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Los desahuciados del mundo y de la gloria

Diego de Torres Villarroel


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Libros en que están relatados diferentes quadernos physicos, médicos, astrológicos, poéticos, morales y mysticos, que años pasados dio al público en producciones pequeñas el Doctor D. Diego de Torres Villarroel, vol. III. Salamanca, Imp. A. Villagordo y P. Ortiz Gómez, 1752 y cotejada con la excelente edición de Manuel M.ª Pérez López (Madrid, Editora Nacional, 1979). Hemos modernizado la puntuación y la ortografía de acuerdo con los criterios establecidos en esta última edición.]




ArribaAbajoAl eminentísimo señor D. Fr. Gaspar de Molina y Oviedo

Comisario General de Cruzada, y Gobernador del Real y Supremo Consejo de Castilla, Obispo de Málaga, etc.

Em.mo señor

El negro humor, que han producido en mis venas los temores, los sustos, las miserias y otros petardos de mi mala ventura, no han dejado en mi fantasía el más leve borrón de aquellas imágenes, que tal vez fueron alegría del público, recreo de mi espíritu, apetito de mi edad, e irremediable violencia de mi inclinación. Ya sólo tropiezan mis consideraciones (Em.mo Señor, y Venerable Dueño mío) con los asuntos pavorosos, los objetos tristes y los argumentos desesperados. De las abundancias de mi corazón empieza a hablar mi pluma y no sabe moverse si no es para copiar los horribles espectáculos que habitan su melancólico centro. Este disgusto me hace más molesto el trabajo; y cuando la fatiga y el horror pudieran dejarme algunos consuelos en el alma, soy tan infeliz que no acierto a aprovecharme de sus representaciones. Esta mudanza de temperamento me ha aumentado la confusión y la congoja, y aunque me bruman el ánimo y la fortaleza, padezco felizmente gustoso sus inquietudes, porque la seriedad y melancolía de este voto hace más recomendable el culto y más respetuoso el sacrificio. Esta angustia más tengo que ofrecer a los pies de V. Em. a quien suplico la reciba piadoso; pues ya que estos accidentes no valgan para engrandecer mi adoración, a lo menos no pueden hacer delincuente ni despreciable esta novedad de mi espíritu.

La libertad de mi lenguaje, la extravagancia de mi estudio, o la desgracia de mis invenciones despertaron alguna ojeriza contra mis papeles. Hablaban de ellos y de mi persona, unos con desprecio, otros con lástima, algunos con deleite, muchos con piedad, y me atrevo a decir que no pocos con envidia. No he logrado con las meditaciones de mi corto juicio disponer que mis argumentos y sistemas lograsen una regular aceptación. Lo místico, lo moral, lo facultativo, lo triste, lo alegre y lo medio, todo padeció las asechanzas y las injurias de la mordacidad. Con maldiciones he entretenido la vida, y no he tragado un migajón de pan que no haya sitio amasado con estas zarazas; pero gracias a Dios, no han herido las partes principales de mi resignación y mi paciencia sus espinosas y malignas puntas. Por intolerable reputaba esta desdicha en los primeros insultos de su condición; pero la experiencia y la variedad de dictámenes sobre mis escrituras y costumbres me hizo conocer que no estaba sólo la malicia en mi ingenio, pues la ignorancia de muchos, y la corrompida inteligencia de otros desfiguraron el buen semblante de mis intenciones.

Hasta hoy he sufrido con dulce resignación las fuertes burlas y pesadas griterías de la vulgaridad, porque su censura y mi pena sólo se quedaban en las judicaturas de un estrado, y en los castigos de cuatro maldiciones, que tal vez me arrullaban aún más que me ofendían. Después que creció el poder de los enemigos, y que padecí persecuciones de las que roban la estimación, el caudal y la patria, estoy tan medroso que me asustan aun los asuntos más dignos de la devoción y el respeto. En este papel he trasladado las últimas agonías y fines de los hombres: Muerte e Infierno son las terribles memorias que pinto en las tablas de estos desahuciados, y aunque entre nuestros católicos son tan venerables estos recuerdos, nunca me atrevería a arrojarlos a los ojos del público sin la poderosa protección de V. Em. Con su sagrado nombre, colocado en el frontispicio de esta breve obra, podré triunfar de todas las blasfemias de los críticos mal informados de mi vida y de mi alma. V. Em. sólo con su virtud y discreción podrá examinar y conocer la sanidad de mi juicio y la candidez de mi ánimo, y sacarme a paz y a salvo de las acusaciones que han hecho a mi persona y a mi numen los falsos testigos que han alquilado muchas veces sus bocas para morder mi aplicación, mi estudio y mi comodidad. Todo lo logrará mi deseo si la piedad de V. Em. se compadece y se digna de admitir este segundo voto, que hace a sus aras el más humilde, agradecido y observante siervo.

Yo espero esta felicidad, y que nuestro Señor ponga a V. Em. en la más alta ventura, después de haber logrado en premio de sus virtudes y trabajos larga vida, singular adoración y dichosas abundancias. Madrid y Septiembre 2 de 1736.

Em.mo señor

A los pies de V. Em. su rendido y obligadísimo siervo, que le ama y venera

Diego de Torres




ArribaAbajoPrólogo

A los lectores descontentos, ceñudos, presumidos, y fiscales de mis papeles


En las tristes imágenes de los moribundos que te pinto en estas hojas, he trasladado las flaquezas, achaques, desconciertos y ruinas de nuestra humanidad. Fácilmente confieso que las copias no han salido fieles, porque su formación pide mucha virtud, largo estudio y feliz ingenio, y a mí me falta todo. No obstante, he procurado poner a tu vista todas las figuras exentas de las sombras facultativas de los ropajes retóricos y otras nieblas, que pudieran confundir la estructura de sus cuerpos. Desnuda planto a tus ojos la naturaleza, para que sin el menor estorbo reconozcas las debilidades y los primores de su milagrosa armazón.

No dudo que el argumento estará quejoso de mi doctrina, y a ti te sospecho ceñudo y enojado con la novedad y mudanza de mi locución; pero sé también que debes estar agradecido a mi deseo, porque éste se ordena a prevenirte la sujeción que tiene nuestra vida a los dolores y los vicios, para que te apercibas contra lo inevitable de los estragos y lo contagioso de la peste. Si logro algún recuerdo tuyo sobre este importantísimo cuidado, he conseguido todas las ansias de mi intención; y cuando tu desprecio o tu envidia se burlen de tu utilidad y mi trabajo, a lo menos, el consuelo que produce en mi espíritu el buen logro del tiempo, no lo podrán arrancar de mi corazón ni tu envidia ni mi ignorancia.

Ya me parece que te veo desde mi cuarto vagar por los corrillos de tus camaradas y confiscales, desandrajando la condición de mi inventiva, torciendo la rectitud de mis voces, graznando contra todas las cláusulas de mi idea, y repitiendo con rabiosa burla: ¿Quién le mete a Torres a místico? Aún tiene verdes y retozones los cascos: Escriba sus Pronósticos y déjese de calaveras e infiernos, y otras brutales expresiones, con que te parece que desahogas tu sofocada presunción. Créeme, que esos gritos sólo pueden producirte un catarro, o un dolor de cabeza, que en mi crédito ni en mi gusto nunca podrás introducir los desprecios y rencores que solicita tu rabia, porque mi opinión y mi deleite no están debajo del poder de tus maldiciones, pues aunque ellas me acrediten de necio entre tus oyentes, nunca podrán hacer culpable mi estudio ni delincuentes mis tareas.

Ser ignorante no es delito, es temperamento y es desgracia. No ser aplicado es culpa, y digna de todas las blasfemias. Ninguna ley me obliga a ser inteligente, a ser trabajador todas, y cuando quieras negarme la sabiduría, a lo menos la aplicación y el deseo de aprovechar, no me la han de oscurecer, ni tu malicia, ni mi humildad. El modo de reprehenderme y confundirme es enmendarme. Aquí te queda mi argumento, prosigue la obra, o empieza de nuevo con su asunto, y si la mejoras puedes decir que hallaste el medio de quedar tú glorioso, yo confundido y el público aprovechado.

Si fueras dócil de alma, yo te aconsejaría que disimulases mis errores, respecto de que contra ti nunca se pueden revolver mis desaciertos; pero conozco muchos días ha tu obstinación, y sé que no has sabido detener a tu furia, tu vanidad ni tu ignorancia, y así aporréate, garla, grita y escupe las locuras que se te planten en los labios, que yo ha mucho tiempo que guardo la paciencia, que me importa para sufrir tus maldiciones; y aún retengo en mi rostro alguna risa con que esperar tus necedades. Dios te ayude, y te ponga donde menos mal me hagas, como los nublados.




ArribaAbajoSueño a un amigo

Sobre los pajizos céspedes del sucio Zurguén, negro borrón del purísimo cristal del Tormes, me recosté una tarde bien deseoso de sorber algún viento que, agradablemente irritado, serenase el tumultoso círculo que produjo en mi sangre la imaginada fatiga de conducirme a su ribera. Empezó a derramar el aire con discretos soplos unas partículas de apacible configuración y delicadísima textura, que dispusieron en la vecina esfera un regalado desahogo a mi inquietud y un dulcísimo alimento a mi vitalidad. El silencio del sitio, la inmoblidad de mis miembros, las perezosas respiraciones del ambiente y los cariñosos esperezos del río, me dejaron tan sabrosamente templado, que no se percibía en todos mis órganos cuerda alguna que no respondiese con su tensión a una amorosa y saludable concordancia. En los sólidos y líquidos sonaba un concierto admirable, y una armonía estupenda. En la imaginación no se bullía imagen, ni se encaramaba especie, ni alentaba recuerdo que no concurriese a hacer feliz mi espíritu. Finalmente yo estaba tan pacífico de humores, tan olvidado de pesares, tan aborrecido de deseos, y tan parcial con mis posesiones, que pudiera ser el verbigracia de los dichosos y la última comparación de la bienaventuranza natural. En esta aventura me puso el primer acometimiento del insomnio, pero su duración fue tan pasajera como la que logran todos los placeres que no conocen sus fortunas dentro de la esfera de las eternidades. Media hora había dormido (a mi parecer) abrazado con el amable sosiego que he referido a Vm. y al fin de ella barrió de mi celebro no sé qué maligno pavor todos los deleites, gozos y dulzuras con que hasta entonces estuve lisonjeado. Trocáronse mis felices imaginaciones en horrorosas inquietudes, rigores espantosos, amargas congojas y tristísimos insultos, y más cuando repentinamente oigo un ruido tan formidable y un plañidero tan terrible, que pudiera atronar a todos los precitos. Yo me imaginé en lo más hondo del infierno, y que se me habían colgado de las orejas las inconsolables bramidos de sus eternos moradores. Incorporéme a examinar la causa de tan pavoroso estruendo, y pude ver que venía marchando con torpe celeridad hacia el sitio que ocupaba una horrorosa muchedumbre de osos, dragones, tigres, caimanes, lobos, ballenas, escuerzos, sierpes y otros brutos terrestres y marinos, cuyos deformes aspectos jamás había visto, si no es en copias muertas, o relaciones diminutas. Considere Vm. por su alma, amigo mío, ¡qué precipitadas angustias! ¡Qué mortales trasudores padecería mi espíritu al verme en aquel páramo, sin más compañía que la abominable caterva de aquellos fieros y asquerosos espectáculos! En medio, pues, de las frecuentes congojas que tenían oprimido a mi corazón, alcancé un breve aliento, y puse mi figura en su natural rectitud, con la deliberación de precipitarme al Tormes, abrazando por muerte más segura y más pacífica la que me esperaba en sus mansas ondas, que la que ya me producían los desesperados sustos de tan cruelísimas visiones.

Abrí los brazos para que me sirviesen de remos, y al punto de arrojarme vi todas las costas del río pobladas de otro espeso, hediondo e innumerable ejército de monstruos, de formas más cerradas y cataduras más deformes que los que me habían cogido el paso por la tierra. Unos medio bestias y medio racionales, otros unos irregulares injertos de feroces brutos y sabandijas ponzoñosas. Sus cuerpos los traían arrastrando, torcidos y rellenos de gibas, corcovas, pedregales y otros rudísimos promontorios. Sus coberteras eran tan varias como sus figuras. Unos espesamente peludos, otros chinos, y los más rodeados de escamas, conchas, púas, cerdas y otros vellones de basto tejido y rudo pelambrón. Traían todos en las garras, manos y zarpones tan extraños instrumentos, que atemorizaban a los ojos con igual horror que el de sus feísimos semblantes: los unos llevaban garfios de hierro, tridentes, asadores, tenazas y zurriagos. Otros, leños encendidos, porras, ruedas, calderos y otras herramientas del freír y el ahijonear. Descollábase entre la sombría y abominable porcada un etíope desentonado de estatura, con un tinajón de carne por cabeza, emparchado de pegotes, lleno de perigallos, un pedregal de diviesos en las narices, una nebulosa caverna por boca, emboscada en montuoso pelambre y guarnecida de matorrales y zarzones, sin más dentadura que dos colmillos de jabato, que le hacían roscas sobre las orejas; resollaba por su horrible cóncavo el tufo del azufre, el humo de los condenados, y todo el hedor resinoso del infierno. Desde las clavículas le chorreaban dos pechugas como dos botijones que le cubrían las rodillas, flojas, blandujas, turradas y tan denegridas como la materia de su cuerpo. Todo su corambre parecía salpicado de vejigones, grietas y roturas, y por todas se le escurría la podre a cuartillos, la sangre a azumbres, y la hediondez a cántaros. Nunca vi en todos mis sueños visión más espantosa, pues en ella se me representaron todas las injusticias, las adulaciones, los testigos falsos, los ladrones, la horca, el verdugo, el destierro, la muerte, y todas las angustias y epidemias del mundo, y en fin, las viejas, los putos y los capones. Traía en sus rudas y cerdosas garras el maldito salvaje un basto porrón, sembrado de aguijones de hierro, y blandeándolo con coraje rabioso por toda la circunferencia de los brutos, se vino hacia mí vertiendo furias y brasas por los ojos. Aquí fue donde quedé inflexible, rígido, tenso y sin otra acción que la que pudiera contener una estatua artificiosa. Abrió los dos portones de sus inmundos y tenebrosos labios, y con tono menos desabrido que su gesto, me dijo:

-No temas, cobra los espíritus que te robó tu espanto y mi deformidad. Demonio soy, que procuro con furiosos ardides la ruina y condenación de los mortales; pero con mis deseos y mis asechanzas puedes hacer feliz la vida, y mucho más dichosa tu muerte en la peligrosa salida del mundo: sígueme y estudia escarmientos en los desventurados delincuentes que vengo a conducir a los eternos calabozos.

Respiré con tan oportunas promesas, y cojeando con las voces le respondí:

-¿Cómo quieres que te crea si eres el padre de la mentira y el mortal enemigo de los hombres? ¿Cómo me puedes hacer bien siendo tú el actor de todos los males? Vete, déjame, y aparta de mis ojos la infernal chusma que nos rodea, que yo buscaré las seguridades y lecciones con que me vienes brindando, en los justos de mi religión. Vete, vete.

-Santísimos son (acudió el negro diablo) los ejemplos, doctrinas y advertencias que hallarás en sus obras y costumbres; pero tu relajado espíritu no se ablanda con las cariñosas dulzuras de su lección. ¿Cuánto tiempo ha que los estudias y no los imitas? ¿Cuánto tiempo ha que los oyes y los desprecias? Las imágenes hermosas y las consideraciones apacibles no han producido en tu alma un leve deseo de la reformación de tu vida. Yo te he de horrorizar con las congojas de los moribundos, te he de sujetar a los ojos los desahuciados de la vida y de la gloria, a ver si pueden más con tu rebeldía los rigores que las blanduras, los espantos que las serenidades, y los destrozos de la muerte eterna que las duraciones de la felicidad perdurable. Sígueme, y advierte que éste es el último aviso que lograrás, y desdichado de ti si no sientes este golpe, ya que has estado sordo a tantos llamamientos.

Dio un silbido con que atronó el tumultuoso enjambre de los ridículos figurones, y arremolinándose como una escuadra de perros rabiosos, repitiendo aullidos implacables se dispusieron a seguir nuestra derrota. Encadenó el etíope un brazo suyo con otro mío y, como alma que lleva el diablo, le seguí sin saber cuál sería mi paradero.




ArribaAbajoPrimera parte

Los desahuciados del mundo y de la gloria



ArribaAbajoDesahuciado primero

El tísico profano


La acusación de mi conciencia, la ignorancia de mi destino, la compañía del horrendo conductor, y el iracundo rugido de los monstruos me llevaban tan horrorizado, ceñudo, furioso y poseído de horrores, insultos y detestable desesperación, que empecé a gemir sin consuelo la última de todas las desdichas. Por calles y espacios jamás vistos de mis ojos, ni sospechados de mi imaginación me condujo violentamente mi feísimo pedagogo hasta una casa de moderada grandeza y vistoso frontispicio. Cobréme entonces con algún contento, considerando que aún estaba en el mundo y en la vida, y más cuando llegamos a un salón asistido de algunas gentes de agradable ropa, dulce gesto y graciosa civilidad. Volvió a la tremenda piara de los asquerosos enjertos su obscuro semblante el atezado demonio, y con soberbia indignación y rabioso imperio les ordenó que se detuvieran allí y cumpliesen con su anterior mandato. Agarróme segunda vez, y me guió hasta un dormitorio prolijamente limpio y más que moderadamente acomodado. Vi en un camón florido de costosos terciopelos a un moribundo, ya tan descarnado y cadavérico, que sólo una profunda tos y anhelosa fatiga eran tibios informes de su vitalidad. Asentóme sobre la cama mi diablo maestro, y me dijo:

-Párate aquí, y leerás en este hombre todas las señales y causas de su muerte temporal y eterna, que éste es el primer desahuciado de ambas vidas.

Estaba el infeliz moribundo mostrando el bozo de los cementerios en la palidez de su semblante, y la tez del otro mundo en la sombría sequedad de todos sus miembros, corrompido el candor de los ojos, retirados los espíritus a las honduras de la calavera, y ya inhábiles sus túnicas para recibir la luz, pálido el hermoso rosicler de la sangre; el cuello largo, rígido, rugoso, exprimido, y tan acecinados los músculos de la gorja, que me pareció tener sostenida la cabeza en un canal de pergamino; el pecho profundo y aplastado contra la espinal médula, alto de hombros; y en fin, tan árido, tenso, lánguido y pajizo, que presumí que podían ser vivientes los esqueletos. No daba más señas de animado que en una quebrada, imperceptible y hedionda respiración, desprendiéndose de sus ateridos y tenebrosos labios un hedor a sepulcros y mortajas tan penetrante, que pudieran corromper y sofocar a todos los vivos. Quise huir de aquel podrido osario, medroso de la infección, las bascas y la pestilencia; y deteniéndome el etíope, me dijo:

-Ese trémulo horror y necio susto es más poderosa causa para dar entrada al contagio que temes, que la agudeza y voracidad de los cuerpecillos que respira este desventurado agonizante. La turbación y la cobardía alteran, precipitan y desfiguran el natural tejido y el ordenado movimiento de la sangre, y la deja débil, espumosa e inútil para rechazar y sacudirse de los alientos y efluvios contagiosos; y rarefaciéndose, encuentran en sus porosidades fácil acogimiento y dificultosa salida los cuerpos pestilentes. Cuando goza este hermoso líquido sosegada circulación, feliz compage y natural textura, arroja valerosamente las partes extrañas, que pelean por introducirse con su bálsamo; y esta robustez y valentía la logra el sosiego del espíritu, y la dulce quietud del ánimo. Tenle tú, pues, serénate, y sacude de tu consideración la vanidad de ese susto, y burlarás las fuerzas de todos los contagios. Acuérdate de los asistentes de los hospicios, de los médicos, y de otros, que por tarea o por piedad viven tratando moribundos y manoseando cadáveres y todo el maligno material de las excreciones, y nunca los penetra la vigorosa mordacidad de la peste, ni el venenoso flujo de la corrupción, no siendo otra la causa que la serenidad adquirida en el continuo trabajo de su oficio o su misericordia. Anímate, vuelvo a decir, y óyeme las causas del afecto que sufre este desventurado.

Venció la filosofía del demonio a mi miedo y a mi ignorancia; y advirtiendo más remisa la tribulación de mi espíritu, empezó a hacer la formal anatomía de aquel lastimoso deplorado de esta suerte:

-Ese hombre, que por momentos se va derribando a la oscuridad de la sepultura, vino al mundo rodeado de un cuerpo tan robusto, erguido y espirituoso, que pudiera haber estirado la vida más allá de los años centésimos; hasta los treinta y cinco de su edad gozó una paz dichosa y tranquila quietud en sus humores, sin haber sentido en ellos el más breve motín, ni aun en aquellas crisis y regulares batallas que padecen las naturalezas en el tránsito de un temperamento a otro. En la región de su estómago hervía un ácido tan poderoso, que pudo desbastar el hierro; y un cálido tan vorazmente activo, que pudiera cocer tarazones de peñascos. Resistía con bizarro aliento todas las injurias de las estaciones, sin que el calor ni el frío imprimiesen en sus órganos más destemplanza que la exterior, que comunican las durezas y austeridades del ambiente. En fin, fue su naturaleza tan bárbara, que aguantó muchos años las porfiadas embriagueces de su gula, los insolentes excesos de su lascivia, y los crecidos arrojos de su condición.

Tanto enfadó a su robustez que, irritada rigorosamente con sus vicios, ya no pudo sufrir ni las más inculpables moderaciones. Enojóse el estómago haciendo unos cocimientos impetuosos, acedos y regañones, dando por señales de su amotinada indigestión los regüeldos crudos y avinagrados. Tragóle la gula el ácido exurino, y no le permitía cumplir con sus funciones. El pecho se debilitó con el uso de las impurezas; flaqueó la sangre, y turbada empezó a admitir en sus poros sueros inútiles, que desfiguraron su color y entorpecieron su ordenada celeridad. Desgobernóse con tal desventura este membrudo artificio, que ya le eran contrarios aun los mismos favores del aire apacible. Entregó finalmente su mal tratada vida a los médicos, los que empezaron a consultar el pulso, a informarse del color de la piel, a oír las palabras del doliente, y a creer en las apariencias, cuantidades y chismes de los excrementos; y después de todas sus observaciones, reparos y registros, dieron en una total confusión de la malicia y el seno del achaque. Para ocultar una ignorancia con un error, empezaron a administrarle píldoras, sanguijuelas, y algunas unturas y pegotes con que acallar las correrías de unos dolores vagos que le mortificaban varias partes del cuerpo, y de toda su sagacidad y diligencia se burlaba el humor oculto e ignorado. Los médicos continuaban sus recetas, y sólo servían sus aplicaciones de adelantar el destrozo a aquel cuerpo ya rebelde aun a los agasajos de su conservación. Paró finalmente en hipocondríaco y escorbútico, y habiendo gastado en remendar su naturaleza todos los aforismos viejos y recientes, se descartaron de él, capitulándolo de hechizado o diabólico.

