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Paul Leduc, vuelta por unos fueros perdidos

Sergio Ramírez





En noviembre se ha inaugurado en los salones de la Orangerie del Palacio de Charlotenburgo en Berlín, una gran exposición de arte mexicano de la revolución, que incluye principalmente grabados, y reproducciones fotográficas en color de murales de Orozco, Siqueiros, Rivera. Al mismo tiempo el cine Arsenal, junto con la filmoteca de la ciudad, presenta una retrospectiva fílmica sobre igual tema, en la cual se incluye desde la versión de Jay Leydas de ¡Qué Viva México! la película nunca concluida de Eisenstein, hasta el ¡Viva Zapata! De Elia Kazan. Y entre ellas, un film mexicano de un director joven, que para mí ha constituido una extraordinaria sorpresa por su calidad, (sorpresa que no será para muchos pues el film tiene fecha de 1972). Se trata de Reed, México Insurgente de Paul Leduc.

En Centroamérica, debido a nuestra tradicional familiaridad con el cine mexicano, hemos aprendido a desconfiar de su pasquinería sentimental, por un lado -no basta ser madre/mi madrecita/la pequeña madrecita/como todas las madres/madre adorada/cuando los hijos se van/cuando los hijos se quedan… reza la letanía; y por otro de la hueca retórica musicalizada con sones rancheros en que fracasan sus películas sobre la revolución. Y no solo es ese cine rodado a cinta por semana -el churro o taco fílmico- el que ha patentado ese reinado; porque cuando aún con la mejor buena voluntad uno se dispone a ver lo que se presenta como «nuevo cine mexicano», la decepción resulta doble. Simplemente se agrega al eastman-color panorámico un libreto lleno de rimbombancias y allí está por ejemplo El jardín de la tía Isabel, la historia del naufragio de un galeón español, con diálogos tan elocuentes que son casi rimados; o Ángeles y querubines, una historia de vampiros surrealistas con escenas demasiado familiares, para no hablar sino de dos de las participantes en recientes festivales europeos.

Por eso digo que el film de Leduc, sorprende; y tampoco exagero los males del cine mexicano, solo para realzar a este joven director, porque también hay otras películas muy buenas: Mecánica nacional o El águila descalza serían ejemplos.

Leduc utiliza como base fiel de su libreto la crónica del periodista norteamericano John Reed, quien llegó en el año de 1914 a México como corresponsal de guerra para seguir al general Francisco Villa en el avance de la división del norte, el mismo John Reed que escribiría más tarde la narración testimonial clásica sobre la revolución de octubre en Rusia, Los diez días que conmovieron al mundo. La cámara lo sigue por el norte de México al pie de la letra de su libro, ilustra sus impresiones escritas y las convierte en imágenes, capítulos, páginas que pasan visualmente en revista, como si el espectador leyera en la pantalla (otro director joven, el alemán Rainer Werner hace lo mismo con la novela de Teodoro Fontane, Effi Briest en una película de 1974).

Siendo el de la revolución mexicana un tema relamido en el cine, nunca faltan esas movilizaciones masivas y bien uniformadas de soldados que más parecen comparsas, que campesinos en armas, como no faltan tampoco los actos de machismo desmedido, las explosiones retóricas de esos diálogos de mexicanísimo deje, los guitarrones y las soldaderas a la Lucha Villa. Y Leduc, con sencillez, arranca de raíz esa tradición malsana. No hay canciones, ni siquiera banda sonora musical. Y como la película está rodada en ese ya olvidado color sepia, las escenas se convierten en una especie de daguerrotipos móviles, repaso de un viejo álbum de fotos. Tampoco hay actores de cartel y el equipo de jóvenes en los papeles principales, comunica una gran frescura y espontaneidad a la acción: el joven Reed es un muchacho apasionado por las ideas socialistas, puro y a veces ingenuo. Francos, humanos, son también los jóvenes generales levantados en armas, los soldados campesinos; veintiséis años confiesa tener Pancho Villa al final del almuerzo en que Reed lo entrevista y como tal se comporta: un muchacho ilusionado y humilde, que maneja su valor personal sin extravagancias, visionario (es la misma pureza que el periodista vasco Ramón de Belausteguigoitia haría reflejar de Sandino en su entrevista con él en 1933). El Villa humano de Leduc, como lo fue el Villa de Reed, como fue el Villa de verdad. Ni siquiera su bigote es exagerado.

Cercado por las dudas que lo atormentan como hombre, desconfiado a veces de la utilidad de su misión de periodista, asaltado por su miedo de morir, Reed sigue a los ejércitos insurgentes, acampa con ellos junto a las vías férreas, en las haciendas, le toca huir en carrera abierta ante la persecución de una caballería federal; entrevista a un pedante Venustiano Carranza, conoce a Villa en los sótanos donde funciona una panadería militar. Su cámara es a veces su arma, su símbolo de amistad, otras. Un general le pide retratarlo y Reed accede. El general lleva al patio a su madre, su mujer, su caballo, su victrola y se sienta, listo para esa fotografía familiar de tiempos de guerra.

Y como en el curso de una acción Reed ha perdido la cámara, cuando el ejército de Villa toma una población en preparación del asalto decisivo a Torreón, Leduc termina su narración paralizándolo en el acto de romper el vidrio de un escaparate para coger como botín una nueva cámara mientras la caballería avanza por las calles en triunfo.

Y uno se convence que hay un cine mexicano de verdad, que no se atasca en los caños entre gallos giros y lágrimas.

Berlín, 1 de diciembre de 1974.





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