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La maestra

Concepción Gimeno de Flaquer



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Existe una mujer heroica, que es a la vez madre, mentor, hermana de la caridad, misionero, médico, sacerdotisa del arte, peregrina de la ciencia y tierna amiga en las horas del dolor: esta figura tan santa, tan gigante y sublime, es la maestra.

Parece imposible, que fijemos tan poco la atención en una figura tan colosal, en una figura que debía aparecer siempre en primera línea en el gran cuadro de la humanidad.

La maestra es madre, porque nos guía cariñosamente por la senda del bien, separando de nuestro camino los abrojos que podrían lastimar nuestra débil y vacilante planta, y porque nos da la vida moral.

Es mentor, porque nos conduce de la mano al alcázar de la ciencia, para iluminar nuestra mente, rasgando las densas brumas que la oscurecían.

Hermana de la caridad, porque con abnegación admirable se olvida de sí misma para atendernos; nos protege, nos alienta, nos consuela y nos ampara.

Misionero, porque constantemente nos predica los sublimes preceptos del evangelio, abriéndonos los ojos a la verdad, purificándonos y sanando nuestras almas, perdonando nuestras culpas y regenerándonos por el bautismo del arrepentimiento.

Médico, porque nos cura las heridas del corazón y nos arranca las cataratas del entendimiento, porque nos fortalece y nos da los remedios eficaces contra mil enfermedades peligrosas para el alma; y tierna amiga, porque llena de solicitud sincera y franca, procura suavizar nuestros pesares, mitigar nuestros dolores, dulcificar nuestras amarguras y secar nuestro llanto.

Nada más noble y elevado que la misión de la maestra: si es joven, renuncia a su juventud para adquirir la gravedad que exige su alto cargo; si es madre, renuncia frecuentemente a los puros goces del hogar para cuidar de sus hijas adoptivas, que son para ella su gran familia.

Para la maestra no hay más mundo que su escuela y sus educandas; fuera de este terreno no la encontraréis, porque la escuela es la órbita alrededor de la cual gira constantemente.

La maestra es más heroína que la mujer-ángel que atraviesa los campos de batalla, sin más arnés que su sayal, ni más escudo que su sencilla toca: sí; no os asombre; es más heroína que el ángel del consuelo llamado hermana de la caridad.

Porque la maestra sostiene una guerra sin tregua ni descanso, una guerra feroz contra la ignorancia, una guerra sorda y sin brillo contra las malas inclinaciones, los duros impulsos, y a veces los malos sentimientos de sus educandas.

Si la maestra sale triunfante en esta lid, para ella no hay coronas, para ella no hay gloria; sus generosos esfuerzos no inspiran la más leve gratitud, porque las familias, al recibir a sus hijas ilustradas, creen que esto no se debe a la maestra, que esto lo ha hecho por sí sola la inteligencia de la discípula. ¡Sin comprender que en cada inteligencia infantil encuentra la maestra un erial, que ella, labrador infatigable, convierte más tarde en florido verjel!...

La maestra, por premio de sus desvelos, por recompensa a sus afanes, recibe ingratitud, nada más que ingratitud.

La joven, cuando brilla en un círculo de personas eminentes, por la elegancia de su frase, por la corrección de su estilo, por sus encantos intelectuales, jamás dedica un recuerdo a su segunda madre, a la que debe la vida del espíritu.

Una mujer de salón guarda más elogios para la modista que le hace el talle ceñido y esbelto, que para la maestra que le formó el corazón.

El profesorado es un martirio sin gloria, un heroísmo sin palmas de vencimiento.

El día que se llegue a comprender el importantísimo papel que representa la maestra, será respetada y estimada en lo que vale.

La maestra empuja a las sociedades por la pendiente del progreso, la maestra es el eje de la civilización, la maestra representa la más augusta de las delegaciones, la delegación de la familia, escudo invulnerable, salvaguardia de los pueblos.

La maestra adquiere fuerzas atléticas para luchar contra el formidable enemigo llamado error; la maestra se convierte en titán para matar las malas pasiones de sus educandas: la misión de la maestra es verdaderamente sacerdotal y sagrada.

La escuela debe ser, a los ojos de los pueblos, el tribunal donde se premia y castiga con la severa imparcialidad de la justicia, la cátedra de la verdad, el santuario de la fe, la fortaleza alzada contra los disparos de la ignorancia, el templo de la luz del espíritu, el arca santa de la alianza donde flotan las almas para librarse de la general inundación, la trinchera que defiende, la mansión santa y bendita que nadie debe profanar.