Anduvo este miserable la vereda de los espirituados metido entre la cruz y el agua bendita, y rodeado de estolas, hisopos y reliquias; pero el duendecillo del humor no quiso obedecer a los conjuros y a las hisopadas. Fatigado de médicos, y aburrido de conjuradores, se entregó discretamente a los arbitrios de la dicta, con la que se cobró tanto que pudo presumir en las restauraciones de su sanidad. Gozó poco tiempo alguna mansedumbre en sus líquidos y bastante fortaleza en sus sólidos; y engañado del corazón, salía ya a ejercitarse en las diversiones y entretenimientos de alguna violencia, persuadido a que la resudación acabaría de expeler la maldad contenida en la sangre. Un día, pues, en que soplaba con arrojo un aire frigidísimo y lleno de partecillas agudas, acedas y salitrosas, salió a divertirse a una ribera, y oprimiendo y cerrando la frialdad del ambiente las porosidades de su cuerpo, no pudo ventilar ni sacudir aquellas partes inútiles y excrementicias, las que, retrocediendo a la sangre, fermentaron con ella, reduciendo a su bálsamo a un suero copioso y maligno. Derribóse éste a la substancia de los pulmones, y encharcados en la abundante humedad, padecen la sofocación, que lo va conduciendo a la muerte. Acudieron a deponer tan pernicioso humor con los vomitorios, sangrías y purgas y con los anti-héticos de Pedro Poterio, los succinos, la piedra hematitis, el cuarango, las flores del azufre, las leches de burra y de mujer, los caldos de víbora, galápagos, cangrejos y otros auxilios, de los cuales, unos miraban a arrojar las materias extrañas inclusas en las primeras vías, en la sangre, y en la substancia pulmonar; otros a dulcificar y resolver los fermentos salados y acedos contenidos en la substancia quilosa, y otros a limpiar y fortificar, humedecer y nutrir la aridez y consunción de aquel cuerpo; y a todos estos conatos y golpes se hizo desentendido el desenfrenado y rebelde achaque.

Desembaraza ahora el juicio de este pensamiento, y considera la flojedad, desmayo y débil subsistencia de vuestros cuerpos, para los que buscáis con ansia irreducible los gritones ropajes, los ricos aplausos y las glorias desvanecidas, atropellando y pisando para su logro por las leyes de Dios, los estatutos de los superiores, la honra de los iguales, y la humildad de los que vosotros llamáis inferiores, como si en la especie racional hubiese diferencia de criaturas, o distinción de hombres con duplicados miembros, dobladas almas y distinta colocación de sentidos. Todos constáis de un género y una diferencia. Todos vivís sujetos a una súbita corrupción. Lo florido de la edad, la fortaleza de los miembros y la robusta organización de sus partes no detienen su ruina. Al fin vuela por momentos precipitados. Ni la vejez, ni la puerilidad, ni la pujanza, ni el abatimiento, ni la medicina, ni el desorden pueden entretener la vida en los cotos de permanencia sensible. Muchos siglos de mundo son fugitivos instantes considerados con lo indefectible de la eternidad. El tiempo pasado huyó para siempre; el futuro no sabemos si vendrá; el presente es un átomo minutísimo, y éste igualmente lo respira el viejo y el joven. La vida no se mide por duraciones determinadas. Es una locura creer que hay mocedad y decrepitud. Decrépito acaba el párvulo, que llega con su vida hasta el término que pudo llegar; viejo muere, aunque muere niño. El viejo no se distingue del mozo por la más o menos detención en el mundo, que esto es nada; sólo se diferencian en la más dura o blanda solidez de sus huesos, en lo más arrollado o extendido de la piel, en la celeridad o tardanza del movimiento, en el color más o menos blanco de la melena. ¡Qué locos! ¡Qué necios sois los mortales en desviaros de esta consideración! Todos conocéis estas verdades, y todos huís de su conocimiento, neciamente persuadidos a que os puede alargar la vida su fuga o su ignorancia. ¡Un soplo del aire fue capaz de abatir a ese desdichado que ves agonizar en esa cama! En medio de su lozanía se puso un vientecillo que le sofoca por velocidades la vida. Un soplo solamente lo tiene ya irremediable y desesperado de las confianzas y arbitrios de la ciencia, y de todos los consuelos, habilidades y milagros de la madre común. Tísico de los que vosotros llamáis confirmado, acaba la insensible carrera de su edad, sorbido de congojas, agonías, desmayos y temores terribles.

No es sólo la causa externa de esta invencible enfermedad el aire frío, harto de partes acedas, agudas y saladas; prodúcenla también otras muchas, como te pudiera mostrar en otros actuales moribundos; pero bastará para tu instrucción y tu enseñanza que las oigas de mí. Escúchalas, y repásalas en tu memoria, mientras llega ese infeliz a las últimas señales de su muerte y su término, que quiero que veas uno y otro, para que (bien a mi pesar) te aproveches de su horror, y para que te sirva de escarmiento su eterna desventura.

Introducen también esta dolencia los alientos, átomos y respiraciones de los tísicos, especialmente en aquellas personas consanguíneas, que tienen comunicación de parentesco, o sus humores símbolos o semejantes a los espíritus y temperamento del doliente. Los humos metálicos, los vapores de la cal, del aceite, carbón y otros cuerpos rasinosos y virolentos, que exhalan los minerales y otros terrazos gredosos, ponen también a los cuerpos en las angustias de este achaque; porque todos vician la dulzura, movimiento y condición de la sangre, trocando en turbio suero su clarísima rubicundez, o derriten la flema salada del cerebro, que destilándose hasta los livianos, los hiere y roe con la continuación del gotear, de que se origina la llaga, que se manifiesta en los cadáveres que se sujetan al cuchillo anatómico. Éstas son las más sensibles y exteriores causas de la tísica. Advierte ahora en los engaños y falsas persuasiones con que os entretiene vuestra locura. Acompañada vuestra necedad del distraimiento pecaminoso os abulta la carne valiente, maciza, hermosa y perdurable, sin que jamás os hayan convencido los ojos ni el juicio las frecuentes ruinas y desvanecimientos de todo lo criado. Vuestros padres, hijos, abuelos, vecinos y brutos de que os servíais, todos se han desaparecido; todo es polvo ya. Menos: todo está ya en el poder de su primer principio, que es la nada. Vosotros os imagináis las vidas mas allá de las eternidades. Raro es el que piensa en la primitiva de su aniquilación. Un soplo, un humo, un vapor, un aliento, la muerta respiración de un candil se burla de todas vuestras confianzas y fortalezas. En todas las estaciones de vuestra edad vive el peligro junto a la misma conservación. La salud y la enfermedad son dos inquilinos inseparables de vuestra naturaleza; y aunque pagan igualmente el hospedaje, la enfermedad tiene más familia que la salud. El mozo muere porque se le bulle con velocidad demasiada la sangre; y el viejo, porque le circula con torpe pereza. Unos morís y enfermáis porque tenéis mucho humor colérico, y otros porque os falta el necesario para conservar el equilibrio del temperamento. Muerte hay para todos, para el niño, el joven y el viejo, que la trae consigo desde el vientre el que nace; y es tan indefectible, que con menos escrúpulo podéis jurar que abrazáis muerte, que afirmar que tenéis vida. Verdades son éstas que las sabes tú y no las ignora el más necio del mundo. Desde los hospitales, los púlpitos, los libros y las sepulturas os hablan los vivos, los moribundos y los muertos; mas el rumor y algazara de vuestras codicias y locos deseos no os deja oír tan repetidos y frecuentes clamores y desengaños. Todo lo sabes tú, tú lo ves cada hora, y en ésta te lo grita el mismo demonio, para que no quede instrumento que no clame tu acusación y tu culpa en aquel día en que seas llamado a residencia. Brevemente llegará, aprovecha sus instantes en tu corrección, si no quieres morir rabiando eternamente en la irremediable cautividad de los infiernos.

En la angustiada información que te he hecho de las causas externas de la tísica, se manifiestan con más claridad las interiores; mas porque no fatigues tu penetración en su solicitud, óyelas, y estudia en ellas. Las partículas acedas y saladas, contenidas en la sangre, turban y disuelven su compás, su movimiento y estructura, reduciéndola a una maligna acuosidad. Arroja, pues, de sus venas y arterias, como extrañas en su espíritu, estas partes serosas, las que por su viciosa naturaleza y corrompida constitución son ya resbaladizas y sutiles, y con facilidad se desguazan y cuelan hasta los bronquios y vejigas del pulmón; y como éste está formado de una entidad espumosa, blanda y dulce, chupa y abraza dichos sueros; y detenidos en él, lo roen, exulceran y destruyen toda su substancia. La gran copia de zumos y líquidos con que está regado el cuerpo humano es también causa regular de este achaque, porque siendo excesiva la abundancia, rebosa en sus vasos y conductos, y no pudiendo contenerse dentro de ellos, se extravasa y precipita hasta el pulmón; y estancados y sorbidos en su substancia, hacen una podrida y extraña fermentación, y con ella punzan y llagan todo el bofe hasta que se sigue la total desunión de su tejido.

Las reliquias de una enfermedad grave y espaciosa engendran frecuentemente este afecto; porque con la rara fermentación que tiene la sangre en las perezas del achaque agudo y remolón, se huye y vuela de ella gran copia del bálsamo y azufre nutritivo, y quedan ocupados sus conductos y canales de partecillas térreas saladas e impropias para la buena crianza y nutrimento, y dispuestas y oportunas para herir la blandura, suavidad y buen orden de esta entraña. Es también causa conocida de esta dolencia el vicio particular y deforme organización de los pulmones; esto es, cuando están formados con regular dureza o blandura, o muy abiertos o cerrados, o muy fríos o calientes, o muy húmedos o secos, o muy flojos o arrugados; pues siempre que no estén compuestos de forma específica, así en magnitud como en condición, crían materiales abonados para la altura de este efecto. E inducen también la tísica los tubérculos supurados y rotos, engendrados en el pecho y sus partes vecinas; los fuertes y crudos, como no permiten supurarse, oprimen los livianos, y de esta estrechez se sigue la sofocación. Últimamente tiene su nacimiento la tísica del sarampión, viruelas, dolor de costado, toda pasión de pecho, y enfermedad perezosa y fuerte, y por lo regular es incurable este afecto cuando viene detrás de cualquiera dolencia de las que los médicos llaman agudas y exacte peragudas, por la poca fuerza del doliente; pues no queda con valor para sacudirse, ni admitir las medicinas poderosas para su alivio y restauración. Repara ahora en las señales últimas de la muerte de este hombre.

El conocimiento y estudio sobre las causas peculiares de la tísica -prosiguió mi Diablo- será el signo más demostrativo y verdadero de ella; y examinadas con cordura estudiosa, y unidas a las que pretendo avisarte, podrás hacer los discretos pronósticos sobre las confusiones de este mal. Padece el que ha de morir tísico en las primeras impresiones de este achaque una calentura lenta, tos pertinaz; despide salivas hediondas y materiosas, extenuación en la carne, dolor y gravedad penosa en el pecho y las costillas, sudores nocturnos y rigores espantosos y desordenados. Éstos son los primeros pasos que caminan los tísicos, y se conoce su paradero en la mayor altura, sensibilidad y percepción de estos mismos síntomas. La calentura lenta, como nace de los vapores y efluvios de la llaga, y ésta va tomando incremento y extensión, pasa a ser más violenta hasta que da en el estado de podrida. La tos es más molesta, y los esputos más asquerosos y fétidos; porque el suero que está rebalsado en los bofes es más podrido y mordaz; despiden con la tos poca materia por la debilidad y desmayo de las facultades y fuerzas. La voz se vuelve ronca por la sequedad en las paredes del pecho; y así resuena como cualquier grito disparado cerca de las cavidades de las bóvedas. La respiración aparece dificultosa y quebrada, porque lo dilatado de la llaga estorba el ejercicio y movimiento de los livianos, y porque el montón de la podre agobia a las espíritus y les disminuye el valor para las excreciones. La gana del comer se pierde por estar sofocado el espíritu congenial del estómago, y abatidos los sucos acedos volátiles que inducen la picazón sensible en sus glándulas, que es lo que se llama hambre o apetito. Los cabellos se caen, porque se desfiguran los poros de la cabeza y las sales corrosivas de los líquidos desenfrenados comen las raíces del pelo. Los pies se hinchan por la poca viveza de espíritus que acude a aquellas partes remotas. Poco tiempo antes de morir padecen flujo inmoderado de vientre; porque todo el cúmulo de las materias irritantes encerradas en aquella cavidad y sus poros se precipitan, por razón de su pesadumbre, a los intestinos; y como las fibras están lacias, flojas y débiles, no pueden resistir a tanta cargazón. Las uñas se alargan y se encorvan; los músculos se estrechan y consumen; el pellejo se arruga y se deseca, y todo esto lo produce la total desolación de la carne.

Éstos son los gritos y señales más sensibles de la tisis en su principio y confirmación. En el estado sano es sospechoso en esta enfermedad cualquiera cuerpo que tuviese larga la gorja, el pecho hundido, los hombros empinados, la cabeza aguda, el color macilento. Y si a estas señas se le aplica alguna debilidad de estómago, puede llamarse tísico de la especie tercera y empezar a tratarse como tal, pues sólo milagrosamente es posible escaparse de esta casta de muerte el cuerpo circunstanciado con semejante disposición y señales. Atiende, pues, a los últimos desmayos de su vida.

Reparé con más cuidado y vi que ya se le había huido la tos; el aliento era imperceptible; el flujo del vientre y la murmuración aún subsistía; los extremos todos del cuerpo se estaban rígidos y escabrosos; la nariz abierta y aguzada, los ojos turbios, hondos y macilentos; las orejas transparentes y sumidas; las manos tensas, rugosas y sin espíritus para dilatar o encoger su movimiento. Palpaba perezosamente la ropa, escurríase con desmesurada fatiga, fijaba los quebrantados ojos en los circunstantes, dando con cada miradura y acción tristísimas señales de su angustia, zozobra, desconsuelo y fatiga.

¿Quién vive alegre y distraído -decía yo a mi corazón- sabiendo que ha de pasar por tales amarguras? ¿Quién no se prepara para padecer con menos fatigas las congojas de esta tribulación? ¿Quién no se horroriza, considerando que después de tan mortales rigores ha de oír los cargos de un Dios y padecer más horribles tormentos? Cuando oía yo decir «fulano murió», pensaba que la muerte era un breve pasadizo, en cuyo viaje no se padecían más desabrimientos que los que produce el veloz destrozo de cualquiera compuesto humano. ¡Mas ay! ¡Que son más horrorosas y más insufribles las imaginaciones, dudas y sustos sobre la esperanza de la residencia, y lo ignorado del lugar, que todo el tropel de horrores, plagas, tiranías y sangrientos espectáculos del mundo! ¡Ciegos, locos e impíos contra Dios y contra nuestra felicidad, dejarnos que se deslicen los días, los meses y los años, sin hacer el recuerdo más leve, ni la consideración más abreviada sobre esta hora, y sobre este término indefectible! ¡Qué representaciones tan pavorosas! ¡Qué asombros tan terribles confunden y desesperan la imaginación de ese desdichado! ¡Y qué breve, pobre de mí, seré yo rodeado y confundido de más impetuosos asaltos y temores! ¡La fe y la religión, con qué aspereza le riñen los desvíos que tuvo en su observancia! ¡Con qué claridad, con qué rigor, con qué desconsuelo le abulta sus delitos la memoria y la conciencia! ¡Qué tristes, y qué amargas le descubre la antorcha del desengaño las verdades que le encubrieron sus ilusiones! A la luz de sus congojas, ¡con qué ojos mira cuanto le sirvió de cebo a su ambición, de objeto a su lascivia, y de indigno asunto a sus fantásticas y perversas inquietudes! Sus deseos, ideas, altanerías, posesiones, tesoros e imaginarias felicidades, una mortaja las espera para sofocarlas, un ataúd para podrirlas y una sepultura para desvanecerlas. ¡Preciso es pasar por el universal despojo de todas nuestras ansias insaciables! ¡Precisa es esta jornada! ¡Forzoso es hacer tránsito a una de las dos eternidades! Pues prevengámonos con el arrepentimiento, abracémonos con la paciencia, y esperemos en la piedad infinita de Dios, que su misericordia hará dulces los martirios de la muerte temporal, y nos dará seguras esperanzas del eterno descanso.

Dichosamente confuso estaba yo en estos pensamientos, cuando repentinamente me turba el juicio y me roba la meditación un espantoso aullido, con que atronó todo el ámbito mi útil conductor. A la tremenda señal se asombró la pieza de un asqueroso enjambre de las sucias y abominables sabandijas que nos acompañaban; y apenas oyeron pronunciar a su horrible jefe la deplorable y tristísima palabra de «ya expiro» se desaparecieron todos, llevándose consigo el alma de este infeliz a padecer eternamente la inmortal desesperación y las crueles penas del infinito cautiverio. Aquí fue donde quedó confuso y nuevamente horrorizado mi corazón; aquí donde me inundaron tan nuevos asombros, que vi ya ahogado a mi espíritu en violentas melancolías, esforzadas angustias y escandalosas reflexiones. ¿Es posible -decía yo- que este hombre sea condenado y reo de muerte perdurable? ¿Un hombre que tuvo tanto tiempo oprimido el furor de sus pasiones con la pesadumbre de las dolencias? ¿Un hombre a quien luego le desengañó de las sutiles esperanzas de la vida lo irremediable de su mal? ¿Un hombre que bebió la eficacia de los sacramentos y otros antídotos espirituales? ¿Un hombre asistido de los Operarios Evangélicos, que son los ángeles de este mundo inferior? ¿.Un hombre que tuvo sobradísimo tiempo para repartir con juiciosa prudencia sus fortunas? ¿Un hombre que gozó de la libertad y buena constitución de sus talentos, potencias y sentidos hasta la última hora? ¿Un hombre a quien cada momento visitaba la muerte, demostrándole la cercanía de su término con los terribles avisos de la continuación de las congojas, desmayos y desfallecimientos? ¿Éste se condena, Dios mío? Pues si éste es condenado, ¿qué será del infeliz desprevenido a quien sobrecoge la violencia de un rápido e impetuoso accidente? ¿Qué será del desdichado que sin pasar por las disposiciones católicas es asaltado de una apoplejía, o de otra de las innumerables dolencias en que se turba la razón y se pierde el juicio a los primeros acometimientos de su furia? ¿Qué será del que muere en la agudeza del filo de una espada? ¿En el estruendo de un trabucazo? ¿Y en las ruinas de un golpe violento? ¡Qué dudas tan tremendas! ¡Qué horrores tan crueles! ¡Qué penas tan tumultuosas padecería yo con esta consideración! Piénselas el juicioso que va leyendo, que a mí me asusta sólo el intento de referirlas. La meditación de cada uno lo sabrá ponderar con locuciones más vivas que la pluma o los labios peregrinos, por peregrinos que sean. El pensamiento propio es el predicador más persuasivo. Él tiene una infusa retórica que convence con más prontitud que todas las frases, figuras, silogismos y artefactos poderosos. La lumbre divina que arde inextinguible en cada hombre ilustra con toda claridad estas imágenes. La luz ajena siempre las hace alguna sombra y las permite prolijas obscuridades. No necesita este camino otro director, ni más Mercurio que la propia recogitación. La senda es estrecha, pero clara, y sólo la podrá errar el que no mirare cómo asienta sus pasos. Sobrecogido y asombrado me advirtió mi conductor, y me dijo:

-Ya penetro las dudas que te alteran y te angustian el ánimo. Sígueme, que ya nos llama otro más acelerado moribundo, y en el camino te desataré todas las confusiones que padeces.

Salimos de aquella tristísima mansión, y acompañados de la copiosa runfla de diablos y figuras que nos esperaban, empezamos el viaje. Ellos iban aumentando con sus gemidos el espantoso rumiadero, y el etíope informándome de la vida y causas de la condenación del irremediable precito en esta forma:

-Nació este hombre para la religión de los vivos en una ilustre cuna, y desde que se apeó en el mundo empezó a ser venerable su persona -fortuna que sólo tiene la desgracia de perecedera, y la condición de no saber disimular los defectos e incivilidades comunes a otras gentes-. Criáronle con descuido, porque se arrastraba la atención de sus padres, y la servidumbre de sus criados, otro que se adelantó a nacer, que llaman primogénito en las casas de alguna distinción. A este feliz desamparo y libertad debió la famosa robustez y fortaleza de su primera salud, pues regularmente la prolijidad, adulación y hazañería con que atiende el mundo cortesano a los que destina para las sucesiones, produce unas humanidades ridículas, secas, débiles, flojas e inútiles para todos los fines del buen gobierno interior o exterior; pues para cualquiera ejercicio del ánimo o del cuerpo, es necesaria la fuerza, la erguida disposición y la sanidad.

La necia filosofía del mundo dirige con esta delicadeza y martirio a los que nacen distinguidos en él. Los años de niño los vive sediento, acosado de la hambre, siendo esclavo de sus mismos criados, pues ni respirar los permiten sin estos testigos y fiscales.

Tratan sólo con zalameros, mentirosos, aduladores y bufonzuelos, para que le entretengan en el hambre y los apetitos disculpables de aquella edad, y cuando habían de crecer, para deleite de los ojos, con su bizarría y lozana puerilidad, aparecen ateridos y aparrados, enfermos y defectuosos; pues en toda la casta de los racionales se ven figuras tan deformes ni tan abatidas como las de estas criaturas. Los niños necesitan mucho alimento y mucha libertad en su primera leche y crianza. El chocolate, el dulce, el vino y otros melindres los descaen y consumen. Del sol y el viento, que son los padres universales de la vida, los retiran y esconden, y no los permiten beber más aire que el doméstico que regularmente está inficionado de pestíferas respiraciones. Los elementos no tienen más oficio que asistir a las crianzas de todos los entes de este mundo inferior. Sin ellos no pueden salir ni aumentarse las generaciones de los tres reinos, animal, mineral y vegetable. Adviertan los que crían a sus hijos con este preternatural y engañado método, la hermosura, robustez, altura, salud y avanzada edad adonde llegan los rústicos, y aprendan a ser hombres del desprecio y descuido en su crianza. Sobre una parva pone la labradora a su hijo desde que se levanta el sol hasta que se acuesta en el mes de agosto, y sin otro regalo que un cortezón de bollo de centeno y tal cual sorbo de la leche caldeada con el excesivo trabajo de la madre pasa todo el día. El cierzo, el regañón, el ábrego y todos los aires bebe el muchacho, y con todos adquiere admirable robustez y estupenda sanidad. Ni esta visible experiencia, ni la que ven en la debilidad y abreviada muerte de sus criaturas basta a desterrar de costumbres cortesanas esta dirección en los alimentos de los hijos. Tienen también mucha culpa en este desorden los médicos ignorantes, contemplativos y mentirosos, pues por rudos que sean los hombres en el estudio de la naturaleza, todos saben cuan perniciosos son estos aforismos a la crianza, altura y robustez de los racionales, y es raro el que se esfuerza a desengañar de estos errores a los padres, y el motivo es porque éstos procuran regularmente ponerse al lado de las extravagancias y deseos, porque en esta adulación suele estar escondido su patrimonio y su ventura. Creció, pues, este infeliz, sano, fuerte y hermoso -beneficio singular y fortuna tan recomendable que excede en glorias a todas las abundancias de la tierra-, y cuando debía gastar la vida en dar gracias a Dios por tan excesivos favores, derramó los años de la juventud en desordenados vicios y desvanecimientos. Tragóse lo más de su vida la gula, la lujuria y la ociosidad, que cualquiera de ellas tiene sobrados ardides y abundantes ponzoñas para arruinar a todos los justos, si se descuidan en dejarlas meter sus halagos en el corazón.

