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Tercera parte

En que se declara lo que se ha de obrar



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Lección 18.ª

Sobre los Mandamientos


P.- ¿Basta creer y rezar para no condenarse?

R.- Eso quisieran muchos malos para darse sin temor a los vicios.

P.- ¿No dijo el Señor que la fe salva?

R.- También dijo: si quieres salvarte, cumple los Mandamientos.

P.- Según eso, ¿qué fe es la que salva?

R.- No la muerta, sino la viva por la caridad.

P.- ¿Qué son los católicos que no practican lo que Dios y la Iglesia mandan?

R.- Hijos desobedientes a su padre y madre.

Increíble parece lo que ciegan los vicios, y el querer cada cual interpretar la Santa Biblia a su antojo. Una de las primeras herejías de Lutero fue, que para salvarse no se necesita guardar los Mandamientos. Para persuadir absurdo tan monstruoso, adujo los textos en que Jesu-Cristo dice: que quien cree se salva; pero omitió la explicación que el mismo Cristo da a esas palabras, cuando a cada paso nos enseña «que si queremos salvarnos, guardemos los Mandamientos; que no basta decir Señor, Señor, si no cumplimos lo   -108-   que ese Señor ordena; que la prueba de amarle es hacer lo que manda; que quien sabe la ley, y no la observa, tendrá mayor condenación, y que en el juicio universal enviará a los infiernos a todos los malos. Cristo, al decir que quien cree se salva, contrapone a esa sentencia esta otra: y quien no cree, se condena. Quien se alista en mi ejército, dice un príncipe, será premiado; y quien no, recibirá castigo. Basta el sentido común para entender que, si el que se alista es infiel a su bandera, o rebelde a la ordenanza o al jefe, en vez de recompensa tendrá la pena merecida. En suma, quien rechaza la fe se condena, pero también se condena quien no vive según esa fe; porque la fe sin caridad y buenas obras es muerta. Así lo definió el Concilio de Trento; y que las obras que la Sagrada Escritura enseña que son inútiles y aun dañosas a los cristianos, son las ceremonias y ritos judaicos que Jesu-Cristo sustituyó con el culto cristiano y con los preceptos de la Iglesia católica: de modo que los católicos que, como hoy se dice, no practican, lo que practican es la herejía de Lutero.

P.- ¿Qué es pecar?

R.- Decir, hacer, pensar o desear algo contra lo que Dios manda.

P.- ¿Cuándo es mortal un pecado?

R.- Cuando la materia es grave, y advirtiéndolo bien, la queremos plenamente.

P.- ¿Por qué se llama mortal?

R.- Porque mata el alma del que le hace.

P.- Pues cómo, ¿no vive el pecador?

R.- La vida natural sí; pero no la sobrenatural, que es la caridad y gracia de Dios, sin la cual no se puede ir al cielo.

P.- ¿Cuándo es venial el pecado?

R.- Cuando la cosa es levemente mala, o aunque lo sea gravemente, yo no lo advierto bien, o no la quiero con voluntad entera.

La definición del pecado es clara; conviene, sin embargo, advertir que en ella se incluye el escribir, mirar,   -109-   omitir y si algo más ocurre, en que se contravenga a lo que Dios manda, o por sí mismo en sus Mandamientos, o por sus representantes en los Mandamientos de la Iglesia y los de otros superiores; pues, desobedeciendo al precepto de un superior nuestro, desobedecemos a Dios, y de ahí que esa desobediencia sea un pecado. Podría más brevemente definirse el pecado: la transgresión de un precepto divino; pero del modo que responde el Catecismo, se repara mejor que no se peca sólo con lo que comúnmente llamamos acciones, sino hasta con deseos, pensamientos y palabras.

Sería aquí el caso de ponderar la malicia del pecado; mas de ello están llenos los libros piadosos. Baste por ahora llamar la atención del que esto lee, a la infinita Majestad y Bondad del Señor, a quien no quiere obedecer quien peca. Porque, si aun prescindiendo del pecado, un padre o un superior cualquiera lleva tan a mal, y afea tanto la desobediencia a sus mandatos, y lo reputa una ofensa hecha a su persona, ¡cuánto no sube de punto esa injuria, esa fealdad y esa ofensa, cuando el que manda es Dios! Esa malicia aparece en toda su gravedad, si concurren las tres cosas que se dicen necesarias para constituir un pecado mortal; sobre todo cuando vemos que el mismo Dios, hecho hombre, padeció y murió por nuestros pecados; con lo cual nos muestra por una parte cuánto agravia a Dios el pecado, pues exige satisfacción de precio infinito; y por otra, cuánto nos ama ese mismo Dios contra quien pecamos, pues pudiéndonos condenar, muere por salvarnos.

No es, pues, extraño que pierda la gracia o amistad de Dios, quien en materia grave, a sabiendas, con advertencia plena y con plena y libre voluntad, no obedece a Dios. Al contrario, lo que verdaderamente asombra es que, siendo Dios un Señor de majestad infinita, no quite la vida y la posibilidad de arrepentirse a quien le ofende con un pecado grave,   -110-   y que no prive de su gracia por uno ni por muchos veniales. ¡Por cierto que la gracia de un príncipe terreno se pierde por bien pequeñas faltas! Es que Dios, al par que infinito en majestad, no lo es menos en bondad, y penetra a fondo nuestra flaqueza.

Hay pecados cuya materia siempre es grave, tales como la blasfemia, herejía, deleite impuro; los hay cuya materia, ora es grave, ora es leve; así, son veniales una pequeña irreverencia en la iglesia, una desobediencia ligera, un pique o envidia insignificantes, un hurto o murmuración sin consecuencias graves, llegar a Misa cuando está en el Evangelio o el Credo, trabajar en día festivo una o dos horas sin escándalo; otros, en fin, cuya materia es de suyo leve, v. gr., un acto de vanidad o de impaciencia, una mentira, el exceso en la comida o la bebida, una mirada o lectura algo peligrosa, una conversación completamente inútil; también la ambición y la avaricia, cuando no se complican con algún grave pecado, son veniales.

Respecto a la advertencia y consentimiento, sépase que mientras uno no está completamente despierto, no puede pecarse mortalmente; ni si por olvido natural dejó, v. gr., de santificar una fiesta, o de hacer un ayuno; mas peca quien estando en vela diera motivo eficaz a sueños pecaminosos, o quien por no aprender doctrina o por no poner cuidado, no repara en la Misa, ayuno u otro precepto.

P.- ¿Qué daño causa el pecado venial?

R.- Mancha el alma, y la priva de muchos bienes.

P.- ¿Y qué más?

R.- Si son deliberados y frecuentes, nos disponen para el mortal, y nos hacen reos de terribles castigos.

El pecado venial es el mayor mal del mundo después del pecado mortal: ni la pobreza, ni las enfermedades, ni el sufrir persecuciones, calumnias, injurias, ni la misma muerte, es comparable con el mal de   -111-   cometer un solo pecado venial. Con éste se falta a Dios, y llevando por Dios esos otros males, puede uno hacerse un santo. El pecado venial no mata, pero afea el alma; hace que Dios le conceda menos gracia, que castigue o en esta vida con desgracias, o en el purgatorio, sin admitirla entretanto en el cielo.

Estos tristes efectos produce, sobre todo cuando se peca a sabiendas y con entera deliberación; y más si es a menudo y sin arrepentirse, ni tratar seriamente de la enmienda. El alma que así vive es tibia y está en gran peligro de caer en pecado mortal y condenarse. Santa Teresa de Jesús se halló en un tiempo en ese estado, y Dios Nuestro Señor la mostró el lugar del infierno donde, si no se enmendaba, iría a parar.

¡Cuántas tentaciones, dolencias, muertes prematuras son efecto de esos pecados veniales!, ¡y dichoso quien así hace penitencia y se corrige, para no llevar por lo menos al purgatorio grandes deudas!

P.- Las cosas que Dios manda, ¿están todas en los diez Mandamientos?

R.- Sólo implícitamente, y por eso es preciso saber cómo los declara el Catecismo.

Al anunciar Dios Nuestro Señor sus diez Mandamientos en el Sinaí, sólo indicó la materia de cada uno; pero luego enseñó largamente a Moisés su contenido, para que él lo enseñase al pueblo. Más tarde el divino Maestro, confirmando ese Decálogo, lo explicó todavía con más perfección; de modo que con los deberes que presuponen, con los que ellos mismos declaran y con los que de éstos se siguen, todo lo que Dios manda puede decirse que está en los diez Mandamientos.

Así, v. gr., los deberes de quien es superior se incluyen en el cuarto Mandamiento, y también el obedecer a lo que la Iglesia u otra autoridad ordena; y en los anteriores o en los siguientes puede examinar las obligaciones de su estado, o de su cargo y profesión   -112-   el religioso, el médico, abogado, etc.; si bien para un examen conveniente es preciso aprenda cada cual muy bien las obligaciones del estado, cargo o profesión que tiene; así como todos hemos de saber uno por uno los Mandamientos de la Iglesia, y cada cual lo que su superior le prescribe. ¡Buen cuidado tienen, hasta los rudos y los menos temerosos de Dios, en informarse de ciertas leyes para no dar consigo en una cárcel, o haber de pagar multa! Pues con mayor empeño habría todo cristiano de leer u oír la explicación de la Doctrina cristiana.




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Lección 19.ª

Sobre el primer Mandamiento de la ley de Dios


Decid los Mandamientos.

P.- ¿Quién ama a Dios?

R.- El que guarda sus santos Mandamientos.

P.- ¿Qué es amarle sobre todas las cosas?

R.- Querer antes perderlas todas que ofenderle.

P.- ¿A qué nos obliga en el primer Mandamiento el amor de Dios?

R.- A adorarle a él sólo como a Dios, con fe, esperanza y caridad, rezando algunas veces el Credo, el Padre nuestro y el Acto de contrición.

Hasta el refrán dice: «obras son amores y no buenas razones». Buenas son las buenas palabras, pero si a ellas corresponden las obras. El hijo que no obedece a sus padres, no los ama de veras; y Jesu-Cristo dice, que quien guarda sus Mandamientos, ése es el que le ama; y el que todo, hasta la vida, sacrifica por no pecar, ese ama a Dios más que a todo lo demás y que a sí mismo; si bien ése es quien se ama racionalmente a sí mismo, porque prefiere la vida del alma a la del cuerpo, el cielo a la tierra, la gracia de Dios a la de los hombres, y una eternidad feliz a una eternidad   -113-   desdichada. Así han amado a Dios todos los santos, y le aman todos los buenos cristianos, y le debe amar todo ser racional.

Éste es el principal y mayor Mandamiento, así como el segundo en dignidad es amar al prójimo como a nosotros mismos, y, por tanto, con amor inferior al que tengamos a Dios, y de modo que por nadie ofendamos a Dios.

A ese doble amor, que fundándose en Dios y viniendo de Dios, se llama caridad de Dios y del prójimo, se reduce todo el Decálogo. Los tres primeros Mandamientos miran a Dios, los otros siete al prójimo, aunque también, mediante el prójimo, a Dios; de modo que todos, o inmediata o inmediatamente, son la práctica del honor y amor que debemos a Dios, y, por tanto, del verdadero amor de nosotros mismos, que consiste en que practiquemos cada cuál los Mandamientos de Dios.

