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El último destello de la tarde |
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murió en ocaso... Pálidas y bellas, |
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unas tras otras salpicando iban |
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el manto de la noche las estrellas. |
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Dulcemente en mi pecho reclinada, |
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tan pálida y hermosa como ellas, |
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mi lánguida María, |
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en voz muy baja, cariñosa y triste, |
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sonriendo me decía: |
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�-�Qué buscan tus miradas en el cielo? |
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�No estoy aquí? �no te amo? |
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Por mirar las estrellas no me miras, |
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ni escuchas que te llamo. |
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�Oh! vuelve a mí tus ojos; |
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deja a los cielos en su eterna calma; |
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no los mires ya más... �Mira mi alma!� |
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�En esa oscuridad en donde apenas |
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el tímido lucero se divisa, |
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�qué encontrarás que valga nuestro beso? |
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�qué encontrarás que valga mi sonrisa? |
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�Qué miras en los astros...? |
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�Las miradas de amor son menos bellas? |
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Alza el vela de mi alma. |
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�Cuán llena está de estrellas!� |
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��Cuántos soles! Escucha: cuando amamos |
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llevamos en el alma un firmamento. |
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El sol divino del amor, alumbra |
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Pon inefable luz el pensamiento. |
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Y cuando la dulcísima tristeza |
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hija callada del amor la cubre, |
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en medio de esa noche, la esperanza |
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y los recuerdos adorados, brillan |
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como esos astros que tu vista alcanza. |
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La abnegación, el sacrificio, el llanto, |
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más bellos son que Venus cuando asoma |
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de la montaña sobre el pico agreste. |
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Cree mi palabra... el firmamento es nada; |
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el cielo de mi alma es más celeste.� |
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�Bello es mirar los astros que tachonan |
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de las sombras magníficas el manto; |
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bella es el alba y la Creación es bella; |
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mas nada tiene el inefable encanto, |
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de amarse con pasión. El mejor fuego, |
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la llama más espléndida y sagrada |
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es aquella que cambian en silencio, |
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dos almas, en la luz de una mirada.� |
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�Vale más un amor correspondido |
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en un rincón humilde de la tierra, |
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que todos esos ignorados soles |
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en que el Eterno, su secreto encierra. |
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Dios, el padre del hombre, |
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que al hombre siempre lo mejor ha dado, |
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puso lejos de él el vasto cielo; |
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la mujer, a su lado. |
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Ama y vive, nos dice dondequiera |
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su acento soberano; |
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ama y vive, mortal; es tu destino: |
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lo demás, es mi arcano.� |
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��Amemos! He aquí todo. Dios lo quiere. |
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Deja esos rayos pálidos que doran |
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la región de la sombra... Más hermosos |
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los verás en los ojos que te adoran. |
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Amar es comprender toda la vida |
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y presentir lo eterno. |
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El verdadero amor siempre ha juntado |
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alma más grande a corazón más tierno.� |
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�Ven �oh mi amor! �No escuchas |
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una música vaga que suspira |
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a nuestro derredor...? Naturaleza |
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se cambia en una lira |
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y nuestro amor celebra... �Oh, dueño mío, |
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vaguemos entre el musgo y el rocío! |
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Ya no me des enojos, |
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no más mires al cielo; |
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estoy celosa de él... �mira mis ojos! |
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Con voz muy baja, cariñosa y triste, |
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así hablaba mi pálida María. |
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Brillaba el astro, suspiraba el viento, |
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la flor su copa de perfume abría, |
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y blanqueaba la luna el firmamento. |
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Tranquila soledad de mi retiro, |
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astros, noche de amor, tímidas flores, |
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�adónde se perdió tanto suspiro? |
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�Qué se hicieron, decidme, mis amores? |
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�Qué triste es el destino! Aquel instante, |
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eternamente al corazón querido, |
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pasó como los otros... �Y quién sabe |
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si para Ella perdiose en el olvido...! |
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Reina de Pafos y de Gnido, Venus, |
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deja de Chipre el encantado sitio, |
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y ven aquí, donde Glicere tiene |
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de placer y de amor mágico asilo. |
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Y que las gracias de cintura suelta, |
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y que las ninfas de semblante lindo, |
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y el que alegra los años juveniles |
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grato y feliz amor, vengan contigo. |
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De Júpiter el hijo y de Semele, |
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y los deseos eróticos aun vivos, |
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quieren que entregue el corazón cansado |
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a los amores que juzgué perdidos. |
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Y me abraso por ti, rubia Glicere, |