Solicitaron sus padres y parientes algunos beneficios y abundancias del patrimonio de Dios y tesorería de la Iglesia, para vengarle de la tardanza de la naturaleza, y dar pasto a las altanerías y disparates de su locura. Él, sin examinar otra vocación que la de sus apetitos y sin licencia de Dios, de sus inclinaciones, ni de su espíritu, aceptó los caudales. Conducíase no como depositario de ellos, sino como heredero forzoso, y empezó a derramarlos sin miedo de la cuenta, en profanidades escandalosas, juegos, convites, músicas y otros halagüeños espectáculos. Los pobres aullaban, el purgatorio gemía y los hospitales lloraban la desolación de esta hacienda, a la que son legítimos acreedores y primeros llamados; pero él, sordo a todos sus lamentos, sólo volvía la cara a sus huelgas, distracciones y faustos, sin la menor memoria, ni temor de la eternidad.

¡Cuántos viven sosegados en el mundo, que gozan los ricos patrimonios de la Iglesia sin haber sentido en su alma más vocación sobrenatural que el loco deseo de suplir con sus abundancias los defectos de otra hacienda! ¡Cuántos consumen las heredades de los pobres en sustentar sus ocios, sus vicios, sus ignorancias y sus locuras! ¡Cuántos roban y disfrutan estos sagrados depósitos por mucho tiempo, sin la atención a otro fin que el de ostentar después una boda llena de desvanecimientos! ¡Cuántos cumplen superficialmente con las obligaciones y cargos de estos beneficios, sin estimarlos en más que porque sirven a sus fantásticas ideas! Muchos son, muchos son -repetía-, y ciertamente que está ahíto el infierno con la abominable cosecha de tantas almas.

En el supremo tribunal nada pasa sin un riguroso examen. Los gastos del juego, el coche, la gala y la profanidad no son partidas de recibo. Los que dan los pobres, las iglesias, y la moderación del alimento y el vestido son los que se abonan y nada más. La política, la razón de estado, las opiniones ni otros consejos, permisiones ni excusas pueden justificar el uso profano de unos bienes consagrados al altar de Dios, y al de la necesidad de los mendigos. Una renta grande, un beneficio poderoso, no se puede dar sin mucho cargo, y es preciso dar una cuenta muy exacta de su ingreso. ¿Piensa el gorrón sacristán que cumple todas las obligaciones en rezando con mucha prisa y poca devoción el oficio divino? ¿Se persuade el beneficiado que queda Dios gustoso y satisfecho porque entregó las almas que juró cuidar y dirigir para el ciclo a un asalariado? Mal piensan, mal se persuaden. El que come de la Iglesia, la ha de servir, y ha de ser ejemplo de los fieles, manifestándose prudente, estudioso, pobre, desinteresado y atento a todas las virtudes; y no viviendo con esta vigilancia, pone a riesgo la salvación de los que trata, juzga y gobierna, y deja en el mismo peligro la suya. En este infernal escollo hocican regularmente todos los hombres, y sin examen de su espíritu, que sin el conocimiento y ciencia de los delicados estatutos de la Iglesia abrazan sus ministerios y tesoros. Aborrecible y detestable es esta imprudencia e ignorancia y poco celo; pero aún es más sucia, infame y vil la pasión con que viven muchos en el vicio opuesto de la miseria y la avaricia. De los disparates del desordenado ya recogen algo los menesterosos, pues a violencia de su desperdicio arroja algunas migajas hacia los acreedores; pero los miserables y avarientos no sirven a Dios, al mundo, al demonio, ni a la carne. A Dios todo se lo niegan y se burlan de sus retribuciones; nada esperan de su poder, porque todas sus esperanzas las aseguran en sus talegos y en sus desdichados arbitrios. Ateístas exquisitamente infames, confiesan que hay Dios, y le dudan la liberalidad y la providencia, le niegan cuanto le deben, y confían más en su miseria que en sus indefectibles palabras y escrituras. Del mundo huyen y se esconden, afectando devoción, y reducen su carne a una vida hambrienta, ruin, penitente y asquerosa, siendo la irrisión, aborrecimiento y escándalo del vulgo. Rodeados de fatigas, temores, enfados y obscuridades viven escondidos de todos; y aun así les parece que no está seguro su dinero. Los demonios no podemos formar un espíritu tan aniquilado, un corazón tan estrecho y un alma tan pechera, como la que se forma a sí mismo el miserable y avariento. Él vende, niega y aborrece al Criador y a todas sus criaturas y a sí propio, por adorar las escorias del cobre y las migajas de los minerales. Tan asquerosa es esta pasión, que ella misma estudia en ocultar su nombre, vistiéndose el sayo de economía, austeridad, moderación, medio, providencia y otros mascarones, con que intenta cubrir su feísima casta y horrible semblante. Los jueces del mundo, ¡cómo no ahorcan a estos insolentes depositarios! Un rico avaro que no da limosna es ladrón más escandaloso y tirano que los que se sustentan de las rapiñas; no hay forajido más cruel, ni más desventurado. No vale decir que lo guarda para hacer fundaciones, obras pías y fábricas. El que está en el mundo debe remediar las actuales carencias, los que no han nacido no están a su cargo. A ninguno le ha de faltar casa, ni hospedaje, que corre por cuenta de Dios su abrigo y su alimento. Las necesidades presentes no se socorren con esperanzas. ¿Salva su conciencia el que deja perecer al pobre, asido a los deseos de dejar una gran renta y una gran casa para los que han de venir? Para tratarse con vileza y hambre y hacer lo mismo con sus pobres el eclesiástico, ¿dan alguna libertad o permisión los Mandamientos? Estudie el avaro miserable todas las respuestas que quisiere, abrace todas las mecánicas opiniones que puedan escribirle los parciales a su indigno sistema, que cuando más discurran sólo conseguirán tenerse engañados a sí mismos; pero no podrán lograr ni el disimulo de la piedad de Dios, ni el crédito de los mundanos que viven con algún temor a la muerte y a la cuenta. El obispo, el párroco, el capellán, el beneficiado no son señores absolutos de los bienes de la Iglesia, son mayordomos y depositarios, a quien no se les permite más sueldo que un pobre y honestísimo gasto para su comida y su ropa. Los caudales que exceden la moderación eclesiástica son de los fieles de su Iglesia y territorio. El que los retiene o desparrama a otros usos con perjuicio de sus amos que son los pobres, los hospitales y los templos de Dios, se condena, y éste es un aforismo católico que no admite comentos ni interpretaciones.

Concluyamos la historia de este infeliz -prosiguió mi pedagogo-, que aunque soy diablo que me alimento de condenaciones, me irrita la memoria de tales monstruos.

Sin susto de que había enfermedades, ruinas y muerte para todos, vivió este condenado hasta los treinta y cuatro años de su edad, siguiendo siempre con derramamiento escandaloso el tema de sus profanidades y locuras. Cansóse su naturaleza de sufrir sus disparates, y empezó a dar señales de su enojo. El estómago se rebelaba contra el alimento y la medicina, sin querer purificar ni convertir en saludable quilo su substancia. Las entrañas de los hipocondrios, bazo y otros senos se le poblaron de obstrucciones y crudezas. La sangre se dejó inficionar de sueros y partecillas que le ahogaban el bálsamo y suspendían lo conforme y arreglado del movimiento, y fiado en su robustez, en el deseo de vivir, en los consuelos de los asistentes aduladores y en las promesas falsas y disimulo de los asistentes ignorantes, no quiso conocer ni dar crédito a los deliquios y desmayos de su naturaleza. Pasaba un día desazonado, porque la malignidad del humor tomaba más altura, y decíanle que aquella destemplanza era origen del desasosiego del temporal, que todo su mal lo remediaría el buen tiempo de la primavera y un leve purgante, y estos malditos discursos y expresiones lo apartaban de la consideración de su fin. Pasaba otro día menos mal y consolábase enteramente, prometiéndose una breve convalecencia y robustez, y empezaba a idear nuevos desórdenes de juegos, convites y bailes en que gastar la soñada vida. En esta alternación se le huyeron algunos meses, apartando cuanto era imaginable de su memoria los gritos que le daba la muerte por la boca de sus mismas dolencias. Llegó, pues, al deplorable estado de confirmarse tísico, y la desgracia fue que aun en él le continuaban los consuelos frívolos, las esperanzas perniciosas y las medicinas inútiles, no ignorando el más rudo de aforismos lo perjudiciales que son para el alma y el cuerpo semejantes usos y consolatorias. En el estado de la confirmación, sólo se debe tratar en disponer el espíritu y la última cuenta. Los remedios sólo sirven de acelerar la vida y las esperanzas de inducir la condenación. Al enfermo que está preocupado de estas vanidades es preciso acudirle con los antídotos del desengaño. Al confesor, al amigo, al enemigo, al médico y a todos les pertenece la manifestación del peligro. Cualquier asomo de expresión en orden a esperanzarlo de la vida es injusta, impiadosa y tirana. Los domésticos le daban señales de su muerte en su sentimiento, su tristeza y su inquietud; pero él, desentendido a estas voces mudas, abrigaba en su corrompida imaginación con las ansias del vivir una incredulidad ciega de su término. Jamás quiso creer que podía desampararle la salud. Las ruinas que admiraba en su temperamento siempre le pareció que podía levantarlas con poca diligencia. Determinaron los médicos y los familiares decirle lo cercano de su fin, fiando a la venerable expresión de un religioso humilde las frases y avisos que pudieran producir una conformidad cristiana y un dichoso aparato para la última hora. Recibió el golpe con horrible sobresalto de su corazón, y alentado de las voces blandas y consolatorias benignas del ministro, de alguna escasa luz de paciencia católica, y de las perversas esperanzas de la vida, que no nos dejan ni aun en el último tránsito de la muerte, se sosegó, y dijo que quería recibir los sacramentos y disponer sus cuentas. Empezó a hacer cálculos y guarismos en su imaginación, y hallóse sumido en trampas y ahogado en deudas imposibles de satisfacer. Creció su angustia y aumentáronsele las congojas, amontonósele el juicio, no sabía por dónde partir, todo era horror, desorden, desconcierto y espantosos desvaríos que lo despeñaron hasta lo profundo de la desesperación. Oía los gritos de los pobres, las quejas de su conciencia, las acusaciones de sus sentidos y los irremediables lamentos de su alma. Miraba el tiempo perdido, el riguroso cargo que le habían de hacer de sus minutos, lo imposible de su cobranza, la estrecha cuenta que había de dar de todos sus pensamientos, obras y voces buenas y malas, y lo cercano de un infierno perdurable. ¡Qué confusiones! ¡Qué penas! ¡Qué rabias! ¡Qué zozobras! ¡Qué inquietudes padecería este miserable! Considérelas el que quisiere verse libre de tan furiosas angustias y tormentos, pues la memoria de ellos es el último preservativo de tan eterno mal.

En medio, pues, de la tropelía de tan extremos parasismos y tribulaciones, alcanzó un breve sosiego, el que le puso en la determinación de distribuir sus bienes y ordenar su alma. Hizo un testamento cuyas cláusulas fueron escándalo, confusión y pesadumbre de cuantos miran con seriedad católica el negocio de su salvación. Dejó por única heredera de sus muebles a una criada, con la prevención de que nadie la pidiese cuentas ni se le reconociesen sus cofres, sin haberse acordado este infeliz de haber hecho de aquellas abundancias inútiles alguna restitución de lo que en vida retuvo y usurpó a los pobres y a los templos. Infinitas son las últimas voluntades parecidas a la de éste; pero también son infinitos los que se abrasan eternamente por la mala conducta en tan sospechosas disposiciones. El ama, la criada, está satisfecha con la cobranza de sus salarios, y cuando más, como a pobre distinguido, se le podrá hacer una moderada donación. Aunque tales testamentos no tuvieran la claridad de latrocinios les bastaba para ser insolentes y escandalosos los visos y sospechas que descubren de un mal trato, de una pasión impura o de una amistad escandalosa. Los tesoros de Dios y los depósitos de la necesidad no se pueden repartir, ni en vida ni en muerte, sino a sus dueños. El eclesiástico que desea salir del mundo con quietud y ventura debe estar desembarazado y libre de estos estorbos y particiones en el último lance. La que se hace entonces es distribución forzada, no es meritoria aun cuando sea discreta, pues él no lo da, que se lo arrebata la muerte. La restitución se ha de hacer en vida, y ha de ser justificada y distribuida con equidad y proporción a las pobrezas, y lo demás es negarle a su estado las obligaciones, a Dios la obediencia y a los pobres la justicia. Confesó después sus culpas con poca distinción de sus especies, con una incertidumbre notable en el número, con un atropellamiento en el examen, con un dolor tibio, con una atrición, que más paraba en el sentimiento de la perdición de la vida y la fuga de sus deleites, que en el horror al infierno y la desgraciada pérdida de la gloria. Frío en el dolor sobrenatural, dudoso en la legítima expresión de sus culpas, tenaz en que substituyese su testamento -aunque le arguyeron su injusticia-. Remiso en los propósitos, y confundido y desesperado de las infinitas piedades de Dios, acabó la vida, dando con su fin lastimoso principio a su eterna muerte. Considera ahora, ¿de qué le sirve al estragado y pertinaz en los vicios la enfermedad larga, los avisos y certidumbres de su muerte, la asistencia de las medicinas espirituales; de la integridad del juicio, si permite Dios para castigo de las obstinaciones suspender sus eficacias y virtudes? Dar entrada a nuestras astucias y tentaciones, hasta que hacemos que expiren en las manos de la execrable y ciega desesperación. Una costumbre envejecida, un deseo inmoderado y una pasión halagüeña no se vencen en una hora, en donde concurre tan innumerable tropel de deliquios, desmayos, angustias y confusiones.

Calló el demonio, y yo, ¡triste de mí!, mirándome lleno de culpas y deformidades, empecé a llorarme entre los condenados a vista de tan espantoso ejemplo. Pedía a Dios claridad en mi conciencia, luz en mi entendimiento, valor en mis propósitos, ardimiento en mi dolor, y altura en sus santos motivos. Acogíame a las repetidas promesas de su piedad, consolábanme los ejemplos de su misericordia, y acabó de llenarme de esperanzas felices el Sermón 36, que leí en San Pedro Crisólogo, en donde ponderando la largueza de Dios, concluye con estas equivalentes voces, antes y después de otras muchas que pueden serenar la turbación y desconfianza de los más relajados pecadores: Es tanta la misericordia de Dios, que nos perdona si dejamos el pecado, y nos admite aunque el pecado sea el que nos deje a nosotros. El juicio de una larga edad lo reserva para esta hora, y todos los días los concede para plazo y espera del dolor y el arrepentimiento. Haga el pecador de la necesidad virtud, y muera inocente quien gastó toda la vida en culpas y delitos. La piedad de Dios es infinita, nuestros pecados por muchos que sean, son numerables; lo que importa es no dejar en la esfera de propósito al arrepentimiento. El dolor y la enmienda nos harán bienaventurados. Rómpanse los lazos y la liga, que tenemos hecha con el mundo y con nuestras pasiones, y logrará nuestro espíritu la valentía de corazón, que es necesaria para no dejarse despeñar eternamente como este desdichado. Este suceso es muy importante no dejarlo salir de nuestra memoria para susto de las alteraciones mundanas, horror de los vicios, escarmiento de nuestras culpas y terror de los perdurables castigos y miserias.




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El apoplético


Asustado, atónito y dichosamente confundido con mis reflexiones y las desdichas del infeliz que fue a acreditar la justicia y la rectitud de Dios a los infiernos, caminaba yo con mi demonio, y de repente se puso en medio de mis discursos, diciéndome:

-Sube apriesa, que ya estás cerca de reconocer otro condenado a muerte y a infierno, y en su miseria puedes hallar escarmientos dichosos para la dirección de tu salud y de tu salvación.

Trepamos con alguna celeridad una escalera espaciosa, y haciendo en su último descanso una seña a los monstruos que nos seguían, pararon su movimiento y su rugido, y nosotros nos colamos hasta un gabinete claro, rico, curioso y simétricamente adornado. Estaba tirado en una silla -a quien hizo poltrona la pereza de su dueño- un hombre de bella disposición y contextura. Su edad tocaría en los cuarenta años, carnoso, fuerte, rollizo y membrudo; los ojos, aunque algo apagados y perezosos, eran grandes y de buen color; el semblante apacible, y tan encarnado, que me parecía que le brotaban carmines las mejillas; los labios floridos y hermosos; la dentadura blanca, cabal y unida; y en fin, su rostro y sus miembros gritaban una perfecta pintura de sanidad, fortaleza y alegría. Considerando yo que aquel hombre no era de los que procuraba anatomizar, le dije a mi diablo que en qué se detenía, habiéndome antes advertido que acelerase el paso.

-¡Qué necio, qué rudo y qué ignorante vives -me respondió- en la delicadeza de la humanidad y en las señales de su repentina desolación! Aquel encendimiento hermoso de mejillas es un indicio tan fatal como claro de la torpeza de la sangre, que circulando con rectitud impura, se va estancando en algunos de sus miembros. Aquella tardanza con que mueve los párpados es un testimonio de un sueño preternatural y malicioso, de una pesadez y ruido desagradable en el celebro, y una y otra señal son correos de un arrebatado e impetuoso accidente.

Decir estas palabras y quedarse aquel hombre muerto en vida sobre el sillón que brumaba, todo fue uno. Acudieron los familiares atribulados y llorosos; unos daban voces a los médicos, otros al confesor; algunos buscaban los rincones de la pieza sin saber donde ocultarse; otros decían al primero que se hallare; y fue tal la confusión y el desorden que la casa parecía nave que se va a pique. Los vecinos y pasajeros de la calle entraban y salían, todos aumentaron el ruido, la revolución y los lamentos, quedándose sus consejos y disposiciones en un tropel inútil para remedio del accidentado y la consolación de los domésticos.

-Ni las aplicaciones estudiosas del médico, ni las diligencias eficaces del confesor podrán ya librar de la muerte y de la condenación a este miserable -dijo mi demonio, y prosiguió- porque está sorprendido y cercado de una apoplejía tan rebelde que no cederá a todas las crueldades y tiranías que la práctica de los físicos tiene destinadas contra tales afectos. Llégate, pues, reconoce y examina ese cuerpo, y observa las señales primeras del insulto que le tiene destruidos los actos de sentir y mover.

El rostro se manifestaba en su color y estado natural sin conocérsele en su aspecto mutación alguna sensible. El pulso casi nada distante de la armonía que llevaba en el estado de su sanidad, perceptible y claro. La respiración solamente se advertía anhelosa, difícil, intercadente y desigual. Los miembros laxos, inmóviles, insensibles y cadavéricos; de modo que habiéndole levantado la cabeza, los pies y los brazos, se le volvían a caer con la gravedad de su propio peso. Los sentidos y los movimientos todos sin uso, acto, ni sentimiento; me pareció estar cogido de un sueño profundo, o que podían estar juntas la vida y la muerte, pues de una y otra daba signos evidentes y claros. Suspenso y no poco admirado estudiaba yo al pie de este vivo cadáver las demostraciones de tan fatal y repentino accidente, cuando sus familiares me lo arrebataron de los ojos, recogiéndolo a la cama adonde empezaron a dar providencias de su resurrección. Díjome el etíope:

-Por ahora bastan para tu instrucción las señas que has observado, después notarás las que siguen, acompañan y manifiestan su último deliquio; y entretanto que tratan en auxiliarle con las medicinas de la naturaleza y la religión, escucha la causa que puso a este infeliz en las garras de tan voraz accidente.

Debió este hombre a Dios y a la naturaleza un cuerpo gallardo, fuerte, y tan bien circunstanciado de líquidos, sólidos y entrañas, que pudo mantenerse en el mundo muchos años, sin más diligencia que la de un regimiento prudente sin escrúpulos. El alma era dócil y hábil para la inteligencia y penetración de los secretos más ocultos de las artes; y en lo que vulgarmente se dice razón natural, tan experto que se la podían apetecer los que la están esforzando a cada instante con el estudio y la aplicación. No destinó su famosa capacidad al copioso ejercicio de las ciencias; solamente trató en la solicitud de los medios, ardides e introducciones que lo encaramasen en un empleo de los que producen salarios y utilidades excesivas con poca tarea de los dueños. Logró un cargo honroso, y contento con no apetecer mayor suerte se entregó a la poltronería y a la pereza, dejando a sus miembros y a su espíritu sin otra diversión ni cuidado que las fatigas de una torpe ociosidad. Comía mucho, y con deleite culpable. En el beber eran continuados los excesos, y los usos en la variedad de los vinos, mistelas y otros licores espiritosos. Cansada, pues, su robusta naturaleza de los repetidos porrazos de su glotonería, hocicó a los veintisiete años de su edad en una fiebre ardiente maligna, que lo llevó hasta el borde del sepulcro. Libertóse de su veneno con el beneficio de su robustez, edad joven y favor de la medicina, pero le dejó la reliquia de un flujo hemorroidal, que es la causa total del repentino achaque que lo ha puesto en los brazos de la muerte. Vivió hasta hoy sin otra queja ni otro descontento en su salud que el impertinente asco de esta costumbre, con el que hubiera gozado el beneficio de la vida por más largo tiempo si hubiese intimado una cristiana dieta a su impaciente gula. El hábito de este achaque lo parlaba lo rubicundo de sus mejillas; y cualquiera rostro que veas con esos planchones rubios y encendidos, puedes creer que el cuerpo padece y sufre indefectiblemente una de estas tres dolencias: o almorranas, o gota, o algún daño o tubérculo en los pulmones, especialmente cuando aparecen a los treinta y ocho años o cuarenta años. Descuidóse la naturaleza en acudir a la costumbre de este flujo; y la detención de aquellas partes inútiles y venenosas que arrojaba por aquel conducto fue causa de que retiradas a la sangre, le emporcasen su bálsamo y convirtiesen su dulzura en unas sales y sueros impuros y coagulantes. Extravasáronse estos bastardos y sucios líquidos a los sesos -o substancia medular, cortical o callosa, como dice la medicina-, y obstruyendo y cerrando su porosidades, no permitieron que se le colase y acudiese el influjo y radiación de los espíritus animales que vagan por la cabeza a los órganos del sentido y movimiento, y así quedó inmóvil, insensible y cuasi cadáver ese cuerpo. Siempre, pues, que por algún acaso, o interior o exterior, se pasme y se fije la sangre u otro líquido del celebro, se seguirá la estagnación o interrupción de los espíritus; y estancados y detenidos en esta parte producen inmediatamente una repentina y general privación del sentido y movimiento, con profunda modorra, que es toda la esencia de la apoplejía.

