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Prólogo a «Crónicas del bulevar» de Manuel Ugarte

Rubén Darío





Crónicas del bulevar, título modesto para un volumen en que hay muchas sanas ideas, serias observaciones y hermosas páginas. Es una labor de periodista, pero no os extrañéis si encontráis a veces al filósofo en el corresponsal, y en el reporter al poeta. Ya nos ha demostrado esas cualidades el autor de Paisajes parisienses, juzgado de tan diversa manera por Miguel de Unamuno y François de Nion -España y Francia-. Para Unamuno es un extraño, a pesar de escribir la misma lengua; para François de Nion es un amigo, un colega, a pesar de escribir en lengua distinta. Manuel Ugarte, como toda la intelectualidad hispanoamericana desde hace unos quince años, se siente poseído por el espíritu, por el pensamiento francés. El influjo ha crecido desde que vive en París. ¿Es un bien? ¿es un mal? Es un hecho.

¡Grande y maravilloso París, tan peligroso y tan bueno! Acoge al severo y al danzante, al meditabundo y al risueño, al que busca la verdad de la vida y al que se ahoga en el torbellino de su propia locura. Campo de agitaciones, pandemónium de pecados, tiene, para el que la solicita, una celda de paz, un laboratorio espiritual. Ugarte vive aquí, como tantos otros vivimos, en esta vasta patria de todo el que piensa. Y su libro, en su título, no es exacto; pues no es en el bulevar donde ha encontrado el autor la revelación del alma de París: antes bien, en la frecuentación del medio obrero, de la Universidad popular, del centro de las escuelas, de la palabra del profesor, del ensueño del artista. Como yo escribiese a mi amigo el Sr. de Unamuno la noticia de que M. de Nion le reprochaba sus censuras contra el francesismo de Manuel Ugarte, contestome estas palabras, que me permito citar... «la primera noticia que tengo, no ya de los floretazos del conde François de Nion, más aún, de la existencia de este conde, es por su carta. Sospecho lo que Nion diga, dado que es francés, y es fácil me decida de una vez a decir cuanto pienso de la literatura francesa y de su influencia en España y en los pueblos de lengua española. Precisamente, ayudado de la excelente Histoire de la littérature française, par Gustave Lanson, estoy volviendo a leer literatura francesa, que me ha sido siempre tan poco simpática, y a pesar de mi empeño por gustarlo todo y comprenderlo todo, no me entra. Reconozco cuanto en elogio de ella se dice, pero no la trago; me parece intelectual, no racional, y los franceses raisonneurs et rien que raisonneurs. Ni aquel protestante que se llamó Rousseau pudo cambiar a esos fríos volterianos llenos de savoir faire y foncièrement católicos, hasta los ateos. Schopenhauer y Kipling, como en un tiempo César y Tito Livio, los han juzgado bien. Y luego esa vanidad, esa necia vanidad procedente de su profunda ignorancia de lo que pasa fuera; su cosmopolitismo es falso. Cuando elogian a un extranjero, parecen decir: "Para ser ruso, o español, o italiano, no lo hace mal". Un francés se me escandalizó porque le dije que me saque un Ganivet francés entre los jóvenes. Si me vienen con razones, reconozco la validez de ellas, pero vuelvo a mi tema. No puedo con esos monos de Europa, ni con su literatura tan clara, tan fácil, tan bien hecha, tan fría. Dice bien Lanson que tienen inaptitude métaphysique, y lírica y mística». Mi alta estimación intelectual por el Sr. de Unamuno ha sido demostrada en otras ocasiones. Ahora no estoy, ni con mucho, de su parte. Su confesada limitación de gusto, su hostilidad para el espíritu más representativo de la cultura latina, moderan esta vez mi simpatía. Por otra parte, no deja de sorprenderme que un escritor de su seriedad y de su médula, refresque sus conocimientos en literatura francesa en obras, si muy apreciables para escolares, precaria ayuda para un estudioso humanista. Su desconocimiento de un escritor como François de Nion no es tampoco excusable. De Nion sabe quién es Unamuno, y ha leído, por lo menos, sus estudios de la España Moderna. De Nion escribe en París; Unamuno en Salamanca. Los juicios de autores antigalos de que me habla, pueden ser copiosamente contradichos. A César, que tuvo sus razones, y a Tito Livio, se opondrían muchos nombres de la antigüedad clásica; y en lo moderno, puesto que me cita a Schopenhauer, le contestaré nada menos que con el hurañísimo alemán de Zarathustra; y al odioso imperialista Kipling, ¿por qué no oponer el noble Swinburne? Yo no sé si estos monos de Europa tienen inaptitud metafísica; pero sí sé que hubo un macaco llamado Descartes, que algo entendía de eso; y en cuanto a la lírica, ese gorila de Victor Hugo creo que no es completamente despreciable. M. Rémy de Gourmont, que no es viejo, y que es universal, (Ganivet es ciertamente grande: para la España actual) puede decir algo sobre el falso cosmopolitismo francés que señala el Sr. de Unamuno, y que ha atacado tan septentrionalmente el oso blanco de Bjørnson: «La Francia es, desde luego, el país en que la idea de belleza ha sufrido más variaciones, estando poblada de hombres vivos y curiosos, siempre a la expectativa de lo que pasa, y listos a trabar conocimiento con todo lo que es extraño y nuevo, y a reír si eso nuevo no conviene a su temperamento. Nuestro sentido estético tiene, pues, caprichos. Pero variable históricamente, es bastante sólido en un momento dado. Hay una casta estética hoy; ha habido siempre una; y la historia de la literatura francesa no es casi otra cosa sino el catálogo razonado de las obras que fueron sucesivamente elegidas por esa casta». La cuestión es extensa, y no es esta la oportunidad de tratarla. Así, vuelvo al nuevo libro de Manuel Ugarte.

