Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Glorias españolas. Doña María de Molina

Concepción Gimeno de Flaquer

I

Con el sobrenombre de la Grande es conocida doña María de Molina, reina de Castilla y de León, y seguramente nadie fue más acreedora a tan glorioso título, que la augusta esposa de Sancho el Bravo. Esta ilustre mujer es la figura que se destaca en el cuadro de nuestra historia, iluminado por los últimos reflejos vespertinos del siglo XIII, y por los albores del XIV. Nacida entre dos crepúsculos, entre un ocaso y una aurora, vino a rasgar las densas nieblas que empañaban el cielo de la monarquía castellana. Próxima a zozobrar se hallaba la nave del Estado y la inteligente reina sacola a flote, dirigiendo el timón con gran pericia y tomando los remos con mano hábil y vigorosa. Al morir Sancho el Bravo, hizo justicia a los méritos y virtudes de su esposa, nombrándola tutora y gobernadora del reino y del príncipe Fernando.

Imposible es hallar en los anales de ninguna monarquía, situación más difícil que la del trono en aquella época. La corona de León y de Castilla era punzante cual si tuviese cruentas espinas, el cetro de San Fernando abrumaba cual si su peso fuera agobiador. No podía ser más turbulento el estado del reino: la altiva y ambiciosa nobleza castellana, no contenta con sus prerrogativas se hallaba en pugna con los reyes; los insidiosos infantes don Juan y don Fernando, tíos del futuro heredero de la corona, luchaban entre sí y contra la reina gobernadora para disputarle la tutoría del reino: combates fratricidas se libraban entre los hijos de León y de Castilla; guerras sangrientas provocadas por los reyes de Aragón, Francia y Portugal asolaban los campos; y como si esto no fuera bastante, los moros andaluces contribuían a aumentar el conflicto y la desolación. Guerras intestinas en Palacio, guerras civiles en Castilla y guerras con los extranjeros.

No contaba doña María más que con la fidelidad de Guzmán el Bueno, héroe de la Edad Media, con la hidalguía de los consejos, y con la adhesión de los caballeros de la corte formada por prelados e hijos-dalgo. Empero esta ínclita señora, llena de energía, de valor, de prudencia, de talento y resolución, defendió a su hijo contra las asechanzas de los pérfidos infantes don Juan y don Enrique; se impuso a la nobleza; favoreció al pueblo haciéndose amar de él, dictó leyes, inspiradas en la más rigurosa justicia, y consiguió tener a raya a los enemigos de la patria y de la fe católica. Dotada de mucha instrucción, de sagacidad política y de gran táctica militar, dirigió más de una batalla; de doña María la Grande puede decirse cual de Isabel la Católica, que manejó el cetro, la aguja y la lanza, con la misma desenvoltura.

En medio de tantos sobresaltos, que hubieran acobardado a un espíritu menos viril, se entregaba con plácida calma a la educación de sus hijos, especialmente a la del príncipe, preparándole para que fuese un buen rey.

Prolijo sería enumerar todos los grandes actos de tan excelente reina, y nos limitaremos a bosquejar los más sobresalientes. En días de gran penuria para el erario, le fue propuesta por don Enrique y sus secuaces la venta de Tarifa; mas ella, secundada por Guzmán el Bueno, contestó denodadamente, que jamás cometería tal infamia; que si eran necesarios fondos para la guerra, gustosa daría sus joyas, sus ricas vajillas y cuantos tesoros le perteneciesen. Verificolo, y sus platos de oro fueron sustituidos por platos de barro, demostrando su modestia, su generosidad y su amor a la patria.

Poseía tan gran valor, que en una ocasión, cuando todos se hallaban desalentados y le manifestaban que era inútil ir a defender el castillo de Lorca, ella contestó que se pondría al frente de los que quisieran seguirla para ir a socorrer la plaza.

