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ArribaAbajoLibro Segundo

El período colonial y la independencia



ArribaAbajoCapítulo I

Fundadores y pobladores


Don Hernando Cortés; el Oro. La Capital. Sumisión de Michoacán. Las Expediciones en las Costas y el Istmo; Fundaciones. Cortés Gobernador y Capitán General: el Pánuco; Alvarado y Olid; la Jornada de las Hibueras. Nuño de Guzmán en el Occidente. Yucatán: Campeche, Mérida, Valladolid, Puebla y Morelia. Los Caciques Conquistadores. Las Últimas Conquistas; Tipo de Fundación. La Primera División Política.

     El período puramente heroico de la Conquista había terminado; desde mediados de agosto de 1521 las expediciones no escasearán, multiplicáronse a porfía las hazañas, y la bravura y arrestos del corazón español tendrán vasto campo de alarde; pero a los empeños épicos se mezclarán, cada vez más premiosas, las necesidades de reconstrucción y organización, de pacificación y españolización, equivalentes de cristianización, y precisa confesar que, en esta segunda parte de su obra, a pesar de faltas y errores lamentables, el gran carácter de don Hernando rayó a la misma altura que en la primera.

     Comenzada como una empresa particular, puesto que Cortés perdió sus títulos en el punto mismo de acometerla; realizada sin otra credencial que la condicional e imperfecta que un Concejo, por él mismo creado, había puesto en sus manos, el glorioso aquistamiento del imperio azteca había sido una estupenda aventura. Transformarla, purgándola de todo lo que de irregular y aleatorio había en ella, legalizándola por medio de la donación a la corona de Castilla de lo que a la Corona no había costado ni un solo maravedí, es decir, por medio de la renuncia de facultades nacidas imperiosamente de las circunstancias; organizándola, en suma, para hacerla definitiva, tal fue el empeño de Cortés; era el improvisador genial de una magna obra que, para hacerla perdurable, la entrega a otros, no sin añoranzas paternales, pero con religiosas convicciones de vasallo fiel.

     Nada limitaba la autoridad del conquistador cuando se irguió sobre los escombros de Tenochtitlán debelada; Cuauhtémoc, el águila caída, yacía a sus pies, y con el heroico príncipe, todo el imperio federal de Anáhuac; los aliados, que habían sido los instrumentos principales de la conquista, ebrios de sangre y hartos de botín, aclamaban al Malinche y se retiraban en masas profundas a sus montañas o a sus ciudades, llevando por tal extremo grabado en el espíritu el prestigio de los vencedores de los meshicas, que, puede decirse, al auxiliar a los conquistadores, ellos mismos se habían conquistado para siempre. Los soldados españoles, indisciplinados, con la incurable indisciplina coincidente con el relajamiento de la tensión moral y nerviosa que exige una empresa de guerra realizada con un formidable gasto de sacrificio, de vigilancia y de valor, cuando la victoria absoluta ha coronado el sobrehumano esfuerzo; descontentos por no haber hallado los montes de oro y pedrería, que, en el paroxismo de su codicia, imaginaban como pasmosos islotes en medio de un lago de sangre azteca, y, azuzados por el grupo de los partidarios de Diego Velázquez, dispuestos a atribuir su decepción a perfidias y fraudes de Cortés, mezclaban las tentativas de rebelión a los reproches y los cantos báquicos, y la asonada a ta orgía; mas todo ello era momentáneo: aquel hombre desautorizado por su rebelión y negado por sus enemigos recobraba, como César, con sólo su presencia y su palabra, el ascendiente que tenía sobre sus compañeros de lucha, que le dejaban mandar y castigar, con la mano en el puño de las espadas, pero con la ruda cabeza doblegada y trémula.

     Puede decirse que, bajo cierto aspecto, la Nueva España (nombre que brotó espontáneamente de los conquistadores y confirmaron después los reyes) nació independiente; si Cortés hubiese hecho un llamamiento por aquellos años a todos los hombres de presa que se habían aglomerado en las Antillas, en donde se trató de aclimatar, en los comienzos, verdaderas colonias de presidiarios y galeotes, y les hubiese ofrecido el dominio feudal de los territorios inmensos que había sometido o había adivinado, dominio que los reyes de Castilla trataron de deshacer hasta conseguirlo, acaso la dominación de España no hubiera logrado cimentarse en la América ístmica. Más tarde, un día, los devotos del conquistador, ante la ingratitud y la injusticia del rey, le ofrecieron forjarle en México una corona y defenderla con su espada; Cortés rechazó indignado la oferta; el culto monárquico era un elemento simple del alma española, tal como la habían compuesto ocho siglos de lucha por la patria, a la sombra de la cruz y el pendón real.

     Cortés, obedeciendo contra su voluntad, cedió después a las intimaciones de quien hacía las veces de oficial real en su pequeño ejército, Alderete, y a los tumultuosos apremios de la soldadesca, y, probablemente, para que no le creyesen coludido con los magnates cautivos, con objeto de reservarse fantásticos tesoros, consintió en el tormento que inutilizó para siempre a Cuauhtémoc como soldado, pero que puso bajo sus plantas carbonizadas un pedestal cien codos más alto que su gloria guerrera sumada con la gloria de su vencedor; el martirio hizo del héroe imperial un héroe humano.

     La fiebre del oro, la epidemia moral que mata dentro de los corazones toda piedad, toda ternura, invadía por intermitencias frecuentes a aquellos hombres de acero, que creían ciegamente que, en premio de una batalla de ocho siglos, la Providencia agradecida les había arrojado la América como una presa a los neblíes. Por el oro surcaban, en naves que eran moléculas sin consistencia, arrebatadas por el choque de los mares sin límites y las tormentas sin término, hacia los continentes siempre soñados, bajo cielos no soñados nunca. Sus energías crecían con los peligros, arreciaban con los obstáculos, se agigantaban con la adversidad; sólo la muerte les vencía; pero no, ni ella: la religión de la esperanza se encargaba de hacerles sobrevivir y les presentaba ante el juez supremo, tintos en sangre, pero con la cruz de la espada sobre los labios y en el corazón, la fe en la espada y en la cruz.

     Del campamento de Cortés, en las rampas de lava del Ajusco, en Coyoacán, bajaban españoles y aliados, que removían los escombros, destripaban las tumbas, desbarataban los templos y rebotaban las acequias en Tenochitlán y Tlaltelolco, y en medio de los miasmas de muerte que saturaban la atmósfera de aquel pantanoso matadero, pasaban los días interrogando a los cadáveres y las ruinas: aquellos hombres daban tormento a la muerte para que les revelase los entrevistos tesoros, y nada o muy poco obtenían. Entonces, buscando siempre, se arrojaban sobre la riqueza viva, sobre la que respiraba y sufría; y se dieron a convertir a los indios en esclavos y a plantarles, en las mejillas o los muslos, los hierros candentes de las marcas.

     En Cortés comenzó, desde entonces, a tomar conciencia de sí misma, una personalidad nueva casi: la de protector paternal de los vencidos. Procuró atenuar y modificar la suerte de los cautivos y esperó cambiarla. Entretanto, resolvió dar un centro a su dominación de hoy y a sus conquistas de mañana, y escogió la ciudad misma que había sido testigo de la gloria de los meshicas y de su gloria; y de las ruinas de Temixtitán, como él decía, levantó de prisa la capital de la Nueva España. Comprendiendo los casi arrasados palacios imperiales, describió su traza cuadrilateral, la rodeó de las acequias que los lagos llenaban de continuo, la dividió por un gran canal, la surtió de agua potable, reparando el acueducto azteca, zanjó los cimientos del futuro templo bajo el ara misma de los dioses antropófagos, y dentro de aquella línea, fortificada a trechos y apoyada en el arsenal armado de los bergantines (las Atarazanas), alojó a los españoles; fuera, distribuyó por grupos a los meshicas, bajo el cuidado de sus señores, que obedecían a su emperador inválido y a su vicario el Cihuacoatl. Así nació México, a nivel de su lago circunstante y bajo el nivel de los otros lagos de la región; nació sentenciada, como su madre Tenochtitlán lo había estado, a batallar sin tregua con el agua, que penetraría todos los poros de sus cimientos e impediría la circulación de la salud en sus venas. De la ciudad de Cortés iba a irradiar una España americana hacia los mares y hacía los siglos.

     En el campamento de Coyoacán, donde comenzaban ya a levantarse algunas construcciones definitivas, se buscaba, en los registros pictográficos de los tributos que a Motecuhzoma se pagaban, cuáles eran los sitios del imperio que tributaban oro, para ir a ellos, por encima de todos los obstáculos, como en busca de azufre había subido Montaño al cráter humeante del Popocatepetl y descendió algunos de los peldaños gigantescos de sus graderías interiores. Algunos soldados, por su cuenta y riesgo, excursionaban; uno de ellos trajo noticias de Michoacán, un país aurífero: a él se convirtieron las ávidas miradas del ejército de Cortés.

     Se establecieron relaciones entre la corte de Tzintzuntzan y el real de Coyoacán; los enviados del rey, trayendo ricos presentes, avivaron la codicia castellana. Los purepecha, como se llamaban los dominadores del imperio michoacano, que se extendía desde los confines del imperio de los meshicas y de las comarcas chichimecas hasta las playas de Colima y Zacatula, los tarascos, como les llamaron los españoles, tenían un señor, amedrentado por los oráculos y aterrorizado por las noticias del poder de los españoles. Un partido guerrero se había esforzado en organizar la resistencia, pero el rey Tzintzitcha había preferido su vida y su trono de vasallo a la lucha por el honor y por la patria; fue con gran séquito a ver a Cortés, rindió pleito homenaje al rey de Castilla, se dejó bautizar y tornó a su capital, a orillas del Pátzcuaro; tornó con el nombre profundamente despectivo de Caltzontzin, con que los mexicanos habían designado al cobarde. Olid atravesó poco después el imperio michoacano, rumbo a Colima, visitó la capital y fue agasajado por el monarca. Los templos, en donde la religión sideral de los purepecha había aglomerado riquezas, que decoraban la mansión del dios que en diversas manifestaciones adoraban, pero en los que no había ídolos, según dicen, los templos del Dios-Sol, de la madre naturaleza, de la constelación crucial del Sur, los ricos templos venían silenciosamente por tierra; los sepulcros (yácatas) perdían, profanados, sus tesoros. Michoacán se despojaba de sus atavíos para recibir a sus nuevos amos. El amo fue soberanamente cruel cuando fue el conquistador y se llamó Nuño de Guzmán, pero fue un redentor cuando fue el obispo misionero y se llamó Vasco de Quiroga.

