Poetas políticos y ejecutivos bohemios
Luis García Montero
[En José M. Mariscal & Carlos Prado (eds.), Hace falta estar ciego (Poéticas del compromiso para el siglo XXI), Madrid, Visor, 2003, pp. 11-23.]
Una vez más un libro sobre literatura y compromiso. Pocos debates intelectuales parecen tan aburridos, tan estudiados, tan pasados de moda, tan irritantes, tan falseadores. Pero, al mismo tiempo, pocos debates siguen tan vivos, exigiendo matizaciones, respuestas más allá de la moda o de las coyunturas personales, y no sólo por los requerimientos circunstanciales de la opinión pública, sino por la lógica privada de la creación. Cuando uno está más inclinado a cancelar el tema, cansado de dar respuestas y de jugar con reflexiones mil veces repetidas, surgen los problemas sociales o las inquietudes creativas que nos asaltan como si fuesen una novedad, nos conmueven y nos devuelven a la arena de la discusión. Tal vez las reapariciones de temas pasados de moda, la actualidad insistente de palabras y argumentos que fueron colocados hace tiempo en el desván de las preguntas, tengan alguna significación. La permanencia de un asunto cancelado siempre quiere decir algo; al menos alude a una puerta inclinada a cerrarse en falso. Las discusiones sobre arte y compromiso, sobre los intelectuales y su vinculación con la sociedad, suelen situar el problema en el ámbito de la voluntad individual y en las relaciones directas o lejanas del autor con la política. Conviene recordar que se trata sólo del aspecto más superficial de las implicaciones profundas que siempre hay entre la creación y la historia. Es, por tanto, una manera superficial de acercarse a la entidad de lo individual, a la historia y a sus creaciones. La literatura es histórica y hace historia porque el escritor vive en un tiempo concreto, como ser histórico, y responde a las exigencias de ese tiempo y de la tradición literaria, que es también histórica. Sólo puede definirse como individuo y como escritor en la historia, sólo puede buscarse, crearse a sí mismo, a partir de ella. La ideología, ya se sabe, no es un conjunto de ideas políticas fijas, sino el contradictorio movimiento de valores que pone en juego nuestra mirada al observar y comprender el mundo. Un beso es tan histórico como una comisaría o como un golpe de Estado (que jamás abolirá la historia). Pensar en la historia, sabernos historia que se hace, es la única forma de plantearnos la libertad de nuestros poemas o de nuestros labios. La voluntad individual y la conciencia no dependen de decisiones que podamos tomar al margen de los interrogatorios y de los deseos de la historia, sino de las respuestas que damos en el inevitable interior de sus movimientos, siempre tan complejos como una estrofa mal resuelta.
Por eso se ha repetido, y con razón, que los poetas puros son tan sociales como los poetas comprometidos. Representan también una decisión, un modo determinado de vivir en la historia, una toma de postura. Pero hay algo más, porque debe tenerse en cuenta, y esto es menos frecuente, que las purezas poéticas pueden y suelen esconder una aspiración de compromiso. No me refiero al compromiso con el género, la dedicación insobornable y personal a la poesía, sino al compromiso político. El poeta que se lava las manos no tiene por qué ser confundido con Pilatos. Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, fue un poeta puro por compromiso. Su poesía desnuda surgió como una consecuencia más del regeneracionismo cívico, y la torre de marfil significó en él una militancia social. La higiene intelectual que el poeta impone en sus versos revela al trabajador disciplinado, heredero de las lecciones krausistas, que se define moralmente ante las preocupaciones sociales por el rigor privado con el que desempeña sus tareas. En las ilusiones de un regeneracionista español nacido en el último tercio del siglo XIX, las sociedades sanas acogen el sonido de los yunques y la música de los poetas para olvidarse de la demagogia de los políticos corruptos. Resulta muy ilustrativo el modo con el que Juan Ramón Jiménez quiso presentarse en 1907, en la «Autocrítica» publicada por Renacimiento: «He sido niño, mujer y hombre; amo el orden en lo exterior y la inquietud en el espíritu; creo que hay dos cosas corrosivas: la sensualidad y la impaciencia; no fumo, no bebo vino, odio el café y los toros, la religión y el militarismo, el acordeón y la pena de muerte; sé que he venido para hacer versos; no gusto de números; admiro a los filósofos, a los pintores, a los músicos, a los poetas; y, en fin, tengo mi frente en su idea y mi corazón en su sentimiento».
