Pascual López: autobiografía de un estudiante de medicina
Emilia Pardo Bazán
Va arraigándose cada vez más la costumbre de que toda obra que sale a luz y no lleva al frente un nombre de autor acreditado y aplaudido ya del público, se ampare bajo la égida protectora de un prefacio más o menos extenso, con la firma de algún célebre crítico o prosista, al modo que en las tertulias los antiguos asistentes presentan e introducen a los modernos. Este requisito del prólogo, elevado ya a sacra fórmula del ritual literario, no lo suelen omitir nunca los autores noveles, particularmente si pertenecen al sexo menos dado a manejar la pluma.
El prólogo es, de ordinario, una disertación acerca de la índole y género de la obra que encabeza; disertación que así puede condensarse en escasas páginas como crecer, a favor de lo elástico del asunto. Halla con esto el prologuista ocasión oportuna de mostrar y lucir sus conocimientos, ya renovando y trayendo a colación añejas contiendas entre escuelas rivales, e ingiriendo con maña y tino unas cuantas citas de autores antiguos y modernos, ya discurriendo con agudeza o profundidad sobre cuestiones y puntos de crítica delgada y sutil. Con lo cual, y la indispensable añadidura de elogios calurosos y razonadas exhortaciones al autor, y de no pocas advertencias al público, a fin de que observe e inscriba en el anuario la nueva estrella que acaba de asomar por el horizonte, termina el prefacio y queda el joven libro apto para arrostrar la terrible prueba de la publicidad, como Don Quijote, después que el ventero le hubo conferido la gloriosa orden de caballería, quedó dispuesto para todo linaje de empresas y aventuras.
No encuentro yo ciertamente reparo grave que poner a esta usanza del prólogo, excepto que suena a literario reclamo lo de realzar con el barniz de un apellido brillante otro ignorado y modesto, a lo cual suelen añadir los editores la maliciosa treta de imprimir en la portada, en letras tamañas como nueces, el nombre del autor del prólogo, mientras para el de la obra usan un tipo menudito como alpiste. No obstante, confieso y declaro que tengo por tan poderoso el atractivo de las reputaciones y glorias adquiridas en el palenque de las letras, que no me extraña que aun per accidens nos agrade enlazarlas a nuestra personalidad humilde; de suerte que, a no saber yo de buena tinta que a ninguno de los ilustres amigos con que el cielo me favoreció sobra tiempo ni faltan ocupaciones, quizás hubiera acatado la ley del uso, pidiéndoles media docena de páginas de su galana prosa para que rectificasen y diesen tono a la desabrida mía. Pero fuera abuso distraer y molestar, con poca causa, a ingenios que en mejores trabajos se emplean.
Un riesgo corre asimismo, en mi entender, quien decora con fachada opulenta pobre choza; y es que la proporción y gallardía de aquélla pongan de manifiesto la mezquindad y miseria de ésta. ¡Cuántas veces ocurre comprar un libro, y leído con deleite el prólogo, arrojar con enfado el resto, que por comparación resulta insufrible! No es otra la suerte de la fea que atrevida se coloca al lado de una beldad. Suele acontecer a menudo que en los propios encomios que al autor dirige el prologuista, se nota un matiz de deferente compasión, claro indicio de que en ellos entra más amistosa indulgencia que sincero entusiasmo. Bien es verdad que por ventura puede ocurrir que el autor, andando el tiempo, se sobreponga y vuele más alto que el condescendiente crítico que le perdona la vida: díganlo los prólogos de las obras de uno de nuestros ingenios más floridos (que por más señas vestía faldas y ya abandonó este mundo), prólogos en que no deja de marcarse la tendencia indicada. También se ve frecuentemente que las alabanzas sembradas con largueza en el prólogo aparecen tan desmedidas y pomposas, que el lector, con escasa caridad, vuelve la oración por pasiva. Yo, que reconozco en los prólogos tales inconvenientes, debo, sin embargo, hacer constar que no me he visto a ellos sujeta; pues la única obra mía que anda precedida de un prólogo (el Ensayo crítico sobre las obras del Padre Maestro Feijoo), tuvo la dicha de hallar un prologuista tan diestro y docto, que midió el loor y la censura hasta donde ésta por delicada no ofende, y aquél no empalaga por discreto.
Hay, con todo, ciertos libros que de suyo piden prefacio; señaladamente los volúmenes de poesías líricas o heroicas, que nada pierden con que les preceda una crítica inteligente y sentida, las obras trascendentales que encubren pensamiento profundo bajo ligeras apariencias, como son las sátiras de gran alcance; las producciones, en suma, cuya intención doctrinal no resulta bastante clara y determinada para la mayoría del público. Siempre que el prólogo ponga al lector en camino de leer con más provecho la obra, diré que es acertada añadidura o complemento indispensable. Donde no, me parecerá una superfluidad, que puede en sí ser bella, pero que cabe suprimir sin daño alguno del libro.
En vista de todo lo ya apuntado, consideré que no teniendo Pascual López mayores ínfulas que de novela sencilla y más o menos entretenida, bastábanle para introducción unos renglones de su propia autora. En ellos cabe cuanto acerca de tal libro puede, según entiendo, decirse: Pascual López es el extracto, atinado y puesto en orden, de los apuntes autobiográficos de un estudiante de medicina en la insigne escuela compostelana. Por antojárseme que las aventuras, comunes unas y extraordinarias otras, del pobre mozo, alcanzan a proporcionar con su lectura un rato de solaz al que las repase, me tomé el trabajo de corregir y enmendar las confusas notas, de esclarecer algunos puntos oscuros y mal explicados que advertí en ellas, de apoderarme de las ideas del estudiante, desenvolviéndolas, de acortar hartas divagaciones, y de reemplazar el estilo no muy castizo con el mío que, sin ser inmejorable, aventaja extraordinariamente al de mi protagonista.
Agradome la tarea de pergeñar y dar forma a las sueltas hojas del diario de Pascual López, ya por si su publicación puede mover al gobierno y a los sabios a escudriñar lo referente al importantísimo asunto y problema que en ellas se menciona, ya porque los sucesos de esta historia pasan en un pueblo de mí tan preferido y visitado como Santiago. Me inspiran singular predilección e interés las ciudades antiguas y melancólicas, envueltas en sus recuerdos, como un rey caído en el armiño y púrpura marchita de su augusto manto. En España, nación cuyo pasado hace palidecer más y más al presente, son bellos para el pensador los lugares que hablan con sus monumentos elocuentísimos, con sus soberbias carcomidas piedras, con la silenciosa majestad de su abandono. Toledo, Burgos, Salamanca, Santiago, guardan cual urnas cinceladas y roídas por el tiempo, las cenizas del espíritu nacional, el polvo de los colosos de nuestro espléndido ayer. De todos estos sarcófagos imponentes, el que más huella imprimió en mi fantasía fue Santiago; no en verdad porque su leyendario atractivo o el carácter tradicional de sus edificios me parezca superior al de otras poblaciones españolas, sino porque hubo de ser la primera que en la aurora de la vida despertó mi mente a la contemplación de edades muertas, bajo los pilares de su Catedral y en las revueltas de sus tortuosas calles. Consagrele las primicias de mi imaginación adolescente, y a despecho de cuantas maravillas arqueológicas pude más tarde admirar en mi patria y en extrañas tierras, no se borró jamás aquella impresión viva y temprana. De suerte que vi con interés grande localizada en Santiago la trama de Pascual López.
Por si algún crítico, de estos que se empeñan en profundizar el sentido de los libros más que sus mismos autores, se dedica a inquirir cuál sea mi propósito y qué es lo que quiero significar con la autobiografía de mi estudiante, haré una salvedad, anticipando la única explicación que me es posible ofrecer a los asiduos destiladores de quinta esencia. Sin que yo me atreva a terciar en la acalorada polémica, a cada paso rediviva, del arte docente y el arte desinteresado (cuestión abstrusa que me pone miedo cerval con recordarla sólo), diré que creo que toda obra bella eleva y enseña de por sí, sin que el autor pretenda añadir a la belleza la lección. Mas el punto estriba cabalmente en que sea bella la obra. ¿Lo es mi novela? No estoy autorizada para decirlo: mi voto es recusable. De encerrar Pascual López, en su género, alguna verdadera belleza, contendría también alguna enseñanza. De no, las enseñanzas que tratase de inculcar alcanzarían sólo a hacer más tediosa la novela. Claro está que en mi pensamiento alguna significación moral tienen los personajes de la obra; pero si he andado tan torpe en el arreglo y refundición de los apuntes de Pascual López que no logre que el lector inteligente y discreto saque la consecuencia de lo que lee, prefiero callármela, no sea que me arguya con que, puesto que la quise decir, debí haberla dicho.
Y no añado más a la introducción, que antes enfada lo largo que disgusta lo breve. Terminaré declarando con sinceridad que, a pesar del amor que inspiran los hijos del entendimiento, no me sorprenderá que esta obra se sumerja en el golfo del olvido, donde anualmente caen tantos libros, quizás más sazonados, gustosos y amenos que Pascual López.
Santiago, abril 16, 1879
No creo que venga a cuento para la narración de esta verdadera cuanto inverosímil historia, decir cómo fui por mis padres consagrado desde mi tierna infancia al arte de Hipócrates y Galeno, y cómo hube de dejar el regalo de los paternos lares por la estrechez de una mísera posada. Ignoro en qué particulares signos y marcas pude revelar disposiciones felicísimas y raras aptitudes médicas; pero es lo cierto que una mañanica me hallé en Santiago hecho estudiante.
Cuando tal aconteció era yo un mozancón más espigado de lo que mis años pedían, muy reñido con los libros y muy amigo de pasarme las horas vagabundeando o mano sobre mano. Pienso que esta mi holgazanería fue cabalmente la que inclinó a mi familia a dedicarme al estudio. La cava, la siembra, la siega, no entraban en mi reino: luego yo tenía a la fuerza que ponerme a sabio. Mucho trabajo me costó deshabituarme de la rústica abundancia que en su hogar montañés ostentaban mis padres, a fuer de ricachones labradores gallegos; (y es de advertir que estos tales, a pesar de su fama de cicateros y mezquinos, son, según la experiencia y viajes me han demostrado, los mayores pródigos y manirrotos de toda España). Ello es que yo, al beber el caldo turbio y chirle que nos regalaba la fementida patrona, al engullir su pelado puchero, traía a la mente las perpetuas bodas de Camacho que atrás dejara, y envidiaba de todo corazón a mis hermanos, los que quedaban arando sin pensar en mojigangas de estudios ni de Universidades.
Si era en otoño, decía para mi sayo: tiempo de vendimia, de castañas, nueces y mosto, ¡quién te cogiera allá! Si en invierno: ¡valientes perniles y chorizos cocerán en el pote de casa! Si en primavera: ¡viérame yo buscando nidos de jilgueros y lavanderas, moras y fresillas silvestres, y no preso en estos bancos y oscuras cátedras! Y finalmente, en carnestolendas recordaba el antruejo que solíamos vestir, pereciendo de risa, con todos los trapos que hallábamos a mano, dándole por corona un ruedo de paja, por cetro una escoba, y pintorreándole de hollín la cara, mientras la sartén puesta en la trípode cantaba el estribillo con que suele acompañar el nacimiento de las amarillas filloas. A veces, como para irritar mi deseo, llegábame una famosa remesa de jamones, pilongas y tal cual abigarrada perdiz, muerta en los maíces a perdigonazos del cura de nuestra parroquia. Poseíame entonces violenta murria o nostalgia, al través de cuyos vapores divisaba cuadros campesinos, embellecidos por el espejismo de la distancia: ya las noches de deshoja, en que a la luz del candil mortecino, sentados en el suelo y haciendo corro, desnudábamos de su follaje la rubia espiga, no sin broma y algazara; ya las mañanas de romería y fiesta patronal, cuando repican alegremente las campanas de la iglesia y rasgan el cielo los cohetes, y la angosta nave, sembrada de manzanilla, espadaña e hinojo, se impregna de nubes de incienso; y a las tardes primeras de octubre, cuando turbulenta reata de chicuelos asa al rescoldo manzanas y castañas en lo más recóndito del bosque.
Santiago no era ciudad a propósito para aturdir con bullicio mis melancolías, ni para embelesar con pueriles entretenimientos mi joven imaginación. Monumentales edificios, altas iglesias con grandes retablos de amortiguado oro, calles estrechas e irregulares con arcos de soportal, que parecen hechos de encargo para misterios y tapujos, y de vez en cuando cortadas por la imponente mole de alguna blasonada y desierta casa solar o de algún convento de verdinegras tapias y rejas mohosas; paseos cuyos árboles se deshojan lentamente y sus hojas mueren bajo los pies de escasos transeúntes; alrededores apacibles, mudos, verdes y frondosos a causa de la humedad, pero sellados con la tristeza peculiar de los países de montaña: tal es Santiago. De día, a la luz del sol, la Jerusalén de Occidente (que así suele ser nombrada en elegante estilo), parece venerable y pacífica, sin austeridad ni ceño; pero en las largas noches invernales, cuando en las angostas calles se espesa la oscuridad, y la enorme sombra de la Catedral se proyecta en el piso de la Quintana de muertos y el reloj cuenta las horas con lengua de bronce, y la luna vierte vaporosas olas de luz sobre las caladas torres, la impresión que produce Santiago es solemne. ¡Oh, si yo fuera dado a filigranas poéticas!, ¡qué linda ocasión se me ofrecía ahora para describir los efectos de perspectiva que en la serenidad nocturna producen los majestuosos edificios, mudos testigos de la muerta grandeza de tan ilustre ciudad! Aquí venía como de molde recordar los antiguos peregrinos, que en otros siglos se postraban ante el bizantino Apóstol, rígido y severo bajo su pesada esclavina de purísima plata; las leyendas, las consejas más o menos tradicionales que cada callejuela de Santiago puede narrar, desde aquella que vio caer a un arzobispo bajo el puñal de los asesinos cuando en sus manos llevaba la Sagrada Forma, hasta la que presenció la agonía del inocente Ome Santo. Pero así me curaba yo de leyendas como de lo que ahora acontece en la China. Traíanme a mal traer mis primeros estudios elementales, que a mí se me antojaban fundamentalísimos. Como el día se me iba volando, entretenido no sé en qué, fuerza era aplicar los codos de noche. ¡Vigilia eterna que iluminaba la dificultosa claridad de una vela de sebo! Porque al tiempo que yo comencé a dar frutos de ciencia, no había llegado aún a aquellas alturas el petróleo, y sólo unas complicadas lámparas de gas schiste atufaban a los amigos de novedades. En las horas perezosas de tales noches me familiaricé con los ruidos de la calle, y distinguía ya el paso cadencioso de los serenos del andar precipitado del transeúnte que se acogía a su techo, escandalizándose de pisar el arroyo a las diez. Acompañábanme asimismo los gritos guturales y plañideros con que pregonan los vendedores las ostras y lampreas, y el regocijado cantar de los estudiantes, que, más felices que yo, hacían novillos a Minerva para festejar a Apolo.
El estudiante que cuenta con amigos y dinero, que puede frecuentar círculos, teatros y demás lugares de recreo y solaz, vive alegre el tiempo que considera dulce paréntesis entre la severidad de la casa paterna y los deberes y cargas del estado matrimonial. Pero yo, pobre de mí, era un mocosuelo medio campesino, hecho a la soltura rural, y más provisto por mis padres de admoniciones y consejos que de ochavos; de suerte que me hallaba en Santiago como enjaulado pájaro, que ni aun alpiste y lechuga a discreción posee. Iba muy de mañana al Instituto, tiritando a pesar de mi carrik; cabeceaba de sueño durante la conferencia del profesor; pellizcábanme mis compañeros de banco, no sé si por caridad o entretenimiento, y solía yo replicarles con otros pellizcos, no sin ponerme en ocasión de ser favorecido con encerrona o filípica. Las tardes me solazaba y esparcía embistiendo a pelotazos a los murallones del monasterio de San Francisco o de la Compañía de Jesús, o bien en tumultuosa junta con otros de mi laya reñía descomunales batallas a canto pelado por aquellas amenidades de Santa Susana y del río de los Sapos. Algún anochecer, y particularmente los domingos jugábamos una brisca zapatera o un tute real mis compañeros de posada y yo; arriesgábanse ochavillos, acaso tal cual pieza isabelina de dos cuartos (los perros grandes y chicos no habían penetrado aún en nuestro sistema monetario, a merced del huracán de las revoluciones), y quizá llegaban a atravesarse cigarrillos de papel, ofrecidos por los talludos para mejor viciar a los novatos, y en que el tabaco solía recibir aleación de raspaduras de madera.
Poco a poco, conforme corría el tiempo y penetraba yo en la comunión escolar, empecé a percibir que iba acordándome menos y con menor cariño de mi aldea, a la vez que me convencía de la posibilidad de ser estudiante sin abrir los libros, que, sosegados, inofensivos y bonachones, dormían el sueño del justo en el cajón de la mesilla de pino, mueble el más lucido de mi palacio. Fuime acostumbrando a estudiar en el año obra de un mes, distribuido de esta suerte: quince días a principio de curso y quince a fin. Los quince primeros eran los que tardaban en borrarse de mi ánimo y oído el eco de las no muy blandas razones con que mi padre me exhortaba a aplicarme para llegar a ser hombre de provecho, y de las prolijas súplicas de mi madre, encaminadas a que me zampase todo el saber humano, siempre que pudiese digerirlo sin detrimento de la salud. Los quince últimos eran los que precedían al terrible trance de los exámenes. En aquel período se desplegaba la concienzuda actividad con que los gallegos ponemos en planta lo que se conoce por trasacuerdo. Allí el intelecto se prensaba y apretaba, y la memoria se estiraba, almacenando en ella a escape especies e ideas, como los viajeros descuidados amontonan a última hora ropa en los baúles. Allí era el tomarse las lecciones unos a otros, incrustándolas en la retentiva hasta poder repetirlas como papagayos. Allí el sudar, el maldecir de la larga holganza, el proponer mayor asiduidad para otro curso, el comer poco, el dormir menos, el soñar alto, el consultar el rostro del profesor como un barómetro, por si a dicha revela hallarse de buen talante y estar propicio y dispuesto a consentir que pasen carros y carretas por el estrecho sendero del saber; allí las recomendaciones sin número, las intriguillas sin cuento, las influencias suaves y eficaces, y por último, hasta las respuestas de antemano escritas con lápiz en el blanco puño de la camisa del examinando... Tras de angustioso purgatorio, vislumbrábamos el paraíso de las vacaciones.
