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CAPÍTULO III

CINCO ASPECTOS DE LA NOVELÍSTICA DE AYALA



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TEMÁTICA NEGATIVA

     Se advierte en las novelas de Ayala el empleo de elementos negativos, desagradables o feos, que subsiste a pesar de cambios de tono. Es esta temática a veces «repugnante» lo que ha suscitado ataques, censuras o sencillamente, perplejidades en varios lectores y críticos, especialmente como reacción a El As de Bastos, según indica Ayala en su Introducción a Mis páginas mejores. En esta Introducción el autor trata de explicar el uso de materiales repugnantes en sus narraciones, a los que se refiere, probablemente, al afirmar que «no hay diferencia cualitativa en los materiales empleados por mí a lo largo de los años y las obras» (222). Esta tendencia ha traído inevitables comparaciones entre Ayala y Valle-Inclán, Miguel Ángel Asturias, Quevedo y Camilo José Cela, comparaciones cuya exactitud ha sido negada por Ayala con insistencia porque «ninguno de los cuatro, en cuanto creadores poéticos, parece interesado en el hombre real y concreto: sus respectivas visiones del mundo se dirigen a otras metas y lo pasan por alto» (223). En particular, Ayala diferencia su [134] obra de la de Mateo Alemán y de Quevedo cuando dice lo siguiente:

                Añadiré ahora que en mis escritos nunca asume lo escatológico -o lo violento y crudo- una significación autónoma; o, dicho con otras palabras: que esos materiales «desagradables» no son significativos por sí mismos, tal como pueden serlo en manos del escritor ascético que los usa para indicar la esencial corrupción de este mundo, o en las del escritor nihilista que apunta a su nada última... En mis novelas más o menos largas, las miserias de la criatura humana están presentadas siempre en conexión significativa directa con el orden moral (224).

     Al examinar el uso que Ayala hace de elementos desagradables, hay que tener en cuenta los elementos humanizadores que también forman una parte esencial de su visión del mundo. Pasarlos por alto da lugar a una idea inexacta del mundo que Ayala procura expresar en sus novelas y lleva a una exagerada insistencia en lo feo, insistencia que perjudica a la cabal comprensión de la unicidad de nuestro autor.

     Los ensayos de Experiencia e invención revelan que Avala llega a su propio concepto del lugar de los materiales feos en su creación después de estudiar el empleo de elementos desagradables por otros autores. Nota que la acumulación sistemática de materiales feos y repugnantes responde a intenciones muy diferentes: en Mateo Alemán es un recurso que debe interpretarse dentro de la línea de negación ascético-barroca del mundo picaresco; en Quevedo es un procedimiento para descubrir el engaño de las apariencias y acentuar el vacío del mundo. Ayala considera muy significativo el hecho de que Galdós tome como paradigma del «realismo» a Quevedo, viendo en su deliberado acopio de elementos innobles un reflejo de la realidad hecha aceptable por la técnica de una «máscara grotesca». Galdós interpreta [135] lo grotesco en Quevedo como esfuerzo por hacer comportables las crudezas de la realidad, porque ve a Quevedo desde la perspectiva de sus propios tiempos y con las teorías del realismo entonces en boga. Ayala distingue entre las actitudes de estos dos autores en cuanto a las crudezas y su lugar en la novela: Quevedo las utiliza para aniquilar la realidad, mientras que Galdós reconoce que la fealdad puede entrar en la novela como parte de la realidad que existe. Galdós contempla la realidad con tierna simpatía y su sensibilidad tiende a hacer comportables o dignas de compasión las crudezas, actitud que se refleja en su interpretación piadosa del tono burlesco de Quevedo. Ayala nota que la utilización de elementos física o moralmente repulsivos contribuye a producir la impresión de realismo en el arte, pero esto depende de la intención estética con que se los maneje. En efecto, la literatura española contiene una persistente línea de estilización de experiencias desagradables o feas utilizadas para fines del arte: desde la novela picaresca hasta la truculencia grotesca de algunas obras de Valle-Inclán, la actitud que Juan Ramón Jiménez denostó de feísmo, y el tremendismo postbarojiano; y en esta estilización artística encuentra Ayala un hilo donde pueden engarzarse, pese a sus radicales disparidades, tanto la novela llamada «realista» de la tradición española como la naturalista del siglo XIX. Ayala subraya que el hecho de utilizar materiales feos no es suficiente motivo para comparar a un autor con otro, porque tales materiales pueden servir distintas y aun opuestas concepciones del mundo, y habrá que señalar la intención de cada autor al participar en una tendencia tan fundamental al «realismo» español.

     Merece señalarse la divergencia que siente Ayala frente a la novela naturalista en particular:

                Aunque crea, atento a los datos estrictos de la realidad, estar haciendo una especie de sociología con desprecio de la literatura, [136] lo que en efecto produce el novelista del naturalismo es una iluminación del aspecto negativo de la condición humana mediante el recurso de seleccionar y acumular deliberadamente los detalles más penosos e ingratos, para expresar así una determinada concepción del mundo y de la vida: la que subyace en la metafísica materialista (225).

     Ayala, siendo sociólogo, rechaza el procedimiento naturalista por científico y sociológico; él no hace sociología en sus propias ficciones, sino que se dedica conscientemente a la creación de la obra literaria ante todo como obra de arte.

     En varios de sus estudios literarios, Ayala señala la temática fea en la obra de Cervantes. En «El nuevo arte de hacer novelas, estudiado en un tema cervantino», examina los distintos enfoques que tienen El viejo celoso y El celoso extremeño sobre el mismo material básico, encontrando en la novela una visión profunda y compasiva de una situación que en el entremés explota la sexualidad cruda en tono de farsa con «una procacidad que sólo en Quevedo halla tal vez parangón» (226). En su ensayo «Los dos amigos» Ayala trata de El curioso impertinente y las experiencias osadas que contiene, con las tendencias libidinosas mórbidas de Anselmo y su turbia curiosidad. Ayala ofrece una explicación a la inverosimilitud del comportamiento de Anselmo que ha dejado perplejos a los lectores del Quijote por cuatro siglos. Dice que Cervantes da todas las claves para entrever que Anselmo pretende conseguir satisfacción vicaria a través de su mujer («carne de su carne en virtud del matrimonio») (227) para los turbios deseos que hasta entonces había mantenido sublimados en las formas nobles de la camaradería con Lotario. No es la presencia de esta temática «innoble» lo que impresiona a Ayala, [137] sino el desplazamiento de ella: «Pero todo esto, que en un autor de nuestros días sería el centro de interés para cualquier ficción novelesca o dramática, en la obra de nuestro clásico, donde sirve de subsuelo al problema ético que nos plantea, queda implícito» (228).

     El hecho de que Ayala señale el uso de materiales negativos por Cervantes, y específicamente en conexión significativa con el orden ético, indica la consciente influencia de éste sobre el empleo de tales materiales en las ficciones de Ayala, influencia reconocida por él mismo en tantas ocasiones -precisamente porque sus críticos no la han tenido en cuenta.

     No es nuestra intención aquí dejar un catálogo de los elementos feos en la novelística de Ayala: una lectura de sus ficciones los pone en evidencia. Pero creemos necesario señalar la temática negativa como una constante en su obra narrativa, describir algunas de sus manifestaciones, y subrayar de una vez que tales elementos responden a una preocupación ética y que están elaborados con compasión y sobriedad.

     El lugar de lo feo en el arte entra en las discusiones que se dan en la novela Historia de un amanecer, de 1926, ofreciéndonos una temprana vislumbre de la actitud que Ayala parece mostrar en sus obras posteriores, cuando Abelardo afirma que «a mi espíritu le satisface más la verdad fea que la belleza mentirosa» (229).

     Se advierten ya algunos elementos negativos en las primeras ficciones de Ayala: varias escenas de la Tragicomedia de un hombre sin espíritu, el turbio deseo del padre por la hija en «Medusa artificial», el prostíbulo y las referencias fisiológicas en torno al moribundo «Cazador en el alba», el asesinato del niño Friaul en «Erika ante el invierno»; pero la riqueza del lenguaje y la acumulación de metáforas suavizan el efecto chocante que pudiera producir la temática. Ayala reconoce la presencia de elementos [138] que pudieran considerarse de orden escatológico en Los usurpadores y los cita en la Introducción a Mis páginas mejores: «el rico hábito de que su Majestad estaba vestido despedía, en El Hechizado, 'un fuerte hedor a orines'; en El Doliente, la fetidez de su aliento delata la muerte que el rey tiene encerrada en el cuerpo; mientras que el obispo 'en plena misa solemne hubo de abandonar el altar, dando lugar a murmuraciones sobre el cumplimiento del ayuno'» (230). También cita violencias, atrocidades y una escena de tortura en El Inquisidor, otro cuento cuya elaboración pertenece a la misma época.

     Una de las manifestaciones negativas recurrentes en la narrativa de Ayala es el motivo de la bestialidad del hombre, y algunos de sus libros discursivos ayudan a explicar la raíz moral de la comparación del hombre con el animal bruto. El prólogo de El problema del liberalismo contiene varias referencias al animalismo del hombre en torno al tema del martirio: «De lo que el mártir atestigua, cualquiera sea su fe, es de la libertad del espíritu, por cuya virtud el animal humano entra a participar de la naturaleza divina; y atestigua in extremis» (231). El mártir, al ejercer su libertad al extremo de consentir en prescindir de su propia vida, se levanta por encima de la física necesidad que es el centro de la existencia animal. El cuerpo humano es el factor que más denuncia el animalismo del hombre: «Esclavos, todos lo somos: somos esclavos, para empezar, de nuestra carne enferma; lo somos, de nuestra deficiente inteligencia; y lo somos, en fin, del prójimo, es decir, del orden social dentro del cual nos hallamos insertos» (232). El elemento espiritual ha introducido el factor de la libertad, haciendo que la «zootecnia» no sea aplicable al rebaño humano, que no está sometido a las leyes del orden físico solamente, según Ayala. Se siente aquí la influencia [139] de Ortega, que considera que el ser humano se diferencia del animal por su capacidad para ensimismarse, mientras que los animales sólo son capaces de la alteración, que es la dependencia total respecto de las cosas circunstanciales y las necesidades físicas. Ayala también ve la condición esencial del hombre en el poder ensimismarse, contemplar su propia conducta y formular un programa de actuación para el futuro. Pero esto exige una situación que permita al hombre ejercer su libertad espiritual; reducir ésta es reducir al ser humano a una condición animalesca. Bajo ciertas condiciones sociales adversas y en época de crisis, la libertad encuentra trabas y límites:

                Si el hombre en general, y todo hombre, tiende en alguna medida hacia la esfera del espíritu, esta tensión suya representa un esfuerzo por levantarse de la animalidad biológica; y tal esfuerzo, penoso siempre, siempre abocado a nuevas caídas, encuentra, alternativamente, estímulos u obstáculos en las condiciones concretas de la organización social (233).

     La radio y otros medios de comunicación en masa son el gran instrumento de cultura de nuestra época y contribuyen a la nivelación de las multitudes:

                La nivelación por los más bajos raseros no puede sino destruir la individualidad y, con ello, reducir la libertad en proporciones aterradoras, aproximando los hombres a lo elemental de su naturaleza biológica, que los sujeta a determinaciones opuestas por completo a los requerimientos espirituales de la alta cultura, y reforzando el «tirón hacia abajo» de la animalidad (234).

     Una ojeada a los títulos de las ficciones de Ayala revela el motivo animal que está presente en ellas: «Historia de macacos», «La cabeza del cordero», Muertes de perro, «Un pez». El [140] empleo del perro, que culmina en la novela Muertes de perro, tiene sus antecedentes, algunos de los cuales señala José R. Marra-López en su Narrativa española fuera de España:

                Es significativa la abundante relación existente en la obra de Ayala entre muertes humanas y de perros, o en la que éstos están presentes en hechos degradantes. En La campana de Huesca, ante la ejecución de los nobles..., así como en El Tajo la relación entre la muerte de la perra «Chispa» y la del miliciano. O la aparición del falderillo en brazos del Hechizado. Y en El regreso; «Huía, escapaba, me escabullía por unas y otras callejas, siempre con los perros a los talones...». Ahora, es el suicidio del ministro Rosales, colgado como el perro que le mató Tadeo Requena. Ayala lo utiliza siempre simbólicamente, como comparación y protesta ante la humillación que los seres humanos sufren a manos de otros hombres (235).

     La primera novela de Ayala, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, de 1925, ya contiene el motivo de los animales relacionado con la conducta humana y vemos aquí varios animales que Ayala utilizará luego en sus obras subsiguientes: el perro, el gato, el cerdo y el mono. Miguel Castillejo reflexiona que un hombre tiene que ser lo que parece por fuera, razonando que un perro que pensara como un hombre no podría vivir entre ellos ni entre su especie, «por más que... hay hombres que piensan como perros ¡y viven!» (236). Esta última observación es un anuncio de la novela que Ayala publicará 38 años después -Muertes de perro, donde no sólo se ve cómo viven los hombres que piensan como perros, sino también sus muertes. La Tragicomedia contiene algunos de los gérmenes relacionados con el animalismo del hombre que Ayala desarrolla más detenidamente en sus ensayos y cristaliza en sus ficciones posteriores: el ser humano animalizado [141] por sus instintos desenfrenados (237), por el cuerpo y sus exigencias físicas, y por el alma de esclavo que acepta servilmente la injusticia y la degradación. Como escribe Miguel en sus apuntes personales:

                Febo, gato amigo: celebran al can, y son injustos. Lo celebran porque encuentran en él un hombre más, que tiene sobre los otros la ventaja de que no habla. Es servil; lame la mano que le pega; recibe la caricia como se recibe la limosna; halaga y lisonjea.

     El hombre también es servil por naturaleza. Lógico es que vea en el can el dechado de la especie humana (238).

     Miguel encuentra más digna la actitud del gato pacífico que vuelve sus uñas contra el injusto agresor si lo atacan. Vemos en varios personajes de Muertes de perro: Luisito Rosales y Tadeo Requena, el defecto que el protagonista de la Tragicomedia señala en el perro.

     Miguel Castillejo tiene una pesadilla en que siente que un perro le clava los colmillos en su corazón, que el doctor Larroca ya le había extraído del pecho. («¡Bufo, grotesco, pero horrible! (239).) Aquí ocurre algo análogo al caso de «El prodigio», donde un cerdo ataca al niño prodigioso y causa su muerte. En el sueño de Miguel se intuye la crueldad de los seres humanos que lastiman a otros en su cuerpo y corazón.

     El aspecto ridículo y grotesco del hombre como simio, que luego veremos en «El Hechizado» e «Historia de macacos», también está presente en la Tragicomedia, al fijarse Miguel en su reflejo en un espejo: un «simio vestido a la europea; un mono de circo» (240). [142]

     El motivo de los animales aparece en otra obra temprana, cuando el narrador de «Hora muerta», de 1929, huye de una casa del siglo XIX con un perro disecado bajo el brazo y comenta que el perro es el amigo del hombre. La conexión entre el hombre sin libertad y el animal, quizás se le ocurriera a Ayala en 1930, cuando Antonio Arenas, el «Cazador en el alba», se encuentra en un tren militar:

                Al verse entre tantos desconocidos, tan semejantes -compañeros cuyo nombre ignoraba, pero cuya edad conocía-, Antonio Arenas había renovado en sí propio la sensación agobiante de los transportes de reses por ferrocarril, de esos vagones llenos de ojos húmedos y lomos marcados, que él viera pasar durante una época de su vida, clausurada ya en este mismo día (241).

     En el mismo cuento hay una referencia canina acerca de Antonio y su novia: «Es que iban tristes, con esa tristeza canina que nunca pueden evitar los que se retratan un domingo por la tarde» (242).«También hay una escena en que Antonio entra en un pesebre para despedirse del caballo: «cogió la cuerda y apretó hasta obtener del caballo esa risa mortal de los caballos cuando claman al cielo» (243). Tristeza y clamor -en fin, el desamparo- son lo que sugieren los animales en este relato de la juventud de Ayala.

     En «Erika ante el invierno», de 1930, ya vemos un símil que indica la presencia del perro como testigo de una violencia, con una referencia a la caza. Al buscar Erika a su amigo Hermann («gruesa nariz de dogo y boca enorme» (244)), «se detuvo, y también su expresión quedó parada, quieta, como el perro que aguarda el disparo, ante la sorprendida codorniz» (245). En el mismo cuento, [143] los testigos del asesinato del niño Friaul en la carnicería son las reses desnudas que «le miraban con miradas densas, interminables, de hospital, implorantes sus manos truncas, bajo la vigilancia de un hacha, de roja savia mordida» (246). También en este relato, los animales sugieren tristeza; en la calle esperan a sus dueños unos tristes caballos.

     Estas reses de las manos truncas de «Erika en el invierno» se nos vienen a la memoria al leer «San Juan de Dios», cuando don Felipe Amor, con los muñones de sus recién amputadas manos, ruega a Juan de Dios que le acerque el vaso a los labios o tendrá que beber como las bestias. El hecho físico tiene significado moral: por su voluntad dirigida al odio y la traición, don Felipe ha descendido al mundo de las bestias, y la pérdida de las manos representa su reducción a una condición animal. Y cuando don Felipe viene a implorarle perdón a su primo don Fernando por el mal que le quiso hacer y que se hizo, sin querer, a sí mismo, dice: «Dame, pues, tus manos, Fernando, que las bese; déjame que, como un perro, lama sus palmas afortunadas», éste replica: -Temería si te las diera que, como un perro, las habías de morder. ¡Aparta!» y lo derriba, en efecto, como si fuera un perro molestoso (247). En el mismo cuento, Juan de Dios, después de ser golpeado con un rebenque, ve a un niño que suda por sacar a un asno de un estercolero, y le dice que es un empeño vano porque el triste animal ya queda tan abatido y desesperanzado que no hay nada que le haga andar. Más tarde, cuando el santo mira otra vez hacia el sitio, encuentra que el decrépito asno ha desaparecido del estercolero. El asno que se levanta del fango parece ser una nota optimista, símbolo de la redención del hombre, por degradado que se encuentre, y al mismo tiempo refleja la persistencia de Juan de Dios, que [144] ha recibido el golpe del rebenque, pero se levanta de nuevo a pesar del contratiempo, para continuar su obra de caridad.

     En las narraciones de Los usurpadores, donde se encuentra esta narración, estamos en plena presencia de los perros, varios de los cuales ya hemos visto en la cita de Marra-López. Se pueden agregar algunos ejemplos más: En «El abrazo», cuando la reina viuda del Rey Alfonso manda degollar a su enemiga Doña Leonor de Guzmán, que había sido amante del rey, «las últimas voces habían sonado como un aullido» (248). Un anciano luego musita: «¿Quién sujeta a las bestias desbocadas, ni qué fuerza mandan las palabras razonables?» (249). «El mundo de los perros es un mundo de violencia e irracionalidad que marcan el ambiente del reino del hijo del Rey Alfonso, don Pedro. Y en el último relato del volumen, «Diálogo de los muertos», el mundo que queda después del holocausto comentado por los muertos es perruno:

                -La tierra ha quedado abandonada, sucia. Perros famélicos van de un lado para otro poseídos de su tristeza inefable: husmean; siguen huellas de personas que ya no existen; mastican interminablemente trapos negros manchados de barro; y luego, rendidos, se tienden con el hocico sobre las patas -desvelados, añorantes, alucinados, locos, sin amo, sin casa, sin sombra (250).

     En «El Hechizado» un curioso monito anda jugando alrededor del rey don Carlos el Hechizado, como reflejo burlesco del rey mismo. El mono aparece como motivo otra vez en el cuento titular de Historia de macacos, donde se intuye el gran parecido entre el hombre y el macaco en un ambiente en que es difícil ver diferencias sustanciales entre el comportamiento humano y el de los monos. En otro cuento del volumen, «Encuentro», [145] Nelly aplica el término de «macaco» a su amante fenecido, el viejo Saldanha, para calificarlo de ridículo. En el cuento «El prodigio», el arquitecto califica al niño genial de «mono sabio» «monicaco», indicando así la función de diversión que desempeñará el niño para la corte.

     Volviendo al motivo de los perros, en «The Last Supper», se ve la tragedia de la degradación a un estado perruno que significan las atrocidades de Hitler. Se trata de un encuentro casual, y de pronto se enfoca el cuento sobre un aspecto animal: el encuentro sucede en el momento en que Sara Gross satisface una necesidad física, instalada en «su inmundo sitial» en el «consabido Women», donde Trude, vieja amiga de su juventud, invade su recinto. Luego las dos amigas conversan y Trude describe a Sara el negocio de su esposo -un matarratas al que Bruno le ha dado el nombre «The Last Supper» para reivindicar el cuadro destruido por los bárbaros en Milán. No sólo se emplea para matar ratas, sino que se ha puesto de moda suicidarse con el producto, idea que hace sonreír a las dos refugiadas. Cuando surge el tema de «las cosas de allá», Trude no quiere volver sobre los horrores de sus experiencias, que sin embargo, entran en la conversación: «-¿Podrás creerme si te digo, omitiendo otros detalles, que hasta me hicieron recorrer a cuatro patas y con un bozal en la cara todo el Paseo Central, nuestro paseo de los domingos, te acuerdas, hasta dar la vuelta al Parque?» (251). Cuando Trude habla de su hijo muerto, se descompone y «por último, abría enorme la boca, igual que un perro, y rompía a llorar, a hipar, a sollozar, a ladrar casi» (252). Hemos visto en El problema del liberalismo la opinión de Ayala de que la privación de la libertad causa la degradación del ser humano a una condición animal. Así que vemos que el trauma sufrido por Trude la ha [146] dejado con lesiones permanentes, delatadas por los gestos y sonidos perrunos que le habían sido impuestos. El nombre «The Last Supper» aplicado a un matarratas también apunta a la degradación obrada en el «artista refinado» Bruno.

     Otro ejemplo de la animalidad del hombre impuesta por la supresión de la libertad es el último relato del volumen La cabeza del cordero, «La vida por la opinión», en que se compara al profesor, escondido en su apartamiento por nueve años, a un ratón o topo, porque su existencia quedó reducida a la satisfacción de las necesidades básicas de la comida y el sexo, y por fin, lo que lo saca del escondite es el embarazo de su esposa y la necesidad de defender su honor a los ojos del mundo. Un pasaje de Razón del mundo provee un comentario apropiado a este cuento:

                Lo que distingue la vida humana de cualquier otra especie de vida es que el hombre se adelanta a su despliegue, programándola y haciendo de su existencia el cumplimiento, o la aspiración al cumplimiento, de ese programa. Unas condiciones donde no le quepa ordenar su propia conducta más allá de las reacciones elementales e inmediatas terminarán por rebajar su existencia a un nivel infrahumano (253).

     Y aun en el hecho de descubrirse por el honor hay algo de animalidad, porque Ayala considera «el punto de honor castellano» una creación social-cultural fundada sobre el suelo biológico de los instintos primarios de la naturaleza animal:

                En efecto, si se observa la conducta de muchas especies zoológicas durante la época del celo se impondrá la evidencia de que la apropiación exclusiva de la hembra por el macho pertenece al número de los impulsos instintivos. Ese impulso existe, sin duda alguna, en la especie humana; y tampoco es dudoso que los celos [147] constituyen el motivo último, biológico, del sentimiento del honor conyugal: en el monopolio de la mujer se encuentra comprometido el prestigio de macho del marido (254).

     Otra asociación de los animales con la degradación y la humillación ocurre en «El mensaje», del mismo volumen, donde el narrador comenta la apariencia de su primo Severiano: «daba lástima verle con aquella cara trasnochada y aquella mirada perruna, humillado y tristón» (255).

     Un animal empleado consistentemente por Ayala en sus ficciones es el cordero, asociado en la tradición cristiana con la humildad y la mansedumbre. En varios relatos, el cordero se relaciona con las víctimas: la niña obligada a casarse para complacer a su madre en «Himeneo» muestra la cara de cordero degollado en el altar del sacrificio; José Lino de El fondo del vaso se considera un cordero criado para la matanza; «la cabeza del cordero» que tanto repugna al narrador del cuento de este nombre, le hace acordarse de su asesinado tío Jesús. En algunas ficciones se les aplica el nombre de «cordero» irónicamente a mujeres poco inocentes, cuyas miradas ostentan un candor superficial engañoso, como la mujer adúltera de «Fragancia de jazmines» y Candy en El fondo del vaso.

     Pero es en Muertes de perro donde Ayala cuaja el uso de la animalidad en motivo tan integrado que parece ingenuo y hasta inexacto hablar de mero simbolismo. La primera frase de la novela se refiere a la animalidad del hombre y la refuerza el título: «Estamos demasiado acostumbrados hoy día a ver en el cine revoluciones, guerras, asaltos y asonadas, todas esas espectaculares violencias, en fin, donde la bestia humana ruge...» (256). [148]

     Luego, al comentar las memorias de Tadeo Requena, el narrador Pinedo dice que en el fondo Requena era «uno como yo, un animal de mi especie, un congénere mío» (257), pero mientras se caracteriza a sí mismo como un canario o un ratón, encuentra al otro tan frío como un lagarto en su brutalidad. Pinedo llama la atención sobre la constante mención de los perros: «Parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces y otras dramáticos» (258). Los casos son muchos y no vamos a citarlos aquí, aunque sí interesa sugerir algunos de los aspectos perrunos representados en la novela, donde encontramos perros amaestrados (Luisito Rosales), perros fieles que se vuelven rabiosos (Tadeo Requena), perros famélicos devoradores (Bocanegra), «animalitos perturbadores» (los perros auténticos como el que aúlla durante el himno de la patria), y no falta la perra (doña Concha). La primera vista del tirano Bocanegra posado sobre su inmundo trono también acentúa su degradación al retratarlo durante la operación de una necesidad física que, tratándose de un animal, no resultaría obscena para un observador. La bestialidad también ha invadido el recinto de la Academia Nacional de Artes y Bellas Letras, donde se da la recepción descrita como orgía de bestialidad y humillación. El triunvirato que gobierna el país durante la época en que escribe Pinedo su manuscrito son «los Tres Orangutanes Amaestrados» de Olóriz, entre los cuales figuran La Bestia y Falo Alberto. Este último nombre, que juega con el equívoco contenido en el diminutivo familiar de Rafael, y el episodio de la entrega de María Elena a Tadeo Requena, sugieren en la novela el aspecto animalesco del sexo desenfrenado. Tal aspecto de la naturaleza humana es el tema de un comentario que ofrece Ayala acerca del elemento de pudor en la obra de Quevedo en «Hacia una semblanza de Quevedo»: [149]

                En ellos [los órganos sexuales] acusa el cuerpo su autonomía con una rebelión que nuestra voluntad apenas consigue reducir. Pero en verdad no sólo éstos sino todos los impulsos fisiológicos de la bestia humana nos ponen en evidencia, todos nos dan ocasión de avergonzarnos... Ocurre, sin embargo, que siendo, como somos, no espíritus puros sino triste carne enferma, no nos queda más remedio que conllevar, mal que nos pese, nuestras debilidades físicas y aceptar la servidumbre de nuestras necesidades; y para eso, la obra de la cultura consistirá en el intento múltiple de espiritualizar la naturaleza por todos los medios imaginable (259).

