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A Don Gaspar De Guzmán Conde de Olivares

Sumiller De Corps del Rey Nuestro Señor


De orden de su Majestad, que Dios guarde, me escribió el conde de los Arcos hiciese uno o dos epitafios al túmulo del Rey Nuestro Señor, que está en el Cielo, que si no se acomodasen para el día de las honras, serían para el libro que de la solemnidad de ellas, en gloriosa memoria de su padre, deseaba Su Majestad se imprimiese, primero y generoso cuidado de tan gran hijo. Lo mismo me dijo, de palabra, que había encargado al Padre Juan de Mariana (varón que por causa de honra nombro) y a otras personas de calidad y estudios. Hallóme nuevo el mandato, porque nada solemos tratar menos los predicadores que este género de letras curiosas. Espíritu debe de ser en los demás, en mí, ignorancia. Todavía en medio de la incapacidad topé con la obediencia, bien que me guiaron a ella, entre el miedo de acertar, el amor y el rendimiento con que deseé servir a dos tan grandes dueños como el que alababa y el que obedecía. Borré esos dos epitafios; no merece nombre de más la priesa con que yo los escribí: dábanmela mucha. Llamémoslos epitafios o elogios funerales, que Cicerón confunde ambas voces. Si a la puntualidad severa de algún crítico le parecieren largos, lea el que San Jerónimo nos dejó escrito de Paula, que bien bastará la autoridad de aqueste gran Padre contra la erudición de piedras antiguas. Acierta a ser mi estilo tan achacoso siempre que me le cargan de mentiras los escribientes, porque padezca la pluma la calumnia que la mano y se vea que el daño es fatal, pues hasta las buenas intenciones le hacen. Por eso me he determinado a estamparlos, para que mientras corren adelantados al libro, la atención espaciosa del molde los ayude a declarar más. Y si todavía se quedaren oscuros, apelen a la piedad: que faltas no pretendidas, no merecen acusación sino lástima. Pero ¿quién bastará a persuadir a nadie que la singularidad carece de afectación? Remítoselos a Vuestra Excelencia, para que se los lea (si ve lugar a propósito) a Su Majestad, y se los disculpe o acredite al leerlos, que temo deben de padecer en la relación lo mismo que en las copias. Son tales, empero, los siglos siempre (no hay que enojarnos particularmente del nuestro), que el dirigir a Vuestra Excelencia estos borrones breves cuanto apresurados, desde la intención a la prensa ha de correr por lisonja: porque los ojos enfermos, hostigados de la luz, miran a lo oscuro para cobrarse. No se detendrán en la grandeza de Vuestra Excelencia sino en la nueva gracia que posee con su Príncipe, ni atendrán a mis obligaciones, comenzadas con familiaridad de menores años y seguidas con respeto de mi parte y con favor de la de Vuestra Excelencia en los ya mayores. Antes mirarán hacia la ambición de cortesano o hacia la necesidad de poco venturoso, cargos ambos de la templanza en que debe ajustarse mi profesión, ni presumida ni desconfiada: que es abyección de ánimo lo segundo, si vanidad de espíritu lo primero. Pero, Señor, ¿qué importa? Las obligaciones no consisten en la opinión, sino en la verdad, si bien ha llegado la verdad a consistir en las opiniones. Veinte y dos años ha que, desde aquellas niñeces estudiosas de Salamanca, consagré a Vuestra Excelencia lengua y pluma diversas veces, en lecciones, en actos, en argumentos, en papeles, en muchas acciones privadas y públicas. ¿Por qué la continuación de este primer empeño ha de parecer también cuidado, siendo deuda? O ¿por qué no podré yo en confianza, no ambiciosa sino agradecida, prometerme que quien siempre desde los años de la razón ha adelantado acciones loables en satisfacción común, no ha de condenar su elección con el olvido? A lo menos sería bastante prueba de mi indignidad, de que me debría doler y quejarme de mí solo pesadamente, si lo que escogió en edad tierna el amor, en la de más seguro seso, lo reprobase el Juicio. De la novedad de mi grado de Maestro en Teología, por aquella insigne escuela en tres cursos solos de ciencias naturales y sagradas, y en veinte y un años de mi edad, fue Vuestra Excelencia el Patrón y el abrigo, si no el puerto a tanta tempestad como armó contra mí la envidia. Esta dura como sombra y me pudiera atemorizar como aparecida, no como natural consolarme: porque no hallo yo en mi luz de donde, por interposición de otro cuerpo alguno, pueda causarse. Dure en Vuestra Excelencia la protección, que yo porfiaré con mi modestia a no aventurarle la autoridad, desocupando de mi interés los deseos, por que se logren y justifiquen en sucesos grandes de Vuestra Excelencia. Guarde Dios Nuestro Señor a Vuestra Excelencia como deseo. De esta su celda, a doce de mayo de mil seiscientos veinte y uno.