Infinitos sujetos pudiera poner delante de tus ojos que en este mismo instante padecen la furiosa violencia de este insulto, siendo distintas las causas que le ocasionaron. Mas para tu enseñanza y tu cautela bastará que yo te las proponga, excusándote la pena de pasar por tan espantosas visiones. Óyelas atento y aprovéchate de su noticia, y vive preparado y cuidadoso de tu salvación, porque la contextura de tu temperamento, lo proporcionado de tu edad y lo corrompido de tu cabeza amenazan a tu vida con los profundos rigores de esta muerte.

-Digo, pues -prosiguió mi filósofo diablo-, que cualquiera supresión de sangre, ya sea la del flujo hemorroidal, la del mensal, o la que la naturaleza acostumbra despedir por las narices o por otros conductos, son causas regulares y producentes de esta formidable dolencia. El sumo calor del sol, adelgazando y exprimiendo, y el mucho frío coagulando y apretando, u otro cualquiera motivo o diligencia que produzca la licuación o la opresión de la sangre, y la obstrucción de los poros y agujerillos de la substancia del celebro, gozan la esencia de causas de este achaque; es, a saber, el golpe o contusión fuerte, la herida que corta algunos vasos, el tumor, tubérculo o bulto que se cría en el celebro; porque así éste, como la contusión y los demás producentes, impiden la distribución y tránsito de los espíritus animales a los demás miembros de la delicadísima fábrica del hombre. Son también causas muy patentes y conocidas el demasiado uso en el vino y en los demás licores volátiles y espirituosos. La gula y destemplanza en los manjares groseros, pingües y balsámicos; el uso de la Venus, especialmente en los viejos; los humos prontos del vino, cuando empieza su fermentación en las cubas; los vapores, alientos y efluvios del azogue, del carbón y otros minerales y medios minerales, cuyos cuerpos y entrañas despiden y vomitan exhalaciones y partecillas de naturaleza narcótica y mercurial; los vahos y respiraciones de algunas termas y baños, que repentinamente exhalan átomos vaporosos y partes soporosas; y todas aquellas substancias y cuerpos en cuya composición y textura son abundantes las porciones del azufre, el mercurio y la sal, porque todos éstos pasman y sofocan con lo acedo de su naturaleza coagulante y narcótica la volatilidad, comunicación y partición de los espíritus que residen en la cabeza a las demás partes del cuerpo. Todos los humos y vapores que infunden sueño profundo, como son los que se divierten y corren por los nervios y membranas al tiempo de padecer el frío y rigor de las calenturas intermitentes, tercianas, cuartanas y quintanas son también poderosos para coagular la sangre y entorpecer la volatilidad de los espíritus, a cuyo movimiento está engendrado todo el acto del vivir, sentir y moverse. También aquel letargo o inclinación a dormir, que sobreviene en las fiebres malignas que tienen su origen del pasmo o coagulación de la sangre, es causa muy temible; pues estancándose dicho líquido en los vasos del celebro, induce la sofocación de espíritus, y como éstos no pueden pasar a hacer su ilustración al sistema nervioso se sigue el universal eclipse de todas sus partes. La ira, el temor, el desasosiego, la pena y otros sobresaltos y alborotos del ánimo producen rigorosamente este achaque, especialmente en las mujeres y aquellos sujetos fáciles al enojo, al coraje y la venganza; pues estas pasiones furiosamente irritadas introducen en el celebro una turbulencia, desorden y conmoción tan extraña, que desgobierna toda su simetría y buena textura de sus órganos, substancia y ejercicio. Fuertes y poderosas son las causas antecedentes; pero debes creer que el mayor número de estos horribles males son ocasionados del motín y desgobierno de estas desenfrenadas pasiones. Éstas son las más frecuentes y conocidas causas, de cuyo poder resulta el síntoma apoplético. Estudia en ellas, y reconoce los innumerables peligros a que tienes expuesta la vida, y la ninguna confianza ni seguridad que debes poner ni presumir de su erguimiento y su salud, cuando la robusta unión y fortaleza de sus partes es muchas veces desdichada ocasión de su pronta y violenta ruina.

Aseguro a Vmd., amigo de mi alma, que estas noticias y relación de causas que brevemente me expresó el etíope con aquellas persuasiones, viveza y fecundidad que Vmd. puede presumir de la filosofía y dialéctica de un demonio, confundieron profundamente mi espíritu con más espanto que todas las tribulaciones que padecí con la visión del antecedente precito. La inquietud de mi corazón y el horror a mis descuidos no me permitía asegurar en el estudio, inquisición y modos de proceder de estas dichas causas. Estas pocas especies pude encomendar a la memoria contra el gusto de mis cristianas consideraciones; pero imagino que son suficientes para comunicarnos dichosa utilidad en el conocimiento de nuestra miseria, y conocida ésta nos dará luz para acusar y aborrecer nuestros descuidos, desórdenes y derramamientos culpables. ¡Qué torpe seguridad! ¡Qué indiscreta confianza ha tenido burlada mi conciencia -decía yo a mi juicio-! ¡La corta edad, la crecida salud, la fuerte disposición del cuerpo tanto son demostraciones de su fortaleza, cuanto de su peligro! ¿Quién será el loco que confíe en robusteces a la vista de este derribado edificio? Horriblemente asombrado quedó mi espíritu, cuando consideré en la crueldad y duración de los dolores, pesada muerte y espantosas imaginaciones del tísico; pero ya me entretenía algún lisonjero alivio y engañoso consuelo, que me persuadió posibles las preparaciones católicas en la molesta tardanza de la dolencia. Neciamente juzgaba que la pesadumbre de las aflicciones, la fatiga de los sentimientos y la angustia de un continuado dolor me concederían muchas horas para disponer con el juicio, quietud y fidelidad necesaria, la paz con Dios y las últimas cuentas que nos han de pedir en su justísimo tribunal. Locura fue, pero ya se fundaba en algunas apariencias, que hacían menos escandalosas las confianzas; mas en este arrebatamiento, en esta prontísima y feroz violencia, ¿qué esperanza, qué consuelo me puede volver a el engaño y entretener la penitencia? ¡Cuántas veces -oh piadoso Dios mío- sería yo condenado al fuego perdurable si me hubiera asaltado este accidente! Todas las disposiciones, motivos y causas que precipitaron a este infeliz, las tiene mi cuerpo, y algunas más, ¡pues cómo no temo ser sobrecogido! ¡Qué será de mí si me arrebata tan repentino y furioso acaso! ¡Qué cuenta daré yo de mis talentos! Terrible es el discurso, ojalá que produzca algún provecho. El sol, el aire, el humo, el vapor, la comida, la bebida, el sueño, la quietud, el ejercicio, la angustia, la alegría, el miedo, la cólera, la flema y cuantos líquidos y sólidos encierra la máquina del orbe visible y el mundo pequeño del hombre, todos son producentes ejecutivos de este insulto. No hay que fiar en el uso del buen regimiento en las cosas naturales y preternaturales, porque los motivos de nuestra conservación lo son también de la generación de éste y de todas las innumerables dolencias con que somos heridos y acosados. ¿Qué médico prudente podrá prescribir ni señalar una dieta que no deje algunos impuros conocimientos? ¿Podrá alguno, ni yo que estoy dentro de mí, determinar qué alimentos o qué porciones pueden servir para una sanidad tan perfecta que deje libre y asegurada la vida de estos porrazos? Y cuando se venza este imposible, el frío, el calor, el humo, el temor, las asechanzas y las temeridades con que nos acomete toda casta de criaturas, ¿las podremos huir o moderar? Cualquiera respuesta, cualquiera confianza o consolación sólo sirve de hacer más insolente nuestra temeridad y todas de añadir acusaciones a nuestra conciencia, y tormentos a nuestro espíritu. Vivamos como que podemos ahora padecer esta furiosa y subitánea muerte, que lo demás es ser locos, impíos y enemigos de nuestra salvación. Yo bien sé claramente que por dentro y por fuera estoy rodeado de impulsos que me pueden arrastrar a esta desventura. Pues ¿cómo no me asustan sus posibles exaltaciones y movimientos? ¿Cómo vivo con tranquilidad? ¿Qué engaño me entretiene? ¿Qué diabólica persuasión me engaña? ¿No lo veo? ¿No lo toco? ¿Pues a qué aguardo? Embarazado dichosamente sentía a mi espíritu con esta meditación, y el demonio que regularmente se pone en medio de los buenos pensamientos se atravesó en el que me estaba lisonjeando y me dijo:

-Entremos al inmediato dormitorio, que ya empieza el miserable enfermo a dar las últimas señales de su fin. Obsérvalas cuidadoso, que nunca puede dañarte su observación y conocimiento.

Llegamos a la cama, y estaba el miserable doliente tan martirizado que no se percibía en su cuerpo la más mínima partecilla que no estuviese bañada en sangre, y herida de los crueles martirios con que ayuda la piadosa medicina a todos los que arroja la naturaleza a las impiedades de este insulto. La cabeza entrapajada por las comisuras con un lienzo, que empapaba muy a menudo un asistente en el específico cocimiento de las bayas de laurel y enebro, raíz de imperatoria, lilio convalio, raíz de pelitre, simiente de mostaza y de cruza, y otros herbajes que tiene por poderosos la docta práctica para resolver el material impacto y escondido en las porosidades del celebro. Ministrábale otro asistente con alguna ejecución las ayudas irritantes de la salvia, ruda, poleo, sen, bayas de enebro, benedicta, laxativa y sal común, las que ya no podía retener; aplicábanle las calas y supositorios de la hiera de logadion y coloquíntidas, simiente de alcaravea, sal gema, miel y polvos de castóreo, y todo lo volvía a arrojar. Las sienes y orejas tenía sembradas de sanguijuelas, el cogote y los hombros rodeados de ventosas, los muslos, brazos, piernas y pies rotos, desollados y heridos con las sangrías, friegas y vejigatorios del ungüento fuerte de las cantáridas, vigorado con los polvos del euforbio, las narices embutidas de los molestos estornutatorios o errinos del eléboro y pimienta, castóreo y piretro y con los cocimientos y linimentos de la betónica, vinagre, neguilla, pimienta, mirra y los polvos de la raíz del cohombrillo silvestre. En fin, toda su humanidad tenía plagada de sajaduras, vejigatorios, cauterios, sinapismos, pegotes y otras perrerías que acostumbra ejecutar el arte médico con los infelices condenados al Argel de este achaque. No quedó en la botica espíritu, sal, tintura, agua, vomitorio, aceite, polvo, conserva, jarabe, ni confección de las decantadas para el vencimiento de este enemigo que no se le ministrase; pero de toda su actividad y diligencia del arte se burló el oculto y pegajoso material, sin haber conseguido más fin que el de cargar con muchas enfermedades a un cuerpo que lidiaba solamente con una. ¡Tirana crueldad parece el mandamiento y la ejecución de tales martirios, cuando el mal arguye con tan poderosas señales de su inobediencia y rebeldía! Yo no sé si sería menos rigor dejar a los dolientes desamparados de la medicina que sujetos a la terrible variedad de sus sacrificios. La distante esperanza de que puede volver a su capacidad juiciosa, y las raras experiencias de algunos que la han cobrado, puede redimir de impiedad tan sangrienta y dolorosa práctica. Mirando al católico fin de restituir al paciente a su juicio, para que con él pueda confesar sus culpas, es dulce cruz la terrible pesadez de tanto tormento; mas cuando sólo se ordena a la resurrección y cobranza de la vida, creo que es más piadosa la muerte que el remedio. Raro convalece de este furioso mal, que no viva más dolorido y atormentado con las injurias del socorro que con las impresiones tremendas del insulto. Ni acuso la práctica, ni condeno la suspensión. La prudencia de los sabios en el arte sabrá dirigir sus operaciones y auxilios al término más venturoso. Llegué finalmente más cerca del cruento paciente, y no sin horror de mi vista notó mi cuidado las últimas señales, que capitulan de irremediable y fatal esta dolencia en esta forma:

Ya el pulso se reconocía débil por esencia. La respiración más ofendida, el rostro más cadavérico, y lo rubicundo del semblante cuasi cárdeno. Nadaban sus labios en copiosa espuma. La modorra más fuerte y más profunda, el movimiento y la sensibilidad rematados, y toda su estructura y fisonomía muy diversa, y distante del estado natural.

-Entre las señales que has observado -acudió mi etíope- ninguna es tan demostrativa de muerte como ese espumarajo de su boca, porque ése manifiesta estar coagulada la sangre en el corazón y en los bofes, y la causa es la obstrucción de la substancia de los sesos y el principio de los nervios que residen en la cabeza, a quien la medicina llama par vago, y como por éstos bajan los espíritus animales al corazón y los demás órganos que sirven al uso del respirar, faltando la comunicación, faltan también los movimientos y sentidos. Esa espuma se cuaja de la fricación y encuentro que el aire inspirado forma en los grumos extravasados de la sangre, y batida y agitada se ensancha y eleva en espuma del mismo modo que el vino meneado e impelido en la garrafa.

Este sudor que puedes tocar -prosiguió mi demonio- es otro signo de los que parlan la cercanía de la muerte, porque como ha faltado a las partes fibrosas la ilustración y fuerza de los espíritus, están los poros del cuerpo lacios y débiles, y por ellos se exhala el bálsamo y suco nutritivo. Llaman a este sudor los médicos sincóptico, y así en este achaque, como en otro cualquiera que aparezca, se reputa por trágico y mortal. El no retener las ayudas es otro signo manifiesto de muerte, porque es un indicante cierto de estar paraliticado el músculo esfínter del orificio, porque, con la ausencia y estagnación de los espíritus animales, no gozan la tensión debida y correspondiente los nervios y fibras de aquella parte. En el estado de la sanidad se puede presumir el acometimiento de esta mortal tragedia en todos los sujetos que padecen continuadas destilaciones, pues si éstas paran, por algún motivo interno o externo, puede retirarse al celebro todo aquel material seroso, que acostumbraba despedir la naturaleza, y sofocar los espíritus, y tupir las porosidades del seso. La plenitud de vasos, y lo pletórico de las entrañas y cavidades, pueden inducir del mismo modo la estagnación. Los que sin causa manifiesta padecen tristezas, suspensiones y ansiedades, son proporcionados y sospechosos para este mal, y de la misma manera los que ostentan la rubicundidez de mejillas como dije antes; y últimamente la apoplejía que viene después de alguna de las enfermedades agudas, especialmente las calenturas malignas, venenosas o ardientes, y aunque sea de las ligeras y curables, como de sus resultas haga transmutación al celebro es mortal, porque como deja destruidos y aniquilados los espíritus, es imposible la recuperación de ellos y la expurgación de las partes viciosas, que se retiraron a la substancia de la cabeza.

Así proseguía mi diablo en la manifestación de estos signos, y yo tratando de reponer en mi memoria sus novedades, cuando las lágrimas, voces y desconsuelos de la familia nos informaron de las últimas respiraciones del infeliz, que nos sirvió de demostrable plana a nuestro estudio. Obscurecióse el dormitorio con el nebuloso enjambre de los inmundos y monstruosos diablillos que nos seguían, y cargando con el alma la condujeron al reino de los espantos, las obscuridades, las penas y las infinitas desesperaciones.

-Vamos de aquí -dijo entonces el conductor infernal- que ya nos espera otro desahuciado, y en el camino hasta su casa te informaré de las causas de la condenación de este miserable, ya que quedas instruido en las de su muerte.

Incorporóse con los dos la espesa turba de los diablos irregulares que se quedaron en la escalera, y todos marchamos bajo las órdenes del deforme negro, el que empezó la historia de la condenación de este miserable de esta suerte:

-Vino este hombre al barrio de los vivientes, esforzado con las valerosas disposiciones que viste en su temperamento, hábito carnoso, músculos dóciles y robustos, altura y latitud conveniente, y todas las proporciones escogidas para gozar una salud dichosa y edad felizmente dilatada. Acompañaba a su famosa contextura un espíritu alegre, sazonado y bullicioso, que puso en sus miembros una ligereza agradecida, y una prontitud dulcemente vistosa y agradable. La borrachera de la fortuna puso en este hombre un empleo venerable, copioso y de débil trabajo, sin haber hecho de su parte más diligencias, trabajos ni cavilaciones que las de una regular enseñanza y un ingenio nada sobresaliente. Acrecentó a esta útil y desocupada tarea un legado abundante, y lo juntó a una mujer rica de lustrosas costumbres, grueso patrimonio y santa educación. Hízole rico y lo hizo insolente, ocioso, soberbio, vano e intratable, pues de esta abundancia nació la pereza, la vanagloria y otros hijos de su eterna condenación.

-¿Es posible -decía yo a mi alma- que las riquezas, que son dádivas liberalísimas de Dios, pongan al hombre en la mayor altura de los vicios? ¿Una opulencia próspera de donde pueden nacer maravillosos efectos de virtud ha de abortar monstruos tan horribles? ¿Las riquezas que debían hacer a los hombres humildes y agradables los forman ingratos y soberbios? Ellas dan disolución a las costumbres, libertad al corazón, fomento a la vanagloria, gozo culpable a los sentidos y venenoso alimento a las torpes ideas de la fantasía. La condición y el estado de los poderosos tiene muchos peligros y abultados estorbos para la salvación, pero también tiene grandes ventajas. La prosperidad no ha condenado a alguno, el mal uso y repartición de sus bienes a todos. ¿Cuántos amigos se pueden comprar en el mismo cielo con las abundancias de la tierra? ¿De cuántas deudas se pueden desquitar los ricos con Dios por los medios de la limosna, el sacrificio y el socorro? Es cierto que los poderosos y grandes pueden labrar su salvación con fatigas más dulces que los que viven reducidos a la providencia de una medianía rigurosa. El tremendo abuso de los bienes, y la inversión de los mandamientos de la caridad, tiene aborrecibles y desacreditados los tesoros, en infame opinión a las abundancias, y reducidos a escoria despreciable y escadalosa los hermosos pedazos de las minas. Cuasi es preciso aconsejar su fuga y su aborrecimiento, cuasi es oportuno decir que de estos bienes resultan nuestros mayores males. Yo afirmo que en el que los desea son perniciosos, y que le pagan sus ambiciosos deseos en las miserias y ruindades a que los reduce. Qué raro es el que las reparte con la discreción que nos manda Jesucristo. Sólo se lee de pocos; y hoy se verifica en muchos menos. El cargo de la distribución de los bienes es indispensable y común. Nadie los puede retener ni malgastar. Todos los deben repartir en las consignaciones determinadas por Jesucristo. Para la subsistencia de los desamparados se hace este depósito en los ricos. El mandamiendo de dar limosna obliga a todos los que la pueden dar. Los ricos lo son para socorrer a los pobres, a Dios, a la fe y al prójimo; y así mismo se agravia y ofende el que guarda con ambición o destruye con desperdicio extraño estos tesoros. Todo lo que tenemos es de Dios. Cuanto nos ha repartido es con la obligación de acudir a los necesitados. Los hospitales, los templos, las familias desgraciadas, los dolientes y otros atribulados, todos corren por cuenta de los ricos, sean de la condición o estado que quisieren. El que huye de este cuidado y asistencia falta a la religión y le niega a Jesucristo sus mismos bienes quitándoselos al pobre, debajo de cuyos desconsuelos y lacerias viene toda su majestad y soberanía. Infaliblemente será condenado el opulento que no socorra al menesteroso. Y esta venganza la debían tomar y aprender los jueces en el mundo a imitación del Juez y Criador de todos los cielos. ¿Por qué no ha de haber cárceles, reprehensiones y castigos para los poderosos que dejan perecer a sus hijos los pobres, cuando Dios los tiene determinados a un infierno perdurable? ¿Sabrán más de justicia los doctos de la tierra que el mismo Autor de la rectitud y de la gracia? Y si éste no dispensa, ¿por qué han de disimular los otros? Los crecidos abusos y suntuosas profanidades de la razón de estado, como son los coches, las mulas, las visitas, las comilonas, las galas, los espectáculos, ni otro alguno de los desórdenes civiles, son títulos para librar al poderoso, al grande, ni al acomodado de esta obligación. Preceptos son éstos de la justicia y de la caridad; Dios y los mendigos son los acreedores y no pueden perdonar estas deudas, porque no falte la armonía y concordancia católica. Deudas son irremisibles, y que a todos ejecutan en todo tiempo y lugar. Desdichado mil veces del que no paga tantas letras como cada día les remite Dios por las manos de la pobreza, la enfermedad, el culto y la conservación de las leyes.

Conoció mi conductor que me había distraído de su informe, y aparejándome para que le oyese, prosiguió la historia así:

-Bienaventurado en esta vida y eternamente dichoso en la otra pudo ser este hombre, si hubiera pensado un poco en las glorias con que le brindaban sus medios y sus disposiciones. Poseía una entera y alegre sanidad, gozaba los cariños de una mujer prudente y hermosa, y era dueño de unas riquezas que le pudieron producir provechosos deleites, y ejercicios muy agradables a su conservación y a su felicidad; pero en vez de dedicar a los eternos fines estos bienes, entregó su salud y sus caudales a una ociosidad inútil y fastidiosa. No trataba sino en regalar la poltronería y la pereza, cargando de manjares robustos y licores activos a su cuerpo. Después de haber perdido las primeras horas del sol en una flojedad culpable, y en un afeite y compostura melindrosa e indigna del espíritu de un racional, marchaba a oír la última misa al templo más frecuentado, adonde regularmente llama más la lonja que la imagen, el concurso que la devoción, y la licencia desenfadada que el verdadero culto. Oía la misa a trompicones; ya hablaba con el que tenía a par de sí, ya derramaba la vista a los lustrosos objetos que acudían al mismo lugar y a todos los entrantes y salientes, de modo que más parecía estar en un convite cortesano y disoluto que en el lugar donde se deben hacer a Dios los humildes y venerables sacrificios. Acababa las horas de la mañana conversando inútil y licenciosamente con otros comensales vagamundos, jugando entre todos del donaire, la chanza, el equívoco y otras raterías, que más sirven de enojar la conciencia que de acreditar la capacidad. No pasaba señora, ministro, repúblico, soldado ni plebeyo a quien no le hiciesen una apología. A título de rico le reían las sandeces, celebrándole por agudezas las necedades, y por gracias las maldiciones. Al compás de estos aplausos crecían sus inutilidades y sus vanaglorias. Retirábase a casa con la deliberación de no volver a salir de ella hasta el otro día, afectando desengaños, desprecios y retiro del mundo; y esta abstracción, que podía tener algún sabor a virtud, era un vicio detestable, engendrado de un odio mortal, envuelto en rabiosa envidia contra cuantos gozaban algún empleo, honor, aplauso o respeto, porque daba por mal empleado y mal aplaudido cuanto no se dirigía a su persona, y le eran molestos y aborrecibles a sus ojos y su soberbia estos objetos. Creyó -como creen infinitos- que no podía moverse bien el mundo no tomando a su cargo su educación, y como esto es imposible de lograr, contentaba y entretenía a su ambición y locura hablando con desprecio, burla y enojo de cuantos respiran el aire político y áulico. Desperdiciaba la tarde y la noche en los mismos devaneos y murmuraciones, encerrado en su casa con una congregación de parciales a sus deleites, vicios e ideas. Allí se hacían perniciosas reflexiones sobre el estado, el gobierno y la guerra, emporcando con sus críticas las personas de más lucida distinción que ocupan sus empleos. Referíanse algunas aventuras amorosas y cuentecillos vulgares del lugar. Sutilizábase sobre la ocupación más seria y ajustada. Leíanse cuantos papelillos permite el gobierno para desviar de mayores males a los ociosos, y votaban en todas materias como profesores los que no habían saludado los rudimentos de la gramática latina. Y en fin, allí se censuraba la vida de todos, teniendo por inocente y bien ajustada la suya. En esta asamblea, en estas juntas revolcaba su espíritu sin cuidar de su familia y sus domésticos, sin pensar en la solicitud de su salvación, sin acordarse de que era cristiano ni de otro ejercicio honesto. El vulgo, que todo lo yerra y lo trabuca, alababa la abstracción y retiro de este hombre, siendo un poltrón, envidioso, soberbio y maldiciente.