Hablando en rigor, el primer Mandamiento del Decálogo es: «No tener más Dios que al verdadero». Así está en la Sagrada Escritura, y así en los Catecismos, no sólo el de san Pío V, sino generalmente en todos, y en las Sinodales de Toledo y otras diócesis. Prohíbe directamente los vicios opuestos al honor del mismo Dios, mientras que indirectamente reclama para Dios ese honor supremo con todas las virtudes que lo constituyen. No damos en por qué los padres Ripalda y Astete dicen que el primero de los diez Mandamientos es amar a Dios sobre todas las cosas. Con todo, como una y otra forma vienen a parar en lo mismo cuando se explican, y todos enseñan que ese primer Mandamiento manda el culto supremo debido a sólo Dios, y prohíbe el honrar o el amar a criatura alguna como si fuese una divinidad; no se ha creído prudente cambiar esa expresión tan generalizada entre nosotros. Mas, preguntando a qué nos obliga en el primer Mandamiento el amor de Dios, se da a entender, que también a otros Mandamientos se extiende   -114-   ése de la caridad. Esto supuesto, es evidente que el honor debido a Dios exige, que a sólo Dios tributemos un culto supremo, como a Criador y Dueño absoluto de cielos y tierra; y que le amemos sobre todo otro ser como a bien sumo; y que si ese honor no ha de ser puramente especulativo, lo hemos de tributar con actos, más o menos frecuentes, de religión, de fe, de esperanza y caridad, los cuales se incluyen en el Credo, el Padre nuestro y el Acto de contrición perfecta, que nosotros llamamos el Señor mío Jesu-Cristo; las cuales tres oraciones rezan a menudo todos los buenos cristianos.

P.- ¿Cómo se adora a Dios?

R.- Con reverencia de cuerpo y alma.

P.- Pues siendo Dios espíritu, ¿no basta la del alma?

R.- No, padre; que hubimos de Él también el cuerpo.

Tratando de la oración, alegamos más razones de juntar a la adoración interior o del espíritu, la exterior o del cuerpo: toda reverencia es poca para lo que se debe a un tan excelso Señor. La interior ha de ser profundísima, como fruto de un aprecio altísimo, y de la devoción; que no es, como el vulgo piensa, un afecto dulce y sensible, sino una entrega pronta de sí mismo a cuanto es del servicio de la Majestad divina. En cuanto a la exterior, estando en público, se ha de guardar el uso de los buenos cristianos; no que se imiten sus defectos, sino que se evite lo que, no siendo indispensable para mostrar la debida reverencia, llamaría la atención hasta de los fervientes católicos.

Hay países, v. gr., en que es común oír parte de la Misa con los brazos en cruz, y besar a menudo el suelo; otros en que nadie lo hace; en Francia se inclinan profundamente al alzar, en España mirando al Sacramento nos golpeamos el pecho; costumbre antiquísima que ya san Francisco Javier enseñaba a los indios, y que halla su fundamento en la Escritura Sagrada, cuando refiere que, muerto el Señor y pendiente   -115-   aún de la cruz, volvían todos a Jerusalén golpeándose los pechos en señal de arrepentimiento y dolor26. En semejantes prácticas, la prudencia dicta seguir el uso bueno del país donde se viva, sin extrañar el de otros.

P.- ¿Qué pecados contra la Religión prohíbe este Mandamiento?

R.- La impiedad y superstición, sacrilegio y simonía.

P.- ¿Qué es impiedad?

R.- Despreciar la piedad y culto católicos.

P.- ¿Y superstición?

R.- Superstición es culto falso.

P.- ¿Hay ahora cultos falsos?

R.- Sí, por desgracia.

P.- ¿Cuáles?

R.- El de los herejes y francmasones, adivinos, idólatras, mahometanos y judíos.

P.- ¿A cuál de éstos pertenecen los espiritistas?

R.- Los que no son meros estafadores o farsantes, a los adivinos por arte del demonio.

P.- ¿Qué sentís de los magnetizadores o hipnotistas?

R.- De ésas y demás maravillas por el estilo, siento que son muy sospechosas de inmoralidad y espiritismo.

P.- ¿Qué haremos para no ser engañados, y no pecar en esas cosas?

R.- Huir de ellas, y atenernos al culto y prácticas que aprueba la Iglesia.

Es impío en el orden moral el hijo que desprecia a sus padres; a su familia o a su patria; y más impío, porque lo es en el orden religioso, el que desprecia al Padre celestial, a Jesu-Cristo, a la Virgen, los santos, o la Santa Madre Iglesia, las prácticas y ministros del culto católico.

¡Increíble aberración! Los judíos y herejes desprecian nuestro culto, pero no el suyo; y entre nosotros hay quienes pasan por católicos, y desprecian el culto,   -116-   sacerdotes y usos católicos, y acaso respetan el que todo católico debe abominar por falso. Al obrar así, no sólo desprecian la Religión verdadera, sino que se desprecian a sí mismos, a los demás católicos y a su patria. También es impiedad pretender algún nuevo milagro para probar el poder, la misericordia o algún otro atributo de Dios, o si realmente existe. Herodes pidió a Jesu-Cristo que hiciese milagros delante de él y de su corte, y el Señor no quiso ni responderle una palabra.

Muchos llaman supersticiosa a la persona que es piadosa. Ese lenguaje en boca de un católico es necio e impío. No es superstición rezar mucho y comulgar todos los días, pues lo practicaron los santos; y aunque la vida de quien eso hace no corresponda en lo demás, no por eso se ha de despreciar la piedad, ni confundir todo abuso de las cosas santas con la superstición; vitupérese el abuso y no la piedad, lo malo y no lo bueno; llámese a cada cosa por su nombre.

Superstición es culto falso o vicioso, bien por darse a quien no lo merece, bien porque aunque se tribute a quien se debe, se le dé de un modo que a Dios no agrada.

Cuando nació nuestro adorable Redentor, todas las naciones, si no es el pueblo judío, se hallaban sumidas en la más vergonzosa y criminal idolatría: cada cual veneraba sus dioses; y los romanos, los de casi todas las gentes. A todo se adoraba menos a Dios, hasta a los ajos y cebollas; por lo que dijo un filósofo: ¡Dichosas gentes que hasta en los huertos les nacen dioses! La embriaguez tenía su ídolo, y era Baco; la lujuria a Venus; y desde algunos, que llamaban oráculos, daba respuestas el demonio, como sucedía en Delfos y en el Capitolio.

Pero Jesu-Cristo, muriendo por nosotros en la cruz, derrocó a Satanás e hizo enmudecer los oráculos; y a la luz del Evangelio, llevada por los Apóstoles a todas partes, fueron desapareciendo las tinieblas del error, y apenas quedó rastro de idolatría. Se hicieron pedazos los ídolos, se destruyeron sus altares; y sus templos,   -117-   o fueron derribados, o después de purificarlos, se consagraron al culto cristiano. Es verdad que el mismo Señor profetizó que habría herejías y escándalos; pero ¡ay, añadió, de los que traen esos males! Pecan ellos, y todos los herejes y supersticiosos. Los herejes, porque aunque dan culto a Dios, se lo dan como a ellos les place, y no como el mismo Señor estableció en su Iglesia; los mahometanos, porque veneran por profeta al impostor y vicioso Mahoma; los judíos, porque o siguen aferrados a ritos ahora reprobados por Dios y no abrazan el culto cristiano, o desertando de toda Religión, no buscan sino oro y poderío; los francmasones, porque intentan restablecer en el mundo el culto del mismo Satanás o Lucifer, por lo cual León XIII manda que se los impugne como antes se impugnó a los paganos27. Todos esos cultos son falsos y desagradan a Dios.

Es un hecho que quien ignora o abandona la Religión, suele dar en la superstición. ¿Y por qué? Justo castigo que quien no bajó la cabeza acogiéndose a Dios, sea engañado y tiranizado del demonio, que sabe y puede más que el hombre abandonado a sus propias fuerzas. En efecto, con la satánica revolución francesa cundió en Europa, a principios de este siglo, el desprecio de toda Religión y aun de todo lo que no es materia. Esos hombres, alejados de Dios, vio el demonio que era fácil que le adorasen a él. Sugirió a algunos que, a la sombra de una ciencia nueva y con el nombre de magnetizadores, ofreciesen al mundo espectáculos maravillosos y remedio a los infortunados; hasta que de uno en otro lance lograron efectos superiores a las fuerzas físicas y humanas; pero no a las diabólicas, v. gr., hablar en lenguas que ignoraban, ver lo que sucedía a largas distancias, que una pluma escribiese por sí misma, o un velador diese, sin que nadie lo moviera,   -118-   tantos golpes o vueltas; que se apareciese y hablase tal o cual fantasma o espíritu.

Envalentonados con este éxito, se atrevieron a descubrirse, llamándose francamente espiritistas o mediums. Pero con ese nombre no era hacedero continuar el engaño, porque siendo evidente que su arte no era ni de Dios ni de sus ángeles, forzosamente sería el tal médium un tercero, entre el que se sujetaba al espiritista y el demonio. Cambiaron, pues, de forma y de nombre, y los hipnotistas están logrando, con distinto procedimiento, idénticos resultados. Es verdad, en ésos como en los demás sectarios, que ni cuanto ellos hacen o dicen es malo o falso, ni cuantos se dan el nombre de hipnotistas usan medios reprobados ni pretenden efectos diabólicos; pero los médicos de ciencia y conciencia que descubran tal vez en cierto suelo artificial, procurado por medios honestos, un remedio natural a ciertas dolencias; no deben, aunque lo usen, llamarse hipnotistas, por no confundirse con los que, o fomentan un letargo funesto, o emplean medios opuestos a la sana moral, o son verdaderos espiritistas.

Por lo demás, el pecado de superstición no consiste en creer que ha existido y existe ese comercio con el demonio, sino en ejercerlo o cooperar a él, siquiera sea asistiendo a esos actos o espectáculos; como también en dar fe a lo que en ellos se oye, en tener por milagro esas brujerías que, ora son supersticiones, ora, y es lo común, meras ficciones y paparruchas de mal género28.

Es superstición tener unos días o un número por de bueno, y otros por de mal agüero, fiar a la suerte la averiguación de una verdad, creer que con sólo llevar o decir cierta oración es infalible no morir mal, dar   -119-   autoridad a sueños casuales; malos o diabólicos, con otras cosas por el estilo.

En la Sagrada Escritura nos avisa el Señor que hacia el fin del mundo dará más licencia al demonio, y que Satanás y sus secuaces harán muchas maravillas, que a los incautos parecerán milagros de Dios. Por eso nuestra santa madre la Iglesia nos amonesta que huyamos de esas novedades, y que, aun en las prácticas devotas, no adoptemos algunas que de cuando en cuando se inventan, hasta que no las veamos aprobadas por la autoridad eclesiástica.

Y por eso hace años pide, después de cada Misa rezada, que Dios, con su poder y por medio de san Miguel arcángel, acorrale en el infierno a Satanás y otros espíritus malignos, que andan sueltos por el mundo para perder las almas; y a los que devotamente responden a esas preces, concede el Papa trescientos días de indulgencias.

P.- ¿Es idolatría el culto que damos a las imágenes y reliquias de los santos?

R.- No, porque no creemos que sean una divinidad.

P.- ¿Cómo además de Dios adoramos con el mismo supremo culto a Jesu-Cristo?

R.- Jesu-Cristo no es otro Dios, sino el mismo único Dios verdadero, hecho hombre.

P.- ¿No prohibió Dios las imágenes?

