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[Ponencia presentada en el Congreso Internacional «Autor teatral y siglo XX»: Madrid 26-11-98]


Albert Boadella





Hace escasamente seis años durante una corta temporada de la compañía en el teatro Odeón de París, fui severamente amonestado por uno de sus responsables porque al parecer mis actores no mostraban el distintivo de seguridad para penetrar en el edificio. El estricto monsieur me advirtió que de persistir en su actitud no les dejaría entrar en el teatro, ante lo cual yo sólo osé preguntarle: ¿... y entonces quién hará la representación? El silencio y la perplejidad con que respondió el caballero me llevó a deducir que el expedito funcionario no había reflexionado todavía sobre la posibilidad de este pequeño contratiempo.

Lamentablemente esto no es una anécdota aislada, hoy los buques insignia del teatro europeo están protegidos por lujosos y sofisticados medios de seguridad que paradójicamente parecen destinados a controlar o restringir la entrada de artistas en sus instalaciones, más que a evitar un hipotético rapto de Talía, aunque si excepcionalmente estos artistas consiguen penetrar, lo harán ya con el complejo de que aquel espacio no les pertenece y éste es sin duda el efecto buscado.

La fórmula se revela eficaz porque estos costosos edificios están regentados por una mayoría de personal que nada tiene que ver directamente con el núcleo en cuestión, me refiero a aquel núcleo que tampoco hace tantos años obtenía sus mayores glorias con un puñado de comediantes sobre una tarima iluminada por media docena de velas.

Pero en una sociedad sustentada exclusivamente en los valores del mercado, es obvio que todo se organice para funcionar bajo este orden; los edificios, la producción, la creación, los circuitos y la economía. En definitiva, el objetivo de todos incluido el teatro público es buscar un buen puesto en el mercado, esta estructura anónima que representa hoy la inmensa fuerza del nihilismo en su versión totalitaria y eficaz.

Hay mucha ingenuidad empeñada en sostener que el mercado dirige las artes como los antiguos mecenas las dirigían, y así afirman no encontrar diferencia alguna entre el Papa que encarga los frescos de la Sixtina a Miguel Ángel y cualquier encargo de una institución, sociedad estatal, evento nacional o fundación.

Sin lugar a dudas las diferencias resultan abismales dado que el sistema de mecenazgo imponía la representación de su propia definición del cosmos, de manera que el conjunto de artes empleadas por una corona o gran familia debían responder a un sistema coherente de ideas o símbolos.

A diferencia de lo que sucedía en estos sistemas de financiación, actualmente a nadie le importa lo más mínimo lo que el arte represente o se empeñe en representar. Produce cierta hilaridad comprobar cómo críticos o expertos definen hoy todavía algunas expresiones como «rupturistas» «revolucionarias» o «transgresoras», cuando nunca, quizás únicamente en Egipto, se ha visto una producción artística tan complaciente con el poder. Lo único que parece imprescindible es la rentabilidad, no sólo de la audiencia sino especialmente la rentabilidad mediática.

Por lo tanto y aún limitándonos al hecho estricto de la escritura teatral, hay que admitir que ésta se halla también desde sus más mínimos detalles, impuesta y adaptada para la estructura de mercado. El tiempo de ensayo, el texto previo que permite acotar este tiempo, las previsiones económicas creadas en función de esta estructura, el decorado que se construye paralelamente sin posibilidad de rectificación ante los ensayos, etc. Se trata de un procedimiento para eliminar hasta lo posible cualquier forma de riesgo y especialmente el económico.

Si alguien intenta transgredir esta estructura de mercado se encuentra automáticamente anatomizado. Sólo cabe recordar que cuando hace tres décadas aparecieron otras formas alternativas para abordar la creación teatral, a partir de colectivos o escenificaciones de alto contenido visual, cundió la alarma general. Como el mercado no tiene voz propia sino la de sus socios, los notables de la escena, erigidos en el búnker del verbo, pontificaban el orden jerárquico establecido y la indiscutible primacía del texto sobre cualquier otra expresión.

