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Ribeyro en el Rosedal

Jorge Eduardo Benavides





De Ribeyro se dijo en su momento que era «el mejor escritor del siglo XIX que tenía en la actualidad el Perú». La frase, con su latiguillo de escarnio y de acerada chanza, no deja de ofrecernos una honda verdad y también un elogio para quienes leemos entre líneas. Y es que Julio Ramón Ribeyro -hasta su relativamente temprana muerte en 1994- fue un escritor cuyo exquisito manejo del idioma y de las fórmulas clásicas de la narración corta nos traen a la memoria ecos de la prosa más esmerada y ágil de aquel siglo. Lo que ocurre es que el tiempo de Ribeyro fue el tumultuoso tiempo del boom latinoamericano, constelado su horizonte de novelas totales, de complejas estructuras narrativas y de audacias no siempre logradas con la técnica y el registro, como el paso de los años va demostrando paulatinamente. Así, frente a los colosos del exceso y la ambición novelística que crecían aquí y allá, levantando su arquitectura soberbia y grandilocuente en ese nuevo emplazamiento narrativo que era la Hispanoamérica de los años sesenta, los cuentos del peruano se asemejan más bien al caserón sólido y añoso que resiste numantinamente el ataque urbanístico de los nuevos tiempos, desdeñoso de modas tan airadas como -a menudo- pasajeras.

Pero Ribeyro no sólo resistió aferrado a su estilo pulcro, inteligente y de una sobriedad inusual, sino que ha ido ganando raigambre, respeto y reconocimiento entre los aficionados y los cultores del relato breve. Allí se movía el narrador limeño con brillantez, ofreciendo pequeñas joyas narrativas, maquinarias de aparente simpleza pero que demostraban el oficio, la pasión y la cultivada vigilancia de quien atisba los cantos de sirena de la vida encaramado en una atalaya de perplejidad e ironía. Desde «Los gallinazos sin plumas» hasta sus últimas publicaciones, el cuentista limeño parece elaborar toda una declaración de intenciones respecto a la tradición realista y de estirpe clásica a la que sin duda alguna pertenece y a través de la cual va a diseccionar su tiempo, la confusión existencial del mundo urbano. Así, los personajes que encontramos en sus cuentos son sujetos de un profundo patrimonio stendhaliano, siempre a contrapelo de los demás, agónicos, vencidos, sofocados permanentemente por una realidad que los excluye y que no obstante conservan una dignidad que los redime y les otorga un inequívoco papel protagonista, siempre vigente y también siempre escorado hacia la melancolía y el abatimiento. «Al pie del acantilado», «Silvio en el Rosedal» o «Tristes querellas en la vieja quinta», por poner sólo unos ejemplos, son elaborados alegatos sobre la condición humana, sobre la lucha cotidiana de los seres humanos contra adversidades de orden terrenal que no obstante siempre parecen tener una raigambre metafísica, universal e inquietantemente reconocible por todo aquel que se asome a sus páginas.

Y es que, aunque Ribeyro cultivó la novela, el teatro y el ensayo, es en los cuentos -y en las reflexiones filosóficas de sus Prosas apátridas- donde mejor parece observarse el pulso vital y narrativo de un escritor para quien la literatura era más que un oficio, una forma de entender la vida. Escritor ensimismado, culto, perspicaz, ajeno al bullicio mediático, Ribeyro parece siempre alertarnos sobre la fragilidad de nuestras más arraigadas convicciones, y sus historias nunca nos dejan indiferentes o ajenos porque ellas son como las aguas de un estanque en las que podemos observar fugazmente lo más profundo de nosotros mismos.





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