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Tiranía frente a libertad: «El terror de 1824», de Benito Pérez Galdós1

M.ª de los Ángeles Ayala





Una de las páginas más crueles y sangrientas de la historia de España del siglo XIX la configura la represión llevada a cabo por Femando VII en el inicio mismo de la denominada Ominosa Década, cuya primera medida fue la de declarar nulos y sin ningún valor todos los decretos del llamado Gobierno Constitucional2. El terror se adueñó de España, instituyéndose una dura y sistemática represión con la que se intentaba abortar cualquier atisbo, cualquier reducto de la Causa liberal. Galdós, dotado de un perspicaz sentido histórico, no pudo menos que incluir en sus Episodios Nacionales la pintura de este trágico periodo de nuestra historia, dedicando tres de ellos -El terror de 1824, Un voluntario realista y Los Apostólicos- a mostrar a sus contemporáneos esa nefasta época donde el absolutismo alcanzó su máxima expresión.

En El terror de 1824, episodio en el que nos centraremos, el relato comienza con la llegada del general Rafael Riego a Madrid3, después de que sus tropas fueran derrotadas por los Cien Mil Hijos de San Luis y el marqués de Angulema liberase a Femando VII en Cádiz el 1 de octubre de 1823, fecha que representa el fracaso del liberalismo y el inicio, como ya se ha indicado, de un absolutismo atroz que se apoya en la instauración de un régimen de terror. En El terror de 1824, como en el resto de los episodios que constituyen la segunda serie de los Episodios Nacionales, el tratamiento de la historia y, por ende, de los individuos que la hicieron posible, alcanza menor protagonismo, pues son los seres de ficción los que se convierten en el foco de atención primordial del escritor. Hecho que se explica tanto por la índole de los acontecimientos evocados, como por la convicción del propio novelista de que los seres anónimos son, precisamente, los que le permiten la inclusión de todos aquellos aspectos que posibilitan la recreación de una época histórica, de unos acontecimientos que nunca debieron enturbiar la convivencia entre españoles. En El terror de 1824 no asistimos a ningún suceso bélico o político de relieve, ni tampoco son numerosos los retratos de personajes históricos. Encontramos referencias, claro está, a Femando VII y a su ministro Calomarde, como los últimos responsables de la situación de terror que vivirán los españoles en este periodo, pero sus figuras no merecerán la atención de Galdós. Se podría afirmar que sólo Rafael Riego y, especialmente, Francisco Chaperón gozan de un cierto protagonismo, de ahí que sus retratos se esbocen con mayor detalle, sin olvidar nunca que en este episodio el interés del novelista es, por encima de todo, el de recrear las nefastas consecuencias que el triunfo del absolutismo radical tuvo sobre una gran parte de la sociedad, de manera que sus retratos contribuyen a subrayar este estado de cosas.

Como ya puso de manifiesto Gimeno Casalduero4, la estructura de este episodio está perfectamente trabada, pues Galdós narra en los cinco primeros capítulos, además de presentamos a los principales personajes, la ejecución y muerte del que durante algunos años había sido considerado como uno de los más destacados paladines del liberalismo español, el mencionado Rafael Riego. A estos cinco capítulos le sigue un cuerpo central configurado por un trozo de vida de unos personajes que Galdós recupera de episodios anteriores -Patricio Sarmiento, Soledad Gil de la Cuadra, Juan Bragas, Benigno Cordero, entre otros5- y se cierra con la inclusión de los cinco últimos capítulos del episodio donde se narra la muerte heroica de Patricio Sarmiento. Galdós, fiel al objetivo que persigue en la segunda serie, reflexiona sobre la mayor tragedia que desde su punto de vista asola a España: la permanente división entre los españoles, la inveterada propensión a la alianza de unos contra otros en defensa de unos valores e ideales que cada bando interpreta y entiende de forma distinta. Tema que ya aparece esbozado a partir del quinto episodio de la primera serie, pero que en ésta se manifiesta de manera rotunda desde el primer episodio -El equipaje del rey José- al enfrentar a los hijos de Femando Navarro, hermanastros que simbolizan la fragmentada España. Gabriel Navarro, el hijo legítimo, representa el espíritu absolutista, mientras que Gabriel Monsalud, el ilegítimo, es la personificación del liberalismo de aquellos días. Es esa división y el modo violento en que los absolutistas pretenden imponer sus ideas de patria, religión y gobierno lo que Galdós plasmará para recuerdo y enseñanza de los españoles del último tercio del siglo XIX.

