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La dama mexicana

Concepción Gimeno de Flaquer





La mujer mexicana es la verdadera sacerdotisa del hogar; el hogar es su templo, allí está su pedestal, allí el tabernáculo de las inmaculadas páginas de su historia.

El hogar de la gran dama mexicana no tiene boudoir, tiene santuario; para visitarlo se debe inclinar la cabeza y doblar la rodilla.

Nunca olvidaré la gratísima impresión sentida al penetrar en el hogar mexicano, ni tampoco los primeros hogares en que penetré. Empezaba a sentir nostalgia de hogar entre las inmensas crujías y los vastos salones de un hotel, que no por ser el primero de México me parecía menos destartalado, cuando tuve el honor de ser invitada a frecuentar diferentes casas de familias mexicanas.

Al visitarlas me pareció haber sido trasplantada desde los hielos del norte a las cálidas brisas del mediodía. La atmósfera que se respira en un hotel es siempre gélida, y en el hogar mexicano se aspira un ambiente de suave calor moral, de apacible felicidad, que filtrándose dulcemente en mi corazón, me volvió a la vida de familia, a la vida del sentimiento, a la vida del alma.

¡Benditos sean los hogares honrados! ¡Cien veces bendito el hogar de la mujer mexicana!

En el hogar de la mujer mexicana no hallaréis ni primorosos cincelados de la gente que vive a la dernier, siendo esclava de la moda, ni esmaltes de caprichosas futilidades, ni filigranas de vida de placer, ni relieves de coquetería; porque como la mujer mexicana no es coqueta, en su hogar todo respira santidad.

En otros hogares he visto la cuna relegada al último rincón; en el hogar de la mujer mexicana, la cuna tiene un trono; la cuna aparece en primer término, ocupa un puesto de honor, es el altar donde se inmola la familia, representada por la madre.

Admira la súbita transformación que sufre la mujer mexicana al sacudir el aurífero polvillo de sus alas de mariposa para vestir el traje nupcial. Cuando toma el augusto carácter de sacerdotisa del hogar, cambia de costumbres: su amor a las fiestas sociales se extingue, su aturdimiento juvenil se calma, su pasión a las galas se amortigua. La mujer mexicana no cifra su gloria en ser la reina de las fiestas, en imponer la moda, o en tener una corte de admiradores; la cifra en crear la ventura de su familia. Es inútil buscar a la mujer mexicana fuera de la familia, porque no la encontraréis; mientras las mujeres de otros países deslumbran a una sociedad frívola, que se desliza en vertiginoso aturdimiento bajo dorados artesones, la mujer mexicana es el ángel custodio del hogar, y vela en la alcoba de su hijo, sin que ninguna fuerza tenga poder bastante para arrancarla de allí.

No le mencionéis a la mexicana las virtudes cívicas de las mujeres de Esparta, porque heriríais su ternura: la mujer mexicana nunca sacrificará a sus hijos en aras de la patria, porque para ella la patria es la familia. La mexicana, que es tan amorosa para sus hijos, no podría decir con el estoicismo de aquella madre romana:

«He perdido a mi hijo, pero la patria se ha salvado».

Nunca comprenderá la mexicana a las espartanas exclamando:

«Hijo mío, la patria pide tu vida; dásela».

«Malas voces circulan acerca de tu valor; haz que mueran, o muere tú».

«Piensa, antes que en salvarle, en salvar a la patria».

Si habláis de estos heroísmos fríos y feroces a las madres mexicanas, os contestarán que los lazos de la familia no los forman las leyes sino el corazón. La mexicana no se distinguirá jamás por las virtudes ostentosas; la mexicana brillará siempre por las virtudes modestas. La mujer mexicana es el raudal inagotable de la ternura maternal, la inextinguible pira del amor conyugal; es el impalpable efluvio de la abnegación que se esparce y se derrama en torno de cuanto la rodea, como invisible vapor, como fragante esencia, cual misteriosa melodía.

Las mujeres mexicanas son tan pudorosas, que solo pueden ser cantadas por la mujer. Jamás podrán los hombres conocer a la mujer mexicana, cual puede conocerla una de su sexo, porque la mujer mexicana se escapa al análisis si pretende estudiarla una mirada masculina. La mujer mexicana es un poema que el pensamiento del hombre no puede analizar, y que solo comprende el corazón de la mujer.