Así, yendo un año y viniendo otro, fuime aficionando cada vez más a la libre vida estudiantil, que tiene fueros de gremio e inmunidades de cofradía. Ya no me curaba de despachurrar terrones, y ordeñar cabras y vacas allá en la montaña; ya comparaba con cierta fruición mis ropas de señorito y mis manos pulidas con el rústico arreo y las garras callosas de mis parientes. Más me divertían los espectáculos que toda villa, incluso Santiago, ofrece a la mocedad aturdida y casquivana, que los agrestes pasatiempos que encantaran mi niñez, a pesar de que en éstos me daba yo tono de personaje, y era el gallito de la reunión, subyugada por mi futura grandeza.
Al acercarse octubre volvía a mi elemento, a Santiago. Aquello de pasarse las horas muertas en un cafetucho, teniendo una copilla de ron o marrasquino delante y asido con la indecisa mano el seis doble del dominó o la torre del ajedrez; aquel dar vueltas, al oscurecer, rebozado en derrotada capa, por los lóbregos soportales de la Rúa del Villar, o por las tortuosas curvas del Preguntoiro, saboreando la delicia que experimenta todo español de raza al pasearse sin objeto ni necesidad; aquel entrarse de rondón por un baile, si no de candil, por lo menos de quinqués mal despabilados, y danzar con juvenil ímpetu y elásticas piernas, hasta que falta el aliento o interrumpe el placer una quimera en que la gente artesana y la estudiantil vienen a las manos, y llueven mojicones, y menudean puñadas, y se reparten y reciben a bulto sin saber de quién, finalizando todo con la aparición de la policía; aquel apostarse en el pórtico de una iglesia o en el hueco de un escaparate de tienda, saludando con requiebros a los lindos palmitos que cruzan garbosos y ligeros, o con cuchufletas a las dueñas quintañonas que salen arrastrando los pies; aquel chillar, silbar y apostrofar desde la cazuela del Teatro; aquel salir en Carnavales de tuna con manteos y tricornios, y una cuchara y tenedor cruzado sobre la frente, cantando en festivo tono bulliciosas jotas... Niñerías eran y desahogos de los verdes años, que acaso no revelaban gran cultura; pero tan singularmente atractivos, que corrían días y pasaban semanas, y andaban meses sin que me cansase la bohemia y picaresca vida. Excusado es añadir que con ella fui dando razonables sangrías al bolsillo paterno. Cada vacación me llevaba yo sabido mayor número de tretas para explotar el filón de la credulidad de los autores de mis días. Unas veces era que nos habían exigido que nos presentásemos en cátedra muy lechuguinos y peripuestos, lo cual demandaba cuarenta pesos para un traje de lo más exquisito; otras que una grave enfermedad me costara tanto de médico, tanto de drogas y cuanto de gallina en el puchero; otras, que siéndome insuficiente el alimento de la posada (mentira que andaba a dos dedos de ser gran verdad), comprendía mi presupuesto partidas de queso, pan, vino y demás tente en pies, y, por último, así como el estudiante del cuento hizo de Marco Tulio Cicerón tres personas distintas, convertí yo cada autor de texto en varios autores. El corazón materno se ablandaba fácilmente con súplicas reforzadas de caricias y cucamonas, e iba soltando unas pesetejas y aun por ventura algún doblón de a cuatro muy envuelto en trapos o papelitos: poca cosa todo, pero mucha para la hacienda de mis padres, que si en su aldea vivían ancha y holgadamente, y pasaban plaza de Fúcares, no podían, sin embargo, estirar algo el pie sin sacarlo fuera de la manta: ley común en Galicia, cuya propiedad está muy fraccionada, y donde no existen los caudalazos saneados de Castilla y Andalucía.
Con toda su escasez las dádivas así recaudadas me sobraban a mí para darme tono y triunfar entre mis compinches. Estos no pertenecían enteramente a aquella clase de hambrones que viven de un poco de caldo y tocino, cuando no de la gracia de Dios, y que a la luz de una torcida empapada en saín estudian como benedictinos; ni tampoco eran de los privilegiados alumnos de Minerva que se alojan en la mejor fonda o casa de huéspedes, encargan ropa a Madrid, y visitan a los profesores dejándoles tarjetitas de cartulina inglesa. Representaban mis compañeros la mayoría mesocrática; mozos a quienes su familia mantenía sin estrechez, pero sin asomo de lujo; provistos de lo necesario y privados de lo superfluo; que contaban con puchero y capa, mas no con café, licores y levita flamante. Por ende, el que sentía en el bolsillo del chaqué la grata pesadumbre de un duro, miraba a sus colegas de alto a bajo, hablaba gordo, convidaba y era momentáneamente el jefe de la partida. Hartas veces lo fui yo, merced al derecho divino de la moneda de a veinte.
Pero así como no hay mal que cien años dure, tampoco no hay embuste que al fin y al cabo no llegue a descubrirse, por raro e imprevisto modo. Sucedió que mis padres, no sé en qué forma, llegaron a enterarse de que mi conducta no era fiel trasunto de la del estudiante aplicado y metódico, y de que las asignaturas perdidas a pretexto de enfermedades no lo fueron sino por mucha holgazanería y mayor descuido. Recibieron tales informes a mediados del año escolar, precisamente cuando me hallaba más embebido en jaranas y francachelillas. Vivíamos entonces en fraternal consorcio bajo el techo de una misma posada cuatro mozalbetes, de los cuales tres arribáramos, no sin muchos tropezones y caídas, a los primeros años de medicina: y digo a los primeros, porque aprovechando la libertad de enseñanza proclamada recientemente, mezclábamos asignaturas de dos años diferentes. De perlas nos venía el oleaje del río revuelto, porque nos proponíamos tentar el vado en muchas clases, que, a mal dar, siempre despacharíamos seis u ocho siquiera. El cuarto comensal estudiaba, digámoslo así, farmacia, y estaba ya en tercer año; era este tal nuestro decano, mentor y bufón en una pieza: el que nos enseñaba a contestar con descaro en los exámenes, a disertar un cuarto de hora sin decir nada entre dos platos, a hurtar a la patrona algún fiambre culpando al gato inocente, a todo género de diabluras en fin. Llamábase Cipriano, y era avellanado y enjuto, de largos dientes y ojos burlonísimos. El resto de nuestra tribu se componía de un bendito, víctima expiatoria y blanco perenne de nuestras chanzonetas; muy cerrado de mollera, muy terco, pero excelente en el fondo, y al cual venía de molde su nombre de Inocencio; y de un jaquetón, robusto y fornido, completamente inepto para el estudio, pero maestro en puñadas, capaz de deshacer una mesa con un dedo, y a quien sus admiradores llamaban Manuelón.
Acaeció pues, que cierta mañana, a la hora en que debíamos hallarnos como científicas abejas libando la hiblea miel de la doctrina, no estábamos todos cuatro sino muy orondos y repantigados en nuestros fementidos lechos, los cuales ocupaban un camaranchón a manera de dormitorio, en que nos había juntado no sé si nuestra amistad o la economía de la patrona. Imperaba en la habitación el más pintoresco desorden. Hallábase perfumada la pieza con infame esencia de tagarnina, con tufillo de pábilo de sebo; sembrada de prendas de ropa por aquí y por acullá, de botas en mal uso y de algún libro nuevecito abrigado bajo venerable capa de polvo. La lluvia, a impulso de las ráfagas de viento, hería y bañaba los cristales de la ventana, y con ruido cadencioso y monótono escurría de las canales a la calle. Nosotros nos relamíamos de gusto tratando de necios a los que a despecho del temporal dejaran las regaladas plumas por el duro asiento que la diosa sapientísima brinda a sus hijos. Colocáramos nuestros catres de manera que las cabeceras formasen los lados de un cuadrado, cuyo centro era la mesilla de pino: y echados boca abajo, los codos descansando en las almohadas, y con luz encendida, que otra cosa no consentía lo oscuro del cielo, jugábamos a los naipes bien haría una hora.
La de las diez podría ser y nuestra animación se revelaba en risotadas, chanzas, dicterios y reniegos; y como de costumbre hacíamos infinitas trampas al bueno de Inocencio, que estaba ya cariacontecido y mohíno. De improviso vimos abrirse la puerta, pareciendo en su marco una cosa que casi nos trocó en estatuas de sal: y sin embargo no era fiero basilisco, espantable gorgona ni fatídico convidado de piedra, sino el manteo lustroso, la prolongada teja y los pies hebilludos de un canónigo de la metropolitana Iglesia en que se guardan los restos del patrón de las Españas. Entró y su primer cuidado fue abrir el chorreante paraguas que sin duda por atinada precaución no quisiera dejar en la antesala, y colocarlo en un ángulo del cuarto, de manera que escurriese en debida forma. Y después, con pastosa y profunda voz, verdadera voz de iglesia, dirigiose a nosotros, que debíamos de parecer papamoscas según estábamos de quietos y absortos, saludándonos con un:
-Felices días nos dé Dios. Beso a ustedes la mano.
El mismo silencio y suspensión por nuestra parte.
-Siento mucho haber interrumpido a ustedes, pero traigo un asunto urgente, que no admite espera.
Y nosotros tan embobados. Éramos al cabo pobres diablos, que habíamos visto el mundo por un agujero. Al fin Cipriano, que tenía más camándulas y desvergüenza, rompió el hielo exclamando:
-Usted dispense. Como estamos en un traje así tan de confianza... (a él se le salían los codos por una almilla de franela, nada limpia). Si usted quiere sentarse... ahí no, en esa silla no, que no está sana... en esa tampoco... Estará usted mejor en ese baúl.
El canónigo permaneció cruzado de brazos y con gesto severo. Era hombre de vigorosos miembros y recias proporciones, de prócer estatura y pobladas cejas, que traía a la memoria los prelados batalladores que rechazaron de nuestras costas a los normandos. Todo Santiago conocía a aquel canónigo, de quien se contaban rasgos de valor y fuerza en su juventud, si bien desde que la nieve de los años cubría su sien, nadie le viese hacer más vida que la del sabio de fray Luis de León, que se la pasa a solas, ni envidiado ni envidioso. Si algo pudiera revelar en él al bizarro lancero de Cabrera, serían las inflexiones varoniles de su voz en el coro y el fuego que a veces despedían sus ojos tras de la aguileña nariz. A mí en aquel momento me pareció torvo y terrible su ademán, cuando pronunció:
-No pienso gastar mucha prosa, y para lo que tengo que decir puedo hablar de pie. ¿Cuál de ustedes se llama Pascual López?
-Servidor de usted -contesté balbuciendo.
-Por muchos años. Pues ha de saber usted que yo conozco a su padre, a su madre, a toda su familia, y no es porque esté usted delante, pero son gente muy de bien. Su madre de usted y el difunto marido de mi hermana son de la misma parroquia, y mi hermana se pasó alguna temporada cerca de su casa de usted.
Repuestos ya todos de la sorpresa pueril de un principio, cobró Cipriano su gárrula locuacidad y desparpajo de costumbre; y alentado del tono más benigno del canónigo, dio suelta al buen humor que le retozaba en el cuerpo con estas frases.
-Señor canónigo, ya comprendo por qué se ha molestado en visitar este palacio. Usted vendrá sin duda a traer a Pascual, de parte de su familia, algo de cumquibus. Buena falta que le hace; no podía usted llegar en mejor ocasión. Repare usted el estado de sus botas.
Y señalaba las suyas propias, que se reían insolentemente a pocos pasos. El canónigo frunció sus cejas anchas, con no menor majestad que el Júpiter de Homero, y se adelantó hacia mi lecho, haciendo temblar el piso bajo la carga de su corpulencia y de las firmes pisadas de sus pies calzados con flojo zapato, sobre que resplandecía la hebilla de plata lavada por la lluvia. Gravemente se encaró conmigo diciendo:
-Bien se ve que es muy cierto cuanto me dicen sus padres acerca de los malos pasos en que usted anda, y de las peores compañías que frecuenta. A las diez de la mañana, jugando y con mocitos descarados... Ea, sírvase poner los huesos de punta que ya va siendo hora de almorzar y yo estoy en ayunas, si de pecar no.
-Si usted gusta -dije todo aturdido-, se le hará aquí chocolate.
-Usted es el que va a tomarlo conmigo, y sin demora. Vístase usted: cuanto más pronto mejor.
-Es que...
-Yo me colocaré de modo que no le impida levantarse con libertad.
Encaminose a la ventana volviéndome la espalda, y pegó el rostro a los vidrios turbios, puercos y ofendidos de las moscas, en que para mayor adorno y claridad pegáramos estampas recortadas, un general Prim a caballo, varias aleluyas y unas majas de un cajón de pasas. Desde allí recreó su vista con la perspectiva de las casas fronteras.
Mis compañeros me hacían señas y guiños, ahogando sus carcajadas y murmullos con la sábana y la manta. Cipriano reía, pero Manuelón, que gastaba sus ribetes de avanzado, gruñía descompasadamente y enseñaba los puños al canónigo, que por supuesto no podía verle. Yo no sabía lo que me pasaba, pero no dejé de echar una pierna fuera de la cama, y tras de la una la otra, acabando por vestirme en un santiamén. Terminado que hube me llegué al visitante, murmurando con ejemplar sumisión:
-Aquí estoy para lo que usted guste mandar.
-¡Pronto despachó usted! Pero, ¿ha recogido usted sus trastos, los libros y el equipaje? La criada está aguardando por orden mía para llevar la maleta.
-¡La maleta!
-¡La maleta! -replicaron tres voces.
Y Cipriano, vuelto serio, y aun con malos modos, gritó:
-¿Pero qué, se lleva usted a Pascual?
Al paso que Manuelón mugía con voz bronca:
-¿Tú te vas con él, grandísimo bárbaro? (Era la forma cariñosa de su pena por perderme).
-¿Y a ustedes quién les ha dado vela en este entierro? -dijo el canónigo midiéndolos a todos, y particularmente a Manuelón, con desdeñosa ojeada-. Yo traigo órdenes de quien por derecho humano y divino manda en este mozo. Véngase usted, Pascual.
-Pero así, de pronto... -objeté yo.
-No se necesitan preámbulos. Acabe usted de llenar su maleta. No se cuide de nada más: ya he hecho yo cuentas con la patrona. ¿Quiere usted que le ayude a liar el hato?
Obedecí por máquina. Siempre impresiona la primera vez que los padres demuestran no ser de mazapán, y aunque el castigo no amenazaba ser espantoso, moralmente me producía lo que se llama saludable temor. Los bigotes de un guardia civil me impondrían menos que las cejas del canónigo.
-Respetable señor -dijo Cipriano incorporándose en la cama-, ¿no nos concederá usted siquiera este día, para dedicarlo a la amistad? Mire usted que yo estoy afectado con esta marcha repentina, y que a Pascual las impresiones fuertes le hacen también daño.
-Ya podían venirme a mí con que me dejase llevar de este modo por un cura, refunfuñó Manuelón.
El canónigo les lanzó otra ojeada, y adiviné en el movimiento de sus cejas no sé qué tentaciones vivísimas, que particularmente tenían por blanco a aquel hércules provocativo que lucía sus brazos musculosos: mas prevaleciendo la dignidad, se volvió y no pensó sino en acelerar mis preparativos de muda.
-¡Esos libros!... ¡Anda pues si tienen las hojas por abrir! ¡Bueno va! Esa capa no coge en la maleta: póngasela usted, que llueve... Vengan esas camisas... ese pañuelo puede usted dejarlo quedar sin cargo de conciencia: parece una bandera. ¡Loado sea Dios! Ya hemos concluido.
Al cargar yo con el liviano peso de mi maleta, abastecida de todos mis trebejos, vi al canónigo que, echando hacia atrás el manteo con un movimiento enérgico de su nervuda mano, se fue derecho a la cama de Manuelón, y poniéndole la diestra sobre el hombro, con poca blandura, le dijo:
-Usted cree, sin duda, que todo el mundo es de la misma laya que aquellos estudiantes de Tuy que, siendo tres, se dejaron moler las costillas por usted, y además llamar neos y otros motes. Pues a fe que tanto vaya el cantarillo a la fuente que al fin se rompa.
Acompañó estas palabras con la sonrisa casi benévola que la fuerza inteligente dirige a la fuerza material y ciega; y Manuelón, que aunque rimaba con Salomón no tenía nada de lo de ídem, quedose como atontado palomino, abierta la boca y trabada el habla. Fui yo, entretanto, repartiendo un abrazo mudo y frío a mis coholgazanes; respondiéronme ellos con reiterados abur, adiós, que te vaya bien, chico, salud, hasta la vista; y un segundo después no quedaban en el camaranchón más señales de lo acontecido que mi cama vacía y varios regueritos de agua corriendo por el piso en el lugar que ocupó el paraguas del canónigo.
El cual y yo, saltando charcos y pisando lodos, y sin hablar palabra que digna de contarse fuera, llegamos a una casa de no mal aspecto, no importa en qué calle y número; y subida la ancha escalera con tosco balaustre de palo, atarazado de la polilla, llamamos y vino a abrir una dueña, cuya cara y rasgos me parecieron grosera copia de los del canónigo. Era como él, robusta y membruda, pero faltábale la armonía y proporción del cuerpo que constituye la buena presencia. Gruesa y arrebatada de color, afeábanla dos parches en las sienes, y en vez de los argentinos mechones que se escapaban del solideo del canónigo, traía ella el pelo pegado y alisado, y encubiertas las canas con no sé qué artificios de hollín y peine de plomo. Estas particularidades reparé después, que así al pronto no pude notar más que la mezcla de dueñesco repulgo y melifluidad, y de rudeza hombruna, que caracterizaba a la hermana del canónigo. Ella salió, con los ojos curiosos y escudriñadores, y el ademán solícito. Don Vicente (que ya es tiempo de dar al canónigo su nombre) la dijo, en vez de saludarla, esta lacónica frase:
-Dos chocolates.
La dueña se escurrió pisando blandito, a pesar de su humanidad voluminosa; y don Vicente me hizo entrar en una desahogada pieza, descansando él en un antiguo sillón de vaqueta y señalándome a mí una silla de paja de Vitoria.
