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El paseante y otras apariciones


Enrique Cerdán Tato



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Breve historia de búsquedas

Al iniciar la relectura de los cuentos de Cerdán Tato, me surgió una reflexión motivada por todo un conjunto de recuerdos que pueden, quizá, delimitar el marco social del tipo de escritor y del tipo de literatura, ante el que estamos. Serviría la denominación «de provincias», para testimoniar, al margen de la geografía y el tiempo concretos, una situación que ha sido paradigmática, en la España que conozco. Enrique Cerdán Tato comienza a escribir en y desde la ciudad de Alicante. Por entonces, impartía clases de literatura y trabajaba en los periódicos. Muy pronto, su actividad literaria la complementará con una inquietud cultural y social que lo vincula a un grupo de jóvenes intelectuales. Pero su actividad en tanto en cuanto escritor se verá tamizada por una doble servidumbre -que es, por otra parte, una doble libertad- y que se manifiesta en la progresiva desconfianza que hacia él mostrarán los detentadores del poder cultural próximo -si es que por aquella época hubo algún poder que pueda ser llamado cultural- y también por su alejamiento de los grandes centros editoriales y de la cultura. Estamos en la década de los cincuenta.

Creo que es este el espacio que hace paradigmática la actitud del escritor, en cuanto coincide con la de otros   -8-   muchos escritores de aquellos años y en parecidas circunstancias. No faltaron reseñas y críticas elogiosas, pero sí faltó la voluntad de poner en un mismo plano de posibilidades la actividad de un autor que, por un lado, se hacía incómodo, y, por otro, se expresaba en ámbitos reducidos y nada propicios.

Pues bien, esa aludida doble servidumbre/libertad condicionaba y, al mismo tiempo, dinamizaba su quehacer literario y humano: hay una búsqueda ávida, un permanente empaparse de cuanto consigue, en una sorpresa continua que tiene sus jalones (que se llaman, por ejemplo, Kafka, Sartre, Camus, Joyce, Pavese, Moravia, Faulkner, Hemingway), dispuestos en un terreno inestable y que paulatinamente moverá, en este y en otros casos, al intelectual a convertirse en militante de la cultura, como consecuencia del continuo choque con una realidad poco o nada asequible, y a convertirse igualmente, y me refiero, en concreto y aquí, a Cerdán Tato, en militante democrático.

Durante la última parte de aquella primera época, Enrique Cerdán Tato se dejó en el tintero siete años sin narrativa, aunque escribió, sin embargo, un importante libro-testimonio, La Lucha por la democracia en Alicante (Madrid, Ed. Casa de Campo, 1977). Se dejó también, probablemente, algunas ilusiones.

Pero en 1982, Cerdán Tato reaparece con dos novelas sobre las que ya tuve ocasión de señalar su importancia narrativa1. Al comentar Los ahorcados del cuarto menguante (Barcelona, Laia, 1982) y El mensajero de los últimos días (Madrid, Cátedra, 1982), apunté cómo el escritor -tras un largo paréntesis de silencio- había recuperado el pulso estilístico, anunciado en 1975 con Todos los enanos del mundo (Madrid, Júcar, reeditada en Barcelona, Laia, 1981). Y lo había recuperado, después de un período durante el cual no había escrito creación   -9-   por su actividad periodística y política, pero que había sido, sin duda, un tiempo para la reflexión y sedimentación de todas las tensiones de estilo patentes en su producción anterior. Si ya eran ejemplos válidos las novelas El Tiempo prometido y La primera piedra (Madrid, Alfaguara, 1966), Cazar ballenas en los charcos bajo la luz cenital (Madrid, Helios,1922) o, sobre todo, la ya citada Todos los enanos del mundo, es a partir de las últimas obras donde se puede afirmar que el escritor ha llegado rotundamente a la novela, con todas las implicaciones de dominio del lenguaje y de la técnica, y con la capacidad de proponer y asumir un estilo, de desarrollar un interés en el lector, que ese llegar significa.

Pero al lado de sus novelas, tiene Enrique Cerdán Tato una considerable producción de cuentos aparecidos en diferentes revistas («Papeles de Son Armadans», «Cuadernos Hispanoamericanos», «La Estafeta Literaria», etc.), particular y mayoritariamente durante los años cincuenta y sesenta. Sus cuentos y novelas cortas presentan hoy un interés que se concreta, en primer lugar, en el valor autónomo de cada uno, valor destacado por la crítica, desde hace años2, y por el hecho de que se encuentran en los orígenes de un escritor que verifica un tránsito desde la narrativa breve, a una producción novelística densa y compleja. Por supuesto, no contrapongo el valor del cuento al de la novela, sino que destaco la condición de un autor que escribe cuentos y plantea, en algunos de   -10-   ellos, génesis directas de novelas y, en todo caso, pistas seguras de una maduración estilística.

El primer caso, un cuento que genera directamente una novela corta es Lucha en el valle que constituyó la base de El tiempo prometido, por la que Cerdán Tato obtuvo el premio Guipúzcoa de novela, en 1964. La lectura de los dos materiales demuestra una coherencia entre la estructura breve y su desarrollo, por ampliación del núcleo inicial, en novela.

El segundo caso, mucho más interesante, está en el carácter de núcleos narrativos que la cuentística de Cerdán Tato ofrece y que entraña una investigación de formas que pone en pie el segundo período del escritor. Y así tendríamos en El paseante, que cierra esta edición, la clave de algunos aspectos de la escritura desarrollada en Los ahorcados del cuarto menguante y El mensajero de los últimos días. Porque, efectivamente, la metáfora social de El paseante anuncia un estilo posterior en el que el tiempo narrativo, su forma, la recreación documental de episodios (como el atestado en el que se pormenoriza el ritual del paseante), la aparición de imprevistos y rotundos golpes de humor, revelan estructuras que se concretarán ampliamente ya, en las novelas últimas.

A través del ejemplo de El paseante observamos también otras características del escritor. Es un cuento que nace del gozo de descubrir y proclamar que las actuaciones gratuitas de cierto individuo, su simple deambular por una ciudad sin objetivos, examinando edificios antiguos o los propios zapatos o saludando con un «buenas noches, amigo» a los demás, puede conmocionar los cimientos de un orden frenético y lógico de toda una sociedad. El mundo organizado de Cerdán Tato no es el de «1984» de Orwell ni el de «Fahrenheit 451», de Bradbury. El enemigo ahora es el ocio o la actividad gratuita. No puede haber nada más peligroso que un sujeto que camine tan sólo a un kilómetro por hora. Un mariscal valleinclanesco será el encargado de solucionar también esta amenaza. Y hay que hablar, a partir de aquí, de una concepción diferente del realismo. El realismo de Cerdán Tato es metáfora, es humor, es sorpresa, hasta conducirnos   -11-   al convencimiento de que los paseantes ociosos, efectivamente, podemos llegar a resolvernos en un peligro social.

El tema del realismo nos lleva a una reflexión, de nuevo, sobre el problema que señalábamos al principio del aislamiento de los grandes centros de producción y dirección de la cultura. Aislamiento que conlleva, junto a la desventaja de las resistencias a la lectura, la ventaja de recorrer en soledad el camino que pone en pie la propia obra. Y esto, en ocasiones, esteriliza, pero en otras, densifica. Se trata de un problema de voluntad y conocimiento. Y aquí ha pasado lo segundo, aquí se ha generado un espacio de originalidad que se puede reconocer, por ejemplo, el abordar esta narrativa en relación con las corrientes de la época en la que surge. Si en los años cincuenta se hacía, sobre todo, realismo social, en el ámbito de la nueva literatura, Cerdán Tato, introducido y actuante asimismo en tal dirección, no se define totalmente por ella y resulta atípico, en muchos ejemplos. La preocupación existencial aparece y dura como preocupación central, aunque fundiéndose con vislumbres de sociedad, si bien no es ésta la que entrega la óptica determinante, ni, mucho menos, la óptica exclusiva. El realismo de Cerdán Tato es un conjunto de variantes en la visión del hombre: sus angustias, sus temores, su aventura, su pesadumbre. Sus modelos narrativos se aproximan más a una literatura como la de Martín Santos, en coincidencia en años de elaboración, que a la específica de nuestros narradores sociales.

El tema recurrente de una parte importante de sus cuentos es la situación esencial de desconcierto y búsqueda, en la que se mueven los personajes quienes testimonian, a veces, una inmovilidad aniquiladora en el terreno social, y para los que las posibilidades de salvación están en todo aquello que se dirige hacia alguna parte, aunque se desconozca su destino: trenes como el de «El Pellicoco» («aquellos grandes trenes que veía cruzar su camino y que nunca lograba comprender a dónde se dirigían») o en «Inútil caballo de noche» («Y se preguntó de nuevo dónde iría aquella recua de vagones y qué harían y quiénes serían   -12-   aquellas gentes. Y siguió agitando las manos, hasta que el tren fue sólo un punto negro y desolador»). Los dos personajes de estos ejemplos son personajes socialmente asediados por el entorno en que viven. Necesitan, a todo trance, huir, salvarse.