Siervo y capellán de Vuestra Excelencia,
Fray Hortensio Félix Paravicino.


Epitafio

Detente, oh huésped, con ocasión tan grande. Mira, y admirarás este mármol: deberás a sus letras noticias gloriosas. Cobrarán ellas de tus ojos lágrimas debidas, si quien logra eterna diadema por la corona temporal que perdió necesita sentimientos. Aquí yace, mas no yace. Está, estará en perpetuas memorias vivo el siempre augusto Príncipe Don Felipe Tercero en el nombre, Primero en la virtud, Segundo en nada. Pudo en lo humano la muerte; a lo divino de sus excelencias, ni el olvido se atreverá. Faltó para nosotros el sol resplandeciente: no padeció en su luz el mayor planeta, pues no interrumpida ésa, antes mejorada, asiste a orbe más digno. Y si el eclipse fatal de sus resplandores (de su vida y humana gloria digo) fue anticipado y el ocaso de su muerte, o temprano o presuroso, nos defraudó del medio día a la noche siglos de claridad grandes, el presto amanecer de su hijo con adelantados rayos y valientes de actividad, cuanto sazonados de prudente atención, los recompensa en esperanzas que desde el oriente mismo nacieron posesiones. Consuelo, si no usura, y menos, no bastará a tal muerte, a tal pérdida. Deslealtad e ignorancia fuera mérito y obligación de aquellas cenizas, ellas calientes, enjugar los ojos. Trocarles, empero, con el sucesor el objeto, alterar continuadamente la tristeza con el gusto, y que el llanto que comenzó en desconsuelos acabe en aclamación, tributo español (perífrasis parece de inviolable fidelidad) es a padre e hijo, padres ambos de su patria.

En veinte y cinco años de su edad comenzó su imperio este Príncipe y rigióle veinte y tres, merecedor de más largo período, si el amor del cielo (para donde, aun más que todos, pareció criado un ánimo tan puro) no le desatara de humanas violencias (así llamo la vida), por restituirle a su mejor origen. Casó con la Serenísima hija de los Archiduques de Austria Doña Margarita, de quien dejó en sucesión admirable, Rey a España, Reina a Francia, Príncipe a la Iglesia. Acciones todas de su felicidad, de su grandeza, de su mayor religión, con que los demás estados soberanos del mundo padecen generosamente ambiciosa sed por coronarse de las dos divinas prendas que le sobreviven huérfanas, hermosos y agradecidos crepúsculos que en diferentes partes nos entretienen el sol ausente. Perdió a breves años (muchos fueran pocos) su tierna y espirituosa compañía, con universal dolor de todos sus vasallos, más envuelto en lágrimas que en olores el cadáver real, todo poco al amor, menos al daño. Tal expectación bebían sus pueblos entre el favor experimentado de sus acciones. Nueve años vivió después viudo (si quien ató, tan constante como triste, a una porfiada y dulce memoria una blanda y fiel voluntad, pudo merecer ese nombre). Ni vivió viudo sólo, sino negado a las sospechas mismas de otra mudanza o empleo. Porque la singular pureza de su vida que antes no le permitió ni a los ojos hermosura ajena, le prohibió después, viéndole con herederos (loable fin de indecorosos afectos) aun los segundos lazos santos del matrimonio. Tanta fue en él esta virtud laureada, a pesar de su salud, verdugo robusto en el martirio de la honestidad, y que a su natural sobre toda imaginación modesto y corregido, sirvió agrado, solicitó lisonjas de la misma valentía de la batalla, donde los vencidos descubren confusiones, y los que pelean, entre raras victorias, pena y tormentos.