Vivo era el contraste entre el camaranchón que acababa de abandonar y el sitio en que me hallaba. Cuanto allá de incuria, desbarajuste y desaliño, notábase aquí de primor, pulcritud y orden. La mesa escritorio, de antiguo nogal bruñido por el uso, relucía como barnizado ébano; la maciza escribanía de plata, como pluma de cisne; el cuadrito, de plata también, que representaba al Apóstol matando moros, cegaba con su resplandor y con los destellos de la espada y bandera del santo, que eran sobredoradas lo mismo que los turbantes de los infieles. El estante abrumado bajo el peso de voluminosos infolios cubiertos de pergamino, templaba con su severidad el aspecto risueño de la salita, por cuya ventana se veían asomar los pámpanos de vid y las ramas más encopetadas de los árboles de un jardinete. En la piedra del umbral de la ventana, una gata maltesa, acurrucada y hecha un ovillo, se refocilaba aprovechando un pálido rayo de sol, que a dicha rompía las grises nubes haciendo danzar luminosos átomos en la atmósfera apacible de la habitación.
Sentárase don Vicente, como dije, en el sillón a un lado del ancho pupitre, y yo enfrente en la modesta silla. Don Vicente tecleó un rato sobre la tabla del escritorio, como si buscase una fórmula oratoria; y finalmente, clavando en mí los ojos:
-Supongo -me dijo- que ya usted se figurará que para hacer lo que hice, tengo facultades de sus padres, que me ruegan practique la obra de misericordia de mirar por usted y apartarle de malas compañías y peores aventuras. Mucho ha apesarado usted con su porte a esos padres, después que ellos le han favorecido tanto no poniéndole a arar como a los otros hermanos, sino dándole buena y lucida carrera. No estoy yo por eso de sacar a los chicos de su clase, como no muestren grandes disposiciones; pero hoy en día, no hay arroyo que no quiera ser Guadalquivir.
-Sin embargo... -objeté confuso.
-Bueno, bueno; yo no soy tampoco hijo de conde, ni de marqués, sino de un pobre labriego, y por bondad de Dios llegué a esta categoría y dignidad altísima: pero es harina de otro costal, mocito. Antaño estudiábamos lo poco o mucho que se exigía, a conciencia y con fundamento: no nos echaban encima tanta balumba de cosas inútiles, y lo concerniente a nuestra carrera a fuerza de laboriosidad lo embutíamos en los cascos, que no lo arrancaran de allí poleas. Yo -en buen hora lo diga- gasté mucho aceite, y rompí el paño de los codos, pero sabía mi obligación; y a no haber sido por ciertas circunstancias... pero esto no es del caso. Además yo tenía vocación verdadera... ¿Y usted, la tiene de médico?
Respondile broncamente:
-Si usted llama vocación, así... a un entusiasmo, a un delirio... eso, no señor. No me repugna, y basta.
-Está usted en un error... ¡Qué ha de bastar! Sin afición no se estudia, y sin estudiar no se sabe. ¿Lo oye usted? No se sabe, digan lo que quieran esos flamantes sabiondillos de ahora, que en menos que canta un gallo, se calzan la ciencia universal, ¡palabrería! Si usted no piensa dedicarse formalmente a aprender, mejor será que se vuelva con el arado.
-Pero señor, la mayor parte de mis compañeros están en el mismo caso que yo...
-Pero no corren de cuenta de Vicente Prado. Usted va a estar bajo mi vigilancia, y, por consiguiente, vida nueva. Usted estudiará y asistirá puntual a clase. No me ha de perder usted una.
-Lo que es una sin remedio tendré que perderla.
-¿Cómo se entiende?
-Porque simultaneamos.
-¡Simultanear! -gritó el canónigo tragándome con los ojos y poniéndose del color de la escarlata- ¡Simultanear! Así salen ustedes en dos años hechos Sangredillos de tres al cuarto, homicidas con diplomas e impunidad segura. Así dicen ya las gentes: ¡Médico de revolución, prepara la Extremaunción! No, no, caballerito, yo no paso por eso, ni puedo pasar en conciencia. Usted ha de seguir su carrera como Dios manda, año tras año y con método; si no estamos mal.
No sé si fue el enojo pintado en el semblante del canónigo o el tono mandón que empleaba lo que me mortificó y movió a replicar:
-Pues, la verdad, no sé cómo mis padres han autorizado para tanto a personas extrañas. Ya ve usted que se me sigue perjuicio, y a ellos también; tengo el año empezado, y a fe que primero coja el azadón y la guadaña, que sujetarme a ciertas exigencias.
La escarlata de la frente de don Vicente subió a púrpura oscura, sus ojos ardieron y su boca se abrió, sin duda para dar paso a coléricas razones, cuando en el mismo punto resonaron ligeras pisadas, cedió la puerta y vi entrar una persona llevando la bandeja de los humeantes chocolates. Era una mocita como de dieciocho primaveras, espigada, pero de mediana estatura; vestía repulgado y plegado hábito del Carmen, de estameña, ceñido al airoso talle con reluciente correa de charol y ornada la manga izquierda con el coronado escudo de plata; llevaba el cabello partido y alisado y cayendo en luengas trenzas, a la labradoresca usanza. Ataviada así, sonrosado el rostro, bajos los párpados y sosteniendo en ambas manos gallardamente la bandeja, pareciome la recién entrada niña un milagro de donosura, y más cuando la oí decir, con peregrina modestia y una vocecita de almíbar:
-Muy buenos días nos dé Dios.
A que contestamos don Vicente y yo:
-Santos y buenos.
Se acercó ella a la mesa, y depuso su carga con diligencia singular, esgrimiendo unas manos que diputé al punto por copos de apretada nieve. Ante cada uno de nosotros dejó cumplida jícara de chocolate macho, cuyos efluvios aromáticos y vigorosos confortaban; obra de seis rebanadas de pan tostado; hasta tres almendrados finísimos de Belvís; un enorme vaso del agua sutil y clara de Santiago; en el cóncavo del vaso, disolviéndose, un robusto azucarillo moreno, y gruesa servilleta alemanisca, que trascendía a ropa limpia y a espliego, hecho lo cual salió del aposento con la misma celeridad y silencio con que entrara. Entonces hizo explosión, como comprimido volcán, el enfado de don Vicente.
-¿De suerte -prorrumpió sin curarse de la tentadora jícara- que se empeña usted en ser, a toda costa, un holgazán y un perdis? ¿De modo que está usted totalmente maleado? Si yo fuese padre de usted ya sé cómo había de traerle a la razón: que la letra con sangre entra, y las blanduras pierden a no pocos. Pero una vez que no puedo enteramente asumir el sagrado carácter que da la paternidad y usted se propone vivir como las bestias, in quibus non est intellecto, escribiré hoy mismo a su familia, diciéndole su resolución y añadiendo que está usted empedernido.
¡Empedernidos diablos me atenacen, si pensaba a la sazón en cosa alguna más que en la gentil portadora de la bandeja! Las desabridas palabras de don Vicente me volvieron a la realidad. Recordar punto por punto el anterior coloquio; hacer memoria de que don Vicente tenía una sobrina llamada Pastora, cuya fama de hermosura llegara a mis oídos estudiantilmente exagerada; pensar en que el tío de esta criatura se estaba brindando a ser mi guía y director, y que por ende me sobrarían ocasiones de visitar la casa que tal tesoro guardaba, cosas fueron que escribo despacio, pero que calculé y enlacé con presteza eléctrica. Y con la misma mudé rostro, ademán y hasta voz, diciendo humildemente:
-Le pido por Dios que no lo haga, señor, ni dé ese amargo trago a mis padres; que yo, si por malos de mis pecados fui hasta hoy un haragán, estoy arrepentido y me pesa, y propongo muy de veras corregirme y seguir sus instrucciones de usted. No se dirá que tuve la suerte de dar con una persona que por mí se interesa, y que he pagado mal su bondad. Perdóneme usted lo que hablé; estaba acalorado, porque así, al pronto... Pero conozco que le sobra a usted razón. ¿A dónde iría yo, hecho un ignorante? No, señor, usted la acierta; vida nueva.
A medida que discurría yo despejábase la frente del canónigo, serenábanse sus facciones y brillaba en ellas tal contentamiento, que me iba dando vergüenza de mi falacia, y proponía en mi corazón hacer todo cuanto ofrecí. Finalmente dio muestras don Vicente de hallarse aplacado, ensopando una tostada en la jícara, en lo cual le imité.
-Sí señor -proseguí- También es cosa que no gusta eso de tener que andar buscando empeños para salir airoso de un examen. Mejor es trabajar y ganarse los grados.
-¿Lo comprende usted? Es lo que yo quiero inculcarle. Hay que tomar la profesión a conciencia, y lo demás es patarata. ¡Mucho dure el buen propósito! Que no sé si se quedará en agua de cerrajas. De usted depende el cumplirlo: usted no es lerdo: si quiere, facultades tiene. Por de pronto, vamos a lo esencial. ¿Debe usted algo?
-Sí... no... es decir, a la patrona.
-Con esa ya ajusté yo cuentas. ¡Buena alhaja!
-El zapatero de la esquina del Mercado Viejo me hizo estas botas altas...
-El zapatero. ¿No hay más?
-Verá usted... En el café de Mariano... como solemos jugar al dominó...
-¿Y no hay libro de cuarenta hojas? ¡Todo es nonada, comparado con los naipes malditos! ¿Tiene usted contraído vicio? Porque hoy he visto...
-No señor, era la brisca, entre nosotros, por pura broma... a habichuelas...
-Por broma pase... ¡pero cuidado, cuidadito! ¿Y libros? ¿Tiene usted todos los del año?
-No, eso no... Entre los cuatro reuníamos todos; pero naturalmente, no traje sino los que me corresponden.
-¿No le dan a usted sus padres dinero para libros?
-Sí, pero...
-No diga más. Con aguas pasadas no muele molino: pero ¿para cada cuatro un libro? ¡Madre mía del Socorro, mientras tres holgaban, estudiaría uno!
-Alternábamos...
-En roncar y perder el tiempo. Ni jota sabían ustedes de la asignatura. Bueno, ya pasó; pero desde ahora... Otra cosa tengo que preguntar a usted, y es materia algo delicada. Advierta que tengo poderes de sus padres, poderes amplios... que si no...
-Diga usted, diga usted.
-Pues... (Don Vicente se bebió un copioso trago de agua) sus padres temen, y me han encargado que averigüe si tiene usted algún enredo, de esos que a su edad... En fin, usted me comprende.
-Sí, sí, comprendo -repuse con sinceridad y viveza- No, no tengo cosa mala que ocultar.
-A Dios sean dadas gracias. También me encomiendan, como es justo, que mire por que usted no descuide sus deberes religiosos.
Enmudecí. Para no mentir y ser leal, fuerza me era declarar que largo tiempo hacía no iba a misa, sino del pórtico afuera, en donde me recostaba pasando revista a las devotas. No obraba yo así por irreligiosidad, ni por sistema, sino más bien por descuido, pereza y rutina. Pero se me hacía cuesta arriba declararme al canónigo.
-Muy callado se queda usted -dijo éste gravemente, rechazando el pocillo del ya sorbido chocolate, y limpiándose la boca con la servilleta doblada.
-Diré a usted... Algunas misas he perdido, pero mucha culpa de ello toca a mis compañeros, que se reían de todo lo relativo a Iglesia. Por librarme de su chacota...
-Dime con quién andas, te diré quién eres; las manzanas podridas dañan a las sanas. Pues en ese asunto es preciso que usted ponga tiento, porque no quisiera yo encargarme de mirar por ninguno de esos mancebitos desalmados de hoy, costales de impiedades, pervertidos por las malas ideas que corren. Eso no. Y mire usted que en su casa no deben de haberle dado tal ejemplo.
-Así como pienso enmendarme en lo demás -respondí-, me enmendaré en eso.
-Ojalá. Mala escuela ha tenido: ahora le será a usted más difícil tomar hábitos de orden, formalidad y buenas costumbres. En fin, usted afirma que va a ser otro hombre: ¡Dios lo quiera!, me sería muy doloroso tener que desesperar de su conversión.
Dijo esto último en tono agridulce, del cual vine en conocimiento que mi tibieza y negligencia le habían parecido de mal agüero, y pesome de ser franco, como a Gil Blas con el arzobispo de Granada. Yo, allá en mis adentros, me sentía más reo de pereza y flojedad que de otra cosa, y muriendo por congraciarme con don Vicente, pronuncié con contrición doblada:
-Señor, no soy mal cristiano, aunque remiso; y no es posible que deje de conducirme bien, viviendo con usted y en esta honradísima casa.
-¡En esta casa! ¿Y quién le dijo que iba a estar en esta casa?
-¡Adiós mi dinero! -pensé para mi coleto, y como edificio de naipes se vinieron al suelo en un punto mis risueñas esperanzas y se volcó el cantarillo de la lechera. Debí de mostrar rostro asaz turbado y compungido, puesto que don Vicente añadió con más benignidad:
-Bien quisiera yo poner así a salvo su mocedad, y hacer ese servicio a su familia; pero me lo vedan razones muy obvias. Tengo a mi lado, como usted ha visto, hermana y sobrina; esta última doncella, sin más dotes ni galas que su recato. Ya entre, según piensa, en el convento de la Enseñanza, ya mude de propósito y elija otro estado, no me parece que deba vivir bajo el mismo techo que un mozalbete. Las lenguas maldicientes poco necesitan para sajar y hacer picadillo de las honras. Pero no se apure: ya he procurado para usted más decente albergue del que deja. No lejos de aquí vive una señora buena que admite pupilos, no por hacer negocio, sino para ayudarse a pagar la casa. Serán ustedes no más tres huéspedes, y todos moros de paz; no le maltratarán la ropa blanca como en aquel tugurio, y su cuarto no parecerá un hospital robado.
Aún departimos algún tiempo el canónigo y yo, él doctrinándome con sabios consejos, yo respondiéndole sumiso, pero con el pensamiento en otra parte, porque las nuevas del monjío en ciernes de Pastora me escarabajeaban en el alma. Despidiome, en fin, asegurándole yo que sabría encaminarme solo al redil que me buscara su solicitud. Encargome el que viniese con frecuencia a darle cuenta de mis adelantos y conducta: lo que le prometí de muy buena gana. Con esto salí a la antesala, y me disponía a levantar el picaporte para irme, cuando un suave ceceo me llamó desde la esquina del pasillo. Diome la sangre impetuoso vuelco a impulsos de una desatinada idea que me asaltó; pero al punto me reconocí grandísimo sandio, pues quien me ceceaba no era sino la dueña.
-Entra acá, hombre, -dijo campechanamente, empujándome por los hombros a un cuartico, exornado de muchas estampas de santos con marcos de lantejuela, y amueblado con una cómoda alta en que descansaba una urna de palo de rosa que contenía una Divina Pastora de bulto, y una mesilla baja y ancha en que en gracioso revoltijo se mezclaban tijeras, dedales, carretes de hilo, prendas a medio repasar, retazos de cinta, hormillas, botones, cabos de cera y alfileteros. En los rincones había canastas con ropa blanca, fuelles, planchas y tenacillas de encañonar.
-Entra -repitió la matrona, que apartada de su hermano se mostraba más lenguaraz y entrometida que modesta-. A ver qué buen mozo eres. Esa santa bendita de tu madre no te mandó a hacernos una visita, en tanto tiempo como llevas estudiando aquí. Pues bien sabe ella que nos queremos, y yo pasé por allá muy buenos ratos; ¿cómo están todos? ¿Y tu hermana la mayor, que tenía tres años cuando estuve allí?
Miraba yo a la madre de Pastora, y hallábala bien diferente de su hija; pero la cordialidad del recibimiento me venía de molde, y propúseme no desperdiciar ocasión tan propicia.
-Gracias a Dios no tienen novedad por allá -contesté-; mi hermana casó con el hijo del tío Alberto del Soto.
-Válgame Dios, ese era un labrador de los de punta cuando yo...
-Y mi madre no me dijo nada de ustedes, ni de que estaban aquí; que si no, ya se ve que tendría mucho gusto en venir a verlas, y al señor don Vicente...
-Una persona de tan buen consejo, aunque me esté mal el decirlo; pero no hay en el cabildo otro más prudente. Y tú, claro, habrás andado como ya sabemos que andan los estudiantes, metido en mil zahúrdas, sin sociedad de gente fina... Es una compasión cómo se educa hoy la juventud. En mi tiempo había tertulias, y se tocaba la guitarra, y se cantaban canciones, y se ponían acertijos y juegos de prendas, y se recreaban las gentes sin malicia; ahora van los muchachos a esos bailoteos, y si a mano viene gastan lo que no tuvieron nunca... Me acuerdo, cuando yo era doncella de la señora marquesa de B... ¡qué buenos ratos! Tocaban las señoritas el clavicordio, que lo hacían hablar... y a eso de las ocho entraba un refresco... ¡cosa de gusto!, yo sabía dirigirlo y arreglarlo tan bien, que la marquesa me decía sólo: Fermina, ya sabes; como siempre. Y ya contaba yo: tantos convidados, tantas onzas de chocolate: tres bizcochos para cada uno, dulce de guindas a proporción...
La locuacidad de doña Fermina, rompiendo vallas y saltando diques, se desbordaba. Propúseme llevar con paciencia las flaquezas de la dueña, oyéndola como quien oye llover. Pero no había treta que bastase, porque sin dejarme el recurso de pensar en las musarañas, me llamaba la atención hacia otro punto.
-¿Pero qué estás mirando? -me decía-. ¿Miras esa imagen de la Pastora? Pues has de saber que la compré de lance, y así y todo me costó siete pesos: es cosa fina. Repara que los borreguitos son de cristal y los árboles conchitas, y el vestido de la Divina Pastora es raso, con mucho bordado de oro... ¿No ves qué sombrerito de paja tan cuco? ¿Y qué propios están esos pescados de cera que nadan en ese río de hojadelata y talco? Y la cara de mi Madre bendita, ¡qué preciosísima es! Dicen que se da un aire con mi hija...
No podía yo meter baza, ni menos sumirme en mis pensamientos; la charla seguía desenvolviéndose y girando, como un ovillo por cuyo cabo se tira. Además de los anteriores temas, que nunca se agotaban, acribillome doña Fermina a preguntas acerca de mi vida, mis amistades, mis propósitos, y la reprimenda que me había administrado don Vicente; describiome al pormenor mi nuevo alojamiento, el carácter de la patrona doña Verónica, el de los huéspedes, y hasta no sé si el color de las colchas y el dibujo de las toallas, y vine en conocimiento de que doña Fermina no ignoraba nada de cuanto no le iba ni le venía.
