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La ilustración femenina en México

Concepción Gimeno de Flaquer





México es un pueblo enamorado del progreso; no debe sorprendernos que atienda con preferencia a la cultura femenina. Desenvolver la instrucción de mujer es realizar un fin más elevado que el político, económico e industrial; es educar a las futuras generaciones. El Gobierno mexicano, tan progresista como moralizador, lo ha comprendido así, y por eso ha dado a la mujer amplia instrucción, y con ella, un poderoso escudo para que se defienda contra la miseria.

La mujer es la propagadora del error o la verdad; en tal concepto debe elevar su espíritu sacudiendo el ominoso yugo de la ignorancia, ya que en su ineludible influencia puede ser benéfica o nociva. Tan firme convicción estuvo siempre arraigada en el mexicano, y por eso no quiso a la mujer abyecta, degradada por el servilismo, encadenada a lo vulgar o unida al carro de su tiranía. Los descendientes de Cuahutemoc son valientes, caballerosos, nobles, dignos; con estas condiciones no pueden desear para madre de sus hijos o compañera de su vida, a un ser automático en cuyo cerebro exista la virginidad de la idea, a un ser inferior a ellos.

Los que desconocen los adelantos de aquel vigoroso pueblo; los que no saben que aventaja en muchas cosas a los primeros pueblos de Europa, especialmente en la constitución política y religiosa, no heredada de los extranjeros, sino debida a iniciativa propia, al atlético impulso del Reformador, del gran Juárez, se asombrarán al saber que la mujer recibe en México instrucción académica, y que existen numerosas alumnas matriculadas en la Universidad, habiendo obtenido brillantes notas en filosofía, jurisprudencia y medicina.

Entre otras mujeres que allí ejercen la ciencia médica con éxito, consagrándose a curar las enfermedades de su sexo, sobresale Matilde Montoya, respetada por todo aquel cuerpo científico de donde han salido fisiólogos eminentes, quirurgos notables y médicos que como Lavista, Domínguez, Carmona, Liciaga, Bandera, Valle, Martínez del Campo, Megía, Icaza, Marín, Mendizábal, Manjaraz y Muñoz han representado brillante papel en los congresos europeos.

Matilde Montoya es una figura importante; ella ha trocado la perfumada atmósfera del boudoir por los fétidos miasmas de un hospital, el bouquet por el escalpelo, el espejo por la repugnante plancha del anfiteatro, los laureles sociales por el severo birrete doctoral, los halagos de la galantería por los aforismos de Galeno. Matilde Montoya ha prestado un importante servicio a la humanidad, introduciendo el pudor en la medicina.

Nadie como la mujer, dotada de alta ciencia, puede curar a la mujer y al niño; su dulzura y delicadeza ejercerán suave dominio sobre estos. La mujer podrá apoderarse mejor que el hombre de los secretos de la enferma, porque sabe hablar el lenguaje de la persuasión, porque para ella no puede presentarse con velos el sexo a que pertenece, ya que su indisputable sagacidad destruye arcanos y enigmas, ya que para ella no hay esfinge posible. No existe psicólogo que aventaje a la mujer cuando se trata de sondar el corazón femenino. Hallándose tan estrechamente enlazados el ser físico y el ser espiritual, el médico necesita conocer las odiseas del alma para curar los dolores del cuerpo. Sufrir no es lo mismo que padecer: para apreciar la diferencia que existe entre ambas cosas, es necesario poseer una ciencia infusa que solo la mujer posee.

Las enfermedades neuróticas, de las que nacen tristezas injustificadas, caprichos raros, displicencias, irregularidades del carácter, nostalgias y melancolías indescriptibles, llegan a formar un estado morboso que no escapa al análisis de la doctora, porque encuentra el germen de la enfermedad en su sexo ¿Quién ha de conocer la delicada hiperestesia del niño cual ella? ¿Quién ha de saber hablarle en ese idioma especial que se aprende al pie de la cuna del pequeñuelo, idioma que tiene por alfabeto sollozos, miradas, lágrimas y sonrisas?

No deben escatimarse aplausos entusiastas a los gobiernos que protegen la instrucción de la mujer, porque la instrucción es agua lustral que purifica, higiene que conserva la salud intelectual, es luz, fuerza, vida, la poderosa vida del espíritu.

La mujer fue siempre entre los mexicanos una compañera, a la que nunca abandonaban, permitiéndole participar de los azares de la guerra. En las pinturas de los antiguos indios se la ve en el campamento llevando armas para el marido y esgrimiéndolas cuando es necesario. Descendientes de aquellas valerosas mexicanas son Leona Vicario, La Corregidora, Ignacia Riech y Agustina Ramírez, heroínas de la Independencia y de la Intervención.

El levantado espíritu de la mexicana se ha demostrado en múltiples formas: el siglo decimoséptimo, se honró con el nombre de Francisca Gonzaga Castillo, notable matemática; el décimo octavo con el de Sor Juana Inés de la Cruz, cuya fama abraza dos mundos. La fama de la monja mexicana era tal, que todos los virreyes querían conocerla; y a pesar de su modestia y de su afición al recogimiento, tenía que presentarse en el locutorio para recibir visitas de prelados y magnates que buscaban sus discretos consejos.

Es sorprendente que en el siglo XVI existieran en Nueva España poetisas, en el momento en que apenas se vislumbraban los albores de una nueva civilización. Hasta las mujeres recluidas en los conventos, extrañas al desenvolvimiento de las nuevas ideas, dieron muestra de su amor al estudio y de su inspiración en libros de biografías, de oraciones y de versos. En la época colonial las fiestas religiosas y civiles celebrábanse con certámenes en los que brillaban muchas mexicanas, escribiendo no solo en castellano sino en latín, como lo hizo muy eruditamente María Teresa Medrano. No sorprenderá este adelanto en el sexo femenino si se atiende a que México se ha distinguido siempre por su cultura, siendo la primera nación americana que tuvo imprenta y Universidad.

En la última Exposición de Chicago, en que tan brillante papel representó la noble patria de Juárez, la mujer mexicana ofreció gallardas manifestaciones de su ingenio en obras científicas, literarias e industriales, habiéndose coleccionado en un tomo, más de cien composiciones de mujeres, entre las que cultivaron las letras desde la conquista hasta nuestros días. Este lujoso libro, que no puede hacerse mejor en Alemania, se dedicó a la esposa del actual Presidente de la República, a la ilustrada y elegante dama Carmen Romero Rubio de Díaz, que brilla tanto por la belleza como por la bondad.

Muchas son hoy las mexicanas que se dedican a las ciencias y al periodismo; muchas las que pueden educar a sus hijos sin necesitar institutrices extranjeras, porque los gobiernos atienden a la instrucción hasta el punto de haberla declarado obligatoria.

Y no solo se encuentran los centros del saber en la capital; los Estados de Michoacán, Hidalgo, Oaxaca, Chihuahua, Jalisco, Puebla, Guerrero, Zacatecas, Sinaloa, San Luis Potosí, Chiapas, México, Coahuila, Nuevo León, Veracruz, Campeche, Durango, Querétaro y Yucatán, poseen escuelas superiores, en donde se vigoriza el espíritu femenino, elevándose a las alturas de la ciencia.

La imaginación de los mexicanos es tan brillante como creadora; los artistas y poetas brotan espontáneamente bajo aquel cielo eternamente sereno, que con sus gasas cerúleas y rosáceas refleja en las fosforescencias de los mares, en los jardines flotantes, en las espumas de las cascadas y en los cristales de los lagos, sombreados de cimbradoras palmas, fulgores indescriptibles.





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