     Muy parecidas son las palabras de la confesión de María Elena y su asombro al ver el espíritu degradado y supeditado a la animalidad del cuerpo:

                El cuerpo, con todas sus humillaciones cotidianas, era la pensión que Nuestro Señor Jesucristo aceptó para mostrarnos mediante su ejemplo el camino, y enseñarnos a conllevar la bestia sin detrimento del espíritu. Sí, el espíritu estaba ahí siempre, para salvar la situación. Pero ¿y cuando el espíritu, de pronto, se rebela también, se sale de casa, se escapa?, ¿y si el espíritu resulta ser también un animal cimarrón, que te desconoce, y no obedece a tus llamadas, y te mira, burlesco y extraño, sin ponerse más al alcance de tu mano? (260).

     María Elena, al contemplar su propia conducta, se da cuenta de que sus esfuerzos por domesticar la bestia humana han fracasado. Cabe decir que ha sido testigo de su propia «perrificación».

     En El fondo del vaso, nos encontramos todavía en un mundo animalesco; ya han muerto los perros, pero en su lugar hay otros animales. José Lino Ruiz llama al muerto Pinedo un «renacuajo» y a su esposa Corina «pobre gata», y cita el comentario de Nalé Roxlo acerca de Pinedo y Requena: «por la boca muere [150] el pez» (261). También dice que Rodríguez se ha portado como un cerdo con él, y que su amante Candy le ladra y le dirige miradas de cordero degollado. Toda la tercera parte de la novela muestra al protagonista reducido a un estado animal, enjaulado, como don Quijote, «para universal befa y ludibrio» en una prisión que es una pocilga inmunda. Y para colmo, sabe que la conducta de su esposa lo ha convertido en «cornúpeto», el animal más desgraciado y despreciado del mundo latino, cuando de hombres se trata:

                Para inri y que jamás pueda soñar yo en alzar de nuevo la cabeza, se acerca por último mi propia esposa a los barrotes de mi jaula y me presenta mi vera imagen, mostrándome qué especie de bestia soy yo, cuál es el animal que aquí tienen encerrado: un animal lúbrico cuya frente ostenta -mírate, José Lino, en ese espejo de virtudes- hermosísimo par de cuernos. Pues sí; eso es lo que tú eres, José Lino (262).

     Reconoce su estupidez, inocencia y necedad, comparándose a un cerdo o cordero criado para la matanza, que no presiente la hora de la muerte. Todo su razonamiento en cuanto a su situación suscita comparaciones animalescas:

                Cuando todos se desalan buscando al asesino de Altagracia, y la única pieza que son capaces de ojear y de capturar en sus correrías es este pobre ciervo que soy yo, mientras en su escondite se relame el tigre carnicero... (263).

     Sentí miedo, y me sumí en el sueño igual que un ratón se refugia en su agujero (264).

     ...ellos, los policías, los jueces, los periodistas, los perros husmeadores (265). [151]

     ¿Cómo pude haber sido, una vez más y siempre, el mismo burro a quien los golpes no enseñan? ¿El mismo burro hinchado de arrogancia? (266).

     La variación de los animales mencionados señala diversos aspectos de la conducta como el miedo, la necedad y la venganza. José piensa que tal vez Corina le ha hecho una confesión falsa para aliviarle el peso de su propio pecado y nota que los animales hacen algo análogo cuando acuden a solidarizarse con un compañero preso en un cepo. Emplea un símil animalesco que a la vez implica crueldad y compasión; al ver a su esposa salir, piensa que «se retira como un loro corrido a escobazos», y luego reflexiona sobre sus motivos al hacer tal comparación:

                Una observación cruel, pero en la que, aun cuando otra cosa parezca, no hubo hostilidad ninguna, ni -mucho menos- ánimo de burla, ¡para burlas estaba yo! Loros llama el vulgo a las mujeres ya pasadas, a un cierto tipo de mujer, cuando todavía presumen y quieren componerse: ojos redondeados por la pesadez de las ojeras, el piquito breve, las mejillas colgantes, los andares... En su derrota, me sugería ella la idea de un pobre loro corrido a escobazos; pero sin ninguna hostilidad ni burla, más bien con una pena de la que por el momento no me daba bien cuenta yo mismo, pues otros sentimientos más impetuosos la anegaban: y que hoy, cuando vuelvo sobre ella, emerge, asoma, crece (267).

     El último párrafo de la novela, que expresa la angustia de José Lino al encontrarse «solo y pataleando en el fango», hace pensar en el asno metido en el estercolero en el relato «San Juan de Dios» y también en otro animal que mora en el fango: el cerdo.

     Los cerdos aparecen en la Tragicomedia de un hombre sin espíritu, donde el quijotesco don Cornelio monta un cerdo de [152] tiovivo, y en el cuento «El prodigio», donde le comen una oreja y parte de la cara al niño prodigioso («monicaco», «mono sabio»), y el narrador comenta entre paréntesis que «el cerdo, nadie lo ignora, es, como el hombre, animal omnívoro; come de todo» (268). Este relato tiene cierto parecido con «La cabeza del cordero» e «Historia de macacos», donde también se insinúa que los hombres devoran a sus semejantes. El episodio citado encaja dentro de toda una tradición española de aventuras «cerdosas»: se recordarán las humillaciones de Don Quijote y Guzmán de Alfarache a causa de los cerdos. En este siglo, Camilo José Cela también presenta el caso de un niño -idiota- devorado por un cerdo en su novela La familia de Pascual Duarte. Como hemos visto, Ayala, por medio de su narrador, provee su propio comentario al episodio citado, hinchéndolo de sentido ético. Es más que una atrocidad animal; es una atrocidad igualmente humana. (La merienda del niño solía ser tocino.)

     Los animales siguen siendo una constante en la ficción de Ayala. En el diálogo «Exequias por Fifí», de 1967, se advierte la curiosa paradoja de que los amos de la perra muerta -su «papá» y su «mamá»- al elevarla a su propio nivel, en realidad se rebajan al nivel de ella. Con el grotesco simulacro del parto, los amos pretenden elevar a la perra al estado de una hija de la carne, pero al mismo tiempo, la «mamá» (también una perra, según su marido) notaba en las miradas de Fifí altanería, sorna y reproche compasivo cuando se acostaba con el «papá». Los amos y la perra se consideran mutuamente animales de su propia especie.

     Ayala acentúa la degradación del ser humano cuando desciende a niveles de conducta animalesca, con elementos inmundos y olores malos. Por ejemplo, en «El Tajo», el teniente Santolalla se acuerda de un episodio repugnante de su niñez cuando [153] un tal Rodríguez le había tirado inmundicias, una de las cuales «se deshizo en rociada infamante contra su cara» (269). Esta injuria degradante que tanto afligía al niño le hizo sentir unas ansias de venganza tan fuertes como una necesidad física. En El fondo del vaso, el apodo «don Ano-Ano» viene a ser otra versión del dictador Bocanegra de Muertes de perro, siendo los dos orificios de inmundicias, en conexión simbólica directa con su inmoralidad. Cuando don Ano-Ano habla a José Lino acerca del olor de los niños y los viejos, éste bromea: «¿No será entonces... que el género humano apesta?» (270). La fetidez de la pudrición moral aparece una y otra vez en las ficciones de Ayala: el aliento hediondo de «El Doliente», y de «los que han matado con sus manos o con el deseo» (271) en «Diálogo de los muertos»; la peste insoportable que emite «Un pez»; el olor de tabaco, ventosidades y vomiteras en «Un ballo in maschera»; y el nombre del usurpador del poder de Bocanegra en Muertes de perro -Olóriz-.

     Otro tema recurrente en la novelística de Ayala es la lascivia de la mujer, que ya se intuye en el comportamiento de María Elena en Muertes de perro y en la agresividad de doña Concha en la misma novela. En varias narraciones de El As de Bastos, las mujeres son las agresoras, con una cruda sexualidad animalesca que hace irrisorio cualquier concepto del honor masculino basado en la conducta de la mujer. Ayala indica lo absurdo del concepto del honor castellano que depende, no de la propia conducta, sino de la de otra persona, en el ya citado ensayo sobre «El punto de honor castellano». Cuando José Lino exclama: «yo cornudo, ¿qué será ella?» (272), con acierto dirige la culpa a quien la merece. «Violación en California» es el ejemplo más [154] obvio de la lascivia de la mujer, tratándose de la violación de un hombre por dos mujeres. Cuando el policía cuenta el caso a su esposa, ésta le contesta con otro cuento, mucho más atroz, acerca de las hermanas López, dos beatas y «pudibundas vestales» que estudiaron «in anima vili las peculiaridades anatómicas del macho humano» (273) en la persona del idiota vecino, a quien mataron después, aunque nunca se pudo probar su culpabilidad. En «Un pez», el narrador rechaza a su vecina por puerca porque lo viene a buscar cuando está con la sangre. Otra mujer de esta calaña es la esposa adúltera de «Entre el grand guignol y el vaudeville», quien logra engañar a su marido con una risa feliz y natural:

                Es que, por más científico y más ingeniero que su carcelero sea, el lozano ingenio de ella logra derrotar una vez tras otra todas sus astutas ingenierías; y entonces, cuando el brío de su amor ha vencido de nuevo las complicadas artimañas de una tecnología destinada a espiarla y tenerla presa, su risa resuena vibrante con el triunfo de una rosa roja abierta entre el lujo de negros encajes, sayas de seda y suave perfume francés (274).

     La cruda sexualidad de la bestia humana se pone en evidencia en «El As de Bastos», en que se ve la degradación de una mujer al culto fálico. El asunto del cuento no es completamente nuevo en la novelística de Ayala; ya aparece de modo accesorio en «Encuentro», donde Vatteone se encuentra por casualidad con «Nelly Bicicleta», algo así como Bastos se encuentra con Matilde. En «Encuentro», Vatteone recuerda un incidente curiosamente análogo a lo que ocurre en «El As de Bastos»:

                No había olvidado después de tantos años la vez aquella en que, con la boca pegada a su oreja, le declaró muy bajito: «Esto [155] es lo que a mí más me gusta en el mundo. ¡Otra que pieles!» Esto, había dicho; no había dicho que le gustase él, ni siquiera hacerlo con él, sino sencillamente eso, la muy... (275).

     La anonimidad a que le reduce la mujer inquieta a Vatteone Bastos experimenta la misma sensación cuando oye a Matilde llamarle Julio, el nombre de su ex-esposo. ¡Qué parecida es esta actitud a la del Don Juan Tenorio de Tirso, señalada por Ayala en «Burla, burlando...»!:

                Don Juan Tenorio no es sólo, como él contesta a su burlada Isabela, «un hombre sin nombre» (todavía insistirá con la fórmula: «un hombre y una mujer», que niega toda identificación personal), sino que es también un desalmado absoluto, un hombre sin alma y, por tanto, sin individualidad: es un puro y primario impulso dirigido hacia el mal (276).

     Se han trocado los papeles; la mujer es ahora la agresora, y Nelly y Matilde hacen que Vatteone y Bastos se sientan verdaderamente «hombres sin nombre», reducidos a la anonimidad, irónicamente, sin quererlo.

     El colmo de la anonimidad sexual aparece en el recorte de periódico titulado «Nuevo producto» en Diablo mundo, que enfoca la cuestión desde un punto de vista cómicamente serio. El Akiko Plura representa el supremo triunfo de la industrialización: muñeco artificial que promete satisfacer todas las demandas del mercado con un enorme surtido de modelos. El reportaje ficticio anticipa una gran aceptación para el nuevo producto y hasta el establecimiento de locales de «Autoservicio Akiko Plura».

     El tema de la lascivia en la mujer aparece también en «El rapto». Según la pista que Ayala provee al llamar al protagonista Vicente de la Roca, el argumento se basa en el capítulo LI de la Primera Parte del Quijote, donde el cabrero Eugenio cuenta [156] cómo Leandra huyó con el soldado fanfarrón Vicente de la Roca, defraudando a sus dos pretendientes, entre quienes había dado esperanzas de escoger. Después de quitarle sus joyas y dinero, el soldado la dejó abandonada en una cueva, sin haber tocado a su persona. En «El rapto», Vicente de la Roca, español que ha estado trabajando en Alemania, vuelve a su país con una flamante motocicleta y una radio Grundig que dejan deslumbradas a todas las muchachas. Julita Martínez, una preciosa niña de 18 años, ha mantenido en ansiosa expectativa a su dos pretendientes, Patricio y Fructuoso. Huye con Vicente, quien la abandona en un hotel sin «quitarle aquella joya que si una vez se pierde no deja esperanzas de recobrarse jamás» (277). Patricio recibe una carta de Vicente diciéndole que sólo quiso probarle que su fe en Julita Martínez era un engaño y haciéndole saber que «apenas si me hizo falta mover un dedo para que la señora de tus pensamientos se viniera corriendo tras de mí como una perra» (278). Varios críticos (279) han señalado el parecido con el episodio cervantino y sus divergencias estructurales, pero no examinan la cuestión temática y las varias modulaciones del tema de Eros presentes en el relato.

     Ayala ha tratado del episodio cervantino en «La invención del Quijote», donde comenta el tema de Eros en la novelística del gran escritor clásico:

                El tema viene a cerrarse con el episodio del cabrero Eugenio (cap. LI), donde al suceso de Marcela y Grisóstomo se le imprime una variación mediante contraste de marcado barroquismo; en lugar de la libertad del alma, el «natural instinto» de la hembra es origen ahora de los desdenes de la hermosa pastora y los celos [157] del pastor enamorado. Leandra, cortejada por tantos buenos pretendientes, se ha prendado del oropel y fanfarronería que el soldado Vicente de la Roca despliega. «Y como en los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama», huye con el soldado, que la roba y la abandona en una cueva, dejándola, sin embargo, con la joya «que si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre», «continencia del mozo», que, por paradoja, es su peor ultraje a la lascivia de la mujer... (280).

     Este pasaje revela el interés de Ayala en este episodio cervantino y precisamente el aspecto de la frustración de la lascivia de la mujer como castigo apropiado. Así también en «El rapto», se advierte el desengaño en los sollozos de Julita, que no logra explicarse que «al final de cuentas, lo único que Vicente deseara de ella fuese su dinero» (281). Hasta este punto, Ayala ha quedado fiel al modelo cervantino y su interpretación de él según la indicación que hemos citado.

     Pero ¿qué sentido tiene su modernización del cuento cervantino? ¿Pretende Ayala simplemente mostrar la tendencia de las debilidades humanas a repetirse? Ayala no parece estar a favor de reescribir una obra maestra en una versión modernizada para el gusto de una nueva época, según sus comentarios en «'Porque no sepas que sé' (Calderón)», donde indica que sería absurdo imaginarse «una versión del drama [La vida es sueño], reescrito según módulos realistas» (282). Creemos que Ayala utiliza la anécdota básica del episodio de Eugenio para erigir una nueva creación, en la que se enfoca el tema de Eros desde varias perspectivas.

     En el argumento fundamental del episodio cervantino, Ayala ha introducido una novedad importantísima: Vicente de la Roca [158] es buen amigo del desdeñado pretendiente Patricio. En efecto, a pesar de darse cuenta éste de que «Vicente era un tipo de lo más simpático; uno de esos tipos que poseen el don de robarse en seguida las voluntades» (283), es él mismo quien lo presenta a Julita, pensando que podría abogar a su favor: «incluso se le había ocurrido encargarle que, para explorar la voluntad de Julita, espiara sus menores gestos cuando, conversando con ella, se refirieran a Patricio, tema casi forzado al principio, como es lógico, puesto que era él quien los había presentado» (284). La estrecha amistad que une a Vicente y Patricio, y el interés de éste por explorar la voluntad de una mujer amada sugieren, claro está, «El curioso impertinente», otro relato que figura en el Quijote, y que provee una clave esencial para la comprensión cabal de «El rapto».

     El narrador nos dice que el mejor amigo y confidente de Vicente de la Roca vino a ser muy pronto Patricio Tejera. Vicente comenta sobre su primer encuentro:

                Te parecerá extraño, Patricio -le decía-; y extraño lo es, no hay duda; pero desde la primera vez que nos vimos, ¿te acuerdas?, cuando llegué yo con la moto a tomarme una cerveza en el bar porque venía muerto de sed, y tú estabas allí con los otros, desde ese momento mismo supe yo, no sé cómo, que tú y yo íbamos a hacernos amigos (285).

     Y luego añade:

                No lo niegues: al comienzo te hice una impresión más bien mala que buena; pero yo, a pesar de ello, no sabría decir por qué, comprendí en seguida que seríamos amigos. Y ya lo ves: así ha sido. Muchas de las cosas que a ti te cuento, a nadie más se las contaría. Te las cuento a ti porque estoy seguro de que interpretas, y no vas a pensar mal. ¿Crees tú que, digamos, a [159] una cosa por el estilo de eso que acabo de contarte ahora no le sacarían punta, en mi contra, los otros? Por envidia, ya sé; pero... (286).

     Hay una sutil clave en esta conversación, al recordar Vicente su primer encuentro con Patricio, como lo hacen los novios, y él mismo reconoce que su simpatía inmediata hacia éste es algo que parece extraño («y extraño lo es, no hay duda»). Lo que le cuenta Vicente es la historia de cómo logró escaparse de las garras de unas alemanas, una madre y su hija, que lo andaban persiguiendo en su hospedaje. Advierte a Patricio que no se deje engañar porque: «En el fondo, yo no tenía ninguna gana de verme metido en un jaleo semejante, y, si quieres que te diga la verdad, Patricio, las mujeres no valen la pena de que por ellas..., ¿tú me entiendes?» (287). Patricio le contesta que cosas así ocurren en todas partes, y le cuenta el caso de una joven casada que descubrió acostados a su madre y su esposo; la muchacha se puso como loca y se echó a la mala vida. El hecho de que Patricio le cuente esta historia es importante porque revela que él no es tan ingenuo como Vicente da a entender con su ejemplo. Patricio confiesa su amor por Julita Martínez, a pesar de la insistencia del otro en que todas las mujeres son iguales.

     En el cuento de Cervantes, Eugenio censura a las mujeres genéricamente después de haber sido desengañado por la debilidad moral de Leandra; su odio es inmanente a la experiencia. En el cuento de Ayala, en cambio, no se explica por qué Vicente desprecia tanto a las mujeres, sin excepción, cuando es evidente que su mayor preocupación ha sido evitarlas.

     También es significativo el énfasis que Ayala da a la inverosimilitud de que Vicente haya dejado entera a la mujer, aspecto que Cervantes trata con suma brevedad en el Quijote: [160]

                Contó Leandra también cómo el soldado, sin quitarle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva, y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos. Duro, señor, se hizo de creer la continencia del mozo; pero ella lo afirmó con tantas veras que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. (Capítulo LI) (288).

     En «El rapto», varios personajes tratan de razonar por qué Vicente dejó a Julita sin quitarle el honor. La persona más perpleja es Julita misma:

                Mejor lo hubiera entendido siendo la canallada completa, es decir, si él la hubiese robado y abandonado después de pasar juntos la noche: una acción más infame, sí, pero más comprensible sin embargo. Pues ¿cómo explicarse que, al final de cuentas, lo único que Vicente deseara de ella fuese su dinero? Desprecio semejante le resultaba inconcebible en absoluto; sencillamente, no podía ser (289).

     El padre de la niña tampoco lo cree posible: «-Pero eso no hay quien lo crea. ¿Quién va a creerse eso? Mira, no trates de engañarme, porque...» (290). Don Lucio Martínez cree al fin que Vicente dejó a su hija por miedo a las consecuencias. El pueblo acepta la versión («hay que reconocerlo, era muy plausible») (291) de que Vicente se asustó, temiendo la persecución del padre. Patricio y Fructuoso, los pretendientes desdeñados, lamentan su desengaño como Eugenio y Anselmo en el Quijote.

     En su carta a Patricio al final del cuento, Vicente explica su proceder: quiso desengañarlo de su «absurdo enamoramiento de [161] una chiquilla insignificante y necia» (292). Explica que dejó entera a Julita para demostrar sin la más ligera duda que sus intenciones eran solamente las de enseñar a Patricio la liviandad de las mujeres, y que no fue motivado por lascivas intenciones: «Lo que a mí me interesaba no era precisamente eso...» (293). Así se explica la «continencia del mozo» citada por Ayala en su ensayo «La invención del Quijote», ya mencionado.

     Sin embargo, la carta de Vicente no convence por completo a causa de su vehemencia al fustigar a la víctima por imbécil y necia. ¿Por qué tanta saña contra la muchacha? ¿Por qué tanto empeño en desengañar al enamorado amigo, no sólo en cuanto a Julita, sino también para con todas las mujeres? La carta contiene sutiles insinuaciones:

                Cuando trataba yo de forzarte con amistoso empeño a que te sacudieras el polvo y te limpiaras las telarañas de los ojos, y probando al menos otra cosa distinta, salieras de tu rincón y vieras algo de mundo y ensayaras otra manera de vivir que para ti, con tus prendas personales y tus recursos materiales, estaba llena de brillantes promesas, jamás sacabas a relucir en contra como posible obstáculo las obligaciones de familia, o consideraciones de intereses y negocio, sino siempre la eterna Julita, Julita siempre, y nada más que esa pava de tu Julita, que hubiera terminado por echarte un dogal al cuello y convertirte en el perfecto señorito de pueblo (294).

     Le suplica a Patricio que le vaya a ver, prometiendo darle en Alemania las joyas y dinero de Julita si decide después volver a su pueblo, para que se los restituya al padre de la muchacha. Le advierte con impaciencia: «Ojalá no me defraudes una vez más, que sería la última, te lo aseguro» (295). [162]

     Cuando Fructuoso lee la carta, dice que si él fuera Patricio, tomaría el tren, se presentaría de improviso y le daría «su merecido, para que el muy miserable no se quede sin recibir lo que anda buscando» (296). Patricio queda absorto, perplejo e indeciso; luego comenta que «Quizás lo haga, eso que tu dices» (297).

     ¡Cómo no advertir una corriente sutil y velada de sentimientos turbios en la extraña dedicación de Vicente al proyecto de desengañar a su amigo! ¿Qué es «lo que anda buscando»? La contestación está en la interpretación que hace Ayala de El curioso impertinente, novela cervantina que trata de la fragilidad de la virtud femenina y también de «los dos amigos». Esto mismo es el título del ensayo en que Ayala examina la novelita de Cervantes; sale publicado en la Revista de Occidente en 1965, el mismo año en que se publica El rapto (298). Ayala dice que a través de señas sutilísimas Cervantes

                ...nos indica con las medias palabras que al buen entendedor deben bastarle y, en definitiva, con la necesaria claridad, cuáles son las fuentes del extraño deseo que fatiga y aprieta al desdichado Anselmo, aquello que lo hace culparse y reñirse a solas procurando callarlo y encubrirlo a su propio pensamiento; y no hemos de incurrir nosotros en las fáciles artes de la psicología profunda para intentar el análisis de su personalidad (299).

     Ayala elogia la sobriedad con que Cervantes trata de la conducta anómala de Anselmo, entregando a la intuición de sus lectores los elementos de juicio necesarios para comprender el caso. Con igual sobriedad y sutileza, Ayala nos da las claves para comprender el rapto no consumado en su cuento. Pudiéramos decir de Ayala lo que él dice de Cervantes: «Pero todo esto, que en un autor de nuestros días sería el centro de interés [163] para cualquier ficción novelesca o dramática, en la obra de nuestro clásico, donde sirve de subsuelo al problema ético que nos plantea, queda implícito» (300). El problema ético en «El rapto» es la lascivia de la mujer; Ayala advierte ese problema como eje del relato cervantino de Eugenio. Pero emplea a la vez el subsuelo de El curioso impertinente al entregar a la intuición del lector el turbio afecto que siente Vicente por su amigo Patricio y que explica su extraña aversión hacia las mujeres en general y su comportamiento al dejar intacta a la bella Julita. «El rapto» es un modelo de delicadeza y sutileza en torno a un asunto capaz de convertir una novela en puro regodeo con los elementos de anomalía y degeneración. Hemos de insistir en el hecho de que Ayala, a pesar de utilizar temas negativos en muchas de sus ficciones, es uno de los escritores más sobrios y discretos de nuestros días.

     Ayala sabe tratar de temas desagradables sin dejar que su obra descienda a niveles degradantes, una tarea poco fácil que exige un dominio extraordinario del lenguaje y recursos narrativos. Nuestro autor cuenta con un vocabulario culto que logra describir obscenidades con una propiedad inesperada, lo cual revela que su sensibilidad rechaza a fondo las crudezas, aunque no puede menos de encararse con ellas para poder denunciarlas. Recordemos que Ayala nos ha señalado los esfuerzos de Galdós por hacer comportables los aspectos repugnantes de la realidad. Ayala es un autor igualmente sensible, pero siente la misión ineludible de emplear la temática fea para expresar su visión de un mundo carente de valores positivos.

     En algunas narraciones, Ayala mantiene un nivel alto a pesar de tratar de materiales crudos, recurriendo al latín; como dice entre paréntesis en «La vida por la opinión»: «¿Quién, hoy día, no sabe latín en España?» (301). En «El regreso», el narrador [164] entra en un prostíbulo y describe sus experiencias con suma delicadeza:

                Pues ahora, había, como digo, resuelto remediarme con una fiestecita íntima; y aunque -a la verdad- me repugnaba un poco -siempre me había repugnado- el «amor venal», llegada la noche -¿qué hacerle?- me encaminé firme cual un romano, hacia el prostíbulo, sintiendo, ya ante coitum, la clásica tristitia.