     En el célebre documento que pudiera llamarse, si no pareciese el nombre responder a ideas demasiado modernas, la primera carta constitutiva de la Nueva España, expedida en Valladolid en junio de 1523, la cláusula 18 dice: «Y por que soy ynformado que en la costa abaxo de esta tierra ay un estrecho para passar de la mar del norte [el Golfo] a la mar del sur [el Pacífico] e por que a nuestro servicio conbiene mucho savello yo os encargo y mando [a Cortés] que luego con mucha diligencia procureis de saver si ay el dicho estrecho y enbieis personas que lo busquen e os traigan larga e verdadera relacion de lo que en ello allaren y continuamente me escribireis e enbiareis larga relacion de lo que en el se hallase, porque como beis esto es cosa muy ynportante a nuestro servicio.» Y luego agregaba el monarca que estaba informado de que «azia la parte del Sur de esa tierra [N. España] ay mar en que ay grandes secretos e cossas de que dios nuestro señor sera muy servido y estos Reynos acrecentados», encargando al conquistador que averiguase con sumo cuidado lo que hubiese de verdad en todo ello. Todas las expediciones de aquellas épocas, desde que en 1513 Núñez de Balboa tomó posesión del Pacífico por los reyes de Castilla, tuvieron por principal mira geográfica el descubrimiento del paso que debía unir los dos mares, y que efectivamente es extraño que no exista en un continente inmensamente longitudinal como América; los americanos deberán corregir, en el próximo siglo, esta imperfección de la obra de la naturaleza. Las expediciones al Golfo, al Istmo, a las regiones sud-americanas, tan fecundas para España en inesperados descubrimientos y adquisiciones estupendas, tuvieron por brújula geográfica el descubrimiento del Estrecho.

     Cortés no lo olvidaba, y desde antes de la toma de Tenochititlán había enviado a sus exploradores hacia el Sur, a las comarcas ístmicas; como que estaba persuadido de que él descubriría el anhelado paso que acercaría a España al país de la especiería y de las gemas y del incienso, continuando el truncado derrotero de Colón, que el maravilloso periplo de Magallanes había de proseguir más tarde a través de las eternas soledades del mar austral. Las primeras expediciones tuvieron en las sierras de los indómitos mishes resultados desastrosos; después de la toma de la capital azteca alcanzaron nuevo incremento; largos años duró el batallar contra los montañeses; se decía que, en aquellas dobladísimas tierras, el oro y la plata abundaban; además de esto, como en todas las comarcas en donde se había llegado a una civilización monumental, las divisiones y las luchas intestinas ayudaban a los españoles más que sus arcabuces y sus caballos y sus perros, empleados en devorar indios con saña despiadada en aquellas expediciones por el bravo y feroz don Pedro de Alvarado. Tzapotecas y mishtecas luchaban entre sí; los primeros se rindieron y aliaron a los españoles; al cabo hicieron lo mismo los belicosos mishes, obedeciendo rabiosos a sus reyes, acobardados por los sacerdotes. En aquel período comenzaron a fundar los capitanes españoles la villa del Espíritu Santo (Coatzacoalco), en el extremo del istmo; en el riñón de las serranías que parten del nudo del Zempoaltepec, en el valle de Huashyacac (antigua colonia militar de los meshicas), una población que se llamó, como la segunda ciudad fundada por los españoles, Segura de la Frontera, y que poblada y abandonada por los conquistadores, no quedó erigida definitivamente con el nombre de Antequera (hoy Oaxaca) hasta 1526; el infatigable Sandoval, que lo mismo fundaba ciudades en las costas del golfo (Medellín y Coatzacoalco) que en las cercanías del Pacífico, va a Michoacán, en pos de las desgraciadas expediciones de Álvarez y de Olid, y vencedor y pacificador funda a Colima, mientras en Zacatula un grupo intrépido comienza la construcción de los buques que han de intentar el viaje a las Indias. Alvarado, sin miedo y sin piedad, recorre el istmo, aterroriza a los caciques, y seguido de sus voraces lebreles, convierte en oro la sangre y las lágrimas de los pueblos indígenas, reuniendo botín inmenso, que provoca la codicia y la rebelión de los soldados, reprimida con mano de hierro; penetra en Tabasco y luego vuelve a México este hombre de orgullo y de rapiña, el más cruel sin duda de aquella bandada de aves de presa. Por manera que antes de recibir la real cédula en que se titulaba gobernador y capitán general (Valladolid, octubre de 1522), todo el antiguo imperio de Motecuhzoma estaba sojuzgado por Cortés.

     No yacía éste inactivo en el campamento de Coyoacán. Vigilaba la edificación de México, que adelantaba rápidamente, gracias a la cantidad de indios (muchos de ellos cautivos, esclavos que llevaban la marca del hierro en el rostro) empleados en ella; puede decirse que la capital se erigió por ellos, a costa de su trabajo y frecuentemente de su vida; fray Toribio de Benavente consideraba la restauración de México como una de las grandes plagas que sobre la familia indígena cayeron. Por los rumores que venían de España, silenciosa hasta entonces, presentía y percibía casi la desesperada lucha entablada entre su fama y sus enemigos, encabezados por el gobernador Velázquez y sostenidos por el obispo Fonseca, hostil por mala pasión a toda gran empresa americana. Cuando sus nombramientos llegaron, grande fue su regocijo, pero puede decirse que los esperaba. Y no por ello descansó. Poco antes, al saber que Garay, el gobernador de Jamaica, intentaba de nuevo la conquista de la cuenca del Pánuco, mas ahora provisto de muchos recursos y de muchas facultades del rey conseguidas, y que el experto Juan de Grijalva conduciría la expedición, marchó rápidamente al Pánuco con un ejército de auxiliares aztecas, que compitieron en desmanes y ferocidad con los conquistadores, y después de ejecutar caciques y marcar con el hierro a centenares de cautivos, hizo fundar por su constante Sandóval la puebla de Sancti Esteban del Puerto (hoy municipio de Pánuco). Así encontró las cosas Garay; desbandados y rendidos, a pique de perecer todos en medio de la resistencia furiosa de los indígenas, que Cortés hizo reprimir brutalmente por Sandóval, que quemó a algunos cabecillas, los compañeros de Garay cayeron en poder de los de Cortés; al fin el mismo Gobernador, que tenía el alma de un encomendero, no la de un conquistador, como se ha dicho, tuvo que buscar personalmente el amparo de Cortés, que le trató benévolamente y le dejó morir en paz. Zafo ya de este grave cuidado, pensó en realizar dos grandes proyectos que maduraba hacía tiempo y que ligaba con la busca del Estrecho, de la comunicación interoceánica, en cuya existencia tenía fe inquebrantable. Quería conquistar la parte de la América central más cercana a Nueva España; de esta manera seguramente arrancaría a Pedrarias Dávila, gobernador de la América ístmica, el más rico jirón de sus futuras conquistas, y obtendría la gloria de descubrir el Paso. De estas expediciones, la una, al mando de Alvarado, atravesaría Oaxaca, el istmo mexicano, y, por el Soconusco, en donde había ya una guarnición española, se metería en Guatemala, que, según los ofrecimientos, de algunos caciques, sólo esperaba esto para someterse a la corona de Castilla; la otra, que, para desgracia de ambos, Cortés confió a Olid, debía ir por mar, recoger provisiones y refuerzos en Cuba, dirigirse a las costas del golfo de Honduras (las Hibueras) y conquistar aquella comarca, de cuya riqueza se referían maravillas, por cuenta de Cortés, y pacificarla y poblarla.

     Alvarado salió airoso de su empresa; Olid, soliviantado en Cuba por los irreconciliables enemigos de Cortés, llegó a Hibueras, fundó una puebla y alzó el estandarte de la rebelión, imitando la conducta de su mandante con Velázquez. Súpolo Cortés y envió una primera expedición en contra del rebelde; ayudado por las tormentas, Olid vio caer a los expedicionarios en su poder; pero Casas, el jefe por Cortés enviado, y otro de los conquistadores de México que por allí acertó a estar, se apoderaron pérfidamente del jefe insurrecto y lo hicieron degollar incontinenti. Cortés no supo sino la primera parte de la tragedia, la captura de su enviado, y se propuso tomar venganza personalmente de todo. Dispuso una gran expedición que él conduciría en persona, a pesar de los consejos de sus amigos y de las intimaciones de los oficiales reales, recientemente enviados de España para organizar la administración fiscal de la Colonia. Nada lo disuadió; con un boato regio, según los cronistas cuentan, abandonó a México, encargando del Gobierno al tesorero y al contador, por el rey nombrados, agregándoles a un licenciado Zuazo, con lo que se formó un triunvirato con facultades omnímodas por lo inciertas. Con el capitán general partieron el factor y el veedor, también oficiales reales, quienes volvieron pronto a México, y muchos de los principales de la expedición de Garay, y el emperador Cuauhtémoc, el Cihuacoatl y el señor de Tlacopan, etc. Cortés, previendo que la expedición podía durar mucho y aun no tener éxito, arrancaba del centro de su conquista a quienes podían ponerse al frente de alguna terrible rebelión. Hasta la desembocadura del Coatzacoalco todo marchó bien, y la expedición conservó su aspecto pintoresco y el regio carácter que le daban el séquito y el boato del conquistador. Comenzó desde allí la peregrinación inverosímil al través de ríos y montañas, de bosques, pantanos y lagunas, sólo visitados por las salvajes tribus que por allí trashumaban y por las fieras; comarcas de riqueza vegetal inmensa, en las cuales había que crear incesantemente y a costo de privaciones y fatigas increíbles la vereda, el camino, el puente, la balsa para ir adelante sin saber casi adónde, sin saber a qué. Y, sin embargo, Cortés mantuvo casi compacto aquel haz, que el cansancio y las enfermedades mermaban, en su mano de hierro. Si Olid hubiese vivido todavía, al llegar a las Hibueras aquella expedición desarmada, extenuada, hambrienta y flaca, probablemente la habría capturado y Cortés habría ido a parar a Cuba, en poder de los amigos de Velázquez. En el camino, temiendo probablemente la fuga del emperador y los suyos, y su reaparición en México, inventó la existencia de una conspiración e hizo ahorcar al príncipe azteca y a algunos de sus compañeros. La serenidad estoica del joven emperador, que, para salvar a su pueblo probablemente, se había dejado bautizar e imponer un nombre cristiano, no se desmintió un momento; conservó de este modo su gigantesca superioridad moral sobre su vencedor. Parece que algo gritó al oído de éste su conciencia, según Bernal Díaz; el eco de su crimen tomó más tarde voz clara en Carlos V, que reprobó solemnemente el hecho cruel e inútil. Cortés jamás conoció escrúpulos para ir a sus fines; como casi todos los grandes hombres de guerra y de gobierno, y él lo fue sin duda, poseía en el fondo de su espíritu la creencia, que Napoleón exponía con cinismo trágico, de que los que realizan las empresas magnas están por encima de las leyes morales y positivas... ¡Como si las leyes morales fueran leyes de la naturaleza; como si de las leyes de la naturaleza pudieran emanciparse estos gigantes de la historia, que rinde muertos un microbio de los pantanos de Babilonia en las venas de Alejandro o un grano de arena en la uretra de Cronwell!