¿Qué modernas, qué antiguas glorias (a verdadera luz y cristiana) apostarán jamás con este triunfo? Más veces han desnudado aceros otros Emperadores: ninguno más omnipotentemente ha vivido. Muchos han hecho en recomendación de su nombre cosas buenas, cuando no grandes; ninguno, sino Filipo, dejó de hacer algo malo. No hace Dios todo lo que puede; pero con no poder hacer cosa ajena de sí, se ve que lo puede todo. Sagrada emulación de nuestro Rey Santo. Jamás se halló, ni en su boca mentira, ni en su corazón doblez. Virtud rara de poderosos, vulgar escollo y apetecido por muelle de los políticos. Guardó secreto y fe, aun en privadas confesiones, a menores vasallos, deuda natural en todos, mal vista a la Majestad por lo que huye cualquier sombra de prisión la soberanía y la de las obligaciones de la naturaleza lo es grande. Más fue padre que Rey de los suyos en acciones de rigor; pero en las de respeto más Rey que muchos. En consultas litigiosas o criminales no inclinó el ánimo hacia el afligido: tan naturalmente se hallaba de su parte, que había menester la justicia fuerzas para defenderse de la piedad. ¡Oh, Rey! ¡Corazón de tu gente! Que si la acusaban a veces los oídos, la amparaba siempre tu mano. Más en el favor que en la excelencia le experimentaron dueño los súbditos.