     ¡Ay, qué gran sorpresa me aguardaba allí! Después de tantos días huecos y vanos, ¡qué día! Entro -aquella casa non sancta me era conocida desde tiempos de mi desamparada juventud-; entro, acuden las pupilas, y ¿a quién me veo entre el rebaño? A María Jesús de Abeledo y González, virgo prudentissima, metida a... ¡Bendito sea Dios! (302).

     En «Cazador en el alba», de 1929, también hay una escena semejante en un prostíbulo, suavizada por un despliegue de metáforas: Antonio Arenas «solicitaba la apertura de un paraíso incógnito, lleno de manzanas luminosas y de mujeres artificiales» (303).

     El empleo del griego en el capítulo XXV de la novela Muertes de perro presta cierto tono «culto»a un concepto grosero. Luisito Rosales, el fenecido ministro de instrucción pública, se le aparece a Tadeo Requena en una pesadilla; le dice que la médium que lo conjura es una «coprófaga consumada» y se precia del alto tono de su lenguaje, corrompido en boca de la médium, quien ha convertido su «haga» en «haiga»:

                ¿Entiendes, Tadeo, cómo el uso de vocablos griegos permite a las personas cultas formular ciertos conceptos eludiendo la grosera elocución del vulgo? Coprófago: de phagos, el que come, y kopros, que expresa excremento. Pues eso es ella: una coprófaga. ¿Reconocías tú acaso mi lenguaje refinado en la rusticidad o, más exactamente, plebeyez de sus palabras? (304). [165]

     En otra pesadilla, la de José Lino Ruiz en El fondo del vaso, encontramos nuevo testimonio de la preocupación del autor mismo por expresar temas obscenos y repugnantes con palabras adecuadas y sobrias:

                ¿Cómo podría describir yo la escena que sorprendí allí? Una escena de inconcebible depravación, a cargo de dos únicos actores: el venerable anciano y una de aquellas nietecillas suyas a quienes yo había visto pasar, en tropel, ante nosotros durante mi primera visita, y a la que entonces no presté particular atención; escena de esas que, en tiempos pretéritos, los escritores solían caracterizar y, a la vez, encubrir pudorosamente, con el velo de frases o vocablos latinos, y que los modernos se complacen, en cambio, describiendo con los más crudos y soeces de su propio idioma; pero que yo, enemigo de tales groserías, quisiera tener habilidad para apuntarla siquiera mediante el olvidado arte del circunloquio. Carente de ella, y puesto que, al igual que la mayoría de mis conciudadanos, ignoro los útiles secretos de la lengua latina, deberé renunciar a todo intento, y dejarle al eventual lector el cuidado de imaginarse lo más infame (305).

     La cita es larga, pero no queríamos abreviarla porque sugiere varias maneras de expresar lo repugnante en la literatura. Hemos visto en «El regreso» el uso de la lengua latina; José Lino opta por dejar señas breves para que el lector se imagine lo que él no quiere expresar, sino con circunloquios.

     Vemos el interés por conservar un tono de alta cultura a pesar de tratar de crudezas ya en «San Juan de Dios», de 1947. El santo dice a un niño que trata de levantar a un asno de un estercolero que acaso el pobre animal no es capaz de moverse, y el niño le contesta con cólera: «-Ha de poder, ¡me...!» Un asterisco en el lugar de la omisión dirige al lector al pie de la página donde se encuentra la siguiente advertencia: «El autor puso aquí, en la boca inocente, una blasfemia simple, directa, [166] proferida con mero valor de interjección» (306). Por medio de este juego, Ayala elimina la blasfemia soez, aplicándose la censura de un redactor que es, claro está, el autor mismo.

     Aun en los cuentos de El As de Bastos, que se ha considerado quizás el más «escatológico» de los libros de Ayala (véase su Introducción a Mis páginas mejores), hay que admirarse de la sobriedad de expresión que mantiene el autor, tratándose de asuntos escabrosos. El narrador de «Un pez» dice: «Lo que me gritó la Gorda fueron cosas que no voy a repetir. Me llenó de improperios...» (307), aunque se revela su propia falta de sensibilidad al mandar a la gente «a la gran eme» en varias ocasiones. Para describir la sonada respuesta de la bailarina Flor en «Una boda sonada», Ayala recurre a una cita de Dante. En los comentarios del policía en «Violación en California», no hay, en cuanto al vocabulario empleado, nada que pueda herir la sensibilidad, salvo cuando se cita una palabra dirigida por una de las violadoras. En cambio, «Un ballo, in maschera» está lleno de crudezas y vocablos feos porque el tono de pura farsa da cabida a la exageración de tales elementos. En «El nuevo arte de hacer novelas» (en Experiencia e invención), Ayala estudia el tema del viejo burlado en la novela El celoso extremeño y en el entremés El viejo celoso, señalando cómo el tono de farsa consiente que el desenfado y la procacidad se destaquen al primer plano. En «Un ballo in maschera» el empleo de vocablos crudos ocurre en boca de distintos personajes en diálogos sueltos, sin la presencia de un narrador que los haga comportables. La expresión desenfadada corresponde a la intención de descubrir el diablo por debajo de las convenciones sociales, y por ser inusitada en la novelística de Ayala, rinde un efecto impresionante. «El As de Bastos» tiene tina escena que sin duda debe contarse entre las [167] más osadas que imaginarse puedan. Pero aun tratándose de una escena de pleno culto fálico, el diálogo que revela lo que está pasando no contiene ni sugestión de burla o desenfado. El diálogo, breve y cargado de tensión, es un modelo de maestría narrativa, que ilustra cómo la degradación de la conducta en cuanto tema literario no tiene que traer por consecuencia la degradación de la literatura.

     El hedonismo erótico de «El As de Bastos» sale del recinto privado de la alcoba a un lugar público -según parece, una taberna- en «Gaudeamus». Las frases descaradas entre sátiros y ninfas, con sus acciones aludidas en el diálogo, forman un testimonio demasiado impresionante para exigir comentario narrativo por parte del autor. Dan ganas de exclamar con una de las mujeres: «¡Jesús, qué bestias!» (308). Uno de los personajes llama la atención de los «señores y señoras» sobre el espectáculo, observando con contento «cómo la gente se espabila» (309), y este personaje parece ser el Lucifer del Diablo mundo, retratado en el relato. Ayala logra describir una escena tan depravada que exige un talento extraordinario para no caer en pura pornografía, peligro que nuestro autor evita con extendidas metáforas eufemísticas. La repetición de metáforas que tienen que ver con la lactancia acentúa la herida al pudor y a la maternidad que representa la conducta hedonista de los personajes.

     Hasta ahora sólo hemos indicado el uso de un vocabulario relativamente refinado como posible alivio a lo chocante de la temática negativa. Pero hay otro elemento muy importante que aparece en torno a los temas «escatológicos» en la novelística de Ayala, y es la entrañable compasión que él siente para con sus personajes, emoción que, paradójicamente, parece acentuarse a medida que se acentúe el envilecimiento. Esta compasión del [168] autor hacia sus criaturas lo aproxima a Cervantes y Galdós, en quienes él ha notado semejante sentimiento. La intención total de la novelística de Ayala responde al concepto de su misión que ya hemos discutido en otra parte. Toda la idea de la novela ejemplar se basa en el amor al hombre y la fe en su enmienda. En su Introducción a Mis páginas mejores, Ayala explica por qué él se complica y por qué complica al lector en «el fango de la vida»:

                Acepto que ello pueda constituir una falta de cortesía, pero me niego a reconocer falta de caridad en ello. Porque, según lo veo yo, en un mundo cuyos valores (¿qué vamos a hacerle?, ¡es así!) se han hecho todos cuestionables e inciertos, donde no queda apelación posible a principios reconocidos, el único camino de salvación está en escrutar el fondo último de la propia conciencia en nuestra existencia misma. Si eso es rebajar al hombre, lo será en vías del amor, y no en manera alguna por motivos de odio (310).

     Estas palabras hacen recordar las de Pepe Orozco en «El colega desconocido» acerca de los motivos del escritor: «Para los hombres, sí; pero, por amor de Dios: un acto de caridad que practicas sin tregua y sin fatiga (311)».

     La citada explicación que aparece en Mis páginas mejores es parte de la respuesta que Ayala ofrece a la opinión de varios críticos de que sus personajes son invariablemente protervos y que su mundo carece de un destello de bondad. Ayala se siente obligado a decir que no odia o desprecia a la humanidad y que el elemento «criatural» que Rodríguez Alcalá encuentra en Los usurpadores pero echa de menos en obras subsiguientes, está presente a lo largo de su producción narrativa. Explica que varias personas de Muertes de perro asumen actitudes benévolas, [169] generosas, tiernas y compasivas, como el cura de San Cosme, la viuda del senador Rosales, el general Malagarriga, su esposa Loreto, y hasta Tadeo Requena. Insiste Ayala en que las tropelías y crueldades que cometen sus personajes son motivadas por estímulos comprensibles.

     En nuestra opinión, hay elementos «criaturales» de piedad y compasión en Los usurpadores, pero, quizás por la proyección hacia un pasado lejano, en general no se evidencia una abierta actitud compasiva, con la posible excepción de «San Juan de Dios». En «Los impostores», se advierte cierta compasión hacia la madre del pastelero que tiene que presenciar la muerte de su hijo en el patíbulo. Hay algunas escenas de ternura entre el rey don Pedro y su amante María en «El abrazo», y un pasaje del «Diálogo de los muertos» se refiere a los vivos con compasión:

                -Sea como quiera, todos merecen compasión; también ellos, unos y otros. No porque el loco ignore su locura, su desvarío frenético o su desvarío caviloso, es menos digno de aquélla. Pues, en realidad, se compadece en él, no tanto a él mismo como a la humanidad entera: el no saber y no sentir; la inocencia patética de los recién nacidos: el titubeo de los vicios a quienes, de pronto, se les ha hecho desconocido el mundo; el tantear desesperado de todos hacia lo que no entienden, o entienden mal. Y hasta, más allá de las fronteras humanas, el propio pasmo de los animales sujetos a una suerte que no alcanzan (312).

     La mención aquí de los animales es importante porque indica lo que venimos señalando en la novelística de Ayala: que aun cuando la conducta humana se rebaje a niveles animalescos, por ignorancia o por vicio, el hombre es digno de compasión.

     En «Historia de macacos», con todas sus burlas crudas, no falta el elemento piadoso, en la persona de la prostituta Rosa, quien muestra gran comprensión hacia el narrador y su condición [170] de impotente. Éste, después de desahogarse con ella, comenta su bondad y sensibilidad: «Esta buena mujer, Rosa, me escuchó atenta y compadecida; procuró calmarme y -rasgo de gran delicadeza- me confió a su vez otra tanda de sus propias cuitas domésticas que, ahora lo comprendo, eran pura invención destinada a distraerme y darme consuelo» (313). La narradora de «La barba del capitán» es una de las criaturas más piadosas y compasivas del mundo novelístico de Ayala, pero, como hemos indicado, no es la única. En «El Tajo» se destacan el acto piadoso a que se compromete delante de su conciencia el teniente Santolalla, y sus recuerdos de la muerte de su perra Chispa, que tanto le había afectado. «La cabeza del cordero» tiene un fondo de piedad, sentimiento resistido por el narrador, pero que se insinúa en su conciencia. Sobresale también la inmensa sensitividad del narrador de «El regreso» en sus relaciones con María Jesús: «Sus transportes me instruyeron de cuánto había significado yo, en verdad, para esa pobre criatura, y me sentí afligido» (314).

     Toda la tercera parte de El fondo del vaso, trata del proceso de razonamiento que abre en José Lino Ruiz una honda compasión, no sólo por sí mismo, sino también por su esposa Corina. Presenciamos el ensanchamiento del espíritu de José Lino a través del martirio que sufre y su reconocimiento de la propia culpa.

     Aparecen repetidamente en las narraciones de Ayala los epítetos de «pobre» e «infeliz» en cuanto a los personajes, empleados a veces por éstos, y otras por el autor mismo: el pobre Martín de «Historia de macacos», el pobre viejo Saldanha de «Encuentro», y el pobre Bruno de «The Last Supper» son algunas de las muchas personas a quienes se les aplica el epíteto compasivo. En «El As de Bastos», Matilde dice «¡Pobre Bastos!» y éste [171] lo repite, y al final, después de una escena escabrosa, el autor no puede reprimir -o no quiere reprimir- un juicio de valor que revela su compasión por estas criaturas al emplear los adjetivos piadosos «pobre» e «infeliz»:

                Sintió la infeliz una especie de congoja. Tapándose la cara con la sábana, lloró un rato en silencio; el llanto la aliviaba.

     Luego, tuvo que levantarse: «Tendría gracia que a estas alturas...»; y lo hizo con mucho cuidado para que el pobre Bastos no se despertara (315).

     En este cuento, como en «Historia de macacos», «Encuentro», y la tercera parte de El fondo del vaso, los personajes sienten compasión hacia otros al contemplarlos «hechos una ruina» por los estragos del tiempo o por sus experiencias. Otros momentos de ternura ocurren en torno a las madres: en «Los impostores», Muertes de perro, «El Tajo» (sólo con la madre de Santolalla), y «A las puertas del Edén». También se puede considerar la autocontemplación de los personajes, que ya hemos descrito en otra parte, como un factor muy humanizante, ya que el desgarro interior del personaje suscita piedad y compasión hacia él.

     Hacer poco caso de la comprensión humana y la compasión dentro del mundo novelístico de Ayala es percibir a medias el sentido de su obra. Refiriéndose al tratamiento cervantino del adulterio en El curioso impertinente, Ayala indica en su ensayo «Los dos amigos» que Cervantes presenta una pasión pecaminosa, sin duda, pero «una pasión tan comprensible que el ánimo del lector se siente movido a compasión muy honda» (316). Creemos que Ayala no pierde de vista los modelos cervantinos, en que la conducta errónea resulta muy explicable en términos humanos. Si el lector no puede sentir ninguna solidaridad con los personajes -si no logra percibir su básica humanidad-, no tiene sentido el [172] escribir «novelas ejemplares», dentro del concepto de ejemplaridad que hemos encontrado en la novelística de Ayala.

     Muchos de los personajes que pueblan las narraciones de Ayala, especialmente los que sienten la necesidad de explicarnos y explicarse a sí mismos sus experiencias en la primera persona, logran interesarnos en su destino, aun cuando sean individuos poco inteligentes o poco sensibles. Cuando Ayala deja a sus personajes «tocar fondo», hace a sus lectores también participar en el momento de angustia, que es, quizás, uno de los momentos más humanos de la bestia humana.



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COMICIDAD

     Un aspecto esencial en la novelística de Ayala es su poderosa comicidad. A causa del fuerte intelectualismo y la densidad de las ficciones, su sentido cómico ha sido calificado sencillamente de «sátira». Nosotros, sin embargo, estimamos que merece ser estudiado con mucho más detenimiento que el que se desprende de ese simple expediente calificativo, porque lo satírico es sólo una parte de la rica gama de lo cómico contenido en la obra imaginativa de Ayala; también hay farsa, burla, juegos de palabras, chistes, chascarrillos, y hasta patetismo cómico.

     Dejando aparte el jugueteo metafórico de algunas de sus primeras narraciones, la comicidad en la obra de Ayala pocas veces es gratuita; más bien se aferra a los impulsos de su particular visión del mundo. En vista de la preocupación de Ayala en torno a la cuestión de establecer un gran arte abierto a las masas, pero con distintos niveles de accesibilidad, vemos su humorismo como un recurso que, por medio de la risa, puede ofrecer un acceso primario a una obra literaria. En su «Divagación sobre lo cómico a propósito de un nuevo artista», acerca de Cantinflas, advierte los riesgos de que la comicidad se detenga en los estratos superficiales, como, por ejemplo, el de la burda fisiología. [173] Más valioso es buscar el camino del espíritu a través de la risa, infundiendo a la comicidad proporciones metafísicas, nos dice Ayala en este ensayo, que aparece en El cine: arte y espectáculo: «Hace falta mucho brío, mucha conciencia y mucha abnegación, mucha genialidad, para extraer del grotesco el temblor vivo del arte eterno» (317). En su reseña sobre Charlie Chaplin (Charlot) en el mismo volumen, Ayala se fija en la atracción que ejerce ese extraordinario artista sobre todo el mundo, y advierte las posibilidades trascendentes en una figura tan cómica y patética a la vez.

     En Histrionismo y representación, Ayala asocia otra vez la comedia con lo trascendente y nos dice que ya había percibido algún significado complejo y profundo en la bufonería en su adolescencia al mirar en el Museo del Prado el lienzo de Velázquez denominado «Retrato del bufón Don Juan de Austria». Ayala ve en el uso de nombres regios por los bufones de la corte una indicación de su caricatura de la grandeza y la inconsciente befa de la realeza por parte de sus propios miembros, transferencia y descargo de la autoridad hacia una proyeción burlesca, y relajación del peso de la abrumadora responsabilidad del Estado en tono de farsa. Señala el fenómeno de los bufones que están al lado de los autócratas como una sombra o doble de su personalidad. El bufón reúne lo más abyecto con lo más noble en un contraste que causa la risa, con un dramatismo casi religioso. El payaso, en cambio, ejerce su función representativa frente al público: «la de recibir todas las bofetadas que se pierden en el mundo, cargar con ellas, caer y levantarse y volverse a caer en un remolino de bofetadas. ¡Simbolismo excelso!» (318). El público va al circo para ver representados el rito y el misterio y para descargarse de la responsabilidad y el esfuerzo de ser razonable; [174] se ríe del traspiés, la equivocación y las bofetadas que el payaso recoge y «cada cual se saca las bofetadas recibidas, descargándolas sobre el payaso. Y el payaso despierta en el público una risa dolorosa, tierna, entrañable, con la que cada uno se ríe de sí mismo, representado en el payaso» (319). Éste también exhibe con su exageración -«melodrama del payaso»- el contraste entre el hombre real y el que representa para el público.

     En Experiencia e invención, Ayala estudia, entre otros aspectos de Cervantes, su humor trascendental. Por encima de la sátira literaria, Ayala considera como base del humorismo del Quijote la polaridad patético-grotesca y la disociación del personaje interior con su ambiente real:

                La raíz última del humorismo trascendente del Quijote, mucho más allá de la comicidad de los contrastes, está en esa disociación permanente entre la clara línea seguida por el héroe y una realidad indócil a ella, ingobernable, no organizada, con la que tropieza a cada instante, y ante la que se quiebra siempre su lanza. Disociación que se inicia ya en el terreno de la propia realidad personal del protagonista -cincuentón al que en nada corresponde el extremo de su amor ideal ni la imagen de gallardía y poder físico a que pretende replicar: cuyas armas son celada de cartón y yelmo de Mambrino; cuyo corcel es Rocinante, y cuyo escudero, el rústico Sancho-, para luego irse reproduciendo en todos los planos de la realidad externa, a partir del esquema durísimo, desnudo e impersonal de la aventura de los molinos (320).

     Aunque Ayala no lo indica, se puede ver aquí un parecido entre la trascendencia del payaso y la de Don Quijote. La disociación en éste se presta más a ser percibida y profundizada por la modalidad literaria, que provee acceso al recinto de la conciencia humana. En otro ensayo del mismo volumen, Ayala examina [175] la burlesca procacidad del entremés cervantino El viejo celoso con el contraste que proveen la depuración y espiritualización del mismo tema en la novela El celoso extremeño.

     Otro estudio importante es el ensayo sobre «El arte de novelar en Unamuno», donde Ayala trata de aclarar la manera en que Unamuno entiende la comicidad. Este estudio sobre lo cómico en otro novelista, y precisamente en un escritor cuya obra entera contiene «el sentimiento trágico de la vida», quizás nos ayude a entender mejor el sentido cómico en la novelística de Ayala. Con referencia a «Un pobre hombre rico, o el sentimiento cómico de la vida» de Unamuno, Ayala define el concepto unamuniano de la comedia como la vida sentida en su dimensión trivial, en el «trajineo de la vida con el que tratamos de ahogar en el fondo de todos nosotros el rumor de carcoma del hastío prenatal, o de la tristeza eterna» (321). La comedia para Unamuno son las cosas con las cuales uno se distrae de su tristeza trascendental que es la conciencia de la muerte. Traduciéndolo en fórmula de Ortega, Ayala dice que para Unamuno la comedia sería la alteración frente al ensimismamiento (322). Comentando la falta de humor auténtico en Unamuno, Ayala presenta su propia visión del papel que desempeña el humor en la vida y en la novela:

                Ocurre ahora que la vida humana está hecha de ensimismamiento, pero también de enajenación; que se tiende entre lo trascendente y lo cotidiano; de modo que si la novela ha de interpretar su sentido tendrá que representarla atraída a la vez por ambos polos, el positivo y el negativo: tendrá que ser tragicomedia. Unamuno posee, sin duda, un clarísimo concepto teórico de la comedia y de su importancia como ingrediente existencial, pero carece por completo de sensibilidad cómica. No experimenta complacencia en las cosas ni tiene indulgencia para con los hombres: desconoce la risa -¡cuánto más la sonrisa!-; y aquello [176] que nos da por comedia es, a lo sumo, caricatura, sátira, y hasta sarcasmo. Lo que en él pretenden ser gracias no pasan de zafiedades y, a veces, groserías embarazosas («bufonadas y chocarrerías, no siempre del mejor gusto», según él mismo escribiera en el prólogo a Amor y pedagogía) (323).

     Ayala explica que Unamuno «presta» un sentimiento trágico a la comedia con su obvio desprecio de sus personajes cómicos porque considera la tontería la más grande de las tragedias, en vez de comedia. Para Unamuno, lo racional, lo ordenado y lo científico son motivos de comedia, y porque son medios de ocupación que tratan de olvidar la muerte, resultan trágicos. Personajes como don Avito Carrascal de Amor y pedagogía y don Catalino («hombre sabio») representan la tontería humana para Unamuno, y en torno a tales figuras la comedia se convierte en tragedia.

     Nos interesan mucho estas observaciones de Ayala porque se le ha acusado de no tener indulgencia para con los hombres y de escribir caricatura, sarcasmo y sátira despiadada, especialmente en Muertes de perro y El As de Bastos. Veremos cómo Ayala, autor consciente de la falla de Unamuno en cuanto al humor, comparte con él la teoría del sentido cómico arraigado en el terreno de la trivialidad cotidiana. Pero Ayala, en cambio, sabe infundir en ésta un latente sentido trascendente sin prescindir de la risa, porque ocurre que a veces un autor es capaz de mirar la vida desde varias perspectivas, rindiendo obras serias y obras cómicas en torno a un mismo tema. Ayala cita el caso de las famosas burlas procaces de Quevedo, quien en otra ocasión escribe un soneto de feliz lirismo y trascendencia metafísica acerca de un tema que se presta a chascarrillos vulgares de la época -el deseo erótico satisfecho por ministerio del sueño (324).

     Debe notarse también el interés de Ayala en lecturas humorísticas [177] que incluyen los Apotegmas de Juan Rufo, el Viaje entretenido de Rojas, el Patrañuelo de Timoneda y otras colecciones de anécdotas chistosas del Siglo de Oro.

     Para trazar las posibles relaciones de estas citadas divagaciones sobre la naturaleza de lo cómico con la obra narrativa de Ayala, veamos primero su propio reconocimiento de la existencia de comicidad en ella. En una carta literaria dirigida a Hugo Rodríguez Alcalá, y publicada en la introducción a Mis páginas mejores, Ayala se refiere a la diferencia en el modo de estilización empleado en distintos relatos como reflejo de actitudes diversas y aun contrarias en el enfoque sobre la realidad:

                En Los Usurpadores el tono es serio; se contempla el mundo con un «temor y temblor» que implica respeto, y la distancia que él impone. En Una boda sonada o El As de Bastos -para referirme a mis últimas ficciones, pero en verdad ya desde Historia de macacos- el tono se ha hecho cómico, apoyándose la estilización estética sobre el aspecto grotesco de la realidad (325).

     Ayala cita La cabeza del cordero como punto de transición de tonos, pero en verdad, el humor ya está presente en Los usurpadores también, aun dentro del tono serio que predomina, y en ficciones anteriores, escritas en sus años mozos, varios protagonistas discuten el papel de la comedia.

     Darío, en la Historia de un amanecer, había expresado la opinión de que «en el fondo de todo humorismo hay una intención cruel» (326), así que no sorprende el hecho de que Ayala lo considere apropiado para desenmascarar un «Diablo mundo» donde hay «burla, chacota, grosería, desprecio, malevolencia y estupidez por todas partes» (327). En estas primeras novelas, el joven escritor ya intuye la necesidad del humor en la vida y en [178] su obra. El pobre Miguel Castillejo de la Tragicomedia de un hombre sin espíritu, a punto de asesinar a la esposa de don Cornelio para vengarse de una burla que se le hizo, aprende lo que es el sentimiento cómico de la vida. Al observar a «aquel marido de vodevil» burlado por su esposa, se le ocurre a Miguel reírse: «En aquellos momentos se le reveló una cosa de suma gravedad; que se había equivocado en su concepto del mundo y la vida. ¿Acaso no hubiera sido mejor para la salud tomarlo todo a broma?» (328). Y la carcajada le devuelve la cordura.

     Así que no sorprende ya ver en los relatos de Los usurpadores un episodio humorístico. En «El Doliente» hay una conversación en la cocina entre los sirvientes en que un mozo cuenta el caso del obispo, quien tuvo que abandonar un banquete a todo escape por un evidente malestar. Cuando un oyente ingenuo pregunta al narrador de la anécdota por qué Su Señoría había salido del comedor tan intempestivamente, toda la compañía se ríe a carcajadas. Luego cuenta el narrador que hace tres años que el mismo obispo «en plena misa solemne hubo de abandonar el altar, dando lugar a murmuraciones sobre el cumplimiento del ayuno» (329). Ya hemos explicado en otro capítulo la conexión entre el malestar del obispo y la codicia, que le presta a la anécdota un aspecto metafísico. El recurso de colocar la conversación en el ambiente trivial de la cocina entre gente humilde provee la oportunidad de cambiar de tono y relajar la tensión seria del resto del cuento, y, en verdad, del volumen entero de Los usurpadores. Las anécdotas citadas ilustran el aspecto cómico-grotesco, de fuertes huellas quevedescas, de «un mundo sin valores o, mejor, un mundo donde los valores se han hecho irrisorios» (330), que es el mundo de muchas de las ficciones de Ayala. Este hecho es trágico porque toda crisis es trágica, pero las anécdotas [179] son presentadas en tono cómico sin que el autor interfiera o censure, como quizás lo hubiera hecho Unamuno. Se pueden considerar las anécdotas graciosas desde otro punto de vista que Ayala desarrolla en Histrionismo y representación: el contraste entre el hombre privado y el representante o «farsante» que muchas veces se advierte en las figuras públicas: los reyes, presidentes, jefes, diputados, oradores y diplomáticos. En el caso del obispo, se ve una escisión entre la figura pública y el ser privado, y como pura anécdota, el caso tiene gran comicidad; pero en el nivel moral, resulta atroz que representante tan alto de la iglesia sea farsante, y el hecho marca una época de grave crisis.