La huida es el tema central de Un agujero en la luz, obra que, más de veinte años después, transmite una capacidad narrativa en extensión, repleta de posibilidades que el tiempo había de confirmar. Estamos ante un cuento o novela corta o lo que sea, capaz de levantar un personaje y una situación que, como reconoció la crítica de entonces, llegaban a interesarnos desde las primeras páginas. Bien es cierto que constituye un homenaje, diríamos, kafkiano, a un espacio narrativo, en el que la dificultad para entender el sentido de la acción es la clave que provoca el interés. La doble peregrinación del personaje, en ese barco que carece de destino, y en sus inmensos y oscuros pasillos, buscando una claridad a su presencia, puede ser leída en la tipología de El proceso, de Kafka. Pero la sabiduría narrativa de Cerdán Tato es la que origina que no sea exactamente el personaje el que busca su destino o el sentido de la acción, sino el propio lector, inquieto por el ambiente enrarecido del polizón camarero, las partidas de ajedrez con el señor Alfil o el erotismo decadente y feroz de madame Boquilla, contrapunteados todos por la silenciosa compañera del personaje. Y la metáfora narrativa de la isla ansiada y salvífica resuelve en aniquilación la dureza del silencio que rodea a los protagonistas -el silencio es la mejor creación estilística de la obra-. Cuando el personaje está cumpliendo su destino -memorables mezclas del pasado con la acción actual, del padre que lo expulsó al mundo, para que, al regreso, le hablara de sus luchas y de sus muertes, con la peregrinación en la nada- contemplamos nosotros que las islas remotas son ciertamente aniquilación final, como si la fábula hubiera querido romper y desterrar toda metáfora de salvación.

La huida testimonia después un extravío y esto es también una constante temática que da unidad a la obra: «Y ahora ya estoy convencido de que andamos extraviados»   -13-   («Así en la tierra»), o toda la construcción de Un viaje largo y esperanzador o El lugar más lejano o en el mundo de confusiones de Torre de Babel, octavo izquierda, en el que la única posibilidad de clarificación de un relato compulsivo, en el que se comunican espacios históricos con cotidianos, está en el amor, identificado con una pérdida o un proceso imposible: «Te buscaba, te he de buscar, te busco, pero ya no sé qué hacer, no sé por dónde iniciar la búsqueda [...] Pero si aún te encuentro, si aún nos encontramos y hacemos el amor sobre la gran, sobre la vasta alfombra de pelo verde de zafiro de esperanza, podremos salvarnos».

Los personajes que ansían el en otro lugar obtienen a cambio el extravío, que deviene fracaso de la búsqueda. Una tentación crítica inmediata es hablar del «cuento maravilloso» de partida, búsqueda y viaje, en base a Propp, por ejemplo (hace tiempo, advertí la coincidencia, en el terreno de la antropología cultural, de determinadas estructuras de las obras de Cerdán Tato: el bosque cercante de «Todos los enanos del mundo» o el caimán de humo engullidor de «Los ahorcados del cuarto menguante», con narraciones de las estudiadas por Vladimir Propp3. Pero la búsqueda es aquí, precisamente, la que se desarrolla en un mundo no maravilloso, aunque quepan a veces los mitos, como metáforas de una situación real que el narrador conoce bien y quiere definir, conscientemente, por medio de sus creaciones: véase «La raíz», en la que el hombre que va a ser trasladado al en otra parte, mediando la compra de su propiedad, plantea, a través del amor de un campesino por su campo, la fusión imaginativa, telúrica y angustiosa, del hombre con la tierra. La solución mítica -e1 hombre transformado en raíz- resuelve, en el plano de lo «maravilloso», el imposible desenlace positivo. A veces, sólo los mitos pueden solucionar la realidad, confirmando, al determinarla, una parte de su análisis.

Se deben de leer estas narraciones, en definitiva, como un conjunto de búsquedas: búsqueda del hombre,   -14-   de la sociedad, de la vida, de la cultura; búsqueda también de la novela y búsqueda, por último, del lenguaje, que ha sido un camino lleno de esfuerzos. Sobre las últimas novelas, comentábamos cómo el lenguaje se nos enriquecía de eficacia y de belleza, se nos enriquecía de lenguaje. Ha habido un trabajo serio y riguroso, y una voluntad de estilo que Cerdán Tato siempre se planteó como un gran reto. Esta muestra de sus narraciones breves es, pues, un testimonio de sus aciertos.

José Carlos Rovira





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Un agujero en la luz

(Premio Gabriel Miró, 1957)


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Primera parte


I

¡Qué solos están los muelles a estas horas! ¡Y qué tristeza se despliega de las grúas! ¿Verdad? Claro que nosotros ya estamos a bordo. Sí, ya estamos. Y ahora, a esperar, a esperar. Cuántas veces nos lo hemos preguntado durante la marcha, casi de reojo, con cierta inevitable pavidez. ¡Y aun nos parecía largo el camino! El zurrón al hombro y oliendo a sudor de muchos soles, ¿recuerdas?

Bueno, pues ahora ya estamos en casa, como quien dice. Y ahí, al lado mismo, el mar. Tenías ganas de verlo, ¿eh? Yo, también. Te lo digo ahora que ya estamos a bordo, ahora que mi fatiga no importa, ni mis temores, ni si quiera mi punzada en el pecho, junto al corazón. Porque no me duele el pecho, ni la garganta, ni los pies. No me duele nada, en absoluto. Nada.

Ella abandona la cabeza en mi hombro. Es un ademán muy suyo. Y me gusta. Su langor, su menudencia súbita, hace que me considere más necesario, que me trepe, piernas arriba, una pujanza caliente.

En su mirada late una pregunta. Estoy seguro, sí. Estoy seguro.

Se tranquiliza. O me lo parece a mí. No estoy seguro de nada, la verdad. Pero no puedo decirle otra cosa.

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Ha sido una buena compañera a lo largo de la andadura. Ni una queja. Ni un reproche. Ni un lamento. Sólo, de vez en cuando, se detenía para beber o para tomar un bocado o para orinar. Me alcanzaba en seguida. Corría de puntillas, como quien pretende evadir un castigo. A mi lado, procuraba pasar inadvertida, distante, casi ausente.

Bueno, ahora ya estamos a bordo. A bordo de un navío enigmático. Y esperamos que alguien nos pregunte, que alguien nos indique a dónde hay que ir, qué debemos hacer. Pero la cubierta se mantiene como insobornable: silenciosa y fúlgida. Tengo, no obstante, la vaga, la imprecisa sensación de que alguien -ese alguien tan anhelado- nos espía, incluso ausculta nuestra respiración. Me parece una actitud muy laudable y cautelosa. El modo de respirar dice mucho de una persona: si está fatigada o si es honesta o fementida o si sufre de asma, por ejemplo.

Ella ha cerrado los ojos. Tendrá sueño, claro. Es que hace muchos, pero muchos días que no dormimos como cristianos. Y luego, eso de andar y venga a andar, rinde a cualquiera. Ella respira hondo. Es la suya, una respiración exacta, de ritmo cabal, saludable. Sí, a nuestro espía le tiene que agradar su respiración.

Ella es pequeña, rubia. Ella sabe lo del silencio y todo lo demás. Sabe también lo que yo sé. Ella llegó tranquilamente y me pidió que le dejase un poco de camino, para compartirlo conmigo. Y lo compartió. Y aún lo comparte. Y continuará compartiéndolo. Ella calla cuando yo callo y cuando yo hablo. Por eso, y por otras muchas más cosas, ella vendrá hasta el final. O yo no iré.

De pronto, se acerca un hombre. Casi resulta extraño, inverosímil, verlo avanzar por cubierta.

-El pasaje, por favor.

¿Oíste? Parece como si la voz surgiese de la misma bodega.

-¿Pasaje?

Es una evasiva de emergencia, por supuesto. Porque sé muy bien qué es lo que quiere.

El marinero permanece erguido, inalterable, serio. No contesta. Simplemente, me mira.

-Verá usted -le digo, desmadejado-, en la   -19-   agencia nos comunicaron que aquí, en el barco, podríamos conseguirlos.

-¿En la agencia?... ¿En qué agencia?

Su ignorancia me molesta. Un tanto desabrido, respondo:

-¿En qué agencia ha de ser?... En la misma donde se despachan los pasajes para este crucero, buen hombre.

Sonríe. ¿Sonríe? Tal vez se le ha resquebrajado el gesto.