Después de los fracasos de la acción política directa, de la degradación de las esperanzas republicanas y de la farsa de la Restauración, los intelectuales buscaron un marco diferente, más sincero y más útil que las declaraciones huecas de la España oficial. Por eso buscaron la intrahistoria, el alma española, sedimentos de verdades nacionales a las que sólo se podía llegar a través de las actividades cotidianas y silenciosas del tejido social. Frente al descrédito de una política corrupta y falseadora, el trabajo privado se convirtió en una moral regeneracionista, en una forma segura de ayudar a la consolidación cívica y al progreso nacional. A principios del siglo XX, Unamuno confiaba en los buenos profesionales más que en los cargos públicos, y pedía a los padres de familia que alejaran a sus hijos de la política. Juan Ramón Jiménez, preocupado por los males de la nación, autor juvenil de poemas anarquistas, decide convertirse en un buen profesional de la poesía, un trabajador limpio, concienzudo, riguroso. Odia el costumbrismo del café y los toros, no duda en declararse anticlerical y antimilitarista, desprecia a los verdugos y a los que firman penas de muerte, pero su modo de participar en los compromisos sociales descansa en una certeza laboral: «sé que he venido para hacer versos». Se trata de su trabajo, de su rigor, de la regeneración pública a partir de la moral privada. Y como la mujer ha sido la habitante tradicional de lo privado según el reparto social de papeles, Juan Ramón no duda, por poeta y por regeneracionista, en identificarse con la condición femenina, por medio de la cual aspira a intervenir en el ámbito público: «He sido niño, mujer y hombre...».
Juan Ramón toma decisiones estilísticas a partir de su situación histórica, una situación que comparte con otros jóvenes escritores de su época. La revista Alma española (1903) acogió el esfuerzo de autores nuevos que no podían distinguir, pese a las apariencias, entre afanes literarios y vínculos sociales, entre rigor profesional y compromiso público. Azorín, por ejemplo, publicó el artículo «Arte y utilidad» para facilitar el entendimiento equilibrado de los ideales artísticos y de las necesidades históricas de la nación. Si «ante todo el arte tiene en sí mismo su finalidad propia que es la belleza», también debe considerarse que «hay una razón que estará por encima de sus razones: el bienestar social; hay un instinto que pesará sobre el instinto estético; el instinto vital». Pero todas sus consideraciones parten de la certidumbre de que «el artista puro es tan útil a la sociedad —por lo menos— como el mercader o el industrial». Y esta utilidad surge del compromiso con su propio trabajo que deben mantener los intelectuales, los artistas, los poetas. También en Alma española, Gregorio Martínez Sierra defendió el lado regeneracionista de los jóvenes escritores, entregados a su tarea con una pulcritud obsesiva, dueños de una atmósfera e, incluso, de un vocabulario profesional. El modernismo de la «Nueva generación» tiene el santo compromiso del trabajo: «No creo yo que entre los pensadores de buena fe haya quien juzgue todavía que la literatura no es trabajo... Esta nueva generación produce, luego trabaja. El trabajo es santo siempre que no se emplee para logros infames o rastreros».
