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Juan José Arreola y los bestiarios

Margo Glantz





Entre los animales más frecuentados por Arreola está la mujer, uno de los animales preferidos de su bestiario: «Vencido por una virgen prudente, el rinoceronte carnal se transfigura, abandona su empuje y se agacela, se acierva y se arrodilla». «El rinoceronte» abre el Bestiario. Y su figura es simbólica, es la imagen viva de una de esas máquinas que obsesionan al escritor y que le permiten esbozar teorías como las de balística, semejantes en su precisión e improbabilidad a las partidas de ajedrez que determinan una existencia: «El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embiste como ariete, con un solo cuerpo de toro blindado, embravecido y cegato, en arranque total de filósofo positivista». Animal torpe, prehistórico, obtuso, el rinoceronte se arma de palabras desafiantes que lo asimilan a todas las hazañas de guerreros de la historia y es para Arreola un ariete, cargado de «arma dura excesiva» un animal «blindado», un cuerpo construido con torpeza por «los derrumbaderos de la prehistoria, con láminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos». Y esta bestia grasa, imitadora elemental de los torneos medievales en honor de una dama, cuando se acopla se transforma en la imagen viva del donaire al ser adelgazada por la metáfora. «Aunque parezca imposible, este atleta rudimentario es el padre espiritual de la criatura poética que desarrolla en los tapices de la Dama, el tema del Unicornio caballeroso y galante».

Y no es casual que este animal inicie la procesión zoológica: Arreola es un escritor maniatado por la tradición que escinde a la Dama en Bella y en Bestia, un escritor que la zahiere y la ensalza, un escritor que la contempla desde lejos como Petrarca a Laura o Dante a Beatriz, un escritor que procede como los machos de su «Insectiada»:

Vivimos en fuga constante. Las hembras van tras de nosotros, y nosotros, razones de seguridad, abandonamos todo alimento a sus mandíbulas insaciables.

Pero la estación amorosa cambia el orden de las cosas. Ellas despiden irresistible aroma. Y las seguimos enervados hacia una muerte segura. Detrás de cada hembra perfumada hay una hilera de machos suplicantes.



Las bestias son interesantes sobre todo porque el hombre las imita y en cada animal Arreola encuentra formas de amar con irritación al «prójimo desmerecido y chancletas» y «a la prójima que de pronto se transforma a tu lado, y con piyama de vaca se pone a rumiar interminablemente los bolos pastosos de la rutina doméstica». La bella y la bestia se unen en el Rinoceronte.

El alma romántica y el sueño definen a la Dama de Pensamientos, esa Dama que como Reina es defendida en los juegos de ajedrez, sola entre varones, «diamante en la molleja de una gallina de plumaje miserable». Dama servida por un caballero y por el Unicornio disfrazado poéticamente, privado de su agresiva impulsividad y sus arreos guerreros, convirtiendo su sexualidad en cuerno mítico, pero exhibiéndolo a la vez como proyectil «repitiendo en la punta los motivos cornudos de la cabeza animal, con variaciones de orquídea, de azagaya y alabarda».