París ha enseñado a este escritor entusiasta y joven las luchas del trabajo; le ha interesado en los problemas del mejoramiento social; le ha desinteresado del egoísmo; le ha avivado la curiosidad del porvenir, y le ha impregnado de simpatía humana.

Hemos asistido juntos a reuniones socialistas y anarquistas. Al salir, mis ensueños libertarios se han encontrado un tanto aminorados... No he podido resistir la irrupción de la grosería, de la testaruda estupidez, de la fealdad, en un recinto de ideas, de tentativas trascendentales... No he podido soportar el aullido de un loco desastrado, al salir a recitar un artista de talento, porque estaba condecorado con la Legión de Honor; o el grito grotesco de un interruptor incomprensivo, en una peroración grave y noble; o al furioso cojo Libertad, vociferando contra el poeta Tailhade, y amenazando en plena escena con su muleta, en la fiesta misma en honor de Tailhade..., o a cuatro «anarcos» rabiosos, gesticulantes al rededor de Sévérine enlutada y pacificadora... No, no he podido resistir... Y, sin embargo, Ugarte, convencido, apostólico, no ha dejado de excusarme esos excesos, y se ha puesto hasta de parte del populacho que no razona, y me ha hablado de próxima regeneración, de universal luz futura, de paz y trabajo para, todos, de igualdad absoluta, de tantos sueños... Sueños.