-Creo que no me ha comprendido usted, señor.

-¿Que no le he comprendido?... Pero, ¿a qué se refiere?

-Me temo que...

Emite un susurro apenas perceptible. Me solivianta el secreteo.

-Mire usted, amigo, lo que yo quiero es hablar con cualquiera de sus superiores.

Primero, duda. Luego, hace un gesto afirmativo.

-Espere un instante, señor.

Otra vez solos. ¿Que qué me ha parecido? ¡Bah! Un pobre marinero acostumbrado tan sólo a tratar con individuos de su laya. Probablemente, estará borracho. Hasta olía a ron, ¿no te has dado cuenta?

Pero qué triste está hoy el mar. Y el muelle, qué opaco. También en estas ciudades del litoral hay tristura. O es que la llevamos ya dentro, demasiado dentro, demasiado apretada.

Ella me contempla de soslayo. Creo que le traen sin cuidado mis asuntos. Siempre ha sido así. Desde que nos encontramos. Le gusta estar cerca y escuchar mi latido.

¡Qué solos! Frente a frente, los dos. Sucios de polvo y de barro. Llevamos muchas historias en las suelas de las sandalias. Y porque nos pesan, quisiéramos descalzarnos con urgencia. ¿Y la ropa interior? Huele a sudor agrio y a tomillo. ¡Qué cosas! Debió de ser aquella noche inicial que nos acostamos a la intemperie. Hacía frío, mucho frío, y si no llega el pastor a tiempo, lo hubiéramos pasado mal.

Ahora, retorna, grave, el marinero.

-Bien. Parece que todo está resuelto, señor.

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-Así, pues, ¿veremos a sus superiores?

-No, no hace falta.

-¿Y el pasaje?

-Olvide eso, señor.

-Entonces...

Se ha hecho un silencio sólido. Casi invulnerable.

-¿Lleva valija?

Claro que llevamos valija: dos kilos, quizá tres, de ropa sucia y un deseo que se nos espesa por minutos; y todo eso que dejamos atrás: restos de fuegos y restos de recuerdos.

Pero sería inútil hacérselo comprender. El tripulante es un solemne zote. Y de otra parte, son cosas que no le incumben, en absoluto. Por eso, como toda réplica, me limito a gruñir.

Mientras, el mar supera los escollos. Lejos, ladra un perro. Y nosotros nos acurrucamos, ante la obstinación del marinero, en una sola sombra.



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II

Suena el silbato y todo adquiere un ritmo vertiginoso: surgen hombres y más hombres. Corren, de uno a otro lado. Gritan. Gesticulan. Chirrían los cabrestantes y se advierte el bocado del ancla, su ascenso cachazudo y su definitivo ajuste en el escobén. Simultáneamente, las máquinas han iniciado su sordo latido -pla, pla, pla, pla- remiso en principio. Aceleran las pulsaciones cardíacas y nos sentimos como parte íntima de la nave. Vibramos con ella. Al mismo compás.

Chapotean las gruesas maromas, ajenas ya al muelle y pronto se ciñen a sus respectivos emplazamientos. Libre de ligaduras, el barco lanza un áspero crujido longitudinal. Se aleja, hendiendo, violento y potente, la masa líquida.

Como quiera que nos ha cogido un tanto de improviso, no podemos evitar un cierto escalofrío. El marinero sonríe, de nuevo.

-No ocurre nada, señor. No ocurre nada. Sin más, da media vuelta y se marcha.

Es entonces cuando salgo de mi estupor. Aún ignoramos dónde debemos ir. Aún no sabemos qué hacer. Este hombre es nuestro único asidero. Voy tras él.

-¡Eh!... Usted, sí. Espere, espere un momento. Lo detengo antes de que desaparezca por una escotilla.

-¿Qué se le ofrece?

-No nos ha dicho cuál es nuestro camarote.

-¿Su camarote?

-Naturalmente, nuestro camarote. No pensará que pasemos la noche aquí, al aire libre.

Se queda como perplejo y azorado.

-No, desde luego que no -titubea, antes de agregar:- Pero busque, busque usted mismo, señor. No resulta nada difícil, nada, se lo aseguro.

Y de un salto, desaparece por la boca de la escotilla.

Desalentado, grito:

-Pero, ¿qué número es?

Y me llega su voz -¿o son muchas voces?-, rebotando por los mamparos, entre ecos metálicos y secas explosiones,   -22-   pero la cifra se dispersa y sólo consigo un dos negligente y fugaz. Oscurece. La cubierta ha recuperado su más prístina soledad.

En fin, lo siento por ella. Sólo nos resta aguardar aquí, hasta que alguien -ese alguien tan esperado- nos conduzca a nuestro alojamiento. Por de pronto, nos cobijamos al amparo de un bote salvavidas. Y así, pasamos la noche. Una noche desapacible, nubosa. He intentado inútilmente barruntar la Osa Mayor, entre el paso intermitente y casi ingrávido, de las bardas.

El sol parece un huevo frito. Sé que es un tópico. Pero lo parece, de verdad. Tanto que hasta dan ganas de comérselo. Con el alba, se levanta un aire fresco. Ella se me duerme en el pecho y percibo su hálito que apesta a estómago vacío.

Por lo demás, el mar está de fiesta. Saltan los delfines a nuestro alrededor y cruzan la proa, en un puro juego. Sus saltos son largos, alegres, distendidos. El sol, mientras, se les han subido por el lomo.

Ya es hora de hacer algo, de tomar determinaciones. Ella se despereza, con voluptuosidad. A veces, tiene actitudes felinas, como ahora.

Andamos un buen trecho. El barco apenas cabecea. Pero percibimos bajo nuestros pies algo parecido a una gelatina mórbida. El alcázar es enorme. Se alza varios pisos por sobre nuestras cabezas. Lo circunvalamos, siempre buscando una entrada, una solución. Y finalmente, logramos nuestro objetivo.

La puerta no entraña dificultad alguna. Penetramos. Descendemos por una escalera alfombrada, leve. Los pasos se diluyen en un apagado rumor. La escalera se remanza en una amplia cámara. De ella arrancan dos corredores profusamente iluminados. Elegimos uno, al azar. Todo tiene, en este singular navío, una pauta suberosa. Nos movemos imperceptiblemente. Nuestras palabras y nuestros jadeos se pierden en el silencio. Por otra parte, la longitud del pasillo, la simétrica disposición de los fanales, la alfombra verdusca y como intacta, invita a la quietud. Y eso parece: que no andamos, que permanecemos en el mismo lugar. Pero nos consta el engaño. Sin duda, es   -23-   debido a la fatiga, el sopor, al hambre, al asombro, a la angustia.

Por último, el pasillo experimenta una desviación. Acogemos la novedad con júbilo: una sonrisa que cuelga de los labios y los dilata forzadamente. Pero estamos extenuados y nos dejamos caer en el suelo. Ella se adormece de nuevo. Duerme con el mismo gesto de costumbre. La examino con curiosidad. Después, la beso.

Y sin embargo, hay que proseguir. La despierto. Miro el reloj: las doce y cuarto. Hace ya varias horas que recorremos esta galería. Se me ocurre que tal vez hayamos elegido una dirección falsa, un camino vedado, inutilizado, infinito. Pero desecho tal conjetura. De ser así, no estaría, como está, el pasillo tan iluminado y pulcro. Lo mejor, no aventurar cábalas ni vaticinios. Y si todavía no hemos tropezado con nadie es porque cada cual tiene un cometido que cumplir, y a estas horas resulta muy natural que lo hagan.

De repente, nos alcanza una luz viva, prometedora. Aceleramos el paso. Poco después arribamos a una estancia confortable y espaciosa. El mobiliario lo constituyen varias mesas y silloncitos tapizados de azul turquesa y hábilmente distribuidos. Al fondo, un bar con estilizados taburetes. El barman, de espaldas a nosotros, limpia las copas. Un suspiro nos reintegra a lo real. Pienso, de forma instintiva, en una buena jarra de cerveza y en un bocadillo de carne caliente. Nos precipitamos hacia la barra.

El hombre se vuelve, cuando ya estamos muy cerca. Adopta, al vemos, una actitud servil, asaz correcta, y una sonrisa cómoda.

-¿En qué puedo complacer al señor?

Y al ritmo de su voz tan cálida, tan aparatosamente cálida, se desmayan mis sospechas, se disipan en un bálsamo reciente.

-Quisiéramos... -pero me callo, sin saber muy bien por qué. Resulta costoso iniciar una conversación tan de repente.

Él adivina mi indecisión. Y se inclina, zalamero, copioso en su cortesía, ampliando la sonrisa, amanerando el gesto.

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-¿Decía el señor?

