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Abajo

Kafka y Job: los dos hermanos

Margo Glantz





A la Biblia se la puede enfocar, tajantemente, desde dos posiciones. La primera será la visión del creyente que ha de aceptar todo lo que en ella se contiene como la revelación divina, y toda interpretación será necesariamente dogmática, desde cualquiera de las religiones que la Biblia representa. La segunda visión sería considerarla como el conjunto de escritos que dejó un pueblo a lo largo de su historia, escritos que provienen de épocas muy diversas y que presentan por tanto contradicciones muy aparentes, de tal manera que el concepto de Dios, del hombre y del mundo varía a lo largo de sus páginas, por más que la recopilación haya sido hecha por religiosos que aquilataron su ortodoxia. Con todo, El canto de Débora y el Libro del Profeta Amós, las partes más antiguas de la Biblia, que remontan al año de 1100 antes de la vida cristiana, presentan diferencias muy marcadas; y ni insistir vale en la separación que hay entre el Eclesiastés y el Génesis, el Deuteronomio y el Cantar de los Cantares o el Canto de Job.

Aquí me referiré sólo a ciertas partes de la Biblia, especialmente al: Canto de Job, y a algunos profetas, aunque a veces tome como punto de partida las concepciones básicas que obviamente existen en la Escritura, para pasar al análisis de uno de los novelistas contemporáneos, más notables: Franz Kafka.

Una de las principales respuestas del hombre hebreo al problema de su situación dentro del cosmos, es el planteamiento de un Dios; único concebido como una personalidad. Pero si bien Dios es una persona, no una fuerza ciega, o una realidad inerte y fría, tiende a la vez a sublimar o a trascender su propia imagen. Dios es un Ser de Santidad y de infinita y terrible Justicia, pero es también el amigo de Abraham, el que se pasea en el Paraíso con los pecadores de Adán y Eva antes de su caída, el que visita a Noé en el arca para pasearse allí como Pedro por su casa, o es el que se conduele de Nínive y acepta con paciencia los reproches del airado Jonás. Esta doble imagen perfila la paradoja esencial ante la que se enfrentan por igual Job y Kafka. Job habla con un Dios que se esconde y que inexplicablemente lo ha castigado trascendiendo así a la figura que en un principio acepta dejarse tentar por Satanás o al Dios que aparece al final, desde el torbellino, para restaurar la felicidad de Job. En Kafka la figura paterna, fuente de conflicto interno y habitante continuo de las reflexiones y escritos del autor, acaba por trascender la imagen real para convertirse en la figura cósmica que impone la Ley y representa la autoridad.

Dios ha creado al hombre y lo ha hecho a imagen y semejanza suya. El hombre es pues una réplica de Dios, sí, pero es una réplica hecha de polvo. Ser la imagen de Dios, identifica al hombre con éste, pero como también es «sucios andrajos», «sus días sobre la tierra son como sombra» y «su carne está vestida de gusanos y de costras de polvo», hay un apartamiento total. Se es como Dios, pues se está hecho a su imagen, pero la imagen se disuelve en el lodo, en el polvo y en la mortalidad y miseria de lo humano: hay a la vez identificación y desidentificación. De esta polaridad esencial se desgaja un sentimiento trágico de la existencia. Job sabe que las «manos de Dios» lo hicieron y lo formaron, para luego volverse contra él y deshacerlo. El padre de Kafka que lo hace y que busca en él lo que tiene de kafkiano -en el sentido de parentesco y no del absurdo- lo «aplasta con su mera presencia física». «Desde tu sillón gobernabas al mundo» le dice Kafka a su padre en una carta célebre; Job proclama el poder de Dios diciendo «Con Él está el poder y la sabiduría»; Isaías lo describe «sentado sobre un trono alto y sublime».