-Rara vez -decía yo a mi corazón- es vida inculpable la que está rodeada de opulencias. La humildad, que es el fundamento de todas las virtudes, la arruinan las lisonjas y las adulaciones con que regularmente son perseguidos estos personajes. Para pasar la vida les dicen que no han menester el trabajo, que la diversión lícita tiene condiciones de virtud en su estado, y en este nombre de deleite lícito cuentan los juegos, las visitas, la comedia, los bailes, las conversaciones nocturnas y otros derramamientos que no tienen ni el más leve olor a vida cristiana. Toda virtud tibia reprueba la santidad de nuestras leyes; no sufre que se sirva a Dios a medias con el mundo; pues ¿cómo sufrirá una distracción habitualmente mundana? Un corazón todo encenegado de las vanaglorias, las exaltaciones y los abusos del siglo; el nacimiento de cuna gloriosa, el cargo respetable y suntuoso ni el tesoro más rico dispensa a ninguno de las obligaciones de católico. En una religión que condena hasta las palabras ociosas, ¿cómo se puede vivir sin escándalo, horror y delito, distribuyendo toda la vida en ocios y perezas? En ningún estado, en ninguna altura, en ninguna opulencia tiene título para estar ocioso el que nació para el trabajo. Cuanto mayores bienes hay, tanto más grave son las obligaciones e instan con más fuerza los preceptos de la ley y de la caridad. No trabajen a imitación de los mecánicos y jornaleros los señores, que no lo necesitan para sustentarse; pero trabajen en servir a su Criador, que a este fin los envió al mundo y les dio abundancias. Sean frecuentes en los templos, en los hospitales, en la recepción de la penitencia, en el socorro de las viudas y necesitados, en la consolación de los presos. Infórmense de las desgracias comunes, y acudan a remediarlas, que para estos fines los hizo Dios poderosos. Aunque no hagan mal, no dejarán de condenarse si no hacen bien. Los pecados de ornisión no son tan conocidos, pero son igualmente castigados.

Así discurría yo mientras el Diablo proseguía el final de la historia, que fue el que se sigue.

-El uso de estas torpezas, flojedades y repetidos desórdenes de su boca lo llenaron de humores crasos, sebosos, térreos y malignos, y poniéndole en las zozobras de una cardialgia vio el borde del sepulcro. Convaleció, pues, a beneficio de la medicina; pero quedó tan débil y arruinado que su estómago no le permitía más que una tasada y leve porción de alimento, y cuando lo cargaba alguna vez de las golosinas y bebistrajos de su brutal mesa, o las despedía con violencia enfadosa, o lo condenaba a los purgantes y clísteres, reduciéndolo a diez o doce días de angustias y de cama. Paró esta decompostura en una fiebre venenosa, la que se sacudió en un flujo hemorroidal, y a beneficio de esta actual evacuación vivió fuerte y bien acondicionado de salud. Con más confianza prosiguió sus vicios y sus ocios, hasta que agobiada la naturaleza con los vehementes porrazos de su destemplanza, dio de bruces en el afecto que le privó del sentido y movilidad, y después de la vida. Arrebatóle la muerte con la conciencia sucia y rellena de estos manchones y otras culpas de la lascivia, y fue a padecer sus descuidos eternamente a los calabozos infernales. Aunque a los gritos del confesor apretó la mano, e hizo algún movimiento, no eran ordenados a la penitencia, dolor ni caridad; fueron nacidos de la cruel porfía de los medicamentos y de la furia del accidente. Murió sin más sentido y discurso que el de un tronco, y los más que son asaltados de tal insulto acaban miserablemente privados de la razón, de la sensibilidad y de todas las esperanzas de la salvación y de la vida. ¡Qué espanto! ¡Qué horror tendrá este hombre al verse cuando menos lo imaginaba delante del rectísimo juez y supremo tribunal, vacío de buenas obras y cubierto de fealdades y pecados!

-Ya le desnudó la muerte -le decía yo a mi descuidado espíritu- de cuanto le lisonjeaba y servía en el mundo de dulce embeleso y sabroso engaño a sus sentidos. Ya perdió para toda la eternidad la honra, la opulencia, la reputación, los parientes, los siervos, los aduladores, los palacios y las grandezas. Ya sólo habita la región de los tormentos, los asombros, las rabias, las iras y las desesperaciones eternas. ¡Válgame Dios, qué salto tan mortal, tan posible y tan precipitado es el que se da desde el mundo al infierno! En la distancia intermedia de abrir y cerrar los ojos podemos ser condenados. No hay sujeto en el mundo más burlado de la corrupción que nuestra vida. No hay compuesto tan delicado como el del hombre; un aire lo arruina, un susto lo destruye, un enojo lo precipita, y todas las criaturas, aun las que se ordenan a su conservación, están conspirando e induciendo su muerte. Si esto es innegable, ¿cómo vivimos descuidados y perezosos? ¿Cómo tenemos tan bárbara osadía que nos echamos a dormir sobre nuestros delitos? Falta de fe y mucho favor al ateísmo tienen nuestras inclinaciones y costumbres; pues si creyéramos que había Dios, Muerte, Juicio e Infierno, era imposible vivir con tales relajaciones, era imposible vivir tan sosegados, desprevenidos e incrédulos. Nadie es tan loco desesperado que apetezca su condenación; pues ¿cómo la buscamos con infatigables medios? Según la frecuencia y priesa que nos damos a pecar, sospecho que presumimos que los pecados son favores para la gloria, y no méritos para la condenación. Yo no sé cómo ajustamos el deseo de la salvación de las continuas ansias y cariño a las ofensas de la ley. Tan bárbaramente vivimos, que toda nuestra fatiga es querer juntar la gracia con la culpa, el infierno con la gloria, y la justicia con la iniquidad. Pecar y salvarse es imposible; huyamos del pecado si queremos el bien de la salvación.

Un gran espacio -según la representación de mi sueño- había yo caminado favorecido de estos discursos, cuando mi negro demonio me dijo:

-Ya estamos a la vista de un agonizante con otra especie de dolencia; sígueme, y estudia en sus desmayos las señales de su desolación, y teme por su vida los peligros de su eterna muerte.

Quedó la familia de los inmundos diablos que nos acompañaban quieta, rodeando los umbrales de un portalón, donde nos detuvimos, y, siguiendo a mi etíope, vi lo que verá usted si prosigue leyendo mi desabrida prosa.




ArribaAbajoDesahuciado tercero

Del dolor de costado


Es imposible, señor y amigo mío, que la duración y resistencia de mi sueño no fuese introducida de algún narcótico grave, profundo y activamente soporoso. Porque mi contextura no podía retener en la región del celebro disposiciones que pudiesen rechazar los sustos, sobresaltos, congojas, pesadumbres e íncubos, que engendraban a cada momento en mi fantasía las visiones, espectáculos y fierezas del insomnio. Mil veces se hubieran despedazado las ligaduras de mis sentidos si las hubiera tejido la natural costumbre de mi sueño. Yo ignoro la causa y la fortaleza de tan torpe modorra. Usted la examine con los silogismos de su filosofía, o dejemos que la apuren los que aprehenden que saben conocer las habilidades y enredos de este duende que llamamos naturaleza. Yo aseguro a usted que juraría que después de haber atropellado por el promontorio de angustias que puso en mi imaginación el horrible aspecto de este último delincuente, me hallé, sin saber cómo, sereno, pacífico, gozando una paz dichosa con mis humores en un aposento espacioso, medianamente adornado, y asistido de algunas personas de venerable compostura. Había en él dos camas, más limpias que lo que permite una enfermedad aguda, que está gritando con ansia implacable la continuación de los remedios. Asentóse mi conductor maestro en una silla que estaba entre las dos cabeceras, y yo sobre una de las camas, y me dijo:

-Aquí tienes dos enfermos fatigados y sobrecogidos de una misma dolencia, y en el uno y otro puedes notar los signos de la vida y de la muerte, y hacerte sabio en el conocimiento del dolor pleurítico. Este que está a mi derecha es un sabio ennoblecido con todos los honores que tiene la república literaria para distinguir a los doctos. Es hombre de profunda penetración, admirable capacidad y doctrina. Vino, pues, a desenojarse de las circunspecciones literarias y a convalecer de las duras fatigas de suinstituto a este pueblo y casa, que lo es de ese otro enfermo, hombre de mediana fortuna y feliz intención. Pulsa, pues, al uno y el otro, y actúate bien de sus señales, que después te diré cuál de los dos es el sentenciado a muerte temporal y condenación eterna.

Con cautela estudiosa y prolija atención reconocía el semblante, el pulso, la orina, la lengua, las salivas, el vómito y las demás excreciones que parlan lo moral o lo saludable de los afectos; y en uno y otro doliente encontré los principales síntomas de una misma altura y agudeza. En ambos la fiebre era aguda, la tos porfiada, la respiración difícil, el dolor pungitivo y molesto, el pulso parvo, duro y frecuente. Los semblantes no se apartaban del estado natural más que en aquella acedía o ceño originado de las congojas de la fiebre y de las quejas del dolor. En el rostro del maestro se le plantaron dos rosones sobradamente encendidos, la respiración se percibía algo más fatigada, la calentura no era más violenta que la del otro enfermo al parecer; pero en éste se notaba delirio, convulsión y una inquietud más vigorosa, los ojos más turbios, y el ánimo un poco más triste y abatido. Luego que el diablo conoció que ya estaba instruido en las señales con alguna prolijidad, me dijo:

-Los signos que has examinado son los regulares que manifiestan el dolor pleurítico. Éste no es otra cosa que una inflamación de la túnica que ciñe las costillas -a quien llaman los médicos pleura- y de sus músculos interiores, producida de la sangre espesa y hervorosa que suspende su círculo, y coagulada y estancada en los poros de esta túnica o membrana, forma en ella tumor, apostema y dolor. Los presagios y pronósticos en orden a la vida y muerte de los que son sobrecogidos de este achaque son muy dudosos, porque muchos enfermos se libran y convalecen a pesar de los signos perniciosos y letales, y otros mueren demostrando los indicativos más gritones de la victoria y la salud. Yo haré una distinta y clara separación de ellos, y para que no los confundas y equivoques, determino hablar primero de ese doliente, que ha de volver a su salud, y después pasaremos a examinar a ese infeliz sabio, que ha de residir eternamente en mi jurisdicción.

Ejecutivo y peligroso es este mal -prosiguió mi diablo-, y su pronóstico se funda con feliz esperanza en lo más ceñudo o suave de los accidentes. La señal más favorable de la buena crisis es lo remiso y blando de la calentura, el fuerte y menos perezoso movimiento en la respiración, el vómito colérico en las primeras expresiones o insultos de la inflamación, la humedad de la tos y fácil salida de las materias por la boca; el dolor más perceptible en la parte diestra del lado, porque no está tan vecina al ventrículo izquierdo del corazón; la lengua biliosa en los principios, que éste es un signo de libertad al séptimo día regularmente; los esputos cocidos y copiosos, y aunque salgan mezclados con sangre, no por eso pierden la cualidad de benignos y favorables; porque estas gotas y ramificaciones del líquido sanguíneo se introducen por la resudación y no por rotura de vasos o por corrosión de la parte que entonces es el esputo totalmente sanguíneo sin otro color; el pulso parvo, frecuente y duro es signo mortal; pero es preciso que consientan los demás accidentes de la misma reputación. Conque aunque en este enfermo permanece la dureza, parvidad y frecuencia del pulso, no se debe creer ni estimar por signo de muerte, por cuanto no sacan la cabeza las demás señales conocidas y sospechosas de la mala terminación. Las causas de estos signos te las diré con la claridad posible. La calentura continua y aguda nace de los alientos y humos, que exhala el flemón o apostema. Éstos se introducen y se mezclan con la sangre, y le turban el natural movimiento. Esta fiebre se llama accidental, porque tiene su origen de esta inflamación. Suele también juntarse calentura esencial, y sucede siempre que a la inflamación se subsigue un hervor podrido y venenoso que haya precedido en la sangre, y en este caso se deben temer más los enfermos. Lo dificultoso de la respiración procede de lo convelido e hinchado de la pleura, y con su extensión no da lugar al pecho para que se dilate, y a esto se sigue que los pulmones, al tiempo de respirar, se llegan a la pleura, y como está herida y escaldada, huye y se retira, rompiendo el curso de la inspiración. El dolor se engendra de una materia espinosa que se exalta con fogoso impulso sobre los azufres de la sangre, y éstos con lo aguzado de su figura penetran y hieren lo más central de esta túnica, y de esta lancinación y picaduras resulta lo pungitivo del dolor. La tos es hija de aquella fuerza y conato con que la naturaleza trabaja para arrojar aquellas enemigas y extrañas materias que están cerradas en la pleura, y también de la parte humoral que resuda dicha túnica o membrana, y se embebe en lo esponjoso de los pulmones, y éstos irritados despiden la materia a los primeros impulsos de la tos. La dureza del pulso se origina de lo opreso y convelido de la arteria, porque su túnica exterior es participada de la pleura. La celeridad la toma para satisfacer a la ventilación, y la parvidad depende de la retracción de la arteria. Muy generosa y liberal se ha manifestado la naturaleza de este enfermo, pues en los principios del accidente se descargó por vómitos de muchos recrementos de la cólera, los que hubiera recibido con singular daño de sus partes la pleura apta ya por su escandescencia y figura para su retención. Ha arrojado en los esputos o salivas mucho material venenoso, y estas excreciones aparecen cocidas, laudables e inocentes. Las fuerzas son vigorosas y útiles para aguantar con el achaque y los remedios. Está evacuado con dos sangrías del tobillo correspondiente al lado del dolor -a las que llaman los médicos revulsivas-, y con otras dos de la vena basílica del brazo, que son oportunas y felices en semejante afecto, y miran a ordenar la estagnación y perdido círculo de la sangre. Le han socorrido con todos los descoagulantes y disolventes más famosos, como son la sangre de macho, la escorzonera en jarabe, el cocimiento de las raeduras del cuerno de ciervo, el ojo del cangrejo, diente de jabalí, tintura de azafrán y láudano opiato. Su temperamento agradecido ha satisfecho a todas las intenciones que previene la docta medicina en tales afectos. Con las sangrías se facilitó el círculo a la sangre, con los disolventes se absorbieron y desataron los ácidos silvestres, que produjeron la estagnación. Con los linimentos del esperma de ballena, tintura de azafrán y alcanfor, se mitigaron y adormecieron los dolores del costado. Con los expectorantes se le dio fácil salida a los esputos; y finalmente los sudoríficos han hecho tan feliz terminación, que a estas horas ya está libre de la calentura, como puedes ver. Este dichoso repúblico no es sujeto ya de nuestra inspección ni examen, pues su enfermedad no nos puede declarar las últimas señales que buscamos. Sus costumbres tampoco lo pueden hacer precito, porque es hombre de vida devota y arreglada, limosnero, observante a la religión y al rey, honesto, gracioso y ejemplar. Vuélvete, pues, a esta otra cama, que aquí verás cuanto pueda conducir a tu estudio y tu corrección.

Dejé al repúblico, eché los ojos y la atención sobre el maestro, y viéndome ya mi diablo prevenido prosiguió enseñándome con las expresiones y doctrina del párrafo siguiente:

-Todas las indicaciones, que cuasi unas e iguales en extensión y gravedad percibiste en ese otro enfermo, están ya en éste más exacerbadas, furiosas y expresivas de su fatal término. Ya ha tomado la calentura esencial y accidental mayor incremento, manifestándose el pulso más duro, frecuente y serrátil. Las salivas se reconocen blancas, redondas, densas y glutinosas, señal evidente de la cercanía al fin, porque son indicativo de una suma crudeza con calor exurente, que consume y deseca todo el húmido, que es el que hace blandas, fluxibles y resbaladizas materias. También se estima por signo mortal el esputo verde, el negro y el totalmente sanguino; éste, porque indica rotura en los vasos o en lo sólido de la pleura; y el negro y verde, porque declaran corrupción y gangrena, originada de los ácidos corrosivos que muerden y dilaceran la parte. El dolor ya se le ha mitigado; el color bermejo del rostro ha huido y lo ha dejado triste, pajizo, macilento y pavoroso; la vista la tiene conturbada y llena de representaciones melancólicas y fúnebres; y éstos son los signos que con más evidencia están gritando su muerte, pues toda la materia contenida en el costado ha hecho mutación al celebro, y de allí es imposible que la pueda desalojar ni lo valiente de la naturaleza ni lo poderoso del arte. Otra señal nos empieza a proponer de su mala crisis, y es la opresión y detención de los esputos en la presencia de todos los accidentes del dolor pleurítico; pues permaneciendo ellos y cesando la acción del escupir se presume que el material ha tomado otro rumbo, y éste no puede ser favorable, subsistiendo la calentura y los demás síntomas. A todos estos signos se le añade una melancolía interna, un horror y un asombro horrible, originado de las malas disposiciones que está mirando en su conciencia. Su espíritu le acusa; el retiro que tenía jurado le hace cargo de infinitas transgresiones; la pobreza se queja de sus comodidades; y en fin, su olvidado propósito le pone a los ojos los desprecios, olvidos y cautelas con que maltrató sus justísimas leyes, y este solo horror y remordimiento bastaba para sofocarle la vida sin el tropel de los accidentes que lo acosa.

-¿Es posible -dije yo a mi conductor-, que este hombre que parece entresacó Dios como para sí de entre los demás del mundo, dándole un entendimiento tan claro y una aplicación tan virtuosa ha de condenarse? ¿Un hombre que se entregó voluntariamente al estudio y al retiro llevado del desengaño de tantos ejemplos? ¿Un hombre que quiso abandonar todos los gustos del mundo por vivir quieto y aplicado, que pudiendo lograr las conveniencias y altanerías se sacrificó a la estrechez de un cuarto de un filósofo, en cuya breve capacidad sólo miraban sus ojos los libros de la moral cristiana, las obras de los Santos PP., las virtudes morales de los filósofos, y algunas imágenes penitentes que a toda hora le predicaban y confundían? ¿Cómo puede ser posible la condenación de un hombre que vivió retirado y estudioso, y al parecer ejercitado en la humildad, el retiro y la práctica de todas las virtudes? Yo estaba persuadido a que eran impenetrables los vicios en hombres tan resguardados y prevenidos, y que ni una culpa leve, favorecida de los tres enemigos del alma, no pudiese introducir su malicia en hombre tan prevenido. Yo creí que los sujetos de esta casta eran muros incontrastables a los vicios. Yo bien sé que es que se dedican a esta vida, aunque se retiren del mundo, sus haciendas, sus deleites, parientes y amigos, no se dejan a sí mismo; bien sé que son acosados de más fuertes tentaciones; pero también sé que viven preparados con el escudo de mayores medios para las resistencias, y que el venenoso ambiente del mundo no tiene tan fácil la entrada como no le abran las puertas de sus corazones. El retiro es un bálsamo contra las ponzoñas del siglo.

Los que habitamos en medio de las pompas mundanas vivimos cuasi forzados a beber sus mortales confecciones, y no es maravilla que rodeados de objetos tan fuertes nuestros sentidos caiga oprimida una virtud tan frágil. Confundido me tiene este moribundo con más escándalo que el tísico y el apoplético. Aquéllos no hicieron divorcio con el mundo, antes se estrecharon con él, y olvidaron a Dios por reverenciar sus falsos ídolos. Contentáronse con una tintura y una superficie de religión, y gozaron todos los deleites, gustos, diversiones, abundancias y apetitos con que tiene locos y engañados a sus moradores. No tenían doctrina, retiro, consejo ni estudio que los hubiese retraído de sus derramados devaneos y altanerías; vivían con la imitación de otros, a quienes el mismo mundo capitula y adora de discretos; pero este infeliz que se hizo pobre y afectó ser un Catón, que rebatió con fuerza inexpugnable todos los atractivos del mundo, galas, estrados, bodas, espectáculos y riquezas, que se desgarró de sus amigos y parientes, que rehurtó el cuerpo a todos los tumultos que lo rodeaban, ¿por qué se condena? ¿Qué tentaciones, qué objetos, qué deseos pueden haberle arruinado sus propósitos?

-Presto lo sabrás -me respondió mi conductor-. Y pues se va llegando la hora de que salga su alma de su cuerpo, oye las causas de su enfermedad, e instrúyete en las últimas señales de su muerte que te faltan que ver.

