas, es de unos 6 kilogramos. Pues bien, la industria moderna ha construido altos hornos, que son verdaderos edificios, y que pueden dar de 3 a 5.000 kilogramos de fundición con el carbón de leña, y de 10 a 18.000 con el coke; de modo que cada obrero produce diariamente unos 150.000 kilogramos de hierro, o lo que es lo mismo, veinticinco veces más que en las antiguas forjas.

Hace menos de un siglo, las fábricas inglesas de algodón no alimentaban más que el consumo interior, que era por término medio un decímetro de tela por individuo: ahora dan de 16 a 18 metros y exportan cantidades considerables. Los precios bajan todos los días: hoy son cinco veces menores que hace veinticinco años, y doce veces menores que hace cincuenta. Ese tejido suave, cómodo elegante, antes tan caro y tan poco común, está ya al alcance de todas las fortunas; una gran metamorfosi se ha verificado en la vida doméstica; el gusto y el hábito del aseo se han generalizado en Inglaterra; es casi una revolución en las costumbres.

Nadie ignora estos o parecidos hechos, y así es que no se niegan los prodigiosos efectos de las máquinas ni la economía de fuerzas productivas que se obtiene de ellas; pero se dice: esta economía de los unos está compensada con la pérdida de los otros, y en último término la sociedad se empobrece tanto cuanto importa el trabajo economizado por la máquina, y de que se priva a los operarios a quienes aquélla deja sin empleo.

Por manera que, según esta singular teoría, la sociedad es tanto más pobre cuantas más máquinas hay, o lo que viene a ser lo mismo, cuanto más adelantada se halla porque toda máquina supone un adelanto, un progreso intelectual por lo menos y el día en que las máquinas libren al hombre de la mayor suma de trabajo posible, es decir, en que la humanidad haya llegado a la mayor suma de perfección que le es dado alcanzar en la tierra, aquel, día será también el de su mayor miseria.

Tan absurdas deducciones han hecho vacilar a los adversarios de las máquinas; pero, no convencidos todavía de su error, han reproducido por boca de Sismondi73 la misma objeción con algunas modificaciones. Ya no sostienen que las máquinas sean siempre perjudiciales; ya admiten que cuando el consumo excede a los medios de producir, se hace un beneficio a la sociedad con cada nueva invención que aumente estos medios; pero persisten en creer que cuando la producción basta para satisfacer las necesidades ordinarias, toda invención es una verdadera calamidad pública.

Ahora bien: este razonamiento cae por tierra con sólo observar que las necesidades, como ya oportunamente dijimos74, no son una cantidad fija e inmutable, y por consiguiente que el caso en que se consideran como ventajosas las máquinas, aquel en que la producción no alcance a abastecer el consumo, es precisamente el más general, el que sucede todos los días.

Cierto, dice a este propósito J. B. Say75, que las máquinas dejan por de pronto sin empleo una porción de brazos; pero reduciendo el coste de los productos, haciendo descender su precio, dan lugar a un aumento de consumo, el cual a su vez reclama un aumento de producción indefinida, de donde resulta que al cabo de algún tiempo, no sólo dan trabajo a tantos operarios como se empleaban antes de introducirse aquéllas, sino a un número mucho mayor; de modo que son un bien para la sociedad en general, al mismo tiempo que para la clase trabajadora. En apoyo de este raciocinio, invoca J. B. Say el desarrollo de dos grandes industrias, bien modestas en sus principios, pero que por la aplicación de la maquinaria han llegado a ser el tronco de un sinnúmero de ramas, ocupando mil veces más brazos que antes: estas dos industrias son la imprenta y las filaturas. Podrían citarse otras muchas y probar con la estadística en la mano que, al cabo de cierto tiempo, toda industria nueva da ocupación, ya directa, ya indirectamente, a un número de trabajadores mucho mayor que la que ha venido a reemplazar en el mundo económico.

Siempre será, sin embargo, la demostración de J. B. Say incompleta; porque, partiendo del principio de que la introducción de una máquina ha de dar lugar a un aumento de consumo, podría deducirse de aquí que en el caso, rarísimo a la verdad, de que este aumento no se obtuviese, la máquina perjudicaría a los trabajadores, siendo así que de todos modos los favorece, proporcionando a la sociedad ocasión de economizar el capital necesario para mantener el trabajo excedente; de modo que si además abarata los productos y aumenta por consiguiente su venta y activa así la producción, haciendo surgir nuevas industrias, ésta será una circunstancia que deberá tenerse en cuenta para apreciar la importancia de la maquinaria, pero no una condición absoluta sin la cual hayan de malograrse los efectos de aquélla.

He aquí lo que ha demostrado Bastiat hasta la evidencia con el siguiente raciocinio76:

El productor que se vale de una máquina ahorra, es verdad, una parte del trabajo que para obtener igual cantidad de productos empleaba antes de servirse de ella, y deja por consiguiente sin empleo a cierto número de trabajadores; pero también ahorra todo el capital con que pagaba a éstos, y ese capital no le tira por la ventana, no le esconde regularmente debajo de tierra, sino que le destina, o bien a aumentar su producción, o bien a proporcionarse mayores comodidades. En uno y otro caso tiene que emplear tantos operarios, o lo que es lo mismo, tanto trabajo como había economizado. ¿Dónde está aquí la pérdida para la sociedad ni para los trabajadores? Lo único que ha habido es la traslación de cierta porción de trabajo de una industria a otra.

Más claro: Juan gastaba, por ejemplo, dos duros en pagar los jornales de cuatro hombres que necesitaba para obtener un producto. Inventa un aparato, por medio del cual puede obtenerle con dos hombres, y despide a los dos restantes. Pero entonces ya no gasta más que un duro; le queda otro, y con él compra o fabrica por sí mismo un nuevo producto; es decir, emplea el duro sobrante en dos jornales que se necesitan para obtener este producto. La sociedad, pues, lejos de haberse empobrecido, se enriquece en un duro, o lo que es igual, en el producto que con ese duro se compra o se fabrica y que sin él no existiría.

Esta demostración es sin duda la mejor respuesta que puede darse a las objeciones ya expuestas contra las máquinas. Quedan, sin embargo, todavía algunas otras, que, aunque menos fundamentales, vamos a exponer y refutar brevemente.

Se acusa, en efecto, a las máquinas: 1.º de ocasionar la baja de los salarios, dando origen al pauperismo, o sea a la miseria de las clases jornaleras; 2.º de producir en el trabajo alternativas funestas, ora imponiendo a los trabajadores tareas tan largas como penosas, ora dejándoles sin ocupación alguna, y por consiguiente sin medios de ganar su sustento; 3.º de perjudicar a la salud y a la inteligencia del operario, ya condenándole en un simple vigilante de la maquinaria, etc., etc.

Ahora bien: todas estas objeciones proceden de una observación incompleta o de una ignorancia absoluta de los hechos.