¿Por qué Dios ha hecho al hombre a imagen y semejanza suya y luego lo destruye? Pregunta que implica de inmediato la aparición de un personaje nuevo que interviene en la contienda. Dios ha hecho al hombre a semejanza suya y lo conduce por el Paraíso en sublime estado de beatitud y de desnudez, concediéndole el don de su plática y de su presencia. Para completar la imagen Dios otorga un nuevo don al Hombre: la libertad aparece con un signo luminoso que se enfoca, directamente al árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. La libertad lo hace más humano; más humano aún que la semejanza con Dios. La identidad se perfecciona, pero viene el pecado y la figura se ensombrece. Dios da el discernimiento, da la libertad, pero al darla ofrece un único camino: el pecado. Pues ¿qué otra cosa será la consecuencia que implique la elección? Se tiene enfrente el árbol del conocimiento y descifrarlo significa desobedecer la orden divina y abandonar para siempre el Paraíso de las flores y los frutos, el paraíso de las bestias puras. La serpiente, bestia untuosa, símbolo pérfido, signo fálico, ha de corromper al hombre llevándolo por el camino del tropiezo. Lo ha de llevar al parto del dolor y al trabajo que hace brillar la frente. Pero también lo saca de la beatitud perfecta y luminosa y lo enfrenta al hombre y a la tierra y determina al mundo. El cuadro se completa al presentar la trilogía esencial: Dios, hombre y mundo sin paraíso, por una parte, e imagen divina, libertad y pecado por la otra.

Resumamos entonces las paradojas para replantearlas de nuevo. Dios es una presencia personal que a la vez trasciende lo humano, es pues cercano y lejano al mismo tiempo, accesible e inaccesible, fuente de todo consuelo y de todo castigo; autoridad suprema y bien absoluto. El Hombre ha sido hecho a su imagen y semejanza, es pues una especie de fotografía divina que acompaña al Dios solitario del Paraíso -aunque haya también los ángeles y las bestias comunes y las bestias sublimes-, pero esta fotografía se anima con el pecado y se hace carne, carne activa y potente, pero carne de gusanos y de hediondez también. Dios concede dones: su semejanza y, por tanto, la identidad, pero los arrebata al desidentificar al hombre y deshacerlo en lodo y al hundirlo en la tierra de la sepultura, le da la identidad cuando le ofrece la libertad, pero se la quita cuando le otorga el pecado.

Cuando el hombre Job advierte las contradicciones que se triplican enjuicia a Dios, preguntándole por la condición del hombre: «¿Qué es el hombre, para que lo engrandezcas? / ¿Y para que pongas sobre él tu corazón / Y lo visites todas las mañanas / Y todos los momentos lo pruebes?».

Y Kafka en reproche niño enjuicia al padre, siempre en la misma carta: «Y sólo se te oye decir después: "Haz lo que quieras; por mi parte eres libre; eres mayor de edad; no tengo por qué darte consejos", y todo ello con ese matiz de voz ronca y terrible, expresión de ira y condenación total; ante esa voz tiemblo aún hoy, menos que en la infancia sólo porque el sentimiento de culpa inhibitorio del niño ha sido parcialmente reemplazado por la comprensión de nuestra mutua impotencia».

Job es, el sabio y el elegido de Dios. Ser elegido por Dios no es de ninguna manera algo placentero, al contrario, la elección trae consigo el sufrimiento. Jeremías se lamenta: «Desgraciado de mí, madre mía, que me has hecho hombre de lucha»; Jonás se esconde y se va a navegar por los mares, Isaías lleva una quemadura en la boca. «Dios no aborrece al perfecto» exclama Job en medio de su desgracia. Al elegir para que venga el sufrimiento y perfeccionar al sabio, Dios muestra cariño. Cariño vengativo y terrible, tan terrible como la historia de la semejanza. En Kafka la elección metamorfosea y como castigo la identidad se corrompe: el hombre ya no es hombre sino gusano y la manzana no se atora en el cuello de Adán, sino que se pudre en el caparazón quitinoso de Gregorio Samsa, cuando el padre vengativo lo arroja del paraíso sospechoso de la protección y la ira. Dios elige pero no tolera que el hombre se independice. «Con más acierto dirigías tu antipatía contra mi escribir a lo que, desconocido para ti se relacionaba con esa actividad -continúa Kafka en su carta al padre-. En ella, realmente me había independizado y alejado en parte de ti, aun cuando la situación hacía evocar un gusano que aplastado por un pie en su parte trasera se arranca con la anterior y se arrastra hacia un lado».

Con la elección sobreviene el sufrimiento, que en última instancia es causado por la capacidad de elegir. Se puede elegir pero no demasiado, porque de lo contrario Dios castiga. A dondequiera que el hombre se vuelva, lleva consigo la culpa de haber pecado usando de la libertad que lo ha hecho humano.

Job reprocha a sus falsos amigos Elifaz, Bildad y Zofar, el falso reproche que le hacen y de paso acusa a Dios:


...No refrenaré mi boca
Hablaré en la angustia de mi espíritu
Y me quejaré con la amargura de mi alma.
¿Soy yo el mar, o un monstruo marino,
para que me pongas guarda?
Cuando digo: Me consolará mi lecho,
mi cama atenuará mis quejas;
entonces me asustas con sueños
y me aterras con visiones.