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y me enamora tu semblante altivo, |
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y de tu tez la nieve inmaculada |
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como el mármol de Paros terso y fino. |
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Y me enamora tu habla melodiosa, |
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tu continuo reír provocativo, |
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y de tus ojos húmedos el fuego, |
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y tu desdén también y tu capricho. |
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Venus me sigue por doquier, me sigue; |
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conmigo va, detiénese conmigo, |
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en contacto de fuego a mí se acerca |
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domina mi razón y mi albedrío. |
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Y ya no mas contra el feroz escita, |
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ni contra el parto, huyendo tan temido, |
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mi lira tiene cuerdas... Ya no sabe |
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sino de amor los deleitosos himnos. |
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Apresúrate y ven rubia Glicere. |
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Apresúrate y ven al lado mío, |
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trayendo de marfil la dulce lira |
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grata como el aliento del céfiro; |
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y a modo de las hijas de Laconia |
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el sedoso cabello recogido. |
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�Ven, Glicere gentil! A mí te acerca |
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como enantes feliz; cese el desvío. |
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Te quiero junto a mí más impetuosa |
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que las férvidas ondas del henchido |
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Adriático, que Eolo, de Calabria |
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en el golfo, alza en áspero rüido. |
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Mientras del lobo perseguido sea |
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el balador cordero, y el marino |
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tema de Orión el tormentoso influjo, |
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y acaricien los trémulos céfiros |
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de Apolo, la dorada cabellera, |
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te daré por tu amor el amor mío. |
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�Que resuene el festín grato a los dioses! |
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�Dónde la flauta está del Berecinto? |
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�Qué hace el oboe junto a la lira muda? |
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Rosas traedme del jardín vecino, |
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y resalte en la nieve de mis canas |
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de su corona el purpurino brillo. |
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Saca del fondo de la cueva, esclavo, |
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el sécubo oloroso, envejecido, |
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y en la cercana fuente me refresca |
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la ánfora esbelta de falerno rico. |
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En tanto, yo celebraré a Neptuno: |
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y escucharán también plácidos himnos |
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las nereidas de verde cabellera, |
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mientras ofreces de tu lira el ritmo |
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a las flechas de Diana y a Latona. |
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Luego mis cantos alzaré contigo |
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a quien reina en la Cíclades, y vuela |
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en un carro por cisnes conducido; |
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y nuestro himno, final será a la noche |
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del misterio nupcial muda testigo. |
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�Ea! Poned sobre el altar de césped, |
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junto a la copa del sagrado vino, |
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esclavos, el incienso y la verbena. |
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Tributemos el culto merecido, |
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y la caliente sangre de la víctima |
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haga acepto a la Diosa el sacrificio. |
(E. Quinet)
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...Sí, me acuerdo: llamábame Eloísa |
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cuando él también llamábase Abelardo... |
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Los cielos, esos cielos sin medida, |
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no son tan vastos que encerrar pudieran |
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el infinito amor del alma mía. |
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Del claustro las baldosas funerales |
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mi seno no enfriarían... Está encendida |
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la llama de mi amor; bajo la muerte |
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mi imposible esperanza aun está viva... |
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�Cuántas veces en medio de la noche, |
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allá en mi celda solitaria y fría, |
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levántome a abrazar �oh, mi Abelardo! |
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tu sombra tan hermosa y tan querida... |
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Sobre tu corazón está mi cielo, |
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tú eres mi fe, mi religión, mi guía, |
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tú mi Cristo también... �No soy, acaso, |
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esposo de mi amor, tu prometida...? |
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Nuestra tumba será mi Paraíso; |
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y para siempre allí, no quiero el día. |
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�Que mis huesos se junten a tus huesos, |
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tu ceniza se mezcle a mi ceniza...! |
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�Y eternamente así, para nosotros |
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no haya resurrección... no haya otra vida...! |
(W. Shakespeare)
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�La tierra en donde vi la luz primera |
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es vecina del golfo en que suspende |
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el Po, ya fatigado, su carrera. |
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Amor, que sin sentir, al alma prende, |
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a éste prendó del don, que arrebatado |
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me fue de modo que aun aquí me ofende. |
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Amor, que obliga a amar al que es amado, |
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juntonos a los dos con red tan fuerte |
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que para siempre ya nos ha ligado. |
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Amor hirionos con terrible suerte; |
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y está Caín de entonces esperando |
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aquí al perverso que nos dio la muerte.� |
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Palabras tan dolientes escuchando |
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incliné sobre el pecho la cabeza, |
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y �en qué -dijo el Poeta- estás pensando? |
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Y respondí, movido de tristeza. |
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�Ay de mi! �Cuánto bello pensamiento, |