Los salarios, lejos de haber bajado con la introducción de las máquinas, han ido siempre en aumento a medida que éstas se han multiplicado, y para convencerse de ello, no hay más que comparar lo que ganaba un esclavo en la Antigüedad, un siervo en la Edad Media o un oficial de cualquier arte durante el régimen de los gremios.

La miseria de las clases jornaleras, si bien todavía por desgracia considerable, es mucho menos hoy, que en las fábricas y las manufacturas domina la maquinaria, que cuando todas o casi todas las operaciones mecánicas se hacía a brazo, y en prueba de ello baste decir que ya no afligen a la Europa aquellas hambres periódicas que diezmaban en otros tiempos y las aldeas aquellos enjambres de pobres famélicos y harapientos, que ponían en peligro el orden público, y contra los cuales era preciso emplear los medios de represión más atroces.

Las alternativas de actividad y de estancación de la industria moderna, que se atribuyen a la introducción de las máquinas, se deben a otras causas, que estudiaremos al tratar de las crisis industriales, tales como las guerras, las revoluciones, y en general las vicisitudes sociales o políticas, que unas veces paralizan la producción, cerrando los mercados y disminuyendo los pedidos, y otras la sobrexcitan aumentando de pronto la demanda de ciertos productos.

El trabajo abrumador que imponen algunas máquinas, es hijo de la imperfección de éstas, y exigiría esfuerzo mayor y mayor fatiga si hubiera de hacerse sin el auxilio de ningún instrumento. Así, por ejemplo, los arrieros que tanto trabajan para el transporte de los objetos por medio de caballerías, trabajarían más aún si tuvieran que transportarlos en sus hombros.

La insalubridad de ciertas profesiones u oficios, como los de minero, dorador, etc., debe atribuirse a su naturaleza, más bien que a las máquinas o procedimientos que en ellos se emplean, puesto que su ejercicio, siempre peligroso para la salud y la viela del trabajador, lo ha sido menos a medida que se han ido perfeccionando esos procedimientos.

Por último, la vigilancia de una máquina, por poca inteligencia que requiera, exige sin duda mucha más que el empleo de los brazos o de los músculos, y por consiguiente, no puede perjudicar al desarrollo intelectual del trabajador; al contrario, le favorece en gran manera, y en efecto, es sabido que las máquinas elevan la condición moral de las clases jornaleras, emancipándolas del yugo de la Naturaleza y dispensándolas cada vez en mayor escala de los ejercicios meramente corporales o físicos.

Se dirá: pero el primer efecto de la invención de una máquina es siempre dejar sin empleo a cierto número de trabajadores, aunque sea para dársele a otros; causar una dislocación de trabajo, funesta en último resultado a la clase jornalera. Cierto, no puede negarse este inconveniente, común a todas las reformas; pero ¿qué institución humana carece de ellos? El problema económico no consiste en poseer lo bueno en absoluto, porque esto no es dado al hombre alcanzarlo nunca, sino en hallar lo que presente menor suma de males, siendo el mal inherente a nuestra flaca naturaleza.

Por otra parte, hay una porción de circunstancias capaces de atenuar y que atenúan, en efecto, los inconvenientes que, por el pronto, pueden resultar de las máquinas. He aquí cómo las enumera J. Garnier77:

1.ª Las máquinas, en general, son caras, y esto, si no impide, retarda por lo menos el momento de su aplicación, como puede verse en la historia de la mayor parte de las industrias.

2.ª El espíritu de rutina, la resistencia a las innovaciones, el temor de perder los capitales, hacen también lenta y gradual la invención de las máquinas.

3.ª A medida que las artes se perfeccionan, la invención de las máquinas es más difícil.

En resumen, concluye el citado economista, la sociedad obtiene de toda reforma mecánica más satisfacciones con menos esfuerzos; los progresos de la industria no tardan en curar los males individuales que resultan a veces de la dislocación del trabajo, y finalmente, estos males no pueden compararse con las grandes ventajas que los neutralizan o los compensan.




ArribaAbajo-VI-

De la producción.


§ 1.º CONSIDERACIONES GENERALES.-La facultad de sacar algo de la nada está reservada a Dios: al hombre no le es dado crear, ni la sustancia, ya sea material o inmaterial, ni sus cualidades esenciales. Lo único que puede hacer es emplearlas para el bien, dirigirlas al cumplimiento de los altos fines a que está destinado, aplicarlas a su bienestar, a su perfeccionamiento; en una palabra, asimilárselas o apropiarselas.

La producción, pues, no consiste en la creación de materia, ni mucho menos en la de sustancia, ni siguiera en la de utilidad, que, según oportunamente dijimos78, es una cualidad esencial de los objetos naturales, sino en su apropiación, por medio del trabajo, para la satisfacción de las necesidades humanas.

El labrador que cultiva su campo, no crea las mieses no hace más que combinar la semilla con las fuerzas físicas, el calórico, la lluvia, los jugos de la tierra, etc., etc.; lo demás lo pone la Naturaleza.

El maestro que enseña a su discípulo, no crea tampoco su inteligencia, se limita a modificarla, de manera que pueda percibir mejor las impresiones de los objetos exteriores, etc.

Y sin embargo, tanto el uno como el otro producen, porque tanto el uno como el otro apropian, el primero la tierra, y el segundo el espíritu, que en este caso son los agentes naturales, para la satisfacción de ciertas necesidades.

¿Cómo se verifica esta apropiación? Stuart Mill ha tratado de explicarla, diciendo que se reduce a colocar los cuerpos de modo que, por las fuerzas de que están dotados, obren, ya sobre sí mismos, ya sobre los demás; tal es, según él, la única parte que el hombre toma o puede tomar en las operaciones productivas, el único imperio que tiene sobre la Naturaleza: no hace más que mover un cuerpo hacia, otro o separarlos. Mueve un grano de trigo hacia la tierra, y las fuerzas naturales de la vegetación producen sucesivamente una raíz, un tronco, un árbol, hojas, flores y frutos; mueve un hacha hacia un árbol, y el árbol cae por la fuerza de la gravitación: mueve una chispa hacia el combustible, y éste se enciende, funde y ablanda el hierro, cuece los alimentos, etc.79.

Pero esta explicación, aunque plausible e ingeniosa, es a todas luces insuficiente, puesto que sólo se refiere a la producción material. La inmaterial, la más importante, sin duda alguna, pasa para Stuart Mill completamente desapercibida, o por mejor decir, hace de ella caso omiso. Y es que, si bien se examina, la obra de la producción constituye uno de tantos misterios de la creación: el fenómeno se verifica entre la fuerza anímica del trabajador y el objeto en que se ejerce; es, como se ha dicho muy bien por un escritor, la comunión del hombre y la Naturaleza.