Aquí la paradoja ha alcanzado una de sus últimas consecuencias. Dios es poderoso y le ofrece parte de su fuerza al hombre, pero al advertir el uso que éste hace de tal dádiva, Dios se pone celoso y castiga. De un golpe la magnificencia divina se trastrueca y se convierte en maldad. Pero la maldad se vuelve de esta suerte una sinrazón y el Dios benigno se convierte en tirano. Es el «opresor» en Job y en Kafka es lo enigmático, lo absurdo: «A ella correspondía, además, tu poderío espiritual, continúa Kafka. Habías llegado tan alto por tu propio esfuerzo que tenías confianza ilimitada en tu opinión... Cobraste para mí todo lo enigmático que poseen los tiranos, cuya razón se funda en su persona y no en el pensamiento».

Dios no razona, ataca y su fuerza es superiora la flaqueza humana. El autor del Job entra pues en el terreno de lo condicional: «Si un justo fuese tentado qué pasaría» pregunta, y Kafka responde: «Si la identidad reflejase su verdadero sentido qué pasaría». Job enjuicia a su Dios y lo persigue con su reproche en respuesta al sufrimiento con que Dios lo persigue a su vez. Kafka elige la profesión de escritor para escapar a la tiranía del padre que lo castiga por negar la identidad que debería tener y se convierte en gusano o en escarabajo para escapar. Los dos mundos se acercan pasando por esta tierra de nadie donde los «sis» se multiplican y confunden, para desembocar en el lamento de Job cuando profiere las palabras siguientes:


Las cosas que mi alma no quería tocar,
son ahora mi alimento.



La libertad humana es limitada y las fronteras están secretamente trazadas. El hombre peca cuando desconoce sus límites.


¿Cuántas iniquidades y pecados tengo yo?
Hazme entender mi transgresión y mi pecado.
¿Por qué escondes tu rostro
y me cuentas por tu enemigo?...



Pero si Dios le ha concedido la libertad, no puede a la vez señalarle el final del camino; aquí es necesario detenerse para hacer algunas consideraciones. Cuando se habla de elección es evidente que hay dos tipos de elección: la primera es la elección que hace Dios cuando escoge a un hombre para probarlo y demostrarle su cariño o para hacerlo su intermediario ante los hombres; éste sería el caso de los profetas, de Job, de Abraham, de José, etc., y la segunda es la elección que emana de la libertad que se ha concedido al hombre para andar por el mundo. Elección que muchas veces culmina con el pecado. En este aspecto coinciden los mitos griegos y hebreos.

Prometeo se sacrifica para que los hombres avancen, la hybris se manifiesta en que ha transgredido la ley divina para favorecer la ley humana. Sin esta transgresión no existe el progreso. Entre los hebreos la historia humana se hubiese detenido si Adán no acepta la tentación de la manzana que la mujer-serpiente le ofrece.

Sólo el sufrimiento enseña, dice Esquilo; Dios elige al hombre para que sufra y aprenda, repite la Biblia. Sin embargo, la paradoja se aposenta y el reproche surge con fuerza cósmica.

Dios se deja tentar por Satanás y tienta a Job al elegirlo como dueño de su castigo y le extiende el sufrimiento como la arena se extiende junto al mar, para utilizar una imagen bíblica que tanto se reitera. Job se revuelve dentro de los confines que le impone su libertad y se enfrenta al universo regido por Dios: en él vuelan las aves, nadan los peces, oscila el hombre, pero en las fronteras del sufrimiento las imágenes más firmes y más tambaleantes son por partida doble la de Dios y la de Job. Lo inmutable se expresa en los que pretenden hablar por boca divina falseando los preceptos que se encajan en los cauces de una ortodoxia caduca y esterilizante. Job reprocha y no acepta la culpa del pecado original. Busca su propia culpa y cuando más la encuentra dentro de su propio cuerpo joven, no la encuentra en la culpa inmemorial. Kafka se nulifica porque la identidad se le encoge -él tan enclenque, tan ajeno, extranjero a su propio cuerpo-, cuando se enfrenta al padre gigantesco y tiránico. La elección se matiza. Kafka no puede ser elegido del padre, lo es en tanto que es el hijo, es carne de su carne, pero no lo es porque sigue el único camino que su elección le permite: el oficio de escritor. Y es aquí donde se manifiesta lo bíblico, Kafka siente que ha sido elegido por mandato divino para seguir la inspiración: el 21 de junio de 1912 escribe en sus diarios: «Inmensidad del mundo que tengo dentro de la cabeza, pero cómo liberarme y liberarlo sin que yo estalle? Prefiero estallar mil veces que esconderlo o sepultarlo dentro de mí. Es para eso que existo, en este sentido no tengo la menor duda».