Algunos expertos y autores estuvieron afectados por brotes paranoicos contra estos rituales tan poco ortodoxos, donde una mayoría de esforzados actuantes trataban de hacerse comprender a base de contorsiones y gesticulaciones adornadas con alguna onomatopeya.

Con toda franqueza tengo que admitir mi parte de responsabilidad en la inducción de alguna de estas paranoias durante los tiempos de mis pecados de juventud, eran tiempos en los que estaba empecinado yo también en algún fundamentalismo gestual y las dudas sobre si merecíamos el calificativo de Teatro formaban el prólogo de cualquier crítica profesional del momento. La guardia pretoriana del teatro en mayúsculas parece hoy más tranquilizada cuando pregona enfáticamente el retorno del verbo sobre la escena, triunfante finalmente sobre las herejías.

No obstante, si me atrevo a definir como paranoia esta actitud es precisamente porque estas reticencias sobre nosotros han seguido incluso cuando recitábamos 120 folios sobre la escena. Quizás porque lo que no hemos variado de forma substancial es el proceso de escritura dramática.

Me refiero con ello a todo lo que acontece desde el día que decido desarrollar una imagen, una emoción, un personaje o un conjunto de palabras hasta el día del ensayo general. A menudo pasan dos años durante este intervalo, repartidos entre la aproximación personal, la preparación del conjunto y los seis meses de ensayo concreto. Obviamente un tiempo y unas fórmulas poco acomodaticias al mercado actual.

Es, pues, sobre este particular que voy a tratar de ampliar mis explicaciones, con las reservas que supone la simplificación de un recorrido complejo reducido a unos cuantos folios; es decir, con el convencimiento de que intentando sintetizar caigo en la frivolidad de conferir un valor absoluto a las palabras. Por tanto no entraré en el detalle preciso de una agenda de ensayos que acabaría resultando una descripción puramente anecdótica y más bien trataré de enumerar algunos principios amplios que puedan orientar sobre el confuso proceso de información, preparación y construcción de la obra.

He resumido los enunciados en diez apartados, o sea un decálogo, para mostrar de paso mi apego a una tradición judeocristiana que sintetizó en diez normas concretas la aproximación a lo inexplicable e intangible. Algo también cercano al arte y especialmente a la inmaterialidad del acto escénico.

En este caso los cinco primeros apartados son referidos al proceso de aproximación y los cinco restantes durante el fragor de la lucha constructora.

A continuación los enumero seguidos para pasar después a una descripción más precisa de cada apartado.

  1. «Efecto Maigret».
  2. Arte terapéutico.
  3. Poesía exhibicionista.
  4. Pudor de la tragedia.
  5. Complejo de vanguardia.
  6. Cuadrilla escénica.
  7. Caos. Orden. Caos.
  8. Distancia higiénica.
  9. Libertad limitada.
  10. «Tiempos Modernos».

Soy consciente de que el decálogo, sin más, tiene un significado similar a los mandamientos cristianos para un budista, por ello paso inmediatamente a su clarificación, no llamándolos mandamientos sino sugerencias.


1. El «efecto Maigret»

La primera fase de aproximación al esclarecimiento de una obra es semejante a la forma como el Comisario Maigret, creado por Simenon, se acerca cautelosamente, sin prisas, al esclarecimiento de un crimen. A través de un mugriento café con olor a calvados, una frase escuchada al azar o una imagen fugaz, va construyendo lentamente la figura, así como el móvil y la escena del crimen.

Al igual que el mítico comisario, nada tengo claro al principio, porque tampoco creo que un artista sea alguien particularmente inspirado sino mejor alguien capaz de inspirar a los demás. No obstante, como todo se halla a mi alrededor, no parece pues especialmente necesaria la fantasía, quizás sólo imaginarme algo ya existente.

El término apropiado, para entrar en esta dinámica sería «desvelar», no me sirve ni creación, ni descubrimiento, ni mucho menos experimentación que aplicada a la escena representa un título comercial de una pedante ingenuidad. Desvelar representa aquí devolver del olvido lo ocultado, pero no sólo en lo desconocido sino especialmente en lo existente y cotidiano.