     La escisión entre el hombre de dignidad conocido por el público y el hombre particular, citada en Histrionismo y representación, es fuente determinante de muchas anécdotas cómicas en las ficciones de Ayala. En «Un cuento de Maupassant», es motivo de risa lo que cuenta el «ilustre escritor» acerca del filósofo Antuña, oráculo respetado del público, pero dominado y martirizado en su casa por su imponente Xantipa. Se advierte cierta indulgencia por parte del autor hacia el pobre Antuña, debida a la existencia de cierta dualidad cómica en el «ilustre escritor» mismo. Las referencias de éste a su suerte e independencia financiera al vivir modestamente y sin esposa, aportan un sesgo humorístico a su propia vida, y así suavizan los aspectos ridículos de la vida privada de Antuña.

     El humorismo del contraste entre la dignidad representada y la débil condición humana aparece en el relato «La barba del capitán». El desenmascaramiento de las apariencias para revelar lo que está debajo del exterior representado parece muy quevedesco, pero los elementos de compasión e indulgencia que infunde Ayala son de raíz cervantina. La sensitividad de la narradora del aludido cuento enfoca la anécdota burlesca desde una perspectiva compasiva, y como la vemos a través de su recuerdo tierno, lo que pudiera ser puro chascarrillo se convierte en una [180] experiencia vital e impresionante. La broma en sí es graciosa: A los ojos de la narradora en su niñez, la dignidad de la figura del Capitán Ramírez provenía sobre todo de su barba; el capitán se dejó afeitar la barba en el cuartel; su esposa no lo conoció al verlo acostado a su lado y armó un escándalo. El imaginarse al capitán sin barba y sin ropa, objeto de escarnio, suscita en la narradora una ternura de la que se sorprende, y así el episodio adquiere una trascendencia comparable al lavado de barbas que sufre Don Quijote, episodio tratado por Ayala en su ensayo «Experiencia viva y creación poética» en Experiencia e invención. En el relato de Ayala, no hay nada de caricatura, sátira o sarcasmo, sino una auténtica compasión, y el hecho de que la narradora se acuerde de la anécdota en vísperas de su boda sugiere el reconocimiento del incidente como ejemplo del error humano (el «desatino» de tipo cervantino), en el que ella también pudiera incurrir.

     En Ayala, la compasión es esencial para humanizar la comicidad a fin de que ésta no se convierta en farsa, con su efecto de deshumanización. En su «Divagación sobre lo cómico», Ayala expresa admiración por el artista de cine mejicano Cantinflas, por su humanidad esencial y su individualidad intransferible que consiguen que nuestra risa venga acompañada de un temblor universal.

     El exagerado concepto del honor castellano, tema estudiado por Ayala en De este mundo y el otro, ha dado lugar a más de una befa en la literatura española: burlas despiadadas en Quevedo, y burlas de tono comprensivo y sonriente en Cervantes. Lo absurdo de considerar al hombre responsable de la conducta de la mujer ha sido fuente de chistes procaces y de obras serias. Ayala mismo trata del tema desde una perspectiva seria en El fondo del vaso; pero en otros dos relatos, el tema es motivo de comedia. En «Historia de macacos» hay múltiples burlas: burla burlada reburlada. Algunos de los personajes de la colonia, al [181] igual que los compañeros de trabajo de Robert, el jefe de embarques, creen burlarse de él al entretenerse con su esposa. Estos burladores se dan cuenta de que han sido objeto de una burla al saber que Rosa no es en realidad la «digna consorte» de Robert, sino una prostituta profesional encargada de sacarles su dinero. Luego, Robert y Rosa a su vez quedan burlados al casarse posteriormente en Inglaterra, endosando así los cuernos que todos habían puesto a Robert en la colonia.

     El honor exagerado como tema cómico también aparece en el cuento «La vida por la opinión», agregado a la segunda edición de La cabeza del cordero, en que un profesor pasa nueve años escondido en su casa a partir de la época de la guerra civil española. En un momento equivocado de esperanza, sale de su escondite para celebrar el final de la guerra. Luego, «el vientre de la descuidada esposa empezó muy pronto a dar señales ostensibles de que el fugaz momento de la esperanza no había sido infecundo» (331). Un puntilloso sentimiento del honor lo desalojó de su agujero y el profesor se mostró en todas partes para no dar lugar a dudas. Al oír el nombre de la niña que nació después, el narrador del relato comenta: «Concepción, y bien sevillano: Murillo no se cansaba de pintar Inmaculadas», a que contesta el profesor: «Sólo que yo... bajo esa inicial coloco siempre mentalmente alguna otra palabra: si no Imprudente, o Inoportuna, por lo menos la Incauta Concepción» (332). La mezcla de lo sagrado con lo vil que vemos aquí es también un recurso humorístico utilizado por Quevedo, según Ayala nos indica en sus «Observaciones sobre el Buscón» en Experiencia e invención. La anécdota en sí es graciosa, sin duda, pero otra vez, el narrador que la reproduce influye en el enfoque para que no la tomemos como un simple chascarrillo. Las primeras observaciones [182] del narrador en el cuento lamentan la gravedad de los españoles al tomar demasiado en serio la política, y luego nos cuenta una anécdota breve sobre un tal Manso, quien fue puesto a lidiar en una plaza de toros, para terminar en la muerte. Se refiere a la guerra civil como una burla sangrienta. El escenario así preparado contiene una mezcla de atrocidad y humor, y ya se intuye que toda anécdota basada en esa época solicitará una sonrisa un tanto amarga. A la vez que se ríe de la situación del pobre «profesor gordote», se percibe la atrocidad de pasar la juventud escondido del mundo externo. El humor está en el tener que descubrirse para salvar el honor y en el hecho de que lo que le traiciona al hombre sea el vientre de su esposa, o sea el hecho físico que delata las flaquezas de la carne. La realidad inalterable de las cosas contrastada con la voluntad humana, que Ayala considera la raíz del humor cervantino, sirve como fuente de un seguro acierto humorístico en «La vida por la opinión».

     En la novela Muertes de perro, la comicidad toma forma satírica porque Tadeo Requena infunde a sus memorias el sarcasmo de su personalidad. Pero hay varias escenas de comedia bufa que suscitan la risa, aunque contengan su carga de significación moral, como, por ejemplo, el episodio cuando Luisito Rosales (un bufón, según Pinedo), director de la instrucción pública, desciende de su puesto en la tribuna para propinar una patada a un perro que ladra mientras se espera la señal del Presidente Bocanegra para poner fin al himno de la patria. «Algo absurdo de veras, cómico, indignante, no sé» (333), comenta Requena, indicando la ambigüedad de lo cómico del episodio, que le produce un raro malestar, aunque es motivo de regocijo para otros. Hay otro suceso parecido, cuando Rosales enseña a Requena un perro amaestrado que canta el Himno Patrio: el perro es, en efecto, una proyección bufonesca de Rosales. [183]

     En la misma novela, hay un «entremés bufo» que narra Pinedo: El glorioso poeta Carmelo Zapata, «liróforo celeste», ha secuestrado de una exposición de arte folklórico una imagen del Niño Jesús, labrada por mano popular. Motivos de reverencia y decencia pública lo deciden a sustituirla por otra imagen de fabricación comercial. En sus memorias, Tadeo Requena explica la causa de tanta indignación por parte del poeta:

                Me acerqué a la imagen, hacia la que Zapata señalaba ahora. El dedo del poeta apuntaba, rígido, a la entrepierna del desnudo Infante. En verdad, debo confesarlo, aquello era un poco exagerado, bastante exagerado. La figurita había sido favorecida, no por la naturaleza, pero por la fantasía del artífice, con demasiado pródigos atributos de una virilidad que en edad tan tierna hubieran debido reducirse a mera e insinuada promesa, nunca desplegarse en realidad tan cumplida. -¡Ah, eso! -exclamó ahora el doctor, al tiempo que yo soltaba la risa. Seguramente la navaja del rústico escultor había tropezado ahí con algún nudo de la madera y, en la alternativa había preferido pecar por carta de más, antes que por carta de menos: eso era todo (334).

     En este episodio bufo, Ayala se acerca al estilo quevedesco, utilizando el procedimiento de degradar lo sagrado a lo vil para mostrar la postura ridícula en contraste con la dignidad debida. Quevedo, según dice Ayala en Experiencia e invención, emplea el recurso para llamar la atención sobre el engaño de las apariencias y descubrir el vacío por debajo de ellas. No percibimos en Ayala esa mordacidad aquí, no se trata de la degradación de la imagen sagrada, sino de la degradación del poeta mismo que ha visto en la ingenua exageración del escultor campesino un peligro para las púdicas damas y la inocente población escolar. Es notable que Requena, tan sarcástico por lo general, no atribuya la cosa a la malicia del artista, sino que concuerde con la opinión de Luisito Rosales, quien apunta a impericia en el [184] rústico artista y concede poca importancia al hecho. La mezcla de lo religioso con lo vil, en relación directa con la moralidad, aparece también en el apodo de doña Concha -Gran Mandona- como corrupción de Madona, en el nombre Concha, forma familiar de Concepción, y en el nombre del «chiquero-prisión» de La Inmaculada, donde Concha acaba sus días, víctima de un asalto atroz.

     En el ya aludido estudio sobre «El concepto del honor castellano», Ayala se fija en el famoso entremés de El Marión, en que Quevedo destruye el concepto mismo del honor fundado en la distribución funcional de papeles sociales entre los dos sexos: al hacer que el galán asuma el papel femenino de «doncello», sin intenciones salaces, y a los efectos de pura comicidad, se pone en evidencia lo absurdo del concepto social. Ayala utiliza el recurso cómico de trocar los papeles de los sexos en sutiles referencias que aparecen en Muertes de perro y El fondo del vaso. En la primera novela, se comenta el hecho de que si Pancho Cortina no se hubiera caído escaleras abajo, habría llegado a ser «el primer Damo de la República» (335), humorismo que apunta a la influencia negativa de doña Concha -la Primera Dama- y a la degradación del que quería ser usurpador. El fondo del vaso contiene una descripción de una pandilla juvenil, «Mi Solo Dueño», cuya jerarquía presenta dos categorías principales, «dueños» y «doñas»: «Sólo cuando un 'doña' ha demostrado suficientes méritos, se le promueve a la categoría de 'dueño' por votación de estos últimos y con anuencia del jefe de la banda, o Padre, cuya identidad están juramentados a mantener secreta» (336). El juego de palabras indica el desprecio hacia los «doñas», atribuyéndoles el título femenino hasta que merezcan el codiciado título de «dueños», conseguido a fuerza de atropellos [185] y crímenes. Es a la vez un reflejo de la actuación de la joven doña Concha cuando ayudaba a su esposo Antón Bocanegra a ser dueño del país.

     Ayala saca todo el partido posible de los vocablos de referencia sexual, como se ve en el comentario de Pinedo de que Sobrarbe «se hospeda en la misma pensión donde yo vivo desde hace ya quién sabe cuánto tiempo: la Pensión Mariquita (y bien que este nombre le encaja al tal Sobrarbe, dicho sea entre paréntesis)» (337). El giro de la frase invita a sospechas en cuanto a Pinedo mismo, quien explica que Sobrarbe es «soltero et pour cause (si bien muy distinta de la mía)» (338). Cabe mencionar aquí también el efecto cómico sugerido por el nombre del ídolo de las jóvenes -Isabelo-, atropellado por la muchedumbre de ardorosas adolescentes en el recorte de periódico imaginario «Isabelo se despide».

     El tono humorístico de varios cuentos del volumen El As de Bastos pertenece a la pura farsa, carácter que queda subrayado por el cambio del título de uno de los relatos: «Un baile de máscaras» de la edición original aparece como «Un ballo in maschera» en Obras narrativas completas. Como el cuento presenta la realidad desde varios enfoques, no falta el enfoque cómico, y hasta la pura comicidad gratuita, como en esta breve observación: «-Pues, ¿y aquel pierrot gordote, siempre con la vieja a sus talones? Parece un flan» (339). Ya hemos mencionado el gracioso disfraz puesto todo al revés con lo de atrás por delante, y la significación que sugiere. El niño gordo, que es el hilo que enlaza los trozos sueltos del diálogo, seguido por su madre ansiosa, suscita comentarios cómicos, y al final del relato, su violación se vuelve absurda: «-Señora, señora, que a su niño lo están violando en la cabina del teléfono. Acuda pronto, señora, acuda [186] en seguida. Eso es un escándalo; van a reventar la cabina» (340). La última frase, con su súbita transferencia de la preocupación por el niño a la cabina del teléfono, suscita la risa por la inesperada atención vertida sobre una cosa tan trivial, pero otra vez Ayala consigue infundir en un detalle cómico una dimensión trascendental: lo atroz de tal transferencia en el aspecto moral. Además, cuando llaman a la madre así, es porque nadie más ha querido intervenir. No hay en «Un ballo in maschera» el alivio de una mirada compasiva ni un solo ser humano que nos suscite simpatía. Se trata de una farsa, género que Ayala distingue en su «Divagación sobre lo cómico» por su plena conciencia en la deshumanización.

     Ya hemos visto el tratamiento serio del tema de la responsabilidad en La cabeza del cordero; en algunos cuentos de El As de Bastos, el tono es humorístico o fársico en torno al tema, como en «Un pez» y en «Una boda sonada». En este último relato, el poeta Ataíde (o Ataúde), después de presenciar el insulto proferido por los espectadores a la bailarina Flor del Monte, y la sonada contestación de ésta, le ofrece la reparación pública de convertirla en su legítima esposa porque «Ataúde se sentía ya protector, deseaba asumir responsabilidades» (341). En este cuento sobresale un recurso cómico cervantino, la ya aludida disociación en el terreno de la propia realidad, que en el caso de Don Quijote no corresponde al extremo de su amor ideal ni a la imagen de gallardía y fuerza física que él pretende encarnar. Ayala consigue efectos muy cómicos al aplicar lenguaje hiperbólico a unos seres de suma vulgaridad. Se habla de «la espiritualidad depurada» y «extraordinaria sensibilidad» de Flor en su celebrada Danza de los Velos, cualidades apreciadas por el poeta Ataúde, quien suele persuadir a las artistas, indicando su [187] solidaridad de almas que se encuentran y reconocen en medio de un páramo de vulgaridad. Las expresiones hiperbólicas de intención burlesca aparecen en otras ficciones: el «inefable» Ruiz Abarca de «Historia de macacos», el glorioso «liróforo celeste» Carmelo Zapata de Muertes de perro, y la «sin par Dulcinea» Julita Martínez de «El rapto» son algunos personajes cuya realidad no corresponde a estas descripciones.

     Las anécdotas que forman los argumentos de «Un pez» y «Violación en California» son casos pintorescos en que los protagonistas no perciben el humor de sus respectivas situaciones, humor que el lector, desde su perspectiva exterior, sí advierte. Los dos cuentos ilustran la comicidad que Ayala encuentra en la enajenación de tipo orteguiano: el estar atento a lo que pasa fuera de uno, dejando que los objetos y acaecimientos del contorno lo lleven. El hombre violado por dos mujeres en «Violación en California», acude a la policía y se queja con toda gravedad y consternación, sin darse cuenta del sesgo cómico de la experiencia. El autor sitúa el acontecimiento en un marco que nos distancia del suceso; lo narra el teniente de la policía, quien atiende al asunto con seriedad mientras que sus compañeros lo toman a chacota. Él se preocupa por la significación del caso en cuanto a los tiempos críticos que corren, señalando así otro aspecto de la anécdota. El polaco que se encuentra dueño de un enorme pez hediondo en «Un pez»; no ve nada gracioso en su situación, aunque sus compañeros en el taller celebran el caso como burla. Hay humorismo en el narrador mismo, tipo vulgar y estólido, a quien le pasan las cosas sin que él haga nada («las cosas ocurren porque sí») (342), instalado en su ventana o en el portal de su casa. Su descripción de cómo recibió el animal trata del asunto con una gravedad que resulta graciosa: «De pronto veo aparecer por la esquina un automóvil, de esos descubiertos, [188] una especie de bañera, un Lincoln viejo pintado de blanco, largo como una lancha, y tripulado por cinco mozalbetes, todos en camiseta» (343). La descripción del auto corresponde de modo perfecto a su contenido -un pez inmenso que los cinco muchachos, «muy serios», le ofrecen. El narrador lo acepta porque «¿Qué iba a decir? Dije que bueno. Le ofrecen a uno un pescado...» (344). Los policías se ríen y le hacen chistes, pero el polaco sigue impávido y hasta orgulloso de que la historia haya salido publicada en el New York Times, y cree que las bromas de sus compañeros del taller muestran que son envidiosos de su «suerte».

     Estos ejemplos citados, entre otros muchos que se pudieran ofrecer, perfilan algunos aspectos de la comicidad que encontramos en las ficciones de Ayala, una comicidad auténtica, que logra la plena risa o sonrisa al mismo tiempo que saca otras perspectivas más profundas e inquietantes. El humorismo es un aspecto esencial de la existencia, pero colinda con otros, como indican las ya citadas palabras de Requena: «Algo absurdo de veras, cómico, indignante, no sé». La tontería, la flaqueza y el error también tienen su lado gracioso, grotesco o absurdo, como vemos en el título De raptos, violaciones y otras inconveniencias (345). Al final de El fondo del vaso, José Lino Ruiz ofrece su concepto del sentido tragicómico de la vida: «No hay remedio: esta vida es una comedia de las equivocaciones; un drama de las equivocaciones: una tragedia; una tragicomedia» (346). Semejante observación evidentemente animaba la primera novela de Ayala: Tragicomedia de un hombre sin espíritu.

     En la ya citada carta literaria que aparece en la introducción de Mis páginas mejores, Ayala se refiere a las tradiciones [189] del satírico y del moralista que escriben para «castigar -riendo o rabiando- los vicios, errores y locuras del mundo en torno» (347), y explica su propia orientación al implicar e inquietar al lector, y al mismo tiempo complicarse en los problemas tratados. Los dos polos tradicionales de la risa y la rabia también tienen su lugar en la creación novelística de Ayala, que no pretende castigar, sino retratar imaginativamente los errores del mundo en torno. Las ventanas trascendentales que Ayala nos abre en la comicidad de sus ficciones hacen que, riéndonos nosotros y riéndose él de las flaquezas humanas, todos -autor y lector- nos sintamos complicados en esta frágil condición humana que compartimos. La «novela ejemplar» también puede ser cómica.



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PERSPECTIVA Y PUNTO DE VISTA

     Varios ensayos en que Ayala examina cuestiones de perspectiva y punto de vista tienen resonancias en su obra imaginativa. Es arriesgado, sin embargo, apuntar a la observación de cierta técnica en otro autor como inspiración previa a su propia creación porque igualmente puede ocurrir que se fije en el manejo de ciertos recursos estilísticos porque él los ha utilizado ya. Y, en realidad, la cronología no importa tanto como el hecho mismo de revelar simpatías y sensibilidad afines hacia el empleo de la técnica literaria por otros autores.

     Las posibilidades que ofrecen determinados puntos de vista para alterar la realidad objetiva a través de los personajes, cuya conciencia la percibe, llaman la atención a Ayala en dos estudios que aparecen en Realidad y ensueño. El primero trata del poema de Cervantes titulado «El túmulo», cuyas primeras estrofas presentan un retórico elogio al monumento a Felipe II; pero [190] de pronto nos damos cuenta de que todo ha sido la tirada fanfarrona de un soldado, porque otro sujeto, al oír el desmesurado elogio, nos trae el desengaño: «Esto oyó un valentón, y dijo: 'Es cierto / cuanto dice voacé, señor soldado. / Y el que dijere lo contrario, miente'» (348). Ayala traza los efectos conseguidos cuando el lector descubre que el punto de vista ofrecido es el de un soldado fanfarrón, acompañado en ese momento de un valentón: nuestros ojos descienden desde lo alto del túmulo hasta la figura del soldado, y cuando la otra figura ínfima le replica, en el desengaño que sufrimos, el monumento mismo se nos viene al suelo y se disuelve en la «nada», que es la última palabra del poema.

     Ayala prueba semejante técnica en «Un cuento de Maupassant», que empieza con lo que parece ser una conferencia altisonante y erudita acerca del uso de argumentos «pertenecientes» a otros autores. Pero de pronto, viene una interrupción del discurso por parte de un narrador, que nos deja ver de quién y de qué se trata: «Nuestro ilustre amigo sonrió, satisfecho de su tirada; bebió un largo trago de cerveza y chupó su pipa» (349). Este comentario provee la transición a la anécdota chismosa que nos contará el «ilustre escritor» sobre el pobre filósofo Antuña; ya hemos descendido del terreno altamente intelectual de la teoría literaria, planteada al comienzo, al ambiente trivial y cotidiano de la cerveza, las pipas y los chismes.

     En el otro estudio aludido, «El espacio barroco: Cervantes y Quevedo», Ayala nota cómo el punto de vista presenta el espacio, no como una realidad objetiva, sino como apariencia vana, en el romance de Quevedo titulado «Las cañas que jugó su Majestad cuando vino el príncipe de Gales». Quevedo pone el relato en labios de «Magallón el de Valencia», quien describe la [191] fiesta a otros dos maleantes. Como el poeta nos hace presenciar las fiestas reales a través de un sujeto íntimo, consigue que el espectáculo se aleje socialmente y al mismo tiempo físicamente porque Magallón ha trepado a un palo en lo alto de un tejado, y su descripción desde esta atalaya da la impresión de mirar la plaza de toros con unos prismáticos al revés. Todo se ve distante y remoto, y los toros se ven chiquititos como palilleros.

                Pero no se trata de una mera cuestión de distancia. El espectáculo no aparece frente a nosotros en una representación objetiva más o menos próxima, sino subjetivamente ligado a nuestra posición de observadores. Lo vemos por los ojos de Magallón; y sabemos cómo éstos se han echado a rodar desde los canales del tejado hasta despeñarse la vista en el coso, cambiado así en fondo de un precipicio. Hay un movimiento vertiginoso con el cual el espacio se despliega como serpentina de carnaval, de arriba a abajo, en un juego ilusionista: abajo, los toros con sus garrochas son torillos de mesa erizados de mondadientes, mientras que arriba el espectador recibe, a su vez, desde lo más alto, la persecución agobiante del sol de agosto... (350).

     Este estudio tan perceptivo del manejo del punto de vista para cambiar la perspectiva, revela el interés de Ayala en el papel y la posición del personaje por cuyos ojos el lector ve el espectáculo. Ayala está siempre muy consciente de la cuestión del «narrador-espectador» en la ficción, y en sus novelas reiteradamente utiliza la conciencia de un personaje ínfimo para presentarnos ciertas perspectivas de la realidad. A veces el narrador-espectador se nos presenta al principio del relato, caracterizándose y explicándonos sus antecedentes, pero otras veces nos sorprende al final con su presencia inesperada para dejarnos saber que en realidad no hemos estado presenciando la historia de primera mano. El comentario tardío del narrador al final de «El [192] prodigio», por ejemplo, nos hace ver de repente que todo el relato es de su elaboración y punto de vista.

     Notamos dos casos en que la perspectiva depende marcadamente de una determinada posición en el espacio. El primero ocurre en Muertes de perro, con el narrador Pinedo, cuyo punto de vista es desde atrás. Como la gente considera muy insignificante al tullido en su sillón de ruedas, no se cuida de impresionarle; proyectando para adelante su lado positivo, todos dejan que Pinedo les observe su lado descuidado y negativo:

                Reducido por mi enfermedad al mero papel de espectador, desde mi butaca veo, percibo y capto lo que a otros, a casi todos, pasa inadvertido. Son las compensaciones que la perspectiva del sillón de ruedas ofrece al tullido. ¿Se imagina a un ratón que, asomado a su agujero, o a un canario en su jaula, pudiera tomar nota de cuanto, descuidadas, hacen y dicen las gentes? Quieto en un ángulo del café, mientras los demás van y vienen, o instalado acaso tras los jugadores de billar que, al inclinarse para perfilar con esmero sus carambolas, me muestran el fondillo de sus pantalones, he corrido yo más mundo, y más cosas he visto, que otros apurándose, desalados, de un lado a otro (351).

     Uno de los trozos dialogados que forman «Un ballo in maschera» presenta la perspectiva de un borracho tirado debajo de una mesa, desde donde observa de cerca las patas de la mesa y dos piernas de mujer que le hacen pensar que su dueña será una vieja asquerosa. También ve los muchos pares de pies que pasan al compás de la música, y observa la mano de la vieja, llena de sortijas, rascarse el muslo. La deformación creada por el punto de vista desde abajo aumenta las piernas, los pies y la mano de la vieja a dimensiones desmesuradas, creando una configuración del espacio opuesta a la vista de Magalión desde arriba en el citado poema de Quevedo. [193]

     También hay elementos de Perspectivas desde abajo en «El Inquisidor», quien, en su pesadilla, está colgado de los pies en el sótano, observando a Antonio María Lucero, y en el «Diálogo de los muertos», el diálogo soterrado de los que están «comiendo tierra» expresa su visión del mundo de arriba, donde «toda la geografía es cementerio» (352).

     La primera novela larga de Ayala, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, ya emplea una variedad de puntos de vista y escorzos creados por el recurso del hallazgo de un manuscrito, técnica utilizada posteriormente en «El Hechizado» y Muertes de perro. Las observaciones de Ayala sobre los escorzos del Quijote apuntan a algunos de los efectos que una variedad de perspectivas pueda rendir:

                Es el mismo arte jugado en la presentación y manejo de los personajes centrales, a quienes se contempla desde las más diversas perspectivas, y cuya realidad resulta de relieve mediante los cambiantes enfoques. Si recordamos que, ya en marcha las aventuras de Don Quijote, éstas son remitidas a la traducción de un manuscrito arábigo, dudoso a veces, interrumpido en un punto; y que la lucha con el Vizcaíno se corta para reaparecer inmovilizada en una estampa con epígrafe al pie... Lo que hace entonces no es más que asomarnos a su creación por un nuevo ángulo, cosa que desde el comienzo ha venido haciendo incalculablemente, y con ello, agregar todavía un pequeño toque destinado a desprender la figura del héroe de todo marco literario; pues al multiplicarse los enfoques sobre su realidad, ésta adquiere la evidencia de lo sustantivo (353).