     Tras varios meses de sufrimientos inenarrables, la expedición de las Hibueras llegó a su término; ni tenía ya objeto, porque Olid había muerto, ni podía temirlo, porque las riquezas de la región resultaron una fábula; ni tuvo otra consecuencia que la fundación de dos o tres raquíticas poblaciones y, para Cortés, la pérdida de su prestigio, y en México el naufragio de su poder y su fortuna, deshechos por los desmanes de los oficiales reales. Enfermo y desgraciado, tornó a Veracruz año y medio después de su salida de México; sus compañeros o se habían quedado como pobladores en Honduras, o se habían unido a Alvarado en Guatemala, o regresaban cabizbajos con el Conquistador. Desde entonces nada salió bien a Cortés, la horca de Cuauhtémoc proyecta su sombra negra sobre la tarde de aquella vida de triunfos y pesares.

     Las poblaciones indígenas y los conquistadores recibieron con inmensas ovaciones al que se había dado por muerto. Para recuperar sus bienes y su posición, para hacer castigar a sus despojadores, hombres de iniquidad pura, empleó meses de trabajos y empeños, y nada salió a medida de sus deseos; residenciado por la Corte y obligado a ir a sincerarse personalmente, cerca de dos años después de su vuelta de las Hibueras salía rumbo a Europa, cuando se encargaba del gobierno de la Nueva España, que él consideraba como su obra y casi como su propiedad, una Audiencia, un tribunal de justicia y administración que iba a serle más hostil y más perjudicial que sus peores enemigos. Al frente de este grupo de jueces puso el rey, con desacierto insigne, al célebre Nuño Beltrán de Guzmán, que estaba gobernando la provincia del Pánuco como podía gobernar la peste. Sus desmanes habían obligado a los indios a abandonar sus caseríos y a remontarse; los que no lo habían podido hacer eran reducidos a la esclavitud y frecuentemente enviados a las islas en cambio de ganado, que pronto pululó en aquellos grasos pastales, entre las montañas y las costas de Tamaulipas. Los españoles mismos estaban aterrados.

     Este era el hombre encargado de dirigir la justicia en la colonia; en México puso la mano en todos los abusos para hacerlos crecer y multiplicarse, y cuando las noticias de España le hicieron comprender que, con la vuelta de Cortés, colmado de honores, y el envío de otra Audiencia, sus crímenes iban a ser castigados, se decidió a lavar sus faltas con la gloria del conquistador, no consiguiendo sino bañarlas en sangre. Nuño de Guzmán es el tipo de conquistador primitivo, del que creía que todo era lícito para allegar oro, del que se movía exclusivamente por codicia y procedía con las comarcas sometidas, exactamente como con una ciudad saqueada y pasada a cuchillo; en éste no hay mezcla, hay astucia, audacia, valor e inteligencia quizás; pero todas estas cualidades no sirven más que para poner de resalto la facultad dominante: la codicia. De una manera inicua hizo dar muerte al rey de Michoacán, al famoso Caltzontzin, después de exprimirle el oro y atormentarle. Él y sus tenientes, Oñate y el oficial real Chirinos, cruzaron en distintos sentidos regiones hoy comprendidas en los Estados de Jalisco, Aguascalientes, Zacatecas y Territorio de Tepic; y no se sabe qué admirar más, si la ferocidad desplegada en ellos torturando caciques, reduciendo a la esclavitud y herrando centenares de cautivos, dejando a los aliados meshicas y tlashcaltecas que incendiasen las poblaciones, o la férrea voluntad empleada en sobreponerse a las privaciones y peligros, y en ir y venir por aquellos doblados terrenos a costa de esfuerzos que aun hoy parecen inverosímiles. Exploradas aquellas comarcas ya visitadas por otros españoles, que aun en algunas partes tenían encomiendas, pero que solo nominalmente las poseían en realidad, reuniéronse todos en un punto de Jalisco a fines de 1530. Ya en el año siguiente, el tirano Guzmán (así le llama algún cronista contemporáneo) y sus compañeros, que iban «quitando a Dios las ánimas, al emperador sus vasallos y a la iglesia militante sus hijos», bajaron por las sierras accidentadas hacia el mar. Entonces fue cuando el conquistador llamó a aquellos países «la Nueva Castilla de la mejor España», que fue cambiado por el de Nueva Galicia, en la que se fundó Compostela. En Tepic se organizó una especie de gobierno, y la expedición salió rumbo al Norte, atravesando crecidísimos ríos, librando reñidísimas batallas y señoreando el poblado valle de Acaponeta, que fue espantosamente asolado. Las noticias de México, que le hacían presentir la ruina de todo su poder, las fatigas de los aliados, que morían por centenares, la falta de indios de carga (tamemes), la indisciplina de los españoles (algunos fueron ahorcados, así como muchos caciques que protestaban), no cortaron los bríos del caudillo, que avanzó hasta Sinaloa, en donde fundó la villa de Culiacán. Ya Oñate había fundado, en la mesa de Nochistlán, una ciudad que luego cambió de sitio y a la que dio el nombre de la ciudad natal del conquistador: Guadalajara. Nuño de Guzmán en la nueva Compostela, que trató de convertir en una población de importancia inútilmente, pues pronto se redujo a un poblado insignificante, esperó los acontecimientos, resuelto con osadía a hacerles frente.

     Villas pobladas y despobladas y abandonadas, insurrecciones incesantes de los montañeses, que se remontaban en los inabordables vericuetos de las sierras antes que caer en poder de los pacificadores, que los reducían a la esclavitud, y a sus mujeres y sus hijos, marcando, aun a los que estaban en la lactancia, con el hierro inicuo; resistencias de Nuño a la Audiencia y a Cortés, al grado de prender a los agentes oficiales de las autoridades; desmanes de los soldados, muchos de los que emigraron al Perú, dejando por aquella tierra del oro las comarcas de la Nueva Galicia, sólo buenas para la agricultura, pero en donde era tan difícil reducir al fiero indígena a la servidumbre, y por último, el abandono de sus conquistas por el procaz presidente de la primera Audiencia y luego su prisión en México, tal es el fin de la empresa de Guzmán, casi estéril, porque hubo necesidad de rehacerla. Muerto en la miseria y el desamparo, en una prisión en España, no pagó este hombre su visita a sangre y fuego en el Occidente de la Nueva España.

     Mientras que por ese extremo se preparaba, más bien que se consumaba, una conquista, en el extremo oriental se llevaba a cabo otra tentativa extraordinaria. Don Francisco de Montejo, el primer apoderado de Cortés en España, asociado a otro enviado del conquistador, Alonso Dávila, capituló con el rey la conquista y población de las islas de Cozumel y Yucatán. Ya había alguna experiencia en la Corte y las instrucciones reales eran notablemente cuerdas. Se premiaba al conquistador, se le concedían tierras, parte de los tributos, cargos lucrativos, honores, títulos perpetuos; pero para cada puebla que fundase debía llevar cien españoles, no de las islas, sino de España; de ellas sólo podía sacar caballos y toda clase de ganado. Estímulos a la emigración con concesiones de tierras y esclavos (indios rebeldes o comprados a sus dueños), exenciones de impuestos, etc., cantidades que a la corona debían reservarse de todos los metales que se hallasen o extrajesen; dedicación de parte de las multas a la asistencia pública y mejoras materiales; establecimiento de encomiendas, con el objeto de que cada encomendero cuidase de la instrucción en la fe de cierto número de indios, en cambio de servicios personales; tal es en substancia la parte administrativa, digámoslo así, de unas capitulaciones que pueden citarse como ejemplo o tipo de esta clase de concesiones. Pero había otra parte importantísima, la que a la fe y a los conquistados se refería: debían llevar los pobladores cierto número de religiosos; éstos debían cuidar de que no se vejase ni despojase a los indios; de que en la construcción de casas no se les hiciese daño en su cuerpos e intereses; de que sólo se recurriese a la guerra en casos extremos y después de un requerimiento solemne, en que se hacían derivar de la bula de un Papa (Alejandro VI) los derechos del rey de España sobre las Américas y el que tenía para hacer la guerra; reducción a la servidumbre y confiscación de bienes de cuantos se resistieran a hacer efectiva esa donación (que el Papa había hecho de lo que nunca fue suyo). Lo más importante es lo que se relaciona con el buen trato que se debía a los indígenas, a quienes nada podía exigirse contra su voluntad y sin la remuneración suficiente, y con los ejemplos de moralidad que les debían también los españoles.

     Con estas capitulaciones y los recursos que allegaron, de naves y hombres en España y de animales y víveres en las islas, acometieron su empresa Montejo y Dávila, acompañados de los oficiales reales; al principio del otoño de 1527 abordaron a Cozumel y, poco después, a las costas de lo que era, para ellos, la isla de Yucatán. Abrumados y diezmados por el clima y las enfermedades, batallando con frecuencia, encontrando algunas veces hospitalidad y paz entre los caciques, la expedición y reconocimientos en el litoral de la península que baña el mar Caribe, fueron infructuosos; una efímera población, Salamanca, fundada en un sitio y llevada luego a otro, no pudo sobrevivir. En 1529, después de un viaje de Montejo a México, Dávila y su gente abandonaron la empresa y se trasladaron a Tabasco, en donde Montejo y su hijo les esperaban. Entonces se acordó abordar la conquista por la parte meridional; Dávila y sus compañeros, después de sufrir penalidades sólo comparables a las de Cortés y su ejército en la malhadada expedición de las Hibueras, llegaron a Champotón, cerca de Campeche, ya conocida por los primeros descubridores, y allí se reunieron con Montejo el viejo y después con el mozo, que trajo algunos auxilios. Con ellos, Dávila, hombre de sobrehumana resistencia, fue de Campeche a la laguna de Chetemal, travesía indeciblemente penosa y larga; mas no pudo fijarse allí: lo intentó y fundó una Villa-Real; pero debilitado y destruido casi por la naturaleza y la resistencia de los indios, tuvo que retirarse por mar a Honduras.