Las manzanas y los melocotones están siempre sobre la mesa, pero Cézanne los transforma en obra, su utilidad o su función comestible dejan de ser relevantes, un valor oculto de los objetos, de las frutas y del lugar emerge a la luz. ¿Pero se puede afirmar que no existían?

En resumidas cuentas, lo esencial es admitir que el pintor o el dramaturgo es sólo el responsable técnico de la obra, no es su creador; el supuesto artista sólo es un conductor, la obra aparece gracias a la habilidad de este técnico dotado.

Lo auténticamente genuino de nuestra función es una pasión por desvelar lo oculto pero retenida bajo control, ya que si previamente creemos entender la obra, es mejor ahorrarse ponerla sobre la escena y obviamente escribirla entera antes de los ensayos. Sin embargo, hay que creer firmemente que todo está al alcance de nuestra mano, si no existe esta obsesión, se sustituye por la fantasía la cual conduce irreversiblemente a géneros menores.

En resumen, para empezar como decía Don Josep en El Nacional: mirar y oler, nada más.




2. El Arte terapéutico

Alentar un estado de captación de lo oculto significa también repeler algunas salidas aparentemente complacientes por lo fáciles. La más reiterativa es la concentración en el «yo» obsesivo que planea hoy sobre toda clase de expresiones llamadas artísticas.

Se vive obsesionado por la autocontemplación y la utilización directa de la comunicación pública convertida a menudo en terapia personal. Es la antítesis de los artistas clásicos que pintaron los sentimientos humanos como vistos desde fuera, acaecidos en tercera persona, sin inmiscuirse ni confundirse personalmente con ellos.

Hoy no hay más que leer un programa de mano teatral o el catálogo de una exposición contemporánea para constatar esta tendencia general a la práctica del psicoanálisis a costa del espectador.

Esta es una salida de emergencia aparentemente cómoda e incluso sedante pero que prescinde de la funcionalidad esencial de nuestro oficio, al no aceptar el «rol» de técnicos intermediarios entre la ocultación y la luz o de simples catalizadores de las neuras públicas en lugar de impudorosos exhibidores de las nuestras.

El siglo que dejamos ha exacerbado hasta la saciedad la imagen mercantil del artista desequilibrado, modelo de sí mismo, unas veces genial por sus rasgos histéricos y otras incomprendido por su hermetismo endogámico. Por ello cabría preguntarse si este no ha sido el reclamo para que un buen número de sujetos enfermos, muchos de ellos con problemas de expresión, hayan invadido los terrenos escénicos, utilizándolos como un acto egocéntrico destinado exclusivamente al propio beneficio, en vez de provocar una gratificante emoción pública a través de la entrega personal a la necesidad ajena.

Se trataría pues de añadir al mirar y el oler del anterior apartado el escuchar en vez de escucharse. Así de sencillo.




3. Poesía exhibicionista

Cuando se camina por este proceso de selección, surge el problema de cómo transcribir los puntos de luz que emergen entre las sombras desordenadas. Estas anotaciones pueden ser simples palabras, frases, signos, dibujos, o referencias a situaciones y personas, pero no debe reducirse todo a literatura ya que sólo representa una porción del acto escénico. La práctica, o llamémosle oficio, ya establece previamente el mecanismo de adaptar y albergar en los límites de un recipiente concreto los recorridos mentales y emocionales.

Este recipiente no puede ser otro que el espacio y el tiempo dramático, así como las formas consustanciales y acordes con las posibilidades del lenguaje escénico.

Me refiero especialmente al juego de reducción de la vida humana a un espacio y tiempo limitados, así como a la ampliación desmesurada de una microsecuencia o la miniaturización de una gran epopeya, un juego que significa ya de por sí una concepción poética de la comunicación. Tratar de trufar esta dinámica natural con otros lugares comunes y trillados de la poesía, conduce a una redundancia pedante que nos aboca al amaneramiento.

