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Llamar a las cosas por su nombre1

Margo Glantz

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Una primera observación, así de pasada: la portada de este libro de Luisa Valenzuela, Cuentos completos y uno más, hecha por Pablo Rulfo, llama de inmediato la atención. En esta bella colección de Alfaguara tan acertada, es quizá uno de los libros cuya portada destaca más. Un retrato de Luisa, vestida de largo, fantástica, pero a la vez fotografía trompe l'oeil: efecto de la composición; un rojo intenso, otro retrato gemelar con una sonrisa abierta, al lado un vestido en llamas, con las manos a salvo y la mirada retadora. Y en efecto, esta es una de las características de la escritura de Luisa, y el doble retrato nos lo comunica, un elemento extraño, difícil de discernir, pues cuando se lee cualquiera de sus cuentos, escritos en diversas etapas y en registros y extensiones muy diferentes, se produce una inquietud, un resto equívoco queda en el fondo, una masa informe remite a lo que no puede expresarse, a lo que es anterior a la semántica en cualquier discurso, un margen oscuro que limita y acota cualquier intención de definir algo con palabras, a pesar de que la enunciación es clara, muy clara, y sin embargo pasan cosas raras.

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Paso al título, Cuentos completos y uno más. De inmediato nos conduce a un texto clásico, Las mil y una noches y a su narradora Sherezada. Referencia inequívoca, aquí sí, a esa manera fragmentaria y juguetona que rescata a los cuerpos de la muerte mediante la narración. Varios de los cuentos coleccionados aquí, los de «Simetrías o cuento de Hades», se relacionan con el cuento de hadas o con el cuento erótico tradicional para subvertirlos, desmontando sus incongruencias, desvistiendo sus estereotipos. Dan ganas de citar un fragmento del Estudio sobre las mujeres de Diderot: «La mujer lleva dentro de ella un órgano susceptible de espasmos terribles que dispone de su ser y suscita en su imaginación fantasmas de todo tipo... es de este órgano, propio a su sexo, que surgen todas esas ideas extraordinarias». ¿Qué querrá decir Diderot con historias extraordinarias? ¿un cuento de hadas o un cuento de Hades? ¿será la Caperucita Roja una de esas historias? ¿como la cuenta Luisa en su cuento «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja»?

«Quizá me demoré demasiado contemplando. El hecho es que al retomar camino encontré entre las hijas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? ¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia- me contestó el espejo.

¿Equivocarme, yo? Lo miré, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre. No le había pasado ni un minuto, igualita estaba cuando me fletó al bosque camino a lo de la abuela. Sólo le sobraba ese rasguño en la frente que yo me había hecho la noche anterior con una rama baja. Eso, y unas arrugas de preocupación, más mías que de ella. Me reí, se rió, nos reímos, me reí de este lado y del otro lado del espejo, todo pareció más libre, más liviano; por ahí hasta rió el espejo. Y sobre todo el lobo».

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Se gesta un lenguaje lírico y desenfadado, un humor negro que se evade como el humo. La repetición de los temas funciona como una reconversión del discurso realista tradicional, una desmitificación de lo romántico, lo legendario, los estatutos genéricos, las afinidades electivas y las afinidades y discrepancias afectivas y biológicas. Cuentos que no dejan de serlo pues al recontarse las combinaciones se despolarizan y se reinventan, por ejemplo, la bruja y el hada se disuelven en un neologismo, la brhada, para convertirse en una misma y sola cosa, como la abuela, la madre, la Caperucita y el lobo:

«Noto a la abuelita muy cambiada

[...]

Ella me saluda, me llama, me invita.

Me invita a meterme en la cama, a su lado.

Acepto la invitación. La nota cambiada pero extrañamente familiar.

Y cuando voy a expresar mi asombro, una voz en mí habla como si estuviera repitiendo algo antiquísimo y comenta:

-Abuelita, qué orejas tan grandes tienes, abuelita, que ojos tan grandes, qué nariz tan peluda

(Sin ánimos de desmerecer a nadie)

Y cuando abro la boca para mencionar su boca que a su vez se va abriendo, acabo por reconocerla.

La reconozco, lo reconozco, me reconozco.

Y la boca traga y por fin somos una.

Calentita».

(69-70)



La repetición de los temas y de los argumentos no se queda allí solamente, la repetición escarba y desgarra, como si ese órgano susceptible de espasmos terribles que describe Diderot y que produce fantasmas e ideas extraordinarias -¿serán ideas extravagantes?- estuviera minando el discurso. Cito un fragmento de un texto -corregido y aumentado- que escribí para un congreso en Ottawa en 1978, en que conocí a Luisa:

«La fascinación que ejerce en el discurso masculino, razonado, el discurso apasionado de la otra boca, esa boca desde donde cuenta Sherezada, no basta para desmitificarlo. Determina de entrada una mirada que nunca es neutra porque se carga de sexualidad. Si el discurso femenino es el que la segunda boca emite (cuya voz, insisto, si se toma al pie de la letra el pensamiento de Diderot, proviene de ese órgano susceptible de espasmos terribles), y si esa boca es el sexo femenino que al tiempo que pare relata, ¿qué será la verdadera escritura femenina?, y, sobre todo, ¿qué papel jugará el cuerpo femenino en la resescrituración del discurso que codifica la moral sexual, la de género y la escritura, si ese cuerpo es mirado y determinado hasta en su capacidad de relatar por un discurso masculino?».