La muy noble Valladolid fue su mansión predilecta. En esta ciudad residió casi siempre, porque según ella decía, los vallisoletanos le eran muy adictos y encontraba partidarios tanto en los ricos hombres como en los plebeyos. En la época de doña María la Grande, es cuando se halló más floreciente Valladolid, teniendo vida propia y verdadera importancia. A doña María debió esta ciudad la exención de gravámenes onerosos y el haber obtenido diferentes privilegios. La muy leal e histórica Valladolid, la ciudad de los célebres concilios y las célebres cortes, de las justas y los torneos1 guarda en sus anales recuerdos muy gloriosos. Es dignísima patria de San Pedro Regalado, de Felipe II, de Felipe IV y de Fray Jerónimo Gracián, el amigo de Santa Teresa de Jesús, considerado como uno de los clásicos del siglo XVI. En las márgenes del Pisuerga se celebraron las bodas de don Pedro el Cruel con doña Blanca de Borbón, se escribieron las partidas de Alfonso el Sabio, y se verificó la coronación de San Fernando. Allí vivieron Santa Teresa y Cervantes; murió Colón, subió al cadalso don Álvaro de Luna, y estuvo preso en las cárceles de la Inquisición Fray Luis de León, por el grave pecado de haber traducido en lengua vulgar el Cantar de los Cantares.

Doña María la Grande, que ejerció la doble regencia, pues muerto su hijo Fernando IV, regentó a su nieto Alfonso XI, continuó favoreciendo a su muy amada Valladolid, la cual engrandeció edificando templos, hospitales y conventos. Fundó las Huelgas y reedificó la iglesia de San Pablo, cuyo frontispicio es una perla del arte gótico y una de las joyas que con más entusiasmo conserva Valladolid.

Mucho más admirable debe parecemos esta reina, teniendo en cuenta la época a que pertenece, pues en la Edad Media la mujer no tenía iniciativa y era tan eterna la virginidad de su inteligencia como la infancia de su corazón. La situación de la mujer en la Edad Media no está definida claramente: ensalzada por unos y menospreciada por otros, fluctuaba entre el servilismo y la glorificación. La caballería hizo la apoteosis de la mujer, y al convertirla en diosa, ordenó a los caballeros se inmolaran en sus aras, el trovador la declaró musa de sus cantos y reina de su alma: el señor feudal su esclava. Tan vasalla era para el barón de la Edad Media la villana nacida en sus dominios, como la esposa descendiente de mansión señorial. La castellana de aquellos tiempos era una prisionera inconsciente guardada con llave de oro: deslizábase su vida entre el reclinatorio de la capilla, la tapicería del bastidor y la contemplación de su carcelero. La monótona existencia de las mujeres de aquellos días tenía idéntico fin: el claustro. Convento era el castillo, como lo era el monasterio. Nos explicamos fácilmente tuvieran afición a la vida monástica: les parecía más noble ser siervas de Dios que esclavas del señor feudal. En esto no andaban equivocadas: además, en el claustro podían entrar por voluntad propia, mientras que para el matrimonio tenían que someterse ciegamente la joven de alto linaje a la voluntad de su padre, la plebeya al despótico capricho del señor.

Diferentes eran las ceremonias que seguían a la bendición nupcial, tomando la forma que les imprimían las costumbres de cada provincia; pero todas eran humillantes para la mujer. En unos pueblos, la esposa, descalzaba al marido en señal de sumisión, en otros, al apearse del caballo ella le sostenía el estribo, en los más, la rueca figuraba como primer regalo del novio, aunque la desposada perteneciese a la nobleza.

Necesario le era un temple de alma muy extraordinario a la mujer de aquella época para emanciparse moralmente, para sacudir tantos yugos y absurdas preocupaciones. Esto lo consiguió doña María de Molina, astro refulgente que iluminaba la prolongada y tenebrosa noche del sexo femenino en la Edad Media.

La madre de Fernando el Emplazado favoreció las letras, las artes y la industria; se impuso a sus enemigos con las dotes de su buen criterio, y brilló por su ilustración en un siglo en que andaban escasos los elementos del saber, por no haberse descubierto todavía la imprenta.

La figura de esta reina que goza de celebridad europea, ha sido magistralmente retratada en un drama de Tirso, titulado: La prudencia en la mujer. Obsérvese cuán enérgicos son los acentos que pone mi boca de la protagonista del drama el eminente poeta del siglo XVII:

   Si porque es el rey un niño

y una mujer quien le ampara,

os atrevéis ambiciosos

contra la fe castellana;

tres almas viven en mí:

La de Sancho, que Dios haya,

la de mi hijo que habita

en mis maternas entrañas,

y la mía, en quien se suman

esotras dos: ved si basta

a la defensa de un reino

una mujer con tres almas.



