Escena IX
|
|
Las mismas;
FEDERICO.
|
VIUDA DE CALVO.-
(viéndole entrar.)
¿No lo dije?
|
CLOTILDE.-
¡Hermanito...!
(Abrazándole.)
¡Gracias a Dios!
|
FEDERICO.-
¡Ingrata!
(Saluda a
LA SEÑORA DE CALVO.)
|
VIUDA DE CALVO.-
Desde que la niña supo que
usted vendría, la ansiedad y el contento no la han dejado vivir. Los
siete días de ausencia se le antojaban siglos, impaciente por ver a su
hermano y oír de él palabras de concordia y perdón.
|
CLOTILDE.-
(que besa las manos de
FEDERICO, llorando.) ¿No es verdad
que me perdonas, que olvidas, la pena que te di?
|
—302→
|
FEDERICO.-
No soy rencoroso. Te perdono el mal
que me hiciste, emancipándote de mí, y huyendo de mi lado sin
consultarme tu inclinación. Si me hubieras pedido consejo, yo te
habría quitado de la cabeza ese error deplorable.
|
CLOTILDE.-
¿Aún insistes en que es
error? Yo no te consulté, persuadida de que me habías de decir
nones. Era cuestión grave. Me sentía sola en el mundo, y
creí que estaba en mi derecho eligiendo por mí misma al que
había de ser mi marido.
|
FEDERICO.-
Creíste mal. Pero no he de
volver ya sobre lo que no tiene remedio. El error está cometido, y yo,
aunque te perdono, no vario de modo de pensar respecto al fondo de él.
Lo hecho, hecho está. Me someto a la realidad, pero dentro de la medida
que me marca mi criterio. Te perdono; te miraré siempre como hermana;
pero no me pidas más de lo que humanamente puedo darte.
|
CLOTILDE.-
(con tristeza.) Eso quiere decir
que transiges conmigo; pero no con el que va a ser mi esposo.
|
FEDERICO.-
Así es.
|
CLOTILDE.-
(a la
SEÑORA DE CALVO.) ¿Le parece
a usted...? ¡Qué crueldad, qué orgullo!
|
—303→
|
VIUDA DE CALVO.-
(festivamente.) Hija mía,
él es así; pero pierde cuidado, que se modificará.
|
CLOTILDE.-
¿Cuándo?
|
VIUDA DE CALVO.-
Cuando tenga mis años. Si tan
largo me lo fías... Sr. de Viera, es usted un chiquillo, y piensa y obra
como tal.
|
FEDERICO.-
¡Qué quiere usted,
señora! No podemos ser de otra manera que como somos. Perdóneme
la perogrullada.
|
VIUDA DE CALVO.-
No tema el caballero de los
imposibles que yo me ponga a sermonearle. No acostumbro predicar a quien no
quiere oír. Lo único que le diré, para que vaya abriendo
los ojos, es que Clotildita ha demostrado buen tino en la elección de
marido, porque Santana, sin ser un Gutibamba ni un Mucibarrena, es mozo de muy
buen natural y de gran talento para cultivar la ciencia del vivir. Hoy por hoy,
no tiene sobre qué caerse muerto; pero acuérdese usted de lo que
le dice esta vieja: llegará día en que el caballero de los
melindres, abandonado de todo el mundo, y sin tener donde guarecerse, llame a
la puerta de su hermana, pidiendo un asilo y un pedazo de pan. Y su
cuñado, que es un
—304→
alma de Dios, aunque no vista elegante,
se lo dará. Y usted tan... agradecido.
|
FEDERICO.-
No dudo de que posea usted el don de
la profecía, señora. Lo que ha dicho podrá suceder...
(Para sí.) Parece
propiamente una bruja esta buena señora.
|
VIUDA DE CALVO.-
Vamos, no se enfade porque le diga la
buena ventura. Sr. de Viera, leo en su pensamiento. En este instante
está usted diciendo para sí: «Parece una bruja esta buena
señora».
|
FEDERICO.-
¡Oh!, no, no he pensado tal
cosa. Usted habla como la experiencia, yo contesto como la terquedad y las
preocupaciones. ¿Qué culpa tengo de no convencerme? Están
mis ideas muy remachadas, y no hay quien me las arranque. No nos traslademos al
siglo que viene; estamos donde estamos, y en este momento, yo no quiero ni
oír hablar de la persona que me ha quitado el cariño de mi
hermana, tomándose una mujer que no merece ni se merecerá nunca,
aunque llegue a reunir los millones de Rostchild
10.
|
CLOTILDE.-
(enojada.) Pues sí que me
merece. Vale más que yo, mucho más.
|
—305→
|
FEDERICO.-
No disputemos sobre eso. Se puede
discutir todo, menos sobre las simpatías y antipatías personales.
Lo que pertenece al orden de los sentimientos, sea cariño, sea rencor,
es sagrado. Dejémoslo como está.
|
VIUDA DE CALVO.-
Es cierto. Los odios están
erizados de picos, y por mucho que las palabras froten sobre ellos no los
suavizarán. Las palabras son blandas, los odios son duros. Las asperezas
de la vida, ayudadas del tiempo, sí que liman bien. Déjale,
déjale. Si no quiere hacer las paces con tu futuro, que no las haga. Por
de pronto las ha hecho contigo, y esto ya es algo.
|
CLOTILDE.-
¿Serás tan ingrato, tan
duro, tan orgulloso, que no asistas a mi boda?
|
FEDERICO.-
No asistiré. No puede uno
desmentirse a sí mismo en tan breve tiempo. Sostengo que no es decoroso
para mí ni para él que yo asista.
|
VIUDA DE CALVO.-
(irónicamente.) Tiene
razón. En ley de caballería, no se olvidan de hecho las ofensas
tan pronto como se dice. Que no se vean. Vale más que no se vean... no
vaya a resultar que se coman.
|
—306→
|
CLOTILDE.-
(animosa.) Pues yo digo que se
han de ver. Que quieras que no, has de darle la mano.
|
FEDERICO.-
(para sí.) Me
despediré...
(Saludando a
LA VIUDA DE CALVO.) Señora
mía...
|
CLOTILDE.-
(cogiéndole de una mano.)
No, no te dejo ir. Un momentito... En seguida sale. Está en ese gabinete
con el señor de Orozco.
|
FEDERICO.-
¡Con Tomás!
|
CLOTILDE.-
¿A qué viene ese
espanto? Con Orozco, sí, con tu amigo, un señor muy bueno, que
nos protege, y no nos abandonará nunca.
|
FEDERICO.-
(desasosegado.) Adiós.
|
CLOTILDE.-
(tirándole del brazo.) Que
no te vas, digo.
|
VIUDA DE CALVO.-
Más vale que le dejes. Le
molesta sin duda ver a los que le dan una leccioncita de tolerancia.
|
FEDERICO.-
Es la verdad, y como me molesta me
voy.
|
Escena X
|
|
Los mismos;
OROZCO,
SANTANITA, que salen por la derecha.
|
OROZCO.-
¡Tanto bueno por
aquí!
|
FEDERICO.-
(cohibido.) Lo bueno estaba antes
de venir yo: lo bueno eres tú.
|
OROZCO.-
(queriendo hacerse el
insignificante.) El amigo Santana y yo tratábamos de un
asunto... menudencias, nada en suma. Me gusta verte aquí. Eso me prueba
que corren vientos conciliadores.
|
CLOTILDE.-
Paces, D. Tomás, paces
tenemos. Pero la fiera no está aún domesticada, y es preciso
pasarle la mano por el lomo un poquito más.
|
OROZCO.-
(festivamente.) Cese la ruin
discordia. Que esto sea como el
tableau con que acaban las comedias.
Reconciliación, tolerancia, y lo pasado pasado. Haya aquello de
¡hermano mío!, y
abrácense todos, y caiga el telón sobre un final de buenos
propósitos.
|
FEDERICO.-
(con escepticismo.) Pues si en
las comedias el telón volviera a levantarse, se vería que los
buenos propósitos eran conversación.
|
—308→
|
CLOTILDE.-
(aparte a
FEDERICO.) Da la mano a mi Luis. Mira, el
pobrecillo está asustado, y no se atreve a dirigirte la palabra.
Háblale tú.
|
FEDERICO.-
¿Que le hable yo?...
¡Tonta!
|
OROZCO.-
(observando a
FEDERICO y a
SANTANITA.) ¿Qué pasa?
¡Ah!, que no se doblan esos rígidos caracteres. Uno y otro se
encariñan con su agravio, y no quieren echarlo de sí.
¡Bonita cosa guardáis! Sois un par de majaderos. Sí,
defended vuestros rencores, como si fueran un hallazgo precioso, que alguien os
disputa.
|
VIUDA DE CALVO.-
Señor de Orozco, usted que es
tan cristiano, y posee, como nadie, el arte de mover los corazones, ponga en
paz a estos desdichados, pues de fijo, a usted le harán más caso
que a nosotras. Yo por vieja, con un pie en la sepultura, y esta por
niña, acabada de nacer, carecemos de autoridad.
|
OROZCO.-
(con fingido egoísmo.)
Señora mía, nunca me ha gustado ser redentor de nadie, ni quiero
meterme en libros de caballería. Además, conviene respetar las
disensiones de familia, que en algo se fundan, cuando existen. Cada uno tiene
bastante con sus propios afanes. ¿A qué afanarse por el mal
ajeno?
|
—309→
|
FEDERICO.-
(para sí.)
¡Hipócrita!
|
OROZCO.-
Fijaos bien en este principio: lo que
cada cual no haga por sí mismo no debe esperarlo de los demás.
Con que, jóvenes inflexibles y caballerescos, si no simpatizáis,
buen provecho os haga. No seré yo el que se desviva por zurciros las
voluntades. Si esperáis a que yo os reconcilie, medrados
estáis.
|
FEDERICO.-
(para sí.)
¡Farsante!
(Alto, a
LA VIUDA DE CALVO.) ¿Lo ve
usted?
|
VIUDA DE CALVO.-
De los dichos a las acciones hay a
veces mayor distancia que entre lo fingido y lo real.
|
CLOTILDE.-
Pues yo insisto en que des la mano a
Luis. ¿Te irás sin darme ese gusto?
|
FEDERICO.-
(secamente.) Todo lo que yo
podía hacer por ti, ya lo he hecho.
|
OROZCO.-
(burlándose.) Eso es:
carácter, firmeza, tesón. No se empeñe usted, Clotilde, en
abatir esa fortaleza inexpugnable. Que no le da la mano, que no se la da...
|
—310→
|
SANTANITA.-
(queriendo aparecer sereno.) Pero
es preciso hacer constar que yo no he deseado que me la dé. Conste
esto.
|
OROZCO.-
Sí, hombre, constará
todo lo que usted quiera. Tratándose de tonterías por una y otra
parte, hay aquí mucho que apuntar, para enseñanza de las
generaciones futuras.
|
SANTANITA.-
Y conste también que nada
absolutamente tenemos que agradecer Clotilde y yo a las personas que más
debieran mirar por ella, ya que no por mí...
|
OROZCO.-
Vamos, también eso
constará, si se empeñan en ello.
|
SANTANITA.-
Y que toda nuestra gratitud, toda
nuestra consideración, y nuestro cariño son para usted, que se ha
conducido con nosotros como un padre.
|
OROZCO.-
(riendo.) ¡Ave María
Purísima! ¡Que exageración, qué tontería,
qué final de comedia cursi!
|
SANTANITA.-
(con efusión.) Y nosotros
le reverenciaremos como hijos amantes y sumisos, porque nos ha dado medios de
vivir honradamente y de combatir la miseria.
—311→
La felicidad que
llevábamos, como en germen, en nosotros mismos, usted nos la hace
patente y efectiva.
|
OROZCO.-
(llevándose las manos a la
cabeza.) ¿Yo? Pues no me había enterado...
¡Qué manera de delirar!... No deis importancia a lo que no la
tiene.
|
FEDERICO.-
(para sí.)
¡Hipócrita! Ya te cayó que hacer. ¿No querías
ingratitud? Pues estos, con su gratitud impertinente, te dan taza y media.
|
OROZCO.-
(muy contrariado.) No, no
cantéis victoria, ni me atribuyáis vuestra felicidad. La plaza en
casa de Trujillo, al mismo Trujillo la debéis... casi, casi a disgusto
mío, que la había pedido para otro.
|
VIUDA DE CALVO.-
No le creáis, no le
creáis. Su modestia es tal que no parece de este mundo.
|
OROZCO.-
(ligeramente incómodo.)
Repito que no he sido yo... vamos. ¿Cómo lo diré?
(A
SANTANITA.) Lo que hemos hablado hace un
momento, no lo considere usted como efectivo. Vaya, que el niño se
entusiasma por adelantado. No es más que un proyecto, una
hipótesis, que tampoco me pertenece. Sólo soy intermediario, y lo
que vaya a poder de los hijos de Viera, no saldrá seguramente de mi
bolsillo.
|
—312→
|
VIUDA DE CALVO.-
No le creáis... que este las
gasta así.
(Con efusión.) Si os ha
prometido algo que aumente vuestro bienestar, creed que os lo dará, y no
le hagáis maldito caso si os dice que no es él quien da.
¡Otro más marrullero no existe bajo el sol, que alumbra tantas
maravillas de Dios! Le conozco y a mí no me trastea. Os pondrá
mala cara siempre que os encaje algún beneficio, y procurará
haceros creer que lo debéis a otro.
|
FEDERICO.-
(para sí.) Toma
ingratitud.
|
OROZCO.-
(a
LA VIUDA DE CALVO.) Señora, usted
me está faltando.
|
VIUDA DE CALVO.-
Sí, le falto a usted, me le
subo a las barbas, no le permito echárselas de hombre malo, y le arranco
la careta. Conmigo,
(enarbolando el palo) no le valen
a usted sus maquinaciones infernales.
|
CLOTILDE.-
(colgándose de un brazo de
OROZCO.) Es nuestro padre, nuestro
verdadero padre, y le debemos gratitud eterna, y un cariño sin fin.
|
OROZCO.-
(sacudiéndose.)
Niña, por Dios, esto ya parece burla.
|
—313→
|
SANTANITA.-
(intentando besar la mano
aOROZCO, el cual la retira.) Nuestro padre será,
aunque se enoje, y diga lo que dijere, como tal le tendremos.
|
OROZCO.-
(sofocado.) Basta, moscones,
basta. Os juro que sois los mayores tontos que he visto en mi vida.
|
VIUDA DE CALVO.-
Sí, adoradle, que bien se lo
merece. No toméis en serio sus farándulas. Es el santo más
pillo y más embustero que hay en la tierra.
|
OROZCO.-
Me voy... No puedo resistir esto.
|
VIUDA DE CALVO.-
Pues mal que le pese, le diremos que
es un santo, y se lo haremos confesar... Duro en él; besadle las manos,
(CLOTILDE y
SANTANITA hacen esfuerzos por besarle las manos;
pero él no se deja) y si se resiste, le amarraremos, y con este
palo...
(renqueando hacia él, con el
bastón levantado) le convenceré de que es un farsante...
y una mala persona... así... toma, toma.
(Le toca en los hombros suavemente con la
punta del palo.)
|
OROZCO.-
(cogiendo del brazo a
FEDERICO.) Vámonos de aquí.
Parece que están todos locos en esta casa... ¡Almas de
cántaro...!
|
VIUDA DE CALVO.-
(corre tras ellos,
tambaleándose.) Adiós, adiós.
|
Escena XI
|
|
Calle.
|
|
OROZCO,
FEDERICO.
|
OROZCO.-
¿Has visto qué gente
más fastidiosa?
|
FEDERICO.-
Fastidiosos por agradecidos.
|
OROZCO.-
Quita allá. No es para tanto.