Pero esta naturaleza poética del acto dramático sólo es posible mantenerla si no sucumbimos a la tentación actual por el hiperrealismo, una simple habilidad que acaba siempre presentándose como el camino de la facilidad o la pura exhibición técnica.

En la época de los decorados pintados, aunque estos mostraran con apreciable fidelidad la realidad, no dejaban de significar, como toda pintura, una cierta abstracción. Ni el material, ni el forillo de jardines eran obviamente autenticidad, nada transgredía pues el concepto poético del juego escénico.

Cuando en La Gaviota del Teatre Nacional de Catalunya, por poner un ejemplo actual, se exhibe en escena una piscina con 50.000 litros de agua y un bosque de abedules corpóreos de tamaño natural, nos situamos más cerca de una atracción temática rusa de Eurodisney que del mismo arte que practicó Eurípides, Goldoni o Pirandello. Por mucho que se respeten las partituras de texto, este camino destruye cualquier inducción a la inspiración del espectador y consecuentemente al juego poético. Ni la música, ni el teatro son exactamente la reproducción de una partitura, quizás lo más sublime está precisamente fuera de ella.

No debemos olvidar que los orientales para evitar el realismo truculento del agua sobre la escena han mantenido la funcionalidad poética moviendo simplemente unos metros de seda natural. De lo que se deduce que cuanta más tecnología nos envuelve, más se multiplica la capacidad de sugestión y emoción de estas escrituras arcaicas.

Pero los buques insignia del teatro europeo dificultan esta funcionalidad escénica porque han sido construidos o adaptados en armonía con el mercado que genera una demanda mayoritaria de parques temáticos.

Mejor, pues, imaginarse recipientes más humildes para cocinar nuestros sencillos ingredientes naturales y dejar estos mausoleos para que los aristócratas del drama cocinen los congelados.




4. Pudor de la tragedia

Reconozco que este es un apartado personalísimo, tan íntimo que confieso mi total hilaridad y escepticismo cuando asisto a esta redundancia escénica que pretende convencerme sin humor de lo trágica que resulta la existencia. En este sentido he sido fiel seguidor de mi conciudadano Llanas, un polifacético personaje que unos segundos antes de expirar se enlazó dificultosamente las manos a modo de saludo y susurró passi-ho bé senyor Llanas (usted lo pase bien señor Llanas).

Con este gesto antiépico, su muerte alcanzó la divertida grandeza trágica que conduce a una forma digna y profunda de terciar en el inevitable infortunio de la vida. Bajo esta sugerencia, el humor no es más que una sutil intervención para que la fatalidad deje de ser un vulgar melodrama, convirtiéndose también en sorprendente transformación de la obviedad trágica a un estadio menos primitivo. Desde esta óptica, pues, yo sólo actúo de intermediario entre la desdicha cotidiana y el público. Por lo tanto no esperen de mí ningún exhibicionismo trágico si no está dignificado por la risa.




5. Complejo de vanguardia

Resulta difícil sustraerse a este complejo durante la fase previa de selección. Es un complejo avalado por el clamor de las élites y sustentado por la política, que insiste monótonamente en los términos contemporáneo, vanguardia y modernidad como aval previo para tener en cuenta una obra.

Lo contemporáneo, el más utilizado de los términos, viene a ser sencillamente lo que coincide con el tiempo. Miró por más que se esforzara en ser un pompier del paleolítico fue un pintor contemporáneo de la España de Franco, como lo fueron las felicitaciones de Ferrándiz. No hay obras más o menos contemporáneas, o lo son, o no lo son cuando su realizador ha pasado a mayor gloria. De todo ello se deduce que calificar algo de contemporáneo es una expresión equívoca porque no añade ningún valor ni informa de nada.