Católico sobre su mismo nombre, trató las materias de religión y piedad con extremo no creíble de las deidades humanas, del poder supremo. Tales se sienten todos los Reyes cuando no todos se hayan hecho llamar así. No fue ejemplo sólo de virtud a los legos: copiar pudieron de él perfección suma los religiosos. Atender debieran los cetros de la tierra católica al culto, a la obediencia, a la defensa pronta de su autoridad con que veneró a la Vicaría de Cristo, un Rey que, sin obrar, con callar sólo, pudo dar cuidados. Fue blando, no desatento, en el gobierno particular, amable herencia del genio dulce suyo. Las causas soberanas a las más inferiores encomiendan los efectos. Y aunque la virtud del sol llega a inquietar mudamente las entrañas de la tierra (inmoble basa de la máquina que vemos) para hacer las oficinas de los metales, no pasan de la faz de ella los resplandores. ¿Quién le obligó a la mucha inteligencia que mueve el cielo a aplicar forzosamente los dedos a la formación mecánica del gusano? Al orbe inmediato asiste, y de allí se deriva y se dilata la influencia de su aplicación de unos a otros instrumentos. Tan perspicaz y cándida inteligencia no han gozado cielos de Monarcas felices. Tibias podrán haber sido unas estrellas, y aun violentas otras. Superior está a las censuras el ángel que las mueve, que al fin no las informa. En la reputación común de su corona, no olvidó cuidados reales, ni a él le olvidaron dichas milagrosas. Amado de Dios, así demasiadamente, que no sólo por él tal vez batalló el cielo, sino que le ofreció atroces permisiones. Que permitió, quiero decir, para su quietud y crédito, atrocidades. ¿Cuántos aparatos de guerra y de común horror y suspensión al mundo en otros Monarcas, celosos de excedidos, desbarató su oración? Y si bien, no sin uno y otro Josué, Ministros suyos, a las manos solas de este Moisés cristiano (manso de condición sobre los hombres todos) levantadas en un oratorio, desvanecieron intentos y armas. No conservó sólo su Monarquía, ensanchóla con seguridad, con aumentos, siendo de tan extendidos límites, o tan sin ellos, que perdiéndole al sol forzosamente los hemisferios, él no la pierde de vista nunca. Ni a los pensamientos sabrosos de su paz manchó el desmayo que achacaron a Claudio romanas plumas de no querer dilatar los fines de su Imperio. Pues habiendo, desde el Infante Don Pelayo (primer restituidor de nuestra honra sangrientamente ahajada) hasta su prudente padre (Numa éste, si aquél Rómulo) aumentado tierras a Castilla, mundos a su señorío, sus antecesores, tanto que ya no libraban con sucesiones más peso que el de la conservación en sus hijos, él le deja al suyo mayor herencia. Díganlo las islas Malucas, fértil y afectado empeño de la fecundidad de la naturaleza, reducidas a la obediencia de este Príncipe, cuando de la de Portugal habían declinado. Díganlo los Reyes poderosos de ellas, que probada la libertad después de arrojado el yugo (gran defensa a cualquier cercado), volvieron a reconocer el vasallaje antiguo, midiendo con infeliz sabiduría la diferencia de ambos estados y acreditando con la verdad el título de Rey de Reyes a este gran Monarca, que parecía reservado a Rey solamente Dios. Y no lo callen las armadas septentrionales, pues hallaron tanto estorbo a la peste de sectas que cargaban en recambio de otros comercios. Díganlo los dos senos del África, Larache y La Mamora, afectados del siempre vencedor, nunca bastantemente alabado, Carlos, adquiridos de su nieto, términos nuevos de España señalados en arenas africanas. Pero no los dejarán los espíritus ardientes del más que glorioso sucesor ser términos. Dígalo la expulsión, cuanto heroica venturosa, de los moriscos, esparcidos por el mundo, como cenizas de fuego infame, y llevando por todo él, no sólo el número de los vasallos de tan poderoso Rey (que aun entre los reinos extraños dilata y conserva el suyo) sino las señales de una esclavitud nuevamente ejecutada con liberalidad piadosa, no con rigores y opresión avara. Apenas el ejército venturoso permite al oprimido o al cercado condiciones de decoro, y aquí largó un Príncipe, con pródiga y útil dispensación, cuatrocientos mil súbditos naturales, cargados de tanta magnificencia de su Señor como tesoro de su solicitud. No corra por sola la religión y celo de la fe una acción tan acusada de los enemigos de ella bien que fue ilustre honor suyo alejar de su pureza la apostasía (aunque oculta, peligrosa) de estos bastardos hijos del bautismo; que en la vecindad del apestado es fuerza que respire tósigos, y así beba riesgos, la más segura salud. Pretendan por suyo el intento (como por del cielo la ejecución) otras más virtudes. La liberalidad generosa, que tan inmensas riquezas (no es soberbio nombre) dejó caer de la mano o antes las guió con ella a mejor fuga: medroso aun el mismo interés de utilidades torpes que desacreditaba el dueño por odioso, pues del anatema de Dios, no sólo el interés, peligrosa es la piedad. Y ¿qué anatemas como sacrílegos tornadizos? La magnanimidad que perdonó tantos ofensores que al amor le embarazaran y, trocando en libertad a su elección la servidumbre de fuerza, le hizo ser padre enojado, no verdugo piadoso, que aun lo fuera (piadoso digo) cuando derramara en la tierra sangre que así degeneró del nacimiento en ella. La confianza imperial con que trasladó a vecinos y émulos tan numerosos pueblos, tanta muchedumbre valiente e industriosa, irritada para el mar, para la tierra, y tanto más de temer cuanto española al fin, aunque espuria. Que si la traición quitara las fuerzas, más atinados fueran los odios. No perdió el ángel, por desleal, su gallarda naturaleza, y los hijos que produjo esta fragosa y alentada plaga, este animoso clima, pudieron salir infieles, no dejar de ser valerosos. Arrogue a sí la hazaña últimamente el poder, con que no sólo acabó de extinguir domésticas asechanzas y quietar los recelos de ellas, sino quitar el oprobrio de África a nuestra nación, sacudiendo las ya últimas y vergonzosas reliquias: ecos todavía de las primeras voces bárbaras traidoramente triunfantes, no del valor, de la fortuna nuestra; padrones vivos y perpetuos de aquel primer agravio, autores repetidos de los segundos en tantas rebeliones. Quitóle Pelayo a Filipo ser el primero. Filipo, empero, no sólo le quitó a Pelayo el ser solo, sino aventajóle el ser universal restaurador de su patria. ¿Quién más padre de ella: el que la dio el primer ser, o el que, de tantas eras muerta, la resucita, lanzando de las entrañas el veneno, casi eterno, de obstinado?