Cuando las acciones comunes se consideran actos dignos de alabanza, es que el
nivel moral desciende hasta lo increíble. Y ahora que estamos solos,
hablaremos. Tenía yo ganas de que echásemos un
párrafo.
|
FEDERICO.-
(sombrío.) Y yo
también.
|
OROZCO.-
Por cierto que... y perdona que me
entrometa en tus asuntos... creo que debiste contemporizar con ese pobrecillo
Luis, tu futuro cuñado. Ya no puedes impedir el parentesco. La sociedad
sanciona los matrimonios desiguales en cuanto se convence de que no puede
impedirlos. ¿Por qué has de ser tú menos que la
colectividad?
|
FEDERICO.-
(con ardor.) ¿Otra vez el
mismo asunto? Soy un anticuado,
—315→
y no admito en la intimidad de mi
familia a personas de esa clase, de esos hábitos y de esos
procedimientos amorosos, los cuales acusan una extracción villana y
grosera. Y no tengo más que decir.
|
OROZCO.-
Bueno; no es preciso acalorarse.
Hártate de aborrecer... saborea las hieles del alma. Hay personas a
quienes gusta el dolor propio con tal de producir el ajeno. No te arriendo la
ganancia. Has hablado de extracción villana, tontería impropia de
ti.
|
FEDERICO.-
Pues que lo sea; mejor.
Tontería constitutiva, contra la cual no puedo nada, como nada podemos
contra nuestro temperamento.
|
OROZCO.-
No insisto en ello. Entiéndete
con tus errores. Te estás labrando tu infelicidad.
|
FEDERICO.-
¿Y qué?
|
OROZCO.-
No conceptúo la infelicidad
terrestre como un mal absoluto; pero debemos evitarla.
|
FEDERICO.-
(muy displicente.) Pues a
mí se me antoja no luchar contra ella. ¿Qué quieres?
Será porque me he convencido de que me ha de vencer.
|
—316→
|
OROZCO.-
Pesimista estás. La vida es un beneficio y no una
carga.
|
FEDERICO.-
Para mí no vale esa regla...
ni otras.
|
OROZCO.-
Porque no quieres hacerla valer...
Pero, en fin, no divaguemos, y vamos a lo concreto. ¿Adivinas el asunto
de que quiero hablarte?
|
FEDERICO.-
(para sí.) ¡Dios
mío, ahora es ella!
(Alto.) Sí, me lo
figuro.
|
OROZCO.-
Augusta se encargó de tantear
el terreno. Yo no quise hacerlo. Me asustaban esos relinchos que da tu falsa
dignidad salvaje, y recalco la figura, porque verdaderamente es como un caballo
sin desbravar... Adelante: mi mujer me ha dicho que no aceptas.
|
FEDERICO.-
Es cierto.
|
OROZCO.-
Dame una razón.
|
FEDERICO.-
(después de vacilar.)
Porque no puedo, porque es absolutamente imposible que acepte.
|
OROZCO.-
Pero eso no es razón... Dame
una, siquiera sea del tamaño de una lenteja.
|
—317→
|
FEDERICO.-
Las tengo del tamaño de
calabazas.
|
OROZCO.-
Pues vengan. Porque no comprendo yo
delicadezas extremadas hasta la sinrazón. Eso ya es ingratitud y orgullo
satánico.
|
FEDERICO.-
¡Orgullo satánico! Es
que yo sostengo que Lucifer no fue malo al rebelarse... era un ángel muy
delicado.
|
OROZCO.-
Pase como chascarrillo. Tratemos la
cuestión formalmente. ¿Qué agravio recibe tu decoro con
adoptar una manera de vivir que te libre de amarguras, y te asegure la paz
moral para toda la vida? Empieza por considerar que lo que se te ofrece no es
mío, es de tu padre.
|
FEDERICO.-
Imposible considerarlo así.
Las cosas son lo que son.
|
OROZCO.-
Bueno, pues sea de quien sea.
Explícame por qué te humillan los favores de un amigo.
|
FEDERICO.-
(turbado.) No es que me humille;
es que...
(Para sí.) Este hombre me
está asesinando.
|
OROZCO.-
¿Qué orgullo es
ese?¡Qué casta de dignidad
—318→
tan incomprensible!
¿Te rebaja el beneficio otorgado por un amigo, por un compañero
de la infancia, y no te envilecen otras cosas? ¿Cómo entiendes
tú el honor? Tus arbitrios angustiosos y degradantes de buscarte la vida
no te sonrojan, y te sonroja lo que te propongo.
|
FEDERICO.-
Es que mis arbitrios degradantes son
hábitos, y ya no puedo vivir sin ellos. Tomás, Tomás, me
duele mucho decírtelo; pero te lo diré. Soy vicioso. La idea de
una vida sosa y correcta, con el bienestar acompasado de un modesto rentista,
me horroriza. No quiero esa vida, no la quiero. El veneno se ha adaptado a mi
naturaleza, y no puedo existir sin él.
|
OROZCO.-
Palabrería ingeniosa.
Tú no sientes lo que dices. Me engañas, y yo, al menos, merezco
de ti la sinceridad. ¿Cómo pretendes hacerme creer a mí
que prefieres esa vida de sobresaltos a...?
|
FEDERICO.-
(interrumpiéndole.)
Créelo, sí. Me carga la tranquilidad. No sé cómo
explicártelo. Los conflictos diarios, las angustias, el no respirar, el
no vivir, la excitante lucha, me producen placer insano. ¿No lo
comprendes? Soy como el borracho incorregible, que se siente envenenado por el
alcohol, y lo apetece con todas las energías de su naturaleza.
—319→
Yo apetezco el mal, el picor terrible de las dificultades
pecuniarias, las emociones del azar, con sus desmayos hondos y sus
alegrías delirantes.
|
OROZCO.-
Nada de eso pertenece a la realidad.
O es desvarío de enfermo, o una manera hábil de argumentar. Otras
razones te mueven a despreciar lo que te ofrezco. Dímelas, y
quizás me sea fácil rebatirlas. Imposible que dejes de comprender
las ventajas de la vida decente y sosegada. ¿Sabes cuál es mi
aspiración y la de Augusta, que en esto, como en todo, está de
acuerdo conmigo? Pues que te entiendas con tus hermanos, y viváis
juntos. Por eso te escribió mi mujer suplicándote que visitaras a
Clotilde. Accediste, y pensamos que tu aquiescencia en este punto era
señal de ceder también en el otro. Te propusimos el vivir con tu
familia, calculando que de este modo os luciría más el
pequeño capital que debéis a las travesuras de Joaquín.
Porque a él, fíjate bien, a él en primer término
debéis agradecerlo más que a mí.
|
FEDERICO.-
¡No nombres a mi padre, por
Dios! ¿Qué tiene él que ver con esto?
|
OROZCO.-
Sí, porque él,
inconscientemente, nos ha
—320→
proporcionado los medios para esta
combinación feliz.
|
FEDERICO.-
(espontaneándose.) Tuya,
tuya y sólo tuya es esta idea, que tiene una cara divina y un reverso
diabólico. Todo lo hermoso de ella te pertenece; bien lo sé.
Conmigo no te valen tus farsas de modestia; conmigo no te sirve el desprenderte
de tu corona sublime. Te conozco y sé apreciarte en lo que vales.
Desgracia mía es no poder corresponder a tanta... no sé
cómo llamarlo. Tomás, despréciame, no hagas caso de
mí. Yo no merezco ni que me mires, siquiera.
|
OROZCO.-
No te escapes por ese registro de los
elogios, para aturdirme y apartar la cuestión de sus verdaderos
términos. Por reducirte y ablandarte, soy capaz hasta de transigir con
lo que más detesto, que es la vanidad, y llenarme de ella, y atribuirme
virtudes y méritos, con tal que accedas a nuestra pretensión.
¿Te conviene este trato? Dime que aceptas, y yo diré que soy tu
protector si así te acomoda. Por el contrario, ¿te molesta mi
protección?, ¿tu orgullo se subleva contra lo que crees
humillante? Pues me anularé. Nada habrá en mí que te
recuerde la situación de favorecido. Es más: si quieres mostrarte
ingrato conmigo, mejor, tanto mejor.
—321→
Si te da por mostrarte
olvidadizo, no creas que eso me incomoda: al contrario...
|
FEDERICO.-
(con viva emoción.)
Tomás, si te digo que te tengo por sobrenatural, no expreso todo lo que
siento. Cállate y déjame; no puedo oírte...
|
OROZCO.-
(deteniéndose en un
portal.) Piensa en lo que te he dicho. Yo me quedo aquí.
|
FEDERICO.-
(deseando escapar.) Pues
adiós... Sí; pensaré...
|
OROZCO.-
Adiós.
(Entra en una casa.
FEDERICO sigue.)
|
Escena XIII
|
|
Salones en casa de San Salomó.
|
|
FEDERICO, después
LA SOMBRA DE OROZCO.
|
FEDERICO.-
Aquí me refugio esta noche. No
sé a dónde ir. En esta casa no es probable que encuentre al
Santo, cuya sublimidad pesa sobre mí, como un peñasco que se me
ha puesto sobre los hombros. Casi nunca viene aquí... No sé
qué hay en mi cabeza esta noche; no puedo precisar bien lo que veo, ni
estoy seguro de reconocer a las personas que a mi lado pasan. ¿No es
aquel Monte Cármenes? Creo que sí; pero no lo juraría. Y
aquella ¿no es Victoria Trujillo? Tampoco puedo responder de que sea.
¿He saludado a alguien al entrar? No lo aseguro. Me parece que
sí, me parece que no. Daré una vuelta por los salones.
¡Cuánta gente!, nadie me mira. ¡Qué placer no ser
advertido! Me apartaré a un sitio solitario, y me distraeré
viendo caras de personas, a quienes no se les ha ocurrido protegerme...
¡Oh, maldito de mí!
(Con súbito terror.)
¿No es aquel Orozco? Y me ha visto. Desde lejos me descubre, y me clava
sus ojos que despiden lumbre. Viene hacia mí. Ya no me escapo. Que me
coge, que me coge.
|
—325→
|
|
LA SOMBRA DE OROZCO, con perfecta
apariencia humana y vestida de etiqueta, avanza hacia
FEDERICO, y le coge del brazo.
|
FEDERICO.-
Ya, ya te veo...
|
LA SOMBRA.-
Parece que huyes de mí.
|
FEDERICO.-
¿Yo?, no lo creas. Tanto gusto
en verte. Siempre mucho gusto en verte, muchísimo.
|
LA SOMBRA.-
Apártate aquí;
charlaremos.
(Le lleva a un gabinete
próximo.)
|
FEDERICO.-
(irónicamente.) Es lo que
deseo, charlar contigo, para que me aconsejes, para que me ilumines. Eres el
alma más grande que conozco.
|
LA SOMBRA.-
¿Has reflexionado en lo que te
dije?
|
FEDERICO.-
¡Ya lo creo! Desde que nos
vimos esta tarde no ha hecho tu amigo otra cosa que reflexionar. Como que con
tantas reflexiones, no he tenido tiempo de comer. No ha entrado en mi cuerpo
esta noche más que un puñado de sal, una taza de café, y
después dos copas de coñac, digo, tres.
|
—326→
|
LA SOMBRA.-
La sal aviva las ideas, y el
café las ennoblece.
|
FEDERICO.-
Pues sí, he reflexionado, y...
me confirmo en lo que hace poco te dije. No hay arreglo: déjame en la
indigencia y en la degradación. El bienestar me rebajaría a mis
propios ojos; necesito privaciones y padecimientos para regenerarme.
Además, temo mucho que la flor de la gratitud no quiera nacer en mi
huerto, y que al encontrarme favorecido, no pueda amar a mi favorecedor. Vale
más que busque en la penuria y en el sufrimiento los estímulos
que mi alma necesita para purificarse. Quiero ser pobre, Tomás, pobre.
Dirás tú: «¡qué gusto tan raro!» y yo
respondo que más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena.
Añadiré una idea que quizás te sorprenda. Aunque nos hemos
tratado desde la infancia, apenas me conoces, y bajo estas apariencias
insustanciales, escondo una austeridad
11de principios, que a mí mismo me asusta cuando
atentamente la considero. ¡No faltaría más si no que
pretendieras tú monopolizar la práctica de una moral
rígida!
|
LA SOMBRA.-
(con benevolencia.) ¿Yo?
¿Qué había yo de monopolizar nada, hombre?
Tranquilízate, y ten toda la rigidez de principios que gustes, sin temor
a mi competencia.
—327→
Eso me parece muy bien, pero muy bien.
(Dándole palmadas en el
hombro.) Pero, si me lo permites, he de rogarte me digas qué
principios, de esos tan severos que tú profesas, son los que te impiden
entenderte conmigo.
|
FEDERICO.-
(lleno de confusión.) Es
que con mis principios, y como complemento de ellos, se enlaza un desprecio
absoluto de los bienes materiales.
|
LA SOMBRA.-
(sonriendo.) Vocación de
penitente y de anacoreta.
|
FEDERICO.-
Tampoco es eso. Me parece que no
estás tú hoy tan lúcido como otras veces. Si
acertaré a explicarme. Profeso la teoría de que si somos siempre
y en todo caso autores de nuestro propio mal, también debemos ser
autores de nuestro bien, y debérnoslo todo a nosotros mismos.
|
LA SOMBRA.-
(con acento ligeramente
burlón.) ¿Piensas trabajar?
|
FEDERICO.-
¿Por qué no? ¿Me
crees incapacitado para el trabajo?
|
LA SOMBRA.-
No por cierto. Pero no acabo de
comprender tus principios. Seamos formales, y hablemos con absoluta
sinceridad.
|
—328→
|
FEDERICO.-
(palideciendo y temblando.) Eso
es... Sinceridad es lo que nos hace falta.
|
LA SOMBRA.-
Me vas a explicar un enigma que
observo en ti. ¿Cómo es que la aceptación de un favor
mío subleva tus austeros principios, y no los contraria tu trato infame
con persona de tan bajo nivel moral como
La Peri?
|
FEDERICO.-
(aterrado.) ¡Yo!
¿Qué dices? ¿De dónde has sacado eso? ¿Por
dónde lo sabes? Es absurdo y no tiene fundamento alguno.
|
LA SOMBRA.-
De esa pájara aceptas
tú auxilios que te envilecen a ti tanto como a ella, pues ya sabes que
Leonor, cuando estás ahogado y no halla modos hábiles de
socorrerte, se va del seguro y hace trampas en el juego... le sustrae a su
marqués billetes, escamoteándole la cartera que lleva en el
bolsillo... y por fin, imagina planes industriales asociada contigo,
establecimientos de infame comercio, timbas a estilo de Montecarlo...
|
FEDERICO.-
(dando diente con diente.) Eso no
es verdad. Lo dice, sí, lo dice, pero ten por cierto que no lo hace. Es
que da bromas, como tú, fingiendo codicia y maldad. Te propones
humillarme con esas historias, y no lo conseguirás, no lo
conseguirás. Que
La Peri y
—329→
yo nos auxiliemos
recíprocamente, nada tiene que ver con mis principios. Tú, como
la generalidad de las personas, no ves más que la moral de
relación. La absoluta, la moral fina, no la ves: eres muy miope.
(Con grandísima zozobra.)
Y otra cosa, Tomás: ¿Qué idea te has formado tú de
Leonor? La idea vulgar, la idea de los cortos de vista, que no ven más
que el bulto de las cosas.