     Cambiar de perspectiva en la creación imaginativa, pues, ayuda a dar la sensación de una concreta y sustantiva realidad, alejando los sucesos contados de la presencia inmediata del autor, al encuadrarlos dentro del punto de vista de diversos personajes [194] ficticios. Para lograr estos efectos, no es necesario que un narrador presente los hechos del relato en la primera persona, pero el empleo insistente de este punto de vista en las ficciones de Ayala nos hace pensar que él se siente más a gusto en el uso del «yo» apócrifo, quizás por algunas de las razones que sus estudios literarios ofrecen.

     En su ensayo «Formación del género 'Novela picaresca': el Lazarillo», Ayala examina el enorme significado del paso desde el autor omnipresente y omnisciente hasta la creación de un personaje-narrador por cuya conciencia la realidad objetiva se filtra y se configura:

                Con esto se han trastocado todos los valores; ahora lo que más importa no es aquello que acontece, sino a quién le acontece. El yo autobiográfico que emerge ahí con enorme energía en la primera palabra del prólogo es ya por lo pronto, una creación genial del autor del Lazarillo, quien con ella sitúa su novela en la perspectiva única de un individuo concreto, para hacernos contemplar el mundo a través de su conciencia activa. Ha desaparecido el narrador impersonal, distante, objetivo. El que ahora habla nos contará cosas más o menos curiosas, nuevas o notables, que tal vez nos entretengan, que quizás nos enseñen. Pero si se apoderan de nuestra atención y llegan a apasionarnos, es porque esas cosas son el material de que está hecha su vida (354).

     Así que la fingida autobiografía de una persona que se nos presenta situada en un lugar preciso del mundo, establece un punto de vista concreto desde el cual todos los acontecimientos serán percibidos. Ayala señala un efecto imprevisto que logró el carácter tan bien delineado de Guzmán de Alfarache: Mateo Alemán había esperado que las peripecias de su protagonista-narrador suscitaran en el lector el desprecio del mal y el acatamiento a la doctrina ilustrada mediante su conducta. Pero el antihéroe Guzmán atraía más el interés y la simpatía de los lectores, [195] mientras que quizás se pasaba por alto la doctrina que sus peripecias debían mostrar: «Su lamentable destino, lejos de edificar o escarmentar, despierta simpatía y concita una suerte de identificación, ya que, en definitiva, es un destino humano frente a la implacable severidad verbal de los predicadores» (355).

     El empleo de la primera persona es una de las técnicas literarias que mejor consiguen impresionar con una concreción de vida humana singular. La primera persona establece en seguida un tono de confesor y confesado que crea una sensación de intimidad entre el personaje ficticio y el lector. Aun cuando no se trate de un narrador, el «yo» puede afirmarse en los diálogos y monólogos de los personajes.

     En Razón del mundo, Ayala comenta la importancia radical del concepto filosófico de Descartes acerca del yo pensante como conocedor de la realidad, y también otro aspecto del énfasis en la primera persona -el individualismo implícito en la afirmación del «yo». Ayala considera este individualismo un rasgo particularmente hispano; el hecho mismo de que los extranjeros, tanto como los españoles, hayan discutido el carácter individualista de la cultura española insinúa su existencia como rasgo típico de su temperamento. En su breve análisis del individualismo hispano, Ayala observa que en su ámbito no se ve en el prójimo a un individuo como miembro de una colectividad, a quien se debe respetar como tal, sino a un hombre concreto. La amistad es ley suprema, y en la enemistad, las relaciones de hombre a hombre son directas e íntimas. Esta última observación nos hace pensar en el teniente Santolalla de «El Tajo» y su preocupación por haber dado muerte a un hombre frente a frente en el viñedo. La relación entre el individualismo del «yo» como eje de la vida española y el «yo» como eje narrativo en las ficciones de Ayala no es difícil de percibir: [196]

                El tono vivaz hasta lo fatigoso y abrumador de nuestras relaciones sociales proviene de esta siempre renovada toma de contacto entre individuos concretos, entre exasperados «yos», actitud fundamental que reposa sin duda sobre la idea básica de que el «yo» de cada uno es el centro y la medida de todos los valores (356).

     La insistencia sobre el «yo» en la narrativa de Ayala también responde a la visión ética que inspira su novelística porque acentúa al individuo como ser responsable en un mundo donde la técnica tiende a reducirlo al anonimato:

                Este individualismo radical, salido no de una ideología sino de una concepción del mundo, tiene también grandes virtudes. La principal es que inclina a tratar siempre al hombre como un sujeto moralmente responsable en lugar de utilizarlo como un medio o instrumento para fines supuestamente superiores. (357)

     Estas citas ayudan a explicar en parte el repetido empleo de la primera persona en sus novelas, para presentar en ellas una «siempre renovada toma de contacto entre individuos concretos, entre exasperados 'yos'» y para indicar la importancia fundamental del individuo consciente y pensante como un ser moralmente responsable.

     No reseñaremos aquí los múltiples «yos» en las ficciones de Ayala, porque haría falta un minucioso estudio de cada obra en particular; basta por ahora señalar su gran número y variedad. En una sola novela, Muertes de perro, por ejemplo, hay una cantidad de «yos», como núcleos de distintas percepciones de la realidad. En la primera persona Pinedo cuenta las peripecias de otros personajes y de sí mismo, presentándose ante nosotros como narrador-historiador; y, en la primera persona, Tadeo Requena [197] escribe sus memorias, María Elena confía sus cuitas en un cuaderno escolar, la esposa del difunto Senador Rosales escribe cartas a la abadesa, quien se las contesta, y el Ministro español envía sus comunicaciones a España. La forma de expresión que predomina en la novela es el monólogo; así también en El fondo del vaso, donde el monólogo, escrito en la primera parte de la novela y pensado en la tercera, nos da acceso a la interioridad del protagonista sin la intervención de un autor omnisciente.

     Generalmente, un autor establece una distinción entre un narrador-espectador impersonal y un narrador-protagonista que presenta su autobiografía ficticia. Ayala, sin embargo, explota un juego con el punto de vista, entregándonos al comienzo la figura de un narrador que se cree impersonal y al margen de los acontecimientos, pero quien se implica en ellos sin darse cuenta siquiera. Creemos que este fenómeno, que ocurre en Muertes de perro de un modo muy claro, no es mero juego literario, sino que tiene que ver con un problema que Ayala señala en Razón del mundo: que el pensamiento no evoluciona independientemente, porque las circunstancias ambientales pueden determinar una dirección intelectual hacia la decadencia o hacia la renovación. Como la actividad del intelectual se desenvuelve dentro de la sociedad en que vive, es difícil que mantenga un punto de vista independiente en cuanto a la tarea de reajustar e interpretar una situación nueva. ¿Cómo puede él organizar en forma racional la irracionalidad del mundo en que se encuentra inserto?

                Cuál sea el más adecuado puesto de observación para estos fines dentro de la sociedad, es cosa que depende en mucho de la estructura concreta de ésta. En principio, cabe afirmar que la posición mejor será la del miembro de la clase o grupo dirigente situado un poco al margen de la participación activa en el gobierno social, de modo tal que, pudiendo dominar con la vista el panorama completo, no tenga su interés vital empeñado con exceso en el juego de las fuerzas, y pueda disponer al mismo tiempo de la holgura indispensable para consagrar su atención a [198] cuestiones teóricas. Ello no quiere decir, sin embargo, que una poderosa vocación no sea capaz, eventualmente, de sobreponerse a las condiciones más adversas. (358)

     Esta cita, en efecto, describe el puesto de observación a que aspira Pinedo, el narrador de Muertes de perro, quien se precia de su alta misión de historiador, explicándonos que goza de un puesto de observación al margen de los acontecimientos, particularmente adecuado a causa de su parálisis física, al mismo tiempo que su parentesco con el difunto General Malagarriga y su amistad con el viejo Olóriz le permiten dominar con la vista el panorama del gobierno. Otra cita acerca de los intelectuales en Razón del mundo nos hace pensar que hasta la parálisis de Pinedo es simbólica: «Lo cierto es que el intelectual mismo está preso, agarrotado en la crisis, paralizado por ella; que su propia conciencia está en crisis» (359). Pinedo cumple con los requisitos que Ayala establece para un intelectual que quiera mantenerse independiente en una sociedad en estado de crisis; busca la perspectiva de un observatorio social independiente que «es la única que permite descubrir la conexión que siempre existe y no puede dejar de existir, entre convicciones intelectuales e intereses prácticos -una conexión que, dándose en estrechísima unidad vital, pasa inadvertida para el sujeto» (360). Ayala explica cómo la disensión intelectual en una sociedad radicalmente agrietada alcanza hasta las raíces del pensamiento, y la denuncia del contrario llega a ser desenmascaramiento de sus intereses. Este proceso puede desembocar en un fin desastroso para el intelectual -«el descubrimiento de que también las convicciones propias están condicionadas por intereses prácticos, y el desconcierto mental consiguiente» (361). El pensador que no esté [199] consciente de la realidad concreta que alimenta su pensamiento y de la posibilidad de su propio interés, se está engañando con un «tipo de pensamiento espectral, que funciona en el vacío y se nutre de la sombra de una vida ajena, recusando su falsificación histórica» (362).

     Todo esto explica el cambio que ocurre en Pinedo y su implicación en la general degradación de su ambiente. Al comienzo de la novela, Pinedo tiene mucha fe en su misión de escribir para servir de «admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado» (363). Valiéndose de su parálisis física para mantenerse alejado de los acontecimientos, dice que va a establecer el verdadero alcance y cabal sentido de cada suceso; se afirma como narrador-espectador independiente. En el capítulo XII, sin embargo, se permite el lujo de divagar un poco, y describe su actuación al haber denunciado al periodista español Camarasa, dando lugar a que lo asesinaran. En efecto, Pinedo «se nutre de la sombra de una vida ajena» -la de Tadeo Requena-, creyendo que él mismo, como narrador impersonal y objetivo, funciona en el vacío. Pero a partir del capítulo XVII, al advertir el peligro en torno, Pinedo empieza a asustarse; el último sentimiento humano está desapareciendo, nos dice, y sus apuntes se dan cada vez más desordenados y caóticos. A lo último, siente todas sus ilusiones, proyectos y glorias de historiador venirse a tierra como un castillo de naipes cuando Olóriz indaga acerca de por qué anda buscando datos y a quién vende sus apuntes. Como Tadeo Requena, él también asesina a un jefe político (a Olóriz), a impulsos del miedo, y esta coincidencia, entre otras, nos hace pensar que quizás Pinedo hubiera querido ser como Tadeo Requena si su invalidez no lo hubiese impedido. Efectivamente, los dos tienen mucho en [200] común: son escritores clandestinos y tipos que muestran frialdad y sarcasmo. Pinedo censura en Requena algunos de sus propios defectos de carácter, y hemos de sospechar que sus denuncias son motivadas en parte por envidia, siendo meros disfraces de sus propios intereses, con lo cual se ilustran las observaciones ya citadas de Razón del mundo.

     Tadeo Requena también se cree buen observador, pero se engaña igual que Pinedo. «¡Ah, si la gente supiera observar, muchas sorpresas no serían tales, y más de uno podría parar a tiempo el golpe, o esquivarlo!» (364), dice Requena sentenciosamente. Pero aquí otra vez, el que se cree buen observador se encuentra protagonista, y por si esto no fuera suficiente -también asesino-.

     Otros narradores que se creen meros espectadores intelectuales sin darse cuenta de que se han contagiado del ambiente absurdo que pretenden captar en sus narraciones, son el de «El Hechizado» (un erudito) y el de «Historia de macacos» («persona muy leída»).

     Esta cuestión es una constante en la obra narrativa de Ayala, presente ya en la Tragicomedia de un hombre sin espíritu, de 1925, cuando el padre de Miguel Castillejo sostiene en una conversación con don Ismael la dificultad de que el intelectual se mantenga alejado de los acontecimientos que llenan su medio ambiente:

                El filósofo es un producto de la sociedad de su tiempo. Ésta, al rodearle, siembra en su cerebro, que es la tierra fértil, los gérmenes cuyo producto presenta él luego, devolviéndolo a la sociedad como cosas nuevas. Esos gérmenes son sucesos, fenómenos históricos y sociales, etc., fruto a su vez de otras ideas sembradas antes y germinadas ya (365). [201]

     Un aspecto de la narración en la primera persona que evidentemente atrae a nuestro autor es jugar con la ambigüedad entre narrador y autor, como hemos señalado anteriormente (véase nuestro primer capítulo). Hemos de entender que los «yos» ficticios no coinciden con el «yo» del autor, pero al mismo tiempo, «no son tan precisas, bien lo sabemos, las fronteras entre la experiencia viva y la creación poética, por cuya razón pudo decirse que toda novela es autobiografía». ¿Cómo explicar esta actitud frente a otra afirmación de Ayala, de que «no creo necesario hacer de nuevo y una vez más la reserva de que la obra de invención literaria en modo alguno debe tomarse por expresión directa de las posiciones reales del escritor»? (366).

     Javier Martínez Palacio ha notado con gran perspicacia la preocupación de Ayala por mantener la guarda de su intimidad, y cita el prólogo de Cazador en el alma: «Me reservo el derecho a la intimidad -el primero entre los derechos del hombre» (367)

     Vemos la insistencia de Ayala en emplear la primera persona en sus narraciones como un esfuerzo consciente por mantener intacta su intimidad: le permite escurrirse de una identificación específica con los múltiples «yos» de sus obras ficticias. Quisiera emular el fenómeno que ha observado en Cervantes -ser transparente y ambiguo a la vez-, transparente y sincero en la visión del mundo aportada en sus obras, y ambiguo en cuanto a su persona y las experiencias vitales que nutren sus novelas. Creemos que Ayala ve en Quevedo un modelo de hermetismo a los efectos de defender su íntima persona contra las indagaciones, de los lectores; por eso mismo, Ayala vuelve una y otra vez a examinar [202] su obra y tratar de descubrir la personalidad del autor del Buscón. Lo que impresiona a Ayala es que Quevedo, sin habérselo propuesto, y quizás por descuido, deje traslucir algunas indicaciones personales: en particular, su sentido del pudor, evidente en los inexplicables accesos de vergüenza que experimenta el desvergonzado don Pablos:

                Quiero decir que, forzado por las exigencias de un género narrativo cuya materia no es otra sino la estofa del vivir, se traiciona y deja algunas rendijas a través de las cuales podemos escrutar dentro del alma, tan hermética, del personaje real don Francisco de Quevedo y Villegas, cuya fuerte y siempre alerta intelectualidad suele recatarnos con cautela suma a su yo secreto (368).

     Ayala distingue entre los autores que inundan a sus personajes con su «yo», como hace Unamuno, y los que los mantienen casi completamente fuera de su intimidad: «Hay escritores transparentes, a través de cuyo estilo, de cuya invención poética, se asoma el hombre en demanda de nuestra simpatía, y hay escritores recatados, que hurtan el bulto y se nos escapan de entre las manos» (369). Propone a Lope de Vega como ejemplo de los primeros: Calderón y Quevedo como ejemplos de los segundos. Quevedo, más que ningún otro escritor, quiso poner barreras entre su intimidad y nosotros por medio del lenguaje denso, turbio y aislante, y una máscara grotesca. La explicación de esta actitud que ofrece Ayala es muy significativa: «Y bien podemos sospechar que quienes así se hurtan y ocultan del prójimo han de ser almas extremadamente sensitivas, cuya delicadeza les hace temer cualquier contacto» (370). Si Quevedo desanima todo intento de aproximación al recinto de su intimidad, es porque ésta es demasiado tierna y vulnerable. [203]

     En la obra imaginativa de Ayala podemos percibir sus ideas en torno a ciertos problemas vitales y también su visión del mundo, pero encontramos que el autor interpone una barrera casi impenetrable para proteger su íntimo ser, pues se ha dado cuenta de que hasta un autor tan hermético como Quevedo es capaz de un descuido. En este momento no vamos a buscar una «semblanza de Ayala» a través de sus ficciones, cazando semejantes descuidos, aunque el tema es bien sugestivo, a pesar de los enormes riesgos de tal proyecto («Y bien conocidos son los peligros de exploraciones tales, las celadas que encuentran, los equívocos a que suelen dar lugar») (371). Por ahora, solo queremos señalar su insistencia en el empleo del «yo» autobiográfico ficticio, no sólo a los efectos anteriormente indicados de conseguir una variedad de perspectivas y establecer una conexión directa con el lector, sino también para dejarse ocultar detrás de estos múltiples «yos» que se nos dan como ficticios.

     No hay que tener tanto recato cuando se trata de un «yo» fugaz y mínimo en cuanto a su actuación en la obra, como en «El prodigio», «El rapto», «La vida por la opinión», y «Un colega desconocido». Pero en los relatos en que el narrador llega a ser verdadero protagonista, es evidente que Ayala pone mucho cuidado en su elaboración del «yo autobiográfico» para alejarlo de su propia intimidad. Generalmente, su procedimiento es presentar un «yo» de tipo ínfimo y despreciable: vulgar, impotente, tullido, estólido o antipático. En su proemio a La cabeza del cordero, el autor caracteriza a varios de sus narradores que son a la vez protagonistas: «el yo de El mensaje, mezquino, vanidoso y lleno de envidia; el yo de El regreso, sano de alma, astuto, y un tanto brutal; el yo de La cabeza del cordero, inteligente, cínico, burlón, canalla...» (372). En cambio, el protagonista [204] de El Tajo no es nada ínfimo; es un «burgués cultivado, capaz de análisis finos y de sentimientos generosos» (373), y éste es el único cuento del volumen que no está escrito en la primera persona. Todos los «yos» creados por Ayala tienen sus defectos, pero son defectos muy humanos, o mejor dicho, humanizantes. Ponerlos en evidencia es subrayar la condición auténticamente humana de los personajes, y al mismo tiempo, es un medio eficaz de evitar que el lector identifique a éstos con el autor.

     Días felices, en cambio, produce la sensación de una estrecha relación entre sus narradores-protagonistas y el autor, acentuada por el tono lírico que da la impresión de evocaciones nostálgicas. Este efecto se nota más en los cuentos que tienen que ver con recuerdos infantiles, porque los narradores adultos conservan la vulgaridad de los de las obras anteriores que hemos citado. Como los relatos de Días felices se nos dan por ficción, hemos de considerarlos como tal y apreciar esta vertiente lírica de Ayala como una creación sumamente lograda cuando puede dar la sensación de pura vivencia autobiográfica. Al elaborar «Latrocinio», «A las puertas del Edén», y «Lección ejemplar», Ayala pone en práctica una observación sobre el punto de vista en el Lazarillo: «Con arte muy sutil se combinan ahí las dos visiones, del adulto actual y del niño evocado, trayendo al presente un pasado del que no se ha desvanecido la fresca fragancia» (374). Esto es lo que Ayala hace en los citados relatos, empleando un diálogo de evidente tono infantil dentro de la estructura de evocaciones que proceden del narrador adulto. Como los recuerdos de la infancia de Miguel Castillejo en la Tragicomedia de un hombre sin espíritu, los de estos cuentos están «impregnados de una dulzura que no excluye las negras tintas» (375). [205]

     Se establece el punto de vista de un adulto en las primeras palabras de «Lección ejemplar» con el contraste de «mis tiempos» con la actualidad. El narrador adulto presta una gran ternura a la experiencia recordada, refiriéndose a sus «seis añitos» (376). El narrador logra captar con frescura la perspectiva de la infancia que Ayala describe en sus «Puntualizaciones» en La crisis actual de la, enseñanza. Es la perspectiva dinámica de llegar a ser adulto, porque el íntimo ser del niño pide salir de su despreocupada felicidad y entrar activamente en el mundo histórico de los mayores. Las evocaciones infantiles de Días felices son pasos en esta trayectoria vital.

     Al estudiar el Lazarillo, Ayala, con la percepción de crítico que es a la vez creador de ficciones, se fija en un repentino cambio de perspectiva que conlleva mucha significación. Se trata del paso desde la primera persona a la tercera para referirse a sí mismo Lazarillo en el relato del golpe que el ciego le asestó con el jarro de vino: «lo dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo con todo lo que en él hay, me había caído encima» (377). Comenta Ayala que con esta admirable transición, se proyecta hacia fuera el personaje y se desdobla sobre sí mismo en cuanto objeto de compasión -«el pobre Lázaro»-, revelándose el movimiento de sus emociones e invitándonos a entrar en el seno de su intimidad. La conciencia de Lazarillo se nos muestra ya capaz de tomar distancia para considerar su propia vida y persona como criatura de Dios y preludia su capacidad de compadecer al prójimo revelada en el episodio con el escudero.

     En un relato publicado casi al mismo tiempo que este estudio sobre el Lazarillo a que nos referimos, Ayala emplea el aludido [206] recurso del paso repentino desde la primera persona a la tercera: El narrador de «Fragancia de jazmines», rememora cómo había conocido a la amante que luego se separó de él:

                Dije a la encantadora dueña de casa alguna cortesía, y la vi ruborizarse de placer. Como joven esposa, se complacía -cualquiera hubiera podido darse cuenta- en su casa bonita, en su papel de dueña y anfitriona, en los amigos reunidos allí con tan ostensible alegría, y hasta en la presencia inesperada de este forastero -yo- que uno de ellos le había llevado; de este señor que, en aquel momento del saludo, reteniéndole un poco la mano, exageraba lo feliz de la oportunidad y ponderaba el gran honor, etc. Escaparse ahora, a los pocos meses de habernos conocido, conmigo, con aquel señor forastero que le hiciera ruborizarse de gusto... (378).

     El repetido cambio de persona subraya el desdoblamiento hacia el pasado, que el narrador es capaz de percibir ahora con cierta objetividad.

     Esta, sin embargo, no es la primera vez que Ayala emplea un cambio de este tipo, pues ocurre en narraciones anteriores también. El narrador de «El regreso» se imagina lo que pensaría Abeledo si lo viera y se objetiva como «su amigo de siempre, que le había inferido el imperdonable agravio de desairar sus expectativas al abstenerse de pedir la blanca mano de su señorita hermana, dejándola para vestir santos...» (379). En Muertes de perro, Pinedo se da cuenta del peligro que lo acecha y dice: «-¡Ay de mí! ¡Ay de mis proyectos, de mis glorias de historiador! ¡Pinedito infeliz! ¡Cuántas ilusiones vanas te hacías!» (380). Como Lazarillo, Pinedito se desdobla sobre sí mismo [207] en ese momento en cuanto objeto de compasión, agregando una persona más: la segunda familiar. Hasta Tadeo Requena llega en un momento a verse desde fuera: «¿Qué razón puede haber -me preguntaba entre sorbo y sorbo- para que yo, Tadeo Requena, el hijo de la difunta Belén Requena, ilustre matrona del poblado de San Cosme, esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional...? (381)». En «El As de Bastos», éste repite las palabras de Matilde, «¡Pobre Bastos!», para luego volver a expresarse en la primera persona al recordar su pasado.

     Pero donde Ayala consigue una verdadera orquestación de las personas y perspectivas es en las últimas páginas de El fondo del vaso. José Lino, en su absoluta soledad en la prisión, se expresa en la primera persona; sin embargo, como es su propio destinatario, a veces se dirige a sí mismo en la segunda persona, y otras veces, contemplándose con compasión, habla de sí mismo en la tercera persona. En la historia que urde para razonar la situación que lo ha puesto en la cárcel, se ve como lo verán los otros, desde fuera, y en los momentos antes de gritar «miserere» (que significa «ten compasión»), reconoce que «el pobre hombre (que es un hombre de bien, después de todo) ha caído en el cepo» (382). Luego se ve como destinatario de todo un monólogo, representándose una escena en que su esposa Corina le pide perdón y se reconcilian en la mutua comprensión de sus errores; «y de esta manera el pobre José Lino ya no se encontrará tan solo como ahora» (383). En las palabras finales de la novela: «¡Que Dios nos ampare!», todas las personas se unen en el objeto de compasión «nos» mostrando la solidaridad que siente José Lino con la desdichada Corina, y pareciendo implicarnos a nosotros, los lectores (y quizás al autor también) en una común desventura. Vemos [208] con qué arte magistral, en torno a un solo personaje, se despliegan las personas de la narración y se multiplican los enfoques sobre la realidad.



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NOVELA Y «NOVEDAD»

     Como hemos indicado anteriormente, la función primordial de la novela para Ayala es la expresión artística de una visión de la realidad, cuya novedad depende de las dotes artísticas del escritor y de su interpretación de la realidad. El autor vierte en su obra un mundo que es suyo -una combinación de su propia interioridad y las circunstancias en torno, las cuales no sólo influyen en la concepción de la obra, sino que también pueden afectar la posibilidad de su ejecución. La variedad en el arte es consecuencia de la subjetividad del escritor en combinación con la objetividad de las circunstancias; dado que Ayala concibe éstas como un factor cambiante y al individuo como otro factor igualmente cambiante, la novedad es inagotable.

     En muchos ensayos, Ayala subraya el carácter inseguro de la vida humana y el carácter transitorio de las circunstancias históricas. La esencia de la historia es «que no admite repetición, que es rigurosamente irreversible» (384); «toda la vida humana es cambio, y... toda vida colectiva es cambio histórico-social» (385). La historia animal es siempre igual; la sociedad animal no puede evitar la repetición de experiencias generación tras generación. En cambio la sociedad humana experimenta evolución y cambio a causa de la libertad del hombre, que puede efectuar alteraciones en la dirección de su vida individual y colectiva. La voluntad humana es el verdadero motor de la historia y fuente de una variedad infinita de experiencias, haciendo que la historia no se repita: [209]

                Es muy sabido que la historia -contra lo que pretende el dicho corriente- no se repite. Precisamente porque no se repite es historia: lo que de tal la califica, como vida que es, es la nota de singularidad que concurre en sus contenidos, el carácter concreto, irrevocable y dado de una vez para siempre que tienen los acontecimientos objeto suyo (386).