-Yo... -balbuceo- Quisiera... Quisiera ver al capitán de la nave. O a cualquier oficial.

-¿Al capitán? -en la pregunta percibo un gran desencanto.

El barman lanza una mirada tangencial al mundo opalino que se remansa en los frascos.

Pero insisto. Monocorde. Contumaz.

-Tengo necesidad de verlo.

- Lo he oído, señor.

El silencio se polariza entre ambos. Y lo rompo con violencia, cansado de tanto misterio.

-Pero, ¿por qué no dice nada?

-¿Y qué debo decir, señor?

Ha alzado sus ojos por unos instantes. Pero los reintegra a una posición humillada. Tirita dentro del impoluto mandil.

-Discúlpeme, señor. No es asunto de mi incumbencia saber dónde se halla el capitán.

Comprendo sus razones. Creo que he estado demasiado brusco con él. Por eso dulcifico la pregunta, la susurro casi.

-Pero, ¿no habrá inconveniente en que lo visite?... ¿O qué opina usted?

Y se desmorona, se produce un inesperado desequilibrio. El hombre llora y gime incoherencias, habla a trompicones, me asegura que él nada tiene que ver con todo aquello, que es sólo un pobre diablo, un simple empleado.

Estoy confuso y algo avergonzado de mi conducta. No sé cómo reaccionar. Palmoteo sus espaldas, casi paternalmente. Me justifico como buenamente puedo.

Mientras, él moquitea, hipa, se ovilla. Y no puedo impedir que, en un arrebato, me tome la mano y me la bese. Parece calmarse. Le dejo hacer. Al final de la escena, señala una puerta.

-Es por ahí, señor. Estoy seguro de que es por ahí.

No espero más. Salimos, sin acordarnos de los viejos propósitos de una buena comida. Siento, entonces, la dulce presión de sus dedos en mi hombro. La miro. Me mira,   -25-   con una sonrisa. ¡Qué necio! Con la peripecia casi la había olvidado. Pero sólo un minuto, lo juro. Ella siempre calla.



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III

Descendemos por una escalera similar a la de esta mañana. Tal vez, un poco más estricta, ligeramente más estricta. Luego, un salón del que arrancan varios pasadizos.

Anduvimos en silencio durante algunas horas más. Poco, muy poco tenemos que decirnos. El diálogo se marchita, caduco e inoperante. Entre nosotros, todo se reduce a un intercambio de presiones, de leves contactos, de leves guiños.

Como ella comienza a manifestar síntomas de cansancio, me invento una dirección útil. Es preferible antes de que sobrevenga el derrumbe. Camino de prisa. Detrás, siempre detrás, sus pasos casi inaudibles, pero permanentes.

Me viene a la memoria un viaje que realicé siendo aún niño, un viaje también marítimo. Iba con mi padre y apenas hollamos los baos de cubierta, todo fueron deferencias y atenciones, para con nosotros. Con bien organizada solicitud, un subordinado nos condujo hasta nuestro pequeño camarote, ofreciéndonos consejos y explicaciones.

Sí, recuerdo que era aquel un provecto vapor mixto de tres mil y pico toneladas. Transportaba tomates y plátanos, principalmente. Y por todo el ámbito, se expandía una fragancia tropical, un grato frescor. El pasaje lo constituíamos un matrimonio francés, con su hija Monique; una joven viuda alemana; un sacerdote que marchaba a su destino, con objeto de operarse de cataratas; varios pescadores, supervivientes de un naufragio; y nosotros. La simpatía, la cordialidad más íntima, circulaba entre pasajeros y tripulantes. Eran personas amigas de la plática, de la carcajada abierta, del café, de la partida de naipes. Los dos personajes, porque personajes se me figuraron en todo momento, que más me impresionaron -impresión que todavía perdura en mí con pujanza- fueron la teutona y el clérigo. Este, por su deficiente visión, fue, quizá, el único que no reparó en la viuda.

Son estos recuerdos que se engarbullan ahora, algo   -27-   desvaídos, como cogidos por los pelos, para contrastar, con esta travesía, aquel valetudinario y primer viaje náutico. La diferencia entre ambos resulta palmaria. Aquí y en este preciso instante, parece que la proporcionalidad -el concepto de lo cabal, de lo justo- se halla desmentida, arruinada.

No puedo reprimir un escalofrío de estupor y me consuelo pensando en que las cosas, quiéranlo o no, han de volver a su cauce.

Pero el pasillo es tan dilatado, tan dilatado, que los recuerdos vuelven a puntuar la continuidad de los hechos. Y en esta ocasión, parece que más ordenados, más asequibles.

-Hijo, ya es hora de que empieces a vivir -mi padre me rodeó los hombros con su poderoso brazo-. Cada uno debemos procurarnos un lugar, nuestro lugar, ¿comprendes? No para ganar el pan, que el pan no vale gran cosa, si no para ganarnos a nosotros mismos. Mira, un buen consejo: ahorra sudor. Si lo dispendias, olerás mal. Y el mal olor ha sido origen de muchas calamidades. Derrocha inteligencia, eso, claro está, si la tienes. Y procura que te produzca el mil por uno. Pero si no tienes inteligencia, no merece la pena que te aconseje.

Me producía naúseas su vanidad. Pero mi padre siempre ha sido así de engreído. Fui a decir algo, pero me lo impidió.

-Nunca concedas prioridad alguna a la vejez. Los ancianitos venerables constituyen un grave peligro para la juventud, una carrera siempre malograda y pútrida. Tampoco respetes a las mujeres. Las mujeres son fuente de estulticia, de... Hijo, ¿me escuchas?

Asentí. Le escuchaba, en efecto, pero sin comprenderlo, en absoluto. Estábamos en pleno campo. Entre olivos y viñedos. Nunca he logrado saber por qué y cómo llegamos allí.

-Bueno, muchacho, como das muestras de haber asimilado mis palabras, ya puedes partir. Ahí, tienes el camino. Es ancho, ¿te fijas? Muy ancho, tal vez, demasiado ancho. Pero sáltatelo a la torera, no le prestes atención. En serio, hijo, es preferible caminar campo a través.

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Me encontraba confuso, con aquella inesperada propuesta.

-Pero, ¿ahora mismo?

-¿Y cuándo si no? El tiempo no es oro, la lucha, sí. Lucha pronto, lucha desesperadamente. Y, oye, si regresas alguna vez, que sea para hablarme de tus muertes, de tu lucha.

Perplejo y hasta aterrado, intuí su irrevocable decisión. No podía hacer otra cosa más que recurrir a argumentos de tipo sentimental.

-Pero... Bueno, quisiera... quisiera despedirme de madre.

-No te preocupes de nimiedades. Además, yo lo haré por ti. Las mujeres son propicias al drama y al lloriqueo.

-El equipaje...

De su bolsillo, sacó un reducido envoltorio.

-Soy un hombre previsor, hijo. Toma, aquí tienes cuanto puede serte útil.

Abrí el paquete: una muda interior, unas sandalias y varios pares de calcetines de lana.

(Un pastor silba en la alcarria. Con su honda acierta a una cabra indócil. El animal herido corretea hasta reintegrarse al rebaño. El pastor continúa como si tal cosa).

-Los aviones no hacen más que sobrevolar el mundo.

Dije que sí.

-El mundo, hijo, es la universidad de los pobres.

Dije que sí.

-Y tú eres pobre.

Por tercera vez, dije que sí.

-¡Hala! A ganártelas como puedas. Yo regreso a casa. Hace frío y tengo sueño.

Y la tarde se convirtió en una bola densa, como el plomo. Y los olivos y los viñedos. Y mi padre que se iba, con sus espaldas anchas, muy anchas, tal vez, demasiado anchas. Y el cabrerizo y el hato. Todo, absolutamente todo, como una bola espesa que se me divulgaba por los ojos.

Después, días y más días de camino. Extraño a mí mismo, ignorante y zampatortas, por esas tierras de Dios,   -29-   exhibiendo no sé qué mirada a bovino, por villorrios y aramios.

Más tarde, la encontré a ella y todo cambió. Tenía un propósito, un objeto determinado. ¡Y ella sólo me miraba! Sólo eso.

Juntos ya, concebimos este crucero. Y anduvimos raudos, campo a través -como afirmara mi padre-, para llegar en buena hora. Durante la marcha, pensaba en cosas muy diversas, incluso disparatadas. Pero la promesa de este viaje, me restituía a la realidad. Y la realidad era un sudor pegajoso, una tierra árida y un puerto remoto que sólo vislumbrábamos en la esperanza.

Sin embargo, frente a la destemplanza de estas galerías, frente a la albura, monda y casi descarada, de estos mamparos, siento que he cometido un tremendo error. Pero ya es tarde para lamentarse. Percibo el líquido cosquilleo en la carena del buque y en nuestros propios pies. El agua late bajo nosotros y su latido llega acompasado, profundo, insobornable. No, no hay remedio.