No hubieran establecido los francos la ley sálica si hubieran conocido a esa ilustre reina: bien es verdad que favorece a nuestro sexo el que dicha ley haya sido promulgada antes de la conversión de los francos al cristianismo, es decir, cuando eran semibárbaros.

No, no hay inferioridad en la mujer; los dos sexos están dotados de iguales aptitudes intelectuales, y si no dan el mismo resultado es porque se aplican a distintos fines. En los países en que se instruye a los niños y las niñas del mismo modo, admira la precocidad de estas.

Nadie lo pondrá en duda: los órganos que más se ejercitan, son los que más se desarrollan; y la energía de las funciones del cerebro, depende del ejercicio de este. El hombre ejercita su inteligencia con el estudio, y el estudio desenvuelve esta, la abrillanta y fertiliza, dilata las esferas del pensamiento. Sin el estudio la inteligencia quedaría atrofiada. Las mujeres que han recibido una educación superior, se han elevado a gran altura en todos los ramos y todas las situaciones. Si existieron reyes que gobernaron pueblos con pericia, también hemos tenido reinas que han regido naciones con admirable acierto.

Sorprendente fue la inteligencia de Amalasunta, para gobernar durante la menor edad de su hijo Alarico; la de Alisia de Champaña, madre de Felipe Augusto, para regir los destinos de Francia mientras este marchó a Tierra Santa, y la de la hija de Jacobo II, cuyo reinado fue uno de los más gloriosos de Inglaterra.

Hábil fue la política de doña Berenguela, madre de San Fernando, y la de doña Violante, esposa de Alfonso el Sabio.

Inmensa la popularidad de María Teresa de Austria.

Notable la energía de la hija de Enrique VIII de Inglaterra que expulsó a todos los heréticos de su reino.

Sobresalientes las cualidades de Cristina de Suecia para la administración.

Catalina de Médicis, reina de Francia, gobernó en circunstancias bien difíciles, brillando por su sagacidad para mantener el equilibrio entre los católicos y los calvinistas; las dos Catalinas de Rusia se distinguieron por su esclarecido talento.

Superior a las reinas precitadas, es la augusta madre de Fernando el Emplazado, la excelente doña María de Molina, apellidada por el pueblo Madre de la patria.

II

No solamente regentó dos veces el reino la inteligente esposa de Sancho el Bravo, sino que ejerció la doble, maternidad moral, educando a su hijo Fernando IV y a su nieto Alfonso XI.

Brillantes como sus talentos de reina fueron sus virtudes de madre. Habiendo quedado viuda en la juventud, la fama de su belleza y de sus méritos le atrajeron multitud de adoradores entre príncipes y reyes poderosos; pero ella cerró su corazón a los encantos del amor, para consagrarse al sacerdocio de la maternidad. Jamás el más leve lunar manchó sus tocas de viuda. Su luto fue tan sincero como el de Isabel de Portugal por don Juan II, como el de la hija de Carlos V por Maximiliano de Austria.

Doña María de Molina antepuso a todo su amor maternal: puede ser testimonio de esta aserción, el siguiente hecho que vamos a referir. Armaba diferentes escaramuzas el infante don Enrique, hallándose descontento porque no podía conseguir la regencia de Castilla o la tutoría del príncipe; la Reina para apaciguarle y calmar una exaltación que perturbaba la tranquilidad de sus Estados, resolvió acceder a su petición. Al efecto, obligada por las circunstancias, concedió temporalmente a don Enrique la regencia del reino; mas nunca la tutoría del príncipe.

¡Qué gran rasgo!