§ 2.º CONDICIONES DE-LA PRODUCCIÓN.-De todos modos, una vez preparados y puestos en acción los elementos productivos, es preciso, para que la producción se verifique, reunirlos, combinarlos en ciertas proporciones, según la índole de la operación a que concurran. Supongamos que se trata de producir mil fanegas de trigo; se necesitará cierto número de trabajadores, animales de tiro e instrumentos aratorios, cierta extensión de tierra, cierta cantidad de abono, de simiente, de calor y de lluvia. Si alguno de estos elementos sobra, el exceso será inútil, cuando no perjudicial; si concurren, por ejemplo, más brazos de los necesarios, una parte de ellos quedará sin empleo, o en caso de emplearse todos, la producción no se verificará con la regularidad debida.

Hay, pues, como se ve, una proporción natural y necesaria entre los elementos productivos80.

Esta proporción no es igual en todas las clases de producción, sino que difiere notablemente en cada una de ellas. Comparemos los elementos productivos de la producción agrícola, que acabamos de examinar, con los que requiere la locomoción por el vapor, y encontraremos que en la primera se emplea más trabajo que capital, mientras que en la segunda sucede todo lo contrario. ¿Se trata, por ejemplo, dice Roscher81, de la cría del ganado? Si éste pasta en praderas naturales, el trabajo apenas entra en la producción, el terreno lo hace casi todo: así es que los países de vasta extensión y poco poblados son los que más convienen para la ganadería. Pero cuando, por el contrario, escasea la tierra, como sucede en las poblaciones numerosas, la actividad del hombre se dirige con preferencia hacia aquellos ramos de la industria que exigen principalmente otros capitales, a las fábricas, los oficios, las nobles artes, etc.

Hay más: la proporción de los elementos productivos se modifica en misma producción por la influencia del tiempo. y del progreso. Así, en las primeras edades, cuando el hombre vive de frutas silvestres, raíces o moluscos, la producción alimenticia no exige el concurso de ningún, capital, bastándole en rigor el del trabajo y los agentes naturales, al paso que para obtener nuestro alimento por medio de la agricultura se necesita ya relativamente un capital considerable.

Bajo este punto de vista, la historia de casi toda la economía pública, dice Roscher82, se divide en tres grandes períodos. En el primero, la Naturaleza es el factor que domina casi absolutamente. Los bosques, las aguas y los pastos suministran espontáneamente la nutrición a una población escasa y diseminada entonces apenas existe riqueza, propiamente dicha, y el que no posee porción alguna de tierra corre riesgo de caer bajo la dependencia absoluta de un amo, de quien será servidor o esclavo. En el segundo período, el que han atravesado las naciones durante la Edad Media, el trabajo adquiere una importancia siempre creciente, favoreciendo el crecimiento y desarrollo de las grandes ciudades, al mismo tiempo que el de los gremios, por cuyo medio se logra capitalizar el trabajo, y se forma una clase intermedia entre los propietarios de la tierra y los siervos. En el tercer período, el capital domina; gracias a los capitales, la tierra gana considerablemente en valor, y las máquinas absorben en la industria al trabajo manual. La riqueza nacional se aumenta de día en día, y se ven formarse en poco tiempo fortunas colosales.

La reunión en ciertas proporciones de los elementos productivos es, pues, el primer carácter de la producción: el segundo es la división del trabajo, la separación de las operaciones productivas, o para adoptar una definición más filosófica, la descomposición del esfuerzo humano en géneros y especies, de modo que en todas y cada una de sus funciones haya unidad, variedad y armonía, que son las tres condiciones del arte.

En efecto, si dirigimos, dice Molinari83, una ojeada al hombre y al medio en que se halla colocado, echaremos de ver: 1.º que nuestras facultades son esencialmente diversas, de donde resulta que cada individuo es más apto para ejecutar ciertas operaciones de la producción que otras; 2.º que no hay región alguna del Globo que posea todos los elementos necesarios para todos los géneros de producción, sino que, por el contrario, cada región abunda en ciertos elementos y carece de los demás, en términos que un producto, fácil de obtener en algunas de ellas, sería absolutamente inasequible en otras.

La división del trabajo se funda, pues, en la constitución misma del hombre y del globo que habita, y no, como dijo A. Smith, en una inclinación de aquél a hacer trueques o cambios. El verdadero principio de la separación de las ocupaciones industriales está en la unidad y limitación de nuestra inteligencia, cuya atención no puede dirigirse sobre varias ideas al mismo tiempo. Y como, por otra parte, el objeto del trabajo, es inmenso y sus aplicaciones innumerables, la producción sería necesariamente sucesiva, lenta y exigua, si se encomendase a cada hombre aisladamente, al paso que, verificándose por el concurso de muchos, se hace simultánea, activa y fecunda.

La división del trabajo nace de una manera natural y espontánea en la familia primero, después en la tribu, en la nación, y por último entre los pueblos todos de la Tierra. El hombre, como más robusto y valiente, se encarga de ir a coger, en los bosques y extraer del seno de las aguas las raíces, los frutos silvestres, la caza o la pesca necesarios para el sustento común, mientras la mujer prepara la comida y se ocupa en las demás faenas domésticas. Bien pronto se forman grupos distintos de cazadores, pescadores etc., para ayudarse mutuamente en sus expediciones: unos hombres se dedican, por ejemplo, a fabricar las armas; otros a perseguir a las fieras; los más sabios se hacen sacerdotes; los más fuertes, soldados; los más observadores, médicos; las ocupaciones se dividen cada, vez más, hasta que llega un día en que cada empleo o función productiva tiene sus operarios especiales. Así sucede en el estado actual de la industria.

«Una comisión de la Cámara de los Comunes de Inglaterra, dice Babbage84 ha consignado en una información parlamentaria que se cuentan en el arte de la relojería ciento dos operaciones distintas, cada una de las cuales exige, su aprendizaje especial; que cada aprendiz no aprende más de lo que forma la atribución de su maestro, y que, al espirar su ajuste, sería completamente incapaz a no hacer un estudio ulterior, de trabajar en otro ramo del mismo arte. El relojero, propiamente dicho, cuya tarea consiste en reunir las piezas separadas de la obra, es el único que podría utilizarse en un departamento distinto del suyo, y aún este operario no se halla comprendido en el número de las ciento dos personas mencionadas.»

La división del trabajo puede aplicarse a todas las industrias, pero en cada una de ellas tiene límites marcados por la naturaleza de la misma. Amplios, extensos, grandísimos, en las manufacturas y las fábricas, estos límites se estrechan considerablemente cuando se trata de la Agricultura; porque las diversas operaciones agrícolas no son simultáneas como las fabriles, y no pueden, por ejemplo, emplearse, a la vez un hombre en labrar, otro en sembrar y otro en recoger la cosecha. Así es que el labriego que se limitase a una sola tarea permanecería ocioso once meses de los doce que tiene el año. Por otra parte, las tierras, como observa acertadamente H. Passy85, no se prestan al cultivo continuo de unos mismos frutos; su fecundidad se agota cuando no se varían las cosechas, y hay que recurrir a rotaciones, sin las cuales el cultivo sería estéril o apenas productivo. Por último, ninguna labor agrícola puede hacerse sin el número de animales suficiente, no sólo para la carga y el tiro, sino también para suministrar los estiércoles que han de restaurar la fertilidad del terreno, y de aquí la conveniencia de unir a todo cultivo el de las yerbas o raíces con que ha de mantenerse el ganado agrícola.