Marcado, disponíame ya a tomar soleta, cuando acertó a entrar Pastora, y con ella el alivio para mis nervios y el gusto para mi espíritu. Saludámonos con cierto encogimiento y cortedad, y ella se sentó modestamente en su silleta baja, tomando al punto la labor, que según vi no era tejido de lizos de oro y seda, ni de orientales perlas recamado, sino las vainicas de unos anchos pañuelos. Noté que delante de su hija la lengua de doña Fermina andaba un poco menos suelta, ya porque el grave continente de la niña enfrenase su libertad demasiada, ya porque temiese decir algo que sonara despreciablemente en candorosos oídos. Ello es que se contuvo, tomó también las agujas de hacer media, y puso en actividad los dedos dando respiro a la laringe.
A poco, madre, hija y yo terciábamos en familiar plática.
Era Pastora completamente distinta de todas las mujeres (no muchas ni muy selectas) que había yo tratado. No se advertía en ella el descoco y presunción de mis parejas en los estudiantiles bailes, ni menos la rustiquez zahareña de mis montañesas hermanas y compañeras de infantiles juegos. Finilla y dama por naturaleza, se mostraba al familiarizarse sencilla y alegre como paloma; y aun no le faltaban unas miajas de malicia, destinadas a templar gratamente la demasiada pureza de las líneas de su rostro, parecido al de una Virgen de cera. Tal infantil malicia endulzaba, a la vez, la excesiva corrección y regularidad del semblante, y la perspicacia extraordinaria del entendimiento; porque tenía Pastora un juicio tan vivo y claro a veces, y formulaba unas sentencias, que mal año para Séneca y cuantos maestros de filosofía produjo la antigüedad. Lo mejor del caso consistía en que no sacaba Pastora su ciencia de ningún libro, como no fuese del Año Cristiano, de la Leyenda áurea o del Catecismo explicado del padre Mazo, únicos que en su poder vi; pues ni aun a las delicadezas místicas del Kempis se atrevía su biblioteca. De suerte que hay que creer que el recto discurso de Pastora nacía de una natural luz, propia de su alma, que muy brillantemente alumbraba su criterio. Yo confieso mi pecado: algunas veces, en presencia de Pastora, sentíame poseído de una impresión singular: antojábaseme que, aunque nuestras sillas se tocasen y la estameña de su hábito rozase el paño de mi capa, en realidad Pastora estaba lejos, muy lejos, allá en unas cumbres muy altas que yo escalar no podía. Borrábase esta aprensión, cuando alguna de las inocentes chiquilladas de los dieciocho años brotaba de sus labios, más rosados que las conchas que contrahacían flores en la urna de la Divina Pastora.
Nada menos semejante a una hija de la civilización que aquella futura monjita. Jamás respiraron sus pulmones, hechos al grave perfume del incienso, la atmósfera turbia y malsana de los bailes de San Agustín, ni el polvo sofocante de la Alameda en un día de música; jamás tapó su cara virginal el antifaz encubridor que al velar el rostro rasga el velo de la vergüenza; jamás deshonró su peruginesca cabeza, moño ni perifollo alguno, ni más afeite que la clara linfa de las fuentes, con que alisaba el sedoso cabello; jamás trocó por manto de blonda la graciosa mantilla de tira, de terciopelo y paño, que tan bien sentaba al óvalo de su faz, realzando con el contraste lo delicado de su cutis; jamás afeó su cuerpo traje a la moderna con pabellones, volantes o lazos, sino el ceñido hábito de lisa falda y plegado corpiño, que dibujaba con púdica reserva las ondulaciones de su ligero y garboso talle. Es cosa bien llana que los estudiantes, que tienen ojos de lince para atisbar a las muchachas bonitas, no dejarían de haber rondado a la sobrina de don Vicente; pero así paró ella mientes en los galanes que acechaban su ida a misa y a la novena, como en las habitantes de los antípodas. No existía en Santiago alcázar más inexpugnable que el del recato de Pastora, ni cosa más proverbial que su recogimiento y modestia: buena prueba de ello era el que juntas hubiesen llegado a mí, caminando por no muy comedidas bocas, la nueva de su honestidad y la de su hermosura. Así fue que al pronto no me atreví yo a cortejarla declaradamente. Me presenté tímido, respetuoso, rendido y prendado: y no sin orgullo vi que iba ablandándose aquel corazoncito y resbalando aquella voluntad por la pendiente florida y suave a que yo la atraía.
Aunque sirve el amor propio de natural ceguera, todavía no puedo persuadirme de que la vocación monástica de Pastora fuese entonces verdadera y profunda, llamamiento eficaz al estado religioso. Imagino que la paz y sosiego ociosos de su espíritu, el carácter arrebatado y difícil de su madre, la devoción espontánea, el cariño y halagos de las monjas, le sugirieran la idea de enclaustrarse, considerando el convento más bien como un lugar de reposo que como el paraíso del alma. Por mucha estima en que yo me tenga, no me parezco capaz de turbar un pecho en que ya anidó la gracia, y que exaltan los transportes del amor divino. Colijo pues, que Pastora no sostuvo lucha ni combates consigo misma, ni experimentó remordimientos por desoír la voz de lo alto. Insensiblemente se fue aficionando a mí, y nos hallamos al cabo novios.
No nos faltaron ocasiones de pelar la pava y de departir largamente. Doña Fermina era un Argos muy poco vigilante, amén de que tenía sus quehaceres y devociones, que la forzaban a salir, y su incansable lengua, que la impelía a ir en busca de vecinas y comadres para dar desahogo a la plétora de palabras que la sofocaba. Don Vicente había distribuido sus horas entre coro, siesta, rezo, paseo y lectura, de modo que me era facilísimo sortear las mías para no encontrarle. Es de advertir, por que no padezca menoscabo la limpia fama de mi Pastorcilla, que aquel nuestro afán de coger las vueltas a sus guardianes, no nacía de propósito alguno menos honrado y comedido: antes al contrario, como desde que conocí a Pastora la tuve por propia y adecuada para esposa legítima de un futuro medicastro, y como tal la puse allá en mi interior más alta que los cuernos de la luna, mi primer cuidado fue informarla de mi honesto propósito, y desde aquel punto no nos igualaran en mutuo respeto y confianza los más pulcros futuros ingleses. Pura niñería era lo de querer que nadie oyese nuestros coloquios; porque en verdad, según su inocencia, pudiéramos pasarlos en mitad de la calle.
A Pastora la defendía su sencillez y candor; y yo, aunque algo maleado por el roce y por mis adocenadas aventurillas, no tenía en el fondo mucho de Tenorio. Por otra parte, en nuestros amoríos no fermentaba la menor levadura de sentimentalismo, y nos tratábamos con aquel desahogo y llaneza que suministra la conciencia tranquila. Obsequiaba yo a Pastora indistintamente con claveles y camelias, que cogía en alguna huerta de los arrabales, o con canastillos de hojaldre y barras de alfeñique compradas en la confitería; y ella así me pagaba con un escapulario bordado o con una mata de malvarrosa, como remendándome los desgarrones de la escolar capa. Todo el tiempo se nos iba en hacer planes para el porvenir, o en ajustar la cuenta de la lechera. Yo levantaba canastillos de naipes, y Pastora con un soplo de buen sentido los echaba a tierra.
-Mira -solía decirle presentándole un espejillo que colgaba de un clavo en el cuarto de su madre-: mírate, tonta, qué bonita eres. ¿Y aun te atreverás a decir que no has de salir nunca de ese hábito y de esa mantilla de tira?
-¡Anda! Más mérito es que sea bonita así. ¡Brava hazaña haría en estar guapa, si me pusiese arrumacos y perendengues y aretes de piedras en vez de éstos!
Y tocaba riendo sus orejas, en que dos hebras de seda verde hacían resaltar lo nacarado y menudo del lóbulo.
-¡No, pues cuando seas médica, ya te mando yo que has de gastar blondas, y cola, y abrigo de terciopelo! No faltaría más.
-¡Ja, ja!, ¡abrigo de terciopelo! ¿Quién te verá, Pastora? (Y hacía ademanes de dama remilgada que anda contoneándose, con las manos pendientes y los brazos tiesos y desviados del cuerpo).
-Mira, cada uno debe vestir como quien es.
-¡Conversación! ¿Y quiénes somos tú y yo, Pascualito? ¡Vaya unos príncipes y unos peruleros! Sí, que ayer nos cayó el premio gordo de la lotería. Si el Señor nos concede patatas y tocino para guisarlas, mucho deberemos a su incansable bondad. Y nunca nos falte.
-Cuando yo sea médico...
-Va largo. Digo, si es que tú no te das otra maña, hijo. Pascual, estudia, estudia, Pascual, que si no tendremos que irnos a tu tierra a cebar bueyes. Y gracias si como labradores vivimos honradamente, sin depender de nadie más que de nuestras manos.
-Pero mujer, si cada vez me entran menos en la chola esas malditas asignaturas. Por complacerte a ti y a tu tío, voy llevándolas con orden, y aun me aplico, ¡vaya si me aplico! Pero no hay día en que no vea graduarse en un santiamén a otros que saben tan poco como yo, y me lleva pateta. Ya podía yo estar concluyendo la carrera; ¡mira qué gusto!
-¿Sin saber nada?
-Pues sí, que los que salen son unas notabilidades.
-Pero hombre, para eso, mejor era que no hiciesen la farsa de ir a sentarse en aquellos bancos. Bueno estaría que el tío, que es canónigo, no supiese decir misa, ni teología, ni latín... Y lo que yo digo: si a mí me dieran un papel escrito; ¿eh?, en que declarasen que yo sabía zurcir muy bien, vamos, y tú fiado en ese papel me trajeses tu gabán a que le zurciese un siete, y por no saber no te lo hiciera, ¿qué dirías?
-No es lo mismo. La práctica...
-Ya; después que mates un ciento, ¿sabrás curar una docena?
-Tú no entiendes de eso.
-Ea; pues tú tampoco.
-Yo lo que te digo es que me hierve la sangre de impaciencia por ser médico, y que nos casemos...
-Y que nos muramos de hambre, porque no tendrás enfermos... Mira, Pascual, yo vivo de cualquier modo, porque, aunque boba, bien se me alcanza que al que se contenta con poquito todo le sobra. Pero tú, que ya estás soñando ahí con blondas y rasos, y que además eres aficionadillo a mil menudencias y primores... Vaya, el que quiera ciertas cosas que las gane.
-No sé cómo a ti no te entusiasma la idea de ir de mi brazo al paseo, al teatro...
-¡Teatro! Haya para la olla, y dareme con un canto en los pechos.
-Te digo que hemos de vivir como archipámpanos. ¡Verás cómo te gusta el teatro! ¿No fuiste nunca?
-¡Quiá! Dice el tío que es un espectáculo muy inmoral y muy impropio de muchachas solteras.
-¿Qué sabe tu tío? Apostaré a que en su vida lo vio.
-Sí tal, fue una vez antes de ordenarse, y volvió escandalizado. Más de mil veces habla de aquel lance. Dice que daban una función... ¿A ver si me acuerdo? Era cosa de amores... ¡Ay!, sí. Los Amantes del Teral o Terel...
-De Teruel... ¡Bueno! ¿Y qué tiene eso de inmoral? Eran dos que se querían, como tú y como yo, ¡mira qué cosa! Pues digo, ¡si tu tío viese las que dan ahora nuevas!
-No, ya dice él que, según lo que traen los periódicos, aquello era tortas y pan pintado en comparación de lo que hoy se estila. Ya ves como tiene razón, y una muchacha formal no debe poner el pie en esos sitios.
-¡Qué seria se me queda usted! ¡Parece una doctora! ¡Los dedos te chuparías tú de gusto, sor Severiana, si oyeras una sola vez cantar el vals de las cartas en La Gran Duquesa!
Y tomando un ovillo de hilo que hallé a mano, y colocándolo a guisa de carta ante mí, púseme a tararear.
Oh carta adorada | |||
me hiciste feliz. |
-Pareces loco -me dijo Pastora riendo de todo corazón.
Yo así un hierro de la plancha, y blandiéndolo, grité:
-Atiende, atiende, que ahora va lo mejor:
Y zis zas, pum, | |||
yo soy el general Bum-bum. |
-Eso sí que lo aprendes pronto -exclamaba ella sin parar con su risa-. Tales necedades se te imprimen enseguidita en la memoria; y en cambio lo que lees en los libros se va como el agua si la echasen en esa canasta de mimbres.
A este tenor eran nuestros diálogos, nada semejantes en verdad a los de Isabel de Segura con Marsilla, que tanto asustaron in illo tempore a don Vicente. Algunos días, fuese por el estado de la atmósfera o por el de nuestros nervios, armábamos camorra y quimera, a lo mejor, por un quítame allá esas pajas; que con ser Pastorcita una malva de ordinario, no dejaba, en ocasiones, de sacar las uñas. Recuerdo que cierta vez llegué de improviso, y hallela con los ojos hinchados, la cara de juez, devanando activamente una madeja puesta en el argadillo.
-Aquí estoy yo -dije al entrar-, aquí estoy yo, venga esa madeja, que la tendré de rodillas y todo para que devane a gusto la señora princesa Micomicona.
-No me hace falta. Muchas gracias -contestó Pastora sin alzar los ojos.
-¡Uy qué vientos de cortesía soplan! Malo, malo.
Senteme en mi sitio de costumbre, y Pastora siguió con su labor, sin volver siquiera el rostro para mirarme.
-¿No me dices nada, mujer?
-¿Y qué quieres que te diga? Habla tú.
Levanteme, y con rápido movimiento sujeté entre las mías sus manos, al mismo tiempo que de un disimulado puntapié hice volcar el argadillo.
-¿Qué confianzas son estas? ¿A ver? -dijo ella tratando de desasirse.
-Hoy no se devana.
-Pues. Vendrás tú a hacerme mis obligaciones.
-Tengamos la Fiesta en paz, Pastorcita. Yo he acudido aquí para hablar contigo, para mirarte, y no para que me pongas hocico. Levanta esos ojos de sol y te dejaré devanar.
Los alzó con mirar nada blando; abrí yo las manos y ella se volvió a instalar, enderezando la devanadera y despidiendo a la vez un suspiro. Yo me quedé en pie a su lado. Un rayo de sol penetraba por la ventana, dorando los cabellos castaños de su inclinada cabeza. Arranqué una paja del asiento de la silla más próxima, y con el extremo la hice suaves cosquillas en la raya y en la nuca. Estremeciose como si la picase una mosca impertinente, pero no descosió los labios.
-¿Se puede saber qué ocurre? -dije yo ya aburrido- ¿Qué te pasa? O me miras, y me hablas, y me riñes, y me insultas, o me marcho y no vuelvo. Escoge.
-No, si yo no tengo que reñirte por nada. Si te portas como un santo. ¿Quién ha de hallar motivo de reprensión en la conducta del señorito don Pascual? Es un modelo.
Pastora se había puesto de frente, soltando el ovillo; y su rostro serio y un tanto descolorido, representaba diez años más que solía.
-¿Qué he hecho yo? Pues no me remuerde la conciencia de cosa alguna.
-La conciencia tuya es de manga ancha.
-Pero, por los clavos de Cristo, dime en qué está mi pecado, siquiera para arrepentirme.
-¿De qué se ha de arrepentir una persona tan cabal? No, si no es posible llevar una vida más arreglada y perfecta que la tuya. Y si no, examinemos un día... por ejemplo, el de ayer.
-Pero...
-Madrugaste a las diez: ¿quién duda que es hora muy regular? ¡Otros se levantarán a mediodía! Después fuiste a cátedra... con los que se quedan. A la una saliste a tomar el sol, que es ejercicio muy higiénico y provechoso para la salud. A las dos comiste, y te faltó tiempo para plantarte en el café. Allí no perderías sino cinco reales al dominó y no sé cuántas mesas de billar... Para una pobre como yo sería sensible la pérdida; pero para un millonario como tú, ¿qué vale eso? Al anochecer asististe a la novena de las Madres, como van los buenos cristianos, a no pasar del pórtico, y a quitar la devoción a las almas piadosas que entran y salen.
-Iba por verte.
-A otro perro con ese hueso. Demasiadas veces te he dicho que no quiero que la iglesia nos sirva de encubridora. A la iglesia se va a rezar y no a cosas profanas. ¿Ibas también por verme a la puerta de la casa de X... esos señores que dan saraos, y ante cuyo portal os apostasteis veinte o treinta para chillar y cantar a cada persona que entraba?
-Yo desearía saber quien te trae a ti esos chismes, para enseñarle cuántas son cinco.
-Mal me quieren mis comadres, porque digo las verdades.
-Patrañas todo.
-Pascual, no recurras nunca a la mentira. Eso sí que es peor. Lo sé de muy buena tinta, y no me importa decirte por quién. Mamá estuvo hoy temprano en la catedral con doña Verónica.
-Patrona de Barrabás: ¡a eso van a la iglesia, a comerse los santos, y al mismo tiempo a desollar al prójimo!
-No lo hablaron dentro, que lo hablaron fuera y a la salida, ¿lo oyes? Y me parece que no han descubierto cosa alguna secreta, sino pública y hasta callejera.
-Pues una vez que doña Verónica es el testigo de mi vida, anda y pregúntale cuántos días al año hago yo eso. ¿No se ha de disfrutar de alguna expansión?
-No me quejo yo -dijo Pastora con aquella sutileza de discurso que a veces mostraba- de que hayas vivido así ayer; quéjome de que esa vida tan vana te guste, y de que le llames expansión. Porque según un padre jesuita, a quien una vez oí predicar, no está el daño tanto en las faltas que por ventura cometemos, cuanto en el placer y afición que despiertan en nosotros. Tu ánimo está cosido a esas ociosidades y tu voluntad no sabe tomar otro rumbo. Mientras no quieras ser hombre de provecho, ¡ay Pascual!, no lo serás. Querer es lo primero.