     Sin embargo, se producen en el curso de la historia analogías de situación, en que se funda el dicho vulgar de que la historia se repite. El entusiasmo hacia una época del pasado donde se buscan ejemplos para guiar la conducta en el tiempo actual es una función normal de la historia, pero en tiempos de crisis y decadencia cultural toma la forma de una imitación estéril. Aunque al final del ensayo «Alfredo de Vigny», Ayala pregunta: «Pero, ¿se repite la historia?» (387), en esta actitud no hay verdadera ambigüedad ni contradicción; se trata de distinguir entre «repetición» y «analogía». Si la historia se repite, no hay posibilidad de progreso, porque el hombre se ve forzado irrevocablemente a confrontar los mismos problemas del pasado y ofrecer las mismas soluciones. Si la historia presenta al hombre actual situaciones análogas, el reconocer las diferencias entre la situación actual y la del pasado invita a buscar respuestas aptas para los problemas actuales, respuestas que quizás coincidan con las del pasado, pero quizás no. Este concepto está vinculado con la idea de Descartes, señalada por Ayala en El problema del liberalismo, de que el descubrimiento de la verdad es una actividad progresiva. Lo que en efecto sugiere Ayala es el libre examen del pasado como una actividad creadora, tan alerta a las diferencias como a las semejanzas.

     Tal concepto de la historia se aplica también a la novela, que es historia apócrifa (388). Pero si se ha dicho erróneamente que la [210] historia se repite, en cambio, se ha insistido demasiado en que la novela no debe repetirse. Ayala señala esta tendencia en el nombre mismo del género llamado «novela»: «ficción y relato de hechos memorables o curiosos, abocada a la renovación continua que le impone el carácter transitorio de toda 'novedad'» (389). Es un error, sin embargo, limitar el género al originario de «novedad» e insistir en ese aspecto, nos dice Ayala en su «Nueva divagación sobre la novela». Sus ensayos literarios y sociológicos parecen indicar que él asigna a la novela, como historia apócrifa que es, el mismo papel que al estudio de la historia verdadera; es decir, el libre examen del pasado, reconociendo la repetición de ciertos problemas comunes al humano vivir y al mismo tiempo, las diferencias de cada momento histórico que quizás exigen nuevas soluciones. Observar analogías históricas requiere una visión abierta y creadora del pasado y plena conciencia de la variedad del acontecer humano.

     La realidad social, nos dice Ayala en El problema del liberalismo, está sometida al proceso histórico que la hace fluida y sujeta a cambios. El individuo, que se encuentra inscrito en el marco de la sociedad y recibe de ella ciertas formas y tendencias del pensamiento, está sujeto a estos cambios también. Pero cada individuo en sí es un ser cambiante que en cierta medida puede influir en sus circunstancias con el ejercicio de su libertad. En el desarrollo de la novela, fue Cervantes quien reconoció este carácter cambiante del ser humano y las posibilidades que ello ofrece para el género novelesco. Ayala considera la gran innovación de Cervantes:

           un nuevo modo de abordar poéticamente el tema de la existencia humana: enfocando el orbe de los valores universales desde la perspectiva del sujeto, entendido éste no cual punto firme e inmutable, sino, en cuanto tal sujeto, cambiante, diverso y, por [211] tanto, susceptible de percibir aquellos valores eternos en varias y alteradas constelaciones (390).

     El contacto del individuo con su realidad circundante en el tiempo y en el espacio forma su «experiencia», que ineludiblemente ha de entrar de alguna forma en su obra creadora. La totalidad de la experiencia humana puede entrar en la novela en virtud de ser parte de la vida; incluye el cuerpo y el alma, los deseos, las necesidades, los instintos, los pensamientos, la imaginación, la fantasía, los recuerdos y los sueños, según indica Ayala en su estudio «Sobre el realismo en literatura con referencia a Galdós». Este autor, realista confeso, no se limita a los datos entregados por la experiencia sensible, sino que incluye una gran riqueza de experiencias subjetivas en sus obras. Unamuno aporta otra innovación a la novela, de inspiración cervantina -la integración de la realidad imaginaria con la práctica y del creador con sus criaturas; es decir, que borra las fronteras entre la experiencia imaginada y la vivida.

     Dentro de la experiencia del artista hay elementos procedentes de la vida práctica, pero también elementos recogidos de la tradición literaria, porque los estudios y las lecturas forman parte de nuestras experiencias vitales. Una experiencia vicaria que procede de un libro, una película o una canción puede impresionarnos tanto como un incidente en que somos actores, y todo tipo de experiencia se presta a la elaboración novelística:

                Entre los materiales que entran a componer una obra de complejidad tal como el Quijote podrían hallarse fácilmente ilustraciones, empezando por el verso de sus cinco primeras palabras, o aun por las del título, para cuantas clases de procedencia quepa imaginar; y sería inagotable tarea, digna de una bien empleada erudición, clasificar los elementos provenientes de los fondos últimos de la tradición cultural: temas mitológicos, bíblicos, religiosos [212] en general; del folklore universal; de la historia literaria: asuntos, formas y estilos diversos; o de obras literarias particulares y concretas; de la esfera de las otras artes; del campo histórico: realidad pretérita o presente; del acontecer cotidiano y vulgar, de las experiencias personales del autor, de sus sueños, de su mundo secreto de fantasía... (391).

     En la elaboración argumental de los materiales de la experiencia, una novedad tan sorprendente que no quepa dentro de la común experiencia de los lectores queda calificada como increíble o inverosímil. El énfasis del realismo y el naturalismo en los datos comprobables de la realidad objetiva ha resultado en el desprecio de la inverosimilitud en la novela y en otros géneros literarios. Pero ocurre que la historia misma está llena de novedades inesperadas que llamamos «crisis», y a veces la historia está guiada por «la suerte ciega» (392). Ayala examina varios casos tachados de inverosímiles en obras maestras de la literatura española. Defiende La vida es sueño contra los ataques de Menéndez y Pelayo basados en la falta de verosimilitud -intriga extraña y exótica, lenguaje fuera de lugar- alegando, por otro lado, la gran densidad psicológica de la obra, y afirmando que trasluciría la consistencia psicológica de los personajes aunque se reescribiera la comedia como una pieza «realista». En «Los dos amigos», Ayala examina las distintas maneras de que autores preocupados con la inverosimilitud del extraño deseo que a Anselmo le apremia, de poner a su mujer Camila a prueba en El curioso impertinente de Cervantes, han tratado de hacerlo creíble. Guillén de Castro cambia el argumento para que le resulte más comprensible a los espectadores, haciendo que Camila, antes de que la casaran con Anselmo, haya sido cortejada por Lotario. Así, opina Ayala, se ha creado «un contexto de verosimilitud [213] superficial a expensas de una verdad humana, psíquica y moral más profunda, aunque desde luego inquietante, y tanto que quizá el dramaturgo, como otros después, ha rehuido el tomar conciencia de ella» (393). Ayala cita también la pretendida inverosimilitud del adulterio no consumado que ocurre en El celoso extremeño, indicando que «ese juicio sobre la inverosimilitud del desenlace revela más acerca de quienes lo formulan que acerca de la ancha, múltiple y flexible realidad de la experiencia vital» (394). En todos estos casos, Ayala parece defender el derecho de sorprender las expectativas convencionales si se trata de encerrar verdades humanas más profundas.

     Que Ayala no teme entrar en inverosimilitudes a veces con el fin de poder examinar problemas del humano vivir, queda patente en su prólogo apócrifo a Los usurpadores, donde él mismo llama la atención sobre un punto poco explicable; refiriéndose al viejo ayo en el cuento «El abrazo», dice que «quizá cuando lo siente el lector rememorar ciertas escenas muy íntimas del rey con su querida se pregunte cómo podría el viejo favorito conocerlas así tan al detalle» (395).

     En las ficciones de Ayala, se traslucen algunas de las actitudes del autor en cuanto a la inverosimilitud en la historia y en la novela. El historiador Pinedo de Muertes de perro pondera la cuestión de la intervención del factor azar en la historia al presentar la noticia poco verosímil de que el coronel Cortina rodó escaleras abajo después de haber ultimado a Tadeo Requena, quedándose así prisionero de los de Olóriz. A lo largo de la novela, Pinedo se maravilla de las inesperadas vueltas de la fortuna: «¡Buena caja de sorpresas es el mundo...!» (396), y nota que la suerte le ha deparado el manuscrito de Requena. Vemos [214] cómo al lado de algunos sucesos bastante previsibles, ocurre también lo inesperado, y tanto más en tiempos de crisis.

     Ayala está muy consciente de que la inverosimilitud es tolerada en la vida, pero censurada en la literatura. El narrador de «La vida por la opinión» dice al lector que la historia que va a contar no es ficticia, porque reconoce que es una historia inverosímil, y se da cuenta de que «a la invención literaria se le exige verosimilitud; a la vida real no puede pedírsele tanto» (397). José Lino Ruiz, que está aprendiendo a escribir historia y expresarse literariamente en El fondo del vaso, también se fija en la dificultad de contar episodios increíbles, aun cuando sean auténticos:

                Hay coincidencias pasmosas que de vez en cuando se producen en el terreno de la realidad, pero de las cuales no se puede echar mano para salir de un aprieto, porque resultarían inverosímiles y le llamarían embustero o chambón a quien quisiera aducirlas en su relato (398).

     El teniente Harter de «Violación en California» advierte a su esposa que el caso que le va a contar quizás le parezca mentira o imposible. Esta actitud de Ayala al llamar la atención sobre la inverosimilitud de ciertos relatos es de influencia cervantina, y representa su interés por quitarle a la trama la importancia de su «novedad».

     El narrador de «El regreso» también da vueltas al problema reconociendo la inverosimilitud de sucesos que él sabe que ocurrieron en verdad, y vemos en sus palabras lo que pudiera ser una meta novelística, cuando habla de «una especie de realidad superior, donde la habitual diferencia entre sucedido e inventado se perdiera, careciera de verdadero significado» (399). [215]

     Varias de las narraciones de Ayala se desarrollan dentro de un marco de inverosimilitud, en la forma de encuentros casuales que ocurren en «Encuentro», «The Last Supper», «El regreso», y «El As de Bastos». La inverosimilitud inicial de la ubicación de un episodio dentro de una situación sorprendente contrasta con la visión profundamente humana muy explicable allí encerrada. Ayala hace que aceptemos el encuentro imprevisto como una de tantas coincidencias que suele deparamos el destino, para recordarnos de nuevo el carácter inseguro de la vida.

     En la actitud de Ayala hacia la historia y la ficción, se siente una tensión vital entre lo nuevo y lo conocido. El escritor de novelas forzosamente tiene que atenerse a ciertos elementos tradicionales, o mejor dicho, preestablecidos. El primero de ellos es el lenguaje mismo -las palabras, que son el material crudo de que se construye la novela. Las palabras ya contienen sus significados antes de ser empleadas en la obra literaria, tanto más si se trata de frases hechas y refranes. Las palabras no son un material neutral como son los sonidos para la música, el mármol para la escultura o los colores para la pintura, porque se presentan en la creación literaria ya provistas de un sentido preexistente (400). Este carácter «hecho» de los vocablos hace difícil una clara diferenciación entre forma y materia en literatura ya que las palabras que le dan forma también son su materia. El creador literario, entonces, siempre crea partiendo de elementos ya elaborados, no sólo en el habla de la vida real, sino también en otras obras literarias.

     Las exigencias del género mismo, aun tratándose de un género tan amplio y flexible como la novela, ponen ciertos límites a posibles novedades. En «El arte de novelar en Unamuno», Ayala dice que la novela no se sujeta a preceptivas, pero que su [216] propósito de indagar el sentido de la existencia humana impone una determinación formal en cuanto al tiempo:

                Puesto que la vida humana constituye tema de toda novela, ésta no podrá jamás eludir, por mucho que la disfrace o distuerza, la estructura cardinal de un despliegue cronológico, de una ordenación en el tiempo, sin la cual el fenómeno cuya íntima esencia se persigue no alcanzaría a representarse o suscitarse en la imaginación del lector... Sin esa ordenación en el tiempo, el contenido de su discurso resultará ininteligible, pues se refiere a hechos de conducta, a biografía, real o imaginaria (una distinción ésta que, desde luego, Unamuno consideraría infundada). Y cuantos alardes de ingenio, argucias y artificios ponga a contribución el novelista para eludir la forzosidad de la determinación temporal, conducirán, si son afortunados, hacia maravillas de finura técnica, pero a la postre no le habrán bastado para salirse con su intento. Escamotear la tensión en el tiempo que es inherente a la vida humana implica, en definitiva, renunciar a la novela (401).

     Refiriéndose a los esfuerzos de Azorín por anular o inmovilizar el tiempo, Ayala dice que así no puede haber novela, sino estampas. En sus propias ficciones, Ayala varía la cronología de línea recta con saltos temporales o altera el ritmo del tiempo para dar la impresión de suma lentitud o de movimiento vertiginoso. En Historia de, un amanecer (1926), el joven autor evidentemente se siente obligado a ofrecer explicaciones por un retroceso temporal en una novela de tipo «realista», que contrasta fuertemente con su regodeo en el salto temporal y pleno dominio de la técnica en obras posteriores. En la citada novela, el autor interviene y explica entre paréntesis que:

                (Es conveniente para mejor inteligencia de la presente historia y explicación de la -hasta ahora- sorprendente presencia en la Academia del desconocido Crisanto, dejar en este punto -aunque tan sólo provisionalmente- la narración de los hechos y remontarse [217] en su curso, como en el de un río, cuatro o cinco días, para asomarse a ellos desde otra perspectiva.
     Supóngase, pues -que en esto no hay mal para nadie-, no transcurridos los dichos cuatro o cinco días cuando el capítulo que viene a continuación da comienzo) (402).

     En «Cazador en el alba» (1929), el tiempo psíquico interrumpe el fluir del tiempo claramente cronológico. Ayala nos precipita de un nivel temporal a otro en sus narraciones, pero nunca se dejan de sentir la tensión temporal y la impresión de vida que ocurre en el tiempo: «Se trata de un procedimiento primario, impuesto por la necesidad de hacer inteligible algo que, como perteneciente a la vida humana, se realiza en el tiempo» (403). Se puede abandonar la tensión en el tiempo únicamente si el propósito del autor es presentar la vida humana precisamente como ininteligible o absurda.

     A través de los años, se ha formado lo que llamamos la tradición literaria, que es la acuñación de tipos «tradicionales» de narrativa y su empleo sucesivo. Ayala no trata de buscar novedad en cuanto al género -o «no-género»- novelesco; la originalidad para él está en la muy personal visión que allí encierre su autor. Se propone el ejemplo de Cervantes, cuya producción representa una síntesis de las formas «hechas» de su época, infundiéndoles nuevas posibilidades:

                Frente al agotamiento de los géneros y de los estilos correspondientes, un escritor de hoy propendería a volverse de espaldas a la «literatura», a hacer de ella tabla rasa, más aún: a negarla, y buscar la originalidad para su creación poética en las fuentes mismas de la vida. En efecto, esa es la actitud de los innovadores actuales, y no sería cosa de discutir aquí sus resultados. La revolución literaria cumplida por Cervantes procede a la inversa: pone a contribución las formas exhaustas, y las emplea como material [218] de construcción para levantar un nuevo edificio, creando con él espacios espirituales cuya posibilidad nadie sospechaba, dimensiones poéticas que la geometría literaria anterior no había descubierto (404).

     La utilización de materiales ya conocidos es parte de la pluralidad de perspectivas que Cervantes quería conseguir en sus novelas.

     Para Ayala, la novelística cervantina le enseña que los materiales y las formas «hechas» no perjudican a una actitud rigurosamente creadora, si el artista literario sabe expresar originalmente su propia interpretación de ellos. Además, el crear a base de elementos consabidos es un reto para el talento del autor, poniendo a prueba su propia unicidad al darles una configuración nueva. El anhelo de expresar una interpretación personal de la realidad es la justificación de la actividad novelística frente al enorme conjunto de la literatura ya existente -la «superproducción» de obras literarias imaginativas que Ayala nota en Tecnología y libertad (pág. 50).

     En este mismo volumen, Ayala traza el desarrollo de «El escritor y la literatura en el siglo XIX», con su ansia de novedad, en pugna con la tendencia permanente de la creación artística a buscar una nueva realización utilizando los elementos consabidos de la tradición, que no pueden distraer del contenido estético:

                 Antes de que se produzca la situación que consideramos, la repetición temática es constante; los modelos permanecen fijos: las reglas son observadas con cuidado; lejos de perseguirse la sorpresa en los accidentes, se trata de evitarla, por que no perjudique a la emoción estética; y si a pesar de todo, hay una evolución temática y formal, ello es debido al movimiento de la historia en cuanto evolución de la sociedad y de la cultura, y no a una voluntad concreta y deliberada. [219]
                 Pero ahora se trata de encontrar siempre combinaciones nuevas, argumentos nuevos, de presentar nuevos problemas y nuevos tipos. Se desarrolla la novela... Hay en todo esto una especie de ansia, no de perduración, sino de renovación, en que parece reflejarse el dinamismo de una sociedad sometida a un proceso acelerado y poseída por la decisión insana de apartarse de lo constituido en busca de algo que no se sabe a punto fijo qué ha de ser (405).

     Algunos críticos se han fijado en el empleo de elementos previos de la tradición literaria en las obras imaginativas de Ayala. En su prólogo a las Obras narrativas completas de Ayala, Andrés Amorós observa con referencia a la Tragicomedia de un hombre sin espíritu que:

                Francisco Ayala inicia aquí un procedimiento que no abandonará a lo largo de toda su carrera: la utilización, en sus novelas, de otros libros, ya sea en forma de cita (patente o disimulada), de estímulo inicial, crítica o comentario (406).

     En esta primera novela, Ayala cita a Espronceda, Larra y Bécquer, y se perciben influencias de la Generación del 98, en particular en los diálogos y discusiones barojianas y en las referencias a la niebla que hacen recordar a Unamuno. El título mismo remite al lector a la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Varios personajes asumen papeles sacados de la literatura española: don Cornelio se cree Don Quijote redivivo; Miguel Castillejo se siente renacer como un nuevo Segismundo, ve su propia imagen de muerto en sueños después de leer El estudiante de Salamanca, y vive en una pesadilla un episodio que sigue fascinando a Ayala -el cortejo fúnebre del Lazarillo (407)»: Dice Miguel [220] : «Estaba yo en una estrecha calleja... y era de noche. Recuerdo que embocó en ella un cortejo fúnebre, y yo, para dejarle paso holgado, me pegué a la pared» (408).

     En la Tragicomedia de un hombre sin espíritu hay muchos otros elementos sacados de la literatura. Se menciona a Belarmino, personaje creado por Pérez de Ayala. La mariposa azul que persigue a Miguel se parece al «Pájaro azul» de Rubén Darío. Como Don Quijote y el Licenciado Vidriera, Miguel habla con cordura acerca de temas que no tienen que ver con el asunto de la pérdida de su razón. Las referencias literarias muestran «lecturas desordenadas», como son las del protagonista (409).

     Lo que sorprende en esta primera novela es la extensión del procedimiento, que incluye elementos argumentales y estilísticos, citas directas e indirectas, y además, influye en la prosa misma. Ayala deja entrever lo consciente que está de la cuestión de la novedad en una conversación que Miguel sostiene con Durán:

                No hay nada nuevo que crear o que sentir. Nosotros, lo mismo; y el mismo cielo sobre nosotros; las mismas ideas rodando de siglo en siglo; los mismos problemas; idénticas soluciones... El corazón humano; ¡igual! Todo es vicio en el viejo mundo (410).

     Durán trata de hacerle ver que la naturaleza en realidad es alegre y variada para el hombre sano e inteligente. Este diálogo entre personajes de una novela que está tan llena de ideas y recursos cosechados de la literatura tradicional, adquiere gran significación. El joven autor Ayala parece ilustrar la idea de Durán, enseñando en su novela cómo lo viejo es capaz de darse como nuevo y variado. Las soluciones no son siempre iguales tampoco: se recordará que don Cornelio no es un marido típico del Siglo de Oro y no acude en defensa de su honor. [221]

     Lo más notable de la utilización de elementos «hechos» en la Tragicomedia es la sutileza con la cual Ayala elabora la prosa, haciendo resonar las fuentes literarias. Una descripción de Alfredo, el carpintero a quien admira tanto Miguel, trae ecos de las Coplas famosas de Jorge Manrique: «seguro en sus pareceres, lógico en sus razones, severo en sus costumbres y metódico en su trabajo» (411).















     Sobresalen los ejemplos de prosa de marcado sabor cervantino:

                -Pues puede decir que no conocía a la más hermosa, a la más discreta, a la más casta de las mujeres, así como tampoco a la mejor servida y amada (412).
     -¿Estás aquí, Sancho amigo?
     -Aquí estoy, señor... (413).
     Entonces, desahogando su pecho, él le contó punto por punto cuantas cosas le habían sucedido en días anteriores, sus impresiones y sus dudas; le relató lo que le había pasado la noche antes en casa de don Cornelio y lo que éste le había llorado y dicho hacía poco rato, con cuya narración se regocijó mucho el carpintero, y al mismo tiempo le hizo grandes protestas de que ya no estaba loco, reconociendo que lo había estado y admirándose del género de aquella locura (414).

     Años más tarde, precisamente en 1965, Ayala explica en efecto las razones que le mueven a emplear la tradición literaria en sus ficciones al explicar las de Cervantes:

               Ahora bien, el nuevo arte de hacer novelas introducido por Cervantes, la revolución que él llevó a cabo, no está basada en eliminar y hacer tabla rasa, sino al contrario, en utilizar, absorber [222] y transformar todos los elementos de la tradición literaria de que disponía, para obtener así un producto de superior riqueza.

     ...Haber conseguido esto poniendo a contribución precisamente los clichés literarios es el toque de la genialidad cervantina. Su obra está cargada de sutiles alusiones librescas, y en la vida de sus personajes entra por mucho la experiencia del contar y los varios estilos del cuento. No pretenden ser ajenos a la tradición literaria sino que la asumen y, al hacerse cargo de ella, la rebasan (415).

     El estilo en sí, afirma Ayala, es una clave para determinado ámbito literario que permite aprehender el sentido de un pasaje, y dice que está por hacer un análisis adecuado de los diversos niveles y maneras de prosa del Quijote, y de las intenciones significativas a que responden. Un estudio de esta índole sobre las ficciones de Ayala también rendiría observaciones fructíferas.

     En sus primeras obras imaginativas después del ya aludido lapso de casi un decenio, Ayala utiliza materiales «manoseados», según reconoce el prologuista apócrifo de Los usurpadores, y hemos de sospechar que sus razones son las ofrecidas en el citado pasaje acerca de Cervantes. El prologuista señala el empleo anterior de algunos de los temas de Los usurpadores por el Duque de Rivas, el canciller López de Ayala, el folletinista Fernández y González, Zorrilla, y Cánovas del Castillo, y luego indica algunas de las razones del autor al reelaborar estos materiales tan explotados por otros escritores:

                Si el autor se decidió a reelaborar ahora esos materiales, ya tan manoseados, fue tal vez por hallar en ellos la ventaja de unas situaciones históricas bien conocidas y, no obstante, desprovistas, por remotas, del lastre interesado que comportan las de nuestra experiencia viva; en consecuencia, más capaces de rendir las intuiciones esenciales que mediante su nuevo tratamiento artístico persigue (416). [223]

     Un «nuevo tratamiento artístico» usurpa el interés primario a los argumentos a favor del tema común del poder que impresiona al lector a través del ambiente que el autor ha creado en cada relato. En su novela Muertes de perro, Ayala escoge el tema de otro «usurpador» que es Bocanegra, el consabido triángulo del favorito y la esposa del dictador, y la estructura tradicional de la literatura de tipo histórico dentro de manuscritos y memorias, para elaborar una obra completamente original dentro del marco conocido, una obra cuyo propósito no es examinar la situación política, sino la naturaleza humana.

     Aunque un autor quisiera presentar situaciones completamente nuevas, tarde o temprano tendría que darse cuenta de que «resulta casi inútil en la práctica el esfuerzo por romper la forzosidad de las claves universales de la fabulación, consiguiéndose a lo sumo revestir, combinar y poner al día los mitos eternos...» (417). Ayala ve la búsqueda de la novedad por la novedad como un esfuerzo estéril y reconoce la imposibilidad de que el escritor sea el creador absoluto y único de su obra. Hay que aceptar como material las palabras en cuanto elementos hechos y compartidos por cierta comunidad cultural. Hay que aceptar como elementos pre-existentes los grandes problemas de la existencia humana que nos son comunes; estas cuestiones fundamentales no pueden ser nuevas, sino renovadas.

     En sus estudios literarios, Ayala revela constante interés por la cuestión de la analogía temática, en sus dos aspectos de repetición y variación. En «Los dos amigos», examina las posibilidades de interpretación o de mal entendimiento de El curioso impertinente cervantino en las manos de otros autores, citando la comedia de Guillén de Castro como ejemplo de una obra artísticamente lograda, pero a base de cambiar el sentido esencial del argumento original de Cervantes. Otros ensayos tratan de la [224] utilización del tema picaresco por el desconocido autor del Lazarillo y por Cervantes, Mateo Alemán y Quevedo, con el perfil distinto que logra la temática parecida en la obra de cada escritor. Además, indica Ayala, algunos de los episodios picarescos son de existencia previa, pertenecientes a tradiciones folklóricas. En un libro poco conocido, la Miscelánea de don Luis Zapata, anterior al Quijote, le llama la atención el mismo episodio del lavado de barbas que aparece en el capítulo XXXII de la Segunda Parte de éste. La duplicación de su estructura básica y la identidad de los detalles llevan a Ayala a creer que se trata de una anécdota acerca de un caso que verdaderamente sucedió. Lo que le interesa a Ayala sobre todo es cómo Cervantes le da un sentido nuevo y trascendental a la misma anécdota que cuenta Zapata, por ser Don Quijote el protagonista a quien sucede.

     El lugar común de comparar la novela Muertes de perro con el Tirano Banderas de Valle-Inclán y El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias en virtud de la temática común de una dictadura hispanoamericana, es comentado por Ayala en su ensayo sobre «El fondo sociológico en mis novelas», donde insiste sobre las diferencias fundamentales entre las tres novelas:

                No es en el argumento donde ha de buscarse la intención última y la originalidad de una obra de arte. ¿Cuántas veces, y por la mano de qué diferentes pintores, buenos y malos, no se habrá trazado la escena de la adoración de los reyes magos o de la crucifixión de Cristo?; ¿qué diferentes poetas, mejores o peores, no habrán dado expresión al tema de la transitoriedad de la rosa?
     En una obra de arte, el argumento constituye mero soporte sobre el cual han de organizarse los materiales manejados por el artista para darle forma; y su calidad, el grado de su logro, dependerá del uso que él haga de esos materiales (418). [225]

     Ayala señala las diferencias del lenguaje de las tres novelas citadas, que crean distintas imágenes del mundo. Su insistencia en las variaciones desplaza la consideración de la trama novelística como «novedad» y pone más interés en la perspectiva y ejecución de la obra. La tarea ineludible del escritor es crear a base de elementos hechos, a los cuales imprime su sello inconfundible que es la razón de ser de una obra que pretende agregarse, o quizás superar, al enorme número de obras anteriores en torno a los mismos temas. Vemos esta actitud en la segunda novela de Ayala, Historia de un amanecer, cuando Abelardo define lo que tiene de nuevo y original la poesía: «las cosas existentes, después de pasar por el cerebro humano y ser modificadas e interpretadas» (419).