Son incalculables las ventajas de la división del trabajo, pero todas ellas pueden reducirse a las siguientes:

1.ª Aumenta la destreza del trabajador.

2.ª Ahorra el tiempo que se perdería al pasar de una ocupación a otra.

3.ª Facilita la invención de las máquinas.

4.ª Utiliza todas las aptitudes y todas las fuerzas,

5.ª Economiza muchos capitales.

Adam Smith es el primero que indicó las tres primeras86; la observación de la cuarta y la de la quinta se deben respectivamente a Carlos Babbage87 y Jhon Rae88.

La división del trabajo aumenta, en efecto, la destreza de los operarios, porque los habitúa a ejecutar una misma operación, y sabido es que el hábito constituye una segunda-naturaleza. Todo el profundo conocimiento de la Fisiología no bastaría para hacer andar bien a un hombre que, habiendo estado paralítico toda su vida, adquiriese de pronto el movimiento de las piernas; mientras que el más torpe labriego, acostumbrado a la deambulación, la verifica con toda la rapidez y seguridad que puede exigirse. Lo mismo sucede en las funciones de la industria. Un herrero que, jamás haya hecho clavos, dice A. Smith, si se pone a hacerlos, no fabricará al día sino 200 o 300, y aún en tan corto número serán malos: otro herrero, habituado a hacerlos, pero cuya principal ocupación no sea ésta, por mucha expedición que tenga, no hará mas que 800 a 1.000; al paso que hay operarios muy jóvenes que, constantemente dedicados a la fabricación de clavos, hacen al día más de 2.000.

La división del trabajo ahorra el tiempo que se pierde comúnmente al pasar de una ocupación a otra; porque en este sistema el operario, no abandona la que le está confiada sino para tomar el necesario descanso, y puede consagrar a la producción todo su celo y todas las horas de que dispone. Ahora bien, el ahorro de tiempo es una gran ventaja: cuando un hombre deja una tarea para tomar otra, no entra desde luego de lleno en la última; antes al contrario, al principio la emprende con cierta negligencia y parece como que titubea y ensaya, más bien que trabaja. Por eso los labriegos, que tienen que cambiar de ocupación y herramientas a cada instante y que ejecutan cada día veinte operaciones manuales distintas, contraen generalmente un hábito de indolencia y de pereza, que hace a muchos incapaces de toda aplicación vigorosa, aún en los casos más apremiantes.

La división del trabajo facilita la invención de las máquinas; porque la atención de cada individuo, fija en un solo objeto muy sencillo, descubre medios cortos y fáciles de realizarle más pronto que si estuviese repartida entre varios. Cuando empezaron a usarse las máquinas de vapor, había muchachos ocupados en abrir y cerrar oportunamente la llave por donde se inyectaba en el vapor el agua fría. Uno de ellos, más aficionado a jugar con sus camaradas que a ejecutar una tarea tan monótona, observó que, atando una cuerda por un extremo al asa de la llave, y por el otro a la misma palanca, la llave se abría y cerraba por sí sola, sin que él tuviese que hacer nada, y le dejaba, por lo tanto, para divertirse todo el tiempo que antes empleaba en el trabajo. De este modo se hizo un descubrimiento que ha perfeccionado mucho las máquinas de que se trata.

La división del trabajo utiliza todas las aptitudes y todas las fuerzas; porque, no ejecutando cada operario más que una función especial de la producción, puede dedicarse a la que sea más adecuada a su naturaleza. En una manufactura en que el trabajo esté muy dividido, dice Babbage, se ocupan en las tareas fáciles las mujeres y los niños, reservándose para las difíciles los hombres como más diestros y robustos. Así en la fabricación de alfileres hay ciertas operaciones, como la de estirar el hilo metálico y la de hacer las puntas, que exigen fuerza y habilidad, y por eso se confían a hombres que ganan buenos salarios; al paso que otras, como las de poner las cabezas y empapelar los alfileres, requieren menos vigor y destreza, y se encargan a mujeres o a niños. Si todas se ejecutasen por una misma persona, ésta tendría que saber las más difíciles y las más fáciles; de modo que proporcionalmente costarían las unas tanto como las otras.

Finalmente, la división del trabajo economiza muchos capitales; porque, en efecto, no estando las tareas divididas, si en un pueblo de diez familias, por ejemplo, necesita cada una ejercer diez industrias diferentes, tendrán que emplearse diez capitales diversos, diez arados, diez pares de bueyes, diez talleres de carpintería, diez telares, etc.; pero divídase el trabajo, dedíquese cada familia a una sola industria, y bastará quizás un solo arado, un solo par de bueyes, un solo taller de carpintería y un solo telar; de modo que habrá una gran economía de capitales.

Y no sólo se manifiestan estas ventajas de la división del trabajo en las industrias materiales, sino que pueden observarse igualmente en la producción intelectual o científica; porque nuestra inteligencia adquiere, como nuestros músculos, mayor perfección con el hábito, y dedicándonos exclusivamente a un ramo especial de la ciencia, llegamos a dominarle con más facilidad que cuando queremos abarcar muchos. «Cuanto más generales son los conocimientos, dice con razón Carballo89, suelen ser más superficiales; y por el, contrario, cuanto más especiales, más profundos y completos; de manera que la generalidad está en razón directa de la superficialidad. No se nos oculta que a la altura a que ha llegado la civilización, el hombre ilustrado no debe desconocer la mayor parte de las ramas científicas; pero es preciso confesar que, para llegar a poseer una sola, necesita fijarse en ella, sin perjuicio de poseer algunas ideas generales sobre las demás, particularmente sobre aquellas que están en relación más íntima con la que profesa «En Inglaterra, la instrucción está muy especializada, y sin embargo, las capacidades científicas no escasean. Cuando se quiere hacer a los hombres omniscios, se los hace pedantes o visionarios: los hombres especiales son los que tienen más sentido práctico:

A pesar de tantas ventajas, no ha faltado quien dirija a la división del trabajo. acusaciones gravísimas. Se ha dicho en efecto:

Que hace demasiado monótonas, y. por consiguiente desagradables y hasta odiosas, las tareas industriales;

Que embrutece al trabajador, no permitiéndole ejercitarse más que en operaciones demasiado fáciles y sencillas;

Que disminuye su moralidad, porque no le deja tiempo de pensar en sus deberes;

Que relaja los lazos de la familia, separando a la mujer del marido y a los hijos de los padres;

Que, dando ocupación a las mujeres y a los niños, y facilitando el aprendizaje de las artes y los oficios, aumenta la competencia de los trabajadores y produce la baja de los salarios.