La elección es sufrimiento y es redención por lo que implica de libertad. La culpa de Dios empieza a disolverse ¡qué importa! ya volverá a aparecer en el reflujo continuo de las paradojas. La elección de un profeta es probablemente más gravosa para él pero menos desconcertante que la elección del justo. Job sabe que tiene uso de razón porque Dios se lo ha concedido, pero nunca acaba de entender por qué Dios castiga al justo, aunque la justicia se restablezca, y él acabe su vida «viejo y lleno de días». Kafka duda pero su única certeza es su destino que lo condiciona y lo redime como hombre.

El círculo vicioso aprieta sus tentáculos entre las murallas chinas, los procesos y los castillos y la redención es momentánea. La culpa y el reproche vuelven a manifestar tiránicamente su presencia.

Job discurre sobre la brevedad de la vida y se queja:


El hombre nacido de mujer,
corto de días, y hastiado de sinsabores,
sale como una flor y es cortado,
y huye como la sombra y no permanece.
¿Sobre éste abres tus ojos,
y me traes a juicio contigo?
¿Quién hará limpio a lo inmundo?
Nadie.
Ciertamente sus días están determinados,
y el número de sus meses está cerca de ti;
le pusiste límites, de los cuales no pasará...



Kafka escribe en 1910 en sus diarios: «A menudo reflexiono, y siempre debo reconocer que mi educación me ha perjudicado bastante en muchos sentidos. Este reproche se dirige a una cantidad de personas; en efecto, las veo a todas juntas, y como en esas viejas fotografías en grupo, no saben qué hacer, no se les ocurre siquiera bajar la mirada, y están con tanta expectativa que ni se atreven a reírse. Son mis padres, algunos parientes, algunos profesores, cierta cocinera, algunas muchachas de la escuela de baile, algunas personas que solían visitar nuestra casa durante mi infancia, algunos escritores, un maestro de natación, un boletero, un inspector escolar, ciertas personas que sólo encontré una vez en la calle, y otros que francamente no puedo recordar y ésos que no recordaré nunca más en mi vida, y finalmente aquellos cuya instrucción me pasó totalmente inadvertida en ese momento, porque me encontraba distraído; en fin son tantos, que me cuesta trabajo no nombrar dos veces al mismo. Y hacia todos ellos dirijo mi reproche, los presento entre sí de está manera...». Job no encuentra su límite dentro de los grandes límites que Dios le ha impuesto y Kafka se evade del estrecho círculo familiar para impugnar primero a sus padres y terminar con el mundo entero, ese mundo que lo condena en la sala de juicios del Proceso.

Pero todos cargamos la culpa y los reproches nunca liberan. Job, calla y Kafka espera siempre la sentencia.

Para el autor del Job como para Kafka la culpabilidad se manifiesta con mayor fuerza cuando advierte la soledad en que vivimos, cuando, se les estigmatiza con el epíteto de extranjero. Job es amado y respetado, pero la sentencia divina parece revelar su culpa. Si sufre, si está cubierto de llagas, eso lo señala y muestra visiblemente el signo de la cólera divina. Y sólo es perseguido el inicuo. Así Job se precipita, como Edipo, de la mayor prosperidad a la más adversa fortuna y su miseria se concretiza en las pústulas que lo corroen: el pecado aparente lo aísla y lo aleja, es ya un extranjero dentro de la comunidad y como tal es rechazado. Hay que advertir que en el Antiguo Testamento es muy patente la universalidad del Dios hebreo: Amós anuncia castigo contra el Dios de Damasco, Ezequiel profetiza contra Egipto, Jonás se ve obligado a profetizar en Nínive y Dios la protege tiernamente. El concepto del despótico Dios nacional que deambula por los panteones de las cosmogonías súmeras o egipcias, se sustituye por el de Dios universal que ha elegido a su pueblo para representarlo, pero como Dios de todas las naciones. Los marineros que navegan con Jonás aceptan convencidos la superioridad del Dios de Israel ante el prodigio, y los ninivitas, inclusive el rey, se cubren de cilicio cuando oyen sus profecías. De esta suerte la extranjeridad de Job es distinta a la extranjeridad de Kafka. Aquél es extranjero porque ha cometido iniquidad y su pueblo lo condena, lo expulsa de su seno. Job era el venerado y se ha vuelto el paria, como Edipo. Pero Dios lo rescata y lo rehabilita, Job se reintegra y el estigma desaparece. En cambio el estigma será imborrable en el caso de Kafka. Ajeno al mundo, a su propio cuerpo, a sus padres, a la idea absoluta de Dios y además judío, Kafka permanece en la extranjeridad y es sólo el enemigo, el extraño, en una época en la que ser elegido sigue significando sufrimiento, pero ya no redención; en una época en la que el Dios hebreo se ha universalizado pero cancelando a su pueblo, en una época que prefigura al nazismo y que amenaza sordamente desde las páginas de El proceso o El castillo.