Acertaba Pastora en su análisis. Es verdad que desde que mi estrella me pusiera en las próvidas manos de don Vicente; desde que mis huesos reposaban en las sahumadas y limpias sábanas de doña Verónica, mi conducta era todo lo regular posible. Acabáronse los trasnoches, los desórdenes, las travesuras y las intriguillas; olvidara mi paladar el gusto de los licores, y mi mano el movimiento de las fichas del dominó y de las figuras del ajedrez. Cuando al revolver de una esquina me daba de manos a boca con mis antiguos compañeros de zambras, volvía la cara por no mirarles. Unido esto a que asistía con puntualidad a cátedra, a que acompañaba a don Vicente a sus largos paseos extramuros, y a que la simplota de doña Verónica tuvo la flaqueza de dejarse decir que yo vivía como una palomita, resultó que la mucha malicia y la envidia grande de mis antiguos compinches me confirmara conociéndome presto por el ridículo apodo de Palomita.
Sí; ¡oh debilidad, arcano y misterio del corazón del hombre! ¡Oh condición la suya peregrina, de ningún novelista bien descrita, de ningún sabio enteramente penetrada! ¿Quién no pensara que con tal pormenor había de cobrar yo tedio, cuando no aborrecimiento, a aquellos pillastres? Pues razón tenía Pastora: puntualmente ocurrió lo contrario. Desde que supe que, por iniciativa del maligno mico que se llamaba Cipriano, eran mi bondad y virtud fábula y risa de unos cuantos perdis, de cuyo parecer debiera importárseme un bledo, picome una comezón extraordinaria de ver, hablar y tratar de nuevo a semejantes bellacos: y era todo mi afán, no por darles sano ejemplo, ni por sacarles de la desastrada vida en que andaban, sino a la inversa por probarles que yo era tan truhan como antaño, y tan capaz de hacer una hombrada en La flor de los campos de Cariñena, o cualquier otro noble lugar.
A tal empeño, que declaro sin vindicarme ni alegar disculpas, obedeció mi escapatoria, tan presto sabida como ejecutada. Doña Verónica, que me veía siempre metódico y formal, se asombró de mi calaverada, y no cabiéndole el pan en el cuerpo, manifestó su sorpresa a doña Fermina. Esta jugarreta no la perdoné en todo el tiempo que Pastora se mantuvo pensativa, cavilando en mi falta de seso y de amor al trabajo.
¡Qué paz, qué afable y soñolienta holgura, qué conventual sosiego se gozaba en la casa de doña Verónica, flor y nata de las posaderas de afición! Parecía un palacio encantado. Tres no más éramos los felices mortales a quienes hospedaba, por mucho favor, la buena señora.
El primero un eclesiástico de estos cortesanos y sociables, cuya inofensiva manía es relacionarse con lo más distinguido del pueblo en que viven, y que se esponjan como si hubieran puesto una pica en Flandes, cuando les cabe la honra altísima de derramar el agua sagrada del bautismo sobre la frente del primogénito de una familia ilustre, o de echar las bendiciones a una pareja de lo principal, o de cantar las honras de una persona de suposición e importancia; que sin tener orgullo propio, lo tienen por cuenta ajena, y se crecen y pavonean al pasar bajo el dintel de una puerta que corona un escudo heráldico, o al rozar con el paño de su traje una manga galoneada o un vestido de seda rica; eclesiásticos que rara vez dejan de ser morigerados y puros en sus costumbres, sirviéndoles de mucho para ello el mismo trato correcto que frecuentan y el decoro que se consideran obligados a guardar a sus elevadas amistades. Era pues don Nemesio Angulo uno de éstos, y yo sabré decir que aparte de aquella fútil niñería, pocos hombres conocí más afables, comedidos y delicados. Andaba siempre con una misma sotana, ya reluciente a fuerza de cepillo y uso, porque no siendo don Nemesio ningún potentado, vivía parca y económicamente, y acongojábale sobremanera el pensar en ser nunca gravoso a nadie. El otro huésped, harto menos simpático que don Nemesio, era un señorito, inmediato sucesor de una casa amayorazgada, rico y único, muy pagado de sí propio, muy fatuo; no vicioso ni calavera; pero con unos humos, un empaque y un aire de superioridad y desdén que, en mi concepto, le hacían insufrible. Gastaba a tontas y a locas en mil fruslerías de todo punto afeminadas e inútiles; en la guantería ordenaba que sus guantes midiesen un dedo más del largo ordinario por la muñeca, a fin de tener el gusto de pagarlos dos reales más caros que todo el mundo; y parecíale a él que este era un rasgo de exquisita distinción. Encargaba ropa y más ropa a los sastres, estrenando cada semana una prenda, sin hablar de las infinitas corbatas, cadenas y junquillos: pero su aire atado y lugareño, su rígida tiesura, así como una desdichada afición a las modas extravagantes y pasajeras, no solamente le impedían llegar a la elegancia, sino que le ponían a dos dedos de ser risible, y aun le privaban de lucir una figura aventajada, un cuerpo de buenas proporciones y un rostro nada despreciable.
Al llegar aquí tengo que confesarme de un sentimiento que no me honra; pero que atañe a todo lo que voy narrando. Es el caso que la opulencia fastuosa, el pesado lujo y las pretensiones de don Víctor de la Formoseda (que así se llamaba el señorito), me producían, ¿diré envidia?, ¿diré empacho y tedio? ¡Qué sé yo! Lo cierto es que llegó a no serme posible verle sin enojo, y que asía por los cabellos toda coyuntura (y no faltaban) de burlarme de él con los demás estudiantes, que a causa de su atildamiento no le llamaban sino don Esdrújulo (fieles a la costumbre de poner apodos). Queríanle muy mal, y quizá no sin algún motivo, porque él prescindía de la unión y compañerismo, tenía a menos ir del brazo con los que no se presentaban tan peripuestos; no cruzaba dos palabras con los que a su lado se sentaban en clase; se hacía el desconocido al tropezarlos fuera del aula, y en suma, se aislaba en su altura y magnificencia. De suerte que puede decirse que la Universidad entera tenía, como yo, ojeriza al rico estudiante. Al verle salir tan currutaco, con sus pantalones mahón o gris perla, que no hacían una arruga, su levita de brillante paño, su cuello y puños níveos, sus guantes frescos, sus charoladas botas y su sombrero reluciente, algo torcido sobre la cabellera rizada a hierro, no podíamos eximirnos de mirar compungidos nuestro arreo escolar, harto maltratado y lacio.
A veces me ponía yo ante un espejo y me consolaba yo a mí mismo diciéndome: Pascual, vale más tu soltura y tu buen avío que todas las galas de ese lindo don Diego. Mas los sofismas del amor propio no bastan para encubrir la realidad. Mejor me desahogaba con celebrar las diabluras de Cipriano, que desde un cuarto piso despedía un puñado de harina hacia el flamante sombrero, o pasaba los días de lluvia al lado de don Víctor, patullando en los charcos para constelar de lodo el pantalón irreprensible. La noche en que, según informaron a Pastora, nos pusimos de guardia a la puerta del sarao para molestar a los que pensaban divertirse, Cipriano llevaba oculta bajo la capa una botella de asafétida, que con el mayor disimulo lanzó sobre los faldones del frac de don Víctor. Este, que era terrible cuando se encolerizaba, nos diera quizá a todos muy mal pago, si ligeros y tácitos no nos hubiéramos escabullido por una callejuela colindante sin aguardar a que advirtiese la burla.
Inútil es decir que con el carácter de don Víctor, ni yo le trataba ni nos saludábamos casi, a despecho de vivir tabique por medio. En cambio hice excelentes migas con don Nemesio Angulo, y solíamos juntarnos para despachar la pitanza, no opípara, pero sí sazonada y gustosa, que nos ofrecía doña Verónica. El señorito comía aparte, en sus habitaciones, que eran dos y muy desahogadas, no que nosotros con un angosto cuartuco nos contentábamos; cosa nada de extrañar, teniendo en cuenta la diferencia de pupilaje, y que razonablemente no podía la bondad de doña Verónica, con ser mucha, extenderse a equiparar a tan importante huésped con nosotros tan humildes.
Sin embargo, el caritativo corazón de la excelente patrona la movía a hacer a nuestros estómagos partícipes de las golosinas con que a cuerpo de rey obsequiaba a Formoseda. Indignábame yo, y era lo bastante quijote para no comer cuando advertía que me presentaban algún relieve de la mesa del señorito. Don Nemesio, en cambio, lo hallaba la cosa más natural del mundo.
-¿No prueba usted de esa botella de Jerez? -solía decirme- El color convida. Traiga usted, le echaré una copa.
-Señor don Nemesio, ¿no ve usted que está descorchada y empezada? -contestaba yo mohíno y fosco.
-Y eso ¿qué más da?
-¿Cómo qué más da? ¿Somos aquí criados para que se nos den las sobras de ese don Esdrújulo?
-¡Qué aprensión! No, Pascual, no se las dan a usted en concepto de sobras; lo hace esa infeliz de doña Verónica para que catemos de un vino excelente.
-¡A mí me fríe la sangre todo esto! Ayer nos pusieron una empanada que traía alzada la cubierta; se conoce que la levantó Formoseda, no le gustó el cariz y nos la encajó acá, ¡sólo para chafarnos!
-¡Válgame Dios! No lo crea usted; es una persona muy buena en el fondo el tal don Víctor; conozco a su familia, que es dignísima, y de las antiguas de este país. Y él, a pesar de ese aire así... serio, es un pedazo de pan. Dos o tres veces me ha obsequiado convidándome a comer en su sala, y aseguro a usted que estuvo atentísimo conmigo.
-Con usted estará. Pues sólo faltaba: sí, que no trata usted a personas que valen y suponen cien veces más que él.
-No, no digo tanto, aunque es cierto que algunas señoras de respeto me favorecen y me reciben con agasajo. Ya saben ellas que Nemesio Angulo es un inútil pero bien intencionado capellán.
-Yo le aseguro a usted que el don Victorcito me quiere mal y me hace los desaires que puede. Por eso me irrita que nos sirvan sus platos recalientes y que esta sea su segunda mesa.
-Mire usted, Pascual, no podemos exigir muchas gollerías a doña Verónica; harto hace la pobre, que nos hospeda por una friolera. Ella combinará sus arreglitos, y puede entrar en sus cálculos ponernos un manjar que don Víctor no haya probado. Y a nosotros ¿qué mal nos viene con eso? No lo digo por glotonería; soy más sobrio que otra cosa; no tengo grandes exigencias, y ya sabe usted que lo paso igual con nabos que con faisanes. Pero una vez que por desdicha nuestra no somos tan ricos como don Víctor, debemos desechar la soberbia y conformarnos. Es el gran arte en la vida, Pascual: contentarse con la suerte.
Decía esto con filosofía tan apacible y semblante tan sereno, que a veces me movió a probar de los aborrecidos manjares. Mas no me convencían sus razonamientos, ni me hallaba dispuesto a resignarme. Desde que vivía al lado del señorito de la Formoseda, siendo testigo de su lujo y prodigalidad, danzábanme allá en el magín ciertos trasgos o duendes, y se me representaban escenas fantásticas que me traían asaz de trastornado. No me sonreía el dinero como dinero, sino como medio de lucir, de triunfar, de aplastar a aquel vanidoso bajo el peso de mayores vanidades. ¿Pensará nadie que al cerrar los ojos para mejor ver dentro de mí a Pastora, me la figuraba yo con su modesto hábito? ¡Buen hábito nos dé Dios! La sobrina de don Vicente, en mis visiones, arrastraba ya rozagante traje de ostentoso terciopelo, ya gasas sutiles y mágicos atavíos de baile; ocupaba conmigo una gran casa, con ancho portal y salas amuebladas con primor; dábamos convites a que era invitado don Nemesio Angulo, y en que las botellas tenían lacrado el tapón, y las empanadas intacta la cubierta. Soñaba también que poseíamos un coche más lujoso que el del cardenal arzobispo (para lo cual advertí después que no se necesitaba mucho) y que pasábamos al lado de don Víctor, salpicándolo con el fango que levantaban las rápidas ruedas.
Con tales quimeras y devaneos, ya casi me era enojosa la sociedad de Cipriano y demás regocijados compañeros. ¿Qué valían los truhanescos placeres en que ellos pasaban la vida al lado de mis aspiraciones? Pastora algunas veces se burlaba dulce y agudamente de mis ensueños.
-Dime, ¿cómo haremos para llegar a millonarios? -me preguntaba muy seria.
A esto no replicaba yo nada, y derretíanse las alas de cera de mis ambiciosos desvaríos. Cuando por ventura insistía yo más, se formalizaba ella.
-Pascual, Pascual -me decía-, veo que el primer enemigo del alma no duerme. Malo, hijo; esa codicia no augura sino desdichas. ¿A que eres capaz de venderme por treinta dineros, como Judas a Nuestro Señor? El diablo, el diablo te trae a mal traer con esas imaginaciones.
-También es duro, Pastora, que nunca haya de poder uno gastarse las onzas en disfrutar como don Víctor.
-¿Y qué disfruta ese señorito?
-¡Ahí es nada! Más derrocha él en un día, que tu Pascual desde que vino al mundo.
-Pues, vaya, que la diversión... No estará más contento que yo lo estoy remendando esta sábana vieja.
-¿Y por qué han de tener unos tanto y otros tan poco? Por vida de...
-¡Calla, deslenguado! ¿Le vas a enmendar tú la plana a Dios? Aparte de que a mí no me la pegas: lo que te incomoda es ser menos, que si fueras más no me harías tal pregunta.
-¡Pobre del que está debajo!
Alzaba ella entonces la cabeza de la labor, y mirándome fijamente pronunciaba:
-Todos somos hijos de nuestras obras. Si tú quieres, podemos ser ricos. Aplica los codos: de ti depende. ¡Yo no he de coger los libros y estudiar por ti! Si estuviera en tu pellejo... No te rías; se me figura que tragaría las lecciones. ¡Si te ríes más voy a darte un tijeretazo; a la una... a las dos...! (Y las tijeras caían de plano sobre los nudillos de mi diestra).
De sobra alcanzaba yo que el porvenir de un mediquillo de mi laya no era de lo más brillante. La voz interior que tan claramente nos dice las cosas más duras, me gritaba que a aquel paso no iba yo derecho al templo de la fama. Sin ser torpe, me reconocía frío y cerrado para el estudio. Faltábame el amor, que en el estudio como en todo, hace la carga ligera y suave el yugo. No retenía mi memoria los nombres técnicos; los libros se escapaban de mis manos; iba trampeando, leyendo sin interés y de mala gana.
Con todo eso, el sistema aconsejado por don Vicente dio su fruto. Por lo mismo que no era entonces obligatoria la asistencia a clase; por lo mismo que la mayoría se aprovechaba muy a su sabor de tal libertad, así como de la de simultanear y atropellar asignaturas, yo, que acudía puntualmente a cátedra, yo que llevaba la carrera por su orden antiguo, cobré fama de aplicado, de buen muchacho, de hombre formal en suma, y antes de entrar a examen la benevolencia general de los profesores me hacía augurar feliz éxito.
Así fue; preguntáronme con blandura cosas fáciles y corrientes; despacháronme presto, y salí, sin discusión, aprobado. Corrí a pedir albricias a Pastora, y recordando en seguida que a dos leguas de mi hogar había un pueblecito, y en él estación telegráfica, dirigime a expedir un parte a mis padres, o por mejor decir, a un amigo, con encargo de que se lo comunicara. Al acercarme a transmitir mi despacho, pude observar que el telegrafista, hombre ya maduro, rojo como un pavo, no me atendía y refunfuñaba entre dientes coléricas exclamaciones.
-¡Tunantes, ganapanes! -decía. Y volviéndose a mí-, usted dispense, caballero -murmuró-, pero no soy dueño de mí mismo. -Y tomando mi parte, leyolo en voz alta.
-¡Ah! -pronunció al terminar-: ¡reciba usted mi enhorabuena, caballero! ¡Usted es un buen hijo y un hombre honrado! Lea usted, lea usted lo que ahora mismo acaba de obligarme a transmitir un pillo, un tagarote, al cual insulté y se rio en mis barbas, y dígame usted si un padre de familia puede ver impasible ciertas cosas.
Tomé el trozo de papel, y leí:
«Papá: en fisiología mal; anatomía igual; las restantes ídem. Manda dinero. -Cipriano».
Aquel año me parecían interminables las antes tan suspiradas vacaciones, a pesar de que mis padres me recibieron, sin metáfora, como al hijo pródigo, matando una rolliza ternera e invitando a parientes y deudos al homérico banquete que se dispuso con los restos del pobre animal. Mas yo estaba en brasas. Me parecía que trascurriera un siglo desde que no hablaba con Pastora. Las diversiones rústicas, las fiestas y romerías me enfadaban; mi deseo era llegar cuanto antes al mes de octubre. Próximo ya éste, avínome un suceso que redobló mi impaciencia; y fue que me atacaron perniciosas calenturas, de carácter tercianario, con las cuales postrado y doliente no fue posible que hasta principios de noviembre soñase en el viaje. Al cabo me dieron de alta, y aunque amarillo, chupado y hecho un espíritu, me faltó tiempo para tomar el camino de la escolar ciudad. A medida que iba ganando terreno y respirando nuevo y distinto ambiente, me parecía que la vida tornaba a mi debilitado organismo. Sentía el torrente de la sangre, más tépido y apresurado, girar por mi cuerpo; cobraban elasticidad mis miembros, mi cabeza regía sosegada y firme, y, cerrados los ojos, en un ángulo de la diligencia, saboreaba las gratas sensaciones del que resucita. Mil deleitosas quimeras, mil confusas aspiraciones se agolpaban a mi cerebro; quería vivir, quería gozar. Como nos acercásemos a Santiago, miré por las ventanillas, y el paisaje más monótono que risueño, y el agudo soplo de fresquecillo de una tranquila tarde de noviembre, que vino a herir mi epidermis, me produjo un estremecimiento de júbilo y entusiasmo. Me apeé en los arrabales, antes de llegar a la parada y eché a andar con paso ligero, sin dirección fija. Bajaba el día ya; el sol poniente doraba con mágicos tornasoles los campanarios de las iglesias, y en especial uno que descollaba entre todos, unas torres gallardas, afiligranadas, esbeltas. En mi vagabunda carrera, atraído por aquellas torres, fui a parar a la catedral.
