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La madre de Chateaubriand

Concepción Gimeno de Flaquer

¡Felices los hombres que han tenido una madre virtuosa, inteligente y tierna! ¡Cuán grata debe serles la práctica del bien! Cuando veáis un hombre honrado, huérfano de madre, saludadle con respeto y admiración, porque ese hombre es dos veces bueno. Fácil es amar la verdad y la justicia, si nuestra madre nos la ha hecho amar; fácil es amar el deber si nuestra madre nos lo ha poetizado. El corazón de la madre y el corazón del hijo, se parecen al cielo y al mar, como el cielo y el mar se miran con arrobamiento, truecan sus cristales, retratan sus imágenes, las funden en una sola y se devuelven mirada por mirada, sonrisa por sonrisa, destello por destello y reflejo por reflejo.

Las impresiones recibidas en la infancia por conducto de la madre, se graban en nuestra alma con buril de fuego. A excepción de esos monstruos de la naturaleza dotados de perverso instinto, todo hombre es lo que su madre quiere que sea. Por eso las madres no deben amamantar a sus hijos en el error, pues nunca alcanzarían estos la verdad. La influencia de la madre es un hecho inconcuso, que nadie se atreverá a negar.

Un ilustre médico francés, Mr. Testelin, afirma ser una verdad, fisiológicamente reconocida, que la constitución física de la madre influye más sobre el hijo que la del padre. Mr. Frarière, lleva más lejos este aserto añadiendo que, la influencia maternal empieza a obrar sobre los hijos, moral, física e intelectualmente desde el período de la gestación. Por tal motivo, mientras la madre lleva en su seno al anhelado ser que vive de su vida, debe proporcionarse dulces y gratas impresiones; debe formar su criterio con sana lógica y su corazón con puros y nobles sentimientos; debe alimentar su fantasía con suaves imágenes, despertar en su conciencia la idea de lo justo que es lo bueno, nutrir su alma con todo lo grande y levantado. Los griegos, que siempre han profesado la religión de lo bello, introducían en las habitaciones de las mujeres que se hallaban grávidas, los mejores cuadros y las mejores estatuas. ¡Hermoso, profundo y filosófico pensamiento que debía producir excelentes resultados!

La influencia maternal deja huellas indelebles sobre nuestro carácter y sobre nuestras costumbres; esto hace indispensable el empeño con que deben esforzarse las madres en corregir sus defectos para que no pasen a sus hijos; por eso deben todas caminar resueltamente con segura planta por la senda de la virtud, guiándoles. Si a todas las madres no está reservada la dicha de crear hombres eminentes, todas tienen el deber de formar hombres honrados. ¡Desgraciados los seres que han tenido que educarse la conciencia por sí mismos! Observadles: la conciencia de estos seres está sujeta a mil diversas fluctuaciones. La conciencia formada por nosotros mismos suele tener un carácter vacilante y débil: la conciencia formada por nuestra madre es fija, vigorosa e inflexible. La voz de una madre virtuosa deja un eco profundo en nuestro corazón: no es fácil extraviarse conservando ese santo eco.

Nadie puede reemplazar a la madre en la importante misión de educadora de sus hijos. Las institutrices tienden a desarrollar los talentos brillantes que excitan la vanidad, los talentos que producen aplauso en los salones; las madres son más prácticas y procuran hacer adquirir a sus hijos talentos útiles que sirvan para la vida privada. En la vida interior, en la vida del hogar, es donde más se necesitan esos pequeños talentos que no proporcionan gloria, pero que valen más que esta, porque nos dan la felicidad.

La institutriz, por buena que sea, opondrá, sin advertirlo, su influencia a la de la madre, y la niña vacilará entre esas dos influencias.

La madre que busca una institutriz a su hija, queda desautorizada ante ella, porque le demuestra que no es apta para educarla.

¡Ilústrense las mujeres con objeto de que puedan educar directamente a sus hijos, sin influencias extrañas! ¡Madres! No fieis a manos mercenarias la educación moral de vuestros hijos, porque os arrebatarán su corazón.

Respetamos a la institutriz y la consideramos un miembro útil a la sociedad; pero en nuestro concepto, la institutriz debe existir únicamente para las jóvenes que no tienen madre; para estas sí, pues no nos cansaremos de recomendar se confíe la educación de la mujer a la mujer.

Nadie puede formar el corazón del niño cual una madre inteligente y tierna; la madre desarrolla las facultades del alma de su hijo para que la materia no ahogue al espíritu; la madre sabe establecer un perfecto equilibrio entre su vida física y su vida moral. La madre hace germinar en nuestro espíritu la semilla del amor a lo bello y del amor a la verdad: cultivando estos dos sentimientos podemos salvarnos.