Los animales de Arreola son animales amorosos, o mejor, son bestias amorosas y sus apareamientos son lascivos, venales, repugnantes como el sapo que «aparece ante nosotros con una abrumadora calidad de espejo». La agresión que preside al acto amoroso y que es flagrante en los animales mima los cortejos humanos y los sintetiza en los contrarios como en esas figuras de retórica de que tanto gustaban los barrocos y también Borges con quien siempre se acopla a Arreola: «¿El menudo de res en bandeja y las flores en búcaro? De ninguna manera, Góngora presentó juntas las rosas y las tripas, jugando ingeniosamente con sus distintos olores y matices, arrastrado por su lirismo a un sincero trance definitorio de canónigo metaforista». Y explicitando así su propia actividad poética, Arreola continúa violentando y enredando los opuestos, acomodando uno junto a otro los textos que se contradicen en su palabra teórica, pero que se refuerzan como imágenes. Las contradicciones son formidables y se alinean agresivamente, arsenal de armamentos dispuestos a estallar como alguna vez estallaron las bestias frente al hombre: «Antes de ponerse en fuga y dejarnos el campo, los animales embistieron por última vez, desplegando la manada de bisontes como un ariete horizontal. El toro bravo quedó dibujado en Altamira y los vencidos no entregaron el orden de los bovinos con todas sus reservas de carne y leche». Las bestias han sido vencidas por la técnica, un pacto de paz marca su domesticidad abyecta y fofa, su calidad de rumiantes o de gallinas, pues hasta las aves de rapiña ocupan ahora unas celdas cuya verticalidad es ominosa: «la altura soberbia y la suntuosa lejanía han tomado bruscamente las dimensiones de un modesto gallinero, una jaula de alambres que les veda la pura contemplación del cielo con su techo de láminas».

La calidad medieval del armamento que ornamenta sus imágenes revela una fascinación y una nostalgia: la danza que precede el acoplamiento de los rinocerontes se vuelve un torneo sin gracia, pero en él tiene cuenta la «calidad medieval del encontronazo» y las persecuciones aladas son menos ominosas si las preside un tratado de cetrería, aunque se prefiera a las palomas:

Fieles al espíritu de la aristocracia dogmática, los rapaces observan hasta la última degradación su protocolo de corral. En el escalafón de las perchas nocturnas, cada quien ocupa su sitio por rigurosa jerarquía. Y los grandes de arriba, ofenden sucesivamente el timbre de los de abajo.



La cortesía medieval y el culto a la Dama se insertan también en una imaginería armamentaria y las espadas y los escudos, los sables, las saetas, los dardos y las flechas disparan sus proyectiles amorosos y organizan batallas donde existe «la libertad entre la nube y el peñasco, los amplios círculos del vuelo y la caza de altanería». Mas como para esas aves de rapiña, esos halcones, esos buitres, esas águilas la vida elevada se cancela en el encierro desmedrado, volviéndose parodia. El arsenal se arruina y la batalla termina con la derrota de la bestia o del hombre. De esos sitios largos, gloriosos, heroicos, sólo quedan cicatrices como en los campos donde alguna vez estuvo Numancia a quien Arreola le dedica una elegía y un tratado de balística, semejantes a esa teoría de Dulcinea que habla de un hombre que «se pasó la vida eludiendo a la mujer correcta».

La Dama vence con la mirada al héroe que vence con la espada y con la lanza al otro héroe. La estrategia guerrera que delimita las acciones de los caballeros organiza la armadura que acoraza a la dama y la vuelve invencible. La mirada perdida del caballero tropieza con la bélica envoltura que lo trastorna y lo domeña. El Bestiario de Arreola iguala al hombre con las bestias; éstas fueron vencidas por las técnicas que el hombre ideara para civilizarse y encerrarlas en los zoológicos, pero el hombre es vencido y denigrado por la Dama de Pensamientos. «Cada vez que una mujer se acerca turbada y definitiva, mi cuerpo se estremece de gozo y mi alma se magnifica de horror».

Si la historia del hombre ha sido una historia de agresión que moviliza sus recursos guerreros y los convierte en reglas del juego que pasan por un tablero de ajedrez, si los bestiarios son posibles como símbolos de una historia pasada que permite catalogar a las que alguna vez fueron fieras, la historia de la humanidad es una historia escindida, pero a la vez paralelística: el hombre vence a la bestia, la domestica, pero el ser doméstico por excelencia, la mujer, vence a su vez al varón. Un ser híbrido, compuesto de carne y hueso, pero casi siempre carente de espíritu se convierte en el paradigma esencial: sin ingenio, derrota al ser que lo posee en mayor grado, el varón, y Dulcinea y Laura son sólo creaciones del espíritu masculino que las ha puesto sobre las nubes. No en vano Arreola maneja con tanta destreza las imágenes de cetrería: «De noche, cavilo entre la ternura y la rapiña en un paisaje de rocas vacías». Ave de presa, vaca, avestruz ridículo, insecto-hembra, dilapidador y asesino, mariposa común, perra, boa, todo esto y más es la mujer en la simbología arreoliana. Pongamos algunos ejemplos al hilo:

«Después de algunas semanas, la boa victoriosa, que ha sobrevivido a una larga serie de intoxicaciones, abandona los últimos recuerdos del conejo bajo la forma de pequeñas astillas de hueso laboriosamente pulimentadas».



«Destartalado, sensual y arrogante, el avestruz representa el mejor fracaso del garbo, moviéndose siempre con descaro, en una apetitosa danza macabra. No puede extrañarnos entonces que los expertos jueces del Santo Oficio idearan el pasatiempo y vejamen de emplumar mujeres indecentes para sacarlas desnudas a la plaza».



«Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra».



La mujer domesticada que el hombre había puesto en su lugar en el gineceo, se vuelve contra su dominador y lo destruye. Las armas de defensa que el hombre posee -cuerno lascivo y generacional- se transforman en adornos ominosos que lo igualan a los primeros seres domeñados por él; toros bravos vueltos bueyes, rinocerontes cuya lanza ofensiva se trueca en marfil admirable y poético, inutilizado, pues ya no cumple su cometido, embestir, y sólo se utiliza como adorno. Los cuernos son el emblema de la agresividad del macho, su arma esencial, signo de virilidad y de potencia, posibilidad de vida por su capacidad germinal, pero «el cuerno obtuso de agresión masculina se vuelve ante la doncella una esbelta endecha de cristal».

Revertido su sentido, el cuerno sirve de ornamento: colocado sobre el testuz del toro o del varón lo señala, lo engalana, lo corona. En «Pueblerina» don Fulgencio despierta una mañana convertido en un animal extraño como Gregorio Samsa: «con un poderoso movimiento del cuello don Fulgencio levantó la cabeza, y la almohada voló por los aires. Frente al espejo, no pudo ocultar su admiración, convertido en soberbio ejemplar de rizado testuz y espléndidas agujas». Admitida la transformación el par de cuernos se utiliza tan sencillamente como la vestimenta y el protagonista lustra a la vez sus zapatos y su cornamenta «ya de por sí resplandecientes».

La coronación ejerce con eficacia una función: transgredir las jerarquías, desordenar la coherencia de un organismo natural, desencajar una estructura. También subraya una dialéctica: la tradicional violencia entre el amo y el esclavo. Usar los cuernos como símbolo de virilidad es distintivo de la bestia, usarlos en la frente es aumentar superficie del rostro desorbitadamente y disminuir el prestigio. El Don Juan se transfiere al Cornudo y entre los dos extremos oscila el seductor en proyección especular de la Dama de los Pensamientos y la Vaca: «Abrumado por las Diosas madres que lo ahogaban telúricas en su seno pantanoso, el hombre dio un paso en seco y puso en su lugar para siempre a las mujeres. ¿Para siempre?».

El hombre se deseslabona del mono y evoluciona. «Ella, en cambio, tardó mucho tiempo en adoptar la posición erecta, sobre todo por razones de embarazo y de pecho. Entre tanto perdió estatura, fuerza y desarrollo craneano».

La mujer sigue en bestia, el hombre deja al chimpancé. La mujer ama lo primitivo y está siempre dispuesta a asociarse con una carnalidad recubierta de pelaje:

Si se trata de mujeres, nada hay que temer, ya que el oso tiene por ellas un respeto ancestral que delata claramente su condición de hombre primitivo. Por más adultos y atléticos que sean conservan algo de bebé: ninguna mujer se negaría a dar a luz un osito. En todo caso, las doncellas siempre tienen uno en su alcoba, de peluche, como un feliz augurio de maternidad.