La Peri es una señora... para
mí al menos... Y pongo mi cabeza a que no ha sido ella quien te ha
contado eso. Es en este punto la discreción personificada. ¿Acaso
lo has pensado, lo has discurrido tú, sin que te lo dijera nadie?
(LA SOMBRA contesta
afirmativamente con la cabeza.) No, no has formado idea exacta de mis
relaciones con Leonor... Sería preciso que yo te las explicase... y lo
haría si ahora mi cabeza no propendiese a embarullar las ideas. No lo
veo claro yo tampoco, no lo veo muy claro; pero te diré que Leonor es mi
amiga, la única persona en el mundo con quien tengo verdadera amistad, y
esa confianza, Tomás, esa flor humilde y casera, que no nace sino en el
terreno de la comunidad de sentimientos. Entre Leonor y yo hay un lazo moral,
que será, visto desde fuera, muy feo, pero que por dentro es de lo
más puro, créelo, de lo más puro que puede existir.
(Inquietísimo, observando
expresión de incredulidad y burla en el rostro de
LA SOMBRA.) ¿Pero no lo
entiendes?
|
—330→
|
LA SOMBRA.-
(festivamente.) Eso no lo
entiende nadie.
|
FEDERICO.-
¡Nadie! ¿Y si yo te
dijera que, existiendo entre los dos esa leal confianza, no tengo amores con
ella? Los amores van por otro lado ¡ay!, amores sin raíces, como
los que contraemos con las mujeres de vida ligera, para distraernos y
engañar las penas, amores de imaginación, que producen ratos
deliciosos; pero que dejan el corazón vacío y el alma sedienta.
Tampoco entiendes esto, ¿verdad?
|
LA SOMBRA.-
Eso sí.
|
FEDERICO.-
Te estoy contando lo que no debes
saber; pero la culpa es tuya. ¿Para qué excitas mi sinceridad?
Queda siempre en pie el misterio inexplicable para ti: ¿por que no
acepto tu donativo? Pues sencillamente porque no me da la gana. ¿Lo
quieres más claro?
(Acalorado y descompuesto.) Y si
te empeñas en que riñamos, reñiremos. Por mí no ha
de quedar. Prepárate, y elige la forma de reñir que más te
agrade y en que veas más probabilidad de vencerme. Porque tú
debes triunfar, y yo debo sucumbir.
|
LA SOMBRA.-
(flemáticamente.) No veo
por qué razón ha de haber en esto vencedores ni vencidos.
Tú eres dueño de tu
—331→
voluntad y de tu porvenir. No
me siento ofendido por tu afición a la pobreza, ni por tus
simpatías hacia
La Peri. Buen provecho te hagan.
|
FEDERICO.-
Lo que yo sé es que así
no puedo vivir.
|
LA SOMBRA.-
(con afecto.) Explícate
mejor; no tengas para mí secretos.
|
FEDERICO.-
(doloridamente.) No te canses,
Tomás. Yo no puedo declararme a ti. Pero lo que mi lengua no acierta a
decirte, cien lenguas del mundo te lo dirán. Francamente, no me importa
nada que me mates.
|
LA SOMBRA.-
¿Matarte? Si tu vida es un
suplicio, quitártela es hacerte un bien, y como tú no quieres
aceptar de mí favor alguno, te dejará vivo y pobre.
(Riendo.) ¿No es ese tu
gusto?
|
FEDERICO.-
(aturdido.) Sí, sí.
Y ahora... te hablaré con franqueza. ¡Cuánto te
agradecería que te marchases! Tu presencia me mortifica horriblemente, y
si no he huido de ti, es porque no puedo moverme. Yo no sé lo que
tengo.
|
LA SOMBRA.-
(levantándose.) No deseo
más que complacerte.
|
FEDERICO.-
¿No te gusta a ti la
ingratitud? Pues en mí
—332→
tienes lo que más puede
agradarte. ¿Estás contento de mí?
|
LA SOMBRA.-
No, porque la ingratitud que a
mí me entusiasma es la de los que reciben un beneficio mío, y
tú lo rechazas.
|
FEDERICO.-
Pues hazme el beneficio inmenso de no
ocuparte de mí. No me mires, no me hables.
|
LA SOMBRA.-
(sonriendo.) ¡Ingrato! Si
no deseo más que tu bien...
|
FEDERICO.-
(suplicante.) Por Cristo,
olvídate de mí.
|
LA SOMBRA.-
Yo te digo a ti que no me olvides.
(Con humorismo.) Soy algo pesado,
¿verdad? Vaya, descansa de mí un momento... Pero nos veremos otra
vez.
(Estrechándole la mano.)
Sabes cuanto se te estima...
(LA SOMBRA se aleja.
FEDERICO sale del salón.)
|
Escena XVI
|
|
Gabinete en casa de
FEDERICO. Es de noche.
|
|
FEDERICO,
BÁRBARA; después
LA SOMBRA DE OROZCO.
|
FEDERICO.-
(echado en el sofá, junto al
velador, en el cual hay una lámpara.) Gracias a Dios que me
encuentro solo. ¿Qué mejor refugio que mi propia casa?
Creí no poder
—340→
llegar a ella; de tal modo se me
trastornó la cabeza en aquella correría por las calles. El
cansancio me abruma; pero lo que es sueño, no siento maldito. Apetezco
el dormir como el mayor bien imaginable; pero la manera de lograrlo es lo que
no se me alcanza... Y sigue molestándome la sensacioncita en el
corazón, aquí... donde debe estar el vértice de esa
condenada máquina. Aguantaremos... La cabeza es la que anda peor.
¡Cuidado que la alucinación de esta noche...! ¡Figurarme que
vi a Orozco en el teatro, y que le hablé! ¡Si me parece que
oyéndole estoy aún! Ha sido un fenómeno subjetivo,
determinado por cierta idea diabólica que me escarba en la mente... la
idea de transigir, de dejarme querer... ¡Oh, tentación insana!
Degradarme, pero vivir... Porque... razón tiene Orozco,
¡qué bien estaría yo si...! ¡Idea maldita, que hace
vacilar mi dignidad, y trastorna mi conciencia! No, Tomás; no insistas,
no me tientes. Si me estimas como dices, no me envilezcas más de lo que
ya lo estoy.
|
BÁRBARA.-
(entrando de puntillas.)
¿Se le ofrece algo? Claudia no puede levantarse: está con un
dolor en la cadera. Me rogó que me quedase aquí esta noche, por
si el señorito volvía malo.
|
FEDERICO.-
Nada se me ofrece. Puedes
acostarte.
|
—341→
|
BÁRBARA.-
(para sí.) Esa cabeza no
anda bien. ¡Qué hombres estos! Comidos de vicios, no se hartan
nunca de gozar, y cuando no pueden tenerse, vienen a que una les cuide. Las de
fuera para la diversión y el jaleíto, las de casa para atenderles
cuando están malos...
(Contemplándole.) ¡Y
qué guapín, qué simpático! Como todos los
pillos.
|
FEDERICO.-
¿Qué haces ahí,
fantochona?
|
BÁRBARA.-
Ya me voy... Estaré con
cuidado por si usted llama.
(Detiénese en la puerta, y desde
ella le observa.) ¡Qué desmejorado y qué
alicaído!... Esas bribonas le consumen. Si las cogiera yo... Pero
él es el primer causante de su malestar. ¡Ay, qué hombres
estos! Son como las veletas. Hoy apuntan para aquí, mañana para
allá.
|
|
LA SOMBRA DE OROZCO aparece
sentada frente a
FEDERICO. Este la contempla un rato sin
pestañear. Después habla.
|
FEDERICO.-
Dispensa, Tomás, no te
había visto. Me adormecí un poco. ¡Cuánto te
agradezco que vengas a visitarme! ¡Si vieras qué malo estoy!
|
LA SOMBRA.-
No te acobardes. Mal de
imaginación, desasosiego del espíritu y nada más.
Tranquilízate,
—342→
hazte dueño de tu voluntad, y te
sentirás bien.
|
FEDERICO.-
Lo que anda peor es la cabeza, que a
veces se me trastorna de una manera... Figúrate que esta noche me
aluciné hasta el punto de verte y hablar contigo en un teatro... Tan
claras fueron las falsas percepciones de mis sentidos, que aún me cuesta
trabajo diferenciarlas de las percepciones reales... He pensado en lo que
hablamos en casa de San Salomó. No puede ser, Tomás, no puede
ser. Te lo agradezco infinito.
|
LA SOMBRA.-
¡Es lástima; porque
estarías tan bien...!
|
FEDERICO.-
(acometido de nerviosa risa.)
Como estar bien, ya lo creo. Si otra cosa he dicho... no hagas caso... charla,
sofistería. ¡Ay, no sabes cuánto apetezco la tranquilidad,
aunque mi vida resulte de las más modestas, trabajar algo, tener seguros
el hoy y el mañana, y luego una familia en cuyo seno encontrar el amor y
la paz!
|
LA SOMBRA.-
Todo eso y mucho más
podrás tener.
|
FEDERICO.-
¿Pero cómo pretendes
tú que lo acepte de ti, habiéndote burlado como te burlé,
habiendo pervertido a lo que más amas en el mundo, que es tu mujer?
|
—343→
|
LA SOMBRA.-
(con frialdad suma, sin
accionar.) Empequeñeces el asunto subordinando su
resolución a las fragilidades de una mujer. Elevémonos sobre las
ideas comunes y secundarias. Vivamos en las ideas primordiales y en los grandes
sentimientos de fraternidad; y cuando hayas acostumbrado tu espíritu a
esta luz superior, comprenderás que el amor material queda en la
categoría de instinto, y es enteramente libre.
|
FEDERICO.-
Por Dios que te explicas bien, y me
consuelas con tus explicaciones. Pero oye: ese disparate, también se me
había ocurrido a mí.
|
LA SOMBRA.-
Has dicho que me habías
ofendido quitándome
mi mujer. ¿Qué quiere decir
eso? Augusta no es mía. Considera que en esta esfera de las ideas puras
a donde nos hemos subido, los seres todos gozan de omnímoda libertad.
Nadie es de nadie. La propiedad es un concepto que se refiere a las cosas; pero
a nada más... Los términos
mío y
tuyo no rezan con las personas. Nadie
pertenece a nadie, y Augusta, como todo ser, dueña es de sí
misma.
(Con ligera inflexión
humorística en su acento.) Hemos convenido tú y yo en que
se quedaron allá abajo, en las capas donde el vulgo rastrea, todos esos
convencionalismos pueriles, y los aparatos legales que
—344→
arma la
sociedad por el gusto ridículo de dificultarse su propia vida.
|
FEDERICO.-
¡Ah, Tomás, toda esa
argumentación ya ha pasado por mi cerebro, que hierve! Tú me
estás engañando; tú me estás echando cloroformo en
la conciencia para luego arrancármela sin que yo lo note, y envilecerme.
No, no me dejo adormecer por ti. Estoy bien despabilado.
|
BÁRBARA.-
(observándole desde la
puerta.) Pobrecito. ¡Qué agitación la suya! Parece
que delira, y que sueña, pero con los ojos abiertos. Si se dejara
arrullar por mí, yo le tranquilizaría.
|
LA SOMBRA.-
(inclinándose hacia él en
ademán cariñoso.) No te engaño... Deseo tu bien, y
que reformes tu vida. Te daré asimismo una ocupación para que no
estés ocioso.
|
FEDERICO.-
(riendo desentonadamente.) Me
darás un estanco, y tendré por colega al marido de Claudia.
|
LA SOMBRA.-
(riendo también.) No es
eso. Badulaque, tú y yo podemos emprender un trabajo común, que
nos distraiga, y al mismo tiempo nos sostenga el espíritu a constante
altura sobre las miserias humanas.
|
—345→
|
FEDERICO.-
Nos haremos pastores,
marchándonos a una región distante y sosegada, donde impere la
verdad absoluta.
|
LA SOMBRA.-
Eso es.
|
FEDERICO.-
¿Y dónde se toma
billete para ese viaje? Porque yo estoy dispuesto a irme ahora mismo
contigo.
|
LA SOMBRA.-
(con acento revelador.) Para
trasladarse a esa región de paz y de justicia no se toma billete. Todos
los humanos tenemos bajo el corazón, aquí, en semejante parte...
(Se toca el pecho en la parte inferior
del costado izquierdo.)
|
FEDERICO.-
Sí... justamente donde yo
siento ese estímulo indefinible.
|
LA SOMBRA.-
Pues ahí tenemos un
lóbulo, una concreción... Tócate y verás. Es algo
semejante al botón de un timbre eléctrico. Nada, te lo aprietas
con un poco de coraje, y te trasladas en un abrir y cerrar de ojos.
|
FEDERICO.-
(riendo.) ¿Me traslado...
suavemente... sin que me pase nada en el camino?
|
—346→
|
LA SOMBRA.-
Sin sentirlo.
|
FEDERICO.-
¡Excelente idea! Porque
aquí los dos vivimos deshonrados, yo por haber seducido a la que el
mundo llama tu mujer, y tú por ser ley que se deshonre el que pierde a
su compañera, aunque ella sola sea responsable de la falta.
¡Caramba! Se ven cosas en este mundo que si uno las contara en el otro,
no las creerían.
|
LA SOMBRA.-
(con humorismo.) Es cierto;
tú y yo hemos perdido lo que aquí se llama el honor, una especie
de cédula o cartilla, sin la cual no se puede vivir en estos barrios,
que alumbran el sol y la luna. Tontería insigne es la tal cédula;
pero como la piden a cada paso que das, ello es que, no teniéndola, no
podemos vivir. Debemos, pues, largarnos pronto.
(Se levanta.)
|
FEDERICO.-
Yo estoy listo. Ve tú por
delante.
(Oprimiéndose el costado
izquierdo.) Tomás, Tomás, yo aprieto, yo oprimo el
condenado botón, y no siento que me traslade a ninguna parte. Sigo
aquí... Espera.
|
LA SOMBRA.-
(dando vueltas por la
habitación.) No te apures. Lo mismo da hoy que mañana.
Aprieta más fuerte; todo lo fuerte que puedas.
|
—347→
|
FEDERICO.-
¿Te has ido tú? No te
veo.
|
LA SOMBRA.-
(desde lejos.) Estoy aún
aquí.
|
FEDERICO.-
(removiéndose inquieto en el
sofá.) Tomás, cualquiera diría que deliramos
tú y yo... Sea lo que quiera, conste que yo no acepto ni puedo aceptar
tu donativo. Mi dignidad lo rechaza.
|
LA SOMBRA.-
(volviendo hacia él,
rápidamente.) Imbécil, ya no evitas eso que los puritanos
llamamos deshonra, pues todos nuestros amigos dicen que Augusta te paga las
trampas y te da para tus gastos. Ya no te libras de esa opinión, ni
adelantas nada con delicadezas de última hora. Tu ignominia no crece ni
mengua porque aceptes o dejes de aceptar.
|
FEDERICO.-
(llevándose las manos a la
cabeza.) No me lo digas, que me vuelves loco de pena.
|
LA SOMBRA.-
(remedando su movimiento.)
¡Pobre hombre! Vives de ideas circunstanciales y de artificios
jurídicos.
|
FEDERICO.-
Siento una ansiedad que me anonada.