Si no has dejado huir de tu memoria la difinición de esta enfermedad, por ella puedes educir la causa próxima, la cual no es otra que la sangre espesa y coagulada por un ácido peregrino que se incluyó en su substancia; y esta sangre detenida en los vasos capilares y poros de la membrana que rodea las costillas es la que produce el dolor y los demás accidentes que capitulan el afecto pleurítico. Los accidentes extraños y peregrinos que coagulan la sangre son muchos, y éstos provienen ya de una mala disposición interna, que turba el movimiento y dulzura del líquido sanguíneo, ya de otras causas remotas y externas que te diré... Estos dos hombres enfermaron por causa de una constitución epidémica, en la cual el aire se dejó impregnar de partes corrosivas y coagulantes, e introduciéndose éstas en su sangre, pararon el círculo y produjeron la estagnación y el coágulo o grumo en ella, y de aquí nació la apostema, inflamación, dolor y los demás síntomas pleuríticos. Y siempre que la constelación de aires sople estas partículas arsenicales corrosivas y agudas se puede temer esta epidemia. Éste fue el único causante que ha suscitado tan dolorida fermentación en uno y otro doliente. El repúblico se liberta, porque gozaba de mejor contextura, menos edad y más pacífica quietud en el espíritu. Nuestro sabio perece, porque ya ha sufrido otra vez este achaque, y porque tiene malos aparatos en el pecho y primera región, y la debilidad de la parte originada del insulto antecedente, y la perversa conformación de dos entrañas tan famosas como pecho y estómago, son evidentes presagios del último término. Es también causa de este dolor agudo el aire frío cubierto de átomos acedos y coagulantes, como lo es el de invierno, especialmente en el diciembre y el marzo. El catarro o constipación, cuando aquellos hálitos que habían de transpirarse por sudor o por otro conducto hacen retroceso a la sangre, induce también este dolor. No es causa menos conocida el uso de las bebidas ardientes, porque éstas licuan y funden la buena contextura del líquido sanguíneo. El ejercicio violento es también principal autor de esta dolencia, especialmente cuando se sigue una infrigidación repentina ocasionada del aire frío o alguna bebida helada, que entonces se para con violencia el curso velocísimo de la sangre, oprimiéndose y coagulándose en grumos dentro de sus vasos. Las evacuaciones suprimidas por esta u la otra causa, los vapores crasos, mordaces y deletereosos, revueltos y conmovidos de las lombrices, y otros excrementos vivientes que engendra, cría y alimenta dentro de sus entrañas el mundo abreviado de la humanidad; y últimamente, cualquiera agente poderoso para turbar, engrumecer o estancar el líquido de la sangre, se debe huir y tener por causa productiva de este morbo agudo y peligroso.

Tumultuoso de espíritu, audaz de vista y poseído de un desesperado desasosiego noté yo al doliente entretanto que mi demonio proseguía con sus instrucciones. Rompió repentinamente nuestra conversación con un alarido tan espantoso que puso en horror y escándalo toda la casa. Maldecía con voces delicuosas y eficaces su presente estado; volvíase contra sí mismo con rabiosas demostraciones; quejábase con inconsolable dolor de su mala conducta.

-¡De qué me han servido, infeliz de mí -decía tan copiosos y oportunos medios para mi salvación-, si todos los desprecié desatento a Dios y a las leyes del evangelio! La parsimonia, el retiro, la lección, la pobreza, que son las llaves que ponen patentes las puertas de la gloria, son para mí crueles cerrojos que me han dificultado la entrada. ¡Todo lo perdí!

Mis huesos se estremecían y bregaban por meterse los unos dentro de los otros, cuando escuché sus impacientes y desesperadas quejas. Revolcábase furioso en la cama y pedía, ya que le mudasen la cabecera al lugar de los pies, ya que lo pusiesen en otro cuarto de la casa, ya que le diesen su ropa. Diligencias y conatos que regularmente se ven en los moribundos, persuadidos de su imaginación corrompida, que pueden huir con estas mudanzas de su mal y de su muerte.

-Ya has advertido que esta inquietud es un signo fúnebre demostrativo del fin -dijo mi conductor, y prosiguió-; repara ahora en los que no has notado, pues ya tiene sobre sí todas las marcas y sellos de la muerte.

La tos le proseguía continua, intolerable y seca; bañábase en un sudor particular de cabeza, cerviz y pecho, pegajoso y fétido; los extremos aparecían fríos; las fuerzas en un sumo abatimiento; los ojos profundos y audaces; la nariz aguzada y abierta; los labios lívidos, áridos y extenuados; la lengua negra, escabrosa y consumida; la respiración fétida, acelerada y anhelosa; los brazos y las piernas tensas, y sin espíritu ni aptitud para poderlas elevar ni mover. En el examen de estos signos caminaba mi observación, cuando revolcando el medio cuerpo hacia la pared, soltó un bramido inconsolable, y con él el alma, la que aprisionó un tropel de los feísimos espíritus que nos seguían en nuestro viaje.

-Ya hemos concluido con las observaciones del afecto pleurítico. Sígueme -dijo mi diablo-, verás otro achacoso con otra idea de enfermedad, y en el camino te informaré de algunas causas de la condenación de este infeliz.

Cogióme por la mano, incorporóse con los dos la maralla de los infernales enjertos, y el conductor de todos empezó la breve historia de esta suerte sobre poco más o menos.

-Organizado de dócil y agradable cuerpo y excelente espíritu vivió este hombre en el mundo los años de su infancia y puerilidad, sin haber padecido más desaires, sustos ni dolencias que aquellos precisos llantos, golpes y desabrimientos comunes a la primera crianza, educación y doctrina. Cuando más risueño y engañoso el mundo lo lisonjeaba con mil esperanzas de deleites, posesiones y halagos, antes de darle a conocer los pesares, conjuraciones y otros tormentos con que aflige a los que tiene bajo de su jurisdicción, se resolvió a dejar cuanto esperaba y cuanto tenía, y a aburrir sus encantos, entretenimientos y poderosos hechizos. Atropelló por medio de sus pompas y fortunas; dejó a sus padres, amigos, parientes y damas; burlóse de sus promesas y dulzuras, y se escondió en una estrechez en cuyo hueco prometió morir y abjurar cuanto pudiese entretener o entibiar los propósitos de su retiro y de su salvación. Ensayóse a vivir estrecho, comer pobremente y seguir una ejemplar vida con dichosa puntualidad, fervoroso aliento y conciencia delicada; seguía los ratos de oración, el ayuno y otras virtudes, a quien entregó su libertad y su alma; peleaba valerosamente contra los apetitos -que ésos no los pudo dejar-; resistíase a todas las máximas, apariencias y glorias con que le volvía a llamar el mundo a cada momento; venció, en fin, todas las astucias, tentaciones y engaños de los tres enemigos de las almas. Y aprobado su dictamen en el virtuoso retiro y valerosa resistencia, revalidó los propósitos de acabar su vida luchando contra los ardides, favorecido de su abstracción, las oraciones, el ayuno, y muchas veces con la lección de los Santos PP. y los demás fuegos con que visiblemente se ahuyentan todo género de demonios. Dedicóse a las hermandades que tiene establecidas la piedad, a la asistencia de los hospitales para entretener el tiempo con provecho y sin desperdicio; hizo propósito de votar obediencia, castidad y pobreza, los que ofreció a Dios y a su confesor muy de veras. Duró este fervor algún tiempo hasta que empezó a empalagarse del ejercicio cuotidiano. El natural estaba violento; el espíritu del mundo tuvo entrada en su corazón; cobró el amor propio sus fuerzas; sus ansias perdieron la hidalguía del fervor; las pasiones empezaron a desquitarse de los progresos de las virtudes; y toda la reforma de propósitos y desvelos de su alma dio en la tibieza, omisión y desidia, y quedó aparatado para todos los males.

-Pasmado estoy, dije a mi demonio, de considerar que haya defectuosos y pecadores en el perfectísimo estado de la religión. ¿Cómo se introducen y lastiman los apetitos desordenados en una vida compuesta de las más excelentes virtudes y prodigiosas acciones? ¿Cómo a la vista de una sabia disciplina y otros generosos sacrificios, pueden hacer no sólo guerra, sino también estrago las pasiones? A este hombre rodeado de perfectos documentos, santas memorias y continuos ejercicios, leyendo aun en las diversiones las felices historias y dichosas vidas de los héroes más virtuosos y sabios de la cristiandad, ¿por dónde le entraron los venenos del mundo? La boca la tuvo ocupada con la varia lección y las morales oraciones; el oído atento a las vidas edificantes; los ojos ocupados en los modelos e imágenes de penitencia. ¿Pues por qué sentido, por qué puerta pudo entrar tan pestífera corrupción? ¡Válgame Dios, dónde estaremos libres de nosotros mismos! A la verdad no hay retiro que nos esconda de nuestros contrarios; guerra es nuestra vida; en el retiro y en el mundo, en todo lugar somos acometidos, y en todo tiempo y lugar no nos importa el defendernos más que la salvación.

-No te admires -me respondió mi demonio- que a los escondidos les son indispensables las amistades estrechas con los mundanos, y con los mismos de su carácter se entran los estragos con título de piedades, las distracciones con disfraz de vigilancia, y muchos vicios rebozados con el pretexto dichoso de acudir a la piedad y cultura de las virtudes. Óyeme, e irás desatando tú propio las dudas que con razón sobresaltan tu juicio.

-Desde el mismo punto que hizo este infeliz el solemne voto de morir pobre, casto y retirado, a pocos años empezó a estudiar en los medios de huir la observancia de lo mismo que acababa de jurar, y a buscar apoyos, capítulos y opiniones para hacer plausibles, o a lo menos disimulables, los retiros de su obligación. Ya el rezo le era molesto y desabrido, y estaba en él con enfado, violencia y ojeriza. Las breves meditaciones sobre los Salmos las reputaba por impertinentes; el rato de oración fue para él un tiempo infructuoso y culpable, interrumpido y quebrado, porque en su consideración admitía ideas, deseos y máquinas forasteras del punto de las meditaciones; y aunque alguna vez procuró sacudirlas de su juicio era con tanta tibieza que sus desvíos más parecían agasajos. Todo le enojaba, sólo los recuerdos del espíritu del mundo le entretenían, y le causaba notable tristeza la memoria del divorcio que había hecho con él, dando señales con su acedía de su injusto arrepentimiento. Trató de negarle algunas horas a la lección de los libros morales y Santos PP. Su espíritu estaba ya tan estragado, que tenía por más suave la conversación de los enfadosos, torpes y mundanos que la sabrosa lección de los que escribieron para nuestra enseñanza, teniendo más gusto en aguantar a éstos que acudir adonde sonaban las alabanzas de Dios. No contento con este extravío interior, con máquinas infusas del espíritu del mundo que estaba ya apoderado de su corazón, dispuso irse a divertir al pueblo donde vivían sus padres y parientes, y con título de diversión se hizo sordo a los gritos de la ley; empezó a desempalagarse del hastío que le causaba el recogimiento; y finalmente se volvió contra Dios, contra sí mismo y sus promesas. Asistía a los estrados de la mujeres, persuadiendo que la buena disciplina no abominaba de las visitas de las parientas, aunque entre ellas se mezclasen todas las damas del pueblo, pareciéndole bien sus movimientos, sus bailes, espectáculos y todo género de distracciones; tanto, que lloraba este relajado la imposibilidad del frecuente comercio con el mundo; ya jugaba en las conversaciones con el equívoco, el chiste, el gesto, la copia blanda y otras armas prohibidas a cualquiera católico; ya sólo se acordaba que era discípulo de Cristo cuando volvía descuidado los ojos a la mortaja en que vivía envuelto; y sólo su hábito y el cuaderno en que rezaba, tragándose la mitad de las sílabas, eran todas las señales, extremos y demostraciones que le habían quedado de devoto.

-Yo soy un lego rodeado de vicios -dije yo a mi demonio-; pero conozco lo perjudicial que le es a una alma religiosa la conversación con los mundanos. Si los que viven escondidos en la cueva de un desierto, en la melancolía de un claustro, temen y tiemblan de sus encantos y hechizos, ¿cómo podrá salir libre de sus venenos el que gustosamente se entrega a sus contagios? Los religiosos que frecuentan el trato con el mundo regularmente malogran los privilegios y gracias de sus leyes y su reputación. El silencio, el recogimiento interior y exterior y la modestia son las prendas que roban la veneración, la honra y el respeto de los seglares. Y el que las desprecia por vivir al estilo del mundo, de él y de sus moradores más relajados experimenta los desprecios. El verdadero religioso murió enteramente para el siglo; es un difunto, y sus apariciones entre los mundanos son espantosas, y causan horror siendo muchas y repetidas. Las asistencias a los necesitados de los privilegios y gracias de sus leyes y su reputación. El silencio, el recogimiento interior y exterior y la modestia son las prendas que roban la veneración, la el horror a las descomodidades y trabajos, o porque tal que los arrastre de sus claustros; así se gana el tiempo, y con los demás motivos se malogra.

-Oye -me dijo mi diablo cortando el hilo de mi moralidad- que nos grita ya el cuarto moribundo, y faltan algunos pasajes en que instruirte de la condenación y vida de este hombre.

Callé yo, y él dijo:

-Volvió este desdichado a su retiro enteramente distraído, enojado y aun rabioso contra su carácter; el celebro lo traía rebutido de especies extranjeras e ideas totalmente contrarias a la ocupación de los santos ejercicios; turbóse todo luego que se vio segunda vez en la sepultura de su casa; a la turbación se siguió el disgusto, a éste el horror, y finalmente el tedio y la desesperación. Las desgracias de la apostasía mil veces las hubiera abrazado a no haber tenido presentes las injurias y castigos de esta desventura. No dejó este camino porque era culpable, sino porque estaba cercado de barrancos dificultosos y crueles. No lo aburrió de miedo a Dios ni a su conciencia, sino por el horror a las descomodidades y trabajos, o porque tal vez son precisos los medios y las compañías. Lo imposible y lo irremediable de la fuga de su estado le comunicó una infeliz conformidad, con la que serenó algún poco su espíritu, y pudo aplicarse con vehemencia a los estudios. Trató en este tiempo intimidad estrecha con otros estudiantes de su imaginación y de su curso. Y los ratos que vacaban de sus conferencias los entretenían murmurando de la rigidez de los superiores, de la mala conducta de los ascensos, de la inhabilidad de sus condiscípulos, y en otros reparos y asechanzas hijas de su displicencia y apestado interior.

-¡Qué ruinas, qué escándalos, qué disturbios nacen en las religiones -dije yo- de estas amistades tan estrechas! Yo no he vivido en los claustros, pero he leído en San Basilio que estas juntas apretadas son sementera de la envidia, del rencor y de la desconfianza; porque la mucha intimidad con unos manifiesta poco amor a los otros, y éste, no siendo igual, injuria generalmente a todos. Origen son de todas las parcialidades, bandos y desuniones, pero en ellas sólo se logra aumentar el disgusto y la amargura contra las leyes, la aversión contra los superiores, y dar más bulto al tedio contra el blando yugo de Jesucristo. Allí se continúa el tormento, y la discordia consigo propio, y con cuantos se desagradan de sus invenciones y conatos. Estos secretos concilios destruyen la quietud y el buen orden de la religiosidad.

-Así lo hizo este malaventurado -prosiguió mi etíope-, pues con sus parciales, su perspicacia, su libertad y su poco temor introdujo el veneno de la discordia no sólo en una casa, sino en muchas provincias, en donde los ejercicios de la virtud se continúan sólo por costumbre, miedo humano o ceremonia. Tan pestífera ponzoña puso en los corazones que no han podido sanar con los antídotos de las saludables advertencias, con el uso de los sacramentos, ni con la repetición de los más ejemplares sacrificios. Salió, pues, muy docto en las especulaciones de la teología, elegante en el estilo de la predicación; y debió a sus parciales y a su ingenio colocarse en un empleo que le ocasionó muchas visitas con seglares, que era todo su cuidadoso afán y desdichada tarea.

-Creen algunos religiosos que sepultan sus talentos -dije yo- si no los manifiestan al mundo; piensan que las locuciones floridas y galanas pertenecen a las austeridades de su retórica; se engañan: el fin del verdadero imitador de Cristo es reducir las almas a su amor con estilo blando, persuasivo y severo. El que predica por manifestar su ingenio contra sí predica. Éste no es religioso, es un seglar vano, disfrazado con hábito pobre y humilde. El que con este fin y el de coger las voluntades para sí, y no para Dios, predica no honra la cátedra, antes la maldice. El orador cristiano ha de hablar en el lenguaje que habló nuestro Maestro el Hijo de Dios vivo. No ha de aspirar a otro interés, aplauso ni ganancia que al bien del prójimo; y de esta suerte hará fruto para Dios, para sí y para todos. Lo demás es escandalizar al que oye, ofender al que enseña, y malquistar a su alma. Los evangelios de Jesucristo están enseñando el modo de predicar. El que pensare que puede adelantarlos, ya con las persuasiones de la retórica profana, ya con el gesto, ya con otros desentonos, no se escapa de temerario y de blasfemo. En imitando las obras y palabras de Jesucristo con los medios poderosos a nuestra miseria, tenemos cuanto es imaginable para ser sabios, felices y eternamente gloriosos.

-Todo eso es cierto -dijo con gesto desabrido mi demonio-; pero sígueme y oye los últimos pasos que dio en el mundo ese ignorante sabio, que no se aprovechó de su sabiduría ni en la última hora.

Trepó con los desvelos de su perversa eficacia a una subida estimación y concepto de sabio, graduóse en una universidad, y acabó de llenar de soberbia, ambición y vanagloria su espíritu. Arruinó enteramente sus buenos propósitos, daba en las conversaciones malditos ensanches, y escandalosos pareceres con su perniciosa teología. Puso un cuarto capaz, limpio, perfumado de subidos bálsamos y graciosas juncieras, que podía ser habitación de una familia suntuosa, el estudio abrigado, florido y lleno de ricas láminas y preciosas papeleras. En botes de tabaco, tareas de chocolate, bizcochos exquisitos, perniles, pastas dulces, licores rancios y espirituosos, tenía para hartar y embobecer un ejército de soldados hambreones. El hombre más acomodado del siglo no vivió con más abundancia, comodidades y delicadeza. Servíanle hasta los pensamientos los condiscípulos, unos por temor a la terribilidad de su ingeniosa malicia, otros por el interés de sus elevaciones, y muchos por vivir y darse a la libertad y poltronería que él gozaba.

-A mí me parece -le dije a mi diablo-, que este desventurado no tuvo más designio -según tu informe- que burlarse del retiro y el evangelio. Dígolo porque, ¿qué voto ni qué especie de pobreza es vivir con esa superfluidad? ¿Es acaso cumplir el juramento de ser pobres solicitar que no falte nada a los antojos y los apetitos? ¿Y no sólo que falte, sino que sobre mucho? Buscar el regalo, la abundancia y la delicia en una vida pobre, humilde y penitente, es hacer burla del instituto, es querer arruinar sus soberanos votos. El que se desnuda por amor de Dios de los bienes del mundo siempre que los desea los hurta, y siempre que los posee es con la maldición de sus leyes y la carga de la restitución. En las donaciones que hacemos por acá los mundanos unos a otros, no nos queda acción y recurso para volver a pedir ni tomar los bienes una vez donados; ¿pues con cuánta más razón se debe abstener el religioso de desear los bienes que cedió a Jesucristo? Yo creo que el más avariento de los mundanos escogería una pobreza de esta condición para saciar sus ansias codiciosas. Tener un religioso cuanto es de su gusto y apetito, y quedar cargada la religión de darle lo necesario para el vestido y el alimento, no es pobreza, es una suprema abundancia que no la pueden encontrar más exquisita los mismos reyes de la tierra. Alhajas, provisiones, cuidados de lo futuro, rentas disimuladas, ricos presentes y otros regalos, que acarrean la industria y la reputación, no sirven más que de tener inquietos, solícitos y revueltos los ánimos religiosos. Si este hombre se hubiera quedado entre nosotros, y la fortuna lo hubiese empujado a consejero, coronel, mariscal o primer ministro, no viviría con tanto regalo, superfluidad, ocio y prevención. Más pobres y más brumados acaban la carrera del mundo los ricos y poderosos que viven en él, que muchos religiosos que juraron ser pobres mendigos y entregados únicamente a la providencia. ¡Infelices de ellos, de sus conformidades, interpretaciones y pretextos!

-En fin -prosiguió mi etíope-, pisando todos los clamores sagrados de su ley, burlándose de los que se ajustaban a ellos, menospreciando los avisos y amonestaciones que Dios le daba, ya por las penitencias, ejemplos y muertes de sus súbditos, superiores y hermanos, ya por algunas enfermedades, golpes y otros insultos, ya cariñosos, ya severos, acabó la vida desesperado y confundido de sus culpas y transgresiones, permitiendo Dios que muriese apartado de su religión, el que vivió tan violento y delincuente en ella. Ésta es la infeliz historia de esta desventurada vida; ven, pues, y te informaré de otra, si no tan culpable, a lo menos más derramada y lastimosa.




ArribaAbajoDesahuciado cuarto

El gálico


A tocar los umbrales de una habitación hermosa, capaz y distinguida con algunos escudos y tarjetas, llegamos mi demonio y yo con las últimas palabras de la antecedente historia, y previniendo a los espíritus asquerosos que nos seguían que guardasen la puerta, subimos atravesando preciosos gabinetes hasta un dormitorio obscuro, recogido y cálido en fuerza del artificio, la situación y la necesidad. Rodeaban algunas gentes cuidadosas, tristes y admiradas un camón guarnecido, con foso, contrafóso y cortinas de burdos bayetones y delicados tafetanes, dispuestos con tal orden que resistían a los átomos más sutiles y agudos del ambiente. Acercóse mi diablo y yo con él, y levantando un trozo de cortina y asomando yo por la abertura un tarazón de cara, vi el más feo, melancólico y asqueroso espectáculo de cuantos me han fingido las horribles tristezas de mis sueños. Estaba anegado en pegajoso y fétido sudor, revuelto en congojas, y tragado de agonías y sofocaciones un mozo, que su edad tocaría en los veinte y seis años. La cabeza monda de cabello, y plagada a trechos de costras, verrugas, postillas, tubérculos y otros promontorios y chichones. La boca cubierta de vejigas, encharcada en babas, y turrada de las voraces chispas que arrojaba a su circunferencia el infernal fuego de sus humores. Los labios negros, duros y arremangados, como el borde de un barreño; la nariz llena de mordiscones, y tan arañada y comida, que enseñaba por sus roturas los huesos de los lacrimales y las órbitas de los ojos, ladraba en vez de articular voces, y ya tan débil de facultades que era necesario acercarse bien para percibir sus tristísimos y fatigados aúllos. Llegué a pulsar las venas de las sienes, por no estorbarle la evacuación sudorífica con el aire que podía introducirse descubriéndole el brazo, y al leve contacto de mis dedos respondió con un alarido dilatado e iracundo, manifestando padecer acerbísimos dolores.

-Tócale con suavidad -me dijo mi diablo-, que ese infeliz no tiene porción en su cuerpo que no esté envenenada y terriblemente dolorida. La cabeza, las sienes, los hombros, las gorjas, el pecho, las clavículas y las partes más sólidas de su tronco, todas las tiene migadas, heridas y rellenas de tan maligno veneno, que en cualquiera lado que le oprimas, brotará a puchos la materia y la hediondez. Pulsa con blandura prolija su arteria, infórmate de la maligna lentitud de la fiebre, y mientras se acaba de consumir su vida entre tan asquerosos accidentes te instruiré en la cualidad de este contagioso achaque, si no te lo ha hecho distinguir y conocer con sus impresiones la fortaleza del mercurio.