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cuánto sueño de amor y de terneza |
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los condujeron al fatal momento! |
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Y vuelto a ellos -�oh, Francesca!- dije, |
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al corazón me llega tu lamento, |
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y de tal modo tu dolor me aflige, |
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que las lágrimas bañan mi semblante. |
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Pero tu triste voz a mí dirige, |
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y dime de qué modo, en cual instante, |
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cuando tan dulcemente suspirabais, |
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y en el fondo del alma, vacilante, |
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tímido aún vuestro deseo guardabais; |
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dime de qué manera inesperada |
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os reveló el Amor que os adorabais? |
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Ella me respondió: -�Desventurada! |
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�No hay pena más aguda, más impía, |
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que recordar la dicha ya pasada |
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en medio de la bárbara agonía |
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de un presente dolor...! Y esa tortura |
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la conoce muy bien el que te guía. |
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Mas ya que tu piedad saber procura |
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el cómo, aquel amor rasgó su velo, |
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llorando te diré mi desventura. |
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Leíamos con quietud y grato anhelo |
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de Lanceloto el libro cierto día, |
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solos los dos y sin ningún recelo. |
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Leíamos..., y, en tanto sucedía |
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que dulces las miradas se encontraban |
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y la color del rostro se perdía. |
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Un solo punto nos venció. Pintaban |
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cómo, de la ventura en el exceso, |
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en los labios amados apagaban |
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los labios del amante, con un beso, |
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la dulce risa que a gozar provoca; |
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y entonces éste, que a mi lado preso |
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para siempre estará, con ansia loca |
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hizo en su frenesí lo que leía... |
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Temblando de pasión, besó mi boca... |
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Y no leímos más en aquel día. |
(W. Shakespeare -Hamlet)
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Estaba sola; entró, tomó mi mano |
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con fuerza la estrechó, |
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y con la otra apretándose la frente, |
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como si fuera a dibujar mi rostro |
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de hito en hito, en silencio, me miró. |
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Así permaneció por mucho tiempo, |
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así permaneció... |
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Febril, de pronto, sacudió mi brazo; |
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y dos veces y tres, la frente lívida, |
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siniestra y triste, levantó y bajó. |
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Y de lo más impenetrable y hondo |
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del corazón, oí |
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que un suspiro lanzó... pero suspiro |
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que, rompiéndole el pecho, iba a morir. |
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Y luego, de mi lado lentamente |
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alejarse le vi... |
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pero vuelta la faz sobre la espalda, |
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su camino sin ver, pasó la puerta, |
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los ojos fijos... fijos... sobre mí... |
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�Despareced, arcadas de la sombra! |
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y tras el roto, velo, |
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la claridad dulcísima sonría |
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en el zafir espléndido del cielo. |
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Y que pasen las nubes fugitivas, |
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y que pasen sus rastros, |
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dejando cintilar, pálidos soles, |
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con tibio rayo los pequeños astros. |
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Bellezas del ideal, hijas del cielo |
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que sueña la esperanza, |
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cerrad en torno de gentil mancebo |
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el giro voluptuoso de la danza. |
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Destrenzad la rizada cabellera, |
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desatad la cintura, |
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despojaos de la túnica que encubre |
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la ardiente desnudez de la hermosura; |
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y dejadla caer allá del prado |
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en el boscaje verde, |
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donde a la hora lasciva de la siesta |
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la pareja de amor entra... y se pierde. |
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�Oh, la tierna verdura de los sotos! |
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�Oh, brazos de las vides! |
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�Oh mïosota azul, que en la ribera |
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está diciendo, al corazón �No olvides!� |
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Amontona la viña sus racimos, |
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se alegran los hogares, |
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el vino, salta en espumosas olas |
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y la púrpura corre en los lagares. |
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Criaturas del Señor, almas aladas, |
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�tended el raudo vuelo! |
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Allá a lo lejos, horizontes de oro, |
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islas de amor confinan con el cielo. |
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Todo allí es libertad, risas y juegos |
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en la campestre alfombra, |
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y por las noches, al brillar los astros, |
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los misterios nupciales de la sombra. |
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Espíritus de amor los pasos guían |
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de tantos amadores, |
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a la tranquila, luminosa cumbre |
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de la colina rebosando en flores. |
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�Criaturas del Señor, id a la vida! |
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Hay flores en el suelo... |
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cortadlas... y mirad para vosotras |
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una estrella de amor, fija en el cielo. |
(H. Heine)