R.- Lo que absolutamente prohibió fueron los ídolos.

Como los judíos tenían tanta propensión a imitar a los idólatras, Dios les prohibió que se hicieran estatuas para adorarlas. Venido Jesu-Cristo, los gentiles que se hicieron cristianos iban destruyendo los ídolos, y no habiendo peligro de que volvieran a tener por dioses las obras de sus propias manos, la Iglesia expuso a la veneración las imágenes sagradas del Salvador, de su Madre, más tarde también las de los santos, enseñando que las adoráramos o reverenciáramos como a las personas que representan,   -120-   no por virtud alguna que encierren en sí esos cuadros o efigies, sino por los méritos y valimiento de los que en las imágenes y reliquias veneramos; o en otros términos, no con un culto absoluto, sino con un culto relativo, que se refiere a la persona representada.

Cuando se pinta al Padre Eterno como un anciano venerable, al Espíritu Santo en forma de paloma, y en la de niños o mancebos alados a los ángeles, no creemos que Dios o los ángeles tengan cuerpo alguno, sino que se representan así para figurarnos algún atributo o propiedad suya, o porque en esas formas nos los propone la Escritura divina, y en ellas se han aparecido. El culto que damos a Dios, o en sí mismo, o en sus imágenes, v. gr., del niño Jesús o del crucifijo, es superior al que se da a los santos; y el de la Madre de Dios es inferior a aquél y superior a éste. Algunos escritores recientes dicen que se adora a sólo Dios y se venera a los santos; mas la Iglesia y sus doctores usan indistintamente venerar o adorar la imagen de un santo, con tal de que se admitan los tres grados de culto o adoración dichos.

Ni sirven sólo para el culto las imágenes sagradas, sino que además instruyen fácil y agradablemente en los misterios e historia de nuestra Religión; nos recuerdan las virtudes que hemos de imitar en los santos, y nos animan a merecer como ellos, y por su medio, los premios de la gloria. Envidioso de nuestro bien, suscitó el demonio en el siglo VIII a los iconoclastas o destructores de las sagradas imágenes, los cuales fueron condenados en el segundo Concilio de Nicea; como en el de Trento los protestantes, que resucitaron entre otras aquella herejía, si bien ahora vuelven muchos de éstos a poner imágenes en sus templos: ¡que a tales cambios están sujetos los que no reconocen por última regla más que su capricho!

La Iglesia, por su parte, siempre firme en la misma fe y culto, vela porque se destierren los abusos y tiene prohibidas las imágenes ridículas, inconvenientes o   -121-   indecorosas que elaboran algunos artistas imperitos, y tal vez más paganos que cristianos. Semejantes imágenes, por artísticas que se digan, si no pueden reformarse, han de echarse a las llamas. ¡Qué importa, v. gr., que sea Rafael quien pinta en el Tabor a dos Apóstoles completamente desnudos!29 Ésas, y otras parecidas, son aberraciones imperdonables contra la moral, contra la Religión y contra la verdad histórica. Ni el niño Jesús, ni el niño Juan, andaban desnudos, a modo de corderitos, sino vestiditos y modestos. Ni sólo en la decencia, sino hasta en el modo de representar, pintadas o esculpidas, las imágenes sagradas, está mandado atenerse al uso aprobado de la Iglesia; y que a los santos canonizados se ponga aureola, y a los beatos sólo rayos de luz alrededor de la cabeza. A personas que mueren con fama de santidad, se permite darles únicamente culto privado; pero no está vedado poner en la iglesia su retrato, como pudiera el de un fundador o un prelado, sin que por eso se les tribute culto alguno.

Bueno es recordar que hasta este siglo en que cunde la irreligión, apenas hubo en casas españolas más pinturas que las sagradas, si no es algún retrato de familia; y ¿cuántas bendiciones del cielo no atraía sobre el hogar cristiano esa piadosa costumbre? Y al revés, ¡de cuántos pecados y desdichas son causa estatuas y figuras que parecen ídolos erigidos a la impiedad, y a los vicios y deidades del paganismo! Ni en esto ni en nada malo, excusa la moda.

P.- ¿Qué es sacrilegio?

R.- Profanar cosas, lugares y personas consagradas a Dios.

P.- ¿Y simonía?

R.- Comprar o vender cosas espirituales o lo a ellas anejo, como un beneficio eclesiástico, lo que es pecado gravísimo.

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P.- ¿Y es simonía dar dinero por un sermón, Misa, etc.?

R.- No; porque ese dinero no es precio de la Misa, sino estipendio del trabajo a que el sacerdote se obliga, y limosna que se le da.

Sagrado es lo que, por institución divina o eclesiástica, está diputado con rito público al culto divino. Profana cosas sagradas quien recibe o administra sin la debida disposición un Sacramento; quien cita por burla la Sagrada Escritura; quien emplea en usos profanos los vasos sagrados o los ornamentos que la Iglesia ha bendecido, o de otra manera los desprecia; quien maltrata las imágenes o reliquias sagradas; quien se apodera de los bienes eclesiásticos o les carga tributo, y eso por más que ese robo o atropello sacrílego se coloree con los nombres de desamortización, incautación u otro que se invente.

No todo pecado que se comete en el templo es sacrilegio, por más que siempre es más grave que si se cometiera fuera del lugar sagrado. Sacrilegio es, si en iglesia u oratorio público, se tiene una acción impura, o se hiere derramando culpablemente sangre humana, o se da sepultura a quien no ha muerto en el seno de la Iglesia; si se roba algo perteneciente a ese lugar, y también el celebrar allí un convite, un mercado, una representación teatral, las elecciones30, y perpetrar actos parecidos, como forzar las puertas y violar el derecho de asilo, el cual se extiende a todo lugar pío. Sacrilegio personal es poner violentamente las manos en clérigo o persona religiosa, someterlos al foro laical en casos en que les ampara la inmunidad y la exención, y, por fin, cometer cualquier acción impura con persona consagrada a Dios por orden sacro o con voto propiamente religioso.

Y ¿qué diremos de ese horrendo sacrilegio que en   -123-   nuestros tiempos, como cuando había entre nosotros moros y judíos, se repite con harta frecuencia? ¡Hablo del robo de los sagrarios y de las mismas sagradas Hostias!

Jesu-Cristo no exige que haya guardia en su casa para honrarle, pero estamos en tiempos en que los fieles habían de procurarle esa defensa.

La simonía es pecado mortal, porque el simoníaco equipara lo espiritual con lo temporal: con todo, tratándose de lo anejo a lo espiritual, puede haber parvidad de materia y pecado venial. El primer hereje que hubo fue también el primer simoníaco: llamábase Simón, y de ahí el nombre de simonía. Pretendió que san Pedro le vendiese el don de hacer milagros; pero el príncipe de los Apóstoles maldijo el dinero que le ofrecía, y Simón Mago murió desastradamente.

Es simoníaco quien, en pago de algún servicio que presta o recibe, pretende para sí, o quiere dar a otro, un beneficio o cargo eclesiástico, aunque no llegue a darse, ni haya precedido pacto alguno; también quien recibe algo por la mera admisión de un cofrade; pero no es simonía vender un cáliz por su precio prescindiendo de la consagración, ni dar una limosna a condición de que el pobre rece, o vaya a confesarse; ni jugar pactando, v. gr., que el que pierde rece por el que gana, ni recibir pensión por una cátedra de ciencia sagrada. La retribución por Misas, sermones y otros ministerios, no son precio con que ellos se paguen; sino estipendios por el trabajo y privaciones que el sacerdote se impone, o limosna con que se sostenga, y mire por el culto y por los pobres; y los derechos de estola, son parte de lo que el pueblo está obligado a dar a su sacerdote, no en pago de los ministerios sagrados, sino de que resida entre sus ovejas trabajando por ellas, y para los fines que se han dicho. Por eso el párroco que cumple con su deber, no niega su ministerio a quien no le paga esos derechos.

La Iglesia tiene establecidas graves penas contra   -124-   los simoníacos; y entre otras, la nulidad del beneficio que con pacto simoníaco se obtiene, y lleva tan adelante su delicadeza en este punto, que prohíbe la venta de objetos indulgenciados, aun por su justo precio, y si se venden, pierden las indulgencias.




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Lección 20.ª

Sigue la explicación del primer Mandamiento


P.- ¿Quién peca contra la fe?

R.- El que niega o pone en duda la verdad de alguna doctrina católica. Así, pecan mortalmente los materialistas y ateos deístas y panteístas31, racionalistas o librepensadores, protestantes o evangélicos, liberales, y en suma todo el que, a sabiendas, no admite cuanto Dios nos enseña por su Santa Iglesia Católica Romana.

P.- ¿Y quiénes más pecan contra la fe?

R.- Otros que, sin negarla, la disimulan debiendo profesarla, o toman parte en algún culto falso, ayudan al triunfo de los enemigos de la fe, leen, pagan o propagan doctrina no católica.

P.- ¿Quiénes más?

R.- Los que ignoran en la Religión lo necesario según sus circunstancias, o no atajan cuanto deben, lo que a la fe se opone.

Los materialistas niegan la existencia del alma y de cualquier espíritu; los ateos la de Dios, los deístas la Providencia y el culto, los panteístas dicen que todo es Dios, lo que equivale a negarlo; los racionalistas o librepensadores niegan cuanto ellos no alcanzan o no les agrada; los protestantes rechazan la autoridad de la Iglesia e interpretan la Biblia cada cual según le parece, de modo que en juntándose unos cuantos del mismo sentir, forman nueva secta, hasta que esta misma   -125-   se fracciona en otras y otras: una de estas que corre por España es la de los evangélicos.

Los liberales no admiten la condenación de la Iglesia contra el liberalismo, y que, por consiguiente, sea pecado mortal el profesarlo o defenderlo: unos aprueban menos errores del sistema, otros más; otros todo él, y así lo dividen en grados o porciones, y forman los que llaman partidos a causa de aplicar ese error a la política. Del liberalismo se habla más en el apéndice, pero lo dicho basta para entender que desde los materialistas hasta los menos liberales pecan mortalmente contra la fe, pues rechazan la autoridad de la Iglesia que los condena.

Que los krausistas, y en general los que siguen la llamada hoy filosofía alemana de Kant, Hegel y demás, sean panteístas y herejes, sin Religión ninguna, no sólo lo evidencian los doctores católicos, sino que lo enseñó en una insigne Pastoral el primer Obispo matritense, de santa memoria.

Pecan también contra la fe, los que sin negarla le hacen traición en su conducta, y a éstos pertenecen aquellos de que habla la respuesta que sigue a la ya explicada. Éstos no sólo pecan porque ayudan a los enemigos de la fe, sino porque se exponen ellos mismos a perderla; y lo que aquí dice el Catecismo no necesita aclaración, sino ejecución; en que son mayormente responsables los jueces de las conciencias, a los cuales han de consultar los fieles en punto tan espinoso como son las lecturas.

En general, no debe leerse, ni pagarse ni recomendarse periódico o escrito que trate de Religión, moral o política, si no pasa por la censura eclesiástica. La doctrina política es parte de la moral, es una ciencia humana; y el santo Concilio Vaticano decretó así: «Si alguno dijese que las ciencias humanas pueden ser tratadas con tal libertad, que sus aserciones, aun cuando sean contrarias a la doctrina verdadera, pueden admitirse como verdaderas, y que no pueden ser   -126-   proscriptas por la Iglesia, sea anatema»32. Por tanto, los que lo contrario sostienen son herejes, y precisamente por leer periódicos que escriben sin censura del Ordinario, se imbuyen muchos en esas y otras herejías o errores33.

