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La madre de Lord Byron y la madre de Lamartine

Contraste

Concepción Gimeno de Flaquer

- I -

Para apreciar debidamente la poderosa fuerza de la influencia maternal, nos proponemos hacer resaltar en este paralelo el gran contraste que se advierte entre los caracteres de dos grandes hombres, nacidos en la misma época y educados de diferente modo por sus madres.

Lord Byron y Lamartine son coetáneos, y este en Francia y aquel en Inglaterra, los más eminentes poetas líricos en los albores del afortunado siglo XIX; pero ¡cuán diferentes son en sus gustos, en sus aspiraciones y en sus costumbres! ¡Qué divergencia existe entre el carácter del autor de «Jocelin» y el autor de «Childe Harold»! ¡Cuán inconmensurable es la distancia que les separa en el mundo moral y literario! Byron es el cantor del libertinaje; Lamartine es el cantor de la virtud. Lamartine nos describe los afectos dulces, tiernos y tranquilos; Byron las pasiones ardientes, inquietas, tumultuosas. Lamartine es pudoroso como una virgen; Byron es cínico como una bacante: Byron se ruboriza más de su cojera que de mostrar las llagas de su alma. El genio de Byron es hermoso; pero tiene la hermosura de Luzbel; el genio de Lamartine está dotado de una belleza seráfica. El rayo de inspiración que ilumina al poeta francés proviene del alma; el estro esplendente que fulgura en el cerebro del poeta británico tiene su foco en los sentidos.

¿En qué consiste tal diferencia de numen y de corazón? En que Lamartine debe a la naturaleza el inefable don de haber tenido una madre piadosa y tierna, y Byron la incomparable desgracia de ser hijo de una mujer rígida, adusta y fría. Lamartine respiró en su hogar la cálida atmósfera del sentimiento; Byron la helada atmósfera del desamor.

No lo dudéis, la madre nos imprime el sello de su carácter: el padre podrá vigorizar nuestro entendimiento; pero solo la madre fecundiza nuestra alma. Las pasiones de nuestra madre forman nuestra naturaleza, sus ideas nuestro criterio, sus sentimientos nuestro corazón, sus deseos nuestras aspiraciones.

La madre nos señala en la vida el itinerario que debemos seguir; ella va constantemente de vanguardia, se halla siempre en las avanzadas. La madre es la brújula que nos marca el derrotero, la rosa náutica que guía nuestro bajel, la estrella polar, la Ariadna que nos entrega el hilo misterioso para que no nos extraviemos en el dédalo de la vida.

El amor maternal es el más profundo de todos los sentimientos y el más perfecto porque carece de egoísmo: el amor maternal es el único afecto que puede desafiar a los sucesos prósperos o adversos, a la ausencia, al olvido, al tiempo y a la muerte. El amor maternal es ilimitado e infinito, es como el alma inmortal y como el alma de esencia divina: por eso el amor maternal tiene sus acertados presentimientos, sus profecías, sus adivinaciones. El amor maternal, como todo sentimiento grande, aunque nazca en la tierra se eleva tanto y tanto, que llega con sus efluvios hasta el cielo.

El hombre necesita en su infancia el amor de su madre, como necesita en su juventud el amor de una mujer buena que le libre de las corrupciones del vicio. Si todos los hombres encontraran al nacer una madre tierna, y al penetrar en el mundo social una amorosa Beatriz, ninguno se pervertiría.

La influencia de la madre se deja sentir siempre; todos los hombres pensadores creen en ella, y tanto es así que recordamos haber oído referir, que los directores de una gran compañía de varias industrias especulativas, antes de recibir a un dependiente y tomarlo a su cargo, se informaban del carácter y costumbres de su madre.

Madame de Maintenon, que no tuvo una madre dulce, Madame de Maintenon que nunca fue madre, adivinó la influencia de esta en la sociedad, y quiso fundar una escuela donde se educaran a las mujeres para madres. Aquella dama fría, de espíritu pedagógico, más calculadora y analítica que sentimental, más razonadora que sensible, tuvo sin embargo el instinto de crear en Saint Cyr una gran institución para instruir a las jóvenes en los deberes relativos a la alta y sagrada misión que tienen que desempeñar y que les está confiada por la naturaleza. Las educandas que más brillaban, adquirían como título de recompensa un diploma en el que eran denominadas Madres precoces. El título de madre precoz era el mejor laurel, la mayor palma, la más hermosa aureola.

Las mujeres, según ha dicho un escritor español de nuestros días, son algo más que los ángeles porque son madres. Empero, debemos manifestar que la influencia maternal puede ser benéfica o nociva, fatal o provechosa. Infausta fue esa influencia para Gibbon, Mirabeau, Voltaire, Arouet y Volney: al estudiar la vida privada de esos grandes hombres se encuentra en ellos la aridez, la sequedad moral del corazón de sus madres.