La culpa no se cura con el reproche, apenas si hay alivio y el agotador sentimiento de soledad y alienación conduce siempre a la instauración de un proceso. El sentimiento de culpabilidad presupone la necesidad de una deuda con alguien o con el mundo. ¿Qué debe Job? ¿En qué ha pecado? ¿Cuál es la transgresión cometida? Ya lo he dicho más arriba. Job no se conforma con el pecado original y tampoco acepta el pecado de juventud, toda su vida ha servido y alabado al Señor.


Nunca mi corazón se engañó en secreto
y ni mi boca besó mi mano



dice Job en esos versos.

Si nunca ha sido soberbio ni ha pecado ¿por qué no impugnar a Dios al tiempo que afirma su propia integridad? Si Dios «ha cambiado su arpa en luto y su flauta en voz de lamentadores...».

Job rechaza el tribunal humano que simbolizan los falsos amigos Elifaz, Bildad y Zofar y se encara con Dios y le pide:


Dame fianza oh Dios; sea mi protección cerca de ti.
Porque ¿quién querría responder por mí?



Job pide a Dios que lo libere de los hombres, pero ¿quién lo libra a él de Dios? Job intenta «razonar» con él, aunque sienta la inutilidad de su empeño. Cómo ha de lograrlo si Dios y él nunca, serán iguales, «Porque no es hombre como yo, para que yo le responda y vengamos juntamente a juicio».

Pero los hombres lo condenan y sólo de Dios vendrá la salvación. La contradicción avanza como esas escaleras de Kafka que sólo se apoyan en los pies de un trapecista colocado en el vacío. Dios no tiene ojos de carne y los hombres apartan a Job; todos sus clamores desembocarán en la terrible duda de la trascendencia divina:


¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!
Yo iría hasta su silla
Expondría mi causa delante de Él,
allí el justo razonaría con Él
y yo escaparía para siempre de mi juez.
He aquí yo iré al oriente, y no lo hallaré
y al occidente, y no lo percibiré;
si muestra su poder al norte, yo no lo veré
al sur se esconderá, y no lo veré.
Mas Él conoce mi camino...
por lo cual yo me espanto en su presencia.



Toda la potencia trágica de este canto se expresa con las palabras que acabo de citar. Los hombres lo han apartado, lo han hecho ajeno, Dios lo persigue con su estigma y su redención depende de un tribunal en el que Job es contemporáneamente el acusado, la fianza y el acusador. Su palabra es enviada a la oscuridad, en búsqueda de una figura escondida que manifiesta su presencia hiriéndolo inexplicablemente en lo más definitivo y puro de su fe y su rectitud. Pero en medio de la duda, Job presiente que Dios «lo probará y saldrá como oro» de la prueba. Kafka es también el ajeno, aquél de quien los demás se apartaron, el que espera la sentencia de un tribunal inexplicable.

En el juicio continuo al que se expone, Kafka carece de interlocutor valedero con lo cual su posición es vulnerable aún más que la de Job ante su Dios ausente. Eliú aparece antes que Dios y aduce los argumentos necesarios para preparar su venida. La presencia de Dios se manifiesta, como a menudo en la Biblia, por una voz tonante que ahora se oculta tras un torbellino y no deja ver su imagen. En este vaivén perenne entre inmanencia y trascendencia, Job encuentra un precario equilibrio. Satanás tienta a un Dios demasiado humano que luego se sublima y desaparece dejando como único testigo de su presencia a la naturaleza, obra de sus manos y su gloria. Su presencia se define concretamente en la voz que rehabilita a Job y le devuelve la gloria. No sucede lo mismo con nuestro contemporáneo. Todos los tribunales que lo juzgan son los intermediarios de una autoridad que existe pero que nunca se manifiesta de manera directa, sino al través de un suspenso enigmático que nunca revela la presencia de una fuerza coherente. K. personaje anónimo, habla en primera persona y se dirige a un auditorio de figuras más o menos despersonalizadas qué forman parte del público de un tribunal que no otorga más que un solo veredicto: el de culpable.