Después de haber reconocido la calentura, salí de entre las cortinas sudado, afligido y lleno de congojas, cobré algunos espíritus, y advirtiéndome reparado mi demonio, me dijo:

-Por los estupendos, extraños y peculiares síntomas y accidentes que has observado en este infelicísimo mancebo, habrás conocido la cruel e irremediable pasión venérea, que lo va atropellando con lastimosa celeridad a la muerte. Las singulares gracias y famosas recomendaciones que le dio la naturaleza son las que le han puesto en tan atroz y abominable desventura; por ellas fue felizmente venerado del mundo poco tiempo, porque siempre que se ostente sin humildad y discreción, no pueden ser durables ni estimadas las más graciosas y deseadas prendas. Gozó salud robusta, gallardos, dóciles y hermosos miembros, semblante apacible, genio dulce y exquisitas abundacias de fortuna -bienes que conducen al peligro de todos los males, cuando no los distribuye la dieta cristiana y la piadosa filosofía-. Estudió todas las artes, secretos y magias de enamorar y rendir a los corazones más avisados de la devoción y de la honra. No perdonó inocencia, a quien no acometiese con sus ardides y fuertes máquinas. Las educaciones cortesanas de su nobleza, los blandos afectos de la música, las agradables delicadezas del numen, las parlerías airosas de la danza y otras penetrantes agudezas de su habilidad, donaire e ingenio, todas las aplicó al fin de agradar, vencer y deleitar a las mujeres. Hiciéronle apetecido estas graciosas prendas; pero el mal modo de conducirse lo precipitó al aborrecimiento de las mismas que estudiaron en amarle. Heredó con sus peligrosos cuidados y ejercicios una insaciable y torpísima lujuria, que a pocos días lo despojó de la estimación y la salud, haciéndole hocicar en otros sucios y descorteses vicios. Sin más diligencia ni medicinas que haber templado su derramada inclinación cuando se reparó sobrecogido de los primeros insultos de este mal, hubiera libertado a su cuerpo de las rabiosas dolencias que padece. Por todos los grados y diferencias de este feroz afecto fue atropellando este infeliz, dándose por desentendido a las voces, consejos, amenazas y advertencias del médico y del mismo achaque, que por los signos y los dolores pronosticaba su lamentable término, y le reñía su precipitado desorden. Empezó el mal a avisarle la entrada en sus humores por unas suaves, evidentes y comedidas señales, manifestadas en algunos blandos tirones que le dio en los cabellos de la cabeza y de la barba, y sordo a esta amonestación, prosiguió dando rienda a su desbocada lascivia. Dióle segundo aviso con demostraciones más vivas y sensibles, rociándole toda la piel de manchas menudas a manera de lentejuelas versicolores, y tan inquietas que no las pudo acallar con las uñas, las sangrías, las unturas, las horchatas, las aguas de malvas y otros absorbentes y dulcificantes. Quedó por algunos días el humor sigilado en la sangre, ya por la virtud de los medicamentos, y lo más seguro por las vacaciones que tuvo su perverso vicio. Volvió a él como el perro al vómito, y despertando con sus desórdenes al afecto que estaba medio dormido en sus venas, dio nuevos signos de su indignación, abriendo todas las bocas de las máculas y vomitando postillas, tubérculos y costras en la frente, orejas, boca, cabeza y otras partes vergonzosas de su cuerpo. Acudió la docta medicina a atajar estos daños con las píldoras del leño guiaco, el de saxafrás, la zarzaparrilla, la raíz de china, la soponaria y los más exquisitos alexifármacos, como el antídoto, el agua cardíaca y los polvos de Palmario, el agua teriacal de Rondeleto y otros apropiados, con los que consiguió alguna mejoría y robustez. Finalmente despreciando a Dios, a su salud y a cuantos le aconsejaban el peligro de su muerte, cayó cuarta vez en las brutalidades de su costumbre, y enconado y rabioso su gálico humor, le corrompió las partes sólidas de sus huesos, tendones, membranas y nervios, desgarrando y royendo toda su textura y conformidad. Plagóle de llagas, fístulas, cavernas, cancros y topos, arrancóle todo el cabello de la barba y la cabeza, comióle las narices, tragóle las gorjas, tapióle los oídos, y finalmente lo introdujo la calentura héctica, que es la que rapidísimamente le está sorbiendo el húmido vital, y sofocando el calor nativo, elementos indefectibles y polos únicos en que afianza sus seguridades de la pesadumbre de la vida.

-Mira, pues, el mancebo más gallardo -prosiguió mi demonio- que vio su edad, reducido a la figura más abominable y espantosa. Él, que fue adoración de muchas voluntades por su lozanía, sus bienes, su docilidad y bizarro espíritu, ya es el desprecio, el asco y el horror de cuantos lo miran y contemplan. Desde que cumplió los veinte y un años de su edad empezó a avisarle y requerirle esta dolencia con los precedentes avisos de que ya te he informado, y a amonestarle con los repetidos ejemplos de otros coetáneos, que dejaron sus cuerpos apestados y podridos en los primeros hervores de la vida. A todo se hizo sordo, a todo volvió el semblante. Tan poderosa es la persuasión de este vicio en los jóvenes, que les borra de su conocimiento los peligros, los dolores y aun todo el horror del Infierno. El que no corta su furia en sus primeros insultos con las reflexiones del tormento temporal, la eternidad y la muerte, acaba precipitado y lastimoso. Muchos que viven engañados de su ignorancia y del poder dilatado de este vicio dicen que sus efectos y sus ansias se acaban breve, y que sólo dura mientras la sangre conserva su orgullo, su bizarría y su bálsamo, y que después que se desmayan sus azufres, fallece la vehemencia de las pasiones. Poco estudio les ha debido a los tales la filosofía y menos la experiencia. Yo veo morir muchos viejos desengañados, pero no corregidos. Las canas y las arrugas dan alguna vergüenza, pero muy poca moderación. La frialdad de sus órganos suele abatir un poco la potencia, pero la ansia y el deseo les acompaña hasta el sepulcro. Esta duración es cualidad de los actos viciosos, pues su asiento lo tienen en el alma, y esta nunca se envejece. Carne es la del viejo, y carne habituada a los deleites, y cuando éstos le faltan, los codicia y los extraña como la penuria del alimento. Menos fuerte, menos vigoroso y más raros serán los apetitos en la vejez; pero poco sabe quien espera su frialdad. No serán tantos como los que rodean los cuerpos e imaginaciones de los mozos; pero son los suficientes para padecer la esclavitud de su lujuria y la desdicha de la condenación. Consulta a los viejos, espía sus acciones, y hallarás esta verdad, aunque dicha por boca de diablo.

Con estas y otras razones fortísimas, que ya huyeron de mi memoria, estaba arguyendo mi etíope contra los que viven acogidos a esta necia y delincuente esperanza, cuando el desventurado enfermo repitió sus pavorosos aullidos, ya tan flacos que apenas llegaban a percibirlos las fibras del oído. Volví a la sazón a levantar las cortinas de la cama, y lo vi sumergido en más abundante y hediondo sudor, descompuesta toda la armonía del semblante, furioso de miraduras, y lidiando con tan rigurosos accidentes y congojas que sospeché que aquéllas eran las que daban el último término a su vida.

-No muere todavía -me dijo mi diablo maestro-, que la fortaleza del argento vivo, y la rebeldía del pegajoso humor producen esa batalla tan furiosa. Repara con reflexión estudiosa sus crueles síntomas y considera los terribles ahogos, ansias y dolores, y procura poner en tu memoria esas señales para que te sirvan al conocimiento de otros enfermos de esta idea de achaque, que después que quedes asegurado en sus condiciones te diré las causas que producen tan venenoso contagio.

Yo me detuve mirando a este infeliz, y el invencible horror de mi espíritu no me permitía estudiar con aquel cuidado que pide una enfermedad tan dilatada y extravagante. Yo no consideré especiales providencias ni avisos para la práctica y penetración de su malicia, porque no pude desalojar de mi alma las especies que me proponía mi deseo en orden a solicitar la enmienda de tan frecuente y abominable obscenidad.

-Yo quisiera -le decía yo a mi deseo-, que esta tristísima imagen, horrible representación y pavoroso espectáculo, lo tuviesen vivo a sus ojos, o a lo menos presente a su memoria los que corren desbocados por las anchuras de este vicio. Yo creo que la consideración de verse reducido a tan lastimosa y posible miseria los atajaría todos sus pasos y deseos.

Soñada fue, amigo de mi alma, esta imagen; pero aún están sus especies residiendo en mi fantasía, y copiándome cada instante la fealdad de su bulto, la viveza de los dolores, lo espantoso de las congojas, tormentos y rabias, en que me la representó sofocada mi sueño. Yo, si tratase con algún mozo mal acondicionado de humores, no le curaría sus apetitos y achaques con otros antigálicos que con este ejemplo. No le pusiera delante de sus vicios otro predicador, que el miserable estado de este hombre. Yo le aconsejaría que llevase consigo -en el lugar del retrato de su dama- esta copia, que ella sería sin duda el antiveneno de todas sus ansias, y no permitiría que llegasen a inficionar sus pensamientos ni los más penetrantes y agudos espinos de la lascivia. ¡Espantosos y terribles son los achaques a que está expuesta la debilidad de nuestro temperamento! Acérrimos son los dolores, las fatigas y las penas que imprime en nuestra carne y espíritu la más suave destemplanza o improporción de los humores. Todas las dolencias son insufribles, pero ninguna de las innumerables a que estamos sujetos nos pone en tanta congoja y consternación como ésta. Apenas es creíble la tenacidad y la agudeza de los martirios que padecen los apestados, que alojan dentro de sí tan tirano huésped. No deja parte en su cuerpo sin herida, sin mácula o sentimiento. Es el más lastimoso de todos los males, y el más despreciado de cuantos lo admiran en los ajenos miembros. Nunca produce la más leve lástima, ni la más breve señal de piadoso cuidado. Todos los que se ven libres de su impresión se ríen y mofan del que la padece. El padre, la madre, el amigo y aun el cómplice más se dedican a explicar rencores y dar zumbas que remedios. Si se trata de su curación es con risa, con desprecio y con descuido. Cada vez que se habla en el achaque, es con la expresión de las carcajadas y las voces de «bien empleado te está», «con esto veremos si escarmienta», «si se estuviera recogido en casa o empleado con las gentes de honra, no le sucedería esto»; «no hay que tener lástima de él, que se busca y se toma por su mano los males, y si se lo quiso menga que se lo tenga», y con otras frases que todas se dirigen a explicar el desprecio, el enfado y aun la alegría de verle morir. Aunque no tuviese este voluntario y asqueroso insulto otros enemigos ni aflicciones que el enojo, el asco, el desprecio y olvido con que es tratado el que le sufre, habían de huir los hombres cien leguas de su contagio. Contemple el joven entregado a estos deleites la irreparable perdición de todos sus dotes y bienes, que puede ser que esta meditación lo temple o le enfríe sus irritados ardores. Su salud y su gusto perecen, su agilidad queda baldada y tullida, su hermosura vuelta en hedionda fiereza, y el caudal, el tiempo, la vida y el alma, todo en poder del sepulcro y el infierno.

-Poco tiempo -acudió mi diablo- le queda ya a ese infeliz para acabar con su vida, porque los accidentes y congojas lo van poniendo en la angustia de la sofocación. Ya puedes estar informado de las señales últimas con que terminan las enfermedades de semejante casta, y así oye ahora las causas que la producen, que después nos queda lugar para imponerte en algunas circunstancias y reflexiones que declaren las evidencias de su malicia.

Cuál fue el primer origen de este oculto y maligno accidente se está disputando con porfía e ignorancia en las escuelas y colegios físicos. A ti sólo te importa saber que su primera impresión fue epidémica y contagiosa, y esta noticia es sobradamente cierta, y tiene toda la utilidad necesaria para el conocimiento de sus causas y producciones. Introdúcese este contagio de varios modos, unas veces viene envuelto en la sangre y el semen de los padres infectos, y esto no sólo es transcendental a los hijos, sino también a otros sucesores más remotos, o viene en la leche apestada de las amas; y lo más regular y evidente por los actos lascivos con los que padecen dicho fermento o contagio. Pégase también en los cuerpos sanos por la saliva, el sudor, la comida, bebida, vestido y otros contactos y fricaciones con dichos infectos. Aquella parte del cuerpo que recibe el veneno es la que primeramente se daña, luego se comunica y corre por las venas, y de éstas al hígado, en donde adquiere una depravada disposición, con la que destruye la bondad de la sangre y de todos los demás líquidos. Desbarata la armonía de la nutrición y concordancia de los humores. Este fermento es tan enemigo de la naturaleza, que su estudio y conato sólo se emplea en desecharlo de sí, y como no puede arrojarlo todo, envía desde las partes más nobles de su composición al ámbito y circunferencia del cuerpo las manchas, tumores, llagas y los demás males de que has visto cuajado a ese moribundo. La repetición de muchos actos lascivos, y alguno de ellos con sujeto que padecía este oculto y extremadamente maligno contagio, es la causa de la muerte de este hombre. Por el movimiento, fricación y concurso de espíritus que se excitan en el acto carnal, se acaloran demasiado aquellas partes vergonzosas de los cuerpos, y por este calor se elevan los vapores del humor gálico, los que recibe la parte sana, y desde allí se comunica inmediatamente con la sangre, y enfermo este líquido, queda venenosa toda la masa de la humanidad. Yo te pintaría -si tuviese tiempo- el modo de contraerse este mal del hombre a la mujer y de la mujer al hombre; pero basta que sepas que la parte dañada es la que remite los venenosos vapores, y éstos se retiran a la que está sana, y el uno y el otro quedan inficionados del veneno, y éste como poderoso no se queda en la parte que lo recibió, sino es que penetra las partes más poderosas, defendidas y retiradas de los cuerpos. Prodúcese esta infección venérea no solamente por el contacto carnal de los dos cuerpos sano y enfermo, pues también a los niños incapaces de la malicia les toca la ponzoña, y aun los pone en el estado de incurables. De dos modos reciben los niños este contagio en la generación: cuando alguno de los padres o ambos están infectos; pues entonces aquella sangre materna o semen impuro no puede dejar de comunicar su veneno como materia primera de toda la obra. Cogen también este achaque en la leche de las amas que los crían; porque como este nutrimento lo va convirtiendo en sangre su naturaleza, estando éste inficionado, necesariamente se sigue una perversa fermentación que se esparrama por todo el cuerpo, y produce una enferma y apestada criatura, la que es imposible reducir a sanidad, pues rara vez se consigue apurar o extraer toda la ponzoña tan generalmente divertida. La ropa, el sudor, los excretos y toda la comunicación próxima con los gálicos es productiva causa de esta enfermedad, porque se mezclan con la sangre del cuerpo sano aquellos vapores, efluvios y partículas ya arrojadas por los excrementos y por la llagas, o que quedan pegadas en la ropa, en la cama o en otros trastos del que se halla sobrecogido de esta peste. Finalmente, aunque niegan algunos que por el aliento no se puede recibir este daño, puedes creer que es uno de los caminos que tiene para entrarse por los cuerpos, porque si la tisis y otros afectos se introducen, mucho mejor se podrán colar hasta la sangre los átomos del veneno más poderoso de los males que es el venéreo como confiesa todo el mundo.

Los modos de demostrarse exteriormente este humor son muy varios, pero todos fácilmente conocidos y descubiertos. Esta variedad nace, o de la mucha o poca copia de humor, o de la malicia de su cualidad, o de la condición del temperamento del paciente. En unos se manifiesta en postillas, tubérculos y dolores en los miembros de la generación, en la cabeza, frente, cuello, mamilas y otras partes del cuerpo. Estas pústulas suelen aparecer de color subrubio, y crían costras y escamas, las que después de rebatidas -o porque se cura o se sigila el achaque- descubren la carne dura, negra y callosa; en otros se manifiesta por la sarna y otros manchones virolosos de mal olor; en otros por llagas malignas que les roen la boca, les pacen los labios y les tragan las narices, fauces y paladar, y de aquí les viene la ronquera que regularmente padecen; en otros se declara induciendo el caries, y agujereándoles el cráneo y otros huesos. En otros se explica por destilaciones parvas, las que después producen dolores y se hinchan por todo el cuerpo en gomas gruesas y extendidas, las cuales abiertas despiden de sí una mucosidad blanca, fétida y glutinosa; y finalmente grita todo su mal con infinitos y extraños dolores de cabeza, frente, omoplatos, tibias, hueso esternón, músculos y nervios. Cuando este achaque es producido por el concúbito se descubre regularmente por la gonorrea, las llagas, úlceras y postillas en las partes vergonzosas. Sienten también los que se hallan con este veneno laxitud y gravedad en todo el cuerpo, dolores vagos y molestos que se exacerban por la noche; el color rosado de la cara se les vuelve en pajizo; debajo de los ojos se les aparece un círculo morado semejante al que se descubre en las mujeres menstruadas. Padecen temor, tristeza, horror y otros afectos molestísimos. Las señales de la vejez de este achaque son más claras, pues son las úlceras cancerosas, fistulosas y callosas; los topos en varias partes del cuerpo, el caries de los huesos en las tibias, brazos, cráneo, paladar y narices; la tisis, la caquexia, la epilepsia, el tabes, sordera, ceguedad, caída de los dientes, y cuasi todas las demás enfermedades y plagas a que está sujeta la humanidad, y estos signos bastan para que con alguna certeza puedas distinguir este afecto oculto y especialmente maligno y contagioso. Oye ahora los pronósticos, que en éstos te acabarás de instruir de su naturaleza.

Es regularmente el morbo gálico enfermedad perezosa y diuturna, y los que la padecen andan arrastrando con la vida muchos años; porque las acciones naturales, que son las dañadas, próximamente resisten más tiempo que los achaques de corazón y de cabeza. No hay duda en que se cuenta entre los venenos esta peste gálica; pero su actividad mata con menos prontitud que la de los demás venenos. La brevedad mayor o menor de su malicia consiste en la debilidad o fortaleza de los cuerpos, y según son de buenas o de malas sus disposiciones, así opera su actividad y duración. Esto supuesto, digo que si este veneno es contraído por intemperie manifiesta, maligna y contagiosa, que haya inficionado los humores y partes similares del cuerpo, es rebelde a las medicinas y dificultosísimo de curar. Aquellos sujetos que fueron curados una vez, si vuelven a dejarse inficionar del humor, sanan dificultosamente, y en especial los que gozan la temperatura caliente y seca. Si la virtud y fuerza del enfermo está abatida de tal manera que no puede sufrir las medicinas fuertes, también es incurable del mismo modo que cuando aparece calentura, tabes u otro grave accidente junto con la enfermedad gálica. La razón es porque todos los medicamentos de que se puede usar contra el gálico son sumamente calientes, y éstos aumentan la calentura y los demás síntomas, especialmente en todos los que son ardientes y secos de complexión. Si aparecen en las articulaciones del cuerpo tumores callosos, escirrosos y duros, también es mala señal, porque los dichos tumores y gomas son demostraciones de estar envejecido y haber echado muchas raíces el mal, las cuales están cosidas a los mismos huesos; los bubones en las ingles duros y pertinaces a la supuración, que unas veces se quitan, y otras se ponen, son difíciles de curar, porque denotan la debilidad de la naturaleza y la suma pertinacia del humor. La obscuridad de la voz, la ronquera y aspereza de las fauces es más imposible a la curación, porque son signos de rebeldía y vejez en el humor. Del mismo modo, y por la misma causa, son incurables las llagas y úlceras que pasan de un año, especialmente las que aparecen en las articulaciones. Las que se asientan en la boca o las fauces son irreducibles a la medicina, así por la causa dicha, como porque no consienten medicamento alguno; pues todos los humedecen y pudren los excrementos que bajan del celebro, y les derriban y destrozan su virtud, no dejándola tomar asiento en la parte. Los vértigos y epilepsias arguyen ocupado el celebro de este achaque, y por esta razón se hacen imposibles a la curación. Las destilaciones por lo regular indican también estar el daño en la cabeza, y éstas son mortales cuando toman su curso al pecho, pulmones u otra parte principal, porque las llagan y corroen, de donde se sigue la tisis y otros males incurables. Últimamente, todos los sujetos galicados, a quienes acomete la calentura hética y podrida o lenta, mueren presto. Los que tienen dañada la sanguificación acaban hidrópicos, y los que padecen destilaciones, que caen a las fauces, pulmones o a cualquiera de los conductos de la respiración, empiezan escupiendo sangre, y acaban en tísicos, y otros con vómitos de sangre, cámaras y semejantes deyecciones. Éstas son las señales más exquisitas y verdaderas que parlan la malicia y cuantidad de esta común dolencia. Ven, pues, ahora y verás el desdichado fallecimiento de este mozo.

Levantéme de una silla, en que me hizo creer el sueño que estaba asentado, y apenas puse recta mi figura vi anublado el retrete del revoltoso nubarrón de los demonios que nos seguían, que con rabiosa algazara se llevaron el espíritu de aquella asquerosa carne a padecer eternamente mayores castigos.

-Vámonos de aquí -dijo mi conductor, mirándome con el gesto ceñudo-, que ningún enfermo de los que hemos examinado me ha movido tanto la rabia como ése. Y si puedo moderar mi enojo te informaré en el camino que hemos de tomar para ver el último agonizante de la mala ventura y mala vida de ése, que ya es negro tizón de mi eterna lumbre.