Mas todo es apariencia, en ese maniqueísmo se engendra la dialéctica de la sumisión incondicional que vaciaba el cráneo femenino y llenaba su vientre, sus caderas y su pecho empieza a fermentar y en su estallido condena al amo a la esclavitud de la soledad o al infierno de la pareja: «¿Para siempre? ¡Cuidado! Estamos en pleno cuaternario. La mujer esteatopigia no puede ocultar ya su resentimiento. Anda ahora libre y suelta por las calles, idealizada por las cortes de amor, nimbada por la mariología, ebria de orgullo virgen, madre y prostituta, dispuesta a capturar la dulce mariposa invisible para sumergirla otra vez en la remota cueva marsupial».

La domesticación es mutua, la pareja se organiza a partir de un concepto bíblico que mutila al hombre quitándole una costilla para crear a la mujer: «Hizo nacer de su costado a la Eva sumisa y fue padre de su madre en el sueño neurótico de Adán...». Este injerto humano que tiene mucho de hueso y de rama porque su nacimiento se debe a una mutilación de tórax y a una seducción de manzana, vampiriza a su creador, lo sepulta en su humedad, lo envuelve en su armadura de capullo, lo catapulta a un vacío primordial y terrible.

Las imágenes más recurrentes en Arreola son la verticalidad de la altura empezando por esos cuernos que hacen del rinoceronte un unicornio, siguiendo con esas sabias catapultas que derriban murallas o con los preceptos de altanería que entre la nube y el peñasco ejercitan las aves de rapiña y los caballeros que persiguiendo a sus halcones se encuentran con Melibea y a la vez con Celestina.

La Dama de los Pensamientos siempre queda en alto, entre las nubes, y el espíritu va siempre por el aire. «Las mujeres tienen siempre la forma del sueño que las contiene». Son argucias, sofismas, sin embargo, lo vertical hacia arriba tiene su contrapartida necesaria: el abismo: «Los abismos atraen. Yo vivo a la orilla de tu alma. Inclinado hacia ti, sondeo tus pensamientos, indago el germen de tus actos. Vagos deseos se remueven en el fondo, confusos y ondulantes en su lecho de reptiles». Los abismos tienen su espejo en las cavernas -en la espelunca, en la gruta-, equivalen a los infiernos: «Porque antes de alcanzar el paraíso de su locura, Garci-Sánchez bajó al infierno de los enamorados». Y ese descenso lo efectúa «Mundo abajo, razón abajo». La atracción del abismo es a la vez el descenso a los infiernos, la navegación interior, el antídoto a esos venenos olorosos a jardines imaginarios («Tal vez la pinté demasiado Fra Angélico. Tal vez me excedí en el color local del paraíso»), pero también la caverna de Tribenciano donde los hombres bajan a morir o quizá a perder la cabeza porque «lo que allí ataca al hombre es el horror al espacio puro, la nada en su cóncava mudez».