La peripecia argumental se sitúa en Madrid y se desarrolla en escasos meses. Comienza, como hemos señalado, con la llegada el 2 de octubre de 1823 de Rafael Riego a la capital para ser juzgado y condenado. Relato que concluye con la ejecución de Patricio Sarmiento en la primera semana de septiembre de 1824. Dos actos violentos que abren y cierran el episodio, subrayando el clima de terror que se vivió durante estos meses. Galdós, desde el inicio mismo de la novela, va a desvelar algunos de los rasgos y defectos propios del carácter español, como esa propensión a la lucha, el fanatismo con que se defienden ideas o causas, ese ardiente apasionamiento que nubla la razón y que tantas injusticias produce. Así, la llegada por el camino de Andalucía de varias carretas custodiadas por hombres armados provoca entre el pueblo llano y los soldados absolutistas un exaltado y brutal estallido de alegría. Al grito de ¡Vivan las cadenas! ¡Viva el Rey absoluto y muera la Nación! y con alardes de júbilo se celebra la llegada de los presos, de Riego y sus compañeros liberales. El populacho, ebrio de venganza, se deja llevar de sus más bajos instintos:

«Algunos traían pañizuelo en la cabeza, otros pañuelo ancho, y muchos, con el desgreñado cabello al aire, roncos, mojados de pies a cabeza, frenéticos, tocados de una borrachera singular que no se sabe si era de vino o de venganza, brincaban sobre los baches, agitando un jirón con letras, una bota escuálida o un guitarrillo sin cuerdas. Era aquello una horrenda mezcla de bacanal, entierro y marcha de triunfo»6.



Galdós refuerza este desbordamiento del odio con la imagen de unos individuos que, deseando tomarse la justicia por su mano, exigen que se les entregue al famoso preso. La brutalidad de estos individuos, ahogados por un vino que se derrama y enfanga cuerpos y suelos, mezclada con la oscuridad que envuelve la escena expresan de manera plástica la destrucción de la España liberal y los sueños de progreso:

«Y a la luz de las hachas de viento y de las linternas, las caras aumentaban en ferocidad, dibujándose más claramente en ellas la risa entre carnavalesca y fúnebre que formaba el sentido, digámoslo así, de tan extraño cuadro. Como no había cesado de llover, el piso inundado era como un turbio espejo de lodo y basura, en cuyo cristal se reflejaban los hombres rojos, las rojas teas, los rostros ensangrentados, las bayonetas bruñidas, las ruedas cubiertas de tierra, los carros, las haraposas mujeres, el movimiento, el ir y venir, la oscilación de las linternas y hasta el barullo, los relinchos de los brutos y hombres, la embriaguez inmunda, y por último, aquella atmósfera encendida, espesa, suciamente brumosa, formada por los alientos de venganza, de la rusticidad y de la miseria»7.



Violencia, rencor, brutalidad y fanatismo generalizado que se encaman en unas figuras concretas, pasando de esta forma del personaje colectivo al individual, para ratificar desde lo general a lo particular este clima de enajenación. Galdós nos presenta en estos primeros capítulos al coronel Garrote, oficial del cuerpo de guardia que controla los accesos a Madrid por el camino de Andalucía; al voluntario realista, Francisco Romo; a Chaperón, jefe de la Comisión Militar y al padre Marañón, conocido con el sobrenombre de El Trapense. Los retratos que años ofrece el novelista de sus criaturas, tanto de las históricas como de las ficticias, están trazados siguiendo técnicas propias del relato folletinesco, es decir, sin hacer gala de ambigüedad alguna, sin dejar nada a la fantasía del lector. Califica de forma tajante, utilizando el adjetivo exacto para definir de forma contundente a los agentes del absolutismo más radical. Así, por ejemplo, el voluntario realista Francisco Romo, desencadenante de los infortunios de la familia Cordero y, en último término, de la muerte de Sarmiento, es un ser que se mueve por unos intereses bastardos que se ocultan, convenientemente, bajo un supuesto patriotismo y cuyo aspecto físico se asemejaba a una fachada sin ventanas. Un hombre cuya fisonomía era ferozmente antipática, que parecía una cárcel, de manera que cualquiera observador se aturdía ante su presencia y acababa diciendo: «Está tan lóbrego que no veo nada»8. La forma de presentamos a Romo no deja lugar a dudas de que estamos ante la antinomia del comportamiento virtuoso. Esa oscuridad que le envuelve oculta las motivaciones de su comportamiento, lo que no impide que el lector, aun desconociéndolas, intuya que está ante la presencia de un personaje en el que anida la perversidad9. Opinión que va quedando ratificada con el posterior comportamiento del personaje que, tras ser rechazado por Elena, la hija de Benigno Cordero, esconde la cólera que le embarga en un tenso silencio que se rompe con la aparente aceptación del veredicto de Elena. No obstante, su rencor alimenta su malsano deseo de venganza y lo aplaza para trenzar un malvado plan que lleva a Elena y su padre a ser acusados de formar parte de una conspiración liberal. Galdós se vale de la delación, anónima, en un primer momento, de este personaje para criticar duramente una de las prácticas más terribles de los años posteriores al Trienio Liberal, en que las acusaciones formuladas por algunos españoles ante las autoridades absolutistas eran una forma de solventar antiguas disputas, de saciar viejos rencores. Al reconocerse autor de la acusación contra la familia Cordero, Romo deja ver su verdadera faz, esa maldad que se adivinaba y que ahora se patentiza sin el menor atisbo de duda gracias a la pericia descriptiva del escritor. Así, de la casa lóbrega y oscura, Romo se convierte en edificio infernal: «Al decir yo, diose un gran golpe en el pecho, que retumbó como una caja vacía. Brillaban sus ojos con extraño fulgor desconocido; se había transfigurado, y la cólera iluminaba sus facciones, antes obscuras. El lóbrego edificio, donde jamás se veía la claridad, echaba por todos sus huecos la lumbre amarillenta y sulfúrea de una cámara infernal»10.