En la tercera respuesta se pone el pecado de omisión contra la fe, donde es de notar que a un escritor, a un catedrático, a un hombre político no basta saber de Religión lo que aprende un niño, pues debe enterarse de lo que enseña la Iglesia en las materias con que se roza su profesión, lo cual ha de ver o en los documentos Pontificios y pastorales del Prelado, o en algún libro que de ello trate con aprobación de la Iglesia. Esos mismos hombres públicos están muy expuestos a pecar no contrarrestando la enseñanza, escritos y lenguaje contra la Religión.

P.- ¿Quién peca contra la esperanza?

R.- El que desconfía de la misericordia de Dios, o locamente presume de ella.

P.- ¿Quién peca contra la caridad que manda este primer Mandamiento?

R.- Los que, como demonios, odian a Dios y cuanto con Dios se relaciona.

Pecan los que piensan que no hay perdón para ellos por más que hagan penitencia y se confiesen; asimismo los que se prometen salvarse sin más que rezar y oír Misa, pero sin confesarse ni comulgar siquiera por Pascua: unos y otros caminan hacia su perdición.

Al amor de Dios falta, práctica y mediatamente, todo el que peca; no obstante ese odio de que habla aquí el Catecismo, es el pecado más directo contra este Mandamiento, y el más horrendo que puede cometerse. Los antiguos opinaban que apenas lo cometían   -127-   sino los condenados del infierno; mas desde fines del siglo pasado existen en la tierra monstruos que odian a Nuestro Señor Jesu-Cristo, ¡y aman, o dicen que aman, a Satanás! El Señor se apiade de nosotros, y abrase a todos en su santo amor.




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Lección 21.ª

Sobre el segundo Mandamiento


Así expresa la Sagrada Escritura este segundo mandamiento: No tomarás el nombre de Dios en vano. Con esto directamente prohíbe jurar en vano, blasfemar, infringir un voto, así como cualquiera otra irreverencia contra el santo nombre de Dios, e indirectamente manda que se le honre. Y lo que del nombre de Dios se dice, vale respecto de otros nombres de Dios; y con la debida proporción, también del de los santos y cosas sagradas; porque así como quien desprecia u honra a los santos o a sus imágenes, desprecia u honra a Dios en ellos, así respecto del nombre, que se toma por aquello que designa.

En cuanto a honrar nombres tan santos, cumple quien reza con frecuencia y del modo debido, según manda el primer mandamiento, y se ha explicado más en la segunda parte; pues al par que honra a aquel a quien reza, honra también su nombre. A esa honra se enderezan las alabanzas y cánticos sagrados del culto y los saludos cristianos: Alabado sea Dios, Deo gracias; a que se contesta: Por siempre sea alabado; a Dios sean dadas. De esas salutaciones, que se usaban ya entre los primitivos cristianos, escribió san Agustín que se burlaban los herejes de su tiempo, y a ellos imitan hoy los impíos. Pero nosotros hemos de aprovecharnos de todo para alabar a Dios y su nombre santísimo; diciendo, v. gr., buenos días nos dé   -128-   Dios; hasta mañana, si Dios quiere, y otras frases tan españolas como cristianas, que recomienda la Sagrada Escritura.

Esto no quiere decir que sin reverencia alguna intercalemos el nombre de Dios, de Jesús o de María, como hacen algunos, a modo de interjección o muletilla, y menos con algún enfado, lo que de suyo es pecado venial.

P.- ¿Qué cosa es jurar?

R.- Poner a Dios por testigo.

P.- ¿Quién se dice jurar en vano?

R.- El que jura sin verdad, sin justicia, o sin necesidad.

P.- Quien jura sin verdad, ¿cómo peca?

R.- Mortalmente, aunque jure cosa leve, si advierte que jura y sabe que miente.

P.- El que jura con duda, ¿peca mortalmente?

R.- Sí, padre, por el peligro en que se pone de jurar con mentira.

Quien pone a Dios por testigo de una verdad, o de cosa buena, con grave causa y la debida reverencia, da a entender que aprecia el testimonio de Dios más que el de otro alguno, y que no osaría aducirlo, sino por causa y motivo justificados; es, pues, un acto bueno y religioso. Así juró Nuestro Señor Jesu-Cristo ante el tribunal de Caifás; así el Papa, los obispos y otros cristianos en ciertas circunstancias solemnes. El que pone a Dios por testigo de algo, pero sin intención de jurar, no jura, sino finge que jura; lo cual es pecado venial, y sí causa daño notable, mortal.

Las frases: Dios me es testigo que no miento; tan cierto como hay Dios, y otras así, suelen reputarse o como afirmación hecha en la presencia de Dios, o como una simple comparación, y no son juramento; menos lo es decir: a fe mía, por vida mía, bajo mi conciencia, o bajo palabra de sacerdote; si bien, sabiendo yo que no dijo verdad, cometo un pecado de   -129-   mentira. Para jurar bien no es preciso certeza absoluta de lo que se afirma, basta una certeza moral.

P.- ¿Quién jura sin justicia?

R.- Quien jura hacer algo malo.

P.- Y el que eso jura, ¿cómo peca?

R.- Mortalmente, si la cosa mala es grave, y venialmente si es leve.

P.- ¿Por qué se ofende tanto a Dios en esas dos maneras de juramento?

R.- Por ser gran desacato traerle por testigo de cosas falsas o malas.

P.- Y quien ha jurado hacer algún mal, ¿qué hará?

R.- Dolerse de haberlo jurado, y no cumplirlo.

P.- Según eso ¿los juramentos masónicos no obligan?

R.- No obligan, porque son perjurios.

P.- Quien jura sin necesidad, ¿cómo peca?

R.- Venialmente, no faltando ni a la verdad ni a la justicia del juramento.

P.- ¿Y es pecado jurar en vano por las criaturas?

R.- Sí, padre, porque se jura al Criador en ellas.

P.- ¿Pues qué remedio hay para no jurar en vano?

R.- Acostumbrarse a decir si o no, como Cristo nos enseña.

Perjurar es jurar en falso, pero también se llama perjurio todo juramento mal hecho. El jurar en falso o prometiendo algún mal grave, es mayor pecado que asesinar a un hombre. Los perjuros son infames e incapaces de ser testigos, y naciones hay en que se les corta la mano con que perjuraron, y otras que los condenan a muerte.

¿Querrá alguien saber en qué consiste la maldad del juramento masónico? Consiste en que esos sectarios juran ejecutar cuanto les manden sus jefes; quienes, como el fin de la secta es perverso, mandan crímenes horrendos. Por las criaturas se jura, cuando se pone por testigo algún santo, la Iglesia, el Evangelio, el altar, la tierra, el cielo u otra criatura, en que de un modo especial brillan las perfecciones de Dios, a quien así se invoca implícitamente.

  -130-  

El que acostumbra jurar, se expone a perjurar, muestra poco respeto a Dios, y no merece que se le dé crédito. Por eso el divino Maestro reprende la tal costumbre, y debe cualquier superior castigarla en sus inferiores. La palabra de un buen cristiano vale más que todos los juramentos de esas personas. El hombre honrado afirma la verdad, y si no le creen, peor para ellos. Hasta estos tiempos la palabra de un castellano valía por una escritura pública; al paso que ni ésta ni el juramento inspiran confianza entre gente que no se confiesa. ¡Cosa extraña! ¡Hombres que no respetan el nombre de Dios, ni se cuidan de guardarle las promesas que le tienen ofrecidas en su primera edad, exigen por otra parte que, por Dios y por su Santo Evangelio o ante un Santo Crucifijo, se les jure a ellos, o a sus leyes, fidelidad y obediencia! El cristiano que en tales casos no quiere ofender a Dios, mire bien antes de jurar, si lo que le piden que afirme es verdad, y lícito lo que quieren que prometa; y consulte, en caso tan grave, a un docto sacerdote.

P.- Cuanto al juramento de hacer alguna cosa buena, o a los votos, ¿cuándo es pecado no cumplirlos o dilatarlos?

R.- Cuando no hay razón para ello, a juicio de letrados.

P.- ¿Qué cosa es voto?

R.- Prometer a Dios una cosa que sea mejor que su contraria.

P.- ¿Cómo es que muchos hacen votos a los Santos?

R.- Para que presenten el voto al Señor, y nos ayuden a cumplirlos.

El que promete a Dios, aunque sea con juramento, no ya cosa mala, pero inútil, tonta o que impide otra mejor, peca venialmente, y es claro que no está obligado a cumplirla; v. gr., una pobre que promete una corona de plata a alguna Virgen, una hija de familia ofrece una larga peregrinación sin contar con sus padres, el otro hace voto de no ser religioso; esas promesas no agradan a Dios. Santo y bueno hacer promesas,   -131-   pero se ha de mirar antes lo que se va a prometer, y generalmente conviene consultarlo; porque mejor es no ofrecer, que ofrecer y no cumplir. Si lo que no se cumple es cosa pequeña, el pecado es venial; pero si es grave, como una Misa, un ayuno, y el voto o juramento fue plenamente deliberado con intención de obligarse según el mérito de la obra, el no cumplir esa promesa es pecado mortal.

En esta materia pueden ocurrir muchas dudas, y hay casos en que cesa de suyo la obligación, o en que la puede anular un superior, v. gr., el marido, el padre; otros, en que el confesor dispensa o conmuta lo ofrecido; y al mismo que hizo la promesa es lícito cambiarla por otra evidentemente mejor, salvos ciertos votos.

Por eso se encarga el acudir en esas dificultades al párroco.

P.- ¿Qué cosa es blasfemia?

R.- Palabras injuriosas a Dios, a la Virgen o a los santos, lo que es pecado mortal.

Si hubiéramos aquí de ponderar la gravedad de la blasfemia, no bastaría un largo sermón. Es pecado diabólico, y entre nosotros asqueroso; ni vale decir que no se quiere injuriar a Dios, pues si un hijo da un bofetón a su padre, o le arroja a la cara, o contra su nombre, un puñado de inmundicia, necesariamente le injuria. Sólo lo hace venial la inadvertencia, pero no la costumbre de blasfemar contra que no se lucha.

Adviértase que se blasfema no sólo con la lengua, sino con gestos, acciones y hasta con pensamientos, cuando voluntariamente se los admite y son injuriosos a Dios, a los santos o a las cosas sagradas; pero que maldecir al tiempo, a la mar, a las tinieblas, al demonio, no es de suyo blasfemia, y sí sólo pecado venial por la impaciencia con que suele hacerse; o ninguno, si nace sólo de dolor por los daños que causan.

Tampoco son blasfemias las palabras malas en que   -132-   no se mezcla para nada nombre alguno sagrado. Aunque se diga a sangre fría, la blasfemia es pecado mortal, v. gr., llamar injusto a Dios Nuestro Señor porque envía alguna tribulación, o permite que en este mundo prosperen los malos.

La blasfemia, no sólo hace reo del infierno a quien la echa, sino que escandaliza comúnmente a quien la oye, y atrae sobre los pueblos la indignación de Dios, que los castiga a su tiempo con terribles azotes como los que hace años sufrimos.