En el fondo del pasillo, se yergue la silueta de un hombre.





  -30-  
Segunda parte


I

-Será porque tiene un carcajada siempre a punto o, quizá, por que gusta de la buena mesa. No sé, pero es la única pieza que me agrada. Con frecuencia, me recuerda también a un hombre obeso y torvo. O a un joven recién afeitado, como esos que aparecen en los periódicos anunciando tal o cual jabón.

Lanza una ojeada al tablero. Sesenta y cuatro cuadrados, la mitad, negros, la mitad, blancos. Las piezas componen un caprichoso dibujo.

-¿Ve? Un rey. Sí, tuve un amigo anarquista, un dinamitero profesional que jugaba muy bien al ajedrez. El rey es tardo, demasiado noble. Siempre combate de frente. ¡Zarandajas!, digo yo. El alfil resulta más práctico. Corre en todas direcciones y hiere de costado, al menor descuido. Lo verdaderamente magnífico es su sentido del humor. Nunca lo pierde. Aun en los momentos de mayor dificultad, su sonrisa no se extingue -una pausa. Maniobra en el tablero y me zampa un inocente peón-. Siempre lo afirmo: el rey simboliza la caballerosidad; pero el alfil es la nueva era. Para mí, un legítimo heredero del maquiavelismo.

Me ha ganado la partida en un santiamén. Ya es la   -31-   tercera. Y tan sólo con los alfiles. Claro que yo soy un pésimo jugador, lo reconozco.

Apenas sé quién es mi adversario, ni siquiera su nombre. Aquí, se le llama señor Alfil.

-Aprendí a jugar cuando todavía era muy niño y he ganado una fortuna. Mi padre me instruyó en este arte, me enseñó las combinaciones más contundentes, los movimientos precisos, la táctica más desconcertante. Poco tiempo después, le gané a él. Son gajes del oficio, le dije. Y como era un hombre juicioso, se retiró definitivamente. Había entendido la lección. Y es que él concedía mucha importancia a los peones. Y, mire usted lo que son las cosas, por eso mismo, los obreros de mis fábricas están obligados a pasar hambre. Lo hago por su propio bien, créame. Así, serán hombres como yo, ¿comprende?

Su constante parloteo me aletarga. No le presto mucha atención. Probablemente, se trata de un millonario medio chiflado y fatuo.

-¡Ah, los reyes! Sí, tienen gracia. Verá usted: el único monarca que he conocido era un gitano, tratante de caballos. Recuerdo que apenas entablamos nuestra primera conversación me soltó: «Mi abuelo tenía hechas treinta y tres muertes, señor. ¡La edad de Cristo!». Y agregó: «Claro que lo agarrotaron muy joven, que todo hay que decirlo». Se llamaba Miguel González González y era jefe o rey de su tribu. En seguida me percaté de la situación: tenía que vérmelas con un taimado jugador. Por supuesto, también le gané. Porque nunca he perdido una partida, ¿sabe? Pero me costó trabajo, no vaya a creer.

El señor Alfil desgrana una risa discreta. Se repantiga. En su butaca verde, parece un sapo. Un viejo sapo burlón y viscoso.

-Pero, ¿no estoy hablando con exceso? Usted, sin embargo, no ha dicho nada -disimula su aburrimiento-. Me resulta usted un joven ecuánime, sensato y responsable, aunque, quizá, algo desazonado, ¿me equivoco? Dígamelo, dígamelo, no tema.

Basta con un gesto afirmativo. No tengo ganas de hablar.

-Me lo imaginaba. Además no hay más que verlo.

  -32-  

Y es que estos viajes se hacen pesados al principio, un tanto monótonos. Hasta que uno se acostumbra, naturalmente. ¿Usted sabe cuánto llevo navegando en este buque?

Otro gesto, pero negativo. Aún no tengo ganas de hablar.

-¿Y por qué habría de saberlo?... Bien, pues treinta y siete años. Una friolera de tiempo, ¿eh? Justo desde que comenzó su primer periplo turístico -contempla sus cuidadas y rosáceas uñas-. He visto desfilar por aquí a grandes personajes: hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Siento unos vivos deseos de escapar hacia mi camarote. Pero me lo impide una pizca de urbanidad.

-Usted probablemente se preguntará el porqué de mi prolongada estancia a bordo, ¿no? Es muy simple: necesitaba unas vacaciones. Y entonces, alguien, ya no recuerdo quién, me insinuó que me convenían estos curiosos cruceros. Se iniciaban, por aquellos días, y solicité reserva. No fue fácil conseguirlo, pero... Me instalaron en la misma estancia que ocupo en la actualidad, aunque mucho más reducida. Cuando concluyó el viaje, pude hablar personalmente con el propio capitán y logré que me ampliaran el espacio, con objeto de acomodar archivos, despacho y un pequeño dormitorio para mi secretario. A cambio, tuve que abonar, por anticipado, el precio de otras diez singladuras -el señor Alfil se limpia una supuración fétida, aparcada en la comisura de sus labios. La verdad es que confiaba encontrar en los nuevos viajes lo que no encontré en el primero. Vana pretensión, muchacho. Todo resultó inútil. De manera que ahora ya no busco nada. Sencillamente, permanezco a bordo por pura inercia. Y me gusta, sí, me gusta. Por otra parte, poco tengo que hacer en casa. Mi mujer ha muerto y mis hijos ya son mayores. Así que... -el señor Alfil se encoge de hombros-. Bueno, desde aquí, dirijo y coordino mis negocios. Negocios complejos y de envergadura. Cada día recibo más de un centenar de cables y transmito otros tantos, ¡una verdadera lata! Claro que es mi secretario quien se encarga de todo eso, pero... En fin, tanto me he encariñado con el barco que, cuando entra en dique seco, permanezco   -33-   en mi camarote, gracias a un permiso especial. El dinero... Usted ya comprende. Ahora bien, cuando me encuentro mejor es, obviamente, en pleno crucero. Resulta muy divertido, mucho.

Bebo un sorbo de coñac. Él, un poco de agua de Vichy.

-Sí, repito que es muy divertido y usted, que parece inteligente, lo ha de confirmar -baja el diapasón de su voz-. Todos casi todos nuestros compañeros de viaje son unos perfectos estúpidos. Obsérvelos bien. Y verá cómo no le engañó. Permanecen horas y horas con las narices aplastadas contra el cristal, oteando el horizonte, en busca de su isla. ¡Casi nada!... ¡Y en el siglo veinte! Desde luego, a mí, no me molesta. Al contrario. Su actitud, su ilusa actitud, supone uno de los principales motivos de mi distracción. Perfectos y solemnes estúpidos, para nuestra fortuna. Porque, ¿se imagina usted un pasaje integrado por sabios, por eruditos, por científicos? ¿Deplorable, no? En tal supuesto, preferiría estar a muchas millas de aquí.

El señor Alfil calla. Su respiración se hace fatigosa. Estará enfermo del corazón, me digo ingenuamente. Y bien, joven, ¿qué opina de todo esto?

Alzo los hombros. De verdad que no opino nada. Ni nada me importa su rompecabezas.

El señor Alfil me devuelve una sonrisa de complicidad.

-¿Absurdo?... No, no lo crea. Tal vez carezca usted de la suficiente experiencia. Pero... Ya hablaremos más adelante, ya hablaremos.

Cierra los ojos. Una mueca burlona y casi cruel alumbra su rostro. Poco después, ronca. Es el suyo un ronquido pando, contrapuntístico.

Me marcho de puntillas. Es tarde. Es tarde y ella me espera.



  -34-  
II

Me estoy adaptando a las circunstancias. Es una necesidad urgente. Aquellos temores primerizos, aquellos que me asaltaban a cada instante, se han esfumado. Ahora los atribuyo a mi apocamiento, a mi total impericia en este tipo de lides. Porque lo cierto es que en el barco no hay ninguno de los presentidos misterios. Nada espantoso, nada oculto, nada censurable. Sencillamente, a los pasajeros les place permanecer en sus respectivos aposentos durante el día, y sólo por la noche asisten a la sala de proyecciones o juegan al tresillo, en la cafetería. De esto se desprende que los corredores se hallen habitualmente solitarios, como abandonados. Son, en cierto modo, vías muertas, vías cuyo último fin es permitir el acceso a las dependencias donde se concentra la vida del navío. Por otra parte, a muy pocos marineros les está tolerado el tránsito por estos lugares, y sólo algunos servidores seleccionados lo hacen, para atender al pasaje.

Me lo explicó el comisario de navegación, cuando nos llevaron a su presencia. El comisario es un hombre afable. Nos saludó muy correctamente y apenas le informé de nuestra situación, se hizo cargo de la misma.