Poeta, ha cantado a los caídos; periodista, ha procurado difundir entre nosotros las ideas que cree justas y verdaderas. Ha juntado a la predicación el ejemplo. Siendo persona de fortuna, hace una vida retirada, modesta; estudia y trabaja. ¿Por qué, sin tener necesidad, ha preferido al laborar reposado del libro, más intelectual, más fundamental, la tarea periodística, el oficio de cronista, duro y dificultoso, sobre todo en este vasto caleidoscopio de la capital de las capitales? París se llama Legión y Legiones: su multiplicidad no admite cánones; su abarcamiento exigiría vidas y vidas. Hay que ser veloz y vivaz para asir al vuelo tanta variedad. La observación debe ser cinematográfica. Quien pretenda señalar esta cualidad como un defecto en los que escribimos en los diarios, no está con la razón. Se puede ser ligero como el aire, y llevar el polen fecundador. Sé bien que entre los intelectuales la palabra periodista tiene una significación inferior. En este sentido, por ejemplo, refiriéndose a mi España Contemporánea, M. Rémy de Gourmont escribía: «Ce n'est pas du journalisme». En cambio, mi excelente amigo Gómez Carrillo me prodigaba por idéntico libro elogios que no merezco, considerándome únicamente como periodista... Tarea larga es la de contar a un público, y sobre todo a nuestro público, los hechos y gestos de París. Hay que naturalizarse parisiense, o serlo de nacimiento. Sabido es que se puede nacer parisiense en cualquier parte del globo. La palabra «parisiense», decía el otro día en la Sorbona un conferencista que sabía de lo que trataba1, tiene muchos sentidos; pues París es un Proteo que no se deja encerrar en fórmula alguna. Se entiende por espíritu parisiense, la ligereza superficial, la ignorancia escéptica, la ironía impertinente, y, sobre todo, el don de saberlo todo sin haber aprendido nada; pero también una esencia sutil, de razón y de finura; algo de vivo y de picante, un gusto de elegancia sólida y de vigor conciso, que responden muy bien al aticismo de la antigua Grecia. El escritor argentino se ha naturalizado parisiense. Siendo joven, ha podido librarse de varios peligros que entre nosotros, en América, han causado daños, como la exageración y el apego a lo que aquí se llamó «escritura artista». Es loable su tendencia a la literatura de ideas, en oposición al fácil zurcir de la literatura de glosas, de recetas y de palabras. Mas no faltará en España, o en América, quien al leer tal página suya en que vaya una expresión nueva, un giro osado, una frase sugerente, hable todavía de simbolismo y de decadencia. Aquel-Que-No-Comprende, no desaparecerá jamás de la faz de la tierra.

Proclama el Sr. Ugarte el amor de la acción, y se preocupa de la inercia moral de la juventud hispanoamericana. La juventud sin ideales, la juventud inútil, se trueca en perjudicial para la obra de progreso y bien sociales; tanto más que la creciente del egoísmo es mucha, y el considerar la vida como un festín en que hay que regalarse a toda costa, por la buena o por la mala: «hijo mío, haz dinero, si puedes honradamente; y si no lo puedes, haz dinero». Esto dice el Eclesiastés de los Apetitos, en la edad de los trusts.

Ha pasado el tiempo del aislamiento en las torres ebúrneas. De un modo o de otro, hay que ayudar a la consecución de la felicidad humana, a despecho de las duras filosofías de la crueldad y de la indiferencia. De consuno la voluntad tenaz y la fe luminosa ayudan a la invención de las soñadas Américas. Como en el cuento oriental, no hay que poner oídos a las invectivas que brotan a los lados del camino de la conquista.

No hay que dejarse dominar por las amenazas o intrigas de los malos demonios, de los bufones siniestros. La tenacidad y la virtud del trabajo bien dirigidas, llevan al logro del generoso deseo, el esfuerzo individual unido a la energía de todos, la unión de los espíritus en el gran objeto común, en el ideal universal. Es consolador, por lo menos, ver que existen almas decididas por la lucha de las nobles ideas, en una de las épocas en que más que nunca se ha manifestado y se manifiesta la innata tendencia a la guerra, la inacabable enemiga entre el eterno Abel y el inmortal Caín. Nuestros países necesitan particularmente de estos abiertos y sanos talentos jóvenes. Nuestras repúblicas de la América del Sur acaban de ser señaladas al mundo desde la tribuna francesa, por el ministro de Instrucción pública, como futuras sostenedoras de la civilización latina. Es la idea que vibra en los versos de Andrade, en las prosas de Alberdi y de Sarmiento.