Saludable fue la influencia maternal para Duclos, Sismondi, Chenier y Capel; el cual al morir su madre, no solo llora su muerte, sino la pérdida de su inspiración y su valor, que han muerto con ella. Buckle cree encontrar en el amor de su madre la fuente de inspiración, como madame de Sevigné la encuentra en el amor hacia su hija. Kant afirma que cuantos méritos y cualidades atesora, no son innatos en él pues los debe a su madre. Bosquet le consulta todos sus pensamientos y le pide su consejo antes de resolver nada, seguro de que así obrará mejor.

Bernard nos manifiesta que solo vive para ella, y que sin ella no quiere honores ni riquezas. Byron tiene que lanzarse en medio de todas las tempestades del mundo para huir de las borrascas de su hogar. Estudiemos a Lady Byron, a esa mujer altanera que no supo amar a su hijo ni hacerse amar de su marido.

- II -

Catalina Gordon, madre de Lord Byron, fue al altar llena de amor; pero su marido no la llevó al templo movido por el mismo sentimiento. El marido de Catalina Gordon no vio en ella más que su dote, la adquisición de una fortuna que en dos años derrochó. Al empezar a sentir los dolores de la penuria, Catalina no supo hacerse superior a ellos, se irritó y en vez de atraerse a su marido, se granjeó su antipatía. Era honrada, modelo de fidelidad conyugal, pero muy despótica y altanera; carecía de las virtudes amables que necesita una mujer para hacer grata su compañía, de aquellas modestas virtudes más necesarias en la vida íntima que los grandes heroísmos. A una mujer de virtudes austeras se la admira; a una mujer de virtudes amables se la quiere, y en el cariño hay más grados de calor moral que en la admiración.

La pérdida de los intereses fomentó fuertes colisiones en el hogar de Byron, porque la decadencia de una familia ilustre es cien veces más terrible que la miseria del indigente. Son múltiples las necesidades que impone el triste privilegio de pertenecer a una alta clase y los sacrificios de todo género que tienen que hacerse para sostener la dignidad del rango, se pagan con acerbos sufrimientos, para los cuales no hay compensación.

Las batallas del turbulento hogar de Byron se hicieron cada vez más reñidas, y el marido de Catalina no pudiendo soportarlas, resolvió abandonar su familia y su hogar.

La exasperación de Lady Byron creció al verse herida en su corazón y en su amor propio, y se hizo más brusca para el hijo del que la abandonaba, el cual se convertía en mudo testimonio de un amor no comprendido.

Byron, como dice uno de sus biógrafos, fue engendrado en el dolor; para nacer tuvo que ser arrancado a las entrañas de su madre. Parecía tener más que miedo, horror a la vida, parecían espantarle los seres humanos cual feroces alimañas, batíase en rebeldía por no querer formar parte de la familia universal que habita en el planeta. Le obligaron a entrar violentamente en el mundo, y por eso odió más que amó. Su llegada a la vida se anunció con un fuerte vagido, cuyo eco no se extinguió jamás, con un vagido que fue tan eterno como glorioso.

Todos los niños son arrullados por sus madres con tiernos acentos; Jorge Byron no oyó más que sollozos.

La sonrisa de la madre es la primera impresión grata que penetra en nuestra retina: Byron solo contempló un semblante sombrío, un adusto ceño. Como Byron aprendió desde la infancia a llorar, ya nunca supo reír: en las sarcásticas carcajadas de Byron hay más amargura que en un raudal de llanto. Byron no ha conocido la alegría, porque las dulces alegrías solo se encuentran en los goces legítimos; el aturdimiento inebriativo que proporcionan los placeres sensuales, las fáciles conquistas y los vicios, dejan un recuerdo de vergüenza en la mente, un vacío en el corazón y una gran saciedad en el alma.

Byron pasa con gran rapidez de la frenética alucinación de la orgía al anhelo del suicidio: todo en él es poco acentuado, vago, misterioso; su alma es un croquis, una silueta que se dibuja débilmente entre las densas nubes de un crepúsculo de invierno.

En toda pasión fue víctima y verdugo al mismo tiempo; una extraña fatalidad pesaba sobre él y sobre cuantos seres amó. Tenía temporadas en las cuales era muy misántropo: miraba con desprecio a la humanidad, porque preocupado con la idea de que todos se burlaban de su cojera, quería anticiparles como pago de sus burlas, su desprecio.

Su madre le había dicho irónicamente que no podría escalar la tribuna sin tambalearse, que no subiría a ella con firmeza y majestad, sino oscilando como débil llama de una bujía de sebo, lo cual perjudicaba a su dignidad, de par: tal mordacidad le hizo acre el carácter; nunca se cicatrizaron las cruentas heridas que aquella mujer le infirió con el afilado puñal de la sátira.