La presentación del Presidente de la Comisión Miliar, Chaperón, máximo representante de la represión absolutista es todavía más clara, pues su retrato no ofrece la menor duda de su maldad: «Un hombre alto, seco moreno, de ojos muy saltones, de rostro fiero y ademán amenazador, mirar insolente, boca bravía [...] un hombre que francamente mostraba en todo su condición perversa, y en cuyo enjuto esqueleto el uniforme de brigadier parecía una librea de verdugo»11. Galdós se vale de este personaje de existencia real y de triste recuerdo para los españoles para crear una figura novelesca que refleje la convicción de los agentes del absolutismo de que el único medio para impedir que resucitase el liberalismo era acabar en el patíbulo con sus individuos. Así, Chaperón se nos presenta controlando los preparativos para la ejecución de Riego y sus compañeros. En la plaza de la Cebada se ha instalado unos altos maderos unidos por una traviesa y Chaperón, satisfecho del trabajo, exclama ante Romo lo siguiente:

«-¡Oh!, es la mayor que se ha elevado en Madrid- repuso contemplando la horca-. Y si hubiera maderos de más talla, a mayor altura la pondríamos. Esto debería verse en toda España.

-Desde todo el mundo; que fuera de aquí también hay pillos a quienes escarmentar... Yo traería mañana a esta plaza a todos los españoles para que aprendieran cómo acaban las bribonadas revolucionarias. No hay enseñanza más eficaz que esta... Como el nuevo Gobierno no se empeñe en ir por el camino de la tibieza, habrá nuevos ejemplos, amigo Romo»12.



El protagonismo de este personaje se acentúa a partir del capítulo XIV donde se describen sus dominios, la Superintendencia General de Policía y la cárcel, unidos ambos edificios por el callejón del Verdugo, que facilitaba, señala Galdós con ironía, el «tránsito para los que del tribunal pasaban a los calabozos o los de los calabozos a la horca»13. Allí, se reunía la Comisión Militar presidida por don Francisco Chaperón, a quien los demás miembros de la misma se sometían y se limitaban a «hacer resaltar con su penumbra la roja aureola infernal del presidente»14. Galdós describe, en tonos quevedescos, estos edificios como si de un infierno se tratara, destacando en medio de la suciedad y la oscuridad que envuelven sus dependencias el ajetreo de los subordinados, de los demonios inferiores que

«Con los brazos enfundados en el manguito negro, desempeñaban entre desperezos, cuchicheos y bocanadas de tabaco, sus nefandas funciones que consistían en escribir mil cosas ineptas. Con su pluma estos diablillos pinchaban, martirizando lentamente; pero más allá, en otras salas más negras, más indecorosas y más ahumadas con el hálito brumosos de la curia, los demonios mayores descuartizaban como carniceros [...] Mientras algunos de estos demonios escribían, otros no se daban reposo, entrando y saliendo de caverna en caverna y llevando recados a la Superintendencia y a la cárcel. Los alguaciles y ordenanzas, que eran unos pajecillos infernales muy saltones, transportaban grandes cargamento de materia ígnea de un rincón a otro; sonaban las campanillas como una señal demoníaca para activar los tizonazos y la quemazón [...] oíase chirrido de plumas trazando homicidas rúbricas, y movíanse, gimiendo sobre sus goznes mohosos, las mamparas en cuyo lienzo roto se leía: Departamento de purificaciones... Padrón general... Sentencias... Pruebas... Negociado de sospechosos»15.