     Todavía los Montejos hicieron una poderosa tentativa, y con la alianza de los tutulshíues estuvieron a punto de lograr su intento, y aun creyeron haber fundado una población destinada a vivir en la ciudad sacerdotal de Chichén-Itzá, la de las prodigiosas ruinas. Pero no; allí fueron sitiados, de allí se escaparon milagrosamente y, al fin, refugiados en Campeche algún tiempo, tuvieron que desamparar la península; y después de ocho años de brega, la obra de la conquista estaba en el mismo punto que al firmarse las famosas capitulaciones.

     Las plagas terribles (langosta y hambres) que cayeron sobre los mayas; las guerras sangrientas entre cocomes y tutulshíues; la inquietud del porvenir, que los sacerdotes fomentaban con terribles profecías, pretendiendo conjurar el adverso destino con sacrificios sangrientos, son la trama de la historia de los mayas, libres de la presencia de los españoles. Entretanto, un grupo de frailes franciscanos, que, a solicitud del virrey Mendoza, habían partido de México para evangelizar la inconquistable tierra yucateca, comenzaron su obra fecunda en Champotón; pero la presencia de un grupo de bandidos españoles, que substraídos a todo gobierno se habían establecido allí cerca y hacían la trata de las indios y cometían desmanes sin nombre, hizo frustránea la obra santamente heroica de los misioneros.

     Entonces comienza a desempeñar el principal papel el antiguo paje de Hernán Cortés, el ya experimentado capitán Montejo el mozo, encargado por los años de 1537 del gobierno de Tabasco; heredero de los propósitos de su padre, que andaba envuelto en conflictos y enredos con Alvarado en Honduras, envió un grupo de conquistadores a Champotón; allí se sostuvieron penosísimamente y estuvieron a punto de abandonar de nuevo la empresa. Entretanto el viejo adelantado, después del terrible fracaso de sus proyectos en Honduras, substituía en Chiapas sus poderes en su hijo don Francisco, que va a México, allega recursos y en 1540 desembarca en Champotón. Se apodera de Campeche, en donde funda una villa en 1541, penetra en el interior de la península y establece su cuartel general en T-oh, antigua capital de un cacicazgo indígena; allí funda la ciudad de Mérida, con sus alcaldes, regidores, etc.; busca y consolida la amistad entre los españoles y los tutulshíues; resiste un asalto tremendo de los caciques insumisos en Mérida, y luego sale su primo Montejo al Oriente, en donde batalla sin cesar y funda la villa de Valladolid. Desde entonces la conquista continuó sin tregua: se fundaron pueblas nuevas, como Salamanca de Bacalar y Nueva Sevilla, y se consolidó, con la represión sangrienta de formidables rebeliones, el establecimiento de las encomiendas, la intervención de los frailes franciscanos en favor de la libertad de los indios, la separación de Yucatán de la tutela judicial de Guatemala y de la tutela eclesiástica de Chiapas; vino, a la postre, la persecución a los Montejos, acusados de grandes abusos en los repartimientos, de tiranía con los indios, de desmanes con los sacerdotes; había grandes exageraciones en todo ello, porque indios, frailes y españoles se dolieron profundamente de la desgracia de aquella familia. El viejo murió en la corte, pobre y en desamparo; el mozo vivió en Yucatán profundamente estimado; el nombre se perdió en los herederos. Hombres como en su tiempo había muchos, ambos hicieron lo que todos los conquistadores. Pasados los siglos, sólo queda de su obra la parte que mereció vivir y que les ha valido la veneración de la historia peninsular; fueron los primeros padres de la patria yucateca.

     No todas las fundaciones de los españoles, en aquellos primeros tiempos del período colonial, marcaban el sitio sangriento de las conquistas; algunas tuvieron por origen necesidades de conservación de la colonia, creación de centros urbanos que sirviesen de reparo al tráfico, de refugio a los españoles, en caso de sublevaciones generales, de punto de afluencia a los productos agrícolas de una zona. Así, para proteger el tráfico entre Veracruz y México, que pasaba por las poblaciones casi exclusivamente indígenas de Tlaxcala y Cholula, ordenó el Gobierno de México (la segunda Audiencia) la erección de una ciudad nueva en cuya traza intervinieron los frailes franciscanos y, sobre todo, Motolinia. En fines de septiembre de 1531 quedó establecida la puebla, que en su nombre de Puebla de los Ángeles guardó hasta hace medio siglo el sello del espíritu místico de sus trazadores, que se hicieron ayudar en la parte material de su obra por algunos millares de indios de las grandes poblaciones convecinas. Mucha oposición hizo el Ayuntamiento de México a la erección de la Puebla (era una rival), cohonestando su actitud con la inutilidad de una fundación que no era vividera; los oidores persistieron en su propósito, llamaron a ella familias españolas de Veracruz, en que el clima mortífero las diezmaba, y obtuvieron en 1532 la real cédula que erigía en ciudad la nueva fundación.

     Michoacán, en donde la cultura industrial era tan notable antes de la conquista, después del paso de Nuño de Guzmán había entrado en un período singular de recelo y hostilidad hacia los españoles, y las poblaciones iban quedando desiertas y los habitantes iban remontándose y volviendo al estado salvaje; la Audiencia gobernadora, que había hecho algunas tentativas para corregir este estado de cosas, encargando del remedio a alguno de los que allí tenían mayor número de repartimientos, se decidió a enviar al lastimado reino al noble y humano don Vasco de Quiroga. Entre los hombres que consagraron su alma y su vida, con empeño mayor, a iniciar dulcemente a los indios en la cultura cristiana, el oidor de la Audiencia merece una mención especial; hombres como Las Casas, Zumárraga y Quiroga reconcilian a la historia, aun bajo el aspecto moral en que suelen colocarse los idealistas, con la cristianización de los americanos llevada a cabo por España, aun cuando su antecedente forzoso haya sido la conquista con todas sus violencias y horrores.

     Quiroga, en Michoacán, se fijó en la antigua capital del reino, Tzintzuntzan, «la ciudad de Michoacán», como las cédulas reales la nombran, y allí convocó a los representantes de la nación disuelta en la hoguera del Caltzontzin, que vinieron recelosos, oyeron al misionero de paz y tornaron encantados a sus hogares; el recuerdo mismo de sus reyes, de sus divinidades y de sus glorias, palideció en el corazón de los tarascos con el amor que tuvieron y que aun tienen al que luego fue su obispo y siempre fue su padre. Comprendiendo las necesidades, respetando las tendencias y las tradiciones de los principales grupos que constituían la familia tarasca, aplicó a su constitución económica un sistema de disivión del trabajo excelente en esas épocas y dedicó a cada pueblo a un solo oficio. Estableció también hospitales que eran verdaderos falansterios, y vio renacer, con el trabajo y la paz, la prosperidad de todos. En medio de estas poblaciones florecientes, entre los lagos de Cuitzeo y de Pátzcuaro, estableciose en 1541 ó 42 la ciudad de Valladolid en el gracioso valle de Guayangareo. Esta ciudad, de origen laico, pero que pronto quedó, como todo en América, cobijada por el manto de la religión, es la actual ciudad de Morelia; con este nombre, debido a su hijo egregio José María Morelos, entró a tomar parte en la vida nacional la antigua fundación del virrey Mendoza.

     No fueron éstos los únicos tipos de conquista y fundación; otros hay bien notables. En el siglo XVI, como antes de él, todas las tribus nómadas del Norte se llamaban chichimecas; en donde confinaban al Sur con las regiones de grado o por fuerza sometidas a los españoles, cometían todo género de depredaciones, cada vez más inquietadoras para los gobernantes de la Nueva España, que resolvieron encomendar la pacificación de aquellas serranías pobladas de salvajes a los indios convertidos y asimilados. Y así fue: el punto de partida de las expediciones fue Acámbaro, fundado antes en los límites del reino de Caltzontzin; los caciques desempeñaron a maravilla su papel de conquistadores, luciendo sus armas españolas y sus caballos; hubo curiosos encuentros sin armas, a puñadas y cachetes; no faltó su milagro: Santiago apareció en la contienda, favoreciendo a los indios cristianos, lo que demostraba claramente que, para el cielo, lo mismo eran americanos que europeos, y de todo esto nació Querétaro, que vegetó al principio y luego fue un buen centro de comercio agrícola; algunos grupos de chichimecas vencidos se reunieron en congregación en derredor de una cruz de piedra, muy pronto milagrosa, y esa fue la cuna de la ciudad futura. Ya lo dijimos; si hay un hecho comprobado en nuestra historia es que la conquista de la Nueva España la hicieron, para los reyes de Castilla, los mismos indígenas, bajo la dirección y con el auxilio directo o indirecto de los españoles. En trazar este rumbo a una obra que, por colosal, habría sido imposible de otro modo, consistió la suprema habilidad de Hernán Cortés. Y nada más gráfico que el dicho del cacique don Nicolás de S. Luis Montañés, que, nombrado capitán general «por el rey mi señor Su Majestad», son sus palabras, para conquistar la gran Chichimeca, que fue luego Santiago de Querétaro, para lo que convocó a todos los caciques y cacicazgos de su prosapia, al dar cuenta de su obra termina con estas frases: «Con fuerza de nuestros brazos ganamos estas tierras, de que mandó hacer Su Majestad conquista».

     La obra de la conquista y pacificación, no terminada en el siglo XVI, avanza en éste lo bastante para dejar delineados los términos de la Nueva España, que llegaron a ser inmensos, si se tiene en cuenta que a ella estuvieron subalternados, por el Sur, Honduras, por el Norte, el enorme espacio indeterminado que va de Texas a la Florida, y por el Occidente, no sólo el litoral, aún no explorado sobre el mar del Sur, sino más allá, en el Océano mismo, el archipiélago filipino, de que tomó posesión por Felipe II una expedición organizada en México. En el período marítimo, digámoslo así, de las empresas de explotaciones y conquistas, descuella también la gran figura de Cortés. Desde el día siguiente de la toma de Tenochtitlán (o Tenochtitlan, como habrían escrito los mexicanos, que no cargaban el acento en la última sílaba), ya sus agentes hacían construir barcos en Zacatula y Tehuantepec, para explorar la costa de la Nueva España, en busca del estrecho famoso, ya para cruzar el mar del Sur y hallar la isla de la Especiería, o fundar en el Catay (China) una colonia como la Nueva España, para ponerla a los pies del César Carlos V. Lo que este hombre gastó de energía, constancia y atrevimiento para realizar su ensueño, es increíble; materiales llevados de Veracruz a la costa de Michoacán y al Istmo, construcción de buques a todo costo y viajes a Acapulco, a Zacatula, a Manzanillo, para vigilar la marcha de las expediciones; fracaso de todas ellas por incendios, naufragios, sublevaciones; pérdida de todos o casi todos los buques, cuyas tripulaciones mermadas solía apresar y maltratar Nuño de Guzmán; nada de esto arredraba al capitán general. Las relaciones de frailes y explotadores, venidos de la Florida o salidos de México, noticiando la existencia de vastísimos reinos prodigiosamente ricos al Norte de los Sinaloas, empezaban a enardecer la codicia de todos; entonces dispuso ponerse él mismo al frente de una expedición, reconoció las costas de Sinaloa, Sonora, la Baja California; cruzó el golfo, que lleva su nombre, y, cuando regresó a México, cuando ya se le creía muerto, bullían en su cabeza nuevos proyectos, a pesar de las temerosas aventuras de su último periplo.