Madre e hijo fueron a vivir al campo, y Byron, buscando la soledad de los bosques y los paisajes más agrestes, se hizo todavía más áspero en medio de una naturaleza selvática: tuvo que aprender a trepar por las montañas como las cabras, ya que su cojera no le permitía bailar en los salones con las mujeres que le agradaban. Mientras permaneció en el campo, debió recoger en su alma el bramido de las olas, el rugido de las tempestades y el estruendo de las cataratas para repercutirlo en sus obras con grandilocuente armonía. Entregose a ejercicios violentos, la natación, la caza, después los viajes; pero nada satisfacía sus deseos; en todo encontró desencanto. Buscó en los países más privilegiados las bellezas del arte y las de la naturaleza, mas no halló nunca el ideal que acariciaba su prodigiosa fantasía.

La superioridad de su genio le hacía muy desgraciado: sin explicárselo sentía el peso abrumador de su grandeza. Esta superioridad le alejaba muchas veces de los demás seres, y al encontrarse aislado, revolcábase su pensamiento en los abismos insondables de la duda.

Byron es el poeta de la desesperación; hay en su genio un imán que atrae hacia sí todos los rayos y centellas. Si el genio de Byron no hubiese encontrado tempestades en la vida, las hubiera forjado para cantarlas. Byron es original en su genialidad satírica y melancólica; se le censura el ser demasiado personal: realmente su egoísmo de escritor no tiene límites. Abrigó un alma exaltadísima, impetuosa, una de las almas más ardientes y fogosas; de suerte que alma y genio fueron en él una misma cosa, o bien consecuencia el uno de la otra. Hay en su estilo anomalías como en su carácter; este se halla formado de antítesis: lejos de tener la frialdad británica, parece un hombre del Mediodía; las emociones son fugaces en él, pero le dejan surcos de fuego.

Es un poeta completamente subjetivo, sus sentimientos son impetuosos y salvajes, se desencadenan como el huracán. Byron ha cometido un grave pecado literario, ha vaciado sobre su siglo el veneno que se desbordaba en su alma, y como su genio tiene gran atracción, la mayor parte de los seres que viven la vida de la inteligencia han bebido ese tósigo infernal. Sus blasfemias son peligrosas, no porque son estridentes, sino porque son bellas. Para Byron la vida es sarcasmo sin causa, perversa ironía, aliento del mal. Su espíritu se asemeja al de Voltaire; cuando quiere cantar lanza imprecaciones.

¿Queréis conocer al autor de Manfredo, de la Prometida, de Abidos de Lara, del Corsario, de Parisina, del Sitio de Corinto, de Beppo y Mazepa? Buscadle en su poema Childe Harold, o en la epopeya D. Juan, su obra maestra. En resumen, el genio de Lord Byron carece de la ternura que faltaba al alma de su madre.

Bosquejemos a grandes rasgos la fisonomía moral de la madre de Lamartine y nos complacerá encontrar en ella rasgos característicos de la inspiración de su hijo.

- III -

La madre de Lamartine nació devota; pero su piedad no fue una piedad ignorante y supersticiosa. Ella enseñó a sus hijos a orar con oraciones que no eran rutinarias; sabía elevar su alma a Dios en alas de una plegaria: quemaba incienso en medio del mundo, haciendo que solo exhalara su fragancia hacia el Creador. A pesar de haber nacido en el palacio de Saint Cloud, no penetró en ella la ligereza y frivolidad que se respira en las perfumadas atmósferas palaciegas. Estaba dotada de grandes condiciones para la meditación, y al hallarse rodeada de seres superficiales no participaba del bullicio y aturdimiento general; sumergíase en su recogimiento habitual, cumpliendo al mismo tiempo aparentemente, con gran exactitud, las fórmulas de la más rigurosa etiqueta. A nadie quiso fiar la educación de sus hijos; encerrose en su hogar y les daba lección muchas veces en presencia de los criados para enseñarles la modestia y la humildad. Tenía la inteligencia bastante cultivada, pues en su juventud había tratado en los salones de su madre personas muy eminentes, contándose entre ellas, Duclois, A’Alembert, Madame de Genlis, Voltaire, Rousseau, Buffon, Florián, Grimm, Morellet, Necker y Gibbon. Las diferentes ideas religiosas de estos hombres no influyeron en ella: su piedad estaba tan arraigada en su alma que podía sufrir como el roble la sacudida de los vientos sin desgajarse.