Galdós funde verdad histórica y ficción de manera sobresaliente en estos capítulos en los que se describe el funcionamiento de la Comisión Miliar, donde siguiendo órdenes que emanan del propio Femando VII se aplica sin rigor ni equidad el peso de las medidas represivas contra cualquier sospechoso de simpatizar con las ideas liberales. Algunos historiadores del siglo XIX, como Rodríguez Solís16 y el marqués de Villa-Urrutia17 o el propio Mesonero Romanos18, señalaron la situación de indefensión en que se vieron muchos españoles de esta época, acusados y condenados a la horca por los más ladinos argumentos. Al esbozar la ola de sangre que derramaron las denominadas «purificaciones» decretadas por el ministro de la Guerra, el coronel José Aymerich, Rodríguez Solís señala lo siguiente: «En veinte días se ahorcaron ¡112! personas, algunas de ellas de dieciocho años. Este año comenzó para la Península una verdadera Inquisición; los esbirros se introducían en las casas de los liberales para espiarlos y media España, para salvarse, se ocupó en espiar y delatar a la otra mitad»19. También el marqués de Villa Urrutia se muestra contundente a la hora de juzgar la actuación de los absolutistas: «La labor de la policía, que se introducía subrepticiamente en fondas y cafés; el fomento de las delaciones confidenciales, que muchas veces no eran más que venganzas personales, y la recompensa oficial a quienes se distinguían en la represión espoleó la persecución de los liberales. Las comisiones militares no descansaron en su tarea de arcabucear, ahorcar y dar garrote»20. Verdad histórica que se alude en el indecoroso comportamiento de Romo, capaz, por despecho, de acusar injustamente a Benigno Cordero y su hija Elena de conspirar, vengándose de esta manera del rechazo que sus proposiciones amorosas causan en la joven21, al igual que se patentiza en el capítulo XX cuando Chapetón, reprendido por su supuesta tibieza a la hora de condenar a los sospechosos de liberalismo, dicta crueles sentencias sin escuchar ni a detenidos ni a defensores22. En este capítulo Solita, que ha confesado ser la receptora de cartas que desde el exilio envían los exiliados liberales para liberar a D. Benigno y su hija, será condenada a la máxima pena, mientras que a Patricio Sarmiento, que también ha sido apresado por su participación en los hechos, se le sentencia, dada su evidente enajenación, a ingresar en la casa de locos de Toledo. No obstante, la venalidad y el nepotismo de la justicia de la época se subraya cuando en los últimos capítulos, gracias a las «recomendaciones», otra de las plagas de este momento histórico, la supuesta justicia se tuerce y, finalmente, Solita será absuelta23 y, por el contrario, Sarmiento quedará como el único culpable de la conspiración, a pesar de que todos son conscientes de la locura de este personaje. Sarmiento es la víctima inocente, pues los absolutistas no pueden permitir que ningún supuesto delito quede impune, de manera que Chaperón, presionado por el propio Femando VII, decide que Sarmiento no es un enfermo, sino que ha fingido hallarse demente para insultar a su Majestad, burlarse de la religión y distribuir las mencionadas cartas. Tras condenar a esta nueva víctima, «[...] aquel hombre terrible, que era el Presidente de derecho del pavoroso tribunal, y de hecho fiscal, y el tribunal entero; aquel hombre, de cuya vanidad sanguinaria y brutal ignorancia dependía la vida y la muerte de miles de infelices, se levantó y se fue a comer»24.

La iglesia, fomentadora de estas prácticas absolutistas que favorecían su poder e influencia sobre la sociedad, aparece, igualmente, reflejada en este episodio. De especial relevancia es la figura del padre Marañón, conocido bajo el pseudónimo de El Trapease, ejemplo de fraile guerrillero, que en los campos de batalla llevaba «el látigo en la mano y la cruz en el cinto; pero al entrar en las poblaciones colgaba el látigo y blandía la cruz, incitando a todos a la que la besaran»25. La maldad del personaje se manifiesta en los reiterados adjetivos con que Galdós nos lo presenta: bestial fraile, retrato fiel de Satanás, demonio metido a evangelista, entre otros muchos. En este personaje se patentiza con total perfección el maridaje entre Trono y Altar que tanta sangre ocasionó en la época histórica novelada.