San Fernando, Rey gloriosísimo, que acorraló los moros en un rincón de España, herraba con yerro candente la lengua del blasfemo. La blasfemia no trae bien alguno, ni siquiera temporal, y es lenguaje de demonios y de los condenados del infierno. La furia que a ella provoca, debe el hombre refrenarla, y ya que no lo haga, desahóguela en gritos inofensivos o maldiga al pecado, raíz de eso mismo, porque entonces se irrita.




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Lección 22.ª

Sobre el tercer Mandamiento


P.- ¿Quién santifica las fiestas?

R.- El que oye Misa entera y no trabaja sin necesidad en ellas.

P.- Y el que da trabajo, ¿peca?

R.- Como si él trabajara.

P.- ¿Y los amos que, sin necesidad y permiso del párroco, permiten trabajar a sus dependientes?

R.- Pecan, y son también escandalosos.

P.- ¿Y si obligan a trabajar?

R.- Pecan más, y son en cierto modo crueles.

Desde el principio del mundo existe la santificación de las fiestas. Dios Nuestro Señor crió el universo en   -133-   seis días o tiempos, y el séptimo descansó, esto es, cesó de su obra, y lo santificó. Así quedó establecida la semana, mandando el Criador que en el día de descanso, que entonces era el sábado, consagrase el hombre algún tiempo al culto público de Dios. Luego señaló otras varias fiestas, prohibiendo en ellas, so graves penas, a su pueblo escogido toda suerte de trabajo, hasta viajar y cocinar. Fundada la Iglesia, Jesu-Cristo le dio poderes para marcar las fiestas y el modo de santificarlas; y la Iglesia por de pronto, en memoria de la Resurrección del Señor y de la venida del Espíritu Santo, que fueron en domingo, puso esta fiesta en vez del sábado. Del descanso del día festivo toca hablar aquí, pues de la Misa hablaremos al explicar el primer precepto de la Iglesia.

El no trabajar no lo exige esta buena Madre con el rigor que la ley antigua a los judíos, porque para materia de pecado mortal el trabajo ha de pasar bastantemente de dos horas, y aun llegar a tres si se mezcla algún viso de necesidad o la obra es poco fatigosa, como coser, hacer flores o media, y otras de éste género; por más que los buenos cristianos se abstienen por completo de esos y otros trabajos prohibidos, pues, aun trabajando poco, se peca venialmente.

En segundo lugar, permite varios trabajos, como luego veremos, y admite ciertas causas que excusan del precepto. Vamos a indicarlas, no para estimular al trabajo en esos días, sino para instrucción de todos, y que nadie haga con mala conciencia lo que puede hacer sin pecado.

Ante todo excusa la necesidad del que, si no trabaja, no puede sustentarse él y su familia, por no alcanzarles lo que otros días ganan. No se puede, empero, trabajar para alimentar vicios, ni aun un lujo o regalo impropios de un pobre; ni tampoco por un temor nada cristiano, de que, teniendo ahora, nos falte en lo por venir; pues de ese modo el precepto de no trabajar en las fiestas no obligaría sino precisamente a los   -134-   que no viven del trabajo de sus manos. Jesu-Cristo nos dice que aquel Señor que alimenta al pajarillo, y viste galanamente los lirios del campo, es nuestro Padre, y da los bienes convenientes para el cuerpo al que, ante todo, busca los del alma.

La experiencia de cada día lo confirma; y quien ponga atención, observará que, fuera de algún caso excepcional como el del santo Job, en que el Señor recompensa la falta de lo terreno con la sobreabundancia de otros más ricos dones, los que yacen en un completo abandono, se lo han merecido o ellos o sus padres, bien por otros pecados, bien por este mismo de quebrantar las fiestas.

Muchos ejemplos de personas vivas pudiéramos aducir, de la paternal y extraordinaria Providencia con que Dios mira por los guardadores de sus fiestas.

Hace pocos años vivían en una capital de Andalucía tres hermanas modistas que sustentaban siete personas sin trabajar las fiestas. Una vez, cediendo a las instancias, trabajaron; mas enfermaron dos de ellas por quince días. Reconocieron el aviso paternal de Dios, y no volvieron a quebrantar el día festivo. Nunca les faltó y todos les favorecían.

En un gran comercio, donde se guardaban las fiestas, decían: Padre, los lunes vendemos el doble; además, les cayó dos veces la lotería, y ellos celebraron un triduo al Sagrado Corazón de Jesús. Por el contrario, se ven de cuando en cuando castigos palpables.

Yo mismo presencié en un domingo el incendio de una fábrica, perdiendo su dueño más de 30.000 duros. El párroco dijo a esa señora: Ya le avisé a V. que no trabajase los domingos: los padres de V. no trabajaban: ese día, por la mañana, repartían el salario, incluso el de las fiestas de entre semana. Siguieron trabajando, y a poco tiempo se le abrasó a la misma otra fábrica, también en domingo. Había tratado de asegurarla, pero no lo estaba cuando se quemó.

  -135-  

Como ahora es general y escandalosa la infracción de este precepto, por eso son también generales y terribles los descalabros, y la paralización y ruina de comerciantes, industriales y labradores. Y ¡ojalá que con ese castigo temporal nos arrepintiéramos y enmendáramos para evitar el eterno! Sé de comerciantes que, fiándose de Dios, cerraron la tienda en las fiestas, y ganan tanto o más que antes.

Esa necesidad porque se permite el trabajo, la extienden los doctores católicos al caso de una utilidad especial, bien sea pública, v. gr., si urge un puente, un camino; bien privada, como si a quien vive de su trabajo se le ofrece una ganancia notable y extraordinaria; pues el no trabajar en ese caso equivaldría para él a sufrir un daño grave, con el cual no obliga este precepto. Pero no se confunda con esa utilidad especial el afán de rematar pronto un edificio, ni de acrecentar el caudal. Están excusados, v. gr., los fundidores, a quienes se siga grave perjuicio de interrumpir la labor; los sastres, cuando ni por sí ni por otros pueden concluir la ropa para un funeral, una boda o un viaje; los labradores, cuando un nublado amenaza echarles a perder las mieses. También excusan la caridad y la piedad. Aquélla permite trabajar, para quien lo necesita, y ésta hacer los preparativos para una fiesta religiosa; y por una y otra es lícito trabajar para un monasterio o iglesia muy necesitados.

Siempre se ha de evitar, en lo posible, trabajar en público; pues para esto y los casos dudosos se acude por dispensa al párroco; el cual, donde las cosas van como deben, lo hace saber en la Misa mayor.

Los dependientes o criados pueden trabajar cuando el amo les obliga; pero si lo hace por mala costumbre, deben buscar amo más cristiano; y nunca les es lícito trabajar, si se lo exigen en desprecio de la Religión. Nótese bien que lo que excusa para trabajar, no siempre excusa para no oír Misa.

  -136-  

Ahora bien, en vista de la bondad de nuestra Madre la Iglesia, en este precepto de no trabajar, con lo que todavía nos queda que añadir más abajo, se hace completamente inexcusable la conducta de tantos amos y padres de familia. Unos por descuido, otros por seguir la corriente, muchos por avaricia, y no pocos por impiedad, mandan o permiten trabajar a sus súbditos. Los más de esos que fuerzan al trabajo de las fiestas, son los que reclaman libertad para todos y para todo. ¿Por qué, pues, tiranizan ellos a su mujer, hijos y servidores? Otros alquilan jornaleros a condición de que, si no trabajan las fiestas, o los despiden, o no les pagan para sustentarse en ellas. ¡Conducta anticristiana y tiránica! El obrero vive del trabajo, y tiene derecho a que, trabajando lo justo, le sustente quien le alquila. Sería cruel quitarle el descanso de la noche, pues también lo es quitarle el de las fiestas; aquél lo reclama el derecho natural, éste el cristiano, y por eso León XIII dice que, si es preciso, se fijen el salario y el trabajo, atendidas todas las circunstancias, por la autoridad, evitándose dos escollos: la injusticia de amos que dan poco y exigen demasiado, y la de obreros que piden demasiado y no trabajan lo justo; para este arreglo desea se restablezcan los gremios de artesanos.

Óigase, a propósito de amos y sirvientes, un hecho que supe del mismo padre por cuyas manos pasó. Un amo, en ocasión de elecciones, dijo a su dependiente: -No dudo que votará V. por Fulano. -Mientras no se interese mi conciencia, le serviré a V., y de ello le he dado buenas pruebas; pero yo no puedo votar por un enemigo de la Religión. El amo insistió, hasta que no logrando nada, le amenazó con despedirle. -Bien está, dijo el cristiano dependiente; saliose de la casa, y se vio en la calle con cinco hijos en la última miseria. El padre le logró siete duros mensuales para la lactancia de dos gemelos. En esto ofreciósele un empleo de 6.000 reales en ferrocarriles; pero decía:   -137-   -Yo no quiero estar sin Misa; y consultó al padre. Éste le dijo: -No lo tomes; Dios proveerá. Así fue; hoy día tiene la administración de millones y goza de toda la confianza de su amo. Gana 6.000 reales y casa, y esa colocación le vino por recomendación del anterior amo, que se asombró de su probidad y entereza, juntas con gran pericia en los negocios.




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Lección 23.ª

Sigue el tercer Mandamiento


P.- ¿Qué fiestas son de guardar?

R.- Los domingos, y algunos más que saben los buenos cristianos.

P.- ¿Para qué se establecieron las fiestas?

R.- Para dar culto a Dios y celebrar los misterios principales.

P.- ¿Y las fiestas de la Virgen y los santos?

R.- Para darles el honor debido, y mover a los fieles a la imitación de sus virtudes.

Todo cristiano debe informarse de esto, o en la parroquia o de algún buen católico del país donde vive, pues hay fiestas que no lo son en todas partes. Además del domingo, las generales para España son: la Circuncisión, los Reyes, la Purificación, Anunciación, Ascensión, Corpus, san José, san Pedro apóstol, Santiago, Patrono de España, la Asunción y Natividad de la Virgen, Todos los Santos, la Inmaculada Concepción y Navidad; en cada diócesis la del Patrono y en cada pueblo la del suyo, si lo tienen aprobado por el Papa. Antes había más, pero Pío IX, en 1867, a ruegos del Gobierno español que le prometió hacer guardar las que quedasen, no dejó sino las dichas.

Se había suprimido la de la Natividad de Nuestra Señora, pero fueron tan vivas y generales las instancias   -138-   de nuestra católica patria, que el mismo año se restableció. Por la misma causa el año 1890 volvió a ser fiesta la de san José, y un Real decreto en 27 de febrero prohibió los trabajos el 19 de marzo, como lo están las demás fiestas por nuestras leyes.

La 7.ª del tít. I, y libro IX de la Novísima Recopilación, dice así: «Mandamiento es de Dios, que el día santo del domingo sea santificado: por ende mandamos a todos los de estos reinos que en el domingo no labren ni hagan otras labores algunas ni tengan tiendas abiertas». Ley nunca derogada legítimamente, sino antes confirmada, como suponen los datos aducidos, y el que, según la Constitución vigente, el estado español es católico.

Pero como si no hubiera ley ni divina ni humana, y a pesar de la palabra que empeñó nuestro Gobierno, las fiestas se quebrantan impunemente, de un modo escandaloso y vergonzoso.