Árbitro majestuoso si no imperante a la conservación pacífica de Italia, restituyó al Duque de Monferrato, no flojamente ocupado del ardimiento militar de Saboya, haciendo las armas que forjó y dispuso Milán a su lealtad y servicio, tan contrarios visos como de amenaza y modestia al herirlas el sol de una mañana, y recibiéndolos, entre resplandores de paz y conveniencia, un ánimo conmovido, ni cobarde ni perdidoso. Hazaña propria de la razón, obediencia del respeto. Oprimió a Aste. Tomó a Vercelí (y con él ¿por qué no al Piemonte?) y fortalecido, se le remitió al dueño, no pequeña dádiva. Hallóse superior, mas ¿cuándo miró en muchos siglos ninguna otra competencia desde altura igual a la nuestra? Éste es el odio que acredita a nuestra Nación, y el que mirara con ceño o con desdén aquestos borrones. Hallóse superior, pues, y entre prevenciones no sólo militares, sino triunfantes (confieso también costosas), prefirió la quietud común a la gloria propria, bien que interiormente. persuadido de difunta sangre de vivo parentesco. Y aceptada la persuasión de la virtud real, sobra el nombre de clemencia: en su arbitrio como en sus manos se hallaron la paz y la guerra. Relaciones son, no alabanzas, las experiencias. Sirvan de testigos los mismos interesados, y entre muchos, los rebeldes de Holanda, admitidos a intermisión de guerra, con los cuales (esperando su reducción y juzgando su legítimo dueño acción más propria de sí el perdón que el castigo), si no envainó la espada, levantóla. No huyó el nombre de treguas al desaire: que de Dios hay quien sienta que le hace daño (exterior descrédito será) su paciencia misma; y llegan los ateístas a negarle su ser, de no percibir su enojo. Ni por eso muda de estilo, estimando en menos que le pretendan defraudar el ser Dios, que no el llegar a juzgarle por impaciente: y ésta es la Deidad, en cuyas manos alea el corazón de los Reyes. Continuó en su casa el Imperio de Alemania, y si alguna vez con riesgo (aunque producidor de perpetua seguridad), sin duda aquesta. Celestial estirpe nacida más para imperar que para vivir, como la de los Escipiones para vencer (bien que ésta ciudades, aquélla imperios) aseguró con acciones ilustres este destino. Y a su religión, cuidados, gastos, deberá la Austria más Césares, la Iglesia mayor amparo. Hijo verdadero y -cuanto dieren licencia el valor, la protección y las ansias, menos la autoridad- padre de ellas. Prescriban la frente de sus establecimientos los Príncipes Cristianos con estruendosos títulos de magnífica piedad, que el corazón, el amor, y aun el afecto y el bien de la Esposa de Jesucristo y la seguridad del Pontífice Sumo, apenas caben en el nombre de Católico. Con sus ejércitos aseguró la felicidad de su intento: ni se formaron a diligencia o instancia de ministros distantes o cercanos. Su desvelo, su asistencia, sus tratados mismos efectivos, si no ruidosos, hasta descender manuales a los asientos todos del dinero, pusieron sus ejércitos en campaña; y si hallara en los ánimos de los suyos y de los favorecidos disposición conveniente, los ordenara en persona él mismo; y manos que ojeaban breviarios, supieran también vibrar lanzas, pues no tiene ni conoce ejercicio airoso de gentileza y valor la Nación nuestra en que no se haya visto exceder, tanto como en la Majestad de este Príncipe, en la sala, en las plazas, en los montes. Recobró lo divertido o lo turbado, y pagaron con la pérdida y la huida los conspiradores contra la Corona Imperial la fe rompida, los derechos augustos y sagrados ofendidos duramente. Quede a la posteridad el encarecer este milagro político que desatiende la estimación por visto. Pinte tabla la Iglesia al temor de este naufragio. Al celo de ella, como al aliento de su grandeza (asilo de afligidos), no tomaron sus armas, aunque vencieron: abrigaron sus banderas el valle de la Valtelina, escándalo de atenciones de estado. Pondrá la ley justa que le pareciere su ínclito heredero, o a la continuación bélica, o a la remisión pacífica, siempre, empero, española la elección a que tanta parte de Europa mira. Amó los suyos, no inquietó los extraños. Bien hizo a muchos, mal a nadie, ni menos que obligado armó jamás la diestra. A tan excelsa cumbre de equidad y gloria, pocos han llegado. Alta será siempre a todos.