Veamos lo que hay de cierto en todas estas acusaciones.

La monotonía del trabajo existe generalmente, aun cuando éste no consista en la repetición de un solo acto, sino en varios, porque no siempre la variedad supone la diversidad de tareas; pero este inconveniente está compensado con la disminución de esfuerzo y de fatiga que la división del trabajo lleva consigo.

Cierto que en semejante régimen el trabajador ejercita menos que en el de la producción aislada sus facultades intelectuales; pero hay que tener presente, como observa con razón Horacio Say90, que no por eso deja de ser individuo de una familia, ciudadano, hombre, en fin, y como tal partícipe de los beneficios que le proporciona la sociedad en que vive. Cuanto más especializado esté su trabajo, más tiempo le quedará para su educación, porque las tareas manuales no excluyen en manera alguna la lectura, las distracciones y los cuidados que exige el espíritu. No son los más instruidos los labriegos, a pesar de no estar en su profesión tan individualizadas las ocupaciones como en las manufacturas y las fábricas, y si entre las clases bajas hay quizá en las ciudades fabriles más perversión de costumbres que en los pueblos rurales, este hecho está muy lejos de ser general y se debe a causas que nada tienen que ver con la división del trabajo.

Tampoco se debe únicamente a este régimen, sino a toda la organización actual de la industria, que al lado de sus ventajas tiene también sus defectos, como todas las cosas humanas la relajación de los lazos familiares a que da lugar la separación de los individuos de las familias obreras. El trabajo es hoy, en efecto, menos doméstico que antiguamente; pero en cambio, como dice muy bien el Sr. Madrazo91, es más social. Las relaciones sociales se acrecientan por la reunión de los trabajadores en los grandes centros fabriles, y éstos viven en un medio más a propósito para ilustrarse y cultivar su inteligencia.

Por último, no es exacto que la división del trabajo produzca la baja de los salarios; lejos de eso, se han aumentado considerablemente en casi todas las industrias, y si en algunas ha habido baja, ésta se halla compensada, al menos para los trabajadores casados, que son la mayoría, con los jornales de sus mujeres y sus hijos y con la baratura de ciertos artículos.

Se ve, pues, que si la producción se verifica por la reunión de los elementos productivos, sólo la división del trabajo o separación de los empleos es capaz de fecundarla y hacerla poderosa.

De aquí la necesidad de la asociación.

Puesto que cada hombre ha de dedicarse a una función especial de la industria, acomodada a sus facultades y al medio en que se halla colocado; puesto que, por otra parte, los elementos productivos que exige esta función especial no se encuentran siempre en manos de una misma persona, es evidente que para que la producción se verifique, al menos con cierta extensión y regularidad, se necesita que los productores pongan en común el trabajo y el capital de que cada uno disponga, o lo que es lo mismo, que se asocien.

Si los hombres quisieran vivir aislados, apenas podrían recoger algunos alimentos groseros, cubrirse con la piel de los animales que hubieran cazado y habitar una choza humilde. Hay además ciertas necesidades morales que no es posible satisfacer en el estado de aislamiento, tales como el amor, la amistad, la comunicación de ideas, etc.

Multiplíquese mil veces el trabajo de un individuo aislado, y no tendrá la milésima parte de eficacia que los esfuerzos combinados de mil operarios dedicados a un mismo objeto. El escritor italiano Genovesi ha dicho con mucha razón: «El hombre es una potencia de tal naturaleza, que, unido o asociado a otro, no forma una igual a la suma, sino al cuadrado de la suma».

Esto lo han comprendido desde muy antiguo los hombres, y desde muy antiguo se han formado asociaciones con objetos diversos. Las religiones nos presentan uno de los primeros ejemplos de ellas. Una iglesia, un culto, un altar, ¿qué son sino la comunión de varios individuos para rendir homenaje al Todopoderoso? ¿Qué eran en la Antigüedad las ciudades de la Fenicia, los Estados de la Grecia, las ligas anfictiónicas, sino asociaciones comerciales y políticas? ¿Qué fueron después en la Edad Media las cruzadas, los gremios y las ciudades anseáticas?

No hay esfera alguna de la actividad humana en la cual no se haya aplicado con fruto la asociación. La Industria, sobre todo, que nada puede sin la reunión de los esfuerzos, es esencialmente favorable a este fecundo principio. A él se debe la formación de las grandes empresas; por él obtienen los débiles los mismos resultados que los fuertes; él pone a las clases menos acomodadas en aptitud de luchar con las más ricas. ¿Cómo podría, en efecto, el artesano elevarse a la condición de fabricante, el mercader a la de banquero, sin el poder de la asociación? Este poder se revela bien en todas las obras colosales, en todas las maravillas de la Edad Moderna, en los bancos, los ferro-carriles, los telégrafos submarinos, los canales que unen los mares y tantos otros eficaces instrumentos de la prosperidad pública, para cuya creación no hubiera bastado ninguna fortuna individual, por considerable que fuese.

La Humanidad toda puede considerarse como una vasta asociación, cuyos individuos concurren libremente al fin social por la comunidad de sus fuerzas y sus recursos. La familia, el municipio, la provincia, la nación, son otras tantas asociaciones, entre cuyos miembros existe la misma relación de miras y de tendencias.

Sin duda estas asociaciones se establecen en su origen sin que medie un consentimiento expreso, un contrato, como suponían respecto de la sociedad civil los filósofos del siglo pasado. Sin duda también que sus fines son en gran parte morales y sus condiciones de existencia jurídicas y políticas; pero no por eso dejan de tener un carácter económico ni poseen menos fuerza de cohesión, estando formadas por los vínculos mismos de la Naturaleza.

El carácter económico de la familia se revela en las palabras mismas que la Sagrada Escritura pone en boca de Dios al instituirla: «Crescite et multiplicamini et replete terram et subjicite eam». Por donde se ve que la sociedad doméstica es ante todo la base indispensable de toda producción, la población, es decir, el hombre mismo, el operario, el trabajo, este primero y principal elemento productivo, sin el cual la Naturaleza no nos proporcionaría más que espinas y abrojos. Fuera de la familia no se concibe, no va la educación física, la crianza, digámoslo así, del trabajador, no ya su educación moral, pero ni aún su educación profesional, el aprendizaje que ha de hacer necesariamente para emplearse en un ramo cualquiera de la Industria. ¿Quién se había de encargar de educarle sin la vigilancia, sin la dirección suprema de los mismos autores de sus días? Sólo el padre y la madre, unidos por el vínculo del amor, estimulados por este sentimiento, al parque por su propio interés, son capaces de desempeñar una misión tan difícil.