Yo quiero morirme. Espérate. ¡Pero si por más que oprimo el
botón, y me introduzco los dedos hasta
—348→
el alma no puedo
dar el salto! Aguárdate; no me dejes en esta soledad.
|
LA SOMBRA.-
(con naturalidad.) Pero
qué, ¿crees tú que yo no tengo nada que hacer? Mi mujer me
aguarda.
|
FEDERICO.-
(burlándose.) ¡Tu
mujer! Pero si tú apenas haces ya vida marital con ella. Lo sé,
tonto, lo sé... Tu perfección moral te ha elevado sobre las
miserias del mundo fisiológico. ¡Mérito grande! Pero
Augusta no entiende de esas perfecciones: me lo ha dicho. Es humana, y no le
hace maldita gracia parecerse a los serafines.
|
LA SOMBRA.-
¡Simple, confundes a Augusta
con
La Peri!
|
FEDERICO.-
Yo no tengo líos con
La Peri, fuera del trato de amistad y de
las relaciones económicas. Leonor para mí rivaliza en pureza con
los arcángeles.
|
LA SOMBRA.-
(gravemente.) Cuestión de
apreciación. Todas son ángeles cuando no están en contacto
con nosotros, que las humanizamos y las corrompemos... Y no me detengas
más. Abur.
|
FEDERICO.-
No te vayas. Tu
compañía, que antes me era tan desagradable ahora me gusta.
|
—349→
|
LA SOMBRA.-
No puedo entretenerme. ¿No ves
que viene el día? Me voy con la noche.
(Desaparece.)
|
FEDERICO.-
(fijándose en la claridad que
entra por el balcón.) Pues es verdad. ¡Amanece, y yo sin
acostarme! ¡Oh, qué luz tan viva! ¡Si yo dormir pudiera...!
Tomás, Tomás, ¿tú no duermes?
(Cierra los ojos, apretando los
párpados.)
|
BÁRBARA.-
(arropándole.)
¡Pobrecito! Le atormenta su propio pensar. ¡Cómo
castañetea los dientes!... ¡Ay, bueno le han puesto esas bribonas!
Todo por la manía de que hay clases, pues si se persuadiera de que se
acabaron las tales clases y de que todas somos lo mismo, se arreglaría
de otra manera, y la felicidad reinaría en su casa. Señorito,
¿quiere una taza de té?... Nada, no responde. Inmóvil y
frío. Le daré friegas...
(Se las da.)
¡Señorito!
|
FEDERICO.-
¡Ay!, me lastimas. ¿Se
fue Tomás?... No le vi salir.
(Abriendo los ojos y mirándola
estupefacto.) ¡Ah! Bárbara. Eres un ángel... digo,
precisamente un ángel, lo que se llama un ángel, no; pero...
|
BÁRBARA.-
(para sí.)
¡Qué simpático, qué mono!
|
—350→
|
FEDERICO.-
Pero sí una hembra mestiza;
hermosa y espiritual mula, nacida de la yegua humana y del asno divino. Dime,
¿quién me salvará a mí? ¿Dónde
encontraré yo la compañera de mi vida, la que reúna en un
solo sentimiento el amor y la confianza, la ilusión y la amistad?
|
BÁRBARA.-
Pues eso... en cualquiera de las que
pertenecen al bello sexo, lo podría encontrar. ¡Somos tantas...!
Pero olvide sus preocupaciones, y tire el orgullo por la ventana.
¿Quiere que le acueste?
|
FEDERICO.-
Sí... sálvame
tú... líbrame de esta opresión. Quiero decir que me
desabroches el chaleco y me quites las botas.
|
|
BÁRBARA le sirve de ayuda
de cámara.
|
Escena II
|
|
FEDERICO.
AUGUSTA.
|
AUGUSTA.-
Perdis mío del alma...
¡Qué carita tienes tan, tan... no sé cómo!
¿Has dormido mal anoche? ¿Por qué no fuiste a comer a
casa? ¡Qué sola estuve, y qué triste! Pero ya tocan a
olvidar penas pasadas. ¡Qué consuelo verte!... ¡Ah!,
¿sabes?... No sé por dónde empezar... Tantas cosas tengo
que decirte, que las palabras se me
—354→
enredan en la lengua. Lo
primero: sabrás que Tomás fue a las Charcas.
|
FEDERICO.-
¿Solo?
|
AUGUSTA.-
Con Malibrán.
|
FEDERICO.-
¡Y tú tan tranquila!
|
AUGUSTA.-
¡Oh!, no, no estoy tranquila ni
mucho menos. ¿Crees tú que...? ¡Ay! Por tu vida, no me
asustes. Esta noche quiero ser feliz, o hacerme la ilusión de que lo
soy. La dicha pasa tan pronto, que debemos andar muy listos, y cogerla y
gozarla antes de que vengan las complicaciones. Y aún espero yo que las
venceremos. ¿No lo crees tú así? Dime que las venceremos;
confórtame, anímame.
|
FEDERICO.-
(sombrío.) Ten por seguro
que nuestro secreto no puede defenderse ya.
|
AUGUSTA.-
¡Ay, qué pesimista! Yo
rabiando por hacer aquí un paréntesis, un refugio, un mundo
aparte, y tú empeñado en traer a este rinconcito los afanes de
allá. Aislémonos; cortemos la comunicación con el mundo,
querido.
|
FEDERICO.-
No es posible cortar la
comunicación, cuando nos amenazan graves sucesos.
|
—355→
|
AUGUSTA.-
¡Ay, qué miedo! Bueno,
hijo mío, si quieres que llore, lloraré; ¡yo que
venía dispuesta a reírme y hacerte reír! Y no creas,
traigo muy pensados mis argumentos. Hoy me propongo convencerte, y para ello no
habrá monería que yo no emplee.
|
FEDERICO.-
(tedioso.) Convencerme...
¿de qué?
|
AUGUSTA.-
De que debes someterte a mi voluntad,
grandísimo pillo.
(Acariciándole.)
¿Qué tienes tú que hacer más que vivir
exclusivamente para mí? Yo soy para ti el mundo entero, y agradarme y
tenerme contenta es tu único fin. Si me dices que no, te arranco todo el
pelo, y te dejo más calvo que la ocasión... pintada.
|
FEDERICO.-
(abatido.) Palabras muy bonitas,
pero inoportunas. Tú no te has hecho cargo del peligro que nos acecha.
Mi opinión es que tu marido sabe ya esto. El viaje a las Charcas es
capcioso, una ausencia figurada para sorprendernos aquí.
|
AUGUSTA.-
(ocultando la cara en el pecho de su
amigo.) ¡Oh, qué espanto! De sólo pensarlo,
paréceme que pierdo el sentido...
(Rehaciéndose.) Pero no
puede ser. No me metas miedo. ¡Cuánto me haces sufrir! No nos
sorprenderá.
|
—356→
|
FEDERICO.-
Por mí no me importa. Estoy
dispuesto a todo. A quien quiera que entre por esa puerta, le suelto seis
tiros.
|
AUGUSTA.-
(temblando.) ¡Ay,
qué horror! Por la Virgen Santísima, no hables de tiros, ni de
que aquí va a entrar alma viviente. Tú estás alucinado,
nervioso. Sueñas con peligros que no existen, y ves fantasmas en tus
propios dedos. ¿Qué te pasa?
|
FEDERICO.-
(levantándose como con necesidad
de expansión.) ¡Ay, Augusta! Yo no puedo vivir así;
yo tengo sobre mi alma un peso insoportable. Déjame explayarme contigo,
y no te asustes si digo algún despropósito... algo que no ha de
serte grato. Se ha complicado esto de tal modo, que es preciso echar una
víctima al monstruo, al problema, y la víctima, o mucho me
engaño, o seré yo.
|
AUGUSTA.-
¡Por Dios, querido mío,
no hables de víctimas! Es hasta de mal gusto... En todo caso, la
víctima sería yo, como la más culpable: tú eres
hombre, eres libre. Yo soy mujer casada, y falto a mis deberes.
|
FEDERICO.-
Tú no. Por alborotada que
esté tu conciencia, no hay en ella las luchas que agitan la mía.
—357→
Yo no puedo acabar en bien. Lo menos malo que me podrá
pasar es que perezca. Por desgracia mía, quizás la víctima
que presiento será Tomás.
(Con desvarío.) Porque,
tenlo por cierto, si me insulta, creo que le mato. El derecho suyo a
injuriarme, y la justicia con que lo haría, si lo hiciera, me son
insoportables.
|
AUGUSTA.-
(horrorizada.) ¡No hables
así, por Cristo! Me pones enferma. ¿Pero qué ideas traes
hoy, querido mío?
|
FEDERICO.-
Tú, contéstame a lo que
te pregunto: Si yo matara a tu marido, bien en duelo, bien en defensa propia,
¿qué harías?
|
AUGUSTA.-
(cubriéndose el rostro con las
manos.) Cállate, que me vuelves loca. ¿Y si él te
matase a ti? Esa es otra. ¡Jesús de mi vida! No quiero pensarlo.
¡Pesadilla horrenda!
|
FEDERICO.-
¿Y si te matara a ti?
Según la justicia vulgar, eso sería lo más derecho.
|
AUGUSTA.-
(con aflicción.) ¿A
mí? ¿Por qué? ¿Porque te quiero? ¡Oh!, no...
no es motivo suficiente. La idea de morir me horroriza. El sentimiento
místico no cabe en mí. Quiero vivir ¡ay!, y gozar de la
vida que Dios me dio. Me son antipáticas las ideas trágicas y las
emociones lúgubres: las proscribo de
—358→
mi cerebro y de mi
corazón, como algo que no es de buen tono. Cállate, si quieres
que yo no me arrepienta de haber venido a pasar este rato contigo.
|
FEDERICO.-
(caviloso, con idea fija.) Pues
de los tres, tenlo por seguro, alguno ha de caer.
|
AUGUSTA.-
Por Dios, basta ya de cosas
lúgubres. Yo quiero vivir y que vivan todos: que viva él, tan
bueno, tan humano; que vivas tú, perdulario mío, porque te quiero
y me haces falta. Tu existencia me es tan necesaria como la mía propia.
Que viva yo; también soy de Dios, y aunque mala, no me resigno a
morirme... ¡Ay, la vida me gusta!
|
FEDERICO.-
(con gran desaliento.)
También a mí me gustaba cuando te enamoré y me
correspondiste. Pero ya me pesa, me hastía... ¿No lo comprendes?
¿Te parece un vislumbre de romanticismo trasnochado? Esto de que el
vivir le cargue a uno se ha hecho algo cursi; mas no deja de ser verdad en
ciertos casos. Figúrate tú: cuando las dificultades de la vida se
complican de modo que no ves solución por ninguna parte; cuando, por
más que te devanes los sesos, no encuentras sino negaciones; cuando nada
se afirma en tu alma; cuando las ideas que has venerado siempre se vuelven
—359→
contra ti, la existencia es un cerco que te oprime y te
ahoga.
|
AUGUSTA.-
Alma mía, estás
trastornado de tanto cavilar en pamplinas. ¿Has pasado malas noches?
¿Estás enfermo? Cuéntame. Descansa en mí. Reposa tu
cabecita sobre mi hombro, y échame para acá, una por una, esas
terribles penas. Verás cómo resulta que todas ellas son unas
grandes necedades. ¿Tienes o no confianza con tu dama?
|
FEDERICO.-
(para sí.) Si le digo que
no, me comprenderá menos. Más vale callar.
(Recuesta la cabeza sobre el hombro de su
amada, y cierra los ojos.)
|
AUGUSTA.-
Serénate. Yo te
refrescaré las ideas, que están irritadas y ardientes, de tantas
vueltas como les has dado en el cerebro. No hay cosa peor que no tener un amigo
a quien contarle todo lo que nos pasa. Tú te empeñas en ser
reservadito con tu dama, y ahí tienes, ahí tienes el resultado.
(Pausa.) ¿Por qué
callas? ¿Misterios tenemos, y conmigo? No salgas ahora con la evasiva de
que estás así por el asunto de tu hermana. No es para tanto.
|
FEDERICO.-
Mucha parte tiene en mi
abatimiento.
|
—360→
|
AUGUSTA.-
¡Oh, no!, hay algo más.
Un pajarito que a mí me lo cuenta todo, me lo ha dicho así.
|
FEDERICO.-
Mis cosas no están al alcance
de los pajaritos cuenteros.
|
AUGUSTA.-
Yo te digo que sí lo
están. Además, yo no necesito que las aves me traigan secretos al
oído, para saber los tuyos. La ciencia sola del amor me da suficiente
penetración para comprender que tus afanes de estos días, y tu
tristeza de reo en capilla, obedecen a...
(Con arranque.) ¿Pero a
qué vienen esas delicadezas y esos tapujos, tratándose de
mí, que soy tu amiga del alma...
|
FEDERICO.-
(para sí.) Mi amiga no, mi
amiga no.
|
AUGUSTA.-
...y estoy en la obligación de
compartir tus penas? Sean comunes nuestros bienes y nuestros males, como es
común la responsabilidad. Juntos vamos por el camino de la vida, y
resulta monstruoso que mientras yo no carezco de nada, vivas tú como
vives. No, no lo eches a broma: tú estás mal, muy mal, y sin duda
has llegado a una situación insostenible, ahogadísima, de
naufragio irremediable...
(FEDERICO deniega
enérgicamente con la cabeza.) Por Dios, no
—361→
me
atormentes; no me prives del mayor placer de mi vida, goce del alma tan puro,
que no cabe mayor pureza; no me quites esta ilusión, que me compensa de
los malos ratos que paso por ti, la ilusión de favorecerte... Y no
diré
favorecerte, porque te molesta la palabra.
Si la idea de protección te humilla, diré... lo que quieras. Yo
pongo los hechos: pon tú las palabras. Considera que no te doy nada,
sino que tomas lo tuyo, porque lo mío es tuyo... Di una cosa: si
tú fueras rico y yo pobre, ¿no me darías todo lo que yo
necesitase?
|
FEDERICO.-
Es diferente. Yo quisiera, vida
mía, que no hablaras de estas cosas. No sé cómo
responderte sin lastimarte. Tu bondad me confunde. Si te contesto que nada
necesito, que mi situación es buena, creerás que miento, y que
sobrepongo mi orgullo a mi necesidad, por no rebajarme... ¿crees
eso?
|
AUGUSTA.-
(impaciente.) Palabrería,
chico, palabrería. Estamos haciendo frases estúpidamente, cuando
lo que importa es hablar con claridad. Por mucho que disimules conmigo tu mala
situación, no te vale. ¡Ni que fuéramos criaturas...! Ea,
confianza, pues sin confianza no hay amor. Fuera caretas, perdis mío.
Oye la palabra de Dios que sale de mis labios.
(Con secreteo cariñoso.)
¡Tengo
—362→
una hucha... más rica!... En previsión
de tus ahogos, que también son míos, vengo llenándola
tiempo ha... Si quieres que no riñamos, di a todo que sí, y
déjate guiar, muñeco.
|
FEDERICO.-
(sonriendo con tristeza.) Cuando
me ahogue, te avisaré. Sigue engordando la hucha. Por ahora, floto
perfectamente.
|
AUGUSTA.-
¡Qué has de flotar,
mico, qué has de flotar si llevas al pescuezo una piedra muy gorda!...
(Echándole los brazos al
cuello.) ¿Ves?, aquí tienes la piedra: ahógate,
ahoguémonos juntos, y despertaremos, como dicen los amantes suicidas, en
un mundo mejor... Eh, ¿qué suspiro tan grande es ese?
¿Qué tienes tú dentro de ese pecho que no quiere
salir?
|
FEDERICO.-
(sin aliento, oprimiéndose el
costado.) Nada, es cosa puramente física, un dolor aquí.
No, no es dolor, una opresión; tampoco es opresión; un
estímulo, no sé qué...
|
AUGUSTA.-
Pobretín.
¿Dónde? ¿Aquí?