-Bien, hombre, bien. No tiene por qué preocuparse. Comprendo su caso y no pienso, en modo alguno, considerarlo como a un vulgar polizón.

Me observó atentamente. Examinó mis manos. -Sin duda, es usted un joven educado, hijo de familia acomodada y respetable, ¿no?

Quise objetar algo. Quise apuntalar mi actitud, definirme, pronunciarme.

-No, no hace falta, por favor -soltó un prolongado suspiro-. Yo también... Bueno, quiero significarle que, en su caso, hubiera procedido de forma análoga. Es... es corriente, ¿sabe? Un disgusto con los padres lo tiene cualquiera, sí, cualquiera. No tiene por qué sentirse cohibido.

Alcanzó un grueso volumen.

-Le asignaremos el número setecientos dos. Se trata de una habitación amplia y confortable, por supuesto -confidencialmente, susurró:- Como usted comprenderá,   -35-   no puedo ni debo confinarle en una clase inferior. Sería... ¿cómo decirle?... Sería un grave error.

Tomó mis datos personales. De inmediato, pulsó un timbre. No tardó mucho en presentarse un chico de uniforme.

-En fin, ya está todo en orden, ¿satisfecho? Hubiera llorado de buena gana. Pero comprendí que no era oportuno. Le tendí la mano.

El comisario la estrechó firmemente con la suya, lúspida y caliente.

-El muchacho le acompañará hasta su alojamiento. Cuando ya salíamos, me detuvo.

-Un momento, por favor. Se me olvidaba una mínima formalidad y a modo de disculpa, añadió:- ¡Con tantos asuntos como uno lleva siempre en la cabeza... ! Extendió un impreso, frente a mí. -Fírmelo, tenga la amabilidad. -¿De qué se trata? -pregunté sin demasiado interés.

-¡Oh! No es nada, nada de particular. Un recibo... un simple recibo... El importe de su manutención, de su permanencia a bordo...

Leí el documento.

-Pero... Aquí no se estipula ninguna cantidad, ¡está en blanco! -balbucí.

Es claro, señor mío. Sería imprudente prescribir el número exacto de días que durará el crucero, ¿no le parece a usted?

Me di cuenta de que no había escapatoria. Era mejor acceder por las buenas. Y sin más, firmé. Al hacerlo, mi mano tembló ligeramente.

-¡Muy bien! Ahora sí que se han cumplido todas las formalidades.

Palmoteó mis espaldas y la vieja chaqueta se desgarró bajo el filo de sus dedos.

El camarote es, en efecto, confortable y hasta suntuoso. No voy a entrar en descripciones minuciosas. Pero resulta acogedor, extrañamente acogedor. Como si hubiera estado aguardándonos desde siempre. Salvo algunos leves cambios, conserva el lustre primógeno.

  -36-  

El botones que nos condujo hasta allí, nos proporcionó también toda una serie de informaciones, manifestándonos que podíamos disponer de él, a cualquier hora. Bastaba con oprimir un timbre. Tras mostramos, muy solícito, el camarote, se retiró prudentemente. Nosotros no tardamos mucho en acostarnos sin decir palabra. Nos removimos, con cierta inquietud en el lecho, a pesar del cansancio. Era difícil hilvanar el sueño.

Nos levantamos de madrugada. Nuestros ojos mantenían la huella cárdena del insomnio. Sin embargo, nadie ni nada concreto nos había perturbado. Pero algo singular flotaba en el ámbito. Algo tan sutil como inconmensurable. Tardamos en descubrirlo: era el silencio. Un silencio elaborado de otros silencios. De silencios infinitesimales. De silencios cautivos en invisibles pompas de jabón que, de pronto, estallaban y se expandían por sobre todo. Silencios pequeñitos y apretados, que en su rotación, en su inevitable rozamiento, engendraban el único, grave silencio. Y nosotros mismos éramos como esas pompas, como esas frágiles pompas, como esos frágiles mundos. (Una película nos contiene, una esfera obligada a extrañas leyes gravitatorias. Y el silencio -es decir, nosotros mismos, nuestra propia envoltura- crece, crece, crece).

No he podido evitarlo. Menos mal que es temprano aún. El grito suena como una perforadora. Pero un instante, sólo un instante. Luego, nada. Como una perforadora tragada por la tierra, para convertirse en tierra y piedra mil o dos mil o tres mil años más adelante. El grito es un silencio nuevo que se suma al único, al espantoso silencio. Por eso ya no sé si es el grito o es el silencio lo que hiere. Ella permanece en su pompa de jabón. Calla. Somos seres silenciosos. Los dos somos silenciosos. Incluso el grifo del lavabo. Un silencio colgante. Un silencio tras otro, pausadamente. Y todos resbalan por la blanca pista y dejan un rastro húmedo de caracol silencioso. El grifo parece una fábrica de insignificantes silencios. Y tú y yo. Y el mar.

¿Qué ibas a decir, eh? ¿Qué tienes miedo? Tienes miedo de que tus palabras no suenen. De que no se produzcan   -37-   palabras. De que las palabras digan nada. Sería gracioso y grotesco mover los labios y que brotaran silencios. Silencios monosílabos, bisílabos, polisílabos. Sí, no estaría mal del todo, ¿verdad? Pero, ¿callas? Ajá, luego es cierto. Hay una gramática inviolable. Hay una ley. Y la estamos aprehendiendo y aprendiendo aquí, ahora. ¿Cuántos metros de silencio habrá bajo nuestros pies?... ¿Cinco mil? ¿Más ? ¿Y eso es poco o mucho? Sé que ibas a decir algo. Lo sé. Lo siento. Lo siento como siento esa ola que golpea el costado del buque. ¿No te parece que eso de oír es puro artificio? En lo sucesivo palparemos los sonidos. O los silencios. Es igual.

No, no duermo. Tal vez, he soñado. Lo ignoro. De ser así, el sueño era blando, suave. El sueño era insonoro. Pero no estoy seguro, de veras. A lo mejor, sólo te miraba. ¡Qué cosas! Por un momento, te he imaginado embarazada. Luego, parías un silencio rubio. ¿Te figuras un silencio rubio? ¿Habrá silencios rubios y morenos, altos y bajos, gordos y flacos?... ¿Callas aún? ¿Callas? Calla también el gorgoteo marino. Calla la estructura metálica de la nave. Pero, ¿por qué, Dios? ¿Por qué?

¿Han llamado? ¿O es el pulso del silencio silencioso? Abro la puerta y allí está Luis. Trae una bandeja con café y tostadas, con mantequilla y huevos duros, y mermelada. Lo dispone en una mesita. El desayuno huele a gloria. Luis tose. Luis habla. ¡Habla! ¿Te das cuenta? Una liberación recién inventada nos hace amables. De repente, gritamos cosas tontas, sin sentido, ensamblamos un diálogo que tampoco tiene lógica. Lo necesitamos, sí. Necesitamos decir algo, lo que sea, con tal de que nos saque de este agobio, de esta tremenda angustia.

Luis nos lo explica. El barco navega sólo a impulsos del viento, sólo a merced de las corrientes. Las máquinas no funcionan. Esa es la regla. De modo que por orden del capitán, no funcionan. Según Luis, siempre sucede así. Sencillamente, porque todo está previsto en los códigos. ¿Lo ves, infeliz? Pero si no tenía importancia. Ni la tiene. La nave va dando tumbos de aquí para allá. Y nada más. Es una manera de ahorrar combustible. ¿Tu te haces una idea de lo que debe costar un solo día de navegación   -38-   a toda máquina? Una fortuna, como lo oyes. Y claro, lo del silencio se, comprende ahora. El silencio significa economía. No está mal, ¿eh? El hecho de que el barco vaya sin un derrotero previamente establecido es asunto secundario. Además, Luis lo expone tan bien, resulta el suyo un razona miento tan cabal que... Me froto una ceja. Lo despido. La cosa está clara. Bueno, debe de estar clara.

El tercer día, conocimos al señor Alfil. Desde entonces, casi todas las tardes jugamos al ajedrez. Resulta un tipo extravagante. Pero no hay mucho para elegir. Creo que debería negarle hasta la conversación. Es viejo, muy viejo. Y mi padre ya me lo advirtió: «Los ancianitos venerables constituyen un peligro para la juventud». Y juventud significa progreso, quizá. Claro que el señor Alfil no tiene nada de venerable. De otro lado, seguir el consejo paterno es paradójicamente desvirtuarlo. Por cuanto mi padre también tiene muchos años. Todo ello, me obliga a pensar en un problema insoluble: A me dice que no preste atención a B, porque B es peligroso, nocivo. Pero resulta que A tiene la misma naturaleza, los mismos defectos, la misma entidad que B. En definitiva, A y B son iguales, axiomáticamente iguales. En consecuencia, puedo rechazar los consejos de A y seguir los de B. Pero, en tal supuesto, también podría rechazar los de B y... Un círculo. Una figura sin principio ni fin.