Entré. Pocos fieles oraban en las naves solitarias, por las cuales se extendía vago perfume de incienso. Los negros confesonarios parecían otros tantos inmóviles centinelas; un rayo de sol, casi moribundo, iluminaba el magnífico pórtico de la Gloria, colocando aureolas de rojiza y desmayada luz sobre las cabezas de piedra de los bienaventurados. Bajo el elegante y atrevido pilar que sostiene el tímpano, la estatua del arquitecto Mateo, de hinojos sobre las losas, continuaba su eterna oración. En el lejano altar, ya invadido por la sombra, se percibía la melancólica imagen de la Virgen de la Soledad, rodeada de morenos ángeles, cuyos cuerpos, en la penumbra crepuscular, parecían dotados de vida y movimiento. Caminé hasta las gradas, arrodilleme, y fervorosamente di gracias a Dios que me había conservado la existencia y devuelto la salud. Me distrajo de mi plegaria una forma gentil, presente siempre a mi imaginación, cuya proximidad entonces me revelaron los sentidos, pues la vi cruzar por detrás de las columnas que dividen la nave. Levanteme, y la seguí a distancia; se retiraba ya, pues pasó ante el altar mayor haciendo una genuflexión y un signo de cruz. Tomó el camino para salir por la puerta que da a la Quintana, y al pasar ante la pila del agua bendita, la vi humedecer sus dedos, sacudirlos y santiguarse de nuevo. Vehemente tentación me impulsaba a ofrecerle el agua yo mismo: supe contenerme, pero no me eximí de alzar la gruesa y pesada cortina de cuero que pende ante la puerta de salida. La dama salió sin mirar al galán que así la obsequiaba; yo eché detrás, y al verla ya fuera del sagrado recinto, afanosamente le tiré de la manga, repitiendo a la vez su nombre.
¡Maldita plaza! Estaba clara aún, porque el día no se extinguiera del todo; cruzaban varios transeúntes, y el rápido y ahogado chillido que lanzó Pastora al verme, hizo volver la cabeza a dos o tres. Ella lo notó, y precipitadamente me dijo:
-Pascual, Pascual, estoy muy contenta: pero aquí no puede ser, no puede ser. Adiós, hasta mañana a las nueve.
-Pero oye, escucha, mujer...
Asió mi mano, la estrechó suavemente, y veloz como una exhalación, antes que yo pudiera seguirla, cambió de rumbo, bajando apriesa la peligrosa escalinata, roída por el uso, que conduce de la Quintana a la Platería. Quedé parado, y al fin resolví no seguirla, puesto que ya me citaba para el día siguiente.
Doña Verónica me recibió deshaciéndose en felicitaciones y extremos de gozo, porque no me había muerto. Supe que éramos los mismos huéspedes del año anterior; vi a don Nemesio, que mostró gran contento al hallarme restablecido; y se reanudó la rota cadena de mi existencia escolar. Poco me dejó dormir aquella noche el desasosiego, y dos regulares horas antes de la fijada para la entrevista, ya andaba yo rondando la casa del canónigo. La madrugada era fría y brumosa, como del mes en que estábamos, y subí el embozo de mi capa recatando el rostro. Cual enamorado novel, miraba ya a los cristales de las vidrieras, ya a las nubes color de pizarra, ya a la cerrada puerta de don Vicente. Hecho vivo guardacantón, fui viendo cómo salían, primero la cerril moza de cántaro, que desempeñaba los más humildes menesteres de la casa, y que en este momento iba sin duda a la compra, si no mentía el panzudo cesto, cuya asa rodeaba su brazo; después doña Fermina, rebujada en un mantón, rosario en muñeca y descoyuntándose a bostezos, y por último, don Vicente mismo, que con diligente andar se encaminaba a la basílica a celebrar la misa cotidiana.
Vista que me causó mucho regocijo, pues salir él y colarme yo en el portal fue todo uno. Mas al cruzar el cancel, no sé cómo no pegué un brinco de sorpresa. Tras de mí se enhebró otra persona, y esa persona era un señorito alto, de buen talante, embutido en un abrigado gabán; yo ignoro cómo le vi quizás por el rabo del ojo, pero él no debió de verme, pues venía del otro lado de la calle, y a mí me encubría la meseta de la escalera, que formaba un recodo. Subí como un relámpago; la puerta estaba entreabierta; entré como una bomba; empujé a escape; cerré, y sólo entonces pude reparar en Pastora, que de pie ante mí me miraba asombrada.
-¡Jesús, hombre, qué manera de entrar! -exclamó.
-Es que... es que subía una persona que... -respondí sin aliento y casi sin acertar con las palabras.
-¿Pero qué ocurre?, ¿quién sube? -preguntó alarmada la muchacha.
Esta conversación era en la antesala, en voz queda y apagada; iba yo a satisfacer la curiosidad de Pastora, a tiempo que el sonido de un campanillazo me cortó el habla.
-Llaman -dije balbuciente.
-Bien, ¿y qué? -repuso Pastora ya más serena- Vete a mi cuarto; yo tengo que abrir. Espérame allá.
Así lo hice, y contando los segundos por los latidos de mi corazón y la pulsación de mis arterias, esperé obra de tres minutos. Al cabo de ellos se presentó Pastora, encendido el rostro como brasa, y los ojos muy brillantes.
-¿Qué hay?, ¿quién era?, ¿era él?
-¿El señorito de la Formoseda? Ya lo creo.
-¿Y qué quería?, ¿qué quería? Me ha hecho subir las escaleras de cuatro en cuatro.
-¿Te ha visto? -preguntó algo turbada la sobrina del canónigo.
-No, no me ha visto; no es posible.
Pastora respiró, y su rostro se puso natural, risueño, con unos visos de aquella particular malicia suya.
-Mucho me alegro -me dijo- Una calumnia se inventa presto, y como la gente no está obligada a saber el buen fin con que tú y yo nos queremos... Si te viera ese ocioso entrar aquí en ausencia de mi tío y de mi madre...
-No receles: me di tal prisa y maña a subir, que ni el viento. Pero me vas a explicar... porque yo aquí olfateo algo raro, desusado y peregrino. Vi que entraba ese señorito en el portal, y entonces volé, porque las consideraciones que a ti se te ofrecen me pusieron alas en los pies. Anda, dime qué es esto: veo unas cosas confusas.
-Pues, Pascualillo, no son sino muy claras. El señorito de la Formoseda me ronda.
-¡Que... te... ronda!, ¡a ti!
-Sí, hombre -recalcó ella- ¡Vaya un milagro! ¿No dices tú que yo soy tan preciosa, y tan mona? Pues el señorito quiere darte la razón. Digo, porque supongo que no me obsequiará por mis rentas; luego es porque le parezco bien. ¡Soy yo mucha Pastora!
-¡Qué necia estás! -repliqué furioso-. ¡Linda sazón y asunto de donaires! Ríete de tu propia gracia.
-Pero Pascual, no te conozco -exclamó ella sobrecogida-. ¿Qué yerba has pisado? ¿Cuántos miles de veces no nos hemos solazado juntos a cuenta de mis rondadores? Vaya, que lo tomas de un modo bien raro.
-Es que ese señorito me empalaga hace mucho tiempo, y además es un osado; ¡qué atrevimiento!, ¡venirse a llamar a tu puerta cuando sabe que estás sola! ¡Eso es un insulto!
-¿Si creerás tú que es el primero que lo hace? En tierra de estudiantes no hay diablura nueva. Como a mí no me atrapan en bailes, ni en bureos, aprovechan esta ocasión. Sino que como recibí a los chuscos con un buen portazo, hace ya tiempo que no vienen. Este es nuevo, se conoce, y bobo por añadidura.
-¿Y qué pretendía?
-¡Toma! Un ratito de cháchara.
-Y tú, ¿qué le has respondido?
-Que no la gastaba, y que tenía la cesta del repaso colmadita de ropa esperando por mí.
-¿Y desde cuándo te hace la rosca el señorito Esdrújulo?
-¡Qué bien le cae ese nombre! -dijo ella dando suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, y que sólo contuviera mi trágico ademán- ¿Querrás creer que ahora venía muy soplado de guantes? ¡A las nueve de la mañana! ¡Y no traía capa!
-Contesta, contesta a lo que te pregunto. ¿Cómo empezó este cortejo?
-Verás tú... Fue una ocurrencia de doña Verónica.
-¡Comida de lobos vea yo a esa vieja!
-Un día fui allá con mamá a visitarla para no sé qué cosa que teníamos que tratar de la función de la Virgen del Amparo, que ya sabes que somos sus indignas camareras... Pues es el caso que mientras hablábamos, ese señorito la llamó, sin duda para algún servicio... y fue allá, y tuvo la ocurrencia de decirle: Señorito Víctor, usted que le ponderó tanto a don Nemesio lo guapas que estaban en el teatro anoche las señoritas de P... venga a ver una niña que les pone a todas ellas el pie delante. Mantilla de paño gasta, pero el hábito no hace al monje. Véngase y me dirá maravillas. Mire, puede entrar pasito por la puerta del corredor que da a mi alcoba, y la estará viendo y oyendo sin que ella lo sospeche.
-¡Celestina de Barrabás, condenada zurcidora de voluntades!
-¡Bah! Estamos hablando de tonterías y dejamos lo esencial. Cuéntame tu enfermedad toda: ¿te duele aún algo? ¿Te hallas fuerte?
-No, no, acaba con la aventura de don Víctor.
-¿Y qué más quieres saber? Me vio y se le puso en los cascos conquistarme. Como está tan moscón y anda tras de mí día y noche, mi madre le dio quejas a doña Verónica, sin saber que de ella era la culpa; ¿y qué pensarás que contestó la muy simple? Pues contó lo de la alcoba; se declaró autora e inventora del enredo, y aseguró muy seria que lo había hecho por buscarme una colocación brillante; que estaba segura de que el don Victorcito famoso concluiría por pedir mi blanca mano en debida forma, que yo arrastraría sedas, que bien lo merece mi gracejo, y... ¿Qué importarán las chocheces de doña Verónica?
-¡Será verdad, será! ¡Ese fachenda querrá casarse contigo!
-Me parece, Pascualillo, que el mal te ha sorbido el seso. Tú piensas que yo soy boba. Pues a fe que aunque visto de lana no soy oveja. Sí, que me mamo yo el dedo. Para el que no conociese a estos estudiantes ricos y desocupados. De perlas les viene pasar el rato con una muchacha necia, y reírse de ella a su sabor y plantarla después.
-Es que tú...
-¡Bueno, bueno! Yo soy de la misma pasta que otras, que si burladas fueron, burladas se quedaron.
-Y sí... vamos, por una casualidad... supongamos que fuese cierto...
No me dejó concluir la sobrina del canónigo, antes tomando un aire de cómica dignidad, y paseando arriba y abajo con un empaque y una expresión de altivez que contrastaban con la picante malicia de sus ojos, me espetó esta arenga:
-Señor don Pascual López, tengo que decirle a usted que todo se ha concluido entre nosotros; ¿oye usted?, todito... Sírvase no volver a hablarme ni a mirarme; una cosa era aquella Pastora que usted conoció repasando y barriendo, y otra la señora de la Formoseda, que tiene usted delante... Lo más que puedo hacer por usted es concederle nuestra clientela cuando sea médico... le llamaremos si enferma Víctor... o yo... o alguno de los criados o doncellas.
Y volviéndose hacia un punto imaginario del espacio, pronunció:
-Esposo, Victorcito que pongan el coche...
Antes que yo tuviera tiempo de reírme o enfadarme, dos dedos afilados asieron cada una de mis orejas, y con más fuerza de la que parecía posible en ellos, tiraron hacia abajo y caí en el humilde suelo medio de bruces. Entonces las manos dueñas de los dedos me administraron hasta media docena de gentiles escozones, que sufrí sin chistar, y por último, una voz grave, cuanto puede serlo la que brote de una gargantita císnea y cristalina como la de mi Pastora, me dijo perentoriamente:
-Ahora mismo se marcha usted de aquí.
-Pero, Pastorcilla -repliqué agarrándome a la correa de su hábito-, si he llegado hace un momento.
-El onceno no estorbar; pueden volver, y son cerca de las diez.
-¡Si aún no me diste la bienvenida! ¡Si no me has dicho ni que te alegrabas de verme de nuevo!
-Yo bien quise, pero tú preferiste hablar de don Víctor.
-¡Siquiera un cuartito de hora más!
-Ni un minuto. Hasta mañana a las ocho, que estarás...
-¡Aquí!
-No; en la capilla del Cristo de la Corticela, don Nemesio dirá una misa por mi intención. ¡Judío! ¡Sólo falta que pongas gesto cuando se dan gracias a Dios porque te dejó en este mundo! Él sabrá para qué; yo no lo entiendo.
No me costó trabajo alguno cohonestar mi ausencia con los profesores. Tan verdad es aquello de «coge buena fama y échate a dormir», que ni aun miraron el certificado del médico que les fui exhibiendo, aunque la ley no me lo prescribía. Mi reputación me garantizaba. Animado con esto y con el feliz éxito del año anterior, reanudé mis ocupaciones, asistiendo a clase con la regularidad acostumbrada. Don Vicente no desistía de inculcarme las muchas ventajas que podía traerme en el porvenir mi juiciosa conducta. Hallábase más satisfecho de ésta que de mis estudios, que no le parecían, y con harta razón, suficientes. Con todo, en las advertencias de don Vicente se notaba aquella blandura que manifestamos a los que aceptan y siguen nuestros consejos. Don Vicente se pagaba mucho de que se tomase su parecer, y yo le mostraba acatarlo en todo.
-Este año es preciso aplicarse más -me decía-; no se fíe usted de que el pasado le aprobasen, porque hogaño hay profesorado nuevo, y esos... ya se ve, ¡justicia de enero!, aprietan siempre las clavijas.
Esta aserción me la confirmaron presto mis compañeros. En particular me designaban como rígido y endiablado a un tal don Félix O'Narr, cuyo apellido españolizaban llamándole Onarro. El cual era recién venido, con fama inmensa de saber, a desempeñar la cátedra de química.
Cabalmente me tocaba aquel año cursar tal asignatura, una de las que más tedio me producían en la carrera. Miré con curiosidad y aun con saludable temor al que había de embutirme en el caletre tantas cosas aborrecidas. Era el señor Onarro, a quien llamaré así siguiendo la costumbre general, hombre ya maduro y calvo, con azules antiparras que quitadas descubrían los ojos grises más penetrantes, inquisidores y claros del mundo; los pocos cabellos que le restaban parecían rubios entrecanos; las patillas lo mismo; pergaminoso el rostro, la boca benévola y provista de sana dentadura, ágil el cuerpo y ligero como el de un muchacho. En su tipo se mezclaban el sabio y el montañés de Irlanda. Su traje lo componían en todo tiempo un levitón color de nuez moscada, un sombrero blanco de fieltro, una corbata con nudo hecho aprisa, y una ropa blanca limpia siempre como el oro; combinación de desmaña y pulcritud que es frecuente en los anglosajones. Si Onarro, cuyo apellido revelaba oriundez irlandesa, era nacido español, o si de niño fuera traído a tierra de España, es cosa que nunca supimos. Rodeábale cierto misterio, muy favorable a su fabulosa reputación científica. Se contaban de él lances inauditos y peregrinos, inverosímiles exploraciones geológicas por las montañas. Él había penetrado más adentro que nadie en la sima y galería pavorosa del Pico Sacro; él visitara en toda su extensión los subterráneos de las torres de Altamira. Para completar el mito, se aseguraba que su venida a Santiago obedecía al propósito de entregarse con completa libertad y aislamiento a unas investigaciones acerca de la piedra filosofal. Desquitada toda exageración era fácil conocer, aun siendo tan lego como yo en la materia, que Onarro dominaba la asignatura.
Lo fácil, abundante y luminoso de sus explicaciones; la evidencia con que las demostraba; los muchísimos datos que traía en su apoyo sin esfuerzo alguno; la sencillez misma con que nos ponía en camino para ahorrarnos hasta el trabajo de discurrir, todo daba muestra de su superioridad. Veíase que la tarea de la enseñanza, tan ardua de suyo, le servía a él de juego y pasatiempo, en que descansaba de más graves faenas. Nosotros éramos medianos jueces, y nuestro voto significaba poco; pero Onarro era admirado de sus mismos colegas. Se sabía que se carteaba con Liebig, Würtz, Berthelot y otras lumbreras alemanas, francesas e inglesas, a quienes no conocíamos sino para servirlas. Lo que despertaba mayor interés en la cátedra de Onarro eran los numerosos experimentos, diarios casi, con que vivamente inculcaba sus teorías. Eran éstos tan varios, tan felizmente realizados, tan divertidos algunos y tan curiosos todos, que los atendientes estaban como embobados y suspensos, y ni uno solo faltaba a clase, a pesar de la laxitud que reinaba en punto a asistencia. Mucho siento que mi ignorancia y escasez de memoria no me permitan recordar algunos de tales experimentos, por todo extremo originales y dignos de no morir en el olvido. Pero también es verdad que poco atendía yo a grabarlos en mi mente, distraído como andaba con mis amoríos, y los disgustos que iba teniendo por razones que diré.
Es el caso que aquel pacífico y alegre cariño que Pastora y yo nos profesábamos, y que era semejante a un arroyito manso, que sin meterse con nadie va lamiendo una margen de flores, se trocaba en torrente impetuoso a medida que lo sujetaban y detenían los obstáculos. Los que se nos habían presentado no eran de calibre que nos desesperase, pero sí que nos molestaba mucho. Ni más ni menos que doña Fermina, aquel modelo de agasajadoras, aunque parlanchinas dueñas, se metamorfoseó de la noche a la mañana en hostil y encarnizada enemiga. La primera vez que desde mi vuelta de la montaña fui a hacerle la visita oficial, me recibió de un modo tan seco y áspero, me puso gesto tan de vinagre, me disparó tan agresivas pullas, me asaeteó con tales indirectas a los «estudiantes del pío-pío, llenos de hambre y muertos de frío», a los «entrometidos que se cuelan por el ojo de una aguja», a los que «piensan en casarse, y establecerse, y pretenden a las muchachas sin tener sobre qué caerse muertos», que fuera preciso provistarse de orejas de corcho y alma de almirez para sufrirlas y hacerse el sueco. Mi paciencia no llegó a tanto, y levantándome, propuse en mi corazón no volver allí sino después de cerciorarme de la ausencia de semejante harpía. La cual, sin duda, me adivinó el propósito, y vuelta Argos vigilante e impertinente, se cosió al guardapiés de su hija, no dejándola a sol ni a sombra. Adiós las íntimas conversaciones, las dulces chanzas y todo el regocijo de nuestra mutua y honesta afición. Era tal el humor que con semejante dieta traía yo, que a agregarse los celos de don Víctor, enteramente me diera de calabazadas contra la pared. Por fortuna este último motivo de desasosiego e inquietud había desaparecido, pues siéndome a mí tan fácil saber y seguir los pasos del señorito de la Formoseda, pude convencerme de que desde la escena de la puerta el rico estudiante no volviera a rondar la calle de Pastora, ni a esperarla a la salida de misa, ni en suma, a dar señales de proseguir pensando en ella. Andaba, eso sí, más grave, serio y espetado que nunca, cosa que yo atribuí al amor propio ofendido, y que me lisonjeaba un tantico por ser yo el vencedor en la lid de que él saliera tan poco airoso.