La República Argentina tiene vasta tarea en el coro continental. Así los hacedores de la patria de mañana no han de ser gárrulos danzarines, ni tocados de superhombría, ni payasos neronistas, ni clubmen pomposos; han de ser obreros unidos y fraternales, alejados de todos los sectarismos y de todas las imposiciones, llenos de la ardiente ilusión de realizar el soñado propósito, en una inmensa concepción de la vida y de la humanidad.

La buena juventud francesa encuentra un estimador entusiasta en el Sr. Ugarte. Él ha observado, ha visto de cerca los nuevos movimientos, las enérgicas tentativas intelectuales y sociológicas. «Las generaciones recientes van a corregir el error de las anteriores, aplicándose a operar sobre los acontecimientos. Las indiferencias de antaño han pasado a la historia. Todos tienen interés en reformar o conservar lo que les rodea. Los jóvenes podrán diferir en cuanto a la intensidad de aplicación de ciertas ideas; pero todos están de acuerdo para ocuparse del bien común. Es un primer resultado apreciable, que debe tener su repercusión en América». Le interesa en gran manera la actitud de la juventud nuestra, de sus compañeros. Desearíalos a todos resueltos, como él, a la buena campaña, armados de valentía y de optimismo. Sabe los defectos del medio, y los lamenta. «La mayoría de nuestra juventud se ha acantonado hasta ahora en lo existente, negándose a saber si hay algo más allá de la verdad actual. No ha tenido esa voluntad de saber, que empuja a algunos hombres a discutir con su conciencia. Se ha contentado con resbalar sobre la superficie de las cosas, y con sacar el mejor partido de la vida, cediendo a un egoísmo inconsciente. De ahí que ciertas ideas, vulgares en otros países, parezcan en el nuestro originalidades extravagantes. La mayoría no está al cabo de las evoluciones del siglo, y persiste en aplicar a los hechos recientes un criterio anticuado. Muy pocos leen. La hoja diaria parece bastar para satisfacer las curiosidades de la mayoría. Y es inútil decir que los diarios, por excelentes que sean, no alcanzan a consolidar una opinión filosófica. Por esa causa, nuestra educación es tan superficial como nuestro carácter. Llegamos hasta mirar con cierto menosprecio al hombre ilustrado. Entre su ciencia y el facón de un valiente, nos decidimos por el último». El cuadro es exacto y triste; hay que bregar por que sea substituido por el florecimiento y actividad de elementos mejores. Hay que atacar por la fuerza, por el ridículo, por la acción, el superficialismo y el artificialismo. Cuando toda la juventud hispanoamericana se haya posesionado de la idea de su misión verdadera, una nueva edad comenzará. No es un porvenir de nubes pesimistas el que hace entrever una generación que cuenta con espíritus escogidos que no nombro, pero que en la conciencia de todos son vistos como los primeros; directores mentales, o pioneers robustos -fuera de la simple literatura.

El optimismo del autor de este libro nace de su temperamento personal; este buen escritor es un escritor bueno. La sabiduría de las naciones ha dejado en muy cuerdos proloquios establecida la exactitud de que el malo juzga todo según su condición. El bandido os dirá que todo el mundo es bandido. La falta absoluta de sentido moral hace preconcebir las cosas y los seres a través de un particular velo -un velo de nocturna frialdad-. Y el alma abierta y alada, no sabrá mirar sino bajo una luz benéfica. El campo es vasto, y mal haríamos en ir a levantar las piedras que ocultan víboras, cuando los árboles nos ofrecen sus brazos cargados de gloriosas esperanzas, flores puras, el frescor del retoño, el nido de la oropéndola. Esperemos en los bravos trabajadores, en los que piensan y obran, en la virtud de la palabra y en la fecundidad de la acción. Los averiados y los dañinos mueren en su propio daño. El porvenir quiere almas límpidas y matinales.

París, 1902.





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