Difícil, muy ardua es la empresa de la buena maestra: no basta saber historia y aritmética, gramática y geografía, astronomía y otras asignaturas comprendidas en el programa, para hacerse simpática e inspirar respeto y confianza.

La maestra está en el deber de seguir una conducta ejemplar, para imponerse suavemente por medio de sus virtudes; la maestra debe predicar la virtud con el ejemplo, practicándola.

«Procure ser el que debe reprender, irreprensible».

¡Cuánta cordura, qué elevado criterio, qué reflexión necesita la maestra en los más insignificantes actos de su vida, para que no le sean censurados estos!

¡Qué elevación de alma, qué noble altivez, qué superioridad para despreciar los insultos y calumnias de los seres mezquinos y pequeños!

¡Qué delicadeza, qué inspiración, qué acierto necesita la maestra para elegir el sistema más conveniente de educación!

Lo que a una niña le afecta, otra lo desprecia; la corrección que a una conmueve, a otra exaspera. Es preciso, es forzoso elegir un sistema de educación para cada educanda: débese tener en cuenta para esto la atmósfera moral que en su hogar respira, sus hábitos, sus inclinaciones, y sobre todo su carácter.

¡Qué responsabilidad tan inmensa recae sobre la maestra desde el momento en que una madre le dice, entregándole a su hija: «Deposito en vd. toda mi confianza; entrego a vd. mi hija, que es el tesoro que más estimo; devuélvamela vd. con todas las perfecciones posibles; que su mejor adorno sea una esmerada educación».

¡Una buena educación! Medítese lo difícil que es hacer adquirir una buena educación.

La maestra, por sí sola, nada puede hacer si la discípula no está preparada a recibirla. Hay niñas de groseros instintos, niñas que rechazan los más sanos consejos, niñas que sienten repulsión hacia lo noble y elevado.

La lucha de la maestra con estos seres, es dolorosísima: no consigue realizar sus laudables deseos, y se capta la antipatía, la animadversión más declarada.

La educación no consiste en el cultivo de la inteligencia, sino en el del corazón: puede ser la inteligencia un florido vergel, y el corazón un páramo donde no brote una flor.

Las flores de la inteligencia son las bellas ideas; las flores del corazón los buenos sentimientos.

Pueden existir ricos brillantes en la inteligencia de una niña, y feos guijarros en el corazón.

El lujo de la inteligencia consiste en poseer chispas de genio, átomos de numen, corrientes de inspiración; el lujo del corazón consiste en poseer raudales de ternura, ráfagas de sensibilidad, torrentes de bondad y abnegación.

Es muchísimo más fácil instruir que educar.

La educación debe empezar por la solidez de los principios religiosos, pues esta prepara el alma a todas las virtudes.

El sentimiento religioso, ilustrado por vastos conocimientos y descartado de vulgaridades, ridiculeces, fanatismo y superstición; e inspirado en el amor al prójimo, la tolerancia, el respeto a los superiores; y la sencillez de corazón, unida a la piedad ferviente y la fe divina, es la base de la educación cristiana, el faro que nos guía a puerto de salvación.

Forma parte de la educación, y parte importante, la finura de modales, el espíritu de orden y la obediencia a las fórmulas sociales, exigidas o adoptadas por la conveniencia.

¡Cuán ímprobo es este trabajo! Sobre todo, moralizar, hacer religioso el espíritu, sin empequeñecer las sublimes máximas del evangelio, sin hacer caer en el estúpido fanatismo, que tanto perjudica, que tantas cabezas bien organizadas ha trastornado.

Si el ateísmo es la ceguera del corazón, la superstición es la ceguera del entendimiento. Debo estas ideas a mi buena maestra, a mi maestra, que poseía un espíritu viril, un elevado criterio, una razón firme, que nada podía extraviar, un talento esclarecido. Faltaría a un sagrado deber de gratitud, reconocido como tal por las almas superiores, si no consagrase un recuerdo a la que iluminó mi débil inteligencia.

Doña Gregoria Brun, que así se llamaba, era el tipo más acabado de la distinción y la superioridad; su estatura bastante elevada, su figura majestuosa. Como en la infancia lo más leve nos impresiona vivamente, la suave severidad de mi directora, su noble altivez, su dignidad y hasta su belleza escultural, contribuían a formar en mi fantasía una ilusión que me la hacía considerar como un ser superior, castigado a vivir en la tierra; como un ser algo más que mujer, cual una divinidad de los antiguos tiempos.