La modernidad es otra confusión, en todos los tiempos ha existido una modernidad pero ésta no puede conocerse hasta el siguiente momento de modernidad. Nadie puede saber en qué consiste la modernidad del momento presente porque para saberlo tiene que haber desaparecido ese momento y entonces ya se habrá presentado una nueva modernidad. No podemos hoy saber si la modernidad la está señalando el señor Barceló, la Fura dels Baus o el maestro Macarrón pintor de celebridades, ya que no conocemos qué extravagante decisión tomarán en el futuro los clientes, el público, los críticos, los filósofos, la tecnología y el tiempo que es, en definitiva, la suprema fuerza de síntesis.

Sólo podemos arriesgar hipótesis, pero preveyiendo que la modernidad se ha mostrado siempre de un efímero lamentable.

Difícilmente hay algo con menos modernidad que una escultura egipcia o una comedia de Aristófanes, sin embargo su artisticidad deja en ridículo a Andy Warhol o Botho Strauss cuya modernidad parece incuestionable. En pleno éxito de la modernidad del gótico del siglo XIII se continuaban construyendo basílicas románicas cuya artisticidad comparada con los góticos coetáneos era avasalladora. Por tanto la modernidad de una obra no añade nada a su valor artístico.

Por último nos queda el más desdichado de los calificativos: la Vanguardia. Según el diccionario, significa estar en el punto más avanzado o adelantarse a los demás. Ante ello sólo cabe preguntarse escuetamente. ¿Tàpies va por delante de Velázquez? ¿Algún dramaturgo actual está más avanzado que Shakespeare, Sófocles, Molière o Tirso? Esta confusión es consecuencia directa de utilizar un término casi exclusivamente militar para cuestiones artísticas.

En los momentos actuales uno trabaja con más tranquilidad y libertad aceptando a priori el calificativo reaccionario, que viene a ser el castigo por abominar de la descarnada comercialidad, encubierta bajo los términos contemporaneidad, modernidad o vanguardia.




6. Cuadrilla escénica

Ahora ya estoy bajo nuestra cúpula geodésica convertida en sala de ensayos, a mi alrededor se hallan unos colegas, fieles compadres de lances y desventuras teatrales que esperan con mirada de cómplices.

Se trata de un pequeño grupo de acérrimos individualistas con los que paradójicamente llevamos muchos años trabajando en común. El mutuo conocimiento deja muy claros los límites de nuestras posibilidades, lo que obviamente libera de utopías frustrantes pero facilita a cambio la comprensión rápida de mis escrituras imprecisas o mis sugerencias inconcretas que ellos convierten fácilmente en actuación práctica.

Con anterioridad, durante mis aproximaciones mentales al tema, yo he mantenido una total lealtad con ellos, ni una sola situación o personaje tenía un rostro imaginado, extranjero a la cuadrilla. No he tenido nunca fantasías con Robert de Niro o Irene Papas y no digamos ya con Flotats o Nuria Espert. La fidelidad es mutua, ellos tampoco me ponen cuernos con otras metodologías. Este es un arte intrínsecamente colectivo y en la medida en que se domina esta limitación se hallará la clave para obtener la colosal potencia de la armonía común. Como en la música, no puede existir seducción, belleza ni emotividad sin armonía. Lógicamente esto requiere el cuidado de aspectos marginales al epicentro creativo, pero de no cuidarlos, uno puede acabar esclavo de las pequeñeces más miserables que terminan causando daños irreparables a lo esencial.

¿Cómo es posible embarcarse en una aventura imprecisa y apasionante limitada por normativas laborales o sindicales? ¿Cómo pretender trabajar en una expresión colectiva si nadie se siente coautor del acto?

En la cuadrilla se comparte igualmente el botín y las persecuciones, pero no debemos confundirnos, esto nada tiene que ver con algunos grupos de amiguetes autocalificados presuntuosamente como «colectivos», sólo porque juntos comparten la ignorancia del oficio y el escarnio a los mitos ácratas.

Nuestra cuadrilla está perfectamente militarizada, existe un protocolo jerarquizado basado en el conocimiento y la experiencia, están los aprendices, los oficiales y los jefes, se reparten los derechos de autor en distintas proporciones participando del botín incluso el escenógrafo, o ¿es que se puede sostener seriamente una responsabilidad autora del acto escénico, exclusivamente para el guionista literario?