Su fácil complexión ocasionó su enfermedad, y su natural devoto llamó a consideraciones espirituales su misma muerte, dicen que sin tiempo, como si el tiempo todo no fuese para este instante. Luchó como varón perfecto con las agonías postrimeras que levantaron las olas hasta el alma. De la tormenta al naufragio sola la ignorancia o el miedo no hallan la diferencia. No temió tanto el morir este Príncipe como le temió su Dios: temblores desusados le perturbaban, muestras de sangre oprimida le vinieron a las manos; pero arroyos extravenados de la sacrosanta de Dios sintió la tierra en Getsemaní, bermeja tempestad que metió en cuidado al Cielo, deudor a su rostro de las serenidades. Quejóse de dejado de su Padre Cristo. Receló el serlo nuestro Padre y Rey, nuevo Hilarión, que en inculpable vida temió el suceso a la muerte. Examinado al fin el precioso metal de su virtud a no comunes llamas, prevaleció en tan horrible conflicto (breve y adelantado purgatorio) a las mayores máquinas que reserva para aquel peligroso trance el enemigo común, no sé si esta vez, de desafiado, más ofendido. Y, ahuyentado ése, llegó a quietarse con victorioso sudor y, en plácida tranquilidad, depositó, en un Cristo que tenía en las manos, el vapor último de la boca, la esperanza postrera de su vida.

Triste cuanto hijo, agradecido cuanto deudor, Don Felipe Cuarto, único Señor Nuestro, levantó a la memoria gloriosa de su padre este monumento:


Enterró lo que pudo, que fue el cuerpo.
La alma subió al Cielo, en brazos de su virtud.
La fama de ella no cabrá en sus Reinos.
No le será túmulo, sino teatro, el mundo.






Epitaphium Seu Honorarii Tumuli Potentissimi Regis

Hispaniarum Philippi Tertii Panegyrica Inscriptio


D. O. M.

Ah! Ah! Hospes: horte e lapide, veras voces, lachrimas veras. Nec Echo sum: oculis, auribus usurpa; planctum, luctum, admirationem redde. Sed quid adspicis, quid circunspicis Monumentum? An tertii Philippi Regis Hispaniarum Sepulchrum censes? O, quam falleris! e Sole numquam cadaver solidum. Si inane spectes; umbrae illud, seu tenebrae: hae non privatae sed publicae. Tota Solis absentia Jubaris Sepulchrum est. Jam non Orbem orbum voca. Honorarium Tumulum ergo? Apage. Philipaeae magnitudinis quae moles, vel honoraria, capax? Solem oculit mons, non claudit: et perennanti virtuti quid obumbret temporarium funus? Templum si lustras, novam. foelicem Arabiam vides. Nec Patriae Patri tantum parentatur: Phoenicaea justa solventur. Busto Patria immixta foecundae litat morti. Rogus multo (sic cernis) lumine splendens parturit, sepulchrum edit, ac Solarem Avem haerede, amore commutatione aeternat. Ecquid haec machina? Tropheum in quo, et dulcis virtutum pugna de victoria certantium, seu triumphalis currus, armis, spoliis onustus et vero verbo ipsa triumphi pompa. En (credas) Imperatorem fulgenti, et aeternabili purpura, fastigia empyrea prementem. Hinc lauro redimitas, propriis laudibus oneratas; Tutelarem Clementiam, Augustam pietatem, Honorem, Gloriam, Magnificentiam, morum Continentiam, Innocentiam vitae, eximiam. Veritatem, summam Religionem, Fidem utramque, et pene Omnipotentiam, qua omnium adfectuum moderatione prius sibi, quam aliis imperavit. Inde Larachem, Mamoram, Africae sinus, Hispaniae adjectos: Ferratum Montem Duci assertum, seu restitutum; Vercellensem arcem cum Pedemontio jam occupatam manu, jam, missam; Austriacam. Stirpem Imperio inductam, seu productam in saecla: copiis ingentibus sedatos tumultus, et in fugam datas disjectasque Principum conspirationes: rebelles Batavos inducias flagitantes, Clementiam annuentem: nupero Valtholinam, et fere in opinato Marte debellatam, protectam; infamem tandem turbam Maurorum semen, diu Hispaniae insitum in foeliciter, cum bono Deo extirpatum, rem a Pelajo inceptam, a pluribus tentatam desideratam omnibus, Philipo servatam magno. Haec pompa. Nec Praeco deest. Durus Praeco Mors non faciendum, actutum clamat. PHILIPPUS obiit, Heu. Heu. NIHIL OMNE.





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