(Le frota suavemente el costado
izquierdo.) ¿Se pasó ya...?
|
FEDERICO.-
No se pasa, no. Sensación
más rara no creo que exista. Me gustaría poder meterme los dedos
por aquí, hasta tocarme el corazón.
|
—363→
|
AUGUSTA.-
¡Mimoso, aprensivo...! Pero
estamos hechos aquí un par de tontos, olvidando la cenita que he mandado
preparar. Tengo hambre. ¿Y tú?
|
FEDERICO.-
¿Yo? Pues mira que sí.
Mi desgana se ha convertido súbitamente en un apetito brutal.
|
AUGUSTA.-
(riendo.) ¡Vaya con tus
enfermedades...! ¡Bobalicón, cuánto te quiero, qué
loca estoy por ti! Ea, cenemos, y después se hablará otra vez de
lo mismo.
(Pasan al gabinete y se sientan a la
mesa. Les sirve
FELIPA.)
|
FEDERICO.-
¿Sabes que me siento ahora muy
bien? Se me despeja la cabeza. ¡Ay, hija mía, no te he contado...!
¡Terribles horas las de anoche! No puedes figurártelo. Tuve
alucinaciones; vi a tu marido, como te estoy viendo ahora a ti...
¡Fenómeno extraño y por demás espantoso! Pues
todavía tengo mis dudas de si fue realidad o ficción de mi mente
lo que vieron mis ojos, y escucharon mis oídos...
|
AUGUSTA.-
Eso no es más que debilidad.
¡Pobrecito mío, si ni siquiera tienes quien te cuide! Paso muy
malos ratos pensando en lo mal que te tratan esas criaduchas. ¿Por
qué no fuiste a comer con nosotros anoche...?
|
—364→
|
FEDERICO.-
Porque...
(Confuso.) porque tuve compromiso
de comer en otra parte.
|
AUGUSTA.-
¡Qué bien estamos
aquí! ¡Qué soledad tan deliciosa, qué mundo este,
aparte y pequeñito, pero grande por el sentimiento!
|
FEDERICO.-
(distraído.) Hermoso es
esto, sí.
|
AUGUSTA.-
Y ese corazoncito,
¿cómo anda?
|
FEDERICO.-
Calmado. ¡Qué bien me
siento ahora! El amor evapora las penas, aunque de una manera fugaz.
|
AUGUSTA.-
(con calor.) Fugaz no, mil veces
no.
|
FEDERICO.-
(bebiendo fuerte.) Embriaguez
pasajera de los sentidos; pero aun así, buena es, ayuda a vivir...
|
AUGUSTA.-
¿Qué es eso de
embriaguez pasajera, chiquillo tonto?
|
FEDERICO.-
Ni sé lo que digo.
|
AUGUSTA.-
¿Me tomas a mí por una
de esas, a quienes se adora durante media noche?
|
—365→
|
FEDERICO.-
(para sí.) Si le dijera
que sí, concluiríamos mal.
(Alto.) No, vida mía;
quiero decir que esta excitación, si durara, sería penosa.
|
AUGUSTA.-
Déjala que dure. ¡Ay,
quieres acortar los pocos instantes deliciosos de la vida! Olvidemos lo de
fuera, y revolvámonos libres y gozosos dentro del mundo que encierran
estas cuatro paredes. El otro universo se queda allá, navegando en el
piélago inmenso de su insipidez.
|
FEDERICO.-
(ligeramente excitado.)
Quédese allá, y divirtámonos nosotros en este, mientras
nos dure. Aceptemos el engaño, y alarguémoslo todo lo
posible.
|
AUGUSTA.-
Perdis, loco, botarate, ¿me
quieres mucho? Dime que no amas ni puedes amar a nadie más a que
mí. Siéntome ahora penetrada de un egoísmo brutal, y
quiero alimentarlo, oyéndote repetir que me adoras a mí sola, a
mí sola, sin desviación alguna chica ni grande en tus
afectos.
|
FEDERICO.-
(maquinalmente.) A ti sola, a ti
sola.
(Beben
champagne.)
|
AUGUSTA.-
(chocando las copas.)
Pertenézcame todo lo que te constituye; la persona visible y el
espíritu, que no se palpa
—366→
y se siente; las miradas y el
alma; el carácter y la figura; las cualidades y los defectos, que adoro
por igual; y hasta la ropa, hasta la ropa, todo ha de ser para mí.
Quisiera vivir contigo en un rincón del mundo, y cuidarte, y coserte un
botón si se te caía, y arreglarte la ropita... y aunque
fuéramos pobres, no me importaría nada. Esto de ser rica, y hacer
un día y otro las mismas cosas, aburre... Pero no; vale más que
tengamos dinero tú y yo, y que nos demos la gran vida.
(Con exaltación.)
¿De veras que me quieres a mí sola, y que no tienes mirada ni
pensamiento para ninguna otra mujer? ¿Verdad que esa
Peri no es querida tuya, ni le haces
maldito caso?... Tu amiga, tu
Peri soy yo y nadie más que yo.
|
FEDERICO.-
(delirante.) Eres mi
Peri, y mi no sé qué, y yo
soy tu perdis y tu chulo, y tu qué sé yo qué... Cuando me
prendan por estafador, ¿irás tú a llevarme la comida a la
cárcel, chavala mía?
|
AUGUSTA.-
Sí; me pongo mi mantón,
y allá me voy. Luego, cuando te suelten, nos iremos del bracete por esas
calles, y entraremos en las tabernas, siempre juntitos, a beber unas copas...
¡Ay, qué feliz soy esta noche!
|
FEDERICO.-
Y yo más que tú. Esta
embriaguez nerviosa
—367→
renueva y entona la vida. Aceptémosla
con júbilo: vivamos.
|
|
Pausa muy larga.
|
AUGUSTA.-
¿Duermes, vida?
|
FEDERICO.-
No; despierto estoy.
|
AUGUSTA.-
¿Te sientes mal?
|
FEDERICO.-
(inquieto.) Siento aquello... lo
indefinible de que te hablé antes.
(Se levanta y pasea por la
habitación.) ¡Triste de mí, con qué furia me
acometen mis ideas, estos centinelas incansables que me vigilan, que me cercan
de día y de noche! Pasó la efervescencia nerviosa, se
apagó la ilusión de momento, y ya estamos otra vez en el suplicio
de la rueda obscura.
|
AUGUSTA.-
¿Qué hablas
ahí?
|
FEDERICO.-
No digo nada.
|
AUGUSTA.-
Cuéntame lo que piensas.
|
FEDERICO.-
(secamente.) No es bueno para ti
que intervengas en mis asuntos. Contra mi voluntad, por efecto de no sé
qué fatales emergencias de la vida, una muralla
—368→
se levanta
entre tu persona y la mía. El amor la destruye a veces... no es que la
derribe; es que la transparenta. El amor cree haberla destruido porque se ve...
nos vemos las caras de una parte a otra; pero no podemos juntarnos: la muralla
es dura como el diamante.
|
AUGUSTA.-
(recelosa.) ¿Qué
chifladuras estás rumiando ahí? Chico mío, hemos convenido
en que no tienes ya por qué darle a las cavilaciones.
(Echándolo a broma.)
Estás como quieres, tonto, gandul. Recuerda que eres mi chulo, y que te
llevo la comida a la cárcel.
|
FEDERICO.-
(nervioso y afectado.) Esa broma
es de muy mal gusto.
|
AUGUSTA.-
No te lo parecía antes...
(Con seriedad.) En
resolución, no te permito poner esa cara de deudor insolvente. Ya no
tienes quien te ahogue. La confianza ha establecido la mancomunidad de nuestros
bienes. Con lo que he guardado para ti, cátate resuelto el problema del
momento, ¿sabes? Y luego, tu desconcertada administración se
regularizará con aquel ingenioso arbitrio que discurrió
Tomás, después de la entrevista con tu padre.
|
FEDERICO.-
Fácilmente, con tu jarabe de
pico, arreglas
—369→
tú todas las cosas, aun aquellas que no
tienen arreglo.
|
AUGUSTA.-
(enérgicamente.) No; no
puedo creer que persistas en la simpleza de rechazar eso. Si lo haces, es que
no me quieres, ni estimas en nada mi felicidad. No me cabe en la cabeza tal
obstinación, ni esa clase de orgullo tan tonto y tan... finchado.
|
FEDERICO.-
¡Ay, querida mía!...
(Con aflicción.) Mucho
siento tener que decírtelo: tu sentido de la dignidad es muy incompleto;
tus ideas morales no se ajustan a la razón.
|
AUGUSTA.-
¿Qué significa eso?
¡Ah, las ideítas morales! Nos las encontramos en el camino al
volver de la excursión del amor; a la ida, hijo de mi alma, las ideas
esas andarán por allí, pero no las vemos. Eres un ingrato, pues
aun considerando que no es bueno lo que te propongo, debes aceptarlo y comulgar
conmigo en esta maldad... Dilo de una vez.
(Alborotándose.)
¿Es que no me quieres; y tomas eso por pretexto para separarte de
mí?
|
FEDERICO.-
No, tonta, no.
(Con cariño.) Pero ven
acá, sé razonable sin dejar de ser apasionada.
¿Cómo quieres tú que yo reciba tal beneficio de aquellas
manos que...?
|
—370→
|
AUGUSTA.-
Hazte cuenta que no lo recibes de
aquellas sino de estas.
|
FEDERICO.-
No puedo hacer esas cuentas galanas.
Y aunque las haga, la monstruosidad no desaparece.
|
AUGUSTA.-
¡Fantasmón, esclavo de
la letra y de la forma! Sacrificas tu felicidad y la mía al respeto
social, a esa paparrucha del
qué dirán, a la
opinión de cuatro estúpidos, que censuran lo que ellos
harían si pudieran.
|
FEDERICO.-
Prescindo de la opinión, si
gustas, y no veo frente a nosotros más que a tu marido sólo. Sin
que yo me precie de austero, mi conciencia no puede soportar la
contradicción horrible de ultrajarle gravemente, y recibir de él
limosnas de tal magnitud. ¿Es posible que no lo comprendas así?
¿Cabe en tu mente aberración semejante?
|
AUGUSTA.-
(ligeramente desconcertada.) Yo
no pienso ni siento más sino que tú padeces, y que por este medio
no padecerás.
|
FEDERICO.-
Pero hay otra razón más
poderosa que las razones de honor. ¿Crees que tu marido va a ignorar
mucho tiempo
esto?
|
—371→
|
AUGUSTA.-
No, verás como no.
|
FEDERICO.-
¡Inocente! ¿A qué
crees tú que ha ido Malibrán a las Charcas?
|
AUGUSTA.-
(pensativa.) ¡Si sucediera
lo que temes...! No, no sucederá: el corazón me dice que
Tomás no sabrá nada, y el corazón no me engaña
nunca a mí.
|
FEDERICO.-
Y aún no sabemos si el
viajecito al monte será simulado, con el piadoso objeto de
sorprendernos.
(Mirando con recelo a las puertas
cerradas.)
|
AUGUSTA.-
(con pavor, agarrándose a
él.) Por tu salvación, no me asustes.
¡Sorprendernos! ¿Te has propuesto martirizarme esta noche?
(Rehaciéndose.) No, no
puede ser. Peligros que sólo están en tu imaginación. Esos
viajes fingidos y esas sorpresas por escotillón sólo ocurren en
los dramas.
|
FEDERICO.-
Y también en la vida.
|
AUGUSTA.-
(con gravedad.) Oye tú:
voy a revelarte un secreto. Me determino a ello... por ser cosa importante, que
tal vez modifique tus ideas y te quite ese sobresalto.
|
—372→
|
FEDERICO.-
¿Qué es?
|
AUGUSTA.-
Algo que te indiqué otras
veces como sospecha; pero que ya es evidencia.
|
FEDERICO.-
¿Referente a mí?
|
AUGUSTA.-
Referente a Tomás. La
observación atenta de estos últimos días me lo ha
comprobado. Ese afán de prodigar y repartir beneficios,
ocultándolos como si fueran faltas; ese horror al agradecimiento; ese
anhelo de una falsa reputación de egoísmo, vienen a ser...
¡Ay!, no te lo quería decir, porque me causa inmensa pena, y...
Pues bien, eso que parece una exaltación de bondad, no es sino locura,
hijo mío, locura que no se manifiesta aún ante el mundo, pero que
en la intimidad de la vida doméstica resulta bastante clara para que yo
la comprenda y la deplore. No lo dudes, Tomás tiene un principio de
parálisis general. Con sana razón, no puede existir virtud
semejante... ¿Y qué más?
(Bajando la voz.) El mismo caso
sobre que estamos disputando, la sutil combinación para darte a ti lo
que, según él, corresponde legalmente a tu padre, ¿no es
obra de un cerebro enfermo? ¿Qué persona medianamente sensata ha
podido discurrir cosa semejante? Dar por válida, en conciencia, una
—373→
deuda que los tribunales no acertarían a poner en claro;
reconocer como acreedor a tu padre, que adquirió el crédito por
una bicoca; darle a él parte mínima, y lo demás a ti y a
tu hermana... eso que, presentado así, en pocas palabras, resulta
hermoso y hasta sublime, es, no lo dudes, ebullición de la mente,
atacada del delirio humanitario.
|
FEDERICO.-
¡Ay, la pícara idea
moderna, contra la cual yo estoy a matar! A todo el que piensa o hace algo
extraordinario, le llaman loco. Es que esta innoble sociedad sin
religión, sin ningún principio, no comprende nada grande. El
genio poético y la inspiración, locura; locura las acciones
maravillosas; locos los criminales, para dejarles impunes; locos los grandes
hombres, para empequeñecerles. ¿Pretenden sin duda establecer un
nivel de tontería y vulgaridad, del cual no rebase nadie? No, yo
protesto contra esa idea. ¡Orozco demente! ¡Oh, Dios de justicia!
¿Y por qué? ¡Porque imaginó aquel plan admirable en
beneficio mío y de mi hermana! Idea encantadora original y atrevida;
idea tan alta que no se puede uno elevar hasta ella y hacerse digno del que la
concibió, sino no aceptándola. Sí, rechazarla es
merecerla, querida mía, y aceptarla es una indignidad... Créelo,
si aquí hay locos, somos nosotros, tú y yo, que estamos
discutiendo una cosa tan clara y sencilla.
|
—374→
|
AUGUSTA.-
(contrariada.) Lo claro y
sencillo es que no tienes sentido común... o en ti no hay más que
orgullo, soberbia, hinchazón, caballería andante y ganas de hacer
el paladín.
|
FEDERICO.-
Ni comprendo yo cómo
podría ser amado un hombre capaz de envilecerse hasta ese punto. Yo
mujer... ¡quita allá!, sentiría asco del hombre que, en un
caso semejante, no procediera como yo procedo.
|
AUGUSTA.-
(retirándose de la mesa y
arrojándose en un sofá.) Será que estoy
imposibilitada de verlo así por mi ceguera, porque todas las potencias
del alma me las tiene secuestradas el amor.