Juan Ramón iba a mantener durante toda su vida la identificación del arte por el arte y el trabajo por el trabajo. La dignidad social de la poesía, de la poesía por la poesía, se plasma en una Política poética (1936), defensora de un comunismo lírico que espiritualiza el amor al trabajo: «he sido testigo de grandes bellezas del trabajo por el trabajo o por una relación, un enlace, una escapatoria entre el trabajo y otra circunstancia que lo acompaña hermosamente». El poeta que iba a mantenerse fiel a la Segunda República, el poeta que iba a morir en el exilio, representando a la cultura española opuesta al régimen franquista, era el mismo poeta que se mantenía fiel al arte limpio, puro, partidario de una palabra cada vez más desnuda. Por voluntad regeneracionista, Juan Ramón estuvo con la minoría siempre, y escribió para la inmensa minoría.
No olvidemos, pues, lo que hay de compromiso histórico en la pureza. Pero, claro, tampoco podemos olvidar lo que hay de compromiso lírico en la poesía política. No quiero enredar el asunto con paradojas, pero el pensamiento lineal carga con sus propios contrasentidos y me interesa señalar la complejidad de un tema que suele cerrarse en falso para dejar el camino abierto a las opiniones despectivas y a las alabanzas desaforadas, a los desprecios fáciles y a las legitimaciones injustificadas. Los verdaderos poetas, aunque estén muy presionados por las exigencias de la realidad, parten de ellas para responder a un interrogatorio muy anterior, que depende de las obsesiones y de las demandas del género. Si el irracionalismo acaba volando casi siempre a ras de tierra, el realismo pone a veces los pies en el suelo para saltar al corazón de la poesía. Blas de Otero, por ejemplo, tituló «A la inmensa mayoría» el poema inicial de Pido la paz y la palabra (1955). Es un poema de circunstancias, porque sirve de prólogo a un libro, porque pretende señalar un cambio de voz del poeta, que transforma su crisis existencialista en apuesta social, y porque parece pegado a la piel de la posguerra. La última estrofa, incluso, está fechada y firmada como un testamento:
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Blas de Otero. |
No se puede negar que las tragedias de la Guerra Civil, la II Guerra Mundial y la dictadura de Franco marcan la atmósfera de este poema, en el que el aire apesta a muerto, los bombarderos son ángeles atroces que cruzan el cielo y los barcos de guerra, horribles peces de metal, recorren las espaldas del mar. La desesperación del poeta es la desesperación del ciudadano que sufrió la guerra y padece la represión, y que se dispone por fin a bajar a la calle para luchar junto a los demás por la paz y la palabra. Blas de Otero, sin embargo, no sólo escribe impulsado por las circunstancias, sino por una estirpe lírica muy precisa que ha servido para plantear la crisis subjetiva de la modernidad, y por tanto la crisis poética, a partir del Romanticismo. «A la inmensa mayoría» recoge la experiencia del poeta en la ciudad contemporánea, para dialogar no sólo con Juan Ramón Jiménez y sus inmensas minorías, sino con autores como Baudelaire y Bécquer, que descubrieron en el espectáculo de la ciudad moderna la fugacidad de la condición y de las palabras humanas. Bajaron a la calle, pasearon, observaron cómo en pocas horas se derribaban palacios antiquísimos, cómo los bulevares nuevos sustituían de golpe a los barrios viejos de las ciudades, y comprendieron la falsedad de los valores eternos, de los dogmas, corroídos por una fugacidad inevitable. El poeta baudeleriano perdió su aureola al saltar en la calle para que no lo atropellara un coche. La velocidad era el nuevo código que marcaba la vida, y el poeta tuvo que obligarse desde entonces a desmentir con lucidez todos los consuelos eternos ofrecidos por el corazón y por los embelecos de su necesidad. La ciudad, Bilbao, está presente en Blas de Otero, y el existencialismo de su voz no es sólo la consecuencia de unas guerras concretas, sino la permanencia de una herida romántica. El poeta de Ángel fieramente humano y de Redoble de conciencia, ese eterno fugitivo, se sabe componente de una generación desarraigada, admite que no tiene más destino que el de apuntalar ruinas. Se trata de su circunstancia, pero su circunstancia no lo encierra en una coyuntura, no le quita transcendencia, no lo condena a la anécdota. Al contrario, es esta circunstancia la que sirve para dar sentido personal a una estela poética muy amplia, a uno de los ejes de la poesía contemporánea: la negación romántica de la inmortalidad, según el famoso poema de Coleridge. La modernidad no sólo fue el proceso de madurez de una sociedad libre, sino también la toma de conciencia de que es precisamente la libertad la que nos deja solos en el mundo, sin la coartada de los dioses y la inmortalidad, abandonados a nuestro propio vacío.