Realmente es un acierto del novelista adjudicar el papel de representante del liberalismo a la figura de Sarmiento, ese nuevo licenciado Vidriera que es capaz de proclamar la supremacía de la libertad sobre la tiranía. En un clima de terror como el que se desarrolló en estos años de sangrienta y feroz represión sólo alguien poco cuerdo hubiese sido capaz de expresar públicamente sus ideas. Lo normal es que el ciudadano de estos años ocultase, sin renunciar a ella, su ideología contraria al absolutismo, como se propone hacer el propio Benigno Cordero, una vez que ha conseguido represar a Madrid después de haber sido condenado por su participación en los sucesos del 7 de julio de 182226. Solo un enajenado como Sarmiento es incapaz de doblegarse, ansiando convertirse en un mártir de liberalismo. Es evidente que las simpatías de Galdós recaen en los partidarios del liberalismo, pero no por ello oculta que el fanatismo, sea del signo que sea, engendra la tragedia, pues no olvidemos que Patricio Sarmiento, en episodios anteriores se muestra como verdadero exaltado, un fanático que llega, incluso, a negar un poco de agua al padre de Solita cuando éste es apresado, por considerar que un enemigo de la causa liberal no merece ninguna consideración27. Hecho que se alude en El terror de 1824 y que atormenta la conciencia del anciano. La figura de Patricio Sarmiento se traza con rasgos inequívocamente cervantinos; en unos casos desvirtuando, como un nuevo D. Quijote, la realidad, sosteniendo contra toda evidencia el comportamiento heroico de su hijo, sin hacer caso a la información de Pujitos cuando le informa de que el miedo y la falta de alimentos causó la enfermedad y muerte de su hijo sin haber entrado en batalla; en otros, como el licenciado Vidriera, capaz de expresar los más nobles ideales, sin tener en cuenta la hilaridad o el enfado con que son acogidas sus palabras por el pueblo llano o por las autoridades, respectivamente. A través de Patricio Sarmiento Galdós transmite a sus lectores unos valores e ideales que desde su punto de vista son irrenunciables, de ahí, por ejemplo, que al ser apresado por Chapetón, Sarmiento no dude en proclamarse «[...] adalid incansable de la idea liberal, compañero de Riego, amigo de todos los patriotas, defensor de todas las Constituciones, amparo de la democracia, terror del despotismo. Soy el que jamás tembló delante de los tiranos, el que no tiene en su corazón una sola fibra que no grite libertad»28. Como la propia Sola subraya al finalizar la novela -cap. XXVII- la línea que separa el ingenio del desvarío en Sarmiento es confusa, como lo es en Alonso de Quijano y al igual que el personaje cervantino pretende alcanzar la posteridad a través de sus hazañas caballerescas, Patricio Sarmiento desea que su muerte heroica sirva de ejemplo y estímulo a las nuevas generaciones: «Sí, mi historia será pronto una de las más enérgicas lecciones que tendrá el rebaño humano para implantar la libertad que ha de conducirle a su mejoramiento moral»29. Patriotismo, libertad y fe religiosa se conjugan en los momentos finales de la vida de Patricio Sarmiento. Personaje que se engrandece, pues es capaz de perdonar, como la propia Sola, a aquellos que son sus enemigos más encarnizados. Así, arrodillado frente al altar y sin quitar los ojos del Crucifijo, pronuncia las siguientes palabras:

«Señor, Tú que me conoces no necesitas oír de mi boca lo que siente mi corazón, que pronto dará su último latido dejándome libre. Sabes que te adoro, que te reverencio, y que ejecuto puntualmente la misión que me señalaste en el mundo. Sabes que la idea de la libertad enviada por Ti para que la difundiéramos, fue mi norte y mi guía. Sabes que por ella vivo y por ella muero. Sabes que si cometí faltas, me he arrepentido de ellas con grandísima congoja. Sabes que perdono de todo corazón a mis enemigos, y que me dispongo a rogar por ellos, cuando mi espíritu pueda hablar sin boca y ver sin necesidad de ojos»30.



Generosa actitud y fe auténtica que contrastan con la bajeza del padre Alelí, que se niega a administrar a Sarmiento el sacramento de la Eucaristía. Galdós a través de Sola, pero sobre todo mediante la figura de Sarmiento, parece indicar a sus lectores que sólo se alcanzará la paz y la libertad a través de la locura de perdonar a aquellos que más daño han causado a la convivencia entre los españoles de aquel momento histórico. En El terror de 1824 es evidente que Galdós alcanza una excelente fusión entre historia, ficción y didactismo, objetivo que preside, como es bien sabido, sus Episodios Nacionales.





 
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