El abismo, la caverna, plantean siempre en Arreola la carnalidad del amor, la composición de la pareja (y su descomposición): «Ella se hundió primero. No debo culparla, porque los bordes de la luna parecían lejanos e imprecisos, desfigurados por el crepúsculo amarillo. Lo malo es que me fui tras ella, y pronto nos hallamos engolfados en la profunda dulzura». Ese hundimiento, esa creación, ese intento de «reconstruir el Arquetipo» origina un «ser monstruoso: la pareja». La caverna es el equivalente simbólico de los cuernos. Es obvio: el cuerno voraz del toro, del bisonte o del carabeo, se transfiere del rinoceronte al unicornio, animal mítico por antonomasia y, por ello, animal espiritualizado. Al desencarnarse en leyenda el unicornio acompaña a la doncella y la deja siempre virgen, eternizada en un ideal, siempre inmaculada, cubriéndola con la aureola de su marianidad. La Dama de los Pensamientos se logra con la receta: «Toma una masa homogénea y deslumbrante, una mujer cualquiera (de preferencia joven y bella), y alójala en tu cabeza. No la oigas hablar. En todo caso, traduce los rumores de su boca en un lenguaje cabalístico donde la sandez y el despropósito se ajusten a la melodía de las esferas». La dama joven, etérea, proyectada en un cuadro como Mona Lisa, o vista desde el puente como panorama, inmortalizada en un soneto de Petrarca o en una silva de Lope, se aloja en la cabeza y se eleva como soplo del espíritu, ni más ni menos que la «esbelta endecha de marfil del unicornio». Su carnalidad no se derruye sin embargo y tras lo etéreo se esconde la bestia, más bien, la cabeza y la caverna, la cabeza y el cuerpo forman parte de la misma corporeidad, como el menudo de res en bandeja y las rosas en búcaro, o como las aves de rapiña enjauladas: «Entre todos los blasones impera el blanco purísimo del Zopilote Rey, que abre sobre la carroña sus alas como cuarteles de armiño en campo de azur, y que ostenta una cabeza de oro cincelado, guarnecida de piedras preciosas».

Carroña y realeza, tripas y rosas se hallan confundidas. La caverna platónica, la espelunca paleontológica, retienen al varón en su profundidad «cenagosa», repudiada y venerada en la doble figura de la madre y la amante, de la dama y la puta, de la bella y de la bestia.

La tradicional escisión que marca los textos de Arreola es falaz, o mejor, contradictoria. La bestia y la mujer domesticada son apenas parte de la historia. La pareja, ser monstruoso, es producto de una historicidad determinada y en esos breves textos de maravillosa síntesis se percibe la doble presencia de la tradición y su ruptura: «El golpe fue tan terrible que para no caer tuve que apoyarme en la historia. Sin venir al caso vi en la tina de baño, sarnoso Marat frente a Carlota Corday».

El sueño se me ha ido de los pies y la memoria en desorden me coloca en puras situaciones informes. Soy por Margarita de Borgoña arrojado en un saco al Sena, Teodora me manda degollar en el hipódromo, Coatlicue me asfixia bajo su falda de serpientes... Alguien me ofrece al pie de un árbol la fruta envenenada. Ciego de cólera derribé las columnas de Sansón sobre una muchedumbre de cachondas filisteas. (Afortunadamente siempre he llevado largos los cabellos, por las dudas).



Es evidente que cuando Arreola teoriza como en «Y ahora, la mujer...» la intención de matizar las endechas y las injurias tradicionales se concientiza, aunque suela enfrentarse (o alinearse en batería) a la violencia que genera textos como los que acabo de citar que podrán reiterarse en los que citaré ahora contrastándolos:

«La mujer es una trampa estática de arena movediza que espera, como la araña inmóvil en su tela, al hombre, quien por acercarse está perdido. El hombre enamorado pierde sus rasgos, se vuelve coloidal y gelatinoso porque se está diluyendo en la mujer». «Venero y odio a la mujer. La veo siempre en equilibrio inestable. Ella es el verdadero ser, el ser original, la criatura total que nos llevaba dentro. Creo que en la división del parto original, a la mujer se le escapó el espíritu». Pero el espíritu es ave de carroña y cetrería. «De la materia original del ser bisexual, el hombre se ha escapado por medio de las alas y el espíritu, y ha quedado la mujer más recargada de materia en una forma carnosa y húmeda».

La materia, baja y repugnante, cavernosa, empantanada, es buscada con nostalgia cuando se conforma en los bestiarios y la violencia del autor se endereza como «ariete vertical», para usar una de sus metáforas, contra el hombre que ha perdido a la naturaleza, que la ha transformado creando preludios apocalípticos sobre todo en la tecnología. La materia más vulnerable en la sociedad tecnificada es para Arreola la mujer y en sus innúmeras parábolas quien más sufre por la invasión de una ciencia ficción demasiado real es ella, «Parábola del trueque», «Baby H. P», «Una mujer amaestrada».