El hombre es un ser expansivo y comunicativo, que goza del bello privilegio de disminuir el dolor y aumentar la dicha cuando ambas cosas confía a sus semejantes. Yo, en particular, jamás presumí de misántropo ni de callado, y siempre experimenté comezón de hablar de mis asuntos, lo cual prueba bien esta mi determinación de tomar hoy por confidente al público entero. En aquellas circunstancias no me ocurrió ni pude abrir mi pecho sino a don Nemesio Angulo. Claro está que ni doña Fermina ni don Vicente me oirían con benignidad; Cipriano, a quien hallé más apicarado que nunca, y ocupadísimo en obsequiar a una corista de la compañía de zarzuela que entonces actuaba en el teatro, no me pareció de tan limpios oídos que debiese poner en ellos el nombre de Pastora; y en cuanto a doña Verónica, huía yo de ella como del fuego. Reunía don Nemesio incomparables prendas para su papel de confidente. Habituado a tratar damas, había oído muchas quejas y desdichas íntimas, y era tan paciente en atenderlas como suave en consolarlas. Era además discreto y reservado, condición que no puede faltar en quien, frecuentando con fueros de confianza varios círculos, no quiere ponerse a mal con ninguno. Rara vez llevaba la contraria a nadie, y cuando lo hacía, usaba tono afable y cortés. Mostraba interesarse mucho en los ajenos placeres y tribulaciones, y nunca revelaba impaciencia o hastío cuando prolijamente se las referían. No se contaba por cierto don Nemesio en el número de los pocos hombres de quienes en momentos críticos y supremos pueden esperarse elevadas y enérgicas sugestiones al bien obrar y un criterio moral alto y sublime; pero hallábase en él un consejero siempre prudente y conciliador, que con benignidad consolaba, y que sabía tocar a las llagas del espíritu con suave mano, don Nemesio no era un tónico, sino un lenitivo.
Contele, pues, de pe a pa mis contrariedades, sin omitir el fracaso amoroso de nuestro convecino en la empresa de Pastora. Dos cosas maravillaron a don Nemesio: la retirada del señorito y la conducta de doña Fermina. No sabía cómo compaginarlas.
-Me pasma -decía- conociendo a don Víctor, que desista así de su propósito. Tiene una... no, vanidad no, pero más bien así, un puntito de orgullo... ya se ve; tanto le han mimado a porfía la naturaleza y la suerte, que no es extraño que imagine que cualquier muchacha se ha de conceptuar muy venturosa con que él la pretenda, dicho sea sin ofender a usted, Pascual. Yo no estoy autorizado para suponer lo que voy a asegurar, ni nada he visto que me lo confirme; pero creo a pies juntillas que muchas señoritas de Santiago le darían un sí más redondo que una bola de billar. Y según de público se refiere (pero mire usted, que a mí no me consta) ya a alguna se inclinó que no le hizo ascos: al contrario.
-Pastora, señor don Nemesio, vale por todas las que visten seda.
-¡Dígamelo usted a mí! Es mi hija de confesión hace cuatro años; es una niña como una rosa, y además muy honrada; nadie tiene por dónde murmurarla ni tanto así; seria, con lo cual enfrena a los atrevidos; laboriosita, buena cristiana; en fin, amigo, no cabe dudar que es una alhaja. Pero ya sabe usted que vivimos en un tiempo en que el dinero es estimado, y la posición y linaje también; y usted comprende que desde ese punto de vista Pastora no sirve para Formoseda.
-Señor don Nemesio ¿y a usted qué le parece?, ¿tendría Formoseda intenciones formales?
-¡Pchs! No es probable, no es probable. Querría pasar el tiempo agradablemente; una muchachada.
-Pero entonces, ¿por qué me recibe con cara de perro doña Fermina?
-A doña Fermina, por lo visto, le llenó la cabeza de viento esta alma de Dios de doña Verónica, y ya está ella, de seguro, figurándose que es suegra del rico don Víctor, y viendo a su hija hecha una señorona principal. En tales ilusiones (si yo no alcanzo muy poco) estriba su porte para con usted. Por lo cual, creo que no debe usted apurarse; así que el tiempo le demuestre la vanidad de sus encumbrados pensamientos, y así que se persuada de que don Víctor no se acuerda ya de ese devaneo juvenil, ella amansará.
-Cáseme yo con su hija, y ajustarele las cuentas.
-Pero, para casarse... se necesita... a mí se me figura... que usted no cuenta con muchos medios.
-¡Ay señor don Nemesio! ¡Ahí está el quid!, en los medios. ¡Mocosa suerte la mía!
-Vamos, que Dios proveerá. Yo no he sido nunca rico, y viviendo y gobernándome fui, y aun tratando con lo principal: cierto es que por mi estado carezco de obligaciones perentorias.
De esta suerte, y con tales coloquios engañaba yo mi aburrimiento, indispensable consecuencia de la encerrona de Pastora. Hacía lo posible para verla y hablarla; menudeaba visitas a don Vicente por si ella salía a abrirme y lograba unas palabras siquiera: pero siempre fueron la indigesta dueña o la tosca Maritornes quienes me franqueaban la entrada. Don Vicente me recibía cariñoso unas veces, sermoneador otras, y por efecto de la impaciencia sus consejos y exhortaciones me sonaban a cencerro cascado. Reducido al oficio de melancólico rondador, pasábame las horas muertas mirando al portal del canónigo, cual un tiempo don Víctor. Un día, sobreexcitado y ahíto ya de la situación, resolví quemar las naves, y me colé de rondón en las habitaciones de mi adorado tormento. Hallé a madre e hija en sus labores acostumbradas; Pastora dio un chillido al verme, y en su rostro se pintaron gozo y sorpresa; doña Fermina me miró como miraría a un megaterio u otro antediluviano animalazo. Vi sucederse en su cara un color de púrpura, y la biliosa palidez de la ira. Levantose majestuosamente, y con laconismo admirable en ella:
-Pastora -dijo a su hija-, vete a ver si se le ocurre algo al tío. ¡Anda! Qué, ¿no has salido ya?
-Madre, voy -respondió Pastora sin descomponerse-; y salió con su andar ligero y noble, andar que yo hubiera puesto en música, si a tanto alcanzase mi habilidad.
Sin saber lo que hacía, por instinto eché yo detrás; pero la indignada matrona me asió del cuello de la americana, y sacudiéndome nada suavemente, me disparó estas frases:
-Oye tú: no me parece mal que vengas cuando te dé la gana; pero te aviso que no has de ver a Pastora: te pasarás un rato conmigo, si gustas; lo que es con ella, ni por pienso. Mi hija no ha de perder su crédito por haraganes. Las mujeres somos cristal, ¿entiendes? (ella no tenía nada de trasparente, ni de frágil al parecer) y un soplo nos empaña. A Pastora se lo he dicho: mira que la reputación no se gana en años, y se pierde en un segundo; mira que no tienes más dote que tu buena fama; mira que los veinte pasan pronto, y después... arrancarse los cabellos. Y a ti te canto lo mismo: no vengas a hacer sombra a mi hija: ya lo sabes. Si no quisiste entender por indirectas, ahora lo comprenderás, así, clarito.
-Señora -contesté yo, después de libertar mi cuello de aquellas manos gruesas y surcadas, que aún lo retenían cautivo-, usted se prevale de que yo en esta casa no puedo poner en movimiento la lengua, por respetos a don Vicente. Me voy, sí me voy, y no haré a usted más sombra; pero también le prometo reírme a mis anchas cuando usted se encuentre como la niña bonita, compuesta y sin novio.
-¿Qué dices, deslenguado?
-Nada, ilustre suegra del señorito don Víctor... ja, ja.
De todos los arbitrios para exasperar a doña Fermina, el más seguro era reírse. La vi lanzarse hacia mí; pero yo, con mis ágiles piernas de estudiante, estaba ya en la escalera.
Hasta este punto, los sucesos de mi historia, si bien para mí muy importantes, nada ofrecen que se salga y aparte del curso ordinario y corriente de la vida. Ni en mis amoríos, ni en mis estudios, ni en mis pocas travesuras y niñadas de escolar, hay cosa que digna de especial atención parezca. Tan vulgar va siendo mi odisea, y tan insignificante su argumento, que omitiera escribirla, si no lo creyese indispensable para mejor inteligencia de los acontecimientos que seguirán, y si a la vez no experimentase yo cierto deleite en recordar escenas triviales y comunes, pero muy gratas para mi corazón y muy presentes a mi memoria. Desde ahora empieza el relato de hechos que al principio eran solamente singulares, mas después se tiñeron de color fantástico muy subido, hasta rematar en increíbles. Procuraré narrarlos como si nada de extraño hubiese en ellos, y manifestando el menor asombro posible: por este medio, acaso el lector les dará más fácilmente asenso y no me motejará de embustero ni de exagerado.
Sucedió que empecé yo a observar, y conmigo todos cuantos a la cátedra de química asistían, la mucha atención y benevolencia que me dispensaba el profesor Onarro. El destello de sus antiparras azules, deslizándole por encima de las apiñadas cabezas de mis compañeros, iba a buscarme hasta el sombrío rincón en que yo gustaba de echar tal cual regalado sueñecito, al arrullo de las magníficas disertaciones del sabio. Al verme entrar éste, una leve sonrisilla dilataba el ángulo de su boca, descubriendo los blancos dientes; al mirarme salir, sus ojos agudos, libres ya de antiparras, me seguían con pertinacia e interés. Nada tenía por cierto de admirable que un catedrático reparase benignamente en un alumno, pero era rarísimo, por ser yo el alumno distinguido, y Onarro quien me distinguía. Contábanse en nuestra clase cinco o seis muchachos que, naturalmente aplicados y estudiosos, despierto además su entusiasmo científico por la explicación brillante y la diestra enseñanza de Onarro, se dieran a trabajar con ardor en aquella asignatura, desatendiendo las restantes; los pobrecillos se pasaban horas y horas con los codos apoyados en la mesa, devorando libros, y realmente iban obteniendo resultados no despreciables, que, en el concepto general, debían granjear las simpatías y aprobación del profesor a tan beneméritos discípulos.
Sin embargo no fue así: Onarro, enterado de sus adelantos, mostró poca sorpresa y menos regocijo; sereno e impasible, como de costumbre, les aconsejó en breves frases que siguiesen con la misma o mayor asiduidad, si aspiraban a no ignorarlo todo. En cuanto a la turbamulta de medianías y nulidades que llenaba la cátedra, Onarro la conducía como a chicos rebeldes, a palmetazos. En su porte y en su método especial de instruir, obraba cual si tuviese que habérselas con niños. Repetía experimentos, introduciendo así breve e intuitivamente por los ojos aquello que era difícil de hacer entender mediante la razón. Que el sistema no era del todo desacertado, probábase con la concurrencia mayor cada día, y con el vivísimo interés que en ella despertaban las lecciones. Como sus experimentos solían ser tan sorprendentes e ingeniosos, el auditorio se prendaba de ellos, y la herida imaginación movía a estudiar el fenómeno para comprenderlo. Experimento había tan sencillo, que se tomaría por juego o recreación entretenida. Todos los alumnos lo repetían al día siguiente... menos yo.
Sí, direlo sin empacho ni melindres: yo era el más zopenco de la clase. Ya porque mi pensamiento vagara en regiones diversas, ya, lo que es más probable, porque mi falta de afición y gusto para aquella clase de estudios embotase y espesase el magín, para otras cosas no tan obtuso, que Dios me ha dado, resultaba que mi torpeza crecía lastimosamente, y mi repugnancia hacia la química lo mismo. Y como si el socarrón de Onarro se divirtiese malignamente en tomar el pulso a mi inepcia, a los demás discípulos llamaba por turno, y a mí ni una sola vez dejó de hacerme señal para que repitiera el experimento ante los ojos burlones y escudriñadores de toda la clase. Subía yo las escalerillas que conducen a la mesa del profesor, como el reo las del cadalso; tomaba los trebejos, aparatos y chismes necesarios para la experiencia, como toma el arma el soldado cerril y bisoño, y sin una sola honrosa excepción, lo echaba todo a perder, malogrando el experimento. ¿Ustedes creerán que entonces Onarro me reprendía como a los demás, o mostraba impaciencia o enojo, o se quejaba del desperfecto? Pues aquí entra lo singular. A cada barbaridad gorda por mí cometida, una expresión de contento y una risa benévola desplegaban las arruguillas de su tez, semejante al pergamino rancio de un viejo libro, y su felina mirada despedía vivo resplandor.
Recuerdo, entre otras, una experiencia talmente infantil, que a buen seguro que un niño de cuatro años la realizaría con destreza y brillantez. Ocurriósele a Onarro, que gustaba infinito de llamarnos la atención hacia las teorías generales que pudieran sobrecoger e interesar por su grandeza, recordarnos, a propósito de la composición química de los cuerpos celestes, la célebre hipótesis astronómica de Laplace, que explicó con su concisión y claridad acostumbradas.
-La formación de los planetas -nos dijo- según la concibe este gran matemático, es sencilla hasta no más. Supongan ustedes que hubo un tiempo anterior a la constitución de nuestro sistema planetario, en que el sol era una nebulosa enorme, una masa de materia tendida en un espacio inmenso. Esta materia estaba en extremo rarificada; pero en su centro existía un núcleo. ¿Han visto ustedes la tela de una araña? ¿Repararon cómo los hilos son más tenues a medida que se separan del punto central? Pues figúrense una tela de araña extendida en todas direcciones, y se formarán una idea aproximativa del aspecto de la nebulosa. Ahora entiendan ustedes que este gran conjunto de materia giraba sobre sí mismo, y naturalmente había atracción de la periferia al centro... Por una ley que ustedes conocen ya, las partes más lejanas del centro eran las menos atraídas; pero como sucede siempre, giraban más aprisa que las restantes. ¿No han estado ustedes nunca en un picadero? Si han estado, verían que allí se ejecuta una maniobra consistente en que los jinetes se pongan unos al lado de otros, en formación, y así unidos den vueltas al redondel. En este manejo ocurre que para que puedan ir juntos, el jinete más próximo a la pared galopa largo, mientras el más cercano al centro toma un paso sumamente despacioso. Pues bien, en nuestra nebulosa, salva la inconcebible diferencia de extensión y velocidad, sucedía casi lo mismo. Las partes más separadas del centro giraban con rapidez indefinidamente superior a las de las cercanas; en virtud de lo cual, tendían a alejarse del centro; esto se observa en todo movimiento de rotación, que cuando crece, hay un momento en que la fuerza centrífuga se sobrepone a la de atracción central, y se destaca un anillo de materia de la masa común de la nebulosa, anillo que sigue girando, girando, a favor de la energía que lo anima y del movimiento adquirido. Esta hipótesis no tiene nada de imposible: Saturno, hoy en día, presenta uno de tales anillos, es decir, un anillo triple encima de su ecuador, como suponemos que estaba el de la nebulosa...
Y volviéndose hacia mí de pronto, me preguntó a boca de jarro:
-Señor López, ¿podría usted, en caso de necesidad, repetir lo que voy diciendo?
Puse una cara como de persona que ya está enterada, y exhalé un ejem muy ambiguo, al mismo tiempo que murmuraba para mi sayo. -Que me emplumen si entiendo jota de tal galimatías.
-Si usted quiere yo lo repetiré punto por punto -gritó uno de los aprovechados que rabiaba por lucirse.
-Y yo; y yo -añadieron dos o tres voces.
-Perdonen ustedes -dijo Onarro-: voy a proseguir. Ahora bien, el anillo formado en torno de la gran nebulosa solar, no era homogéneo en todas sus partes; la materia se presentaba en unas más difusa, y más compacta en otras. De suerte que allí donde más se espesó hubo un nuevo núcleo, la materia se fue acumulando y precipitándose a él se ratificaron las partes más lejanas, y el anillo vino a romperse, quedando en figura de huso, con una faja central... Hoy se observan en el cielo muchas nebulosas así, fusiformes. Mas la atracción continúa obrando; el huso se encoge, gira sobre sí mismo, sin dejar de gravitar en torno del núcleo central... Llega al fin un instante en que el huso se convierte en esfera: primero gaseosa, incandescente luego, fría por último... Ya tenemos nuestro planeta. El primero que así nació en nuestro sistema fue el remoto mundo de Neptuno. Después de éste, se reprodujo el fenómeno con la formación de otro anillo en el sol; rompiose a su vez, tomó forma de huso, se redondeó, y he aquí que nace Urano, el orbe descubierto por Herschell... Tras de Urano vinieron Saturno, Júpiter y los demás planetas de este universo parcial, incluso el globo que habitamos... Somos, pues, hijos del sol, y la luna a su vez es hija nuestra: un anillo de nuestra masa la formó. Esta teoría, como ustedes ven, no puede ser más sencilla y accesible a la inteligencia; mas eso no le impide gozar de gran crédito entre hombres eminentes. El experimento con que voy a apoyarla y ponerla de relieve para que ustedes se impongan bien, es todavía más sencillo. Acérquense ustedes si gustan... Señor López, tenga usted la bondad, le ruego, de colocarse aquí, a mi lado.