Os preguntamos con Aimé Martín: «¿Dudaréis madres de vuestra misión al ver las gratas armonías por las que están los niños unidos a vosotras? La naturaleza acercándolos a vuestros labios, los acerca a vuestro seno, los despierta a vuestras caricias, quiere que os lo deban todo; de suerte que después de haber recibido de vosotras la vida y el pensamiento, esos ángeles de la tierra esperan vuestras inspiraciones para creer y amar».

¡Creer y amar! ¡Dichosos los que creen y aman! Creer y amar es vivir, porque creer y amar es respirar la vida del sentimiento, es darse cuenta de su ser, es tener el corazón arrullado dulcemente y abrigada el alma contra los hielos de la duda. Creer y amar es ser bueno. Solo la madre puede hacernos creer y amar, porque el amor y la fe no se enseñan, se inspiran. En el corazón de la madre arde siempre la inextinguible llama de la fe; brota constantemente el inagotable manantial del amor. Paulina Susana de Bedée, madre de Chateaubriand, es ejemplo de tal verdad. La madre de Chateaubriand, que era piadosa e ilustrada, alimentó el corazón de este con las verdades de la religión cristiana. Cual santa Mónica a su hijo Agustín, trataba de acercarle a Dios por todos los caminos, diciéndole: «Nada hay distante de Él». Chateaubriand fue devoto en toda su infancia, mas en la juventud, al hallarse separado de su madre, sufrió grandes combates su fe religiosa: los malos libros y los malos amigos le habían pervertido; pero las máximas de su buena madre, aprendidas en la niñez, que solo se habían eclipsado en su memoria temporalmente, volvieron a aparecer más tarde con refulgentes caracteres. De una lágrima de la madre de Chateaubriand brotó El Genio del Cristianismo, ese gran libro, uno de los mejores monumentos alzados a nuestra religión. Dios se sirvió de la madre de Chateaubriand para volver a este a sus deberes. Escuchad a él mismo y os convenceréis de la verdad de nuestro aserto; dice así: «El recuerdo de mis extravíos envenenaba los últimos días de la vida de mi madre; ella encargó al morir a una de mis hermanas tratase de despertar mis sentimientos hacia la religión en la cual yo había sido educado. Mi hermana me envió una carta dictada por mi madre, y tanto me conmovió que me convertí. Confieso que al reformar mis ideas no he cedido a grandes luces sobrenaturales; mi convicción ha salido del corazón: lloré y creí».

El Ensayo histórico sobre las revoluciones había causado gran pesadumbre a su madre, por ser una obra llena de escepticismo, de desaliento e impiedad. El Genio del Cristianismo fue la refutación de esa obra, fue un homenaje tributado a la memoria de la que le dio el ser. Esta desde el cielo debió sentir un estremecimiento de alegría.

El Genio del Cristianismo es lo que más ha cimentado la gloria del autor de Atala, René y de las Aventuras del último Abencerraje. El Genio del Cristianismo produjo en Francia una revolución moral y literaria: él demolió el edificio construido por los sabios enciclopedistas sostenido hacía más de medio siglo por la influencia de Voltaire.

El Genio del Cristianismo predicaba unas doctrinas tan consoladoras, respondía tanto a las necesidades de almas combatidas y fatigadas, que todos se dejaron atraer por su suavidad y dulzura. Esa obra imperó a pesar de los ataques de los revolucionarios, porque ofrecía nuevos horizontes llenos de encanto y poesía, descripciones maravillosas de la naturaleza hechas en grandilocuente estilo, porque encerraba delicadas sensaciones del alma, nobles impulsos del corazón, generosas aspiraciones del espíritu. El Genio del Cristianismo convence más que los libros de nuestros mejores teólogos, porque la obra de Chateaubriand fascina la imaginación después de haber halagado el corazón. Ni el mismo san Bernardo en sus tres tratados sobre la virginidad, ha sabido encontrar imágenes más poéticas que las que emplea Chateaubriand para cantar las excelencias de ella. Chateaubriand busca la belleza en la castidad, y como se inspira siempre en la naturaleza, se enamora del aroma del nardo, del murmurio del arroyo, de los colores del iris y del rayo de luna; porque son castos el rayo de luna, el color, el sonido y el aroma.