     El virrey Mendoza fue a consolidar la obra incierta de Nuño de Guzmán; la Nueva Galicia no había sido pacificada, las insurrecciones eran constantes y generales, bravísimas las tribus. Pedro de Alvarado, que con el beneplácito del rey, se había arreglado a fuerza de litigios y combates una especie de señorío feudal en Guatemala, y que también quería explorar el mar del Sur, acertando a pasar por las comarcas jaliscienses cuando iba a embarcar sus tropas, dio auxilio al gobernador Oñate en peligro y perdió la vida a consecuencia de una caída en los vericuetos de la montaña. Fue el virrey quien, luchando y tratando, dio cima a la empresa, y pronto la Nueva Galicia, con su capital y su Audiencia, fue el más distinguido miembro de la organización colonial.

     Entretanto venía por tierra la leyenda de los reinos de Cíbola y Quiviria. ¡Cosa singular; esas riquezas fabulosas existían allí en realidad, pero estaban ocultas unas y en potencia las otras en el suelo aurífero y en la fecundidad pasmosa de California! Pero el virrey y Cortés persistían en ordenar conquistas, y creyendo el conquistador hollados sus derechos, tornó a España en busca de desagravios y allá murió.

     El siglo avanzaba y con él se acercaba a sus límites la obra, que hubiera podido prolongarse indefinidamente, de la sumisión de los indígenas. La busca de minerales produjo la fundación de Zacatecas, una de las principales ciudades del Estado actual de nuestra federación que lleva ese nombre y que fueron reales de minas en su origen, ensanchando así los límites de la Nueva Galicia; luego se fundó Durango, a orillas del Guadiana, y casi terminó la formación final de la provincia de la Nueva Vizcaya, que tenía por fuerte avanzado el presidio de Chihuahua y comprendía el territorio del Estado que lleva hoy ese nombre, el de Durango y parte de Coahuila. Por capitulaciones especiales con el rey comenzó la exploración y conquista del nuevo reino de León, entre la provincia del Pánuco, la Nueva Galicia y la Nueva Vizcaya; en realidad, los consolidadores de esta nueva adquisición fueron los frailes; uno de ellos fundó Monterrey. La necesidad de defenderse contra las tribus nómadas que recorrían la lenta pendiente de la Mesa septentrional, de una a otra serranía, trajo la necesidad de fundar establecimientos de defensa, y ello fueron en su origen Celaya, San Miguel de Allende, San Luis del Potosí, que llevó este sobrenombre porque se creyó que podía compararse en riqueza mineral con el famoso distrito peruano. Esta tarea de pacificación de las tribus chichimecas (ellas se daban otros nombres) no pudo apurarse en el siglo y pasó al siguiente: combates, misiones, reducciones forzadas de los indios a congregaciones y pueblas, establecimientos de otros indios ya españolizados, como los tlashcaltecas, todo se puso en juego, y al fin se obtuvo a medias un lento resultado. Cuando moría ya la centuria de la Conquista, todavía no cimentaban los españoles su dominación en las regiones septentrionales de Sinaloa, ni en Sonora, y buscaban por Nuevo México el fabuloso reino de Quiviria.

     En la fundación de una villa española se procedía así: elegían los expedicionarios lugar, que solía ser provisional, porque la villa no era precisamente un caserío y una iglesia, era algo más que eso, era una institución; podía transplantarse, como sucedió con Guadalajara (definitivamente establecida por el primer virrey) y como sucedió con la Villarreal, en cuya erección nos ocuparemos brevemente, por ser típica, como dice el más notable historiador de nuestros tiempos coloniales.

     Vencida la heroica resistencia de los chiapas, que, antes que rendirse a los conquistadores, habían preferido arrojarse al abismo con sus mujeres y sus hijos desde la cresta del peñol que fue su postrera fortaleza, el capitán Mazariegos, hombre ducho y bueno, procedió a señalar a los indios que había logrado capturar un lugar en donde debían reducirse a vivir en comunidad y oír las prédicas de los misioneros (este lugar fue Chiapa, probablemente), y por allí cerca eligió un sitio para fundar provisionalmente la villa española, que debía servir, como las colonias romanas, de centro de pacificación, de colonización y de vigilancia en la comarca; sólo por un capítulo se distinguían éstas de aquéllas: las colonias españolas eran un foco de propaganda religiosa, jamás lo fueron las romanas. En el sitio elegido improvisaron los indios unas casas para los españoles; reunidos éstos en la del capitán general y gobernador de la provincia, éste declaró su decisión de establecer allí temporalmente una villa, que se llamaría Villareal; nombró, en seguida, alcaldes, a quienes recibió juramento de usar bien de su cargo y ser fieles a Dios y al rey, les entregó las varas de justicia, eligió regidores, y éstos a su vez nombraron un carcelero y pregonero; luego fueron nombrados un mayordomo de la villa, un procurador y un alguacil mayor; diose en seguida posesión de sus cargos al visitador general y al escribano, nombrados por el gobierno de México, y funcionó la autoridad comunal. Los conquistadores dejaron de serlo en el punto mismo y comenzaron a ser pobladores; el soldado se convertía así en ciudadano y gozaba de los fueros de todo individuo que formaba parte del municipio. Celebrose el primer cabildo, se señaló el salario de los empleados, y se ordenó la erección de la picota en la plaza y de la horca en la próxima colina; se abrió el registro de vecinos, título codiciado, no sólo porque daba derecho a repartimientos de indios y mercedes de solares, sino porque a él iban unidas las distinciones y honores concedidos a los primeros pobladores, así como libraba de las persecuciones contra los hombres sin asiento. Hecho esto, la villa se levantó de donde estaba, se situó en mejor sitio y se trazaron y denominaron las calles, se distribuyeron los solares y se levantó la iglesia; tal fue en sus orígenes San Cristóbal Las Casas, capital del Estado de Chiapas hasta hace poco tiempo.

     Ya sólo se trataba de afirmar y consolidar: lo principal esbozado estaba, si no hecho y creado. Todo aquel conjunto, sin suficiente cohesión todavía, pero notoriamente en vías de obtenerla, se dividía oficialmente así: un virreinato, las dos Audiencias de México y Nueva Galicia. Todo el territorio del virreinato, en las orillas del Golfo y del Pacífico, y los Estados comprendidos entre estos litorales, dentro de la Mesa central, dependían de la primera Audiencia; una gran parte de Jalisco, Zacatecas, Aguascalientes y Durango actuales formaban el territorio jurisdiccional de la Audiencia de la Nueva Galicia; la Nueva Vizcaya dependía directamente del virrey. En realidad, nada estaba definido: era un cuadro oficial aquél, incierto y movible, dentro de cuyo marco grandioso iba a crecer y moverse la nocionalidad nueva.




ArribaAbajoCapítulo II

Los pacificadores


Los Apóstoles; los primeros franciscanos; la propagación del cristianismo. La defensa de los indios; Las Casas; Zumárraga; Fuenleal; Quiroga. Los frailes: Templos y Conventos. Inquisición; la Compañía de Jesús.

     En pos de los dos sacerdotes que vinieron con los conquistadores a México y que, si alguna vez se pusieron de parte de los indios o lograron o quisieron poco, vino, formando un siniple grupo apostólico, la primeta misión franciscana, dos frailes y un lego; era éste Pedro de Gante. Esta vanguardia de la evangelización de la Nueva España, mostró el sendero: la espantosa doctrina, secreta u ostensiblemente profesada en las Islas, de que los indígenas apenas eran o no eran propiamente racionales, invención diabólica como decían algunos frailes, para paliar la rapacidad insaciable de los mercaderes de esclavos, que fue causa de la despoblación insular, ni siquiera como un mal pensamiento cruzó por la mente de los frailes y, en honor de la verdad, tampoco la profesó nunca Cortés: el indio era un ser racional, era un hermano menor que esperaba la redención y que era digno de ella. Con esta máxima en su bandera, Gante se dedicó a enseñar en Tlaxcala, en México, y sus compañeros a predicar como podían, con gesticulaciones patéticas, con pinturas infantiles, pero expresivas, y con intérpretes. Luego llegaron los doce frailes franciscanos la Custodia, como fue llamada, dirigidos por Martín de Valencia, el custodio: trece frailes, un verdadero apostolado de fe, de humildad, de pobreza, de fervor, hombres en quienes había tornado al mundo el espíritu angélico del fundador; toda la ternura, toda la dulzura de la religión de Francisco de Asís era necesaria para mostrar al mundo, en aquella época, españoles que no fueran duros, que no fueran crueles: los frailes de la custodia sólo lo fueron con ellos mismos.

     El indio fue hijo suyo desde aquel instante; la consagración al estudio de las lenguas indígenas fue la ocupación principal de los frailes, junto con la conversión; pronto dominaron la mayor parte de esas lenguas, y mal que bien, ayudados por los cuadros que representaban los pasos supremos de la vida de Cristo, empezaron a recorrer la Nueva España y toda la tierra americana; no había llegado a su fin el siglo XVI y el mundo precolombiano, con excepción de las tribus nómadas que fue imposible reducir a congregaciones, estaba bautizado; ¿era cristiano?

     Los apóstoles destruyeron los templos por centenares, calcinaron o rompieron los ídolos por millares, y cuanto en pinturas o escrituras pictóricas pudo presentárseles que significase idolatría o que ellos creyesen tal, fue destruido; imposible que hubiesen hecho otra cosa hombres de ese ardor y en aquellas circunstancias. Allí se consumieron datos preciosos para la historia de la vida y del pensamiento de las familias aborígenes; y esto no está compensado con lo que los frailes guardaron, al cabo, de esos inestimables documentos, con lo que averiguaron, con lo que hicieron escribir y con lo que escribieron. Está compensado con la plena iniciación de la familia indígena en el cristianismo, con la abolición de las supersticiones de sangre, con haberlos puesto en la ruta que debía conducirlos a la solidaridad con el mundo de la civilización; lo mismo que absuelve la Historia la crueldad de la conquista de los meshicas, absuelve la destrucción de los documentos indígenas: no eran arqueólogos, eran apóstoles aquellos hombres; juzgaron necesario lo que hicieron; el objetivo era superior al valor de los monumentos, por valiosos que se les suponga; la pérdida fue irreparable, la ganancia fue inmensurable.