Ya en 1913, Walter Benjamín anotaba: «No tenemos experiencia de una cultura de la mujer», y Balzac, por su parte, avisaba que «todo poder será tenebroso o no será poder, puesto que todo lo visible está amenazado». Y aunque en Luisa, como dije antes hay muchos registros y este variado libro nos los exhibe, he elegido tomar este solamente, el que se refiere a los discursos de géneros y al discurso de la sexualidad, un discurso que no por haberse frecuentado numerosamente es todavía nuestro, esto es, también de la mujer. De allí estos juegos ligeros y pueriles con los cuentos donde se refieren cosas ligeras y pueriles en la superficie, una superficie amenazada sin embargo por lo tenebroso.

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En otro de mis textos, y pido perdón por este repetitivo autoplagio poco modesto, hablaba yo de que quizá una de nuestras posibles escrituras del siglo XXI sería reescribir de nuevo Las mil y una noches o por lo menos reescriturar el texto indagando en el sentido de las inscripciones que se nos ofrecen como una serie de marcas descifrables. Y esa intención siempre vigente en la obra de Luisa Valenzuela me hermana con ella, no solo por una larga amistad sino por una semejante sensibilidad escrituraria y una constante búsqueda que perfora los relatos y trata de develar las marcas por más siniestras que estas sean, evitando caer en la trampa de los modelos reestablecidos para la literatura escrita por mujeres.

Y encuentro que en estos últimos cuentos de Luisa con los que se inicia el volumen de cuentos completos, esta intención es meridiana, parte de marcas, de huellas discernibles, recoge los indicios y revierte, devolviéndonoslo, el texto vestido con otra piel, vuelto del revés: Así, la idea misma de libro se cambia, deja de ser un objeto para convertirse en animal, y sin embargo es un libro que no muerde, mientras que el gato es eficaz.

En los títulos de los libros suele estar la clave, dan el tono, avisan de un proceso de repetición incesante, reproduce la cadena de la repetición psíquica y al mismo tiempo la rompe, pero parte de ella para romperla mejor, como cuando el lobo responde a las preguntas de Caperucita y dice que sus ojos y sus orejas son muy grandes para ver y oír mejor. En el límite, la repetición no es solo un método para poner de relieve las inscripciones invisibles sino su forma misma de duplicación y reversión, doble y referente al mismo tiempo.

«Fue mamá quien mencionó la palabra lobo.

Yo la conozco pero no la digo. Yo trato de cuidarme porque estoy alcanzando una zona del bosque con árboles muy grandes y muy enhiestos. Por ahora los miro de reojo con la cabeza gacha.

No, nena, dice mamá.

A Mamá la escucho pero la oigo. Quiero decir, a mamá la oigo pero la escucho. De lejos como en sordina.

No nena.

Eso le digo, con magros resultados».

(62)



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El discurso realista no existe, el discurso realista, decía Flaubert, nos remite a una especie de locura, a una necesidad de repetir lo ya visto, a reconocer de nuevo lo que ya se sabe, y aunque no haya nada nuevo bajo el sol, una zona negra aparece y desaparece continuamente. Y una de estas zonas negras es la relación hombre-mujer. En Cambio de armas, una mujer ha perdido la memoria, ha sido torturada, violada, vencida, ya no se pertenece, se la ha domesticado como se quiebra a un potro; ha caído en las garras del lobo, si podemos hacer este símil evidente. Y ese lobo, es un torturador, un coronel amenazado de muerte por la torturada, por lo cual ella es supliciada, hasta ser despojada de sí misma, desde su cuerpo que el torturador modela mediante la sexualidad y la tortura, pero sobre todo desde la lengua. Y es precisamente el hecho de haber perdido la memoria que las cosas que se conocen y no pueden decirse porque se ha perdido la capacidad de repetir, la única forma de llamar a las cosas por su nombre. Preocupado por la ordenación de las palabras, es más planteándoselo como un mandato, el lenguaje realista anuncia desde el principio una estructura de autoridad. La excesiva autoridad de la gramática va pareja es cómplice de la jerarquía social... La conciencia del sujeto está alienada, tomada por el otro y a su vez la mirada colectiva disuelve al otro, lo convierte en objeto, lo obliga a guardar silencio.