Al leer a Chateaubriand pronto se comprende que ha sido educado en el templo de la naturaleza, bajo la dirección de un sacerdote femenino. Hay en el genio de Chateaubriand la ternura, la delicadeza, la castidad, los pudores del genio de la mujer. Hay en el alma de Chateaubriand algo de la mística exaltación femenina que el racionalismo no pudo destruir, ni aún en la época en que parecía imperar sobre aquel alma. No consideremos una paradoja este pensamiento suyo: yo era cristiano y muy cristiano, cuando me empeñaba en no serlo. La madre de Chateaubriand fue piadosa cual una santa, y como Chateaubriand amaba mucho a su madre, sentía siempre su benéfica influencia.

La piedad de la madre de Chateaubriand nos queda revelada en esta frase de su hijo: «Toda la fama y vano esplendor que ha adquirido después mi nombre, no hubiera dado a Madame de Chateaubriand un solo instante de orgullo semejante al que tuvo como cristiana y como madre, cuando me vio recibir la primera comunión».

Las memorias autobiográficas de Chateaubriand están esmaltadas constantemente con el recuerdo de la autora de sus días. Trascribamos el retrato que de ella nos hace: «Mi madre estaba dotada de un gran talento y de una imaginación prodigiosa: se formó con la lectura de Fénelon, de Racine y de Madame de Sevigné: sabía de memoria el Cyro. Mi madre no era bella, pero poseía gran elegancia de modales. La viveza de su genio contrastaba con la rigidez y la calma de mi padre. Aficionada al bullicio del mundo, tanto como lo era mi padre a la soledad, y vivaracha e impetuosa tanto como frío e inmóvil este, todos sus gustos eran diametralmente opuestos a los de su marido. Tal contrariedad de genios convirtió su alegría y atolondramiento en una profunda tristeza. Precisada a guardar silencio cuando tenía deseos de hablar, se desquitaba de tal privación entregándose a una especie de melancolía estrepitosa, que le hacía exhalar hondos suspiros, los cuales eran los únicos que interrumpían la tristeza muda de mi padre».

Tres mujeres ejercieron gran influencia en la vida de Chateaubriand: su madre, su hermana Lucila y su encantadora amiga Madame de Recamier.

Chateaubriand debe a su madre la fe que le inspiró su obra maestra; a Madame de Recamier la resignación con que soportó los últimos años de su existencia tan llenos de amargura; a Lucila la revelación de sus facultades literarias. Paseando una tarde con Lucila admirando los encantos de la naturaleza, Chateaubriand le habló de ellos con vehemente entusiasmo, y al oírle exclamó Lucila: «Tú debes pintar estas bellezas que tan bien sabes sentir».

Lucila descubrió que Chateaubriand era poeta: la revelación de su genio hecha por su hermana le inspiro gran confianza en sus fuerzas, porque él respetaba mucho el talento de Lucila. Desde aquella famosa tarde empezó a confiar al público sus pensamientos.

Lucila era literata, pero no dio ninguno de sus escritos a la prensa: después de su muerte se encontraron algunos fragmentos autógrafos juzgados por su hermano del siguiente modo: «La elegancia, la igualdad, el idealismo y la sensibilidad apasionada de las páginas de Lucila, ofrecen una mezcla del genio griego y del genio germánico».

La educación religiosa y artística de Chateaubriand, se debe a dos mujeres: su hermana le formó el gusto literario; su madre le inspiró la fe cristiana.

¡Hombres, respetad a la mujer y educadla en el amor a la verdad, porque ella trasmitirá a vuestros hijos la educación que le hayáis dado!

¡Educad a las mujeres para madres! La influencia de la madre no se borra nunca, lo que ella nos enseña no se olvida jamás. Chateaubriand recitaba con más entusiasmo que los versos de Homero unos cantares tiernos, pero sin ningún mérito literario, solo porque los había aprendido en su hogar. Este escritor daba mucha importancia a las mujeres. No hay nada, dice, que pueda reemplazar el agrado, la delicadeza y el afecto de una mujer; olvídanle a uno sus hermanos y sus amigos y le desconocen sus compañeros; pero no sucede lo mismo con su madre o con su hermana.

Los pesares que experimentó la madre de Chateaubriand, decidieron a este a escribir El Genio del Cristianismo: el dolor ocasionado por la muerte de su hermana Lucila, le hizo pensar en la aplicación de las teorías literarias de aquella obra y concibió el plan de Los Mártires, magnífica epopeya en prosa.

Lo repetimos mil veces: es indiscutible la influencia de la mujer. De una lágrima de la madre de Chateaubriand, brotó El Genio del Cristianismo: del último suspiro de Lucila, Los Mártires de la Religión Cristiana.

La lágrima de una mujer devota, puede crear el brillante panegírico de una religión; la burlona sonrisa de una mujer escéptica puede destruirlo.