Pero no es sólo la familia un plantel de trabajadores, sino que en ella y por ella se verifica la producción misma. El hogar doméstico puede considerarse como el primer taller de la Industria. La mujer representa en él el orden, el aseo, el reposo, la confianza, el cariño, todas las satisfacciones del Corazón y de los sentidos, sin los cuales la inteligencia se ofusca, la salud decae, la voluntad misma se enerva y se debilita; mientras que el varón es allí la fatiga, el esfuerzo, la actividad que todo lo dirige y fecunda. Además que, si el hombre lleva a la familia las provisiones, la subsistencia, el pan nuestro de cada día, la mujer los distribuye, los arregla, los economiza y reserva el sobrante para que aquél pueda emplearle en una nueva operación productiva, creando así el capital, sin cuyo concurso la producción permanecería siempre estacionaria y exigua.

Se ve, pues, que el hombre y la mujer asociados se unifican o completan como elemento productivo, y que la familia es una asociación económica, tanto por lo menos como moral y jurídica.

Lo mismo puede decirse del municipio y la provincia. Cierto número de familias fijan su residencia en un punto o en varios poco distantes entre sí, y desde luego empiezan a sentir necesidades, que no podían satisfacer sin la reunión de una parte de los recursos que cada una de ellas posee: tales son la de crear y conservar las iglesias, los caminos, los puentes y las demás cosas destinadas al uso común, hacer constar con la autenticidad conveniente los matrimonios, los nacimientos y las defunciones, proveer a la defensa de las personas y las propiedades, velar por la higiene y el orden públicos, etc., etc. Es, pues, natural, confiar estas elevadas funciones a uno o más magistrados, y de aquí la institución de las corporaciones municipales y provinciales, que representan en los pueblos civilizados lo que los jefes de tribu en los bárbaros o salvajes.

Igual razón de ser tiene la nación, conjunto de tribus o de municipios, regida por las mismas leyes y fundada en la comunidad del territorio y en la analogía de aptitudes, de costumbres y de lenguaje. Tales son, al menos, las condiciones de toda nacionalidad bien constituida, pues en cuanto a las que se forman por la conquista o por otros medios violentos, como no hay entre sus miembros unidad de intereses, viven en perpetua opresión, sufren convulsiones periódicas y se disuelven más o menos tarde, no pudiendo cumplir los fines a que están destinadas. Por lo demás, el fraccionamiento de la especie humana en naciones autónomas, puede considerarse como un hecho esencialmente económico, en cuanto sirve para aunar las fuerzas productivas afines, estableciendo entre las diversas razas el método de la división del trabajo, de la misma manera que se establece entre los operarios de una fábrica.

Este fraccionamiento, sin embargo, no obsta a la asociación de la Humanidad, o sea a la comunidad de todos los hombres y de todos los pueblos, fundada en la ley de solidaridad o responsabilidad colectiva, que ya hemos indicado en otro lugar92, y que se revela de una manera evidente en todos los hechos del inundo moral y económico. Y en efecto, la Humanidad toda no es más que un conjunto de solidaridades que se cruzan. Las ventajas naturales de situación, de fertilidad, de temperatura, y aún de aptitud industrial, se deslizan, como dice Bastiat93, entre las manos de los poseedores para ir a parar a las de todo el mundo. Cada progreso que se hace al Oriente, es una riqueza en perspectiva para el Occidente. Combustible descubierto al Mediodía, es frío ahorrado en el Norte. Y lo que decimos de los bienes, puede decirse también de los males que afligen a ciertas regiones: sobreviene una crisis industrial en los Estados-Unidos, y al momento el comercio de Europa se resiente, los bancos quiebran, los talleres se paralizan y el interés del dinero sube, y las clases laboriosas se ven sumidas en la miseria, No hay país alguno que no esté interesado en la prosperidad de los demás; los miembros todos de la Humanidad constituyen una asociación tácita, cuyos efectos se extienden, no sólo al orden moral y político, sino también al orden económico.

Estos efectos se manifiestan por el concurso mutuo que se prestan los hombres y los pueblos en la obra común de la producción, concurso que los autores llaman cooperación, y que debe corresponder a la división del trabajo, puesto que en el fondo ésta y aquélla no son más que aspectos diferentes de la obra social. Así el cosechero de cereales concurre a la fabricación del vino, por cuanto sin su auxilio estaría expuesto el vinícola a morirse de hambre; la agricultura contribuye a las demás industrias, suministrándoles las primeras materias; la Inglaterra coopera a la producción de otros países, enviándoles sus carbones y sus hierros, etc., etc.

La cooperación, dice Wakefield94, es de dos clases: simple y compleja. La primera se verifica cuando varias personas se ayudan en la formación de un mismo producto; la segunda cuando se asisten en la confección de productos diferentes.

Las ventajas de la cooperación simple pueden demostrarse por el ejemplo de dos lebreles que, corriendo juntos, cogerán más liebres que cuatro corriendo separadamente: lo propio sucede en la Industria. La corta de árboles en los bosques, el trasporte de fardos pesados, el trabajo a bordo de un navío para cargar o descargar las velas, y otras mil operaciones igualmente sencillas, no pueden verificarse sino a condición de que varias personas trabajen juntas, en un mismo lugar y con un mismo objeto.

No es menos ventajosa la cooperación compleja. En el estado actual de la sociedad un grupo de trabajadores se dedica a la cría de los ganados, otro al lavado y preparación de la lana, otro a la filatura, el tejido, el tinte de esta materia: en una palabra, la confección de vestidos exige un sinnúmero de operaciones, confiadas a personas diferentes. Pues bien, si cada una de estas personas no contase con el concurso de todas las demás, su tarea sería completamente inútil y jamás llegaría a confeccionarse un solo vestido.

La cooperación puede también dividirse en simultánea y sucesiva, o sea cooperación en el espacio y cooperación en el tiempo, según que se verifique entre operarios de una misma época o de épocas diferentes. De la primera hemos dado ya algunos ejemplos; de la segunda, pueden citarse las catedrales construidas en la Edad Media, los diques, los caminos y las fortificaciones de los tiempos modernos, obras todas que exigen el concurso activo de varias generaciones.

Pero vengamos ya a la asociación expresa o industrial, que se funda en un contrato, y tiene por objeto ejercer un ramo de la producción o una industria determinada. Esta asociación puede aceptar dos formas principales:

Asociación asegurada o empresa.

Asociación no asegurada o sociedad.

En la primera, un hombre llamado empresario, provisto de ciertas aptitudes, reúne y emplea, de su cuenta y riesgo, todos los elementos productivos que necesita, comprando o alquilando aquellos que él no posea por sí mismo.

En la segunda, una porción más o menos numerosa de trabajadores y capitalistas, llamados socios, pone en común los elementos productivos de que dispone, con el objeto de explotar, de cuenta y riesgo de todos, una industria cualquiera, superior a las facultades de cada uno.