La mujer que abdicó de sus derechos de reina en pro de la tranquilidad del país, disputó enérgicamente a todo el mundo sus derechos de madre. Quiso ser la educadora de su hijo, más este no supo corresponder a tanto amor: extraviado por los consejos de don Enrique y su partido, escuchó las calumnias lanzadas contra doña María, y cuando subió al trono, se atrevió a pedir al canciller de la reina las cuentas de la administración de sus intereses. Obcecado el ingrato don Fernando, llegó a cometer el incalificable desacato de militar contra doña María, y esta señora, modelo de abnegación maternal, se retiró a llorar su desventura, haciendo jurar a sus partidarios que no se levantarían en armas contra su hijo.

Más tarde Fernando el Emplazado, arrepentido de sus errores y conmovido por la noble conducta de su madre, la colmó de filiales solicitudes, la obedeció ciegamente, y volvió a darle un puesto en su corazón. Al recobrar doña María la influencia sobre su hijo, empleola en beneficio de sus pueblos.

¡Oh, la dulce influencia de una mujer ilustrada y buena, tiene más fuerza que una legión de combatientes!

Napoleón el Grande, que no fue galante con nuestro sexo y que por tener, cual Licurgo, la manía de la guerra, solo vio en la mujer una propagadora de soldados; no desconoció, sin embargo, el poder femenil, pues cuando envió a Varsovia a monseñor de Pradt, díjole: «Sobre todo, halagad a las mujeres».

Nadie puede ejercer sobre un niño la saludable influencia que su madre; las ideas que la madre inocula con un beso en el cerebro de su hijo, son las más fructíferas, porque la cálida atmósfera del beso maternal, desarrolla velozmente gérmenes que no alcanzarían madurez sustentados por atmósferas artificiales.

La madre, indicada por la naturaleza como primer maestro de sus hijos, debe ser instruida: necesita saber gramática para enseñarles a hablar; higiene, parte importantísima de la medicina, para conservarles la salud, porque es la ciencia de la previsión, porque es la lógica del cuerpo, como la lógica es la higiene del alma; filosofía para que le enseñe a pensar como la religión la enseña a creer; matemáticas para la buena administración de los intereses de su casa; historia, porque da mil años de experiencia en uno solo; psicología, porque es la ciencia del alma. Con estos conocimientos elementales, podrá una madre definirle a su hijo el sentido de las palabras patria, libertad, justicia, derecho, religión y deber.

La naturaleza, que ha destinado a la mujer para la maternidad, también la dotó de especialísimas facultades para educar a sus hijos. Hay dos sabidurías, la de la inteligencia y la del corazón: la primera es adquirida, la segunda espontánea: esta es la que poseen las mujeres en eminente grado.

«Hazte digno de ser amado», decía una madre tierna a su hijo: tan profunda como sencilla frase, jamás hubiera asomado a los labios del más docto preceptor.

Estas cinco palabras encierran una nueva tesis de educación moral, mucho más provechosa que los mejores sistemas escolásticos.

La exquisita sensibilidad de la mujer le abre dilatados horizontes, le inspira grandes ideas que no contiene ningún formulario de educación, porque han brotado para su hijo, y son exclusivas.

«Hijo mío, hazte digno de ser amado». ¡Ojalá adoptaran todas las madres este sublime pensamiento, como decálogo religioso, civil y social!

¡Qué pura doctrina encierra!

¡Qué conmovedora elocuencia para predicar la moral!

¡Cuán bella forma para inspirar la virtud!

Los hombres dicen que no hemos inventado nada, y es que nuestros inventos son callados, no tienen resonancia porque no producen ruido como las máquinas de vapor, la pólvora y el cañón.

Escuche la mujer los impulsos de su corazón sin separarse de la vía del progreso, y será para sus hijos no solo una buena madre, sino una perfecta institutriz.

La mujer del siglo XIX sería menos lógica descuidando su ilustración que lo era la mujer de la Edad Media conservando su ignorancia. La mujer de la Edad Media con su ignorancia suprema, no discrepaba de su marido, mientras que la mujer de este siglo, necesita gran cultura intelectual para nivelarse con el compañero de su vida. En nuestros días la inteligencia del hombre y de la mujer deben ser unísonas como las dos liras eólicas de que nos habla Aulo Gelio.

Procure la mujer recibir una educación igual a la del hombre, porque así lo exigen las necesidades de nuestra época y porque en esa armonía de educación estriba el acuerdo de los cónyuges.