El trabajar y tener abiertas las tiendas, precisamente hasta terminar la hora de las Misas y oficios eclesiásticos, y cerrarse para correr a diversiones comúnmente licenciosas, es no sólo una ofensa contra la Majestad divina, contra la Religión verdadera y la Iglesia de Dios; sino un desprecio público de nuestra misma católica nación y de todos los verdaderos españoles. Los judíos, los moros y los herejes guardan en esto con exactitud sus ritos. Al mahometano o protestante que visita la corte y otras de nuestras principales ciudades, presentan nuestras calles y plazas, en las mañanas de los domingos, el aspecto de un pueblo sin Religión, y los bailes y escenarios por las tardes el de un pueblo pagano. Ni es eso todo, porque con tan general inobservancia de las fiestas, el pueblo se hace ignorante, inmoral e impío; las almas se condenan, la familia se rebaja, y toda la sociedad se arruina. Consideremos, si no, por qué Dios y su Iglesia establecen fiestas.

El Catecismo trae los principales motivos que explicaremos   -139-   sucintamente, añadiendo otros. Para toda obra de importancia se diputa tiempo y lugar; justo es que lo tenga la principal, que es el culto divino. El privado se da en cualquier tiempo y lugar; mas para el solemne y público, ha querido el Señor que haya fiestas y templos, donde los fieles reunidos, ricos, pobres, amos y criados, adoran al Señor de cielos y tierra, asisten al sacrificio de la Misa, oyen la doctrina que Jesu-Cristo trajo del cielo para todos, y las virtudes de los santos; son exhortados a detestar y confesar cada cual sus pecados, y se sientan a la misma Sagrada Mesa, alimentándose con el Cuerpo adorable de Nuestro Señor Jesu-Cristo. Ésta es la verdadera fraternidad e igualdad.

Los que de esos medios se aprovechan, salen de la iglesia más instruidos en la Religión que profesan, y en los deberes que impone; esforzados a luchar contra los enemigos del alma, a sufrir las contrariedades de la vida, a ser caritativos con los demás, humildes, obedientes, justos, sobrios.

Pues bien, para que se acuda a la casa de Dios, se prohíbe el trabajo, y también por otros fines.

Se prohíbe para que la sociedad misma dé ese testimonio de que reconoce por Señor a Dios, a cuyo culto consagra esas fiestas, y por cuyo obsequio y obediencia a la Iglesia deja el trabajo. Se prohíbe para que ricos y pobres se acuerden que no vivimos para ganar bienes caducos, ni se dejen dominar de la codicia, ni confíen en su trabajo e industria, sino en Dios que nos da cuanto tenemos y poseemos. Se prohíbe para que los trabajadores no se embrutezcan, y en esos días cultiven su alma y las de sus hijos en el seno de la familia, y traten con su mujer y con los vecinos sobre el arreglo de la casa y demás negocios. Se prohíbe, en fin, hasta para el necesario descanso del cuerpo humano, y aun del de las bestias de labor.

El Criador conoce muy bien su obra, y como Padre mira no sólo por nuestras almas, sino también por   -140-   nuestros cuerpos. Cuando la revolución francesa, en su furia contra la Religión, puso diez días de trabajo en vez de seis, respondieron los campesinos: nuestros bueyes conocen el domingo, y con sus mugidos reclaman el descanso.

Pudiera, como Dueño absoluto, mandar que cada día nos presentásemos en su templo; pero atendiendo a nuestra mísera condición, armoniza lo que exige para su honor y bien de nuestra alma, con las conveniencias de nuestro cuerpo.




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Lección 24.ª

Se concluye el tercer Mandamiento


P.- ¿No es mejor trabajar que ociar?

R.- Sí; pero las fiestas no son para darse al ocio.

P.- ¿Pues qué hará quien no trabaja?

R.- Además de la Misa y quehaceres indispensables, puede oírse sermón, aprender o enseñar el Catecismo, confesarse y comulgar, leer buenos libros, y practicar otras devociones y obras de misericordia.

P.- ¿Qué más?

R.- Es lícito estudiar, dibujar, calcar, escribir, tomar algún honesto recreo; y también se permiten otras ocupaciones de que, en caso de duda, se pregunta al párroco.

P.- ¿Es honesto el juego?

R.- Según sea él y las circunstancias; pero jugar por vicio es malo, y trae muchos daños.

Acabamos de ver para qué ha puesto Dios las fiestas. Los que se quejan de las cristianas, establecen las que llaman cívicas, más en número que aquéllas, y destinadas, no ya al mero ocio, sino a toda clase de vicios con que se enervan las fuerzas, se hace insoportable la pobreza, se destruye la familia, y se derrocha lo ganado. ¡El trabajador no es una bestia que, si   -141-   no arrastra la reja o lleva carga, haya de estar echada en la cuadra, o paciendo y triscando en el prado!

Repárese una por una, en las obras que recomienda el Catecismo para las fiestas, y en las que permite. Aunque en cada fiesta la Iglesia no mande sino la Misa, aconseja las otras prácticas de religión y misericordia, ya para santificar mejor el día del Señor, ya porque algunas de ellas son en ciertos casos obligatorias, y ninguna proporción para cumplirlas como la del día festivo.

¿Qué lugar queda, pues, para el ocio? Con las ocupaciones lícitas que expresa aquí el Catecismo, permiten doctores aprobados estas otras: el oficio de barbero, panadero, carnicero, confitero y repostero, en lo que exige el abasto diario; el arreglar los tipos, pero no el imprimir; el pintar algún cuadro o fotografiar, pero no el moler los colores, ni hacer otros preparativos trabajosos. Puédese comprar, vender, contratar, como no medie aparato judicial; pero los comercios y mostradores no deben abrirse, si no son de comestibles, velas u otros artículos de igual urgencia, o en ciertas ferias y mercados que permita la autoridad eclesiástica. Se permite viajar, y, por tanto, los preparativos precisos.

Tres cosas, sin embargo, queremos advertir: primera, que donde la autoridad eclesiástica reprenda en día festivo alguna de esas ocupaciones, el cristiano debe abstenerse de ella; segunda, que de suyo es más laudable reservarlas en lo posible para los días no festivos; y tercera, que siendo posible oírla, no se ha de perder la Misa; por lo cual en los pueblos, los alcaldes cristianos hacen que durante los oficios divinos estén cerrados todos los establecimientos, y cese cualquiera diversión pública.

Una palabra acerca de la diversión. Tan lejos está la Iglesia de prohibirla, que enseñan sus doctores ser generalmente necesaria, hasta para evitar pecados que de no tenerla suelen originarse. Ni es ajena de los días   -142-   festivos, antes contribuye al fin secundario del descanso, como efecto espontáneo, atendida nuestra presente condición, de la alegría propia de ciertas solemnidades, a las que da, junto con el traje y mesa mejores que lo diario, un aire de popularidad muy provechosa.

Pero la diversión ha de ser honesta en sí misma y en todas sus circunstancias de tiempo, modo y personas con quienes uno se junta.

No vivimos para divertirnos, como ni para dormir y comer, sino que usamos de esos reparos para conservar las fuerzas y continuar cumpliendo nuestros deberes. Mas, ¡cuántos, como si no tuvieran aún uso de razón, ocupan la vida en jugar como niños, aunque no con la inocencia de ellos; y cuántos no distinguen las fiestas sino por la diversión, el lujo y demás excesos a que entonces se entregan! ¡Cuántos días, antes y después, apenas piensan en otra cosa! ¡Y en la diversión gastan horas y dinero, que están reclamando los deberes religiosos y domésticos, el propio cargo, los acreedores, los pobres y el culto divino!

Algunos se quejan de que la Iglesia aleje a sus hijos de ciertos espectáculos, y la Iglesia lamenta que los malos conviertan casi todas esas diversiones en incentivo de vicios, no sólo de la impureza, que es el ambiente que en teatros y bailes comúnmente se respira; sino del lujo, envidias y murmuraciones, y aun de irreligión y de impiedad. Hay diversiones y juegos que en cualquier día del año son pecado; los hay que no son malos, pero que no debieran tenerse en las fiestas y en ciertas épocas del año.

El papa Clemente VIII, que permitió al pueblo español, tomadas las debidas precauciones, las corridas de toros, ordenó que no fuesen en días festivos34; por lo cual en Madrid se tenían los lunes, y sólo desde la   -143-   Revolución son el domingo. Con el titulo de Las diversiones y la moral ha escrito el Sr. Sardá y Salvany un precioso opúsculo, y de otro sobre la Santa Cuaresma, también suyo, vamos a trasladar aquí unas reflexiones muy justas y oportunas para concluir esta materia. «¡Cuánto, dice, hemos degenerado de nuestros mayores! Hasta nuestras capitales más importantes adquirían por Cuaresma, en tiempos de más sanas creencias, una cierta fisonomía de austeridad católica que las hacía imponentes. Cerrábanse todos los lugares de diversión; las calles y plazas eran recorridas varias veces cada semana por devotísimas Congregaciones; toda profanidad parecía enmudecer en este sagrado período.

»Aun en el interior de la familia, la doncella y el trabajador olvidaban los cantares alegres con que suelen solazarse en su faena, para dedicarse solamente a los tradicionales y hermosísimos de la Pasión, del Via Crucis o de las Siete Palabras. Hoy han caído en desuso en muchas partes estas venerables costumbres».

Preguntará alguien, según eso, si la Iglesia prohíbe las públicas diversiones en Cuaresma; y yo pregunto si la Iglesia manda ir a la iglesia en días de Jueves y Viernes Santo, y en el de los Difuntos. No lo manda la Iglesia, pero lo impone a cada cual el sentido común cristiano; pues dígase lo mismo de aquella prohibición. Por otra parte, los fieles, sin que se lo manden, acuden en dichos días al templo, como antes en Cuaresma no había espectáculos.

Entonces la autoridad seglar no los permitía35, y estuviera de más la prohibición expresa de la Iglesia. Ahora, por una razón contraria, también lo estaría, como se ve en lo que sucede con las corridas de toros. La sociedad actual en su vida pública no escucha a la Iglesia; pero ¿por qué las personas que se precian de católicas y aun de piadosas, prefieren las costumbres   -144-   impías a las católicas! ¡Los mismos que lamentan la infracción de las fiestas, compran esos días públicamente en las tiendas, dan trabajo a los artesanos, y asisten a cualquier espectáculo en todo tiempo! La Cuaresma está consagrada especialmente a la oración y compunción, a los sermones y penitencia, cuyos frutos muy mal se hermanan, no digo con diversiones pecaminosas, sino con la algazara y ostentación de todas las públicas. Si hasta la solemnidad y festejos nupciales veda la Iglesia en Adviento y Cuaresma, ¡cómo ha de aprobar en esa época otras diversiones menos razonables y más profanas!




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Lección 25.ª

Sobre el cuarto Mandamiento


Quedan explicados los tres Mandamientos que miran inmediatamente a Dios y a honrarle en sí mismo, en su nombre y en su día que es el festivo; lo cual se practica con la virtud de la religión, y con la fe, esperanza y caridad para con Dios; virtudes las mayores de todas, siendo por lo mismo los pecados contra los tres primeros Mandamientos de mayor gravedad, que los que se cometen contra los siete de que ahora vamos a tratar. De éstos el cuarto es el principal, porque ninguno tan próximo o cercano como los de la misma familia entre sí, y porque los padres representan al mismo Dios; de forma que hasta los pecados que contra otros Mandamientos se hacen en la persona misma de algún pariente cercano, son también contra este Mandamiento, y, por tanto, de una especial malicia.

Además de que ningún otro Mandamiento influye tanto en que todos se observen, como verá por sí mismo quien reflexione cómo el cuarto Mandamiento incluye los mutuos deberes entre superiores o inferiores.