En resumen llevamos sobreviviendo así 36 años, todo ello indudablemente tiene sus contrapartidas pero nada es comparable con la prostitución que obliga a exhibirse diariamente en los actos y lugares de moda a fin de poder trabajar para el mejor postor. Este tiempo perdido nosotros lo dedicamos a ensayar.




7. Caos. Orden. Caos

El título describe sintéticamente el proceso de transmisión entre artista y público. En el momento de iniciar los ensayos yo sólo he reunido diversos puntos de luz, es decir, un caos con fragmentos de textos, imágenes, acciones, personajes y gran cantidad de impresiones dispersas. Casi nada debe darse por acabado, los ensayos estarán destinados a ordenar y codificar estos distintos materiales, limitándolo todo en unas medidas de tiempo, espacio y ritmo. Paradójicamente cuando la obra se enfrenta al público, éste la desordenará de nuevo para sentir directamente el caos inicial.

El público no recibe de Beethoven la partitura de la 7.ª sinfonía sino que crea un puente directo con las impresiones íntimas del compositor cuando éste la estaba componiendo. La escritura es simplemente un vehículo con el que llegan los contenidos emocionales; por lo tanto, un material funcional pero no artístico en sí mismo.

En este sentido lo que es el oficio teatral se reduce a la habilidad técnica para conseguir penetrar en el interior del espectador una diversidad de impresiones y opiniones; por ello todo lo que acontece en la sala de ensayos deberá tener el límite y la obsesión por la comprensión del supuesto espectador que se hallará siempre presente en la mente de todos. No debería existir pues primacía para la endogamia, sino para fabular mentalmente unos espectadores imaginarios con los que constantemente jugamos a inquietarlos, sorprenderlos o indignarlos. Cuando se inician los ensayos aparece una especie de puzzle con infinidad de piezas desordenadas, con el tiempo se va colocando cada fragmento en el sitio armónico y construyendo las piezas que faltan para acabar el cuadro. El objetivo de este proceso no es otro que dotar del mismo valor en la escritura escénica a un silencio, el ruido de un objeto o la frase ocurrente, desde la óptica de los contenidos el objetivo es más impreciso pero podría ser en última instancia, sistematizar el caos y contribuir así al descrédito del mundo real.




8. Distancia higiénica

Parece sensato que nadie debería utilizar su propio rostro para representar al otro, y mucho menos una divinidad. En este sentido la antigüedad nos muestra cómo la máscara es un objeto consustancial con el arte de la interpretación.

Forma parte pues de algunos impulsos primarios el establecer una distancia higiénica con la representación de un ser ajeno. Pero el problema no atañe únicamente al camuflaje externo del actuante sino también a sus impulsos internos, porque utilizar el propio modelo para deducir las motivaciones y sensaciones de los demás es una reducción empobrecedora que induce a la confusión sobre los límites del juego.

En nuestra cuadrilla la forma de aproximación a la máscara consiste en construir los personajes con la distancia que el escultor modela su figura; las razones del personaje tampoco son siempre las dominantes sino que está modelado esencialmente en función de la armonía imperante en la estructura dramática.

Es evidente que en nuestro caso ello viene posibilitado por el mero hecho de una construcción dramática creciendo junto a la evolución de los personajes. Pero, además, esta forma de penetrar en ellos evita la erosión mental que acaba por convertir al actor en un ser extravagante y ridículo por su alto grado de deformación profesional. Resulta casi generalizado el patético y amanerado espectáculo de unos actores ya sin guión incapaces de acotar el teatro exclusivamente en sus recintos.

Quizá por eso me siento especialmente halagado cuando alguien me reprocha que los actores de Els Joglars fuera de escena son toscos como campesinos, o sea, que no parecen ni actores. De ello deduzco que se hallan en su sano juicio porque dominan los límites del juego.