En los antiguos tiempos de Grecia y Roma las matronas ostentaban el desaliño de la inteligencia alardeando de él porque las cortesanas se ilustraban. ¿Qué sucedió entonces? Lo que era muy natural: hastiado el marido en su casa por no encontrar amenidad, la buscó fuera de ella. En su esposa tenía una madre para sus hijos legítimos, una guardadora del hogar; mas como esta no satisfacía sus aspiraciones espirituales, necesitó buscar una amiga para la voluptuosidad del alma, y la encontró en la hetaira.

La hetaira adquirió una importancia superior a la de la matrona. Ella inspiró a los artistas y poetas, y tanto por esto, como por su influencia sobre los legisladores, guerreros y políticos, ha sido denominada musa de la civilización griega.

La hetaira estudiaba filosofía, canto, oratoria y declamación; cultivaba las bellas artes y la literatura.

La hetaira no es como la pallaka una cortesana vulgar que pertenece al público para el culto de los sentidos; la hetaira concede sus favores únicamente a sus elegidos, que deben pertenecer a la alta clase.

La hetaira prodiga su belleza y sus encantos intelectuales a un solo señor; cuando este le causa fastidio lo sustituye.

La hetaira es la castidad en el vicio, el pudor en la corrupción, es una aristócrata del libertinaje, es la propagadora del amor libre; es la cortesana elegante, culta, distinguida y recatada, que no se postra ante Venus Afrodita, sino ante Venus Pitho2, la hetaira es la poesía del pecado.

La hetaira pensaba cual Ninón de Lenclós, que siendo muy largos los entreactos en la comedia del amor, es preciso romper la monotonía de ellos con el ingenio; y por eso se cuidaba mucho más de las galas del espíritu que de las del traje.

Las matronas no comprendieron entonces que a la mujer no le basta ser buena, que necesita ser agradable; no supieron llenar las necesidades espirituales de aquellos grandes hombres y perdieron todo prestigio sobre ellos.

¿Qué amuleto, qué filtro, qué talismán poseía la hetaira para hacerse amar?

La electricidad del pensamiento, el magnetismo del espíritu. Por eso Pericles, que ejerció durante cuarenta años un poder omnímodo en Atenas, reinó sin gobernar, pues Aspasia, tipo acabado de la hetaira, imperaba sobre él.

La hetaira fue la seductora sirena que fascinando a los viajeros de la vida, no les permitía arribar al puerto del matrimonio.

Hallábanse tan dulcemente entretenidos los hombres con las Teodoteas, Lamias, Mirtinas y Leontias, que no podían pensar en contraer lazos matrimoniales.

Los varones más ilustres partían su gloria con las hetairas: Temístocles entra victorioso en Atenas acompañado de cuatro hetairas; Alejandro entrega sus trofeos a Thais; Praxiteles consagra su cincel a Frine; Sófocles pone sus laureles escénicos a los pies de Arquipa; Apeles elige por musa a Lais; Platón filosofa con Arqueanasa; Sócrates con Diotima.

Diotima era una hetaira que cristalizó el fango de los placeres impuros, convirtiendo en crisálida la oruga del amor y después en mariposa. Diotima no fue la Venus de la voluptuosidad, sino la Psiquis de las pasiones.

La hetaira en Grecia y la bayadera en la India, tuvieron gran preponderancia por su cultura intelectual: la hetaira fue proclamada musa de la civilización; la bayadera, ápsada paridisiaca.

Si estas mujeres casi abyectas prevalecieron tanto, ¡cuántos triunfos podrá alcanzar la mujer adornada de todas las virtudes cristianas si cultiva su talento!

Grandes los obtuvo doña María de Molina, esposa honrada, tierna madre, inteligente reina, dama devota sin fanatismo e ilustrada sin vanidad. En vida fue muy amada de sus súbditos, y a su muerte se consideró huérfana la patria. La tumba de esta inolvidable reina se halla en Valladolid, en la iglesia de las Huelgas: es de mármol blanco con estatua yacente. Los españoles y extranjeros la visitan con el mayor respeto rindiendo a la memoria de doña María el homenaje de la más entusiasta admiración.