La autoridad, el jerarca, el Dios que domina este universo sin salida puede definirse por una negación. No es clemente, no trata de probar a sus siervos para mejorarlos, sólo reviste la imagen ciego del tirano. Ante él no hay apelación posible. Kafka nunca se dirige a él, su único recurso es interno y por ello se desdobla en testigo y acusado. Como abogado defensor tiene una triste figura de la que destacan sólo los ojos en un cuerpo de empleado, de burócrata sujeto a leyes inescrutables y carentes de sentido. Job se queja, reprocha, se siente perdido, pero conserva latente una débil confianza, y guarda en la médula de sus propios huesos quebrantados, el apego a la ley que Yahvé ha instituido y que define a su pueblo en todos los momentos de la Escritura, con la excepción quizás del Eclesiastés.

Y Franz Kafka recoge este Eclesiastés pesimista que refleja apenas la sombra de la vanidad y del lodo. Sus personajes tienen un breve asidero semejante al del artista que estaba enamorado fanáticamente del hambre, o al escarabajo que se encoge y agranda según los estímulos emotivos. La ley no lleva la impronta de la justicia, es el signo de una sentencia que ejecuta sin motivo y que niega al mundo.

Y por ello todo se invierte y la cercanía tan obvia entre el justo y el novelista empieza a desaparecer. Por más reproches que lance el hijo, no deja de aumentar la culpa que propicia el extrañamiento, y el reproche que es mayor del lado paterno, provoca visiones infernales en el hijo.

La elección recae también en sentido inverso y, puesto que de elección se trata, creo necesario subrayar el hecho de que he elegido con aparente arbitrariedad la Carta al padre y los Diarios de Kafka como textos esenciales de este ensayo, porque encuentro en ellos el material que mejor expresa la relación con la gran queja del canto de Job y porque el diálogo que se entabla entre Dios y el justo se parece al que Franz hijo sostiene con el padre invisible, y que nunca ha de leer lo que se le dirige.

Ya es hora de explicar también cómo la relación fragmentaria que Kafka obtiene de sus padres puede desbordar ese estrecho cauce para convertirse en un pensamiento trasmutado por el arte. Identificado a sus padres y a su judaísmo pero sin querer aceptarlo porque le es demasiado doloroso por cercano, Kafka lo recobra, alejándose por vericuetos que sin embargo lo llevan siempre al laberinto incontrolable de su propio yo que se proyecta en el cosmos.

Reiterando explico: los personajes de Kafka son siempre autobiográficos y siempre llevan su marca distintiva: todos se llaman K, o todos llevan nombres de cinco letras que repiten el orden exacto de consonantes y vocales: Samsa, Raban, etc., o se llaman Karl como en América. Así Kafka nunca logra la redención porque, sumergido en su mundo interior, carga infatigable y siamesa, explica toda relación humana por la propia. Pero aquí volvemos a lo inexplicable y sólo, puedo responder a lo inexplicable con el más bello texto que Kafka escribió y que cito como epílogo:

Sobre Prometeo informan cuatro leyendas: según la primera, por haber traicionado a los dioses ante los hombres, fue encadenado al Cáucaso, y los dioses enviaron águilas que devoraban su hígado en perpetuo crecimiento.

Dice la segunda que, retrocediendo de dolor ante los picos despiadados de las aves de presa. Prometeo fue incrustándose cada vez más profundamente en la roca, hasta formar un todo con ella.

Según la tercera, en el decurso de los milenios fue olvidada su traición, los dioses olvidaron, las águilas olvidaron, y él mismo olvidó. Según la cuarta, se sintió cansancio de aquello que había perdido todo fundamento. Cansáronse los dioses, cansáronse las águilas, la herida se cerró, cansada.

Quedó la montaña de roca, inexplicable. La leyenda intenta explicar lo inexplicable. Desde que tiene una base de verdad, debe volver otra vez a lo inexplicable.







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