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El último libro de José Manuel Blecua

Guillermo Carnero





La personalidad del autor de Sobre el rigor poético en España y otros ensayos1 es de sobra conocida en el ámbito de la filología hispánica. No voy a ocuparme aquí de las aportaciones eruditas de José Manuel Blecua ni de su incansable y fecunda tarea de fijación y edición de textos clásicos hispánicos; tampoco de su labor de zahorí en archivos y colecciones documentales, de la que han salido tantas y tan definitivas precisiones sobre la génesis de nuestra literatura y sobre el proceso creador en muchos de nuestros clásicos, así como un enriquecimiento notable de nuestro conocimiento de su obra. Lo que sí debe ser destacado es que, junto al sacrificio y entrega que supone tan continua dedicación a la labor de poner en manos de los estudiosos de la literatura las materias primas fidedignas para futuros trabajos de investigación e interpretación, hay en José Manuel Blecua una segunda veta, quizá menos conocida que la primera: la de fino catador y gustador de la literatura. Y no sólo de la literatura del pasado, como sus actividades de erudito podrían hacer suponer, sino de la literatura viva. Una dedicación y una capacidad que le vienen de haber sido amigo y compañero de los poetas de la generación del 27, haber vivido su aventura personal y haber conocido desde dentro la génesis (titubeos, correcciones, versiones sucesivas) de muchas de sus obras maestras. De ese contacto directo con una poesía que, siendo ya clásica para lo que a la historia de la literatura se refiere, era a la vez una obra en marcha vivida desde dentro, ha resultado a Blecua esa -tan poco frecuente en nuestro país- sensibilidad bivalente hacia la literatura que es específicamente anglosajona, y desde la cual, a la vez que se investiga minuciosamente, con todos los rigores de la erudición, el significado de los textos, se goza y se aprecia (y se transmite a otros ese goce) la experiencia personal de lectura.

Con la particularidad de que de esa capacidad para ver con los ojos de la sabiduría la literatura viva (y la más reciente y joven literatura, a la que Blecua está hoy siempre atento) ha resultado idéntica capacidad para ver como algo vivo la gran literatura del pasado. Literatura que, si sólo puede comprenderse cabalmente desde la erudición y el conocimiento de la Historia, sólo puede gustarse por gracia de la sensibilidad. Una sensibilidad que los conocimientos potencian y no entorpecen.

Podría decirse que algunos de los trabajos recogidos en Sobre el rigor poético son ensayos, si la palabra no estuviera tan desprestigiada. Ensayo viene a ser sinónimo de intuición no perfilada, de afirmación aventurada, sin la solidez que sólo puede proporcionar una fundada ciencia. Pero sí podemos admitir la palabra, para el libro que nos ocupa, entendiéndola como un género literario donde voluntariamente se prescinde, para facilitar el acceso al lector, de la explicitación de un aparato científico que no deja de estar en todo momento presente en sus efectos y resultados. Sobre el rigor poético es un libro soberanamente claro en su exposición. Con la sencillez y la claridad de que sólo es capaz un maestro con todo su bagaje intelectual a cuestas. Porque sólo los que mucho saben son capaces de decir poco y lo preciso, de formular sintéticamente un punto de vista.

El libro se abre con una disquisición sobre el tópico de la improvisación en los escritores españoles. Blecua distingue el desdén de nuestros clásicos hacia la transmisión de su obra de la hipotética despreocupación hacia su confección. Son dos cosas muy diferentes, como si el escritor, despreciando las alharacas y la vanagloria, se hubiera encerrado, en un rasgo de autenticidad, a perfeccionar su trabajo ante el solo tribunal de su propia conciencia. Blecua explica cómo los grandes poetas españoles de todos los tiempos han querido retocar una y otra vez su obra, sin darse nunca por satisfechos, aunque -aquí está la distinción- no se hayan preocupado de su publicación. Y de paso censura Blecua otro de los tópicos corrientes en la historiografía medievalista: el del «ingenuo candor» de Berceo. No es sólo que Berceo tuviera una idea clara de la función de sus obras y del público al que iban dirigidas; no es sólo que pueda probarse, por la comparación de manuscritos, que retocó algunas de sus estrofas. Hoy sabemos que su personalidad de creador era mucho más compleja de lo que nos enseñaron. Acaso, si se presentan las pruebas suficientes, podamos admitir que escribió el Libro de Alexandre, lo que sería una auténtica revolución capaz de derribar las barreras que todavía se siguen admitiendo entre Mester de Clerecía y de Juglaría. Pero ya sabemos, gracias a la inacabable edición de sus Obras completas por Dutton, que Berceo escribía con finalidad de hacer propaganda en beneficio de los intereses devoto-pecuniarios de su monasterio. Lo mismo que las Mocedades de Rodrigo en relación a la diócesis de Palencia. Sigue Blecua aduciendo ejemplos de la omnipresente preocupación de los escritores españoles por la tarea de lima: Juan de Mena, La Celestina, Cervantes, Góngora, Quevedo, Juan Ramón, Jorge Guillén, Valle-lnclán... Y no olvidemos las deliciosas observaciones sobre la manía tipográfica de Fernando de Herrera.