     Para salvar a los indios era preciso mostrar que podían ser cristianos, era preciso que lo fueran; ¿lo fueron? Lo fueron para los conquistadores, y esto hizo temblar la mano de fierro, siempre pronta al castigo, y la debilitó. Lo fueron para los conquistadores; éstos, en su mayor parte, confundían casi la religión con el culto, con los ritos, con el amparo y la veneración de los santos, casi fetichista, casi basada en las imágenes materiales; era una semi-idolatría la suya. Los indios nunca fueron cristianos como lo fue Francisco de Asís, ni podían serlo intelectualmente, porque su conformación psicológica no les permitía dominar las regiones de la metafísica pura, y esto, ni antes ni después de ser educados, ni antes ni después de los colegios y las universidades, ni antes ni después de la mezcla con la raza española, que era igualmente inhábil para la creación filosófica trascendente; de las universidades españolas salieron maravillosos dialectistas: ¿salió un solo filósofo, un hombre capaz de encerrar en un solo pensamiento lo existente, de explicarlo por otro pensamiento y de mostrar entre ambos inflexible lazo dialéctico de unión? Dos o tres individualidades pueden mencionarse, y su importancia como filósofos será siempre discutida. No, el cristianismo predicado a los indios fue de bulto, como debía ser: una dependencia de un juez y rey supremo, un alma que sobrevive al cuerpo y responderá de sus actos ante ese juez; los premios y los castigos, éstos sobre todo, terribles, como conviene a razas recién salidas de la matriz étnica, a razas niñas; su igualdad absoluta ante ese juez con sus conquistadores, con sus amos; una reforma en las costumbres encaminada, sobre todo, a la destrucción de la poligamia y a la emancipación moral de la mujer y al odio a los ídolos y a los ritos sanguinarios. Y como el juez supremo estaba muy alto y era muy severo, la necesidad consoladora de recogerse y refugiarse en los medianeros, en los abogados, en la Virgen María y en los santos; a éstos era preciso recurrir siempre, a ellos encargar la defensa del pecador ante Dios, para ellos todos los regalos, todas las ofrendas, todas las súplicas, todo el cariño: a Dios miedo tremendo, a María todo el amor. La mujer indígena que se arrodilla ante el altar de María de Guadalupe, su Madre, india como ella, y le cuenta sus penas y sus esperanzas en un diálogo, en mexicano u otomite, que tiene por respuesta perenne la dulce mirada de la imagen, resume toda la teología de la raza indígena. Y como los frailes eran los que llevaban aquí el poder de los abogados y de los santos, a ellos les entregaban las ofrendas y las almas. Así llegaron las órdenes religiosas a ejercer la paternidad de toda la familia conquistada. La raza aborigen pagó a la iglesia el inmenso favor que recibió de ella, porque ella le salvó la vida: así lo sabían y lo creían, abdicando entre sus manos toda su personalidad. Y como el culto de los santos podía adecuarse tanto a los ritos de su idolatría, los transportaron de éstos a aquél, no todos, pero sí muchos, bajo el ojo paterno de los frailes, que, sin poderles cambiar ni la tradición ni el espíritu, reemplazaron los ídolos por las imágenes (son homónimos) y levantaron santuarios allí donde recibían adoración sus dioses sanguinarios, y poco a poco los indios hicieron entrar dentro de la urna santa del cristianismo todas las supersticiones que ya tenían y que recibieron en este injerto, sacrílego e inevitable, por eso los indios, a pesar de ser cristianos, no han dejado de ser idólatras; y su idolatría tiñó de negro la religión de los criollos y la de los mestizos. Salvar la familia vencida, amenazada de exterminación, suprimir los ritos sanguinarios, encender en las almas de los siervos la esperanza, es la obra de los grandes misioneros cristianos en la Nueva España; esa obra no es la única, pero habría bastado para la vida de tres siglos. La obra nueva, toda de emancipación, es la de la supresión de las supersticiones; esta obra, divina también, está encargada a la ciencia, a la escuela, al maestro. ¡Oh, si como el misionero fue un maestro de escuela, el maestro de escuela pudiera ser un misionero!...

     Pedro de Gante, que enseñaba a los indios lo que él sabía y lo que, ignorando el idioma, podía comunicar con ínclita paciencia, leer, escribir, rezar, cantar, tocar algunos instrumentos musicales, probablemente para emancipar a sus educandos del teponashtle y la chirimía, que tanto deben de haber contribuido a mantener en ellos el instinto feroz que saciaban en sus interminables guerras; Martín el Custodio, que iba descalzo de una costa a otra, predicando sin cesar con su intérprete, porque jamás pudo aprender alguna de las lenguas del país, pero predicando, sobre todo, con la sublime elocuencia del ejemplo, con la humildad, con el cariño, con la pobreza y con las lágrimas, son tipos de estas épocas de fervor y de abnegación sin límites.

     Mas junto con ellos, o poco después aparecieron los hombres que sistematizaron, digámoslo así, el apostolado cristiano y tuvieron conciencia clara de su misión, no sólo como propagadores del Evangelio, sino como redentores de los indios. Fueron muchos, fueron legión; no sólo predicaron aquí, sino en España; no sólo ante los indios, sino ante los conquistadores; no sólo ante los déspotas en la Nueva España, sino ante los monarcas en la Corte. En ese admirable grupo resaltan cuatro obispos, cuatro hombres que, con su caridad y con su fe, sellaron los títulos de la patria potestad ejercida por la Iglesia sobre el pueblo conquistado: Las Casas, Zumárraga, Fuenleal y Quiroga; el primero, en aquel siglo en que la humanidad toda pareció crecer de un palmo, descuella, es una gigantesca figura moral: fue el hombre de una idea, de ésta: «Los indios tienen derecho a ser cristianos, por consiguiente tienen derecho a ser libres; la conquista es, por ende, la violación perenne de un derecho: es deber de buen cristiano deshacer la obra de iniquidad». Venido a las Antillas desde los albores del siglo XVI, tuvo juntamente conciencia de su vocación de apóstol y de la sacerdotal; ante los primados de la Iglesia española, ante el Consejo de Indias, ante el monarca, reclamó el derecho de los indios a la libertad, pero con tesón, con tanto fervor, en términos tan absolutos, que aun hoy asombran por su humanitaria temeridad; la desaparición de la raza conquistada en las Islas, gracias al maltrato de los conquistadores, había dejado en su alma indelebles huellas; había sido testigo presencial de esta catástrofe. En su obispado de Chiapas, convirtiendo y amparando a los indios; en la Corte, en donde obtuvo la promulgación de las famosas Nuevas Leyes que ponían coto, de golpe, a los supuestos derechos de los conquistadores, convirtiéndolos en simples deberes; en México, en donde, comunicando su celo incendiante a otros, hizo declarar que la Conquista sólo había sido permitida por la Iglesia para hacer cristianos y no vasallos, ni esclavos, ni siervos; ya obligando al monarca a confiar la adquisición de nuevas tierras a las prédicas de los misioneros, ya al virrey Mendoza a disponer ensayos formales de conquista pacífica por medio de los frailes, ya escribiendo sus vehementes folletos y ya la inestimable historia de los descubrimientos y conquistas, Las Casas no abandonó nunca su obra, no se desalentó en su bendita labor de caridad. El odio de los conquistadores, y hasta de algunos frailes (Motolinia), le siguió siempre y lo estimuló. Fue un gran cristiano, y nosotros, los americanos, nos mostramos más descendientes de los encomenderos que de los indios, y de unos y otros venimos, escatimando homenajes y monumentos al dominico español; exageró y abultó quizás la bondad esencial de los indígenas y la maldad de sus explotadores, no tanto como otros documentos lo demuestran. Pero aún así, esta clase de hombres que exageran y extreman de buena fe la pintura del mal, son necesarios en las épocas de crisis; así el remedio, aunque sea deficiente, viene pronto.

     Zumárraga, el primer obispo de México, nombrado protector de los indios, como lo había sido Las Casas, a pesar de su celo religioso, que le llevó como a todos los convertidores de su época y de todas las épocas a tomar medidas inhumanas para llegar a su fin (destrucciones de ídolos y de documentos quizás, y condenación de un indio refractario, a la hoguera); a pesar de eso, merece un lugar preeminente entre los defensores de la raza conquistada, entre los pacificadores; su conducta, frente a frente de la tiranía de la primera Audiencia, un tribunal de desalmados, para impedir que, permitiendo todo abuso contra los indios, que parecía ser el programa de los oidores, fuesen exterminados, fue heroica; se declaró el obispo único juez de indios, en virtud de su encargo de protector, y de aquí la lucha, que tomó terribles proporciones, entre el poder civil y el eclesiástico; éste defendía la justicia y el derecho, y de su parte, aun de sus usurpaciones, se pone la Historia, que, a riesgo de ser infiel a su aspiración a ser puramente científica, es decir, una escudriñadora y coordinadora impasible de hechos, no puede siempre desvestirse de su carácter moral. Zumárraga, cuando terminó la tiranía, dedicó todo su celo a levantar el alma de los indios; su idea era ésta: la prueba de que el indígena es un ser perfectamente racional, es que puede subir a las cimas de la razón pura; y fundó el colegio de Tlaltelolco, una verdadera escuela normal, en que se formaban los futuros profesores y convertidores, y en que las discusiones sobre puntos teológicos y filosóficos eran tan ardientes que asustaban, como obra del diablo, a los enemigos de la instrucción de los indios; fundó también un colegio para educación de las niñas indias, que no tuvo buen éxito. Todo esto era apostólico y sabio: se trataba de que, como Cortés se había servido de los indios para la conquista de los imperios, la Iglesia se sirviese también de ellos para la conquista de las almas.

     Ramírez Fuenleal, el presidente de la segunda Audiencia, fue después de Cortés, más que Cortés, quien puso todo el poder de la autoridad en la promoción del bienestar y la redención de los indios; él inauguró la casi nunca interrumpida era de paz en que se formó lentamente la nacionalidad mexicana.

     Quiroga fue el compañero y principal colaborador del obispo Fuenleal; ya lo hemos visto, a fuerza de bondad y justicia, pacificar a los tarascos y organizar, con una curiosa distribución del trabajo (un oficio en cada pueblo), la industria y la riqueza de Michoacán, que luego fue su obispado. En México y luego allí, este varón santo estableció colegios y hospitales; estos hospitales fueron ingeniosos ensayos de comunismo cristiano, eran falansterios episcopales, lo dijimos ya, construídos y reglamentados para aliviar la miseria de los indios, «miseria pocas veces vista ni oída que padecen los indios pobres, huérfanos y miserables, que se vendían a sí mismos y permitían ser vendidos, y los menores y huérfanos eran y son hurtados por los mayores para ser vendidos, y otros andan desnudos por los tianguis aguardando a comer lo que los puercos dejaban» dice el mismo señor Quiroga. En estos establecimientos se procuraba conjugar las tendencias a la vida comunal y a la constitución de personalidades colectivas, propias de la familia indígena, y la iniciación en la plenitud de la vida civil y del trabajo cooperativo. El comunismo, es bien sabido, lejos de ser la forma de las sociedades del porvenir, es la de las del pasado.