Los poetas han caído a veces en la tentación de pensar que la inconsistencia del mundo se debe sólo al predominio negativo de los artificios humanos. Por eso el género jugó a oponer naturaleza y civilización, algo que aprovecha de soslayo Blas de Otero al relacionar el vuelo mortífero de los aviones con la inocencia de los ángeles y la travesía metálica de los barcos con la agilidad de los peces. Pero esta oposición entre los movimientos naturales y el progreso de la civilización sólo tiene un crédito limitado en los territorios de la lucidez. Los consuelos esencialistas duran poco a la luz de la inteligencia, sobre todo cuando las esencias y las crisis se interiorizan. Las tensiones entre un yo puro y la sociedad fracasada, entre las esencias y los sistemas, fueron ampliamente desbordadas por los poetas que se atrevieron a llevar hasta el final los rumbos ideológicos de las vanguardias. La poesía que intentó refugiarse en una subjetividad pura, descubrió la crisis en el interior de la subjetividad, un ámbito vacío en cuanto queremos separarlo de la historia. García Lorca, Alberti, Cernuda, Neruda convierten la vanguardia en la confirmación del vacío íntimo del sujeto moderno, el sujeto que descubre las mentiras de su identidad, los consuelos de sus sublimaciones interiores. Por eso escriben sobre trajes vacíos, cuerpos sin desnudo, hombres deshabitados, muertos vivientes, asesinados por el cielo que siguen caminando por la ciudad. Son los símbolos de una crisis que afecta a la subjetividad cuando encuentra en su interior las mismas mentiras que denuncia en la sociedad. Antes que los poetas vanguardistas, Leopardi, Espronceda, Larra, Baudelaire o Bécquer se habían referido a una realidad habitada por muertos, para aludir a las crisis de vacío que provocan las tensiones entre la lucidez y el deseo aplicadas a la subjetividad. Es otro de los ejes de la poesía contemporánea, y a él responde Blas de Otero cuando escribe:
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Si la pureza de Juan Ramón asumía una actitud política regeneracionista, el compromiso de Blas de Otero asume un interrogatorio clave en la más rotunda tradición poética contemporánea. El aire no sólo apesta a muerto por las guerras de la primera mitad del siglo XX, sino por el fracaso de los intentos subjetivos a la hora de afrontar la crisis de la modernidad. Al romper todos sus versos el poeta no hace un acto de demagogia populista, porque sus preocupaciones responden al corazón de la poesía en la cultura urbana. En una de las prosas de Historias fingidas y verdaderas (1970), Blas de Otero escribe: «El yo, por su misma configuración, deviene en hoyo, en vacío, al extrañarse del tú y quedar desterrado del nosotros». Cuando el poeta afirma que daría todos sus versos por un hombre en paz, sabe que ese hombre no puede encerrarse en el hueco de su yo y que no puede ser arrancado del nosotros. Bajar a la calle significa pedir la palabra, no sólo contra el silencio de la dictadura franquista, sino contra el descrédito del lenguaje, contra los peligros de un lenguaje dispuesto a renunciar a su capacidad de diálogo. El hermetismo o la destrucción lingüística como símbolo de un contrato social fracasado significan opciones propias de la poesía contemporánea. La bajada a la calle, a la república, al diálogo en el territorio común, también es una opción lírica, ya sea para abordar asuntos políticos o amorosos. Por supuesto, son opciones poéticas con unas repercusiones ideológicas obligadas a caminar por tierras movedizas.