Ambas exigen ante todo la unidad de tendencias, sin la cual no hay producción posible, y esta unidad sólo puede obtenerse subordinando todos los trabajos a un director que en la empresa lo es el Empresario y en la sociedad el Administrador o Gerente elegido por los socios. Este agente es el que desempeña en la asociación el principal papel y el que por decirlo así, la personifica. A él pertenece, por lo común, la idea, el pensamiento capital de la asociación misma; él reúne y combina en la proporción conveniente los elementos productivos; él prevé todos los obstáculos y prepara los medios de vencerlos; sobre él pesa, en fin, la responsabilidad del éxito de las operaciones productivas95.

Mr. Dunoyer, hablando de las cualidades que deben caracterizar al director de una asociación industrial, las reduce a cuatro:

1.ª El genio de los negocios, en el cual distingue varias facultades, tales como la capacidad de conocer las necesidades del público, la de apreciar los medios que hay de satisfacerlas, la de administrar con habilidad una producción bien concebida, y la de comprobar, en fin, por medio de una contabilidad rigurosa, las previsiones de la especulación;

2.ª El genio del arte, que comprende el conocimiento práctico del oficio, las nociones teóricas, el talento de las aplicaciones, la habilidad en la mano de obra;

3.ª Los buenos hábitos morales, que dirigen al individuo en su conducta y que en cierto modo no interesan a nadie más que a él mismo;

4.ª La buena moral de relación, que conduce al hombre a respetar todos los derechos y no atentar nunca al orden social96.

Tanto la empresa como la sociedad se encuentran rara vez en la práctica organizadas con toda la sencillez que la hemos descrito: al contrario, casi siempre se ven combinadas la una con la otra.,

Así sucede que varios capitalistas son socios entre sí y empresarios respecto de los trabajadores sólo, o bien de los trabajadores y de otros capitalistas; mientras que a veces cierto número de trabajadores y capitalistas reunidos se constituyen en sociedad para ellos y en empresa para los demás productores cuyo concurso necesitan.

Pero ni la empresa ni la sociedad pueden formarse por meros trabajadores que no sean al mismo tiempo y en mayor o menor girado capitalistas, que no tengan al menos las provisiones necesarias para esperar el término de la producción, a no ser ésta tan rudimentaria que se verifique sin el auxilio del capital y otros elementos que el trabajo y los agentes naturales, lo cual es un caso rarísimo y casi imposible en el estado actual de la industria.

Se dirá que esos trabajadores, socios o empresarios, tomarán prestado el capital que necesiten para la producción, pagando su alquiler al prestador cuando hayan recogido los productos. Pero aparte de que, por mucho que abunden los capitales en un país, es muy difícil que los encuentre, al menos en condiciones ventajosas, quien, como el trabajador, no puede presentar otras garantías que su aptitud, queda siempre la eventualidad de que los productos no se obtengan o no sean bastantes para satisfacer el rédito del capital tomado a préstamo. Y entonces, ¿qué sucederá? ¿Tendrá el prestador tanta abnegación que perdone la deuda o espere para cobrarla a que se haga otra producción más ventajosa, la cual no podrá, sin embargo, verificarse sino con el auxilio de un nuevo capital y en virtud de un nuevo préstamo?

Esto no obstante, las sociedades de operarios, llamadas hoy sociedades cooperativas, se hallan muy en boga desde hace algunos años. Se dividen en tres clases: de producción, de crédito y de consumo, según que se dedican a ejecutar operaciones industriales, a prestar capitales a sus socios y aún a los extraños, o a facilitarlos, en condiciones ventajosas, los artículos de subsistencia. El capital que ellas mismas necesitan para constituirse se forma con los ahorros de los socios, y también, aunque no siempre, tomándolo éstos prestado, y, garantizando su reintegro solidariamente.

Mr. Bucher fue el primero que estableció en Francia una sociedad de esta clase en 1831. Después de la revolución de 1848 se fundaron más de 300 de las que casi todas, a pesar de estar subvencionadas por el Estado, tuvieron un éxito desastroso. No obstante, otras han prosperado, haciendo a la industria servicios importantes, y entre ellas debemos citar la establecida en Leeds (Inglaterra) en 1847, que siete años después constaba ya de 3.200 socios, poseía un capital de 100.000 francos y hacía operaciones por valor de 1.500.000 francos al año. A ésta siguieron otras con más o menos fortuna, y en el día se encuentran muchas, no sólo en Inglaterra, sino también en Francia, en los Estados-Unidos y en Alemania.

Los trabajadores ven en las sociedades cooperativas un modo de producción propio para realzar su dignidad y mejorar su porvenir. Y en efecto, no hay duda que, asociados entre sí, participando directamente de las pérdidas como de los beneficios y dirigidos por gerentes elegidos por ellos mismos, su posición es muy superior a la que tienen cuando trabajan por cuenta de un empresario. Pero, en primer lugar, este género de asociación exige condiciones muy difíciles de reunir. Es menester, dice uno de sus defensores: 1.º que esté compuesta de hombres escogidos; 2.º que tenga muy en cuenta la unidad de dirección, es, decir, que esté confiada a un solo gerente, investido de poderes amplios; 3.º que en la cuota de la remuneración de los socios se atienda a la desigualdad de los servicios prestados; 4.º que tenga un capital suficiente para resistir a las crisis industriales; 5.º que tienda toda su organización, no a rebajar, sino a realzar al individuo, desarrollando sus fuerzas, sus conocimientos, su habilidad, su celo, su equidad, su benevolencia para con los demás. En suma, la sociedad de operarios, semejante a la república de Montesquieu, ha de estar fundada en la virtud, y sólo a este precio puede sostenerse y fomentarse.

Hay que advertir además que esta sociedad no es aplicable, como observa muy acertadamente Baudrillart97, sino a ciertas producciones que de ordinario ocupan un corto número de brazos, porque, si se conciben diez, veinte, treinta operarios asociados, es muy difícil concebir, seiscientos o setecientos, trabajando sin empresario alguno. La agricultura, sobre todo, se resiste, al menos en la mayor parte de los casos, a esta forma de asociación porque la tierra generalmente es propiedad del cultivador mismo, o está dividida de modo que hace inútil el concurso de una reunión cualquiera de explotadores. ¿Y qué diremos de aquellos montes, donde no hay arrendatario ni jornalero que trabajen por cuenta del propietario, y donde todo se reduce a extraer anualmente veinte o treinta árboles sin más trabajo que el del guardío, la corta y el transporte ¿Y qué de las artes liberales y de esas profesiones que exigen más especialmente el trabajo aislado, como la de doméstico, mozo de cuerda, etc., etc.?