«No le asombra para nada el hecho de estar sin memoria, de sentirse totalmente desnuda de recuerdos. Quizá ni siquiera se dé cuenta de que vive en cero absoluto. Lo que sí la tiene bastante preocupada es lo otro, esa capacidad suya para aplicarle el nombre exacto a cada cosa y recibir una taza de té cuando dice quiero (y ese quiero también la desconcierta, ese acto de voluntad), cuando dice quiero una taza de té...

[...]

Y después están los objetos cotidianos: esos llamados plato, baño, libro cama, taza, mesa, puerta. Resulta desesperante, por ejemplo, enfrentarse con la llamada puerta y preguntarse qué hacer. Una puerta cerrada con llave, sí, pero las llaves ahí no más sobre la repisa al alcance de la mano, y los cerrojos fácilmente descorribles, y la fascinación de otro lado que ella no se decide a enfrentar.

Ella, la llamada Laura, de este lado de la llamada puerta, con sus llamados cerrojos y su llamada llave pidiéndole a gritos que transgreda el límite. Solo que ella no, todavía no; sentada frente a la puerta reflexiona y sabe que no, aunque en apariencia a nadie le importe demasiado».

(157)



La mujer, quizá Laura, quizá simplemente María, como dice el tango, trata de dibujar un gesto, realista por excelencia, cuando empieza a llamar a las cosas por su nombre. El texto, lo sabemos bien nunca es inocente, alberga una ideología y denota un proceso en que ha sido revertida la justicia: carecer de palabras revela el verdadero estado de la mujer del cuento que comento, su desnudez, pero muestra asimismo que carecer de verbo equivale a haber sido revestido de un discurso de dominación y de ignominia. Cuando se domeña el cuerpo como se domeña a un potro, se puede llegar a la abyección y esa abyección se traduce por la carencia de palabras, las más elementales, las cotidianas. Y cuando no se puede recurrir a las palabras, cuando faltan, no es posible formular un discurso racional. Laura sufre la instancia difusa del poder como abuso, al tiempo que pesa sobre ella la acción y la influencia de un discurso social autoritario, como diría Shoshana Felman.

Hemos dado la vuelta: regresamos a Diderot.

La enunciación de un discurso femenino que organiza una cabeza masculina no ha sido aniquilada. Para evitar que el sexo hable, y específicamente el sexo de la mujer, se le amenaza de muerte o se le liquida como ser humano para convertirlo en simple cuerpo biológico que responde a los instintos. No otra fue la táctica de los nazis en los campos de concentración, con todos los prisioneros, y no solamente con las mujeres.

Pero cuando la mujer narra, suele producirse un curioso efecto si lo narrado escapa a las normas tradicionales: se quiere amordazar a Sherezada, su presencia como hablante que organiza un discurso perfectamente coherente, producido desde un cuerpo biológico dotado de razón y capaz de organizar discursos, ¡oh violencia!, desde sus dos bocas, provoca indignación y angustia, no solo a los hombres sino también a las mujeres.

Suena muy dramático, ¿no? Y al dramatizar el discurso de Luisa Valenzuela me parece que lo cancelo. Retomo el hilo, trato de nuevo de aproximarme mejor a sus relatos y finalizar este breve texto. Cito a Gustavo Sainz en su prólogo a este libro que comento:

«La tarea de escribir es desgarradora pero dichosa al mismo tiempo. La narrativa está del lado del goce pero también un poco en el infierno. Así escribe sus cuentos, sin modelos definidos, más bien buscando formas, intensidades, ritmos, exabruptos y límites excéntricos».

(23)



El discurso realista pretende alejar al mundo de la locura. La escritura trata de rellenar la ausencia que ella deja, una carencia extrema, imposible de colmar. ¿Imposible? Caigo de nuevo en lo dramático y me alejo de la escritura de Luisa, aunque hay que convenir en que gran parte de lo que se narra en sus cuentos es de una enorme crueldad, aunque esa crueldad se matice por el efecto de distanciamiento que se logra con el humor, ¿no era uno de los métodos dramáticos más efectivos de los usados por Bertold Brecht?

Me muerdo la cola y termino este texto que he escrito a retazos ¿acaso no es el remiendo una labor totalmente femenina? Lo termino con otra cita mía, sacada de un ensayo que hace muchos años publiqué sobre Luisa:

Quizá una de las claves para entender la narrativa de Luisa Valenzuela no esté en la dificultad de nombrar la realidad sino en la imposibilidad de darle a las cosas sus nombres verdaderos, como si algo que fuese verdadero en una realidad en sí misma imperfecta, siempre a punto de escindirse, algo a punto de explotar, fuese imposible. Ese universo está en guerra perpetua, y ante él uno solo puede balbucear «aquí pasan cosas raras». Solo existe una certeza: estamos siempre en guerra, y necesitamos echar mano de otras armas, otras palabras para desarmar la realidad.

Bibliografía

  • VALENZUELA, L. (1998) Cuentos completos y uno más. México: Alfaguara.