     Se agregan a los elementos «hechos» de tipo literario otras referencias y citas relacionadas con la música, especialmente en las viñetas que integran Días felices, donde la música suscita recuerdos y sentimientos: la Marcha Turca de Mozart en «Lección ejemplar», Tea for Two en «Magia, I», un villancico popular en «Magia, II» (al lado de referencias literarias a Borges y a Baudelaire), un bolero y un tango («fantasmas... de nuestro pasado») en «Fragancia de jazmines», y la serie «Music for...» en «Música para bien morir».

     Sucede con Ayala, que como su interés no es principalmente la «novedad» del argumento, la cuestión de la duplicación de anécdotas no le inquieta; al contrario, a veces es intencionada, y aun cuando no lo sea, el descubrir semejanzas entre argumentos en sus narraciones y los de otras obras o aun de sucesos verdaderos, es motivo de curiosidad o diversión, porque todo esto comprueba lo que dice en Experiencia e invención: no hay diferencia fundamental entre la experiencia personalmente vivida [226] y la experiencia percibida vicariamente por medio de lecturas, películas o anécdotas oídas.

     Donde espera uno encontrar sucesos «nuevos» es en el periódico, porque las noticias, por su naturaleza, tienen la función de informar al público sobre novedades. En 1927, a la edad de 21 años, Ayala tiene ocasión de ponderar el fenómeno de la creación novelística a base de una noticia periodística, al escribir sus notas en la Revista de Occidente acerca del Journal des FauxMonnayeurs de André Gide. Señala su gran interés al «contemplar las relaciones de la realidad y el arte en un caso destacado: confrontar el suceso -auténtico suceso de periódico- con la creación imaginativa del novelista» (420). La creación literaria a base de una noticia le atrae otra vez en torno al tema del crimen que recae sobre la cabeza de sus autores sin saberlo, según aparece en el drama Le Malentendu, de Albert Camus, y en una novela escrita anteriormente por el mismo autor, L'Étranger (421). Camus comprueba en una carta a Ayala que, en efecto, había sacado el caso de un diario francés, publicado en África del Norte, durante el verano, estación en la que se publican algunas informaciones inventadas. Ayala aporta un texto de Sarmiento que pertenece a un relato de su viaje a España en 1846, donde un estudiante cuenta el mismo suceso criminal. Sarmiento llamó falso el cuento, porque lo había oído anteriormente en América; era un cuento antiguo de esos que corren entre los pueblos. Los linderos entre la verdad y la fantasía son muy nebulosos, y la totalidad de la experiencia humana trasciende cualquier división arbitraria entre la experiencia propiamente vivida y la recibida de segunda mano, sea de la cultura universal de obras anteriores o de la tradición oral. Sucede que a veces la creación literaria se copia de la realidad, pero otras veces ocurre a la [227] inversa: la realidad viene posteriormente a comprobar lo verdaderamente humano de la invención. Por ejemplo, Ayala reconoce que el argumento básico para su relato «Un pez» fue sugerido por un recorte periodístico, pero que «Violación en California» es una completa invención, cuya realidad ha venido posteriormente en la forma de un caso análogo, acontecido en Puerto Rico. Se recordará el caso de la pandilla juvenil Los Dragones Egipcios, objeto de un proceso criminal en Nueva York según noticias periodísticas que comenta Ayala en su ensayo «Sistema escolar y delincuencia juvenil en los Estados Unidos», en La crisis actual de la enseñanza. Nuestro novelista cambia el nombre a «los Dragones del Espacio» al describir las actividades de la pandilla del Junior Rodríguez en El fondo del vaso, y el tema de las pandillas juveniles aparece de nuevo en «Otra vez los gamberros» en Diablo mundo.

     El caso del español que se quedó escondido en su dormitorio durante nueve años en «La vida por la opinión» también se ha visto reproducido en recortes periodísticos posteriores al relato de Ayala. Por ejemplo, en la revista Time del 2 de mayo de 1969 (pág. 29), se revela el curioso caso de Manuel Cortés Quero, soldado y alcalde republicano que se escondió en su casa en 1939, y después de 30 años salió de su refugio al declararse en España una amnistía general.

     Como Ayala ha indicado, los autores de ficción pueden utilizar con intención los argumentos «hechos»,pero también puede ocurrir que los empleen sin ningún conocimiento de que sus tramas hayan sido elaboradas anteriormente. El primer párrafo de «Un cuento de Maupassant» se refiere a los argumentos «prefabricados» y ya «pertenecientes» a otros autores porque éstos los han desarrollado de una manera particularmente impresionante: [228]

                Hay situaciones reales que vienen ya hechas como «argumento», que se nos presentan armadas dentro de su forma literaria correspondiente; y esa forma es un estilo personal: el estilo de determinado escritor, que ha percibido en su tiempo muchas situaciones análogas, para las que su sensibilidad resultaba ser idónea, y a las que ha arrendado su pluma una y otra vez, hasta identificarse su firma con ese estilo que no es, en el fondo, sino reiterada captación de un cierto tipo de experiencias humanas (422).

     La unicidad que se logra por medio de cierto tratamiento artístico de una trama en las manos de un autor de talento puede llegar a ser el patrón a que nos referimos al fijarnos posteriormente en sucesos reales o en obras de tipo análogo. Ya no es sencillamente un «argumento», sino una situación ligada vitalmente al estilo único de su autor en una creación en que forma y fondo son inseparables.

     Cuando Ayala escribe una obra imaginativa con elementos «hechos», generalmente reconoce el procedimiento con una alusión a la fuente: el título «Medusa artificial» remite al lector al mito clásico; el nombre Vicente de la Roca en «El rapto» señala el episodio cervantino contado por el cabrero Eugenio; la referencia de Pinedo a Tadeo Requena como un nuevo Segismundo en Muertes de perro indica el parecido entre el joven mulato traído al palacio de Bocanegra y el protagonista calderoniano.

     No sólo reconoce Ayala su empleo de elementos «hechos», sino -y quizás sea esto lo más importante y sorprendente- lo subraya una y otra vez, aunque sea sutilmente. Las constantes referencias a obras artísticas de anterior elaboración no se deben considerar como meras menciones gratuitas. Señalan la perennidad de ciertas situaciones y emociones humanas. La viñeta «Entre el grand guignol y el vaudeville» contiene varias referencias a algunos motivos de Edgar Allan Poe, como la promesa tan [229] definitiva de «never more» exigida por el marido, que la esposa adúltera y su amante, el narrador, convierten en burla. La palabra-clave empleada por los amantes -«la carta de Poe»-, y la referencia a «La carta robada» (The Purloined Letter de Poe) señalan el tema en común del ingenio puesto al servicio de encubrir el adulterio. En el cuento de Poe, la amenaza es la carta que pudiera delatar a la adúltera. En el relato de Ayala, la amenaza es el «electrónico marido» que se sabe burlado, quien, a pesar de toda su tecnología moderna, no logra poner fin al adulterio de su esposa. Los amantes conciertan otro encuentro como «la carta robada» de Poe, oculta por lo mismo que estaba a la vista del público.

     Otra viñeta, «El ángel de Bernini, mi ángel», hace mención de una estatua en Roma cuya forma anticipaba la de una mujer real amada por el narrador, hombre de gran sensibilidad:

                Le expliqué cómo el artista, siglos ha, supo maravillosamente anticipar su encarnación humana; cómo la había adivinado y profetizado, y me la había anunciado a mí, que, en años sucesivos, jamás iría a Roma sin visitar en el Ponte Sant'Angelo la figura del Bernini; pero ella apenas tuvo curiosidad por conocer, siquiera fuese en fotografía, esa prefiguración donde yo había aprendido a amarla antes -muchísimo antes- de que ella se me apareciera en persona... (423).

     La realidad resulta ser una copia viva de una obra maestra de arte porque el artista, con su genial intuición, ha captado una esencia vital, que a su vez ha sido percibida por la receptividad del observador.

     La dedicatoria de «Fragancia de jazmines» como «homenaje a Espronceda» apunta a su semejanza con el Diablo mundo de este autor, con los temas del amor adúltero perdido y recordado, y la vejez. Ayala subraya sutilmente el parecido con la obra de [230] Espronceda, intercalando algunos versos del poema sin hacerlo notar. Veamos a continuación algunos de los versos y su contexto original:

     De «Fragancia de jazmines» (424):

                ¿A qué edad puede considerarse viejo un hombre? ¿A qué edad es uno lo que se dice un viejo? Así yo meditaba en tanto me afeitaba esta mañana misma...
(Pág. 1.369).

     Del Diablo mundo de Espronceda (425):

                        Pasa la juventud, la vejez viene,                                         
Y nuestro pie, que nunca se detiene,
Recto camina hacia la tumba fría.
Así yo meditaba
En tanto me afeitaba
Esta mañana mismo, lamentando
Cómo mi negra cabellera riza,
Seca ya como cálida ceniza,
Iba por varias partes blanqueando,
Y un triste adiós mi corazón sentido
Daba a mi juventud, mientras la historia
Corría mi memoria
Del tiempo alegre por mi mal perdido...

(Canto III, versos 1.862-74, pág. 69).

     De «Fragancia de jazmines»:

           Me pregunto si acaso ella no habrá recordado también hoy este aniversario: si no habrá venido a recordarle nuestras horas de abandono, y de amor, y de caricias, alguna canción de aquel tiempo...

(Pág. 1.370). [231]

     Del Diablo mundo:

                              Y aquellas horas dulces que pasaron                                               
Tan breves ¡ay! como después lloradas,
Horas de confianza y de delicias,
De abandono, y de amor, y de caricias.
(Canto II, «A Teresa», versos 1.680-83, pág. 63).

     De «Fragancia de jazmines»:

                Tal cirugía evitó en su momento -¿qué duda cabe?- la amenazadora gangrena de los años y desengaños, dejándonos -a mí, y supongo que también a ella-, no tristes recuerdos del placer perdido, sino una memoria melancólicamente dulce de aquellos días tan felices.

(Pág. 1.375).

     Del Diablo mundo:

                                       ¿Por qué volvéis a la memoria mía,                                                
Tristes recuerdos del placer perdido,
A aumentar la ansiedad y la agonía
De este desierto corazón herido?

(Canto II, «A Teresa», versos 1.500-03, pág. 57).

     La descripción de la amante en el relato de Ayala coincide con la de Teresa en el segundo canto del Diablo mundo, en la tersa blancura de su frente y los rizos negros. El narrador temía que si ella huyera con él, se convirtiera en «oveja apestada», como en efecto, lo fue Teresa. También el tono llega a recordarnos el de los versos de Espronceda, con los lamentos del narrador y el «ay» que se le escapa al rememorar el pasado.

     El grupo de relatos que Ayala titula Días felices tiene cierta semejanza con una colección de ocho historias que Armando Palacio Valdés publicó en 1933 con el título de Tiempos felices, en que se rememoran momentos significativos en la vida de distintas personas, como ocurre también en los relatos de Ayala. Según una reseña de Tiempos felices que aparece en el Índice Literario [232] de los Archivos de Literatura Contemporánea, en marzo de 1933, Palacio Valdés, a los ochenta años de edad, vuelve los ojos hacia temas y emociones juveniles con el propósito confeso de compensar la tristeza de la vejez con la evocación de escenas alegres. He aquí la descripción de su obra:

                Es una colección de idilios redivivos, resucitados, de las existencias de unas cuantas personas vulgares, en las cuales marcaron un momento superior de ventura. Palacio Valdés cree que no hay hombre que no haya tenido su parte de idilio en la vida, idilio que cae, por lo general, en los días precedentes a su matrimonio. Podrán derivar luego los hechos hacia lo cómico o hacia lo trágico pero siempre quedará como bien preciosísimo el recuerdo de aquellos días felices, aun en lo más denso de la adversidad (426).

     Las aludidas novelas de Palacio Valdés cuentan cómo se casó el protagonista de cada una de ellas, y además, llevan el sello de su optimismo. En Días felices de Ayala, a pesar de tener título, forma y protagonistas tan parecidos, es distinto el tono y distinta la intención. Entra una nota irónica, porque en cada uno de estos «días felices», hay una dimensión de tristeza, soledad y desamparo. No se recuerdan momentos de felicidad para alegrar el presente; cada momento recordado conlleva una amargura cuyos efectos no se han disminuido con los años. No sabemos si Ayala conoce Tiempos felices de Palacio Valdés, y en realidad el dato no hace falta averiguarlo: Ayala ya nos ha dicho tantas veces en sus ensayos que no es posible que el escritor sea creador absoluto de sus obras, y las coincidencias temáticas señalan, en efecto, una experiencia verdaderamente humana. Más significativo que la coincidencia de los títulos y la forma, es el contraste entre el mundo de Palacio Valdés así evocado y el de Ayala. [233]

     Otro caso curiosísimo de coincidencia temática es la semejanza entre «La cabeza del cordero» y un cuento de Alfonso Reyes, «La cena», publicado anteriormente, pero desconocido por Ayala en los momentos de elaborar el suyo. En el relato de Reyes, narrado también en la primera persona, el narrador recibe una misteriosa invitación a cenar en casa de una señora y su hija, quienes le entretienen en el jardín de su casa con una charla ambigua y confusa. Le confrontan con el retrato de un militar difunto, evidentemente de la familia, y este retrato resulta ser la misma imagen del narrador, que huye de la casa. Llegando a la suya cuando el reloj está dando la misma hora a la que había salido, el narrador duda de la veracidad de lo sucedido, pero unas hojas del jardín que todavía le quedan en la cabeza y en la ropa atestiguan la verdad de la experiencia. El cuento aparece en el volumen titulado Verdad y mentira (Madrid: Aguilar, 1950), que revela las intenciones de su autor al crear una situación colocada en la zona ambigua que oscila entre la verdad y la mentira. Hay una cantidad de elementos que coinciden con «La cabeza del cordero»: invitación misteriosa, conversación algo ininteligible en el jardín de la casa, retrato de una persona muerta en que el narrador ve su propia imagen, y comprobación final de la verdad de lo sucedido. Se recordará que al final del cuento de Ayala, el narrador procura olvidar su experiencia y ya saliendo de Fez en ómnibus, divisa al criado o mensajero de la familia mora entre la mucha gente que está allí. El cuento de Ayala, sin embargo, es muy distinto en cuanto a su tono, elaboración e intención; el único parecido es la coincidencia argumenta], que comprueba la afirmación de que el escritor no podría ser completamente original en la fabricación de argumentos, aunque quisiera.

     Además de existir analogías entre un escritor y otro, las hay también dentro de las obras de un solo autor, o aun dentro de una sola obra. En varios relatos, Ayala yuxtapone anécdotas [234] parecidas, dejándonos percibir por intuición diferencias esenciales entre ellas.

     En «Violación en California», el teniente de policía Harter llega a su casa y comenta a su esposa que en su profesión nunca termina uno de ver cosas nuevas. Luego cuenta el caso de la violación de un joven viajante de comercio por dos mujeres. Su esposa se acuerda de una historia añeja de las hermanas López, dos beatas que estudiaron «in anima vili las peculiaridades anatómicas del macho humano» (427) con el tonto del pueblo, quien, cuando la cosa amenazaba descubrirse, amaneció muerto, encontrando la autopsia pedacitos de vidrio en su estómago. El teniente entiende lo que su esposa quiere decirle con eso: «que, después de todo, no hay nada nuevo bajo el sol de California» (428). La señora de Harter se fija en la semejanza de los dos sucesos, mientras que nosotros percibimos con igual seguridad la diferencia entre el primero, que según reconoce el teniente, se presta a chascarrillos y risas, y el segundo, que es completamente atroz. Al yuxtaponer las dos anécdotas en su relato, Ayala pone a la vista la naturaleza de toda analogía: semejanza y diferencia, porque es evidente que los dos casos son tan distintos como son parecidos.

     En «El rapto» hay también paralelismo de dos anécdotas. Vicente de la Roca le cuenta a Patricio una experiencia que le sucedió en su hospedaje de Alemania: Frau Schmidt y su hija rivalizaban en sus mañas por enamorarlo, llegando a tal punto la rivalidad que hubo palabras desabridas y discusiones entre madre e hija. Patricio contesta con un suceso ocurrido en su pueblo, acerca de una madre lasciva que se acostó con su yerno, al descubrir el caso, la hija se puso como loca y, desesperada se metió a prostituta. Quizás la diferencia más notable entre los dos relatos es el efecto que se consigue con el manejo del punto [235] de vista, en el uso de la primera persona en la narración de Vicente, la cual nos impresiona más porque él, como personaje, ya ha llegado a importarnos. El cuento que ofrece Patricio, aunque sin duda es de más complicación anecdótica, no suscita en el lector el mismo interés que el primero, por ser relatado y presenciado desde fuera «hasta convertirse en una cerrada unidad de sentido: en eso que llamamos una anécdota». Estas últimas palabras vienen de la descripción que Ayala ofrece del episodio del lavado de barbas en la Miscelánea de Zapata en su ensayo «Experiencia viva y creación poética». El relato de Vicente, hecho en la primera persona, se carga de dramatismo y significado, de la misma manera que el episodio del lavado de barbas en el Quijote:

                En el caso del episodio de la barba no se trata, como en tantos pasajes, de un cuento o anécdota que, por ejemplo, refiere Sancho o cualquier otro de los personajes, sino que ahí la anécdota se ha incorporado al torso principal de la historia, haciéndose protagonista de ella al propio Don Quijote. Sustituir por éste al impersonal hidalgo portugués del cuento [de Zapata] no es ya -decíamos al comienzo- introducir una mera variante, sino henchirlo de nuevo sentido (429).

     La yuxtaposición de las dos anécdotas de semejante temática en «El rapto» invita al lector a apreciar la diferencia de perspectivas y muestra a la vez la posibilidad de una captación múltiple de la realidad.

     Curiosamente, una variante de estos dos casos aparece en otro cuento, «San Silvestre» (1966), en que el narrador cuenta un incidente ocurrido en Alemania en sus días estudiantiles. Encontrándose solo en la mesa del café-confitería donde ha venido con sus amigos, españoles como él, el joven nota que una madre y su hija, sentadas en otra mesa, indican su interés en que se acerque a ellas. Primero la madre se ofrece a bailar con él y luego [236] la hija, mientras que aquélla los sigue «con cierta expresión entre divertida e inquieta» (430). El joven, cada vez más ebrio, procura bailar con la hija otra vez, pero la madre, insistente, envidiosa y ávida, se impone para que siga bailando con ella:

                Dos veces o tres más, varias veces, conseguí echarle la zarpa de nuevo; pero siempre, para exasperación mía, acudía la otra al rescate, ofreciéndoseme en cambio. ¡Qué! No era el cuerpo maduro de la matrona lo que quería yo, sino a la jovencita arisca y temerosa (431).

     En esta variante del tema, el tono sentimental y lírico da otra perspectiva que nos adentra en la conciencia del joven para sentir con él su inquietud y exasperación. El tema aquí ocupa casi toda la narración, mientras que da lugar a anécdotas breves y accesorias en «El rapto». Reconociendo lo arriesgado que es relacionar la ficción con el autor, la existencia de tres variantes de experiencias análogas, con el común elemento del deseo de la madre de apoderarse del galán en rivalidad con su hija, sugiere una experiencia vivida, observada -tal vez leída u oída- de tipo muy personal.

     En dos obras que tratan de los amores de su narradores, hombres de gran sensitividad, se les regala a las amantes en la despedida final una cruz. Dice el narrador de «Fragancia de jazmines»: «En nuestra última entrevista, la de nuestra despedida, le regalé una crucecita de granates: me juró que, así viviera mil años, hasta la hora de su muerte había de llevarla colgada del cuello. 'Como un voto', dijo» (432). El de la viñeta «El ángel de Bernini, mi ángel» dice que «al despedirnos le colgué al cuello una cruz para memoria de nuestra pasión, y ella prometió [237] que la besaría cada noche después de invocar al ángel de la guarda» (433).

     Aparece con frecuencia en la novelística de Ayala, la presencia de los idiotas, primero en 1941, en «Día de duelo», donde hay cierta ternura evocada acerca del cariño que el muerto había mostrado hacia el niño idiota. «El Hechizado» rey don Carlos (1944), con su pecho humedecido por babas infatigables y con su hedor a orines, parece ser otro idiota. En «El Doliente» (1946), Enrique González, idiota hermano de leche de Enrique, el rey Doliente, sirve como contraste, con su incansable energía, vertida sin embargo, en vano porque en treinta años estará haciendo siempre lo mismo. El infeliz tonto Angelo de Muertes de perro (1958) aparece con relación a Tadeo Requena, quien lo rechaza durante el velorio de Luisito Rosales porque no soporta sus majaderías y gruñidos de alegría mientras le tira de la manga. En el capítulo XXV, Requena, andando por las calles sin dirección, se encuentra con Angelo, y esta vez siente que es el idiota quien se está burlando de él, negándose a contestarle. Requena hace que Angelo lo acompañe un rato en su tristitia vitae y le ofrece dinero y dulces. En «Violación en California» (1961), un idiota es víctima de los atroces experimentos de dos mujeres.

     La presencia repetida de los idiotas sugiere alguna significación compleja y profunda que Ayala asocia con este ser abyecto, despreocupado y sin responsabilidad, cuyo papel le ha sido impuesto por los misteriosos designios del destino. En las bufonerías de los idiotas habrá un poco de la transcendencia que Ayala percibe en los bufones en su ensayo «Histrionismo y representación»: una mezcla de tragedia y farsa. En «El Doliente» y Muertes de perro, su papel parece ser el de doble de otros personajes, reflejando el sinsentido de la vida de éstos. [238]

     Vemos otras variantes de elementos análogos en las cadenas de traiciones en Muertes de perro: Requena traiciona a Bocanegra, Cortina a Requena, los de Olóriz a Cortina, y Pinedito a Olóriz. Pero cada traición y cada asesinato tiene su propia circunstancia y su carácter distinto. Aunque son análogos desde un punto de vista anecdótico y temático, dando una sensación superficial de «repetición» de la historia, son únicos y diversos en cuanto a sus actores y sus detalles, y sobre todo, en las perspectivas desde las cuales el lector los observa.

     Se puede considerar las variaciones que Ayala hace a base de sus propias creaciones como una constante en su novelística, con su punto de partida en la Tragicomedia de un hombre sin espíritu, de 1925. Esta novela es, en algunos respectos, comparable a la primera novela de Galdós, La Fontana de oro, su novela-fuente, llena de posibilidades para los Episodios y otras obras a seguir. Joaquín Casalduero ha señalado que se encuentran en La Fontana de Oro las líneas generales del mundo galdosiano en el estudio del medio; hechos, ambiente y personajes históricos-, acción y personajes simbólicos; y el sentido convencional de objetos, calidades y figuras (434). La Tragicomedia de Ayala es una fuente estilística e ideológica donde hay muchas semillas que se recogerán y madurarán en sus obras imaginativas posteriores. Se encuentran allí problemas y temas que son constantes en su producción creativa: la temática negativa, incluyendo atropellos contra el pudor (compárese, por ejemplo, la lascivia de Tagarote con las dos adolescentes, con la de don Cipriano en Muertes de perro); la comparación de la humanidad con animales referida a la conducta moral; la soledad y enajenación; el adulterio (compárese a don Cornelio, «marido de vodevil» y supuesto carcelero de la misteriosa Rosalía, con el «electrónico» marido burlado en «Entre el grand guignol y el [239] vaudeville»); el papel del filósofo en la sociedad; la crueldad humana en un «diablo mundo». Esta novela es también una fuente de procedimientos literarios y técnicos: la narración en la primera persona, el hallazgo de manuscritos, la utilización de citas y argumentos sacados de la tradición literaria, el concepto de la vida como tragicomedia, y el desdoblamiento del personaje principal. Miguel Castillejo, con su defectuosa condición física, es un anuncio de otros protagonistas cuyas dolencias también se presentan en estrecha relación con el estado del espíritu: el Hechizado, el Doliente, y Pinedo.



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PROSA

     Si hemos de aplicar a la prosa de Ayala los mismos métodos que él aplica a la de otros autores, tenemos que hablar o en términos muy generales o de detalles muy específicos y concretos. En sus estudios críticos y teóricos sobre la literatura encontramos que a veces una sola palabra o una sola imagen sirve como motivo de divagación, particularmente tratando de la poesía, donde cada palabra, concentrada y depurada en extremo, importa tanto al efecto total del poema.

     Al abordar la cuestión de la prosa en novelas, en «Comnemoración galdosiana», Ayala indica que hay que buscar sus valores en su adecuación total a la materia e intención del autor. Refiriéndose a la común censura de la prosa galdosiana como descuidada, dice que por lo común su estilo se mantiene en un despliegue terso de alta calidad artística y aun sus caídas están compensadas por hallazgos de estilo y de imágenes que consentirían ser aislados para poder apreciar su valor absoluto.

                Pero tales concreciones en que se solidifica el idioma constituyen ahí un lujo, un rico adorno, un maravilloso accesorio, y no tendría sentido apreciarlas por sí solas desentendiéndose del medio en que han crecido, y que es, sin duda, lo principal. Extraviado [240] sería buscar los valores básicos de la creación galdosiana en esos aciertos de detalle en lugar de hallarlos en el complejo de significaciones estéticas donde arraiga el género literario «novela» y a que se dirige con seguridad infalible la intención del autor (435).

     La prosa de un novelista debe entenderse dentro de su medio y no desprendida de su contenido novelístico. Ayala sigue este criterio en sus estudios literarios al ofrecer sus observaciones acerca del estilo de Galdós y Cervantes a propósito de otras consideraciones de tipo más general.