Por último, no debe perderse de vista que el cargo de director de una asociación industrial exige, como ya hemos dicho, cualidades especiales, que están muy lejos de ser el patrimonio de todos los hombres. Ahora bien: el resultado de las operaciones productivas depende principalmente de aquel funcionario. Cuando las probabilidades de pérdida o ganancia recaen sobre él exclusivamente, como sucede en la empresa, sus facultades están vivamente estimuladas y despliegan toda la energía de que son capaces. Es seguro, observa a este propósito A. Clement98, que, en tales condiciones, la acción del director tendrá la mayor eficacia posible; mientras que, por el contrario, se debilitará a medida que su interés disminuya y que otros estén llamados a participar con él de los riesgos de la producción, como sucede en toda sociedad. Verdad es que entonces se hallan mucho más interesados los socios, pero aun así no quedará compensada la falta de acción del director; porque los socios no pueden intervenir todos en la gestión de los negocios sociales, sin renunciar a la unidad de pensamiento y precipitar así a la sociedad hacia su ruina: lo más que les es dado hacer es dedicar su celo a los pormenores, en los cuales no reemplazarán ventajosamente la vigilancia de un empresario.

Por todas estas consideraciones creemos que las sociedades cooperativas no tienen la importancia que hoy quiere dárseles, y que es preferible para los operarios la asociación asegurada o empresa.

En cuanto a la asociación no asegurada o sociedad, es susceptible de dos organizaciones distintas: una, llamada sociedad colectiva, en que los socios responden solidariamente con todos sus bienes de las resultas de las operaciones sociales; y otra, que lleva el nombre de sociedad anónima, en la cual se limita la responsabilidad de cada uno a los fondos que aportó a la caja social. La segunda, dice Roscher99, se aplica sobre todo con éxito a aquellas producciones en que el capital desempeña un papel más importante que el trabajo y en que este mismo puede ser objeto de una previsión rigurosamente calculada; por ejemplo, los caminos de hierro, los docks, los bancos, etc.

La sociedad en comandita viene a ser una combinación de las anteriores, puesto que en ella hay individuos obligados in totum e in solidum como en la colectiva, y otros que, bajo la denominación de socios comanditarios, tienen obligaciones iguales a las que se contraen en la anónima.

Por lo que hace a las cuentas en participación, en que un capitalista auxilia las negociaciones de un comerciante que gira en nombre y de cuenta propios, sin que aquél adquiera compromiso alguno respecto de terceros, ni se forme de aquí un ser moral, o como dicen los legistas, una persona jurídica, capaz de inspirar mayores garantías al público, es una especie de sociedad que puede considerarse como el ensayo de la asociación naciente o rudimentaria.

Fijándonos, pues, en las dos primeramente indicadas, la sociedad colectiva y la anónima, y comparándolas entra sí, encontraremos que la segunda es infinitamente superior a la primera. Ella, en efecto, dividiendo el haber social en pequeñas partes, llamadas acciones, proporciona un empleo lucrativo hasta a los capitales más exiguos; ella, por medio del traspaso de cada acción, concede a los socios la facultad de recobrar sus fondos y ser sustituidos en sus derechos y obligaciones; ella, en fin, haciendo abstracción completa de las personas, las deja en libertad para dedicarse a otros negocios, y presta de este modo a la producción todo género de facilidades y estímulos. Cierto que recibe un impulso menos enérgico que la sociedad colectiva, en razón del interés menos personal y por consiguiente menos activo de los que la dirigen; pero esta desventaja real está compensada por la facilidad que dan los inmensos recursos de que dispone para asegurarse el concurso de todas las capacidades.

§ 3.º EXTENSIÓN DE LAS OPERACIONES PRODUCTIVAS. -La producción a que cada individuo, empresa o corporación se dedica exige cierta medida para que tanto el trabajo como el capital y los agentes naturales obren en ella con fruto. Esta medida no puede determinarse a priori, porque varía según los países, los climas y el carácter de los habitantes la naturaleza de la industria y las condiciones morales y económicas en que se halla colocada. Sin embargo, es indudable que la mayor o menor extensión de las operaciones productivas influye poderosamente en ellas, y de aquí las discusiones entabladas acerca de la grande y la pequeña industria, la grande y la pequeña propiedad, el grande y el pequeño cultivo.

Toda empresa en grande escala tiene sobre las demás la ventaja de producir en las mejores. condiciones, puesto que puede organizar mejor sus talleres, extender la cooperación y la división del trabajo, disponer más económicamente su administración, centralizar la vigilancia de las máquinas y de los operarios, y ahorrar trabajo, no sólo mecánico, sino también de dirección. Es, por otra parte, una verdad probada por la experiencia que los gastos aferentes a una industria no aumentan en la proporción de sus productos, y por eso vemos todos los días que los pequeños fabricantes no pueden sostener la competencia que les hacen los grandes, y se arruinan más o menos pronto cuando por obstinación o por necesidad no les ceden desde luego el puesto. Pero la experiencia ha demostrado también que todas estas ventajas se hallan en parte compensadas con los abusos que se cometen en los vastos establecimientos por la falta de acción enérgica e inmediata del empresario, imposibilitado de cuidar personalmente de sus intereses, y así es, que muchos de ellos no pueden competir en bondad y baratura de productos con los talleres modestos en que el artesano o maestro lo ve todo por sí mismo y está más directamente interesado en el éxito de las operaciones productivas.

Puede, por lo tanto, asegurarse con J. Garnier100 que las manufacturas mejor fundadas y dirigidas son las que sobreviven, sean grandes o pequeñas, y que la bondad de una empresa de esta naturaleza no consiste tanto en su magnitud como en su organización y en las cualidades morales y económicas del director y de los operarios.

El mismo criterio es aplicable a las empresas agrícolas. Se atribuye a las grandes iguales ventajas que a las manufactureras, añadiéndose en su favor que están dirigidas por hombres versados en la agronomía, que pueden sacar mejor partido de la superficie laborable, criar más ganados y fomentar la constitución de la gran propiedad, única que permite el drenaje o saneamiento, los bosques, los prados, etc. Pero, en primer lugar, el modo de explotar la tierra no depende precisamente de la extensión del patrimonio o dominio agrícola. Gran propiedad y gran cultivo no son términos correlativos. En Irlanda existe la gran propiedad y el cultivo en pequeño; un mismo terrazgo podría pertenecer a mil personas y ser, sin embargo, objeto de una sola explotación. Cuanto más que si la gran propiedad favorece ciertas mejoras, que ya hemos indicado, la pequeña aumenta el número de propietarios, y ligando a las clases populares con la tierra, las interesa en la conservación del orden social. Por último, el cultivador en pequeño conoce mejor la naturaleza del terreno, vigila o ejecuta por sí mismo todas las labores, y dispone proporcionalmente de mayor suma de trabajo, utilizando el de todos los individuos de su familia. Por manera que si el cultivo en grande tiene ventajas innegables, no deja de tenerlas también el cultivo en pequeño, y en definitiva es imposible establecer ninguna regla general acerca de la extensión de las explotaciones rurales.