     Estos ínclitos varones fueron los que guiaron y dirigieron la obra magna de la pacificación; limitaron el poder de los gobernantes para el mal, sofrenaron la rapacidad de los amos creados por la conquista y aquietaron y trataron de levantar a los conquistadores. Paz y civilización eran sinónimos.

     La obra de los pacificadores, admirablemente secundada por las órdenes religiosas, se fue adulterando cuando los apóstoles desaparecieron; después de los iniciadores, vinieron los organizadores, después los explotadores. Cuando el peligro que se corría en la tarea de convertir a las tribus bárbaras que rodeaban, como una cintura de movediza e infijable arena, la tierra conquistada, estimulaba el celo y despertaba el espíritu de sacrificio, el fraile tornaba a ser el misionero y resplandecía, en torno de su cabeza, el nimbo de los apóstoles y los mártires; pero en donde ya la generación de la conquista, cristianizada de grado o por fuerza, convertida en masa, antes que por las prédicas, por la sumisión a sus caudillos, que se rendían (por lo que se ha podido decir que en la cabeza del emperador Cuauhtémoc fue bautizado el mundo azteca); cuando a esta generación sucedió, al mediar el siglo, otra que había nacido cristiana, los frailes no tuvieron más que trabajos de rutina que desempeñar, y fueron dejando caer de sus manos de explotadores muchos de los grandes pensamientos puestos en planta por los Quiroga y los Zumárraga. Entonces comenzó el sueño moral de la gran familia indígena. En donde estaba, al pie del altar, allí quedó, y en nuestros días yace todavía en grandes grupos en el mismo estado, con las mismas costumbres y las mismas supersticiones; tiene que silbar mucho tiempo la locomotora en sus oídos para arrancarla del sueño, tiene la escuela que soplar la verdad en sus almas por dos o tres generaciones todavía para hacerla andar.

     El fraile, cuando las disposiciones de los monarcas pusieron en sus manos a la raza conquistada, luchó por el dominio de ella con el fraile. El franciscano con el dominico, que había llegado después y apretó el paso para ponerse al nivel de sus predecesores; los franciscanos siempre estuvieron contra los abusos de la autoridad, los dominicos del lado de ésta; los primeros eran los liberales, como diríamos ahora; los segundos, a pesar de los inmensos servicios prestados a los indios en la Corte, fueron conservadores. Luego vino la lucha entre el fraile y el obispo, que quería ir eliminando de los curatos a los regulares y poniendo en su lugar a los clérigos; los frailes resistían a esto, que les parecía una usurpación; ellos habían sembrado y regado, otros venían a cosechar. Entretanto el país entero se cubría de templos, pocas veces artísticos, casi siempre sólidos y costosos. ¿Costosos? No; no para sus constructores: pupilo, hijo amado del fraile, el indio recibía de sus padres (los padrecitos, como llama todavía a los sacerdotes), no sólo los duros correctivos que, en aquel tiempo, los padres usaban con sus hijos, no sólo eran frecuentemente azotados, sino que poco a poco tuvieron por ellos la inmensa y pasiva obediencia que tuvieron antaño por sus caciques y sacerdotes; la obediencia los convertía en siervos de hecho, y estos siervos eran empleados en la tremenda tarea de levantar iglesias y conventos, sin recibir ni salarios ni alimentos. El arzobispo Montúfar, hombre inteligente y desapasionado, ha dictado el fallo condenatorio sobre la conducta de los frailes en este punto; él ha dicho la carga insoportable que cayó sobre los hombros de la raza indígena, con estas construcciones, y los abusos terriblemente paternales de quienes en realidad se hacían mantener y alojar por sus protegidos.

     Poco a poco, no sin tropiezos, la Iglesia fue haciendo normal y ordinariando su dominación social; dominicos y franciscanos fueron acomodándose en el goce rutinario de su situación privilegiada, de su bienestar beato, en la paz de la conformidad absoluta de la raza conquistada y de la que de ella iba naciendo. El clero secular, educado en las universidades, en los seminarios, había compartido al fin del siglo una parte del poder con los frailes. Las vehementes disputas primitivas sobre si eran o no válidos los bautizos que, casi sin más ceremonia que la aspersión y una fórmula breve, habían hecho los primeros misioneros, en virtud de la facultad apostólica que del Papa habían recibido, habían terminado ya, eran sólo un recuerdo histórico; los matrimonios, que tanto habían dado que hacer en los primeros años de la organización, por la poligamia en que vivían todos los caciques, a quienes sus vasallos o macehuales daban sus hijas «como fruta» dice un cronista, para que les sirvieran como mujeres y como criadas, por lo que resultaba muy difícil designar cuál era la que debía subir al rango de esposa cristiana, también habían dejado de ser motivo de discusiones, desde la bula de Paulo III, y sobre todo, desde que a la generación de la conquista había sucedido la nueva.

     La Iglesia mexicana tuvo, ya en un principio, sus asambleas, desde la que se celebró bajo los auspicios de Cortés, cuando la Nueva España le estaba sometida, hasta los Concilios convocados por el segundo y tercer arzobispos que organizaron canónicamente la tutela de la familia indígena, condenada a eterna minoría. Por eso cuando en México se fundó la Inquisición, tribunal que aquí más que en España acaso, fue el consejo secreto y pavoroso del gobierno eclesiástico de las provincias de la España americana, con su cortejo de procedimientos secretos en las causas de los acusados de herejía, y de tormentos y solemnísimos autos de fe, habían dejado de ser motivo de desavenencias entre la Iglesia y la aristocracia indígena; sólo en la zona que iba poco a poco entrando en el radio de la obediencia a España, esta cuestión del matrimonio monogámico causaba resistencias que iban frecuentemente hasta la guerra encarnizada y feroz. La segunda y tercera generaciones que sucedieron a la de la Conquista, se arreglaron, para acomodar las antiguas costumbres y las prescripciones religiosas, como pudieron.

     Al mediar el siglo, la Iglesia era ya un árbol que asombraba al reino entero; la sociedad de la Nueva España semejaba a una enredadera que se agarraba al árbol y crecía bajo esa sombra. La Iglesia, para darse cuenta de sí misma y organizar los resultados de la experiencia en la gobernación moral de su nuevo patrimonio, reunió, ya lo dijimos, sus asambleas, de misioneros al principio, después de frailes y letrados, al fin de obispos; éstos ya fueron Concilios o Sínodos provinciales en toda forma, y de cuatro que hubo en los tiempos coloniales, los tres se celebraron en el siglo XVI; en ellos la Iglesia organizó canónicamente la tutela eclesiástica de la familia indígena, y la sometió a eterna minoría.

     Felipe II tuvo empeño en fundar en toda regla la Inquisición en su Nueva España; era el complemento indispensable de su obra política y religiosa; el mundo nuevo debía vivir por medio de aislamientos interiores y exteriores, la Inquisición tenía por objeto mantener a toda costa esta política; era, en el orden mental y religioso, lo que los Consejos de salubridad modernos son en materia de higiene; las ideas eran los microbios, los gérmenes de muerte de que había que defenderse. Y figurémonos un grupo de gobernantes para quienes las epidemias espirituales eran de transcendencia infinitamente mayor que las físicas (lo que era cierto) y entonces la Inquisición queda explicada, no absuelta; el autor del Sermón de la Montaña no la habría absuelto nunca. Aquí, como en España, tuvo la Inquisición sus grandiosos autos de fe, que presenciaban con miedo o entusiasmo gobernantes y vasallos; hubo muchos atormentados y muchos bienes confiscados; algunos fueron a la hoguera. Sólo los indios, gracias a su minoría, estaban fuera del alcance del temeroso Tribunal.

     Ya en el último cuarto del siglo, los padres de la Compañía de Jesús, por quienes hacía tiempo se suspiraba en la Colonia, llegaron a México, solicitados por un vecino rico y enviados por Felipe II, de acuerdo con San Francisco de Borja, general de la Orden. Inmediatamente tuvieron templo y casa; cacique hubo que envió tres mil indios a trabajar en ello. El admirable grupo pedagógico que así ingresaba, a última hora, en Nueva España, iba a ser pronto tan rico como los otros institutos religiosos, iba a compartir con los otros monjes el influjo sobre los indígenas y a gobernar casi exclusivamente la clase ilustrada de la Nueva España. De esto iban a fluir consecuencias que ni los mismos jesuitas podían prever.




ArribaAbajoCapítulo III

Organización social


Los Indios. Los Criollos. Los Españoles. Los Mexicanos.

     Los conquistadores, antes de que pudiera organizarse el gobierno del monarca español en la América recién adquirida para él, fueron los dueños de los indios. Pero para explotar ese señorío mantuvieron la situación anterior a la conquista: la masa indígena quedó distribuida como lo estaba antes bajo el dominio del emperador, de los grandes magnates y de los tlatoanes o señores feudales (generalmente estos señoríos se heredaban), a quienes los españoles llamaron caciques como en las Antillas. Así Cuauhtémoc quedó convertido en vicario de Hernán Cortés. La tiranía de los caciques era inconmovible, estaba en la tradición y en hábitos profundamente arraigados; mujeres, haciendas, todo se hallaba a su disposición; disponían a su guisa de la vida y la libertad de sus súbditos; todo ello estaba atenuado antes de la conquista por las necesidades de solidaridad y respeto mutuo, que era la guerra; después, a medida que los españoles pacificaron, no quedó más que la explotación brutal de las masas aborígenes por sus señores, que, si al principio solían lanzarlas a la rebelión contra los conquistadores, generalmente partieron con éstos su despiadado despotismo; uno de los negocios más socorridos en aquellos días fue la venta de indios como esclavos para las minas, arreglada entre el cacique y el español.