Favorecía a mi ilusión su carácter distinto completamente del de todas las mujeres, pues mi directora hubiera podido decir en voz alta: «Tengo el honor de no parecerme más que a mí misma». Era sumamente original, y por eso odiaba la rutina: su lenguaje era fácil, elevado y persuasivo, pero muy sencillo; jamás olvidaba que hablaba con la infancia.

Como su voz era llena y su palabra armoniosa y vibrante, conseguía apoderarse de nuestro corazón y nuestro criterio: mi afecto hacia mi directora era un culto.

Cuando se rodeaba de niñas, y ante un mapa nos explicaba geografía, parecía Minerva distribuyendo el pan de la inteligencia.

Sus ojos eran dos astros que arrojaban ígneo resplandor, porque asomaba a ellos el genio: su frente espaciosa parecía trasparente cuando intentaba inculcarnos grandes ideas, y su semblante, de líneas correctas y severas, pero nunca duras, se animaba extraordinariamente al percibir que habíamos comprendido sus lecciones.

Tenía varias auxiliares o pasantes, porque como directora normal, el mayor cuidado lo consagraba a las jóvenes que estudiaban para maestras; pero nadie podía relevarla dignamente.

Encontrábamos pobre y confusa la explicación de la que la representaba, y como la sabiduría se impone tanto, a nadie concedíamos la respetuosa atención que a nuestra directora. Donde podían haberla admirado los hombres más eminentes, era en las clases de las aspirantes al título de maestras. El número de estas era inmenso, y entre ellas se encontraban algunas de más edad que mi directora, otras sumamente ilustradas, bastantes de familias aristocráticas que, sin necesitar esa carrera, anhelaban un título que tanto enaltece a la mujer, y que es el único que no le está vedado en España.

Como yo siempre he tenido afición a aprender, en las horas de recreo abandonaba los juegos infantiles, y me ocultaba en un rincón del salón de las maestras para escuchar a mi directora en las clases superiores. Entonces lucía ella sus vastísimos conocimientos, su elocuencia ciceroniana, sus brillantes disposiciones para la oratoria. Aquel auditorio exigente se entusiasmaba tanto, que inconscientemente y turbando el silencio de los regios salones de aquella gran escuela, prorrumpía en bravos y aplausos, cuyo eco detenían por un momento hasta el bullicio de las traviesas niñas, que revoloteaban por los patios destinados para correr y jugar.

Aquella sublime mujer dominaba con la palabra a más de cien mujeres despejadas, altivas, orgullosas, audaces e irónicas las más.

¡Qué gran triunfo! ¡Qué gloria!

Un día me sorprendió oculta por el caballete de la pizarra, en un ángulo del salón, y al observar mi atención y verme convertida en estatua del asombro, por la expresión de mi rostro, me concedió el título de oyente, y desde entonces tuve un puesto en el salón de aquella clase, cuyas alumnas estaban cursando el último año de la carrera.

Confieso que me enorgullecí ante tal deferencia, y que me di toda la importancia que pude ante mis condiscípulas.

Este rasgo era indudablemente un desbordamiento de mi amor a la gloria.

Gracias a mi aplicación, la directora tenía fija su atención en mí, y se esmeraba en educarme: en los exámenes públicos que anualmente sufríamos, me reservaba a mí la honra de explicar las materias más difíciles, los puntos más arduos; y cuando fui mayor, tuve el honor de leer el discurso que mi directora escribía para el solemne acto del examen. Este discurso se insertaba después en el periódico más importante de Zaragoza.

Mi directora era una gran literata, pero sus ocupaciones no le permitían escribir libros: se limitaba a trasmitir su ciencia a nuestro entendimiento.

Recuerdo que el último año que asistí al colegio, se propuso la directora que brillase yo en los exámenes, y lo consiguió: estos exámenes eran siempre presididos por el Ayuntamiento y demás ilustres corporaciones. Cuando terminé el examen y bajé de la plataforma, todas las señoras me abrazaban tiernamente, dirigiéndome las más dulces y cariñosas frases.

El éxito de mi directora fue completo, porque en aquel día grandioso y en aquella solemnidad intelectual, yo era su obra.

Yo no ponía de mi parte más que la serenidad, la desenvoltura para emitir ideas que ella había grabado en mi cerebro. Como yo no era tímida, cualquier cosa sencilla expresada con soltura y facilidad, lucía muchísimo. Nunca he sentido el menor temblor al hablar en público: todo lo contrario; cuando yo dominaba el asunto que iba a tratar, la numerosa concurrencia me alentaba.