La lucidez histórica de Blas de Otero y su compromiso como poeta no descansa sólo en el contenido de sus versos, sino en la reflexión que hace ante el folio en blanco. Decide escribir una poesía concebida como diálogo, y hace del poema un espacio legítimo de los individuos vinculados con su sociedad. Para que sea posible el diálogo resulta tan imprescindible defender la libertad (la paz) individual como la responsabilidad (la palabra) colectiva. En otro momento de Historias fingidas y verdaderas, se refiere así a la defensa de la singularidad individual: «la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es intentar sacrificar este reducto en aras de una prosperidad nacional, porque ¿con qué mano va uno a combatir si no disponemos de ella plenamente?».
El carácter histórico de la literatura es, pues, una realidad compleja, dinámica, difícilmente cuestionable, que no puede cancelarse con los debates superficiales sobre el contenido de los textos. El compromiso social aparece de forma insistente como asunto de debate porque la conciencia crítica resulta un impulso clave, de raíz, en cualquier actividad intelectual y porque las posturas ante el lenguaje son siempre posturas sociales. La elección del tono, la renuncia al diálogo o su búsqueda, la dignificación de los artificios o su condena, la apuesta por los esencialismos o el esfuerzo por delimitar un sentido histórico común, son elecciones comprometidas poéticamente que van más allá de los contenidos. Su significación ideológica depende, incluso, del momento de la elección, del lugar estratégico que se quiere ocupar dentro de las contradicciones sociales.
El desprestigio actual de la política, provocado por la corrupción y por los falseamientos de la representación democrática, pudiera haber motivado una nueva justificación de la torre de marfil. Aunque no conviene nunca ejercer de profeta, parece que no van por ahí las soluciones. La profesionalización de la poesía, el conocimiento riguroso del oficio, no tiende ahora a crear una distancia original entre el lenguaje del poema y el de la sociedad. La profesionalización coincide en este caso con una voluntad de ciudadanía. ¿Por qué? Creo que las torres de marfil y las geografías antisociales están hoy demasiado ocupadas por otro tipo de gentes. Por lo que se refiere a la situación actual, no se le ha prestado la atención que merece al hecho curioso de que los políticos y los ejecutivos del capitalismo más recientes se estén transformando en unos bohemios y vivan a su aire, bajo una leyenda muy parecida a los vértigos de la moral poética. El poeta bohemio se caracterizó por exaltar la voluntad antisocial, huir del trabajo regular, odiar la rutina, vivir en los excesos del riesgo y renunciar a cualquier concepción del tiempo que no significase una apuesta por el presente inmediato. Tendían a confundir la libertad con el fragmento. Los análisis del capitalismo neoliberal caracterizan la sociedad contemporánea con valores parecidos. Los nuevos capitalistas están acabando con los estados, se sienten muy incómodos dentro de los vínculos sociales, consideran como un peligro la rutina de la seguridad laboral y los trabajos fijos, imponen la incertidumbre anímica de la subcontratación y de los negocios que pueden salir mal, admiten el riesgo de una economía que prefiere desembocar en bancarrotas y en apagones antes que quedarse paralizada, y cancelan cualquier experiencia histórica, ya sea laboral o política, que no se resuelva en la flexibilidad de un presente infinito. El elogio de la realidad fragmentaria y la exaltación de las diferencias son mecanismos que evitan una respuesta conjunta, globalizada, al poder que ejercen sobre el mundo. Su capacidad de escándalo y de moral antisocial supera con creces los peores sueños de la poesía maldita.
Sí, los ejecutivos y los políticos neoliberales viven con la moral de los viejos poetas bohemios. Quizás por eso los nuevos poetas vuelven a preocuparse hoy por vivir con los pies en la tierra.