  -145-  

P.- ¿Quién honra a los padres?

R.- El que los obedece, socorre y reverencia.

P.- ¿Quién peca contra esto?

R.- Los hijos que no obedecen a sus padres en las cosas tocantes al gobierno de la casa y cristianas costumbres; los que no les socorren en las necesidades, los maldicen o hacen burla de ellos, o les levantan la mano, y, por lo común, los que tratan de contraer matrimonio sin su bendición y consejo.

Que a nuestros padres debemos amor, y amor singular llamado piedad, no necesita decirse, pues son autores de nuestros días y les costamos indecibles sacrificios; pero ese amor, atendida la autoridad y condición de los padres, reclama obediencia, reverencia, y en ciertos casos socorro.

Los hijos, mientras viven bajo la patria potestad, pecan, mortal o venialmente, según sea la materia, el precepto y demás circunstancias, si no obedecen cuando, v. gr., les mandan estar en casa, levantarse o acostarse a tal hora, ocuparse en esto o en lo otro, no juntarse con tal compañía, no leer tal libro; aprender el Catecismo, rezar, ir a Misa o al sermón, frecuentar los Sacramentos y otras cosas buenas; y esa obediencia ha de ser sin réplicas importunas; ni modales de enfado, con humildad, con sencillez, con amor, como quien obedece a Dios en la persona de los padres.

«De obra y de palabra y con toda paciencia honra a tus padres, dice Dios, y sírveles como a señores»36.

Hasta los treinta años estuvo el divino Maestro enseñándonos con su ejemplo la obediencia y respeto a los padres. El que sin justa y grave causa contrista a sus padres, es, dice el Señor, ignominioso y desdichado; y maldecido de Dios el que exaspera a la madre37. Socorro deben los hijos a los padres en la pobreza,   -146-   vejez, enfermedad u otro peligro de alma o de cuerpo; y esta obligación, así como la de reverenciarlos, dura toda la vida.

Si hemos de socorrer a los necesitados, ¡cuánto más nuestros padres si lo están! Sobre todo en la enfermedad no sólo con alimento, medicinas y asistencia; sino cuidando que los visite el párroco y otras personas temerosas de Dios, que reciban en su cabal juicio los Santos Sacramentos, y declaren con entera libertad sus últimas voluntades, expresando las deudas contra sí y en su favor; y que acercándose la muerte, se resignen en las manos del Criador, y le entreguen cristianamente el alma; y después de cerrarles los ojos, procurándoles no sólo sepultura y funerales según su clase, sino Misas y otros sufragios, y que se cumpla puntualmente el testamento.

No hallándose los padres en necesidad, no les deben los hijos sus propios bienes, ni lo que con ellos o por propia cuenta ganaren; acerca de lo cual, padres e hijos han de estar a lo determinado en las leyes; pero en caso de extrema necesidad, antes hay que socorrer a los padres, que a los propios hijos y mujer.

Como a Dios debemos sumo amor, pero también suma reverencia, así a los padres, dados por Dios para que hagan visiblemente sus veces. La sociedad impía de este siglo, que no respeta a Dios, trata de desterrar la reverencia a los padres, como si el amor hubiera de ser un caprichoso o instintivo sentimiento de mera ternura, y no un afecto racional y cristiano que quiere y hace a quien se ama, todo el bien que racional y cristianamente le conviene. En familias de costumbres cristianas, el hijo, al llegar el padre o la madre, se descubre y se levanta, cede el primer lugar, les honra en la conversación, los defiende contra quien denigra su fama, y en todo les da pruebas de la mayor reverencia. Refiere el sagrado texto que José, siendo la primera persona en Egipto después del Rey, recibió a   -147-   su padre, que era pastor, con la mayor reverencia. El rey Salomón, viendo venir a su madre, dejó su trono, la salió a recibir, la saludó con gran respeto y la hizo sentar en otro trono a su derecha.

Sepan de paso las familias católicas que la moda de tutear los hijos a sus padres data de la impía Revolución francesa; como también que, por el contrario, los maestros y maestras traten en la escuela a los párvulos como éstos debieran tratar a sus padres y superiores. Una cosa hay en que los hijos no están obligados a obedecer, y es la elección de estado.

No obstante, pecan por lo común si entablan relaciones sin aprobación de sus padres; a no ser, y por esto se ha dicho por lo común, que los padres injustamente se lo estorben, en cuyo caso el párroco o confesor señalará a cada cual sus deberes.

P.- ¿Quiénes otros son tenidos por padres, además del padre y madre?

R.- Los que hacen sus veces, y nuestros superiores en lo eclesiástico y lo civil.

P.- ¿A quién representan?

R.- A Dios, de quien toda ordenada autoridad procede.

P.- ¿Y si mandan algo malo?

R.- Pecan ellos y quien lo ejecuta; porque antes hay que obedecer a Dios que al hombre.

P.- ¿Es lícito rebelarse contra un superior malo?

R.- No; porque su maldad no le quita la autoridad.

Hace veces de padre la persona que, faltando aquéllos o por encargo suyo, toma a su cuenta la crianza y educación de un niño o niña. Los obispos y otros sacerdotes que tienen autoridad en la Iglesia son padres de las almas, y mandan en lo que al bien de ellas pertenece; al paso que los que están al frente de una nación, provincia o pueblo, mandan en las cosas temporales y civiles, pudiéndose llamar padres de la patria.

A todo superior da la autoridad respectiva el mismo Dios, por más que comúnmente se valga de los hombres,   -148-   o para comunicarla o para designar la persona y establecer la forma del gobierno político; y así, todo superior, eclesiástico o civil, representa a Dios; y manda Dios que los inferiores les presten reverencia, que obedezcan a las leyes o preceptos que les tocan, y acudan con socorro pagando el tributo o derechos, que necesitan y demandan para el desempeño de su cargo.

La autoridad no estriba en la conducta del superior, sino en su derecho a mandar; y así como el buen hijo cumple los deberes para con su padre, por perverso que éste sea, lo mismo debe hacer cualquier inferior respecto de su superior.

Una cosa es ser malo y mandar mal, y otra mandar cosas malas. Cuando nació la Santa Iglesia eran idólatras los emperadores y magistrados, y, sin embargo, el mismo Jesu-Cristo obedeció al César y pagó el tributo; si bien, cuando Caifás y Pilatos exigieron que faltase al mandato del Padre celestial, escogió morir en la cruz antes que quebrantarlo. Ese divino ejemplar imitaron millones de mártires, y debe imitar, con la gracia de Dios, todo cristiano, obedeciendo en lo lícito; y sufriéndolo todo, hasta la misma muerte, antes que hacer cosa que prohíba nuestra santa Religión. Pero aunque no se obedezca al que manda algo malo, no por eso es lícito rebelarse contra él, ni mucho menos quitarle la vida. Antes, como enseña el Apóstol, hemos de rogar a Dios por todos nuestros superiores, a fin de que vivamos santa y pacíficamente.




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Lección 26.ª

Deberes de los padres


P.- ¿Qué deben el padre y la madre a sus hijos?

R.- Sustento y sana doctrina, vigilancia y corrección, buen ejemplo y darles estado no contrario a la voluntad del hijo o hija.

  -149-  

Dios confiere la autoridad en provecho, no del superior, sino del súbdito, e impone a quien la da, graves obligaciones. Expliquemos las del padre y la madre, a quienes para facilitárselas y asegurar su cumplimiento, ha dado el Autor de la naturaleza tan entrañable amor a los hijos. A éstos deben sus padres: primero, el sustento. No hay criatura que venga al mundo tan desvalido como el hombre, ni que tanto tarde en valerse por sí mismo; hecho providencial para que el hijo esté más tiempo en la casa paterna, y reciba de sus padres con el sustento los principios de una educación civil y cristiana. Y ¿para qué ha dispuesto el Criador que en naciendo el niño acuda a los pechos de la madre aquel mismo alimento con que le sustentaba en el seno? Madres de familia: no neguéis a vuestros hijos la leche que les ofrece el cielo. No arriesguéis vuestra salud deteniendo el curso de la naturaleza, ni la de esas prendas de vuestro corazón con la mudanza de madre. Si por causa justa los entregáis a manos extrañas, mirad antes, no sólo a la salud, sino a las costumbres del ama.

El deber de sustentar a los hijos obliga a cuidarlos amorosamente, evitarles cualquier peligro de día y de noche, y procurarles, según su clase, un decoroso porvenir; a darles cuanto los críe sanos y contentos, y a rehusarles los mimos con que saldrían antojadizos y caprichosos; a adquirir con el trabajo o conservar la hacienda, sin derrocharla viciosamente en excesos del tabaco, vino, juego, o en los del lujo y concurrencias dispendiosas, o enredándose en trampas y negocios descabellados.

Y quien juzgue sobrarle para todo, recuerde que aquel Señor que le ha dado las riquezas, le pedirá estrecha cuenta de los incalculables bienes que con ellas podía haber hecho a los domésticos y extraños. Deben, en segundo lugar, darles educación.

Algunos circunscriben la educación a lo puramente exterior y civil; más esmerada, pero casi del mismo   -150-   género, y perdónese la comparación porque es exacta, que la de algunos animalitos domésticos. ¡Qué poco estiman esos padres a sus hijos! La educación racional y cristiana incluye la sana doctrina, la vigilancia, corrección y el buen ejemplo. El gran negocio de padres e hijos es servir todos a Dios, para alabarle juntos en el cielo. Por eso el deber de los deberes es transmitir a los hijos la verdadera Religión. Dichoso el niño a quien, cuando empiece a llamar a su padre y a su madre, enseñan éstos a invocar a Jesús y a María, dándoles a besar reverentemente sus imágenes! Desde los tres hasta los siete años puede el niño aprender de memoria el Catecismo, y desde los siete ir entendiendo lo que sabe. Se le hace que comprenda lo que significan las palabras que reza, y se le dice de varios modos lo mismo que hay en las preguntas y respuestas. Los que usen este Catecismo católico que aquí explicamos, hagan primero aprender lo que no está marcado con asterisco, luego también lo que tiene asterisco, y por fin, cuando el niño sepa y entienda todo lo dicho; que aprenda, si es capaz, el Complemento y el Apéndice38.

Para facilitar la explicación hay muchos libros, verbi gracia, el Mazo, el Claret y este que aquí escribimos. Se ha de tener sumo cuidado, en esta materia sobre todo, de no emplear libro alguno que no esté aprobado por la autoridad eclesiástica, Aunque los padres pongan al niño en una buena escuela, tienen que ver por sí mismos si aprende bien la Doctrina. Para esto también se explica en las parroquias; y los padres, si pueden, o los maestros, han de llevar allí los niños.

Los padres, además, al paso que rezan con sus hijos, y cuando les enseñan la doctrina, o reprenden   -151-   de algún vicio que asoma, v. gr., de cierto deseo de vengarse, o de alguna enviduela y desenvoltura; han de ir imprimiendo en aquellos tiernos corazones el santo temor y amor de Dios. Doña Blanca de Castilla tenía un hijo que se llamaba Luis. Cuando estaban los dos solos, en esos ratos, los más dichosos de la vida, en que las palabras de una madre, profundamente piadosa, se esculpen indeleblemente en la memoria y entrañas del hijo. -Mira, le decía, Luisito: ya ves cuánto te quiero; pues bien, más quisiera verte aquí muerto a mis pies, que saber estabas en pecado mortal, y lo mismo le repetía una y muchas veces. Tanto se arraigó en aquel niño con esas palabras el odio al pecado, que creciendo en edad fue también creciendo en el temor y amor de Dios.