9. La libertad limitada

La libertad puede quizás tratarse de un valor esencial en la política, la moral, la ciencia o la información pero no lo es especialmente en arte, donde infinidad de obras grandiosas han sido coetáneas de normativas extremadamente represivas. Parece más bien que la contención aporta mayores posibilidades para la estructuración ingeniosa de un lenguaje.

La obsesión por la genialidad individual que se ha extendido actualmente hasta cualquier modesto artesano ha necesitado provocar el rechazo hacia la tradición, en la misma medida que incita a la revolución compulsiva de toda forma estable, en aras de una supuesta libertad. El resultado es la descodificación general y la desaparición de referencias para el auditorio que se siente incapaz de emitir un juicio sólido sobre lo que se le está ofreciendo. En este magma general de la confusión, como es lógico el mercado campa a sus anchas bajo la orientación de los grandes bloques mediáticos erigidos en expertos.

Sin duda las artes plásticas han sido las mayores víctimas de este contexto, pero también en la escena sufrimos las consecuencias, porque no es posible crear una dimensión sólida del juego sin estar poseídos de una cierta tradición. Por ello me he empecinado en mantenerme 36 años en cuadrilla tratando de generar algunos principios, a pesar de que el entorno gremial es refractario a la conservación (que nada tiene que ver con la repetición de lo putrefacto). Para contrarrestar este clima he tratado de imponerme a menudo límites artificiales o imaginarme con precisión un hipotético encargo a fin de conseguir con ello el acercamiento a la funcionalidad de una obra.

Quizás trato de huir de esta angustiosa libertad que me permite hacer lo que me plazca sin barreras de tradición, necesidad pública o moral.

En el contexto de esta mitología de la libertad creativa siempre me acompaña el pánico de estar construyendo una expresión de lujo que no se corresponda con las necesidades profundas de un hipotético auditorio. Con toda franqueza, me sentiría más confortado trabajando encargos para Lorenzo de Médicis, con lo cual los límites y la utilidad estarían asegurados o por lo menos tendría el estímulo de subvertir sutilmente estos límites.




10. «Tiempos Modernos»

En la magnífica película de Chaplin que lleva este título hay una escena donde el cívico «Charlot» corre detrás de un camión al que se le ha caído la banderita roja del límite de carga. Durante este trance, una manifestación de parados circulando por la misma calle se sitúa detrás de Chaplin confundiéndolo con el líder sindicalista por sus movimientos con la bandera roja. A partir de aquí obviamente «Charlot» termina en la cárcel.

Algo parecido nos ha ocurrido en diversas ocasiones, condicionándonos nuestro futuro. Nosotros sólo deseábamos hacer un teatro vinculado a la tradición de reflejar el entorno inmediato y esta actitud estrictamente profesional dónde primaba el oficio sobre todo, ha generado el conflicto en numerosas ocasiones. En esta dinámica de acción-reacción, la ética y el compromiso han sido asumidos forzados a veces por las circunstancias. Quizás no era nuestro deseo pero no había retroceso posible, el público nos había colocado el banderín de «Charlot» y esto es irreversible. Aunque a esta peculiar posición nos haya conducido el puro azar, sería una canallada no aceptar gozosamente el privilegio. Ética y estética han protagonizado pues desde entonces cualquier planteamiento no sólo en la construcción de una obra sino también en la relación con las administraciones culturales y políticas, lo que no garantiza tampoco mayor calidad pero evita úlceras.

No quiero terminar este decálogo sin citar otro que apareció anónimamente en nuestra tablilla de ensayos y que posiblemente refleja mejor la realidad que lo tratado hasta ahora:

  1. 10 fases de un proyecto

  2. Optimismo General.
  3. Fase de desorientación.
  4. II Fase de desorientación.
  5. Confusión total.
  6. Periodo de cachondeo imparable.
  7. Búsqueda implacable de los culpables.
  8. Castigo ejemplar a los inocentes.
  9. Sálvese quien pueda.
  10. Discreta recuperación del optimismo perdido.
  11. Finalización inexplicable de la obra.









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