Ella me dice que no. Que no es más que un espejismo. A y B sólo habitan en mí fugitivamente. Ni uno ni otro tienen consistencia.

En cualquier caso, he de reconocer que el señor Alfil sabe hacerse indispensable. Es un hombre de mundo. Un hombre que ha corrido mucho, que ha visto demasiado.

Apenas conoció nuestra llegada, nos visitó y habló durante media hora. Se ofreció repetidas veces, para cuanto se nos ocurriera y terminó invitándome a una copa. Acepté.

El bar estaba completamente desierto. Acudió a servirnos el muchacho que conocí unos días antes. Acudió azorado y nos besó la mano. Un tanto estupefacto por aquellas demostraciones de sumisión, adopté una actitud de indiferencia, de impasibilidad, como el señor Alfil,   -39-   quien le entregó un atadijo. El camarero, visiblemente emocionado, se volvió de espaldas a nosotros y echó medio cuerpo hacia adelante. Con júbilo, el señor Alfil le acertó una recia y contundente patada en el trasero. A continuación, me miró con cierta severidad.

-¿Cree, mi joven amigo, que esto es una broma? Pero no le respondí. Intuía que era preferible mantener silencio. Además, nada tenía que objetar. ¡Allá ellos, con sus costumbres!

-No, ni se trata de ninguna broma. Se trata de una necesidad física. En mis buenos años fui un gran aficionado al fútbol, un aficionado practicante, por supuesto. Sin embargo... ¡El tiempo no pasa en balde, hijo! Y necesito algo de ejercicio, ¿comprende? -de pronto, se inclinó y me susurró casi al oído-. El Capitán no permite ningún deporte en el buque y es muy inflexible, ya sabe. De modo que, de vez en cuando, y con objeto de mantenerme en forma, utilizo a este como si fuera una pelota. Así me desahogo. ¿Ve? Ya me encuentro mejor, bastante mejor.

Mientras, el camarero que, con la violencia del impacto, había rodado por los suelos, se incorporó radiante. Abrió el envoltorio y extrajo restos de comida y unos mendrugos de pan.

-¿Se da usted cuenta?... Con unos desperdicios, se siente feliz.

Confieso que mi asombro iba en aumento. -Pero, ¿aquí no come, no gana para mantenerse? -No, claro que no. Es un polizón -hizo una mueca despectiva-. Durante varias semanas, permaneció escondido en las bodegas, y vació las despensas. Por su culpa, sufrieron sanciones y castigos cocineros y marmitones, hasta que lo cazaron. Con muy buen criterio, el capitán le ordenó que trabajara hasta amortizar todo cuanto había sustraído y... ahí lo tiene.

La peripecia me resultó chocante y comenté:

-La decisión del capitán parece sensata, pero no acierto a comprender por qué este individuo no recibe su rancho cotidiano.

Al señor Alfil se le desencajó la boca en una mueca exagerada y atroz.

  -40-  

-Pero, mi querido amigo, es usted un ingenuo. Si le dieran de comer, su arresto se prolongaría indefinidamente, ¿no lo entiende? Cada ración supondría una nueva deuda y consecuentemente nuevas horas de trabajos forzados.

Me confunde el dichoso señor Alfil, cuya permanencia en la nave no consigo desvelar. Nada espera, según él. Nada busca. Y puesto que ni espera nada ni busca nada, el móvil de su estancia obedece a algo tan siniestro que ni siquiera me atrevo a definir. Son, por supuesto, deducciones muy personales y pueden adolecer de enfoques subjetivos, pero... Me confunde, me confunde.

La vida a bordo resulta efectivamente monótona. Cada momento se parece al anterior. Ella se pasa el tiempo de un lado a otro, sin hablar. En ocasiones, atisba por el portillo: siempre fugitiva, la raya del horizonte. Y se solivianta. Me temo que este viaje le ocasione perjuicios y deteriore sus ánimos.

Como de costumbre, comemos en nuestro camarote y luego dormimos la siesta. Me levanto al filo de las cinco. Me ducho. Mientras contemplo unos grabados donde están todas las unidades de la compañía naviera, dejo que ella descanse. La noto deprimida. De repente, llaman a la puerta. Unos golpes tenues. Es Luis. Ya conozco su estilo. Abro. Luis me trae una tarjeta. Al cogerla, un perfume penetrante me aturde. Leo. Con una caligrafía delicada, se me invita a pasar al camarote vecino, con una promesa de felicidad. El muchacho esboza un mohín picaresco. Lo interrogo con la mirada y acentúa el mohín. Cuando salgo, ella está despierta y disimula un reproche.



  -41-  
III

Su historia se me antoja extraordinaria. Podría hacer mi agosto con ella, en serio. Pero cuenta con mi discreción. Lástima, sí. Hay asuntos que pertenecen ya al olvido. Y este es uno de ellos.

Su alcoba me sugirió parte de la tal historia. Sólo faltaba hilvanarla. Allí estaba, a retazos, en aquellos chales, en aquellos tapices, en las porcelanas, en las máscaras aztecas, en el pequeño buda de marfil, en las terracotas, en esas cien futilezas distribuidas por las paredes, sobre la consola, en el mismo suelo. Todo sometido a una luz azulenca, deslavada. A una luz que parecía emanar de cada uno de aquellos mismos exóticos objetos. Allí, el mismo penetrante perfume de la tarjeta se apoderaba de muebles y personas, se arrastraba como un monstruo amorfo y denso.

Ella (esta «ella» no eres tú, ¿sabes?, sino la otra, la que nos separó uno, dos, tres, hasta seis días) habló, en un tono leve. No podía ser de otra forma. En realidad, tampoco decía nada. Se limitaba a insinuar episodios, a barajarlos, a promiscuirlos. Le encantaba intrigar. Estoy seguro. Oyéndola -su voz tenía extraños acentos esperanzadores-, nadie se hubiera figurado el fin que le esperaba, el fin tan próximo que le esperaba. Nadie hubiera podido intuir los hechos que más tarde, pero poco más tarde, debían acaecer inexorablemente, fatalmente.

Cuando llegué, ella permaneció echada en una chaise-longue. Me tendió la mano. Una mano pálida, translúcida. Una mano casi geométrica. En todo instante, exhibía una ajada voluptuosidad. Fumaba largos cigarrillos, en una no menos larga boquilla de ámbar. Y al expulsar el humo, entornaba los ojos y fruncía la boca, hasta convertirla en el hociquito de un roedor.

Invariablemente, he recibido sus invitaciones a la misma hora y nunca la he defraudado. Es decir, creo que no. Acudo obsequioso a la cita y escucho su ronroneo. En la penumbra, el humo se contrae, se dilata y forma siluetas inverosímiles. Con frecuencia, no sé quién resulta más tangible, si el humo o ella. Y voy del uno a la otra, inquieto por la ductilidad de ambos.

  -42-  

Ha sido Luis el que me ha dicho el mote con el cual se la conoce a bordo: madame Boquilla. No está mal. Tampoco está mal. Estas gentes tienen ingenio. Y a ella no le molesta. Más bien parece gustarle. Y muestra, muy satisfecha, el atributo al que debe tal apelativo.

Madame Boquilla es una mujer que «está de vuelta de muchas cosas». Eso afirma. También afirma que «ha vivido la vida». No tiene idea de gramática y le trae sin cuidado el uso y abuso del acusativo interno. Bueno, aún dice más cosas. Muchas más. Pero me interesan sus costumbres, sus andanzas y no sus continuas reticencias.

-Lo que nunca acierto a comprender es cómo y por qué le complacen esos pringosos marineros, palabra. Además, le gustan en su propia salsa, sin adobo alguno.

Transpira un humor de somonte este dichoso señor Alfil.

-Sí, hombre, hasta con el cocinero jefe. Un individuo bajito y tripón que produce hilaridad nada más verlo. Ellos, por su parte, encuentran muy satisfactorio el pasatiempo de la chiflada y encima les devenga no pocos beneficios.

Esta noche el salón se encuentra algo concurrido. En la mesita más discreta y alejada, allí donde la luz se tamiza, madame Boquilla insinúa con aéreos movimientos de cabeza el compás de un viejo vals. La observo y una congoja húmeda me gatea hasta la garganta. No, más arriba aún, más arriba. Casi se me escapa por los ojos.

El señor Alfil está divagando. Pero he perdido el hilo de su plática. Afortunadamente, lo he perdido.

-... es noble, ¿lo sabía usted?