Al salir del colegio, mi directora tuvo una gran pena: sus primeras deferencias para conmigo se habían trocado en cariño. Más tarde, cuando he obtenido algún triunfo superior a los triunfos escolares, mi directora ha gozado extraordinariamente en ese triunfo. Yo, en cambio, jamás la he olvidado. Afortunadamente existe todavía, aunque no sé si se halla al frente de aquella gran escuela de maestras y niñas. ¡Sean estas líneas el eco de mi agradecido corazón a sus beneficios, el débil testimonio de mi entusiasmo y cariño eterno!

¡Benditas sean las maestras!

¡Cuántas veces debemos a la maestra un porvenir lisonjero, una brillante posición social! ¡Cuántas veces le debemos la tranquilidad que respira nuestra alma!

Porque la maestra esclarece nuestras dudas e ilumina nuestra conciencia: por eso la maestra no debe ser beata, sino religiosa; religiosa, sin ninguno de esos terrores, de esas puerilidades, de ese servilismo del alma, porque la religión en ciertas mujeres no es más que la infancia eterna del espíritu.

Hablando Lamartine de su madre y de su devoción, que no participaba del fanatismo, dice: «Su religión, como su genio, residía toda entera en su alma. Ella creía humildemente, amaba ardientemente y esperaba con firmeza: su fe era un acto de virtud y no un razonamiento. Ella la consideraba como un don de Dios, recibido de la mano de su madre. Más tarde, todas las voluptuosidades de la plegaria, todas las lágrimas de la admiración, todas las efusiones del corazón, todas las solicitudes de su vida y todas las esperanzas de su inmortalidad, se habían de tal modo identificado con su fe, que ellas formaban parte de su pensamiento, y que perdiendo o alterando su creencia, ella hubiera creído perder a la vez su inocencia, su virtud, su felicidad de aquí abajo, y su porvenir más allá de esta vida: la tierra y el cielo, en fin. Había nacido piadosa como se nace poeta; la piedad era su naturaleza, el amor de Dios era su primera pasión. Pero esta pasión por la inmensidad del objeto que la inspiraba, era confiada, tranquila, serena y feliz».

La mujer no debe poseer una religión falsa, porque sus estúpidas creencias pasarían de generación en generación...

Casi todas las religiones deben a las mujeres la rapidez de sus conquistas. Dotadas las mujeres de una imaginación volcánica y de un espíritu vehemente, exageradas en sus cultos y piadosas por naturaleza, hacen fácilmente sectarios, y por la influencia que ejercen en el hombre, les es muy fácil hacerle apostatar.

Si queréis propagar rápidamente una idea, fiadle esta misión a la mujer: ella es activa, temeraria, atrevida; llega siempre donde quiere ir, porque no se detiene ante ningún obstáculo.

Conviene muchísimo desarraigar del entendimiento de la mujer todas las frivolidades, los absurdos, las pequeñeces y vulgaridades que la esclavizan. Nadie puede hacer esto como la maestra verdaderamente ilustrada. Para impulsar las generaciones hacia la civilización y el progreso, la maestra es la palanca de Arquímedes.

¡Protejan los gobiernos a esa falange de valerosas mujeres, para que no se extinga en ellas el entusiasmo que las anima en su obra de redención!

Es tristísimo el estado en que se encuentran algunas de las maestras de nuestras aldeas: el exiguo sueldo señalado al cargo público que desempeñan, cada día es peor retribuido. La mayor parte de ellas no disponen más que de un local húmedo, oscuro y enfermizo, semejante a una lóbrega prisión.

Los ayuntamientos deben velar con más celo por la instrucción de los individuos que residen en los pueblos que rigen: las maestras necesitan cooperación en sus generosos esfuerzos, pues sin ella, la más laudable resolución y la mayor constancia serán insuficientes para obtener los resultados apetecidos.

No olviden los pueblos que la maestra es la gran reformadora, el gran legislador de nuestro sexo, el prudente consejero, el ángel tutelar, la providencia visible de las niñas.

La maestra no quiere laureles, no quiere gloria, no quiere celebridad; no anhela más que el cariño de sus educandas y la gratitud de las familias.

La maestra es un ser lleno de abnegación y tolerancia. Para ser maestra no es suficiente una gran ilustración: son necesarias relevantes cualidades de carácter, y muchas virtudes.

El profesorado es un sacerdocio; para ser maestra es indispensable una verdadera vocación.





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