Yo me propongo levantar una punta del misterioso cendal en que se envuelve la mujer mexicana; yo intentaré traspasar los muros alzados por su modestia; yo cantaré sus virtudes, no con trompetas y clarines, no con brioso acento, no con vigor viril, pues ella no toleraría tan estridentes sones; cantaré sus méritos con suaves notas de cítara femenina.

La mujer mexicana es púdica hasta en el amor: en sus fúlgidos ojos que arrojan ígneos resplandores, no brilla la chispa de la voluptuosidad, porque sabe dulcificar su mirada con suaves tintes de candor virginal.

La mujer mexicana es casta como la paloma, pura cual la azucena, inmaculada como el armiño, poética cual un rayo de luna.

En las caricias de la mujer mexicana no se encuentra el deleite del placer, sino la dulzura del amor. Ella es siempre espiritual, y por eso acaricia cual la mariposa al ruiseñor, el rocío a las rosas, las auras al jazmín, las estrellas a los lagos, y el céfiro a las margaritas. En el amor de la mujer mexicana no hay nada profano, porque ella lo santifica todo. No sorprenderéis en la mexicana afectos tumultuosos y desbordados, afectos volcánicos, cual debiéramos suponer en una hija de los trópicos; ella tiene gran pudor en el alma y sabe morir abrasada de amor sin decir que muere.

La dama mexicana es eminentemente católica; podrán existir aquí muchas mujeres fanáticas; pero en cambio no hay mujeres impías. Entre las mexicanas no se conoce la enfermedad del ateísmo. La dama mexicana es rigorista en la moral; distintas coqueterías de salón que se permiten en otros países las mujeres del beau monde, en México serían impugnadas con la más dura severidad.

La dama mexicana posee una moral que no le han enseñado los preceptistas, moral instintiva, ingénita en ella; moral lógica, vigorosa e inflexible. Nadie podría falsearle su moral aun empleando argumentos tan brillantes como capciosos, porque la dama mexicana, tan dulce, tan suave, de tan blando carácter, se levantaría airada para decir enérgicamente a los apóstoles del mal que trataran de extraviarla: «vivís en el error; la moral es una como la verdad, y en moral no se admiten sutilezas, paradojas ni distingos».

El alma de la mujer mexicana es más tierna que ardiente; por eso si se ve abandonada por el ser que hace redoblar los latidos de su corazón, sufre su desgracia noblemente, sin exhalar una queja. Cuando le amarga el ingrato olvido no lanza imprecaciones retorciéndose en brazos de la desesperación; soporta su desventura con heroísmo y ofrece como correctivo al compañero de su vida, el espectáculo de una resignación, no insultante, sino muda, digna y tranquila; el espectáculo de una conducta ejemplar, irreprochable.

¡Oh, la mujer mexicana sabe perdonar!

Ella devuelve por un desdén una sonrisa, por un acento acre un acento de amor, por una mirada dura una mirada acariciadora.

El perdón es la dulce delectación de las almas tiernas, el suave goce de los corazones generosos; es una virtud cristiana, porque el perdón es caridad.

En el corazón de la mujer mexicana se anidan todas las virtudes, destacándose entre ellas la abnegación. La mujer mexicana, avara del dolor para evitárselo a su marido y a sus hijos, absorbe todos los pesares que el destino le envía, y solo destilan sus labios mieles y bálsamos, esencias y armonías. Ella es el astro que ilumina las oscuras sendas del infortunio, ella es el amparo del indigente, el consuelo del triste, la cariñosa amiga del desgraciado.

La mujer mexicana tiene muy desarrolladas las fibras maternales, es el tipo sublime, el ideal perfecto de la madre.

Los pueblos mexicanos, que pueden denominarse pueblos nacientes, se hallan encauzados en la vía del progreso material, gracias a sus buenos gobernantes; mas ¿quién ha de dar impulso al progreso moral? Las madres.

En mi concepto las madres mexicanas están llamadas a regenerar estas sociedades incipientes.

¡Madres!, mi voz amiga debe inspiraros confianza porque soy la cantora de vuestras virtudes. Yo os pido, en interés vuestro y de vuestros hijos, que no fieis su educación moral a manos mercenarias.

La madre debe ser la educadora de la infancia; la madre debe dar la educación moral.

¡¡¡Madres mexicanas, no renunciéis a ese derecho si no queréis faltar a un sagrado deber!!!





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