(Con arrogancia.) No me pesa ser
así: ni me concibo de otra manera. Pudo asustarme esta falta mía
cuando a ella me vi lanzada; pero una vez en el camino, las cuestas y aun los
despeñaderos no me asustan. Todas las consecuencias que pudieran
sobrevenir, yo las soporto. A veces me doy a imaginarlas muy terribles, y
créelo, las miro sin pestañear. Queriéndote yo, y
queriéndome tú, para nada me faltan alientos. Paréceme que
no hay ningún interés superior al de tu tranquilidad, y que la
logres por mi mediación será mi mayor dicha.
|
—375→
|
FEDERICO.-
(agitado y hosco.) No puede ser,
repito que no puede ser.
|
AUGUSTA.-
(con súbita
energía.) Pues lo será, quiéraslo o no. ¿Se
ha de hacer siempre lo que a ti se te antoje?
|
FEDERICO.-
En cosas que a mí sólo
atañen, sí. ¡Pues no faltaba más...!
|
AUGUSTA.-
(con exaltación.) Tienes
el deber de complacerme, de sacrificarme tu orgullo, a mí, a mí,
que me he deshonrado por quererte... Vengamos a cuentas. ¿No puedes
tú deshonrarte un poco por mí?
|
FEDERICO.-
Augusta, mi sacrificio, en ese caso,
sería superior al tuyo.
|
AUGUSTA.-
Egoísta.
|
FEDERICO.-
Egoísta tú...
|
AUGUSTA.-
(levantándose poseída de
furor.) Pues tiene que ser, porque yo te lo mando... Necio, si ya no
puedes evitarlo. Estás cogido. Te lo diré, para que te sometas a
los hechos consumados. Esta mañana, han estado en casa dos de tus
acreedores. Les citó mi marido para tratar con ellos de la manera de
recoger tus pagarés.
|
—376→
|
FEDERICO.-
(con menosprecio.)
¡Mujer!... Déjame en paz. Usas un argumento capcioso para
doblegarme.
|
AUGUSTA.-
Te doblegarás, aunque no
quieras. Lo hecho, hecho está, y que patalee tu ridículo orgullo.
Y si te obstinas en luchar con nosotros, te aborrezco, te abandono a tu
suerte...
(Nerviosa y trémula coge una copa
de
champagne, como con
intención de beber; pero de improviso la estrella contra la pared
próxima.) ¡Maldita sea yo mil veces!
|
FEDERICO.-
Estás loca, loca... y yo
también.
|
AUGUSTA.-
(rompiendo a llorar.) ¡Dios
mío, qué desgracia querer a este hombre, quererle así... y
no poder yo arrancarle de mi alma, como debo y como él se merece!
|
FEDERICO.-
(aproximándose a ella.)
Aborréceme de una vez. Y así quedaremos francos para hacer cada
cual nuestra santa voluntad.
|
AUGUSTA.-
(con vivísima expresión en
la voz y gesto.) No sé aborrecer... pero sabré arrancarte
de mi corazón, y arrojarte a la indiferencia. Estúpido, tú
te lo pierdes. Consúmete en la miseria; vive como los tramposos, sin
familia, sin hogar casi, acechando la suerte, perseguido de acreedores, sin
saber por qué calle pasar, porque
—377→
en todas temes que salga
una fiera con las garras afiladas; anda, sigue, corre, diviértete;
devánate los sesos calculando cómo aplacar a este usurero,
cómo entretener al otro, cómo engañarles a todos;
pásate la vida aparentando bienestar y alegría, de casa en casa,
y en realidad más pobre y más angustiado que los infelices
harapientos que piden limosna por las calles.
|
FEDERICO.-
(que se sienta al otro extremo de la
mesa, volviendo la espalda a
AUGUSTA.) Sí, ese es mi destino.
Qué quieres; viviré así... mientras viva.
|
AUGUSTA.-
Buen provecho. Imposible hacer
carrera de ti. Esto me desilusiona de una manera horrible. Hemos concluido. Ya
era tiempo... Por culpa tuya es... Esta noche nos despedimos para siempre.
|
FEDERICO.-
Concluiremos, sí... Yo lo
deseo.
|
AUGUSTA.-
¡Lo deseas!
(Conteniendo su furor.) Ya lo
conocía yo... Pues mira; yo también lo deseaba. No me
decidía por lástima de ti.
|
FEDERICO.-
Y yo también vacilaba, por la
misma razón.
|
—378→
|
AUGUSTA.-
Pues mejor...
(Rabiosa.) Esto se acabó.
Ya era tiempo.
|
FEDERICO.-
(para sí, apoyando la cabeza en
las manos.) ¡Nada me queda ya, ni esto siquiera! Hasta el recreo
de la imaginación se me acaba. Ya, ni aun podré engañar
las soledades de mi vida llamando a la mujer seductora y diciéndole:
«vente a pasar un rato conmigo». Romperemos.
|
AUGUSTA.-
(altanera y sarcástica.)
Tenía que ser. Somos incompatibles. Tu quijotismo no se aviene con mi
llaneza... Puede que te lo sufran esas mujerzuelas con quienes tratas, las
Peris y otros tipos semejantes, porque
esas, por su misma inferioridad, hasta pueden socorrerte sin herir tu
soberbia...
|
FEDERICO.-
(llena de
champagne una copa y la
bebe.) ¡Dios mío, qué mal me siento!
(Pausa.
AUGUSTA le contempla sin chistar.)
|
Escena VII
|
|
Salones en casa de
OROZCO. La misma decoración de la primera
jornada. Es de noche.
|
|
MALIBRÁN,
VILLALONGA, en la sala de la derecha.
|
VILLALONGA.-
Da gracias a Dios, amigo Cornelio,
por haberte librado de la desagradabilísima operación de batir
las cataratas a nuestro buen Orozco. Ni comprendo yo cómo se puede
acometer a sangre fría tal empresa quirúrgica. Llegarse a un
hombre, a un amigo, y decirle a boca de jarro: «mira, Fulano, yo
sé que tu mujer, etc... y te ofrezco medios de comprobación
material cuando gustes», es cosa fuerte, pero tan fuerte, que si yo me
hallara en el triste caso de ser operado así, cree que mi primer impulso
habría de ser romperle los ojos al... oculista.
|
MALIBRÁN.-
La verdad es que se me hacía
dificilísimo el primer pinchazo. En la mañana del domingo,
hallándonos los dos en el solitario monte, vi
—389→
la
ocasión propicia y quise lanzarme, pero no hallé manera de
abordar el peligroso tema. Toca por aquí, escarba por allá, y
nada. Mi conocimiento de las mil emboscadas de la conversación resultaba
inútil. Luchaban en mí el deber de conciencia mandándome
hablar, y la gravedad del asunto poniéndome cien mordazas.
|
VILLALONGA.-
No veo tan claro, francamente, lo del
deber de conciencia. La mía no me ha inducido nunca a ilustrar a mis
amigos sobre puntos tan delicados.
|
MALIBRÁN.-
Cada cual ve las cosas a su manera.
No soy gazmoño en asuntos de moral conyugal. Tengo acá mis
ideas... quizás un poco extravagantes; y para metértelas en la
cabeza, necesitaría explanar con alguna extensión mi
teoría de que el grado de culpabilidad adulterina depende de la
elección de cómplice, resultando una escala que va desde lo
disculpable, por no decir plausible, hasta lo que merece la mayor
execración. Pero no me parece oportuno ahora...
|
VILLALONGA.-
No; déjalo para otra vez.
|
MALIBRÁN.-
Sea lo que quiera, me alegro mucho de
que el Acaso, el socorrido
Fatum me librara del compromiso
—390→
fastidioso de tener que cantar. Y se me quitó un peso de
encima cuando llegó el telegrama de Calderón anunciando a
Tomás la inesperada tragedia. Los dos nos quedamos, al leer el parte,
como quien ve visiones, y celebré para mi sayo que la divina Providencia
se encargase de la misión difícil que yo me había impuesto
(Bajando la voz.) Porque tengo
para mí que, en presencia de este hecho elocuentísimo, Orozco no
puede permitirse seguir ignorando... ¿Qué te parece? Desde que se
conoció la catástrofe en Madrid, el nombre de Augusta figura en
todas las versiones que corren de boca en boca.
|
VILLALONGA.-
No sé, no sé...
(Meditabundo.) ¿Y
tú que piensas de esta desgracia?
|
MALIBRÁN.-
Para mí, el pobre Viera se
hallaba en una situación ahogadísima, en declarada, irremediable
bancarrota. Enormes deudas de juego, de esas que no admiten prórroga
13, le abrumaban. Augusta le había auxiliado hasta
ahora en la medida razonable; pero las exigencias de él llegaron a ser
tales, que la pobre mujer no quiso o no pudo satisfacerlas. De esta resistencia
de Augusta, y de las tremendas razones con que Federico apoyaba sus demandas de
dinero, hubo de resultar un vivo altercado, amenazas, demasías
—391→
de lenguaje, qué sé yo... Federico, en un rapto de
furia y desesperación, harto de padecer, viéndose sin honra,
insolvente, comido de acreedores, rechazado de sus amigos, liquidó con
la vida. En rigor era la única liquidación posible.
|
VILLALONGA.-
Es verosímil.
|
MALIBRÁN.-
Tan verosímil, que yo me
represento la escena como si la estuviera viendo, y escuchara la voz de ambos
personajes.
|
VILLALONGA.-
Pero hay algo que no está
claro, ni creo que lo esté nunca. No tengo yo por seguro que la pobre
Augusta se hallara presente en el acto del suicidio.
|
MALIBRÁN.-
Para mí es indudable que
sí.
|
VILLALONGA.-
¡Pobre mujer! Cree que me
inspira lástima, y que daría yo cualquier cosa porque su nombre
no figurara en este misterioso asunto.
|
MALIBRÁN.-
Déjala, déjala que
pague su error. Estas damas que presumen de inteligentes son atroces en sus
deslices. Escogen siempre lo peorcito, y luego se llaman desgraciadas y se
encomiendan
—392→
a la Virgen. El mejor auxilio que les puede dar el
Espíritu Santo es sugerirles una buena elección.
|
VILLALONGA.-
(con seriedad.) Amigo
Malibrán, como amigos de la casa, debemos desear que se corte el
escándalo y se eche tierra al asunto. No sé si Orozco se
dará por entendido ante el público del descarrilamiento de su
mujer. Es probable que la discordia conyugal, consecuencia segura de este mal
paso, quede en las sombras de la vida íntima. Orozco es muy
circunspecto, muy metido en su concha, y sabe tragarse en silencio la cicuta.
Se me figura, por algo que he olfateado esta tarde, que Cisneros intriga
subterráneamente a fin de ahogar el escándalo. A nosotros, amigos
leales de la familia, nos corresponde coadyuvar a esta obra benéfica del
gran castellano viejo. Desmintamos las especies terroríficas que
circulan por ahí; defendamos el honor de esta casa, y saquemos a la
pobre Augusta del pantano en que ha caído.
|
MALIBRÁN.-
¡Diantre!
(Caviloso.) Pues si ella lo
agradeciera...
|
VILLALONGA.-
Claro que lo agradecerá. La
infeliz es una bendita. Ha padecido una alucinación... ¡Ah!, el
mal de la época, la diátesis de nuestros tiempos
—393→
de
refinamiento social. Amigo mío, la vida esta de recepciones,
galantería, sibaritismo, comidas, y el charlar ingenioso y
pérfido entre los dos sexos, es un excitante desmoralizador. No hay
familia posible con semejante vida. Perdona que esté tan
filósofo, yo, el último de los desmoralizados, pero
también el primero de los alumnos de la gran profesora, la
experiencia.
|
MALIBRÁN.-
Sí yo contara con la gratitud
de Augusta, sería el primero en llevar mi espuerta de tierra al
montón que ha de cubrir el escándalo. Pero dudo que...
|
VILLALONGA.-
(poniéndose serio.) No
seas idiota. Y en último caso, el agravio que la opinión infiere
a nuestro amigo Orozco, lo hago yo mío; vamos, que me meto a
paladín, sí señor. Cuidado, pues, Malibrancito: ten
juicio, pues bien pudiera suceder que yo me amoscara... Todo está en que
me dé por ahí.
|
MALIBRÁN.-
¿Pero tú qué
tienes que ver...?
|
VILLALONGA.-
Tengo y no tengo... En fin, que me
carga tu intervención, tu espionaje y tu lamentable oficiosidad en este
asunto.
|
MALIBRÁN.-
(con mal humor.) Ea,
déjame a mí...
(Cediendo.) Pero, en fin,
¿qué es lo que tú quieres?
|
—394→
|
VILLALONGA.-
Que hagas propaganda sensata.
Aquí no ha pasado nada. Nuestra conducta ha de corresponder a los
agasajos de esta excelente familia. Augusta se merece un sin fin de homenajes,
¡y Orozco es tan bueno, tan generoso...! Te diré: yo le debo el
grandísimo favor de haberme cedido su puesto en la combinación de
senadores. ¡Caray, si no es por él, me quedo también ahora
en la calle, muerto de risa!
|
MALIBRÁN.-
¡Ah, mameluco,
that is the question! Ya veo la
clave de tu sensatez.
|
VILLALONGA.-
Este pastelero mundo es una cadena,
un collar, un toisón de oro, en el cual las personas, remachadas con las
ideas, somos los eslabones, y no podemos escoger la relación o argolla
que nos une al eslabón vecino. ¿Qué tal? ¿Estoy yo
filosófico esta noche? Mentecato, ¿tú qué te
creías?... Y punto en boca que viene aquí el grande hombre.
|
Escena X
|
|
Tocador de
AUGUSTA. Es de noche.
|
|
AUGUSTA, doliente, recostada en un
sofá;
FELIPA, en pie, delante de ella.
|
AUGUSTA.-
¡Gracias a Dios que vienes a
tranquilizarme!
|
FELIPA.-
Dos veces estuve aquí esta
mañana; pero la señorita dormía y no quise molestarla.
|
AUGUSTA.-
¡Dormir! No he descansado desde
aquel momento terrible... No sé si esto es dormir o no; ignoro si mis
impresiones son fingidas o reales; estoy como idiota, Felipa, y el temor que
llena mi alma no me permite ordenar los recuerdos ni apreciar lo sucedido. Ni
aun puedo formar juicio de mis acciones desde aquel instante ni de cómo
vine aquí. Cuéntame lo que ha pasado
—403→
después. Estoy en ascuas. ¿Qué hiciste? ¿Se ha
descubierto? Dímelo todo, sin ocultarme cosa alguna, por terrible que
sea.
|
FELIPA.-
(bajando la voz.)
Tranquilícese la señorita. No se ha descubierto ni se
descubrirá nada. En cuanto dejé a la señorita aquí,
después de lavarle las manchas de barro, y una muy chiquita de sangre
que había en la manga, me volví allá. ¡Nos
habíamos olvidado del sombrero, el sombrero del pobre...!
|
AUGUSTA.-
(dando un gran suspiro.)
¡Ay!
|
FELIPA.-
Afortunadamente, en cuanto
entré, lo vi sobre una silla.
|
AUGUSTA.-
¿Lo tiraste a la calle?
|
FELIPA.-
Bajé, y asegurándome de
que no había nadie, le tiré junto a la valla. Después
corrí en busca de mi hermana, y entre las dos lavoteamos las manchas de
sangre de la alfombra, muy poquita cosa... Examinamos con remuchísimo
cuidado la escalera, temiendo encontrar en ella gotas de sangre; pero no
hallamos... ni esto. Los vecinos del principal, únicos que hay en la
casa, como si estuviesen en Babia. No se enteraron de cosa ninguna. Verdad que
el
—404→
tiro retumbó muy poco. Lo habrían oído
los vecinos si hubieran estado encima; pero, claro, al otro piso no
llegó la bulla. Los porteros sordos, mudos y ciegos: de ellos respondo,
y no hay nada que temer. Ya les pueden echar jueces. Les he prometido que la
señorita les librará de quintas al hijo.
|
AUGUSTA.-
¿Uno, un hijo sólo?...
Les libraré más: todos los que tengan.
|
FELIPA.-
Uno tan sólo. Con esto y la
gratificación, tan contentos los pobres. Son unas almas de Dios.
|
AUGUSTA.-
¡Ay!, habla más bajo...