     Fuera del campo específico de la novela, Ayala se deleita en la divagación acerca de palabras, sus significados y sus variantes. En su ensayo titulado «Divagación sobre palabras», se fija con gran interés en las pequeñas variantes verbales dentro de la amplia comunidad de habla española:

                Abandonándome a ese placer curioso, sin responsabilidad de filólogo que no lo soy, pero con la afición del escritor a su natural medio de expresión: el lenguaje, voy a permitirme una diversión acerca de dos palabras que, una en España, y la otra aquí, en la Argentina, han seguido procesos paralelos en cuanto a la evolución de su carga significativa, dando lugar de este modo a diversificaciones de su sentido... (436).

     Examina los vocablos «guapo» y «buen mozo», señalando perspectivas fascinantes que muestran su segura percepción de sociólogo y escritor. Este ensayo es sólo un ejemplo de su interés suscitado por un giro particular; los otros ejemplos están en sus ficciones como «aciertos de detalle». Habrá que examinar cada una de sus obras novelescas separadamente para apreciar cómo la prosa se ciñe a las exigencias particulares de los distintos relatos. Ayala mismo explica la adecuación de la presa empleada en cada ficción de Los usurpadores en su prólogo apócrifo. [241] Vemos los frutos de cuidadosas observaciones sobre el habla en su magnífico manejo del diálogo bonaerense en «Encuentro», y en el verdadero derroche de palabras extranjeras en «The Last Supper», no sólo en el diálogo, sino en la narración, que nos deja intuir el mucho mundo que han corrido estas dos refugiadas alemanas.

     En su delicioso ensayo sobre «Lo hispánico visto en el más sumario, superficial y convencional esquema», Ayala ahonda en las tres palabras «señorita... sombrero... mañana» con imaginación y fino humor. Su ensayito titulado «El reposo es silencio» tiene como punto de partida un error que cometió Unamuno al traducir el famoso verso de Hamlet: «The rest is silence». Ayala nota que Unamuno convierte la equivocación en algo positivo y cargado de sentido; le extraña que Unamuno haya elegido, dentro de un archicitado pasaje en la famosa obra de Shakespeare, una oración simplísima y que la utilice con tal error de traducción como lema en un poema propio para convertirla en eje de reflexiones filosófico-líricas en «La última palabra de Hamlet», de 1922. «Que no era don Miguel hombre de deslices, dicho queda; hasta en sus equivocaciones tenía grandeza; y ésta es más bien un caso estupendo de obcecación» (437), comenta Ayala, añadiendo que en su poema «Ofelia de Dinamarca» de 1928, Unamuno cambia la oración a «El resto es silencio».

     El fenómeno de la interpretación subjetiva del lenguaje, que examina Ayala en el citado caso de Unamuno, es también objeto de su atención en su ensayo sobre «La 'Filosofía del lenguaje' de Vossler». Este autor señala que el idioma no tiene entidad fuera de la esfera subjetiva, que es un acto vivo ejecutado a base de un juego de significaciones compartidas por una comunidad idiomática, pero abierto a la creación individual como [242] manifestación originaria del espíritu humano. Vossler concibe el idioma con una duplicidad de perspectivas: como entidad objetivo-cultural y a la vez subjetivo-individual: «no desconoce que su objeto, como producto de la cultura, se encuentra justamente en la tensión entre ambos polos; que el lenguaje es una realidad subjetivo-objetiva» (438). A Ayala le impresiona que Vossler vea como centro de gravedad de la lingüística el momento de la libertad originaria que infunde en la corriente cultural de continuación una tensión vital de innovación.

     Ayala, como don Miguel, no es hombre de deslices; pudiéramos fijarnos en cualquier pasaje de sus ficciones y señalar aciertos y hallazgos estilísticos, pero tal estudio debiera hacerse sin desentenderse de su contenido. Dejarnos apuntados por vía de ejemplo dos casos en que Ayala consigue matices de significación de tremenda fuerza con recursos tan mínimos como el empleo del artículo definido en Muertes de perro: Tadeo Requena es a veces «el Tadeo Requena» para Pinedo, quien lo desprecia; o el empleo de la forma diminutiva al llamarse éste «Pinedito», reconociendo así su insignificancia para los demás.

     Seguiremos los criterios de Ayala de no buscar los valores de la creación novelística en los aciertos de detalle y optamos más bien por hallarlos en su «complejo de significaciones estéticas», indicando algunos aspectos de su prosa que evidentemente responden a sus intenciones, según las hemos descrito en un capítulo anterior.

     Ya hemos tenido ocasión de referirnos a la ambigüedad del lenguaje cervantino que Ayala encuentra tan significativa, especialmente con respecto a los nombres. La ambigüedad es un factor esencial en su expresión novelística, como nos explica en «El fondo sociológico de mis novelas»: [243]

                En algún aspecto, me he limitado a repetir lo que magistralmente hiciera Galdós: dejar que las palabras traicionen los pensamientos de sus personajes y hasta delaten aquellos fondos de su conciencia que son arcanos para el propio sujeto. Pero, además, he pretendido por mi parte, al emplear las palabras y locuciones de uso común, apretarlas, estrujarlas y exprimirlas para extraer de ellas todo su posible contenido, de modo que signifiquen varias cosas a un tiempo, irradiando sentidos diversos y, en ocasiones, contradictorios. Es decir, que me he propuesto sacar todo el partido posible a la esencial ambigüedad del habla. Todavía me he propuesto situar lo hablado -esto es, lo que unos u otros personajes dicen- en perspectivas múltiples y encontradas, con el fin de llevar a cabo un desnudamiento integral de las conciencias, tanto mediante la violación recíproca de sus contenidos como mediante el acto de su entrega más o menos voluntaria (439).

     Las novelas de Ayala ofrecen muchos ejemplos, entre los cuales citamos sus juegos entre dama y damo, haga y haiga, fondo y fondillos en Muertes de perro, y en el doble sentido del título «El Tajo». Su actitud en cuanto a la elaboración concentrada del diálogo novelesco está en concordancia con su descripción del procedimiento de Galdós:

                Muy lejos está Galdós de caer en la ingenuidad (que a la fecha de hoy alcanza dimensiones de patochada en ciertos novelistas) de pensar que la transcripción de expresiones efectivamente oídas en labios de la gente infunde realidad a la creación literaria. Tanto en ese punto de su prólogo a El sabor de la tierruca como en otros lugares, insiste sobre la necesaria elaboración artística del lenguaje natural; y en este aspecto del naturalismo o realismo, lo que ante todo le preocupa es un problema técnico del escritor a vueltas con el idioma, instrumento de su arte. (440)

     Un examen de cualquier diálogo en la obra narrativa de Ayala revelará la concentración y elaboración del lenguaje hablado. [244] El empleo de sobreentendidos, jerigonza, vulgarismos, lenguaje culto o erudito, y vocablos de idiomas extranjeros es cuidadoso e intencionado.

     Algunas de las ficciones de Ayala son, en efecto, puro diálogo en la tradición de la Celestina y El coloquio de los perros. Nos referimos al «Diálogo de los muertos» de 1939, y los «Diálogos de amor» de Diablo mundo, el primero de los cuales se publicó en 1960 con el título de «Un baile de máscaras» (en El As de Bastos), cambiado posteriormente a «Un ballo in maschera».

     La prosa de Ayala es sumamente flexible y capaz de asumir variados tonos. Las obras de su etapa «metafórica» de los años 1927-30 ofrecen ejemplos de una narrativa de brillo imaginístico y de poco diálogo. La segunda parte de El fondo del vaso y los «recortes de prensa» en Diablo mundo son parodias de la prosa periodística, dentro de las que Ayala vierte su fino humorismo, como hace también en el lenguaje «oficial» de los mensajes que envía el Ministro español a sus superiores en Muertes de perro. La prosa lírica de Días felices tiene sus raíces en El boxeador y un ángel y Cazador en el alba, y la inclusión de «Día de duelo», fechado 1941, en Días felices muestra que la vena lírica no es nueva o sin precedentes. Tal vez le hubiera gustado a Ayala escribir poesía; uno de sus primeros personajes ficticios exclama en la Tragicomedia de un hombre sin espíritu: «-Si yo fuera poeta, escribiría un poema de asunto infantil, una balada tierna y dulce, con esto que acabamos de ver» (441). El narrador de «En Pascua Florida» (1969) incorpora el famoso verso del primer capítulo del Viaje del Parnaso, donde Cervantes se refiere a sus facultades poéticas: «Si tuviera yo la gracia que no quiso darme el cielo, escribiría para Lisa uno de esos lindos poemas de circunstancias que, en ocasiones, aspiran a perpetuar lo efímero» (442). Hasta el subtítulo de esta viñeta: «(A Lisa, que [245] me ha enviado un huevo de pascua decorado por ella)» sugiere los poemas de circunstancias del maestro Quevedo, quien escribió tantos poemas «A Lisi».

     Aun recordando la advertencia de Ayala de que los pensamientos que emiten los personajes de ficción no deben ser tomados como los del autor, estas citas parecen expresar cierto vago anhelo de ser poeta. Es evidente que la gracia que quiso darle el cielo a Ayala reside en sus dotes de prosista, pero algunas de sus creaciones alcanzan un fuerte lirismo poético.

     Ayala ha observado en otros autores algunos de los recursos estilísticos que él emplea en sus ficciones. El uso de hipérboles, notado en Cervantes y Quevedo, se ve en muchos de sus «inefables» personajes, como hemos señalado anteriormente, en el «liróforo celeste» Carmelo Zapata de Muertes de perro y la «sin par Dulcinea» Julita Martínez de «El rapto». Ayala se fija en la yuxtaposición de lo divino y lo vulgar en Quevedo, y en lo sentimental al lado de lo irónico en Jaime Torres Bodet, recurso estilístico empleado por nuestro novelista, según varios ejemplos («adorado pet-animalejo horrible») (443) que ofrece Monique Joly en su artículo sobre «La systématique des perspectives dans Muertes de perro»).

     Los estudios de Ayala sobre Cervantes mencionan los recursos de digresiones, rodeos, reapariciones y réprise, que también marcan la estructura de sus propios relatos; en efecto, los narradores de «El mensaje», «El Hechizado», Muertes de perro (Pinedo), y la esposa del teniente Harter en «Violación en California» se quejan de esta técnica empleada por otros personajes. La ruptura del tiempo, con constantes saltos del presente al pasado y cambios en los tiempos de los verbos -que caracteriza en general la obra narrativa de Ayala- queda apuntada en su estudio «El Lazarillo: nuevo examen de algunos aspectos». [246] Rodrigo A. Molina señala la acumulación de términos sinónimos y la enumeración en la novelística de Ayala (444). Encontramos uno de los ejemplos más destacados de esta técnica en un pasaje de «San Silvestre»:

                Por todas partes se nos aparecían y desaparecían las muchachas. Corpulentas, hermosas, opulentas, hermosísimas, blancas, rosadas, rubias, altivas, lentas, inocentes, indiferentes, nosotros las contemplábamos con admiración; nosotros los oscuros, los barbudos, los peludos, los morenos, los ojinegros, los enjutos y sarmentosos, los chisporroteantes, los sedientos, nos quedábamos contemplándolas con pasmo (445).

     A veces vemos los vocablos en grupos de tres:

                Yo había ido de mala gana, y estaba rabioso, molesto, aburrido (446).
     Ochoíta recitó ante el micrófono una de sus increíbles poesías, haciendo mofa, befa y ludibrio del auditorio iracundo (447).

Pero abunda más la enumeración de cuatro o más elementos:

                Algo que me trababa, que me pesaba, que me empujaba, que me retenía... (448).
     ...cuanto yo hago, digo, pienso, procuro, maquino, deseo y proyecto en este mundo carece de sentido (449).
     Yo, que al planear esa entrevista, tenía calculado mostrarme, por grados sucesivos, altivo, digno, magnánimo, dolido, quejoso, tierno, humilde, suplicante acaso... (450). [247]

     Esta acumulación de vocablos, especialmente en situaciones inseguras, parece ilustrar la pregunta que se hace Pinedo en Muertes de perro: «...pues, ¿dónde y cómo se detiene la cadena de la desintegración?» (451). Por eso la técnica corresponde generalmente a momentos de crisis.

     Lo que no se ha señalado, sin embargo, es que Ayala también emplea este estilo en sus ensayos, donde encontramos cadenas de adjetivos, verbos y sustantivos, con preferencia, quizá, a los grupos de tres vocablos. Citamos algunos de los muchos ejemplos que pudieran ofrecerse:

     Sigue habiendo irritaciones, denuestos, quejas contra la incomprensible y -así se la califica- estúpida actitud de «esas gentes»... (452).
     ...una sociedad abierta, desquiciada y rebelde (453).
     ...orfandad que tanto aflige, angustia y desmoraliza al Occidente (454).
     Y todo el mundo puede entender hoy sus sufrimientos, sus privaciones, sus esperanzas y desesperanzas, su resentimiento, y las amenazas que este resentimiento incuba, pues son hombres como los demás. Mostrarles a las gentes, y en particular a los norteamericanos, lo típico del español, sus singularidades, rarezas y aun manías, es algo que podrá acaso interesarles, encantarles, fascinarles, atraerles al turismo... (455).

     La reiteración retórica que Ayala observa en Cervantes, como en la noticia sumaria de la entrega de Camila a Lotario en El curioso impertinente: «Rindióse Camila; Camila se rindió» (456), aparece en varias obras narrativas: [248]

                Bocanegra callaba y observaba, observaba y callaba (457).

     Una y otra vez insistieron los grandes del reino, y otras tantas volvió a denegar aquella cabeza tonsurada, girando lentamente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha (458).

     ...tenerte conmigo día y noche, siempre, siempre, noche y día juntos (459).

     Ayala también repite vocablos para dar una impresión de extrema lentitud: Tadeo Requena dice que «andaba, y andaba y andaba, como en un sueño; como si todavía estuviera soñando» (460).

     En los ensayos y las obras narrativas de Ayala, sobresalen algunas imágenes con tanto relieve que merecen que las examinemos con algún detenimiento. Una constante son las imágenes de tipo fisiológico en estrecha relación con las condiciones críticas y la angustia, como ya hemos visto respecto de la náusea y el vértigo.

     En el prólogo de Los usurpadores se nos explica la significación moral que Ayala aplica a la enfermedad física en sus novelas; afirma que la mayor parte de los personajes de ese volumen pueden ser tenidos por dolientes, «pues que todos adolecen de la debilidad común a la condición humana» (461).

     En su ensayo «Digresión sobre el guardar las formas», Ayala considera las estructuras sociales que amenazan el libre despliegue de la vida individual:

                Nos presionan desde fuera, vigilan nuestra conducta para juzgarnos con los ojos del prójimo; pero, sobre todo, nos presionan desde dentro de nosotros mismos, alojadas en nuestra conciencia como en nuestro cuerpo pueden estarlo esas insidiosas infecciones cuya oculta presencia delata quizás el tinte de nuestra piel y el brillo de nuestra mirada (462). [249]

     El hombre, que se encuentra dentro de un mundo desconcertado y desconcertante, se expresa con quejas, gritos y lamentos de «una humanidad lastimada en la carne, dando así expresión espiritual al sufrimiento físico» (463). Ayala apela a imágenes fisiológicas para describir el estado defectuoso de la comunicación entre los intelectuales y las masas:

                Pudiéramos comparar el modo como éstos [contactos] se efectúan a la irrigación sanguínea de un miembro cuyas arterias principales estuvieran bloqueadas: recibe sangre, sí; pero en condiciones defectivas que, o conducirán a un restablecimiento por readaptación orgánica, o, si no, a una degeneración tal vez fatal (464).

     Ahogos y asfixias son las imágenes que abundan en Tecnología y libertad, y otra vez se relacionan con las presiones institucionales o con la angustia:

                Asfixiado en la radical verdad de su ser por la nada circundante, no se salvará sin una hondísima, vigorosa revolución moral. (Página 41).
     Pero si hacemos el esfuerzo -en verdad, descomunal- de pararnos a reflexionar sobre la forma de nuestra propia existencia y, sintiendo el ahogo de su casi insufrible sequedad, nos extrañamos de ello por un instante... (Pág. 70).
     ...una general sensación de zozobra, fondo cotidiano sobre el que se erige, sumando a la presión asfixiante del aparato oficial y a la perspectiva de una guerra-milenio, la angustia que hoy oprime a la gente... (Pág. 94).

Refiriéndose a la época peronista en la Argentina, dice Ayala en «El nacionalismo sano, y el otro», que el ambiente estaba tan cargado que no se hablaba de otro tema: «habíamos quedado [250] mentalmente presos en el cepo de la situación, como el enfermo que olvida todo el resto del universo para sólo ocuparse de su plaga, y hablar sin cansancio acerca de los ínfimos procesos de su fisiología» (465). Encontramos semejante alusión en cuanto a un ambiente pesado y enfermo en «Historia de macacos»; cuando la pareja estafadora deja la colonia, Ruiz Abarca cierra toda mención subsiguiente de Robert y Rosa, pero el ambiente sigue envenenado:

                Mas, no hay duda; a la manera de esos enfermos que sólo abandonan una obsesión para desplegar otro síntoma sin ninguna relación aparente, pero que en el fondo representa su exacta equivalencia, los muchos disparates que por todas partes brotaron, como hongos tras la lluvia, eran secuela suya, y testimonio de la turbación en que había quedado la colonia (466).

     Pudiéramos añadir otros muchos ejemplos de imágenes fisiológicas en los ensayos, pero bastan los pasajes ya citados para comprobar la frecuencia de su empleo y algunas de sus significaciones que influyen en las ficciones, las cuales están llenas de metáforas que tienen que ver con un estado enfermizo. Pepe Orozco de «El colega desconocido» cuenta al narrador su experiencia al descubrir un mundo clandestino de la literatura:

                ...ahora relataba con tono regocijado, como quien se complace en ofrecer la versión cómica de una enfermedad ya superada, cuyas alternativas sólo después pudo comprobarse que no merecían tanta preocupación. Crisis de la enfermedad había sido, precisamente, este último episodio del pendejo traído y llevado por la patulea de necios: ahí se había producido el punto álgido, y la depresión más próxima al colapso: pero también databa de ahí la reacción saludable. Cualquiera sabe qué factores imponderables, oscuramente fisiológicos, qué vuelta de la vida contribuiría a todo ello (467). [251]

     Naturalmente un ambiente tan cargado de violencia y desintegración como el de Muertes de perro da lugar a este tipo de imágenes, la más simbólica en la persona del tullido Pinedo. Éste, al notar la indiferencia colectiva hacia el pasado y el porvenir, observa que «van en lo individual como en lo colectivo de la abulia al frenesí, para recaer de nuevo en el letargo tras cada convulsión» (468). Al presentar las memorias de Tadeo Requena, dice que «a través de ellas vemos cómo se incubó el monstruo, y podemos reconstruir los primeros y secretos pasos de la infección que había de reventar luego con tanta fiebre» (469), y al final de la novela, cuando se da cuenta de que Olóriz lo acecha, dice: «Ahora, ya conozco cuál es mi cáncer, qué pistola me apunta...» (470).

     No sorprende encontrar muchas referencias fisiológicas en torno al tema de la guerra civil española en La cabeza del cordero. El narrador de «El regreso» se imagina el odio de Abeledo porque se abstuvo «de pedir la blanca mano de su señorita hermana, dejándola para vestir santos; y si tenía esa espina enconada, más se le hubiera enconado, se lo hubiera infectado hasta reventar de pus, el modo de sacársela» (471). Para el teniente Santolalla de «El Tajo», antes de matar al miliciano republicano, la guerra había sido «como una más de tantas incomodidades que la vida tiene, como cualquier especie de enfermedad pasajera, una gripe, contra la que no hay sino esperar que buenamente pase» (472).

     José Lino, en efecto, se enferma con una gripe, lo cual impide que acuda a su cita con el Junior Rodríguez y ello trae consecuencias funestas en El fondo del vaso. Cuando su mujer le [252] confiesa su infidelidad, José transpone el dolor del espíritu a un plano físico: «Ha venido, y la cosa está hecha. Sangrando todavía, yace descabellada la fiera, ¡inocente fiera! Sólo que -¡alabado sea Dios!- esta herida última, la definitiva y mortal, parecería recibirla una carne anestesiada, que siente y que no siente» (473).

     En El rapto, Vicente de la Roca considera la lección que quiso dar a su amigo Patricio una operación de tipo quirúrgico. «Sólo por tu bien, sólo movido por el cariño tan profundo que siento hacia ti, pude resolverme a hacer lo que hice: una operación todo lo dolorosa que se quiera (¡qué podrías ponderarme!), pero indispensable para tu salud» (474).

     Es de esperar que el empleo de imágenes de esta índole se module según el tono literario, y en el relato lírico «Fragancia de jazmines» lo fisiológico aparece con referencia sentimental a la pena sufrida por la separación definitiva de los amantes:

                La amputación fue terrible, pero -hay que confesarlo- necesaria. Hoy, ya la herida no duele. Tan cruel cirugía evitó en su momento -¿qué duda cabe?- la amenazadora gangrena de los años y desengaños, dejándonos -a mí, y supongo que también a ella-, no tristes recuerdos del placer perdido, sino una memoria melancólicamente dulce de aquellos días tan felices (475).

     Otra imagen que se destaca tanto en las ficciones como en los ensayos de Ayala es el laberinto, generalmente con respecto a la desorientación de la sociedad contemporánea y la falta de guías. El hombre está en un mundo «cuyas claves quedan fuera de su alcance» (476), y en tal mundo hay que «pedirle al enigma de los hechos brutos nuevas claves orientadoras» (477). [253]

                Pero lo que hay sobre todo, lo que principalmente hay, es angustia, angustia y defraudación, un implacable sentimiento de abandono, porque la «intelectualidad» de que se aguarda la palabra, la salvación y el consuelo, la guía en el laberinto y la clave del jeroglífico, se derrumba... (478).

      El estado del mundo contemporáneo es un laberinto, igual que algunos de los motivos por los cuales el hombre orienta su vida, por ejemplo, el afán de poder. El prólogo de Los usurpadores describe la estructura del relato «El Hechizado»: «dispuesta para conducir por su laberinto hasta el vacío del poder» (479). El erudito que recorre el manuscrito del Indio González Lobo se refiere a las peripecias de éste como un laberinto:

                Sin duda, estamos ante un renovado alarde de minuciosidad; pero ¿no se advierte ahí una inflexión divertida, que, en escritor tan apático, parece efecto de la alegría de quien, por fin, inesperadamente, ha descubierto la salida del laberinto donde andaba perdido y se dispone a franquearla sin apuro? (480).

     Tadeo Requena, en Muertes de perro, también ha entrado en un laberinto, urdido por doña Concha: «La verdad es que no acierto a ver claro, ni consigo imaginarme cuál podrá ser la salida de este laberinto» (481).

     «La cabeza del cordero» contiene su laberinto en la enredada historia que relata la tía mora. El laberinto del odio que vemos en «El regreso» es tan vacío como el de «El Hechizado», ya que en los dos cuentos, los protagonistas salen de América para España, se meten en laberintos que conducen al vacío, y vuelven al punto de partida. Como el Indio González Lobo, el narrador de «El regreso» persigue una quimera: [254]

                Mi bajada a los infiernos prostibularios había clausurado aquella vaga existencia mía de casi un mes (¡un mes casi había vagado en persecución y fuga del «fantasma vano»!), la había desligado de mí, y me dejaba otra vez plantado en el punto mismo por donde ingresara en el temeroso laberinto (482).

     El laberinto relacionado con el dominio y el encierro es uno de los varios laberintos deleznables, de encadenadas sugerencias líricas, en la viñeta «Magia, II», donde el narrador dice: «...me acusaste de haberte encerrado, para castigo de tu soberbio laberinto, en un laberinto de arena: mi propio desierto» (483). Esta referencia hace que la mujer le cuente -a su manera- el relato de Borges sobre Los dos reyes y los dos laberintos. El segundo de éstos -el laberinto natural que es un desierto de arena- parece sugerir al narrador la idea de la vida encerrada en un laberinto urdido por el tiempo, simbolizado en la clepsidra que piensa regalar a la mujer -«un reloj de arena; un desierto (o el Tiempo) dans une bouteille» (484).

     Otro eje imaginístico en las obras de Ayala es el abismo, con sus variantes de sima, fondo, hoyo, tajo, infierno y caída. Se relaciona con la crisis en el ensayo «Razón del mundo»: los problemas se convierten en un «abismo vital que la lógica no supera» (485). En sus estudios literarios, Ayala emplea estas imágenes en torno a la muerte: Antonio Machado nos lleva como de la mano a inspeccionar el abismo (486). El abismo representa el infierno en varias obras imaginativas. José Orozco, en «El colega desconocido», siente su vida como abismo y desciende a «los infiernos literarios» (487), lo que trae a la memoria «los infiernos prostibularios» en «El regreso». [255]

     Las guerras y asesinatos sugieren imágenes de este tipo. El Proemio de La cabeza del cordero dice que a los españoles «nos ha tocado... sondar el fondo de lo humano y contemplar los abismos de lo inhumano» (488). «Estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo y caer al hoyo», dice uno de los narradores del volumen («La vida por la opinión»), y llamando a la guerra un infierno, cita las palabras de Dante: lasciate ogni speranza (489). En Muertes de perro, Pinedo observa que su país ha rodado hasta la sima, y Pancho Cortina, efectivamente, cae escalera abajo dando lugar a que Olóriz usurpe el poder. En el último capítulo, Pinedo decide «tirarse a fondo», y mata a Olóriz cuya «alma canalla se precipitó a los infiernos» (490). Loreto había notado que a Bocanegra sólo le interesaba el fondo del vaso («y otros»), y en la novela de ese título, José Lino se refiere a sí mismo como Orfeo al revés, por haber huido del peligro y de su esposa.

     Dos personajes simbólicamente suspendidos de los pies con la cabeza hacia abajo -Chino López en Muertes de perro y el Inquisidor en el relato del mismo nombre, quien se ve así en una pesadilla- concretan la expresión «metido de cabeza», ya que están entregados a unos valores trastocados. Ayala emplea la citada expresión con referencia a la tragedia española en su ensayo «España, a la fecha»: «Desapercibidos, nos encontramos -sin comerlo ni beberlo- metidos de cabeza en el vórtice de la política internacional» (491).

     Claro que nuestro autor emplea en sus ficciones muchas imágenes que no aparecen en sus obras discursivas, y sólo hemos señalado varias imágenes que se encuentran en los dos sectores de su producción para dar alguna idea de la inmensa riqueza estilística del gran prosista que es Francisco Ayala.

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