Temeroso de ser vampirizado, deglutido, agelatinado, parasitado, Arreola escribe también:

Los hombres somos culpables de haber ejercido el dominio. Hemos fungido como los caciques, los tiranos, los reyezuelos del erotismo. Nos aterroriza soltar ese instrumento de sumisión que ha sido la conducta masculina. Uno de mis actos típicos ha sido la dictadura, el absolutismo, sin ceder, para que no venga trágicamente la revancha.



Toda la visión de Arreola, siempre muy diferente de la de Borges, es carnal y deja un regusto de carroña. La relación entre hombre y animal y entre hombre y mujer se calcina porque pasa por una máquina de guerra que la tritura, la deglute, la fagocita (usando un término no académico):

Hay unas prodigiosas máquinas entre las españolas, las brasileñas y las caribes. Son unos aparatos portentosos que aparecen en las calles o en los foros del teatro. Locomotoras del erotismo con los trapiches que en su movimiento majan y muelen la caña para la obtención de los almíbares. Pero ocurre que a veces esas extraordinarias criaturas que cumplen el ideal erótico, a la hora de la experiencia real resultan un refrigerador.



Las mujeres máquinas, los animales máquinas, las máquinas a secas se sumergen en el jugo gástrico de seres que como los buitres o los avestruces «proclaman a los cuatro vientos la desnudez radical de la carne ataviada». La paciente digestión de la boa «que abandona los últimos recuerdos del conejo bajo la forma de pequeñas astillas de hueso laboriosamente pulimentadas» se empalma con la de los felinos, capaces «de mondar a cualquier esqueleto de toda carne superflua», con el «espinazo saliente del carabao que recuerda la línea escotada de las pagodas» o con la costilla de Adán engendrando al ser que menos masa craneana posee y mayor estómago. Esa metáfora de rapiña se universaliza y demuestra «que el hombre se ha revelado como la única criatura que destruye su hábitat, que rompe la economía de la naturaleza. La enormidad de los mares y de los cielos ya está al alcance de la voluntad de corrupción...». Y luego agrega: «Aunque no conozco los planes de la Creación, la etapa de la destrucción del hombre es mucho más de lo que Dios había presupuesto. Y la contaminación del ambiente no es sólo de carácter material».

La mecanización diabólica se contrasta con un símbolo medieval: el mester, el oficio, el taller que Arreola ha ejercido sistemáticamente y que parece ser un paliativo contra la máquina y la agresión. Ejercer con devoción un oficio, utilizar las manos y moldear la materia:

Espero el renacimiento del amor a las plantas y a los animales, el apogeo del hobby, que es un renuevo doméstico de la aplicación de la mano artesanal. Necesitamos relacionar el espíritu y la materia, y no dejar al espíritu en esa vagancia que aunque nos haya producido buena música y buena poesía, nos ha costado tantos delirios de grandeza.



El amalgama ideal, la reconciliación de los opuestos, el ejercicio de un oficio, la purificación del juego pulverizará a los zoológicos y unirá a los hombres. No en vano muchas de las obras de Arreola se organizan como alegorías y otras como parábolas. La reconciliación es la nostalgia de un pasado y la negación del apocalipsis, en parte. La superación real del arquetipo es la reconciliación de los opuestos en la síntesis de la tradición platónica, la caverna asociada con la Dama de los Pensamientos. La Dame sans merci del Renacimiento, la Dama contemplada en los sonetos de Petrarca o en el Paraíso dantesco, se convierte en la caverna, pero no por su idealidad, sino porque suelo y cielo se hunden en su fango «dando un paso en seco». La profundidad cavernosa de la mujer llena de horror a sus enamorados que la persiguen con las reglas de la cetrería. El ave de altanería que se abate cae en la caverna y la verticalidad es el camino hacia los dos polos. Caverna platónica contemplada desde lejos y caverna cenagosa penetrada son las tripas y las rosas confundidas.





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