Tengo un miedo horrible... Mira si hay alguien en el gabinete.
|
FELIPA.-
(que se asoma al gabinete y
vuelve.) Ni una mosca. Podemos hablar sin recelo. Esta mañana,
fui y ¿qué hice? Llevé allá a mi hermana con toda
su chiquillería, y atesté de muebles la sala, y ya está
Rafael trabajando. Quitamos primero la alfombra, desmontamos la cama, me
llevé las botas, el sombrero y vestido de la señorita...
saqué del pupitre los papeles, cartas a medio escribir, cigarros de
él; en fin, todo lo que había me lo llevé a mi casa...
|
AUGUSTA.-
Mejor sería que lo quemaras
todo...
|
—405→
|
FELIPA.-
Lo que pudiera comprometer, ceniza es
ya. De la casa, tan cierto como Dios es mi padre, no sacará el juez ni
tanto así de luz. Por donde puede flaquear la trama es por el lado de
doña Serafina, quiero decir, que si van y averiguan que la
señorita no estuvo aquella noche...
|
AUGUSTA.-
(secreteando.) Ya está
prevenida Ramona, y bien recompensada. Esta mañana vino a verme.
Confío en que no me faltará. Si la curia hiciera alguna
tontería, corriéndose en las averiguaciones, mi padre lo
arreglará. Hablamos esta noche: no cree nada malo de mí; pero
esto de que los periódicos me lancen chinitas le subleva. Es amigote del
juez, y quedó en hablarle mañana mismo.
|
FELIPA.-
(casi entre dientes.) Todo
irá como en las propias manos del Silencio, y aquí el que
más mira menos ve.
|
AUGUSTA.-
¡Ay, Felipa, qué buena
eres! Lo que has hecho por mí, de ningún modo podré
recompensarlo. Me serviste fielmente hasta que te casaste. Cierto que te he
protegido; pero mis beneficios son muy cortos en comparación de la
lealtad y la adhesión con que me los estás pagando.
|
—406→
|
FELIPA.-
No hablemos de eso, Por usted me
dejaría yo matar, si fuera preciso.
|
AUGUSTA.-
(conmovida.) No merezco tanta
abnegación... Déjame que llore. ¡Ay de mí!
Todavía no acierto a dominar la situación en que me encuentro. A
ti, que me has ayudado a ocultar mi falta, a ti que sabes la verdad de esta
deshonra sin necesidad de que yo te la explique, puedo decirte a boca llena que
me reconozco mala, muy mala; pero que considero el castigo desproporcionado a
la culpa. Esto no puede ser castigo, porque si fuera castigo, no
resultaría tan terrible. No merezco tanto, no. ¡Verle morir
así, sin que en su agonía tuviera para mí una palabra de
ternura...!, ¿no te acuerdas?, parecía que me despreciaba...
¡a mí que le he querido tanto, que estaba dispuesta a sacrificarle
mi posición, mi honor...! El desdén con que me trató
después de atentar a su vida por primera vez, me ha destrozado el alma,
dejándome una herida que no se cerrará nunca. Recordarás
que me dio un nombre ofensivo, ultrajante, el apodo de esa mujerzuela...
|
FELIPA.-
El trastorno, la ofuscación...
Si no supo lo que hacía, menos había de saber lo que hablaba.
|
—407→
|
AUGUSTA.-
Pero la proximidad de la muerte, aun
muriendo por la propia mano, aviva en el alma los sentimientos dominantes en
ella. ¿Por qué no me dijo una palabra cariñosa, que yo
pudiera recordar después como consuelo?
|
FELIPA.-
No olvide usted que dijo:
«Sé lo que debo hacer, y pido a Dios que me perdone».
|
AUGUSTA.-
Eso es, perdón a Dios, y a
mí que me partiera un rayo. ¿Por qué no me había de
pedir perdón también a mí, aunque no fuera sino por este
rastro de deshonra que tras sí deja? ¿Sabes? Hay quien dice que
le maté yo. ¡Qué infamia tan estúpida!... Yo estoy
muerta de pena y desconsuelo; de pena por él, porque le amé,
quizás más de lo que se merecía; desconsolada porque no lo
volveré a ver, porque murió queriéndome poco o nada,
dejándome afligida y celosa... sí, celosa... ¡Si yo pudiera
olvidar esta terrible pesadilla...! ¿Crees tú que el tiempo me
hará perder la memoria? No, no hay tiempo bastante largo para borrar
esto. No sé qué será de mí.
|
FELIPA.-
(con agudeza.) El tiempo es muy
bueno; trabaja sin que se sienta, y del fin de unas cosas hace el principio de
otras.
|
—408→
|
AUGUSTA.-
Cada hora que pasa me siento
más acongojada, y padezco más. Aquella noche, cuando me dejaste
aquí, la misma turbación, el terror mismo, me daban cierta
energía. Creí salir del paso haciéndome la valiente. Por
la mañana me vestí para ir a misa, y cuando Pepe me dio la
noticia, me asusté como si fuera una novedad para mí.
Hízome el efecto de ver traducida a la realidad una cosa soñada.
Desde aquel momento, perdí el valor y me descompuse. Postrada en este
sofá, pasé un día horrible, y tuve que dominar ante mi
marido mi pena inmensa, aparentando otra pena muy distinta y menor. Fingir lo
pequeño para ocultar lo grande es trabajo de prueba. Más
fácilmente fingimos los sentimientos muy vivos que los ligeros y
superficiales. Figúrate tú que, cuando se te ha muerto un hijo,
te hubieras visto obligada a aparentar que sólo llorabas al gato de la
casa.
|
FELIPA.-
¡Ay, no me lo diga! Reviento yo
antes que hacer tal comedia.
|
AUGUSTA.-
Pues considera si sufriré. Por
eso te digo que el castigo es desproporcionado a la falta. ¡Luego, de la
situación esta se derivan tantos suplicios diferentes! La presencia de
mi marido despierta en mí sentimientos tan extraños, que
—409→
me pongo a morir cuando entra aquí y me habla. A veces me
figuro que no hay entre los dos nada de común, y su serenidad ni me
lastima ni me inquieta; a veces paréceme que le admiro todo lo que
admirarse puede, y me pondría de rodillas delante de él para
adorarle, como a un ser que no participa de nuestras miserias.
|
FELIPA.-
(advirtiendo que
AUGUSTA tiene una mano envuelta en un
pañuelo.) ¿Qué es esto?
|
AUGUSTA.-
La magulladura que me hice en la
muñeca, cuando forcejeamos para quitarle aquel maldito revólver.
No la noté hasta la mañana siguiente.
|
FELIPA.-
A mí también me
dejó en este brazo un cardenal que me duele bastante.
|
AUGUSTA.-
He dicho que me quemé lacrando
una carta. Pero aunque nadie lo ha puesto en duda, se me antoja que llevo
aquí un espantoso dato para los que me creen asesina.
|
FELIPA.-
El miedo, el miedo hace ver visiones.
No seamos tontas. D. Tomás se creerá lo del lacre.
|
AUGUSTA.-
(con profunda tristeza.)
¡Ay! ¡Si vieras tú qué recelosa estoy de que
—410→
lo sabe todo, aunque aparenta ignorarlo! Tengo mil motivos para
conocer su penetración que, en ciertos casos, supera a cuanto se puede
decir. No obstante, su tranquilidad que me hace dudar... «Si lo sabe, me
pregunto yo, ¿por qué no me lo dice? Su calma ¿es la
expresión más refinada del desprecio que le merezco, o significa
una situación de espíritu muy diferente?». Anoche me
pasó lo que no me ha pasado nunca: tener pesadillas horribles, una tras
otra, y no poder discernir después lo real de lo soñado.
Creí que Federico estaba aquí, y vi reproducida la terrible
escena, lo mismo, Felipa, lo mismo que la vimos tú y yo. De que esto fue
imaginario no tengo duda. Pero después... y aquí entran mis
dudas, porque el recuerdo que ha quedado en mí, aunque turbio y
calenturiento, es vivísimo en las imágenes. Pues oye. Me
levanté... fui al despacho de Tomás y llamé a la puerta.
Él dijo desde dentro: «¿quién es?» y yo
respondí: «soy
La Peri». Abrió, entré,
y sentándome a su lado, confesé sin omitir nada.
¡Qué atrocidad! Pues he pasado todo el día de hoy
revolviendo en mi cabeza aquel acto, y trabajando por poner en claro si fue
real o no. Tengo los sesos derretidos de tanto cavilar. Me parece que estoy
viendo a Tomás cuando yo le contaba aquellos horrores. Ponía una
cara de conmiseración que me lastimaba enormemente, y yo le
decía: «Soy
La Peri; no vayas a creer que
—411→
soy tu mujer»; y luego, vuelta a contarle cómo y por qué se
mató Federico. Lo que me atormenta y me confunde es la duda de si este
delirio sólo tuvo realidad dentro de mi cerebro, o si, en efecto, yo me
levanté de mi cama, y fui al despacho de Tomás, y él me
abrió, y hablamos, y...
|
FELIPA.-
Señorita, ¡por los
clavos de Cristo!, eso no se hace nunca sino en sueños.
|
AUGUSTA.-
Pero en el trastorno en que yo estuve
anoche, trastorno de los sentidos y del alma toda, no sé... ¿No
sabes tú que hay personas que dormidas andan y hablan, y repiten lo que
les ha pasado recientemente?
|
FELIPA.-
Sí, y a esos llaman
sonámbulos.
|
AUGUSTA.-
Yo no me he tenido nunca por
sonámbula. ¡Oh, no, imposible que este recuerdo amarguísimo
sea recuerdo de un acto real! ¿Verdad que no? La impresión del
hecho que llevo en mí es de pesadilla, de esas que a veces se quedan
dentro de nosotros tan bien estampadas como los hechos positivos. Pero... todo
podría ser. Anoche deliraba yo como un tifoideo, y tenía fiebre
muy alta. Yo cerraba los ojos, y al abrirlos, de tiempo en tiempo, Tomás
junto a mí, mirándome
—412→
sin pestañear. Sus
miradas me penetraban hasta el fondo del alma. No puedo asegurarte si le
veía despierta o le veía dormida. ¿Hablé yo?
¿Me levanté y anduve? Conservo una idea vaga de haber sentido sus
pasos alejándose hacia el despacho, a no sé qué hora de la
noche. También ha quedado en mí una obscura reminiscencia de lo
que me atormentó la idea de ser yo
La Peri, ese trasto, y de los esfuerzos que
hice para no ser ella, sino quien soy. ¡Lucha espantosa entre un nombre y
mi conciencia!... Pero nada puedo afirmar con certeza. No sé qué
daría por disipar esta duda horrible, cerciorándome de que no
hablé, de que no me vendí.
(Pasándose la mano por la
frente.) ¡Cómo está esta cabeza!
|
FELIPA.-
(atisbando a la puerta.) Me
parece que el señor viene.
(Se levanta.)
|
Escena XII
|
|
Despacho de
OROZCO.
|
|
AUGUSTA, envuelta en su cachemira,
se acomoda en una butaca, junto a la chimenea muy cargada de lumbre;
OROZCO, junto a la mesa, en la cual hay una
lámpara encendida.
|
OROZCO.-
¿Qué... tienes
frío?
|
AUGUSTA.-
Un poco; pero ya voy entrando en
calor.
(Para sí.) No sé
por qué tiemblo. Su mirada me desconcierta.
|
OROZCO.-
No es tarde. Si te encuentras bien,
hablaremos un poco de asuntos que a entrambos nos interesan.
|
AUGUSTA.-
¿Asuntos...? Tú siempre
discurriendo empresas o aventuras humanitarias...
|
OROZCO.-
(interrumpiéndola.) No es
eso...
|
AUGUSTA.-
Vale más que te acuestes y
descanses.
|
OROZCO.-
(acercándose a ella.)
Descansaría si pudiera. Pero por mucho dominio que uno tenga sobre
sí propio, por grande que sea nuestra energía para disciplinar
las
—416→
ideas, hay ocasiones, querida, en que las ideas ahogan la
necesidad de reposo, y el sueño es imposible.
|
AUGUSTA.-
(para sí, con espanto.)
Llegó el momento de las explicaciones. Estoy perdida. ¿Lo sabe o
desea saberlo?
(Mirándole fijamente a los
ojos.) ¿Quién podrá descifrar el
jeroglífico de ese rostro de mármol?
|
OROZCO.-
(para sí, mirándola a su
vez con atención profunda.) ¿Será capaz de
confesar? Me temo que no.
|
AUGUSTA.-
(para sí.) No nos
acobardemos. Me adelantaré gallardamente a sus preguntas.
(Alto.) ¿Por qué me
miras así? ¿Es que quieres decirme algo y no te atreves?
|
OROZCO.-
Te observo temerosa, y
esperaré a que te tranquilices.
|
AUGUSTA.-
¡Temerosa yo!
(Para sí.) Fingiré
un valor que no tengo... Hasta para confesar lo necesitaría, pues si me
rindo, conviéneme hacerlo con dignidad.
|
OROZCO.-
Ya sé que eres valiente. No
necesitas demostrármelo con palabras. Yo también lo soy,
más que tú, mucho más, pues tengo ánimo suficiente
—417→
para poner la verdad por encima de los afectos grandes y chicos,
para reducir a la insignificancia las pasiones, cuando contradicen el
sentimiento universal.
|
AUGUSTA.-
(para sí.)
Desvaría. El delirio humanitario se ha apoderado de él. Esto me
envalentona. Veámosle venir.
|
OROZCO.-
Yo había pensado educarte en
estas ideas, iniciarte en un sistema de vida que empieza siendo espiritual y
difícil, y acaba por ser fácil y práctico. Ahora no
sé si debo insistir en mi propósito. Se me figura que no ha de
gustarte esta creencia mía, adquirida en la soledad a fuerza de
meditaciones y de magnas luchas.
|
AUGUSTA.-
(para sí.) ¡Ay, Dios
mío, cómo se evapora el pensamiento de este hombre! Si me hablase
en lenguaje humano, que moviera mi corazón y mi conciencia, me
impresionaría; pero estas cosas tan etéreas no se han hecho para
mí, amasada en barro pecador.
(Alto.) Ya sé que eres un
hombre sin segundo, al menos entre los que yo conozco. Has cultivado, a la
calladita y sin que nadie se entere, la vida interior; has conseguido lo que
parece imposible en la flaqueza humana, a saber: no tener pasiones, subirte a
las alturas de tu conciencia eminente, y mirar desde allí
—418→
los
14 actos de tus semejantes, como el ir y venir de las
hormigas; aislarte y no permitir que te afecte ninguna maldad, por muy
próxima que la tengas. ¿Es esto así? ¿Te he
comprendido bien?
(OROZCO hace signos
afirmativos con la cabeza.) ¿Y quieres que yo te acompañe
en esa purificación? ¡Ay!, bien quisiera; pero no sé si
podré. Soy muy terrestre; peso mucho, y cuando quiero remontarme, caigo
y me estrello.
|
OROZCO.-
La gravedad se disminuye limpiando el
corazón de malos deseos, y el pensamiento de toda inclinación
mala.
|
AUGUSTA.-
¡Ay!, yo limpio, limpio; pero
se vuelven a ensuciar cuando menos lo pienso.
|
OROZCO.-
Yo te enseñaré la
manera de triunfar, si te confías a mí; pero por entero;
confianza ciega, absoluta. Revélame todo lo que sientes, y
después que yo lo sepa... hablaremos.
|
AUGUSTA.-
(para sí.)