Me aproximé andando torpe y remolonamente, y de costado, casi como los cangrejos. La mayoría de la cátedra, se agrupó afanosa en torno de la mesa, indicando los semblantes la atención con que esperaban el experimento. Onarro tomó un vaso bien tapado que ante sí tenía, y descubriéndolo, nos dijo:
-Aquí, señores, no hay más que una mezcla de agua y de alcohol, en proporciones tales, que tiene exactamente la misma densidad que el aceite. En medio de esta mezcla he colocado ¿ven ustedes? una gruesa gota de aceite... ¿Se distingue bien? ¿Observan ustedes cómo permanece sin confundirse con el resto del líquido y sin bajar al fondo? En este momento se halla exenta de la ley de gravedad. Como ustedes pueden notar, ha tomado la forma de una esfera perfecta; ninguna fuerza la solicita, y se mantiene inmóvil. Bien; pues ahora tomo este alambre, dirijo su punta a través de la esfera de aceite, y hago girar el alambre poco a poco... ¿Qué perciben ustedes?, ¿qué ve usted señor López?
-Yo...
-La esfera ha adquirido movimiento de rotación -chilló uno de los estudiosos.
-Eso es... ahora acelero gradualmente el girar de mi alambre... así... ¡Atención! La esfera se aplasta por los polos, se hincha hacia el ecuador... ni más ni menos de lo que está la tierra... ahora volteo más deprisa aún... Señor López, ¿no advierte usted nada?
-Que... que el alambre da vueltas...
-¿Estás ciego? -Interrumpió otro estudioso-. ¿No ves que de la esfera se ha destacado un anillo de aceite que gira a su vez en torno de ella?... Lo que pasó en la nebulosa solar.
-Miren ustedes bien -advirtió Onarro.
-El anillo se rompe -exclamó el que había hablado antes-. Se alarga en figura de huso...
-Ahora se va redondeando... ¡ya es otra esfera! -clamaron gozosos los aplicados.
-¡Y sigue describiendo su órbita alrededor de la grande!
-Como los planetas en torno del sol -observó Onarro.
Un silencio profundo, el silencio de la convicción tendió sus alas sobre la cátedra. Los jóvenes se miraban maravillados los unos a los otros. Yo examinaba la punta de mis botas, y algunas veces contemplaba una araña que tejía apaciblemente su tela en un ángulo del techo, inaccesible a las escobas. De pronto me estremecí como si hubiese escuchado la trompeta del juicio final. Onarro había pronunciado mi nombre.
-Señor López, señor López -me gritaba.
-Eh... mande usted.
-¿Quiere usted dispensarme el favor de repetir la experiencia? Es muy curiosa, y estos señores la verán dos veces con gusto. Tome usted el alambre.
-Pero... yo no sé si...
-No es muy difícil. Se reduce a manipular como si se tratase de hacer bien una taza de chocolate. Batir suave al principio y fuerte después. Tendrá usted el honor de ser el primer alumno que la verifique en España: en Francia la han practicado ya algunos, bajo la dirección de M. Plateau.
Cogí el alambre con todo el cuidado posible y me preparé a salir del paso lo menos ridículamente que dable fuera. Mil reflexiones acudían a mi magín.
-También es mucho empeño -pensaba yo- el que tiene este maldito en ponerme en evidencia delante de todo el mundo. Él es bien listo y de sobra conoce que yo soy para este caso el más alcornoque de mis compañeros. Miren qué bromita tan propia de un hombre de ciencia, de un sabio, hacer correr baquetas a un infeliz. Reniego de la química, y del maniático ocioso que la inventó.
Mientras en mi ánimo rugía esta tormenta, introduje el alambre en el vaso. Todos los ojos circunstantes se clavaron en mí, y los de Onarro con particular fijeza. Diome tal rabia de pensar en la situación y papel que me correspondían, que en vez de entrar delicadamente el alambre e imprimirle suave balanceo, lo hinqué de un modo brutal, blandiéndolo a guisa de lanza. Osciló el vaso, rompiose el equilibrio del líquido, y se derramó repartiéndose mitad por la mesa y mitad por mis pantalones y por el suelo.
Un murmullo se alzó en la cátedra, y yo quedé como embobado y fuera de mí; pero en el mismo punto sentí que Onarro me daba la más afectuosa, amigable y aprobativa palmada en el hombro, exclamando:
-¡Eso es, eso es! ¡Perfectamente!
Mirele colérico y airado, pensando distinguir en su rostro inequívocas señales de ironía y chunga. Ni la más leve. Sus facciones rebosaban sinceridad y satisfacción. Me volví hacia los restantes espectadores de mi torpeza, y les hallé unas caras de papamoscas, cosa muy natural, pues también debía yo de tenerla, no entendiendo, como ellos, qué motivos pudieran dictar la rara conducta del sabio. Pronuncié confuso y atortolado algunas palabras de disculpa, y bajé otra vez a ocupar mi puesto.
A la salida, como de costumbre, nos dividimos en grupos, y, a mi alrededor se formó uno numeroso e hirviente de curiosidad. Todos preguntaban lo que yo bien quisiera saber; la razón de las deferencias y mimos que me prodigaba el severo profesor de química; el porqué de sus miradas, de su interés, de su indulgencia para mis torpezas...
-A fe de Pascual -decía yo a los preguntones- nada sé, ni esto. Estoy tan en ayunas como vosotros.
-Pero, ¡cómo te distingue! ¡Cómo te favorece! -observaba con envidia uno de los aplicados.
-Extravagancias suyas.
-No, es que se fija siempre en ti.
-¡Bah!, exageráis. Me pareceré a algún pariente, o amigo...
-No disimules. Es imposible que no sepas la causa.
-Dínosla, Palomita. Sácanos de penas.
-Idos a paseo.
-Es que el día que no vienes a clase, está él como en brasas. Aquí hay gato encerrado, y tú eres un hipocritón, un maula, que te lo callas todo.
-Por el siglo de mi abuelo, que estoy pasmado también de su conducta; pero no atino en qué pueda fundarse esta rareza.
Ello es que yo en mi interior creía haber encontrado la clave del problema, pero me era tan humillante darla, que opté por guardármela en el bolsillo. Estaba visto: era evidente. El señor don Félix se reía en grande: espantaba el mal humor a cuenta mía. Hacíale gracia mi misma ineptitud, como a los reyes la propia deformidad de sus bufones; y sin duda él, que tantos análisis había realizado, quería determinar cualitativa y cuantitativamente los grados de estolidez que alcanza un estudiante de medicina. Sea todo por Dios, pensaba yo; sirvamos de mono a este grandísimo loco, que lo es si no mienten los indicios. Encerrado debiera él estar en Orates, no haciendo fábula y juguete de una persona inofensiva que no se mete con nadie.
Esta solución, en mi concepto muy obvia y única que racionalmente era posible dar al enigma, parecíame a mí que se les ocurriría también tarde o temprano a mis condiscípulos. Me preparaba ya, y apercibía cachaza para aguantar todo linaje de chanzonetas, donaires y pullas, más o menos pesadas y sangrientas. Paciencia habré menester, calculaba yo, y aun quizás me estuviera mejor no volver a presentarme en la cátedra de química, aunque naufrague después en los exámenes. Tales eran mis reflexiones: mas ¿quién pudiera, a no ser zahorí, adivinar el gracioso desatino que mis compañeros idearon?
Es cosa averiguada ya que las muchedumbres huyen, para la interpretación de los hechos, de las causas naturales, llanas y corrientes y rebuscan los orígenes más extraordinarios e inverosímiles. Cuando las cosas pueden explicarse sin violencia, por sencillos y vulgares móviles, la gente no queda satisfecha si no las atribuye a motivos desusados y novelescos. A tal procedimiento fue sujeta la historia de mis relaciones con Onarro.
En vez de admitir que Onarro era un humorista implacable al modo inglés, y yo un alumno corto de luces, y que el profesor se divertía conmigo, supusieron (atención) que yo recataba, bajo capa de ignorancia, un tesoro de estudios y conocimientos; que Onarro lo sabía; que mi disimulo se encaminaba a no eclipsar al sabio dejándole tamañito; pero que Onarro empeñado en descubrirme, trataba de herir mi amor propio por todos los medios posibles e imaginables, a ver si en un arrebato de susceptibilidad me quitaba la máscara, presentándome con mi verdadero semblante de químico ilustre, émulo y sucesor de Lavoisier.
Algún embustero de oficio y gracioso de café debió de inventar esta especie que, como llama en yesca, prendió al punto en la deshecha credulidad de los escolares. Unos visos y perfiles de verdad le prestaban mi recogido vivir, mi suerte en los pasados exámenes, mi fama recién adquirida de formal y estudioso, y sobre todo, las caprichosas distinciones de Onarro. Corrió de boca en boca la patraña, tanto más comentada y creída cuanto más enorme. Yo no sé qué correos aéreos, qué telégrafos invisibles, qué misteriosos geniecillos, trasgos o duendes alígeros y veloces desempeñan el encargo de esparcir y comunicar las nuevas: lo que afirmo es que no los hay más diligentes y puntuales, ni tampoco más amigos de enredos y mentiras. Porque ya perdonara yo que se contasen, descubriesen y trompeteasen los hechos, sin poner ni quitar un ápice: mas no se avienen a ello los susodichos duendes o lo que sean. Las noticias, como la bola de nieve, engruesan a medida que caminan y concluyen por desfigurarse tanto y alcanzar tan hidrópica magnitud, que no las conociera la misma madre que las parió. El proceder de Onarro para conmigo, salió aumentado de los mismos bancos de la cátedra; ya no era sólo que el profesor reparase en mí; era que me trataba de igual a igual; era que me había llamado, conferenciando largo rato los dos acerca de arduas cuestiones científicas; era que había dicho a sus compañeros de profesorado, en sibilíticas y misteriosas frases, que no sabían la joya que en mí poseía la Escuela, y que me mirasen con mucho, mucho respeto... En fin, por este estilo, mil y mil ridiculeces.
Diéronme sobre tan socorrido tema larga matraca mis compañeros; no podía poner el pie fuera de casa sin que acudiesen a estrecharme la mano y abrazarme cinco o seis de aquellos pesadísimos tábanos y fastidiosas chinches. El mismo don Nemesio, con la mayor cordialidad y buena fe, vino a darme el parabién, manifestándome que en las distinguidas casas que frecuentaba le molían a preguntas relativas a mi persona, y estaban deshechos por conocerme y tratarme: en Dios y en mi ánima que pude entonces adquirir tan buenas relaciones como don Nemesio. Hasta un día, que aburrido y seco de tanta simpleza, y deseoso de no topar con ningún necio que me llamase sabio, me fui a esparcir por los Agros de Carreira, lugar solitario y retirado en extremo, no habría andado cien pasos, cuando, saliendo de detrás de un derruido paredón que el camino orillaba, vi un semblante diabólicamente risueño, como de mico que hace una jugarreta, y el taimado de Cipriano me gritó: «Salve, ¡oh!, nata, flor y espejo de los galaicos estudiantes, prez y gala de esta ilustre Escuela, y asombro y envidia de las restantes del mundo. Dame acá esos brazos, que han de estrechar los míos al nuevo Orfila, que niño de teta era el otro, y noramala vaya». Y diciendo y haciendo me apretó hasta sofocarme casi, de manera que yo con mal humor, me desenganché de los palillos que así me ceñían y enclavijaban. Agarrose él entonces a mi capa, señalándome hacia el muro que lo ocultara a mis ojos, y vi a una damisela, en quien reconocí a la corista de sus pensamientos, que haciendo de la vergonzosa y de la modesta se mantenía apartada, caído el velo del manto sobre su rostro no nada celestial, y sí muy adobado con afeites, cosméticos y mudas.
-Bien parece, oh fénix de las ciencias -siguió el truhan-, la cortesía junta con el saber: saluda, pues, a esta señora, que es una eminente artista, una notabilidad en su género.
Aturdido llevé al sombrero la mano, y la ninfa me tendió la suya con mil dengues y flechándome los ojos tiernos; mas yo me hice el sueco, y me escurrí, no sin que Cipriano exclamase:
-Hurañito le tenemos ya; no hay que maravillarse, bella Leonor; todos los sabios pasamos nuestras temporadas de misantropía, y solemos huir de los hombres.
La broma me iba pareciendo ya sobrado prolija; pero finalmente, tomé el partido de dejarla correr, pensando con juicio que el tiempo todo lo descubre y la verdad sobrenada siempre. El mal giro que tomaran mis asuntos amorosos me traía asaz de preocupado y pensativo, contribuyendo a que me pareciesen de secundario interés los demás negocios. Ocurriome ir una mañana a casa de don Vicente, sin esperanza alguna de ver a Pastora, pues harto me constaba que el centinela enemigo estaría, según costumbre, de guardia. Hallé al canónigo recostado en el ancho sillón, afligido de unos dolorcillos de gota que no le consentían dar su cotidiano paseo. Ante sí y en el pupitre tenía una carta abierta, el sobre roto, y dos o tres periódicos cuyas fajas alfombraban el piso. Al verme entrar depuso el que leía, y mirándome con curiosidad exclamó:
-¡Venga usted acá, venga usted acá! Tenemos que ajustar unas cuentas.
-¿Querrá hablarme de Pastora? -pensé inquieto. Y en alta voz-: Señor don Vicente -contesté-, ajuste usted, que aquí estoy dispuesto a rendirlas puntualísimas.
-Pues prepárese, porque voy a ser minucioso. Estoy tan admirado, me ha cogido tan de nuevas la especie, que no se si la crea...
Ciertos son los toros -calculé-: y me puse contrito.
-¡Yo bien quisiera creerla, canario! Tendré uno de los ratos mejores de mi vida, si puedo escribir a sus padres de usted la enhorabuena. ¿Conque, por lo visto, es usted una notabilidad, una lumbrera en química?
-¡Ah! -murmuré yo como si despertase de un sueño profundo- ¡Esas tenemos, señor don Vicente! ¿Hasta usted han llegado tales nuevas?
-Y me dejaron al pronto más patitieso que estaba, porque no podía comprender de qué modo había usted llegado a tal altura; pues si bien es cierto que se enmendó usted mucho, todavía sus estudios no...
-Y acierta usted, señor canónigo. Crea usted que esas cosazas que se propalan por ahí, no tienen asomo de fundamento ni visos de sentido común. Yo lo siento en el alma; quisiera ser uno de los siete de Grecia; pero Pascual López nací, y Pascual López a secas, mondo y lirondo, sin aditamentos de notabilidad ni de prodigio, he de ir a la fosa.
-Con todo eso, es muy extraño que corran tales voces sin que se basen en algo. Y la fama lleva ya su nombre de usted más allá de Santiago. Lea usted, lea usted este periódico: es de Pontevedra, -me dijo tendiéndome el que en la mano guardaba.
Tomé la hoja impresa, y busqué el sitio que el canónigo me señalaba con la uña. En la acción de entregarme el diario, el codo de don Vicente tropezó con la carta medio plegada sobre la mesa y le imprimió un leve impulso que la hizo desdoblarse del todo. Una indiscreción involuntaria retuvo mis ojos fijos en ella, y vi, como en un relámpago, dos nombres que me hicieron casi saltar en la silla: el de Pastora y el de Víctor. Seguí mirando afanoso, proponiéndome sorprender el contenido entero de la epístola; mas el brazo del canónigo se posó sobre ella y su voz resonó gritándome:
-Lea, lea.
Con voz alterada y el tonillo maquinal que adoptan los niños cuando leen sin comprender, recité el siguiente párrafo:
«Nos dicen de Santiago, que aquella Escuela de Medicina cuenta entre sus alumnos un joven notabilísimo, una esperanza para el país. Este joven hijo de padres honrados, pero humildes, ha llegado, merced a sus grandes dotes y profundos estudios, a llamar la atención de un profesor también célebre, que hace poco vino a Compostela. Se asegura que en breve saldrán juntos ambos a visitar los establecimientos y adelantos científicos en el extranjero. Felicitamos al señor don Pascual López, gloria de esta Galicia tan calumniada, ultrajada y desdeñada por los que no la conocen, etcétera, etcétera».
-¿Hay otro que se llame Pascual López entre los alumnos de Medicina? -interrogó don Vicente cuando hubo concluido el suelto.
-No señor.
-Pues entonces, bien claro está que es usted el aludido.
-Yo soy, sí señor; no lo niego. Si esta temporada no se habla de otra cosa.
-Pero entonces, ¿es embuste todo lo que ahí ponen? Imposible parece -murmuraba don Vicente volviendo a su cavilación primera- ¿Es falso también lo que dice del profesor?
-Que el profesor me distingue, es exacto: me distingue como a nadie; pero lléveme Judas si atino con la razón.
-De cualquier modo, usted debe de haber estudiado este año un poco más: puede que en esa asignatura haya usted puesto sus cinco sentidos: y como al fin y al cabo esas ciencias modernas son una cascarita brillante y presto se llega al fondo, tal vez esté usted en efecto en la cúspide de ese ramo del saber. Otro gallo le cantara si se tratase de profundizar la teología o la pura latinidad clásica. Tácito y Horacio son los autores de muchas de estas canas, que ahora ya justifican los años, pero que asomaron antes de lo debido. En fin, yo me holgaré de que salga usted un doctor, siquiera para no dejarme quedar mal...
Mientras hablaba el canónigo, revolvía yo en el magín los medios de echar la vista encima a aquella carta, presa bajo su brazo. Al fin me ocurrió un expediente.
-Señor don Vicente -le dije-, ¿quiere usted hacerme el favor de permitirme que copie ese suelto para mandarlo a mis padres? Deme usted un retacillo cualquiera de papel.
El canónigo alzó el codo... pero fue para asir la carta, partirla en dos mitades, darme la blanca y guardar bonitamente la escrita en el bade de cuero que ante sí tenía. Nada pude pescar; copié el suelto, y después de otro rato de plática con don Vicente, en que hablamos de política, comentando las noticias de sensación que en aquella agitada época abundaban, me despedí. Salime a la antesala, mirando, no sin melancolía, el pasillo que guiaba al cuarto de Pastora. Al descolgar de la percha mi capa, un objeto blanco se deslizó de entre la esclavina y vino a caer a mis pies. Lo recogí apriesa, era una carta cerrada sobre sí misma y con obleas, a la antigua española, un tanto arrugada y con un sano tufillo a espliego, aroma especial de que la ropa de Pastora estaba impregnada siempre. Así el olor como las arrugas me indicaron que la misiva, antes de ir al buzón de mi esclavina, reposó sobre el corazoncito de mi Dulcinea. Bajé los escalones cuatro a cuatro, y trabajo me costó no leer la epístola en el mismo portal del canónigo. Dando largas zancajadas, me fui en busca de uno de los muchos sitios retiradísimos que tiene Santiago, para bien de los estudiantes que desean leer en paz una carta.