Seguíle medroso y confuso, y al tocar los umbrales de la puerta rompió en estas palabras:

-Los discursos, las voces y las frases con que procuran disculpar, y aun bendecir este vicio las gentes del mundo, bastaban para hacerle irremisible, aun cuando su malicia no fuese de tan abominable condición. Toda la suma paciencia del que lo permite es necesaria para tolerar tan insolentes desacatos. Dicen -saboreándose con su veneno- que éste es pecado de hombres de bien; que su malicia no tiene más circunstancias que las de la pura fragilidad; que si por esta imperfección han de ser excluidos de la gloria, que bien puede el cielo dejarse rellenar de costales de paja, y en romper con otras locuras irreverentes, con las que debilitan su conciencia, engañan a su alma, y enojan a la suma tolerancia, que hasta cierto tiempo solamente permite las injurias. ¡Ningún vicio de los que abraza la flaqueza de la humanidad arrastra tan perversas condiciones! ¡Ninguno pone en las vidas, las honras y las almas tan horribles manchas! ¡Ninguno precipita con más brevedad a la muerte y al infierno! ¡Ninguno es más indigno a la lástima y el perdón! Todo lo puedes contemplar y ver sin permitir que salga tu consideración y examen de la infeliz historia de ese malaventurado, que está ya gozando la rigurosa paga de sus delitos y desconciertos. Las dolencias que nacen de la destemplanza de las estaciones, de las injurias del aire, de la mala conformación de los miembros, de los tránsitos de un temperamento a otro, de las carestías, del ceño de los aspectos celestiales, de las guerras, y otros infortunios y acasos, todas son dignas de la lástima. Éstas acometen a la humanidad, y no hay arbitrio para huir de sus asaltos e impresiones; son como accidentes inseparables del mismo hombre; ellas lo buscan, ellas lo arruinan, porque así está ordenado por el Autor de la naturaleza. Las que los hombres solicitan por no descontentar a su gula, y por agasajar a su lascivia, no merecen la compasión ni el disimulo. Éstos son galanes de sus vicios, y aun viven enojados con todos los medios que se resisten a sus delincuentes ansias. Éstos se entregan de todo corazón a los achaques, y no perdonan trabajo ni dificultad, como no se oponga a sus deseos. Estudian con todo cuidado en la brevedad de morirse y condenarse, y es raro el que no logra este desventurado término. Para la vejez aguardan todos la corrección, y esta rara vez la tocan, porque es singular el vicioso en esta casta de delitos que llega a ver las canas ni la consistencia de su edad. Una salud que podía aspirar hasta lo más dilatado de la vejez, un cuerpo hermoso, que pudo conservar lo ágil y lo florido más allá de lo arrugado y lo decrépito, un temperamento que pudo resistir a las comunes decadencias, una condición amable y graciosa, y una alma dócil y venerable, todo lo desfiguró y destrozó este desventurado con su asqueroso y detestable vicio. Desde los diez y seis años de su juventud empezaron a ser inquilinos de su cuerpo los dolores, las fatigas y las amargas y escandalosas solicitudes, a los veinte y uno ya estaba podrida y descuadernada la solidez de sus gustos y la armonía de su organización, e implacablemente tumultuosos sus líquidos. No se bullía arteria, miembro, tendón, ni hueso en toda su armazón, que no fuese para producirle acerbos dolores e intolerables congojas, y desde esta edad hasta el último período de su vida, no ha pasado instante sin tristeza, tormento, temor y otras insoportables aflicciones. Corrompió al mismo tiempo que a su naturaleza, con la insaciable porfía de su lujuria, las buenas partes de su apacible, piadosa y felicísima condición, porque le hizo insolente, deshonrador, jactancioso, mal hablado y sucio en las obras, las palabras y los pensamientos. No vio mujer a quien no procurase rendir, sin reparar en lo maldito de los medios. No consiguió favor de quien no fuese pregonero, desarrebujando en sus conversaciones hasta las circunstancias de la debilidad de su cómplice -que hay hombres tan malvados que no creen que han conseguido sus deleites si no los publican-. Derramó en sus torpezas un copioso caudal, que puso en su arbitrio el Dador de todas las cosas para fines santos y piadosos, y fue ladrón de este depósito, de las honras, las famas y la salud de cuantas por su deleite o fragilidad se sujetaron a sus torpes ruegos. ¿Vean ahora los que consienten y aseguran la facilidad del perdón de este vicio, si éstos son pecados de hombres de bien? ¿Vean, pues, los que lo disculpan, si hay ponzoña que traiga de reata más abominables pestes e insolencias? ¿Vean si han conocido algún lujurioso que no haya abominado de la modestia, de la honra, de la piedad, de la salud y de la vida? ¿Vean si se ha librado alguno de la jactancia, la vanagloria y la soberbia? ¿Y examinen si caben más torpezas en todos los demás vicios juntos? No quiero hablarte más en las causas de la condenación de este ajusticiado, que aunque soy demonio, me avergüenzo de que salga por mis negros labios la relación de sus feos delitos. Quiero callarte otras horribles torpezas en que se despeñó este infeliz; bastan para tu confusión y tu advertencia las que te he expresado, y bastan para inducir miedo y horror a los que quieren disminuir la malicia de esta peste. Sígueme ahora, que nos falta que reconocer otro moribundo, cuya visita será más breve, porque la prontitud de su muerte no nos dará tiempo para hacer larga detención.




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Del cólera morbo


Rodeado de horribles imaginaciones y escandalosas dudas seguía yo a mi demonio, sin atreverme a preguntar la causa del descuido de este miserable en orden a su arrepentimiento, habiendo logrado tantos años de continuada enfermedad. Muchas veces quise salir de estas confusiones, pero su ceño me helaba las palabras en la boca. Bregando con tan pertinaces pensamientos, llegué a otra casa más reducida y menos grave y aparejada que las antecedentes, y requiriendo mi diablo a los inmundos compañeros que se quedasen al umbral, nos subimos hasta un aposento limpio, curioso y aderezado de pocas, pero riquísimas alhajas. Pasamos sin detener los ojos en la curiosidad que se los llevaba detrás de sí, y nos entramos a una alcoba, en cuyo breve hueco estaba un hombre de moderada edad lidiando con los furiosos accidentes y desmayos de un cólera morbo, achaque violentísimo, desesperado, riguroso y mortal por todas sus causas. Quería arrojarse de la cama el miserable paciente, no le permitía la furia rabiosa del mal tener un instante de sosiego, no sabía donde guarecerse ni ocultarse de las penas, temores y agonías que lo tenían rodeado. Miraba con los ojos rectos, eficaces y agudos a todos lados pensando descubrir algún alivio; clavábalos en los entrantes y salientes, como si fueran dos puñales, y a todos los quería asesinar y tragar con las miraduras. No le concedían un momento de quietud en la cama las mortales excreciones, ya por vómitos, ya por cámaras. Las náuseas, las inquietudes congojosas, el incendio interno, el hipo, los impetuosos regüeldos, lo tenían en un infierno finito de crueldades, martirios y penas. Yo llegué a tocarle el pulso, y éste correspondía a los trágicos síntomas y desasosiegos, que claramente se manifestaban, porque era parvo, desigual y acelerado, los extremos todos aparecían fríos y el sudor de la misma suerte, el vientre hinchado y dolorido, y el rostro desencajado y bien distante del estado natural.

-No tienes ya más que observar en ese enfermo -me dijo mi demonio-, porque el afecto que padece es tan violento y precipitado, que con las señales que empieza, suele acabar, y su mayor duración rara vez llega al tercero día del insulto, y cuando los síntomas que le acompañan son perniciosos y malignos, a las veinte y cuatro horas da con los hombres más robustos en la tierra. Este miserable concluirá presto con la vida, porque los accidentes que le acosan son tan malignos, como la principal dolencia. Todos los signos que has notado son mortales, y confirman la tragedia la mala condición de los excrementos, pues siempre que éstos salen lívidos, negros, verdes, eruginosos y corrosivos, se supone la malignidad y lo irremediable de la ruina.

-Cada enfermo de los que voy examinando confunde nuevamente mi espíritu -decía yo-, y me acusa con terrible enojo el culpable sosiego y la delincuente ignorancia con que he vivido. ¿Qué utilidad me han dado los días que gasté en consultar a la filosofía, si hasta ahora no había conocido los violentos, graves y notorios peligros a que está pronta nuestra vida? ¡Qué hinchados, qué pomposos y qué vanos se pasean los maestros de las universidades con el nombre de filósofos, ignorando totalmente los más los deliquios, fuerzas y disposiciones del cuerpo que los bruma! A los maestros de la universidad en que nací, y a los de otras escuelas en que fui pasajero, a todos consulté, y a ninguno debí el más leve desengaño o lección que me pudiese hacer prevenido. ¡Qué saben de filosofía si totalmente ignoran la composición, armonía, destrozo y duración de sus mismos cuerpos! ¿Sobre qué recaen estas hinchazones, si cuando están enfermos suelen preguntar a un criado tonto, o a un médico que sólo sabe lo que ha menester para vivir él, por su estómago, por su cabeza, y de qué procederá su dolor? Si como está a mi cargo dar cuenta de las cuantidades y los movimientos de los cuerpos celestiales, estuviera explicar el orden de lo que se llama entre ellos naturaleza, sólo trataría en persuadir la fragilidad y el peligro a que están expuestos continuamente nuestros cuerpos, sólo estudiaría en demostrar la poca distancia que hay entre nuestra vida y nuestra muerte, el mucho dolor y desconsuelo que produce la más mínima alteración de nuestros órganos. Y en fin, trataría de enseñarle al hombre lo que es el hombre, que por aquí debe empezar todas sus lecciones el filósofo cristiano. Unas veces me río y otras rabio, de ver cuán inútilmente le roban el tiempo a los pobres mancebos que vienen a nuestros estudios con la deliberación de salir filósofos de las aulas. Puedo decir que rara vez he escuchado un sistema puramente filosófico.

Si mi demonio no me hubiera cortado las oraciones de mi discurso, me hubiera parado más en esta meditación; pero me atropelló el juicio diciéndome que le escuchase brevemente las causas que producen la violenta convulsiva irritación en lo fibroso del estómago e intestinos o cólera morbo, que todo es uno, que actualmente estábamos manoseando en el vivo ejemplo del miserable doliente.

-La causa generalísima de esta enfermedad -prosiguió mi demonio maestro- es una horrible irritación convulsiva, con vehemente, impetuoso y desordenado movimiento de los espíritus, nacida de sucos corrosivos en las primeras vías, o de un fermento o levadura peregrina, gangrenosa, sulfúrea y arsenical que corrompe, deslíe y desfigura la sangre. Tienen regularmente su principio de los alimentos corrompidos y perversos en el estómago, en este o en otro extraño licuamen, de modo que de esta podrición y licuamen, lo más sutil vuela hasta los líquidos y los turba, corrompe y disuelve y como estos átomos o materias sutiles se filtran y cuelan al hígado, al páncreas y a las glándulas intestinales, procuran exonerarse de esta carga, y al arrojarla nacen las violentas crispaturas y espasmódicas contracciones de estas entrañas o vísceras. La parte gruesa de esta podrición o licuamen, que queda en el estómago y en los intestinos o tripas, corroen los sucos del intestino que llaman duodeno, y entonces se mueven sus fibras con vehemencia y producen las contracciones, y de aquí las fatigas, congojas, sudores y los demás síntomas que has tocado. Suele ser causa también productiva de este achaque el veneno, ya criado en los cuerpos humanos, ya recibido en alguna confección. Los efluvios de las minas metálicas, exhalados e inspirados de sus cavernas y fosas, son también causas conocidas y poderosas para inducir esta horrible dolencia. Puede también tener su origen este fermento ácido, corrosivo y disolvente, de aquellas partículas sulfúreas, acres y corrosivas, que son esencia de los más de los medicamentos purgantes, como el eléboro, la coloquíntida y otros, cuya fuerza, o se corrige con otros simples blandos, o la deja con menos vigor la diminuta cuantidad en que se reciben y recetan dichos purgantes. Producen también esta enfermedad las frutas del estío o del otoño, porque las más constan de partes volátiles, azufrosas y corrosivas, y todas son fáciles a la fermentación, como se experimenta en los que las usan demasiado, pues los tales padecen cámaras, vómitos o algunas calenturas intermitentes. Lo mismo producen los pepinos, rábanos, cebollas y otras raíces y porretas de esta casta, que son por su naturaleza acres, picantes, corrosivas y fermentativas demasiado. Todas estas son las causas más manifiestas de este achaque, y lo son también todas las que puedan corromper y desleír la sangre y el buen cocimiento de los alimentos en el estómago. El solimán, el agua fuerte y todos los compuestos arsenicales producen violentamente esta irritación, y es cuasi imposible atemperar ni fijar la acritud cáustica de su naturaleza, por lo cual se numera entre los venenos más ejecutivos y mortales. La causa poderosa que despertó en este hombre la cruel enfermedad, que brevemente lo ha de desvanecer la vida, fue un fermento ácido, originado de perversas cocciones, lo que manifiesta el color porráceo de los excrementos, y la constitución hipocondríaca y escorbútica del sujeto. Acudieron los médicos con sus auxilios, permitiendo su curso a la evacuación para ver si la naturaleza lograba su desahogo; ayudaron con unos vomitivos suaves y purgantes benignos, ministráronle los caldos en copiosa cantidad; pero como la más robusta porción del fermento estaba ya reconcentrado en la sangre fue imposible desalojarlo de su líquido, antes bien produjo un movimiento más hervoroso y conturbado. Procuraron dulcificar y suprimir el flujo colérico con la opiata del diascordio, conserva de rosas rubras, coral rubro, azafrán de Marte, las margaritas preparadas, el jarabe de la granada, el de la yerbabuena y otros dulcificantes y obtundentes, y de todos se burló la malévola peste del fermento. Para la sangría lo han hallado sin fuerzas, y le van continuando las bebidas apropiadas para estos fines del agua de las verdolagas y llantén, el suco de la yerbabuena, los polvos de la quina, el azúcar de Saturno, la confección de jacintos y de alquermes, la tierra sellada, el láudano opiato, el diascordio de Fracastorio y otras medicinas, ya todas vanas y débiles, porque no pueden fijar el flujo de tan desbocado accidente.

-Mira, pues -prosiguió mi diablo-, una enfermedad en cuya formación no han tenido parte las glotonerías ni los desconciertos. Poco a poco se ha criado su ponzoña de la unión de las malas cocciones del estómago, y sin otro exceso ni causa impulsiva que la mala constitución del tiempo llegó a la infelicidad de irremediable. Compasión llorosa merece el pronto mal de este infeliz la que no merece por ningún modo el descuido y desprecio con que trató su conciencia. ¿Quién no vive cuidadoso, sabiendo que la muerte le aparece cuando menos se piensa? ¿Quién se atreve a vivir un minuto descuidado, debiendo temer que en aquel minuto puede ser sobrecogido de su guadaña? Este miserable fue en el mundo un hombre de abundante fortuna, buena crianza y regular proceder. Cumplió con la política y civilidad a gusto de cuantos le trataban, de modo que estaba reputado entre los civiles por hombre de bien, de buenas palabras, justos tratos y razonables costumbres. Con los estatutos de su religión fue sumamente perezoso, y siempre conservó en su espíritu una acedía delincuente en orden a cumplir con las obligaciones de católico. En los pecados de omisión, en todos los más está culpado. No tuvo en su vida devoción particular ni se le conociera la religión, si no la hubiera insinuado con la entrada en los templos, las confesiones anuales y el trato con los católicos. Cuantos movimientos tuvo en la vida ordenados a corregir su acedía y su pereza, todos los despreció, y ahora es tal su desgracia que no ha sabido hacer un acto de contrición, porque en vida no tuvo ejercicio en repetir siquiera sus palabras. El que quisiere morir bien es preciso que estudie en vida las reglas de este arte. Constan sus máximas de muchas especulaciones y mucha práctica, y el que no se aplica no puede salir con victoria del mundo. Es necesario morir muchas veces en vida para disponer con conformidad y discreción la una vez que se ha de morir. ¿Cómo quiere acertar a bien morir el que nunca se ejercitó en el modo de morir bien? La primera y última de las ciencias que han venido a estudiar los hombres al mundo es la de la muerte feliz. Pues, ¿cómo la quieren lograr si huyen de los preceptos del bien morir? Ésta es la mayor locura de los hombres, querer ser sabios en la ciencia que menos estudian y practican. Fiaba su salvación este infeliz ignorante a algunas limosnas y a algunas deprecaciones a los beatos del siglo, creyendo que se podía salvar por poderes, y con sólo el trabajo de mandar que lo encomendasen a Dios. Estos ruegos son bellísimos, son muy cristianos, ayudan mucho; pero no libran al hombre católico de su obligación. Si estas buenas obras hechas por otro, y las que se hacen sin resistencia de los apetitos y sin el cuidado de las observancias de la ley pudieran servir a la salvación del hombre, estaría el cielo lleno de moros, judíos y de toda la casta de ateístas y heresiarcas que cubren el mundo, porque en éstos también asisten las virtudes morales, el deseo de la salvación, y los actos de caridad con el prójimo; fáltales la fe a nuestros misterios, y a este hombre, aunque no le faltó, la tuvo muerta y sin ejercicio, y ésta no ha salvado a alguno. La fe viva, esto es, acompañada de las obras personales, pone en salvo todas las almas. Doctrina es esta que no parece inspirada por la boca de un demonio; pero yo sé que es santa, y sé que no debía promulgarla, pero cuando a mi pesar la arrojo de mis labios, te convendrá para tu confusión o tu enmienda.

Así concluyó el diablo etíope, encarándose a mí con un ceño tan cruel que creí que me tragaba con la vista. Y prosiguió diciendo:

-Dejemos, pues, que acabe de morir solo ese pobre hombre, respecto de que no hay en su última respiración señal de que ya no estés informado: sígueme.

Bajamos a la calle y previno a los demonios deformes que se fuesen luego que expirase el moribundo. Él y yo tomamos el camino contrario, y fuimos a parar donde verá usted si quiere acabar de oír o de leer mi soñada aventura.

Poco distante de la habitación de este moribundo alcancé a ver un hospital de hermosa arquitectura, grande extensión y proporcionada latitud. Entramos adentro hasta una sala espaciosa, cuyas líneas de longitud contenían cincuenta camas con varios enfermos de todas ideas de achaques, agudos, exacte peragudos, crónicos, y tal cual valetudinario. Rodeado nuevamente de amargos temores y desabridas sospechas me vi en la nueva situación de tan pavoroso teatro. A cualquiera parte que arrastraba los ojos, sólo encontraban imágenes, sombras y espectáculos que producían el horror, el susto, la tristeza y otras inquietudes y melancólicos movimientos en mi espíritu. En un lado miraban a un afligido moribundo lidiando con la muerte y asistido de un piadoso fraile, que le estaba haciendo más sufribles las tristísimas congojas con la presencia de un Cristo crucificado y las persuasivas voces de «piedad, Dios mío, misericordia, pequé, Señor», y otras expresiones ordenadas al arrepentimiento de las culpas. En otro lado descubrían a otro enfermo sobrecogido de un afecto de corazón, a quien la violencia de la congoja tenía medio derribado de la cama, arrebujado el rostro entre sus cabellos, y bañada su boca en denegrida espuma. Aquí se distinguía debajo de la sábana un difunto, cubierta la cabeza y desplegada la ropa, y marcado ya para las sepulturas del camposanto. Allá, en otra cama se estaba haciendo pedazos un delirante furioso y desesperado con las violencias de la fiebre. En esta parte estaban sangrando a un enfermo, en aquélla ejercitando con otros los pediluvios, las ayudas, los purgantes, las unciones y otras medicinas. En fin, los sollozos, las quejas y los suspiros de los agonizantes, la confusión, solicitud y algazara de los platicantes, enfermeros, portajeringas y otros ministriles formaban un purgatorio de poquito, y un teatro más triste y pavoroso que la muerte.

-Aquí te he conducido -acudió mi diablo- para que veas al pie de los enfermos los signos, diagnósticos y pronósticos de las enfermedades, que este estudio sólo y la acusación que hará el enfermo de sus dolores, males y excesos descubren la malicia interior de todas las dolencias, y en el conocimiento práctico de estos signos está fundada toda la ciencia y felicidad de la medicina. Sin examinar el color, olor, sabor y cuantidad de los excrementos es imposible conocer la esencia, condiciones ni duración de la enfermedad, y es imposible recetar con acierto las medicinas ignorando la esencia y condiciones. El vómito, la cámara, el sudor, la saliva, la orina y todas las demás excreciones has de sujetar a tus sentidos, y de otro modo no puedes ser sabio en el conocimiento, curación y pronóstico de las dolencias internas del cuerpo humano. Ni el profesor práctico de la medicina puede sin grave peligro de su alma despreciar este prolijo examen. Es necesario que entregue todos sus cinco sentidos al reconocimiento de los materiales asquerosos, so pena de quedar ignorante en la ciencia y delincuente en la ley de Dios y en su ejercicio. Es cierto que es rigurosa y cruel para el médico esta continuada inspección, pero es precisa. En la naturaleza no tiene otros oráculos a quien consultar, sino a los excrementos de todas castas. El color de ellos lo ha de reconocer sus ojos, su olor las narices, su sabor la lengua, su cuantidad, dureza y sonido su tacto, y cualquiera excusa que dé para librarse de este molesto cuanto utilísimo examen es vana, peligrosa y delincuente. Consulta con tu estómago y con tu robustez, y examina si podrá sufrir el asco que le puede ocasionar en la anatomía de estas operaciones, y mientras te resuelves y acaban la administración de medicamentos en esta sala, entremos en ésta inmediata que es la de cirugía, en donde has de admirar otros dolientes más lastimosos, y en la frecuencia posible y variedad rara de sus achaques acabarás de conocer la suma fragilidad de vuestros cuerpos, pues cada hombre no es otra cosa que una portátil enfermería y un hospital horrible de dolencias, pues cuantas has visto divertidas en esos cuerpos, de todas es capaz cualquiera de los que pueden presumir de bien acondicionados de salud.

Entramos, pues, al pavoroso salón, donde hace sus crueles maniobras la tremenda cirugía, y la confusión de su aparato y el lamentable rumor de los suspiros y quejas de los miserables que la ocupaban acabó de poner a mi espíritu en el último desasosiego. Creció la angustia cuando iban examinando mis ojos las terribles y singulares figuras que componían aquel tristísimo teatro. Aquí estaba un gran brasero de lumbre, ocupado todo su borde de varias herramientas para cauterizar la carne, botones y planchas ardiendo, y otros espantosos instrumentos. Allá se reconocía un taller de sierras, verdugos, tenazas, lancetas, gatillos, descarnadores y reparos, y otros hierros de horribles figuras para segar miembros, arrancar huesos y cortar carne. En este lado había un asqueroso y hediondo montón de vendas, hilas, cabezales y otros rebujones y trapajos embebidos en sangre y pasados de costrosa materia. En el otro estaba un cesto atestado de vasijas de ungüentos, aguas, aceites, polvos y otros medicamentos locales. Vagaban ya por entre las camas, ya por los espacios de la vasta pieza muchos ministriles y ayudantes arremangados, oficiosos y solícitos, repartiendo sajaduras, emplastros y gritos a los desdichados enfermos. Éste llevaba enarbolado un jeringón, aquél un cazo rebutido de brebajes, uno una sierra, otro un pegote. Tanta era la confusión, el horror y la novedad que sospeché, no que estaba en el infierno del mundo, sino que había bajado a los abismos perdurables. Acerquéme a una cama, en donde estaba un infeliz a quien aquellos piadosos verdugos tenían condenado al martirio de serrarle una pierna. Empezaron los aprendices de descuartizar humanidades a atizar el brasero para introducir calor más activo en las planchas, a destrozar hilas, cabezales y vendas, a humedecer paños y a predicar valor y paciencia al sentenciado. Al injerir el cruel serrucho en la pierna, rompió el aire el infeliz enfermo con tan penetrantes aullidos y tan melancólicas voces que persuadida mi imaginación a que eran verdaderas, me desató todas las ligaduras que tuvieron amodorrados y opresos mis sentidos. Halléme en mi cama asustado, confuso y por un gran rato cubierto de sudor, reflexiones y susto. Poco a poco fui desasiéndome del temor y la cobardía. Logré una breve serenidad en mi espíritu, y me acometió nuevamente el nuevo dolor de no haber examinado particularmente a los enfermos de este imaginario hospicio, para quedar aleccionado en el conocimiento, causas, signos y pronósticos de las demás dolencias a que vivimos sujetos los mortales. Pero me consolé con la esperanza de volver a dormir y a soñar si la muerte no se pone en medio de mis ideas.

Vd. señor Don Juan, si ha tenido valor para leer mi sueño, me hará la honra de avisarme de su parecer, para que yo quede o satisfecho con su aceptación o escarmentado con sus advertencias, y Vd. me mande cuanto sea de su voluntad, pues cada día estoy deseando ocasiones en que hacerle más creíble mi afecto. Dé Dios a Vd. buena salud, larga vida y graciosas felicidades. Madrid y agosto 30 de 1736.

El Dr. D. Diego de Torres.





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