¡Confesar!, esto me aterra. Si él fuera más hombre y menos
santo, tal vez...
|
OROZCO.-
¿No contestas a lo que te
digo? Descúbreme tu interior; pero con efusión completa.
|
—419→
|
AUGUSTA.-
Lo sabe, y quiere arrancarme la
confesión. ¿Cómo lo habrá sabido? ¿Se lo
dije yo? Esta duda me vuelve loca. Tomemos la ofensiva.
(Alto.) ¿Qué
quieres que te descubra? ¿Sospechas de mí? Empieza por decirme en
qué se funda tu suspicacia, y yo veré lo que debo
contestarte.
|
OROZCO.-
(con determinación.)
Inútiles y ridículos escarceos. Vale más que hablemos con
claridad. Desde que apareció muerto Federico, tu nombre anda en lenguas
de la gente. No necesito añadir más. Lo que haya de verdad en
esto, tú me lo has de decir. Si es falso, desmiéntelo; si no lo
es, que yo lo sepa por ti misma. Esta ocasión es solemne, y en ella he
de saber quién eres y lo que vales.
|
AUGUSTA.-
(turbada.) ¿Pero
tú... crees...?
|
OROZCO.-
Yo no creo ni dejo de creer nada.
Espero a que tú hables.
|
AUGUSTA.-
(para sí.)
¡Confesar!... ¡Antes morir!... ¡Siento un pavor...!
(Alto.) Pues te diré:
extraño mucho que des asentimiento a esas infamias.
|
OROZCO.-
(flemáticamente.) Luego es
falso lo que se dice.
|
—420→
|
AUGUSTA.-
¿Y lo dudas?
|
OROZCO.-
No afirmo ni niego. Aplazo mi juicio,
porque te veo cohibida por el temor, y te incito a sosegarte y reflexionar.
Tiemblas. Tu cara es como la de un muerto.
|
AUGUSTA.-
Estoy enferma.
|
OROZCO.-
Enferma de susto.
Tranquilízate: tómate el tiempo que quieras para pensarlo: es
temprano. Estamos solos, y nadie nos molesta. Mira, yo me siento en esta butaca
a leer un poco, y en tanto, tú recoges tu conciencia, y decides, delante
de ella, lo que debes responderme.
(Se sienta junto a la en que está
la luz, toma un libro y lee.)
|
AUGUSTA.-
(para sí, la cabeza inclinada
sobre el pecho, y arrebujada en su abrigo.) Lo sabe... Ese lenguaje
claramente lo indica. ¡Qué actitud tan extraña la suya! Por
grande que sea la serenidad de espíritu de un hombre, no la comprendo en
grado tal. Imposible que su cerebro no sufra alguna alteración honda. La
humanidad, ni aun en los ejemplares más perfectos, puede ser
así... Y no obstante, ¿qué hay en esa actitud, que me
causa una especie de alivio, y me inspira confianza? Todo
—421→
esto
¿será para oírme y perdonarme? Y pregunto yo:
«¿Ese perdón vale? El perdón de quien no siente,
¿es tal perdón? ¿Puede un alma consolarse con semejante
indulgencia, venida de quien no participa de nuestras debilidades?».
¡Oh!, no; su santidad me hiela. Yo no confieso, no confesaré...
¡Y si tras esa mansedumbre rebulle el propósito de imponerme un
castigo severo...! ¡Si en su sistema, para mí no bien
comprensible, entra también el trámite de matarme...! ¡Ay,
siento escalofrío mortal!... ¡No, no confieso!
|
OROZCO.-
(apartando la vista del libro.)
¿Piensas, Augusta, o es que te has quedado dormida?
|
AUGUSTA.-
No duermo, no. Pensaba en esa
tontería que me has dicho, en tu sospecha. ¿Quién te la
sugirió? ¿Te habló alguien?
|
OROZCO.-
Curiosidad por curiosidad, creo que
la mía debe llevar la preferencia. Habla tú primero.
|
AUGUSTA.-
Sin duda, algún amigo nuestro,
de los que te tienen envidia y mala voluntad, o amiga mía chismosa y
visionaria, te ha...
(Impaciente.) ¿Por
qué medio adquiriste esas ideas?
|
OROZCO.-
(con ligera inflexión
festiva.) Por adivinación.
|
—422→
|
AUGUSTA.-
No creo en las adivinaciones.
(Para sí.) Virgen Santa,
mis temores se confirman... Anoche, en aquel delirio estúpido,
canté... ¡Si lo tengo bien presente...! ¡Si no se me ha
borrado del cerebro la impresión de lo que hice y dije...!
¡Miserable de mí, vendida neciamente! Si ahora me obstino en
negar...
(Alto, tragando saliva.)
Explícame ese misterio de las adivinaciones.
|
OROZCO.-
Tú lo has dicho: misterio es
de nuestra alma. Pero, en este caso, el poder mío revelador ha tenido
auxiliares.
|
AUGUSTA.-
¿Alguien me acusó?
|
OROZCO.-
Quizás.
|
AUGUSTA.-
(para sí.) ¡Dios
mío, sácame de esta incertidumbre, y separa en mi espíritu
las acciones reales de las fingidas por el cerebro enfermo.
(Rehaciéndose.) ¡Oh,
no es posible que yo hablara; no puede ser! Me estoy atormentando con un recelo
pueril, hijo del miedo. Ánimo... y no confesar.
|
OROZCO.-
(para sí, fingiendo leer.)
Esto sí que es difícil de extirpar. El desgarrón de este
sentimiento, que me arranco para echarlo en el pozo de las miserias humanas,
—423→
¡cómo me duele! Al tirar, me llevo la mitad del
alma, y temo que mi serenidad claudique. Si salgo triunfante de esta prueba, ya
no temeré nada; dominaré el mundo, y nada terrestre me
dominará. ¡Pero cómo me duele esta amputación!
(Mirando furtivamente a su
mujer.) Era el encanto de mi vida. Inferior a mí por su
inconsistencia moral, su amor me daba horas felices, su compañía
me era grata, y la idea de igualarla a mí, purificándola, me
enorgullecía. La pierdo. Quizás será un bien esta viudez
que me espera; quizás este lazo me ataba demasiado a las bajezas
carnales... Me convendrá seguramente perder el único afecto que
me ligaba al mundo. ¿Y si no lo perdiera...? Si con un acto de hermosa
contrición se eleva hasta mí...
(Volviendo a fijar los ojos en el
libro.) ¡Ah!, no tiene alma para nada grande. Si me confiesa la
verdad, toda la verdad, la perdono y procuraré regenerarla.
|
AUGUSTA.-
(para sí, sofocada y
limpiándose el sudor de la frente.) No sé qué
siento en mí... un prurito irresistible de referir cuanto me ha pasado,
mi falta, mi pena inconsolable... ¡Pero si ya se lo revelé...!
Sí; no tengo duda. Paréceme que viéndome estoy en el acto
inconsciente de anoche; oigo mis propias palabras; me retumban aquí,
como si ahora mismo las pronunciara. Todo lo canté
—424→
bien
claro... Y si lo sabe, ¿a qué me lo pregunta? ¿A
qué humillarme con una segunda confesión?
|
OROZCO.-
¿Has pensado, Augusta?
|
AUGUSTA.-
No, no pienso. Todo está
pensado ya.
(Para sí, con tenacidad.)
No confieso, no puedo, no quiero. Me falta valor. Siento en mi alma la
expansión religiosa; pero el dogma frío y teórico de este
hombre no me entra. Prefiero arrodillarme en el confesonario de cualquier
iglesia... Y si despierta niego, después de verme delirando,
¿qué pensará de mí? Nadie es responsable de lo que
dice en sueños... Pero los delirios suelen ser el espejo turbio y
movible de la vida real... ¡Qué combate dentro de mí! No
sé qué hacer ni por dónde escurrirme.
|
OROZCO.-
¿Has examinado tu conciencia,
Augusta?
|
AUGUSTA.-
(sacando fuerzas de flaqueza.)
Déjame en paz. Mi conciencia no tiene nada que examinar.
|
OROZCO.-
¿Está tranquila?
¿No te acusa de ninguna acción contraria al honor, a las leyes
divinas y humanas?
|
—425→
|
AUGUSTA.-
(para sí.) Me confieso a
Dios, que ve mi pensamiento; a ti no...
|
OROZCO.-
¿Qué dices?
|
AUGUSTA.-
No he dicho nada.
(Para sí, con brutal
entereza.) Me arriesgo a todo... Salga lo que saliere, negare...
|
OROZCO.-
¿Insistes en llamar
disparatado y absurdo el rumor de que presenciaste la muerte violenta de
Federico?
|
AUGUSTA.-
(para sí, desconcertada.)
¿Poseerá alguna prueba material?
|
OROZCO.-
¿Callas?
|
AUGUSTA.-
(enfrenándose.) No, no
callo... Es que me asombro de que creas semejante desatino.
(Para sí.) Si tiene
pruebas, que las tenga. Ya no me vuelvo atrás.
|
OROZCO.-
¿De modo que lo niegas?
|
AUGUSTA.-
Lo niego terminantemente.
|
OROZCO.-
¿Y lo juras?
|
—426→
|
AUGUSTA.-
¿A qué viene eso de
jurar?... Si es preciso... lo juro también.
|
OROZCO.-
(para sí.) Me
engaña miserablemente. Peor para ella. Desgraciada, quédate en tu
miseria y en tu pequeñez.
|
AUGUSTA.-
No es propio de ti dar crédito
a las invenciones de la gente maliciosa.
|
OROZCO.-
(gravemente.) Yo no anticipo
juicio alguno. Me atengo a lo que tú declares.
|
AUGUSTA.-
(para sí, recelosa.)
¿Me crees? ¿Crees lo que digo?
|
OROZCO.-
Sí...
(Se aparta de ella, y pasea por la
habitación, mirando al suelo. Para sí.) Me he quedado
solo, solo como el que vive en un desierto.
|
AUGUSTA.-
(para sí.) No me ha
creído... ¡Y yo noto un vacío en mi alma...! Me siento
divorciada, sola, como si viviera en un páramo.
|
OROZCO.-
(para sí.) Mi mujer ha
muerto. Soy libre. Ningún cuidado me inquieta ya, sino es el de mi
propia disciplina interior, hasta llegar a no sentir
—427→
nada, nada
más que la claridad del bien absoluto en mi conciencia.
|
AUGUSTA.-
(para sí.) He mentido...
Su virtud no me convence ni despierta emoción en mí.
¡Divorciados para siempre...! Si viera en él la expresión
humana del dolor por la ofensa que le hice, yo no mentiría, y
después de confesada la verdad, le pediría perdón.
Ningún rayo celeste parte de su alma para penetrar en la mía. No
hay simpatía espiritual. Su perfección, si lo es, no hace vibrar
ningún sentimiento de los que viven en mí.
|
OROZCO.-
(para sí.) ¡Pero
qué solo estoy! Murió el encanto de mi vida.
¿Flaqueará mi ánimo en esta crisis tremenda? La
conmoción interior es grande. ¿Conseguiré dominarla, o me
dejaré arrastrar de este impulso maligno que en mí nace, o
más bien resucita, porque es resabio de mis dominadas pasiones de
hombre?
(Detiénese detrás de
AUGUSTA contemplándola. Ella no le
ve.) ¿Por qué no te impongo el castigo que mereces,
malvada mujer? ¿Por qué no te...?
(Apretando los puños.)
|
AUGUSTA.-
(para sí, sobresaltada y recelosa,
al sentirle parado detrás de ella.) ¿Qué hace? No
me atrevo a moverme, ni a mirar siquiera para atrás. ¡Dios me
ampare!
|
—428→
|
OROZCO.-
(para sí, venciéndose con
supremo esfuerzo.) No, no te iguales a lo más miserable y
rastrero de la humanidad. Déjala...
|
AUGUSTA.-
(volviéndose aterrada.)
¿Qué? ¿Qué hay?
|
OROZCO.-
Nada, no he dicho nada.
(Para sí, paseando de
nuevo.) No, los brutales instintos no destruirán, en un instante
de flaqueza, la serenidad que adquirí a fuerza de mutilar y mutilar
pasiones y afectos miserables. Elévate, alma, otra vez, y mira de lejos
estas bastardías liliputienses. Nada existe más innoble que los
bramidos del macho celoso por la infidelidad de su hembra.
|
AUGUSTA.-
(para sí.) Si en él
viera yo el noble egoísmo del león que se enfurece y lucha por
defender su hembra... me sería fácil humillarme y pedirle
perdón.
|
OROZCO.-
(para sí.) Ánimo, y
adelante. Volvamos a esta vida externa, cuya estupidez me es necesaria, como la
esterilidad glacial del yermo en que habito. Vivamos en esta aridez pedregosa,
como si nada hubiera ocurrido. Despierto de un sueño en que sentí
reverdecer mis amortiguadas pasiones, y vuelvo a mi rutina de fórmulas
comunes, dentro de la cual fabrico, a solas conmigo, mi deliciosa
—429→
vida espiritual.
(Alto y con resolución.)
Augusta.
|
AUGUSTA.-
¿Qué?
|
OROZCO.-
¿Pero no te acuestas, hija? Es
muy tarde.
|
AUGUSTA.-
(para sí.) El mismo acento
de siempre.
(Alto.) Sí, me
acostaré. ¿Y tú?
|
OROZCO.-
Yo también. Oye una cosa:
mañana, recuérdame que hay que comprar el regalo para Victoria
Trujillo, cuya boda es el jueves.
|
AUGUSTA.-
Es verdad. ¿Qué le
compraremos?
|
OROZCO.-
Lo que tú quieras. Tienes
mejor gusto que yo para elegir cachivaches. ¡Ah! Otra cosa: si
mañana estás bien, hemos de visitar a Clotilde Viera.
|
AUGUSTA.-
¡Ah!, sí...
Mañana estaré bien, y saldré; saldremos.
|
OROZCO.-
Daremos una vuelta en coche por el
Retiro y la Castellana. Te llevaré que veas los cuadros que ha comprado
últimamente tu papá.
|
—430→
|
AUGUSTA.-
Bueno...
(para sí.) Como si tal
cosa. El mismo hombre, el mismo, inalterable, marmóreo, glacial.
¿Qué significa esto?
(Alto.) Francamente, no tengo
muchas ganas de ver los cuadros que ha comprado papá, pues me dijo
Malibrán que eran cosa de muertos, y santos en oración, flacos,
sucios y amarillos. Todo eso me es antipático.
|
OROZCO.-
Por cierto que ayer estuve a punto de
comprarte una imitación de Watteau muy linda... Pastorcitos, elegantes
marquesas con cayado, mucho lazo en la frente y hombros, zapatito de raso, y
luego amorcillos jugando con las ovejas.
|
AUGUSTA.-
¡Ay, eso me encanta!
¿Por qué no me lo trajiste?
|
OROZCO.-
Pensé consultar contigo la
compra antes de hacerla; pero como estuviste mala, no quise molestarte.
|
AUGUSTA.-
(que se levanta y tira del cordón
de la campanilla.) Pues no dudes que te agradezco de todas veras
regalito tan de mi gusto.
(Mirándole fijamente y con
alarma.) ¿Qué significa esta indiferencia, grave y
hermosa, que raya en lo sobrenatural? Esto no es grandeza de alma. Esto
es...
|
—431→
|
OROZCO.-
(para sí.)
Expláyate, hombre, expláyate en el páramo de la vida
externa. Eso conforta.
|
AUGUSTA.-
Una nueva pena, una nueva inquietud.
Será preciso consultar con los mejores especialistas en perturbaciones
cerebrales.
(La criada aparece en la puerta.
AUGUSTA se retira con ella.)
|
Madrid, Julio de 1889.