Cuando la adversidad destruyó la dicha de su hogar, les supo trasmitir a sus hijos el valor y la resignación que le inspiraba su piedad. Al hallarse preso su marido en la época del Terror, alquiló un granero para contemplar desde allí el tejado que cubría la prisión del amado cautivo. Y como el telescopio del amor acerca todas los distancias, pronto ingeniosos telégrafos movidos por la electricidad del corazón traspasaron aquellos impenetrables muros.

La madre de Lamartine poseía un alma serena y limpia, que nada pudo enturbiar, un corazón muy tierno y un elevado criterio. Alimentó a su hijo en la idea del deber, de la justicia y de la verdad, y este amor al bien inculcado por su madre, le inspiró siempre en diferentes formas la apoteosis de la virtud.

¡Cuán discreta y tierna aparece esta admirable mujer diciendo a su adorado Alfonso: No quieras ser grande, sino bueno.

La madre de Lamartine fue amada por su hijo como merecía serlo. ¡Cuántas veces se desprendió de una joya para satisfacer un capricho de Alfonso! Cuando se hallaba moribunda, le comunicaron que este acababa de ser nombrado académico en París y ministro en Grecia: la fuerte emoción que le produjo la noticia, tuvo el poder de prolongar su existencia algunos días. Así lo afirma uno de los médicos.

- IV -

Lamartine es el poeta del sentimiento, el poeta de las mujeres. Diferentes escuelas literarias y caprichos de la moda, podrán relegarle temporalmente al olvido, desdeñándole sistemáticamente; pero como el buen gusto es siempre uno, pasado el vértigo de sus detractores, Lamartine prevalecerá. Mientras haya almas tiernas; mientras palpiten los corazones inflamados en el amor al bien, tendrá partidarios el poeta de las nobles pasiones y de los castos amores.

Los enemigos de la gloria lamartiniana acusan al poeta de las Meditaciones y las Armonías, de tener alma femenina, mas con tal acusación demuestran tácitamente que solo las mujeres saben sentir.

Estudiad la Historia de los girondinos, y quedaréis fascinados por la magia de un talento vigoroso. El tierno poeta que ha recorrido cual nadie todos los tonos del sentimiento, sabe escalar las cumbres de la razón: seguid si podéis su potente vuelo y le veréis remontarse a las esferas del filósofo, del estadista, del analítico y del sabio.

Lamartine posee todos los talentos: para que nada falte a su glorioso nombre, también se halla engalanado con la gloria del orador. En el día 25 de febrero de 1848, lanzose en medio de una multitud amenazadora que quería enarbolar la bandera roja, y con persuasivas razones logró restablecer la calma en los ánimos más exacerbados. A su elocuente palabra se debió también la abolición de la pena de muerte por delitos políticos.

El estilo de Lamartine es noble, delicado y púdico: su generosa inspiración encuentra consuelos para todos nuestros dolores, su exuberante fantasía nos oculta las groseras realidades de la vida, cubriéndolas con manto de odoríferas flores.

La moderna escuela literaria podrá reprobar el romanticismo de Lamartine; pero las almas ardientes y sentimentales, las almas exaltadas por el amor, se entusiasmarán con las doctrinas poéticas de Lamartine; porque en toda alma apasionada y entusiasta, se oculta siempre un gran fondo de romanticismo.

La belleza es eterna: todos los seres dotados de sentimiento estético, experimentarán dulces impresiones recorriendo las hermosas páginas de Lamartine. En los altares de la gloria lamartiniana no se apagará nunca el sacro fuego del entusiasmo, porque en cada mujer tendrá Lamartine una vestal encargada de guardarlo.

- V -

La madre de Lamartine es como el genio de su hijo, brisa acariciadora. La madre de Lord Byron es como la musa de este aquilón devastador.

La madre del poeta sajón es rayo, catarata, torrente desbordado; la madre del cantor de las alegrías del hogar, es ánfora de prodigioso bálsamo que se esparce y se derrama sobre las almas enfermas.

La madre del descendiente de los normandos, es vaso de veneno que se vierte por sí mismo sobre los corazones sanos para corromperlos; áspid que no puede morder sin causar la muerte.

Esas dos madres son el ángel de la luz, y el espíritu de las tinieblas; el gusano y la flor; la paloma y la hiena; la mariposa y el búho; el reptil y el ruiseñor; la negra tempestad y el brillante arcoíris.

¡Olvido eterno a la madre del poeta de la duda y la desesperación, por haber emponzoñado su alma, olvido eterno a la madre del poeta de los grandes hastíos y los grandes escepticismos, que deja por doquier un reguero de acíbar! ¡Mil bendiciones a la madre del poeta que convierte los recuerdos en religión; a la madre del cantor de la esperanza, de las ilusiones y de la inocencia, a la madre del poeta que nos enseña a creer y amar, que deja en nuestro corazón, luminosa estela de suprema felicidad!