Andando los años llegó a sentarse en el trono de Francia, fue a la cruzada, pasó pruebas dificilísimas; y no obstante murió sin haber jamás cometido pecado mortal, se distinguió en actos heroicos de todas las virtudes, y la Iglesia lo venera en los altares.

La vigilancia ha de anticiparse a la instrucción y comenzar casi desde que el hijo está en la cuna; ha de ser mayor a medida que el niño se hace joven, y hasta cierto punto, no ha de cesar sino con la vida. Los padres han de procurar que sus hijos, desde que por primera vez abren los ojos, no vean sino cosas buenas. De lo contrario, aunque entonces no disciernan el mal, se les queda grabada su imagen. Lo mismo en el lenguaje, que no puedan aprender en casa palabra menos cristiana. Les han de proporcionar entretenimiento u ocupación según la edad, evitándoles el ocio y procurándoles el conveniente desarrollo; pero en lo posible han de presenciar sus juegos y hasta su sueño, cuidando que estén honestamente cubiertos y con la separación debida. «La cama, como dice muy bien el Sr. Mazo, no ha de servir a los niños pare juguetear en ella, sino para dormir; y los padres harán una cosa mejor acaso de lo que ellos piensan, en   -152-   que sus hijos se acuesten y levanten cayéndose de sueño». Ciertas madres, que creen rebajarse si por sí mismas cuidan de sus hijos, y los entregan, ya creciditos, en manos de sirvientes, mientras ellas siguen en la tertulia, no tienen entrañas de madres, ni saben en qué debe cifrarse la dignidad y nobleza de una madre cristiana.

Pero los niños se hacen jóvenes, y aquí es preciso redoblar la vigilancia: las lecturas, los amigos, los maestros, ¡qué tres medios tan eficaces para una buena educación, si son buenos, y qué escollos para dar al través con ella, si son malos! Ésta es una de las razones por que no debe haber en ninguna casa libro ni periódico que no sea enteramente católico. Hasta las personas mayores han de evitar, más que el veneno, las malas lecturas; pero para los jóvenes es esto más necesario. Mándenles los padres que nada lean, ni dentro ni fuera de casa, sin su permiso, y díganles que hoy en día casi todos los diarios y libritos están plagados de mentiras y cosas malas. Padres hay que al preguntarles el párroco si enseñan doctrina a sus hijos, responden muy satisfechos: Señor cura, mis hijos saben leer. Muy bueno y provechoso es saber leer; pero si en vez de leer un Catecismo católico leen el catecismo de Demófilo, o el protestante, u otro librejo por el estilo, mil veces mejor les estaría no haber aprendido el a b c.

¡Los amigos y compañeros! Casi todos los jóvenes viciosos empezaron a serlo por tropezar con algún mal compañero. Es común ser los peores los menos revoltosos. Generalmente no están bien a solas dos niños, y menos si el uno es mayorcito. La madre cristiana y prudente logra con facilidad que el hijo se lo cuente todo, hasta que empiece a entenderse con el confesor, y así se libra el niño de muchos peligros de alma y cuerpo. A pesar de todo, hay niños a quienes no basta enseñarles el bien y vigilarles, sino que es preciso, y esto es lo común, reprenderles, amenazarles,   -153-   y no pocas veces castigarles. La Escritura Sagrada reprueba en esto dos abusos: la crueldad y la flojedad. Hay padres que no hablan a sus hijos sino garrote en mano, vomitando maldiciones; ¡parecen domadores de fieras o conjuradores de demonios! Otros creen no amarles, si les castigan. Oigan éstos a Dios, que dice: «Quien no castiga al hijo, le aborrece»; y en otro lugar: «Dobla su cerviz y castígale cuando es niño, no sea que se endurezca, no haga caso de ti, y venga a ser un motivo de dolor para tu alma». Esto es de sentido común, pero lo han perdido los que, antes que a Dios, siguen la moda del mundo, cuyo deseo es que los jóvenes salgan viciosos e indomables.

Con lo dicho apenas hay que encarecer la obligación del buen ejemplo. ¡Qué peor amigo para un hijo que un padre o una madre que no les dan buen ejemplo! Sin éste toda la educación se frustra; y al contrario, ¡qué fuerza no hace cuando el padre puede con verdad decir a su hijo: De tus padres no has aprendido a hablar o a obrar así: en tu casa no has visto esas cosas!

Llega la adolescencia, y el momento de dedicar a los hijos a alguna profesión u oficio, y luego de ponerlos en estado; y con esto los temores más serios de los padres que quieren el verdadero bien de sus hijos. Hasta esta época no es raro, con los medios dichos, que conserven los hijos la inocencia y la gracia bautismal, joya más preciada que todos los tesoros del mundo; pero que muy en breve se pierde, si los padres dan ya por terminada su obligación, no cuidando sino de poner al hijo o hija en condición de que viva en adelante por propia cuenta. Precisamente éste es el paso más difícil, y de que pende malograrse o lograrse el trabajo de la educación y el porvenir de los hijos en esta vida, y comúnmente en la otra.

Hablemos primero del buscar a los hijos modo de ganarse la vida, o de emplearla honesta y provechosamente. A los padres toca enderezar al hijo por un   -154-   camino o por otro, atendiendo en lo posible a la afición y dotes que en él observen. Generalmente conviene que el hijo siga la profesión del padre u otra análoga, y es una locura pretender cada cual salir súbitamente de su esfera.

Pecan los que envían a sus hijos jóvenes por esos mundos sin enterarse de más que de si ganan mucho; y todavía son más crueles los que eso hagan con sus hijas. Lo que ante todo han de procurar es que los amos o maestros sean temerosos de Dios; y lo que con más veras les han de suplicar, es que miren por la inocencia y cristiandad de aquel hijo e hija; ni basta hacerlo al principio, han de observar lo que sucede. Se cambia de amo si es tacaño o cruel; más razón de dejarlo hay, cuando es piedra de escándalo a quien le sirve.

En Madrid y otras capitales existe una Congregación de religiosas, que reciben y educan a las sirvientes; por lo menos procuren los padres que sus hijos, dondequiera que estén, asistan a alguna Congregación piadosa. Nos alargaríamos demasiado, si quisiéramos decirlo todo. Como la codicia sugiere medios para enriquecerse, así la caridad cristiana para mirar ante todo por las almas de los hijos.

Contentarse con agenciarles un empleo en alguna dependencia del Estado, es una alucinación: lo primero, porque no hay situación más precaria e insegura; lo segundo, porque estando como está hoy la política, es casi imposible no comprometer en esos sitios la conciencia.

Los colegios donde no hay piedad y mucha vigilancia, suelen ser semillero de vicios. La moda de que un maestro dé lección a la hija, es peligrosa; y también lo es por otro estilo, que la maestra e instructora sea hereje. ¡Modas inventadas por el enemigo de las almas! Y ¡qué aprovechará a esa señorita la lengua inglesa o alemana para ser piadosa, obedecer más tarde a su marido, educar los hijos, gobernar los criados   -155-   cuidar la casa, que, según Dios nos enseña, son deberes de una madre y señora de casa! Pero en fin, si se tiene ese capricho, y se quiere derrochar el dinero, ¿faltan acaso instructoras católicas? Por otra parte, en este siglo la Providencia ha enriquecido a España con colegios religiosos para todas las clases.

Dirá alguien, que según eso los padres deben ser esclavos de la educación de sus hijos. Y ¿quién, lo duda?39 Sólo a quienes el mundo actual ha hecho perder el verdadero amor de padres, parecerá amarga esta verdad. Más ha hecho Dios, oh padres y madres, por vuestros hijos de lo que os pide a vosotros. Él os los da para que vosotros los hagáis buenos cristianos. No son padres ni amos de casa cristianos, los que abandonan, hasta las altas horas de la noche, a los hijos y criados a su propio albedrío; ni los que enviando los hijos a un colegio, únicamente como quien se descarga de un peso, todas sus recomendaciones son, no al niño para que sea dócil y aplicado, sino a los superiores, que le den buenas notas y no lo castiguen; y que si el niño se queja de que le riñen, en vez de reprender su desaplicación, lo consuelan con que no necesita estudiar para vivir, y con que se divertirá más en vacaciones. Pero ¿cómo? ¡Si muchos padres y madres parece que se proponen hacer olvidar a su hijo lo poco bueno, que acaso llegó a aprender en el curso! Ilusión, si piensan cumplir así con lo que Dios Nuestro Señor exigirá de ellos el día del juicio.

Los padres que no educan cristianamente a sus hijos, no aman a Dios, porque no procuran que esos hijos le amen y le sirvan; no aman a sus hijos, pues no les procuran el mayor bien que es la salvación del alma; no aman su familia ni su patria, que nada honroso ni útil pueden esperar de esos hijos; y por fin no se aman a sí mismos, pues tales hijos serán su tormento en la vejez.

  -156-  

Últimamente viene la elección de estado. Se oye que en todos los estados se puede servir a Dios: verdad si se trata de un estado honesto, como son los de virginidad, matrimonio y viudez, o el eclesiástico y religioso; pero no es menos verdad, que cada uno ha de servir al Señor en el estado en que Dios le quiere, y que a la acertada elección está comúnmente ligada nuestra dicha. El estado de vida es de mucho mayor trascendencia que el oficio o carrera. Éstos miran de suyo a procurarse porvenir temporal; el estado a servir a Dios en un género de vida, más o menos perfecto, más o menos seguro para la salvación, más o menos conforme con las fuerzas que a cada uno da el Criador, y con las gracias y auxilios que le prepara.

A los padres toca observar la inclinación de sus hijos, decirles a su tiempo que encomienden al Señor negocio tan serio, e indicarles un confesor experimentado que los guíe; hecho lo cual, han de respetar la libertad de los hijos. Si quieren éstos contraer matrimonio, han de procurar que sea honesto; pero no retrasarlo por egoísmo, ni violentar la elección de consorte, como no sea dañosa, principalmente para el alma. Pecan mortalmente si les fuerzan, lo mismo a casarse que a no casarse, a ser religiosos a eclesiásticos que a no serlo.

Circunstancias hay en que el hijo no debe abandonar a sus padres, y éstas las respeta la Iglesia; pero los padres cristianos tienen a suma honra que el Señor llame a su casa o para la Iglesia a algún hijo, y Dios les premia el sacrificio.

Hasta la ley civil manda dotar dignamente a la hija, o para casada o para religiosa, y que ayudase al hijo, si quiere ordenarse.

Tan graves son los deberes de los padres, y tanta necesidad tiene de rogar toda la familia al Señor y a su Madre, a fin de que derramen sobre ella sus bendiciones. Mucho servirá a padres e hijos una obra del P. Lapuente que trata de los estados de la vida   -157-   cristiana, y entre ellos del estado seglar; y si no sienten ánimo para leer esos doctísimos tratados, vean siquiera La entrada en el mundo o La voz de una madre, que son más breves. Se venden en Madrid, calle de la Paz, número 6.

Finalmente, para que se conserven o restablezcan en el hogar doméstico las costumbres cristianas y prácticas religiosas, ha establecido León XIII en nuestros días la Archicofradía de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, que han de ser los protectores, y, en lo posible, el dechado de toda familia cristiana.



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