     Cortés quiso repartir entre sus conmilitones toda la tierra y la población del imperio, siguiendo el sistema que había visto practicar en las Antillas; el oro y la plata, objeto supremo de la codicia de los conquistadores, resultaba poco; las minas apenas comenzaban a conocerse, y sólo a fuerza de gastar en sus pozos millares de vidas humanas podían explotarse; el indio fue la riqueza principal, y Cortés repartió a los indios. Estos repartimientos o depósitos, como el conquistador los llamaba, no convertían a los indios en ciervos o esclavos de la persona a quien se encomendaban, de donde vino el nombre de encomendero; eran libres, pagaban sus tributos al cacique, que los entragaba al encomendero hasta un tanto (el máximo era de dos mil pesos anuales) tasado de antemano, y el resto lo percibían los oficiales reales; la obligación del encomendero era vigilar por la conversión e instrucción religiosa de sus encomendados. El sistema de repartirnientos era el único medio de mantener la tierra, como Cortés decía, y era cierto; los frailes nada duradero habrían realizado en las comarcas americanas si la espada no les hubiera abierto paso. Y la conquista habría abortado si los conquistadores, a quienes era imposible que señalase pensiones el monarca español, o se hubieran visto obligados a emigrar hacia nuevas conquistas y nuevas aventuras y nuevos despojos, o se hubiesen quedado en la tierra en son de revuelta, explotando a los indios, sin freno, y entablándose entre éstos y los conquistadores un duelo a exterminio. Cortés tenía razón, y los repartimientos eran el único modo de conservar la tierra.

     Mas a ello se oponían dos clases de intereses: el interés religioso y el político. El religioso, porque allí estaba, elocuente y terrible, el hecho en las Antillas; los repartimientos, inaugurados por Colón, habían sistematizado el exterminio, la despoblación del Archipiélago; el contacto brutal de una civilización embrionaria de la edad de la piedra y de otra de la edad del acero; el abuso estupendo de las fuerzas limitadas de los indígenas habían acabado con ellos. ¿Iba a suceder lo mismo en la Nueva España? No habría sucedido, porque se trataba aquí de grandes grupos sedentarios de más sólida cultura: no era embrionaria esta civilización; la sociedad estaba perfectamente jerarquizada; los ritos solían ser atroces; las costumbres de las masas eran buenas, eran sociales, es decir, eran morales. Esa fue la causa principal de la no extinción del pueblo mexicano: si hubiesen sido nómadas, como los que los colonos ingleses hallaron en las costas septentrionales del Atlántico americano, habrían desaparecido. Pero el maltrato podía acercarse mucho al mismo resultado, y los encomenderos hallaron tan dispuestos a los indígenas a la esclavitud, por su carácter pasivo, y al oficio que en España desempeñaban las bestias de carga, por su educación, que abusaron espantosamente de ellos. Para los religiosos esto era sacrílego: el jefe de la Iglesia católica había permitido la conquista a los Reyes Católicos con el objeto de convertir a los indios, y si los indios desaparecían, ¿cómo convertirlos? Eran millones de almas perdidas para la fe: el deber de la Iglesia, y en ello obligaron a colaborar a los monarcas, era salvar la raza, para salvar las almas; esto, y la gran piedad de los apóstoles, explica su conducta. El interés político era ingente también: la propiedad hereditaria de la tierra y de la población, concedida por merced o beneficio al conquistador, era un desmembramiento, una disgregación de la soberanía del monarca y del derecho político; era un feudalismo. Jamás podían consentir en esto los reyes castellanos, debeladores del semi-feudalismo nobiliario y municipal en España; por eso lucharon para extinguir la encomienda, y luego la herencia de la encomienda.

     Había, además de los indios repartidos y que se presumían libres (bien poco lo eran en realidad, a pesar de la buena intención de los monarcas), los naborios, sirvientes personales que se podían enajenar por el dueño; eran ciervos propiamente, y los esclavos, a pesar de que al nacer América a la luz de la civilización cristiana, la gran reina Isabel había prohibido la esclavitud de los indios.

     Sí, los reyes prohibieron la esclavitud y prohibieron los repartimientos; con todo fueron transigiendo; permitieron la esclavitud de los prisioneros de guerra, de los rebeldes, de los vendidos por sus padres y por los caciques: los esclavos fueron a las minas que comenzaron a descubrirse y allí murieron por millares, con su horrible marca en la mejilla. Esta condición se atenuó por el clamor de los misioneros, clamor que oyó el mundo; por las órdenes reiteradas de los reyes; por la introducción de los negros, que hubo necesidad de aislar de los indios, a quienes maltrataban más que los españoles. Luego vinieron las bestias de carga, el asno redentor, sobre todo, que el indígena trata con la propia dureza con que él fue tratado. La aclimatación de los animales útiles de Europa (el caballo, el asno, el buey, el carnero, el perro, el cerdo), y la de las plantas de cultivo como la caña de azúcar y de tantos frutos que aquí pulularon (la manzana, el durazno, la naranja, introducida por el admirable cronista Bernal Díaz), cambiaron la faz de las tierras productoras; aunque sólo por ese lado se considere, el contacto con la civilización europea fue profundamente transformador, es decir, constituyó una evolución absoluta, marcó el camino definitivo a los americanos; fue el progreso, forma parcial de la evolución.

     Cortés no cumplió con las órdenes del soberano, no dejó de repartirse y repartir indígenas; el soberano transigió con Cortés sobre la base de ser temporales las encomiendas y los indígenas bien tratados. Luego la acción incesante, las quejas de los apóstoles, la actitud de los jefes de la Iglesia en España, las declaraciones del Pontífice, el celo ardiente de Las Casas, produjeron, al establecerse los gobiernos virreinales, las famosas Nuevas Leyes, que tornaban a suprimir las encomiendas de los funcionarios civiles y eclesiásticas, limitaban extraordinariamente las de los particulares, prohibían que se proveyeran o renovaran, suprimían casi por completo la esclavitud, etc. También tuvo que transigir el monarca; las sublevaciones del Perú habían sido una terrible lección; era imposible suprimir el régimen; había que contentarse con atenuarlo, y frailes y virreyes emplearon en ello su celo.

     Nuevas disposiciones fueron haciéndose efectivas con el objeto de obligar a los indígenas, remontados o substraídos a la acción de la autoridad, a reunirse en poblaciones, en congregaciones, a hacerlos sedentarios, en suma, y civilizarlos; esto tuvo muy poco éxito y dio lugar a gravísimos abusos. Más eficaces fueron las medidas que, por consejo de las órdenes religiosas, que consideraban suya a la raza indígena, se encaminaron a aislarla de los grupos españoles, a evitar todo contacto entre ellos, aun entre los encomendados y los encomenderos. Este fue un grave mal, de transcendencias fatales. La familia indígena sólo podía asimilarse plenamente la nueva cultura transformándose, es decir, mezclándose con la sangre de los introductores del espíritu nuevo; y esto encontró trabas infrangibles en el sistema de aislamiento.

     Pronto, al ardor de los primeros apóstoles, sucedió la monótona rutina de explotación del fraile de la segunda y tercera generación, posteriores a la de la conquista, ya en paz y buena armonía con los que, de hecho, conservaban el señorío de la población rural, ya que no el tributo y la encomienda. Las supersticiones habían cambiado de rumbo, mas no de esencia en el grupo indígena, y extraían toda la savia de su espíritu; en vano algunas individualidades, algunos grupos llegaban, en los colegios y universidades fundadas por los españoles, a la cultura superior de su tiempo; éstos se confundieron con los vencedores y sus descendientes. Pero la gran masa fue vasalla mental de la superstición y del vicio; del vicio de la embriaguez, que se cebó después en la familia vencida mucho más que antes de la conquista y que, si por cincunstancias especiales de ocupación y de medio, ha mantenido cierto vigor animal en un grupo humano destinado al crecimiento moral por sus facultades de carácter, en cambio lo ha atrofiado en un raquitismo espiritual, aún no incurable por fortuna.

     El contacto con los conquistadores, la dureza de los encomenderos, y luego terribles epidemias que parecían destinadas a ellos especialmente, redujeron de algunos millones, durante el siglo XVI, la población indígena sometida.

     Los criollos, es decir, los españoles de América, formaron rápidamente la cepa de un grupo que había de constituir un elemento especial en la formación de la sociedad nueva; de él nació el grupo mexicano; pero él fue, al principio, levantisco, amigo de novedades, inquieto, expoliador implacable del indígena, y después que llegó hasta la conspiración y el deseo torpemente expresado de emanciparse de los nonarcas españoles, que desconocían su derecho sobre los pueblos aquistados por sus padres (conjuración llamada «de los hijos de Cortés»), fue poco a poco cayendo en la ociosidad, en los vicios (juego y lujo) y en la conformidad inactiva con todo. Sin embargo, nunca el criollo perdió esta convicción: el español, dueño de los países americanos por derecho de conquista (era entonces considerado como superior a los otros), es el criollo. Pero el criollo, como sus padres los conquistadores y primeros pobladores, es fiel a su rey, por eso le obedece, y al representante de su rey, al virrey, por eso lo respeta y lo adula. Pero es un aristócrata, un noble, tiene abuelos, un árbol genealógico, y desprecia al español recién llegado, que, o es un usurpador de los empleos que al criollo debían tocar por derecho y porque así lo dispusieron en el comienzo los reyes, o es un inferior, porque ni tiene la educación (buenos modales, amabilidad dulce del sometido, melosidad en el trato social con que la lengua y la pasibilidad eterna del indígena lo ha contaminado, influencia por ventura del clima, en extremo suave, tibio, acariciador) ni tiene la instrucción que el criollo, cuando es abogado o clérigo, llega a adquirir en los colegios, casi nunca visitados por el mercader, el minero, el labrador que de España viene.

     Este, al cabo, asciende a criollo en sus descendientes, y suele ennoblecerse comprando títulos al famélico tesoro español, y entra con los mismos rencores secretos, los mismos vicios y la misma cualidad de apego a la tierra, considerada tan España como la vieja España, que sus congéneres. El español que viene al empleo, y pasa, ése no echa raíces más que de desprecio y honda hostilidad. Frecuentemente procura enriquecerse y lo logra. El otro español es el eclesiástico; ése suele ser hombre de gran virtud, de gran ciencia teológica; ése es el amigo del criollo; ése lo levanta en la consideración social, en la amistad de la Iglesia, que de él recibe dones innumerables: en el colegio, en la universidad, en las obras de caridad a que le invita siempre, en los donativos al rey a que le impulsa con frecuencia.

     Uno de los primeros virreyes ordenó que se recogieran los hijos de españoles y de indígenas para darles la educación que debían tener: se trataba de infortunados. Esta fue la primera tentativa de agrupación de los mestizos, de la familia nueva, de la nacida de las dos razas, de los mexicanos. El marqués de Mancera (25º virrey) los describe ya como una parte importante de la población y los elogia, en el siglo siguiente al de la conquista. Esto prueba que crecieron lentamente, por el aislamiento sistemático de las dos razas; era la nacionalidad mexicana, que había de convertirse en nación aglutinándose al núcleo mestizo, como decían los virreyes; mexicano, como nosotros repetimos.