Del estudio de los Tres libros de música, de Alonso Mudarra, impreso en 1546, concluye Blecua el falso esquematismo con que se nos explican las corrientes poéticas en la España de la primera mitad del siglo XVI, donde conviven la poesía italianizante, las fuentes clásicas e italianas, el influjo de la Biblia y la liturgia, la poesía «tradicional» de romances y villancicos y poetas medievales como Manrique, sin que haya saltos bruscos, sustituciones ni «reacciones» copernicanas.

Otro trabajo dedicado a la «Estructura de la crítica literaria en la Edad de Oro» plantea la indefinición de lo que ni siquiera puede llamarse propiamente un género, estudia sus diversas manifestaciones (prólogos, obras literarias mismas, parodias, sátiras) y la subordinación de la incipiente ciencia de la literatura al criterio moral, a la vez que el influjo de la opinión de los lectores en el proceso creador de obras como La Celestina. Al hecho de que el Quijote sea, además de una genial novela, un texto constantemente dedicado a discurrir sobre la literatura, se dedican algunas páginas certeras, lo mismo que a las Anotaciones de Herrera, a Ximénez Patón, a Gracián, Saavedra Fajardo...

Otro de los estudios recogidos lidia con la poco exacta y no menos tradicional división entre Culteranismo y Conceptismo en nuestra poesía del Siglo de Oro. Blecua señala la abundante presencia de elementos conceptistas en la obra de Góngora, desde su juventud, y cómo algunos de sus más agudos contemporáneos los detectaron también. No quiero dejar de señalar que en este breve trabajo, publicado por primera vez en 1961, Blecua, que siempre ha sabido dónde está la buena literatura, rompe una lanza en favor del gran poeta cordobés, que en pleno auge de la poesía llamada «social» andaba despreciado por no ser un «arma cargada de futuro».

Un breve comentario de pocas páginas sitúa el célebre soneto de Quevedo «Miré los muros...» no como una «terrible visión apocalíptica de un imperio que se desmorona», sino como feliz reencarnación poética de un viejo tópico literario: el de la caducidad de las obras humanas. Dos curiosos memoriales de libreros a Felipe IV, editados en el volumen que se comenta aquí, nos ayudan a echar una ojeada a la otra cara, tan poco conocida, de la vida literaria española clásica.

En el largo estudio sobre el estilo de Gracián se ilumina de modo preciso y sintético el complejo mundo espiritual del Barroco: desengaño, melancolía, elaboración extrema del pensamiento y el lenguaje. Se presenta El Criticón no como novela picaresca, cosa que no es, sino como obra moral deudora de la técnica y el concepto del mundo de la picaresca, y entretejida de abstracciones y alegorías en afinidad con Calderón. Blecua investiga el estilo intensivo de Gracián, el uso de la elipsis, la omisión de los verbos dicendi la parquedad en la adjetivación -resultado de una actitud pesimista y moralista ante el mundo como la que señaló Sobejano a propósito de la poesía medieval-, el neologismo, la actitud sentenciosa, la utilización y recreación modificada de refranes, el gusto por la expresión emblemática y cifrada bajo la que se propone una enseñanza o un aviso.

No podían faltar, en este apasionante viaje a través de la delicia y la incógnita de la literatura española, unas páginas dedicadas a la poesía contemporánea. Tenemos así un estudio sobre la temática de Pedro Salinas y su reelaboración del más viejo tópico literario, el tema del amor; otro sobre Jorge Guillén y un tercero sobre Ildefonso Manuel Gil.

Que la poesía no se puede comprender sin que el goce guíe la indagación científica, al tiempo que el goce de la poesía del pasado no es posible sin ciencia, es una de las verdades, fundamentales para el estudioso de la literatura. De su fecunda aplicación tenemos, en Sobre el rigor poético, un excelente ejemplo.





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