No sé qué cosas habrá comentado. Ni me importa. El vals me vence. El vals engarzado en la frente de madame Boquilla, sobre la que se levanta un tocado anacrónico, fofo y falseado, sin duda, con crepé o algo así. Ella evoca otras épocas. Épocas que posiblemente no han tenido más consistencia que un espejismo. Pero no lo comprende, no puede comprenderlo. Ella sabe de príncipes y de gallardos caballeros en los ojos enrojecidos y disolutos de los engrasadores. Y está, como una gran dama, valsando con quien ella apetece. Valsando, desvaída. Un último gesto   -43-   y la frente se abate sobre el seno. Así se justifican ciertas penumbras. Sólo un destello le soba la pelambre. Otra vez me escuece la tristeza. Otra vez una zona de silencios me contiene. Se ahogan las frases y las músicas. Miro al señor Alfil. Y me entran unas ganas tremendas de reír, de reír muy fuerte, tan fuerte como nunca ha reído nadie. El señor Alfil mueve los labios: ora los frunce, ora lo arruga, ora los dilata. Y nada, nada sale de ellos, nada. No sabrá jamás lo que es el ridículo.

Pero el silencio se revuelve. Lo siento ahora en mi nuca. Me la oprime. Tengo ganas de vomitar. ¡Tengo ganas de vomitar! No me puede oír nadie. Salgo corriendo. La boca del señor Alfil es una elipse perfecta. En su rincón, madame Boquilla finge saraos palaciegos. Hay una llama roja. Alguien bebe ginebra. Casi se la tiro encima. Me aprieto el vientre. Cierro lo ojos. El barco gira, gira y gira. Será un temporal, pienso. A madame Boquilla se le ha caído la cabeza. Era un títere de trapo. Nada más que un títere. El señor Alfil va a reventar de risa. La boca le llega de oreja a oreja. Tengo ganas de vomitar, Dios. El silencio parece una garrapata. Tan incrustado está en mi nuca, tan voraz.

Esta mañana la he visto.

Nos cruzamos en una de las galerías. Dejó tras de sí una fragancia dulzona. Y un tenue hilo de humo. Ahora ya no me invita a la intimidad de sus aposentos. Debo parecerlo demasiado insignificante. Lo prefiero así, de verdad. Resulta menos incómodo.

Unos pasos más y me doy de bruces con Luis.

-¿La ha visto?

-¿A madame Boquilla? Hace un gesto afirmativo.

-Sí, ¿por qué?

-Por... ¿Sabe usted de dónde viene?

-No. Creo que no.

El muchacho utiliza una mímica altamente expresiva.

-Del sollado de popa, señor.

-¿Y?

  -44-  

-Verá... Los hombres estaban de francachela cuando llegó...

Lo interrumpo con un gesto destemplado. -Otro día, Luis. Otro día.

Sigo paseando. Una bola de bilis se me atraganta. Después de mucho tiempo, he vuelto al sol, a la luz. La cubierta permanece solitaria. Me acodo en la balaustrada y oteo el mar.

La mirada cae vertical como una sonda y rueda hacia abajo, siempre hacia abajo. Me da no sé qué ver las aguas tan heladas, tan profundas.

Y es entonces cuando se produce la alarma: vibra estridentemente la sirena y una barbulla ensordecedora recorre el navío. Pasos precipitados, gritos, timbres...

Hago un esfuerzo y recupero la mirada. La enderezo.

La isla está a pocos metros, casi al alcance de la mano, envuelta en el vuelo inmóvil de miles y miles de gaviotas.





  -45-  
Tercera parte


I

Según supe, poco más tarde y por el señor Alfil, el vejete que había ocasionado aquella behetrería era uno de los huéspedes añejos del transatlántico, prácticamente el decano de todos ellos.

He descendido con rapidez al advertir la escandalera. Conozco ya el camino más parvo, el ascensor preciso, para trasladarme, en un tris, a cualquier punto de la nave.

Estoy en el mismo vértice. Cada cual anda como puede: unos, en pijama; otros, a medio vestir. El súbito tumulto los ha sacado de sus camarotes tal y como se encontraban. Hablan entrecortadamente, profiriendo agudos grititos de sorpresa y emoción.

-Sí, sí. Seguro. Se trata de don Lorenzo. Y cuando ya menos nos lo esperábamos... Lo que son estas cosas, ¿eh?

-Me alegro por él. Además, tiene el tiempo justo para hincar el pico.

El señor Alfil está en el centro del conciliábulo. Es un corifeo indispensable. Conoce su papel y sabe dirigir con propiedad. No dice nada, pero cuando me descubre, se viene hacia mí.

-No ponga esa cara, ¡diablos! No hay para tanto.   -46-   Un pasajero, un antiguo y deteriorado pasajero que cree que ha encontrado su isla, ¿comprende? Imbécil. Una ruina que se desmorona, ni más ni menos.

De golpe, las máquinas del buque se ponen de nuevo en marcha. Sólo unos minutos. Luego, se detienen. El ancla chirría y se precipita hacia las profundidades.

En medio del guirigay, aparecen dos marineros con uniformes de gala. La muchedumbre les cede el paso con respeto. Todos los seguimos, hasta las habitaciones de don Lorenzo.

Don Lorenzo es un caballero arrugado como una pasa y huele a orines que tira de espalda. Los marineros lo transportan en unas parihuelas. Y entonces sobreviene la locura: todos quieren tocar sus manos, su pelo, su ropa.

-¿Se dan cuenta? -dice el viejecito- Hay que tener fe, mucha fe, señores.

Algo alejada, madame Boquilla observa la trapitiesta. Una escueta envidia ilumina su semblante. Mientras, el venerable anciano no cesa de babear y reír.

Alguien me pasa el brazo en torno a los hombros. Es el señor Alfil.

-Véngase a mi cámara. Desde allí, veremos en qué termina esta frase grotesca.

Una chalupa está amarrada al costado del buque. Hasta ella descienden a don Lorenzo. Los remeros bogan, aproando la isla.

La isla es una roca áspera. Un refugio para las gaviotas. Una fábrica de guano. Nada hay que permita suponer una muerte fácil, una muerte agradable. Sólo una esfera de silencio quebrada, de vez en cuando, por el hostil chillido de las aves.

-No, no... Esta baza también es mía.

El señor Alfil apenas ha despegado los labios.

La chalupa, entre tanto, arriba por fin a la isla. Desembarcan al viejo carcamal.

-¿Comprende usted todo esto?

Me vuelvo hacia mi interlocutor.

-¿Lo qué?

-Pues, esto: que una piedra, que un simple peñasco perdido en el océano, pueda hacer feliz a ese vejestorio.

  -47-  

-No sé... Pero, realmente... -mi voz se desinfla. -Soledad garantizada para el resto de sus días que, dicho sea de paso, ya son bien pocos. Un sepulcro per secula seculorum. La Compañía mantendrá a ultranza el secreto. Ni aun sus propios hijos sabrán dónde se halla.

Regresa la chalupa. Tendido en la roca, don Lorenzo agita el pañuelo.

La nave se aleja a media máquina.

Me despido del señor Alfil. Voy a mis habitaciones. Pero antes de llegar, unos dedos afilados me sujetan por el brazo.

-El bueno de don Lorenzo ha encontrado, por fin, su isla, ¿eh? -dice, con cierta nostalgia, madame Boquilla.

Me duele el estómago. Me duele la garganta. -Uno más que nos deja.

Una tibia bocanada de humo brota de sus labios.

-¡Su isla!

Tengo ganas de estar junto a ella. -Con su permiso...

Doy un paso, dos pasos. -El supo reconocerla. Me detengo escuetamente, para responder:

-Eso parece.

Y de improviso me pregunta:

-¿Y usted? ¿Usted también lo sabrá?



  -48-  
II

Anoche, estuvimos jugando al póker el señor Alfil, dos hermanas gemelas y yo. Las hermanas son francesas. Las conocía de vista. Suelen ir a las fiestas, aunque nunca bailan. Toman generalmente refrescos de fresa y limón, nada más. Son algo reservadas y sólo tratan con el señor Alfil. En su alcoba, según se dice, guardan dos hermosos gatos persas, únicos y seguros confidentes.

Nos ganaron la partida el señor Alfil y una de las hermanas, creo que se llama Olga. Nos retiramos pronto. La vida a bordo es así de monótona. Ella está celosa. Su habitual silencio no contiene comprensión, sino encono. En parte, entiendo su actitud. La verdad es que llevo algunos días sin prestarle demasiada atención.

Me acuesto, sin pronunciar palabra. Lo mejor será enfurecerla, tratar de romper el hielo. Pero resulta invulnerable. Se ha pasado gran parte de la noche mirándome con extrañeza. Bajo el aguijón de su mirada, tampoco he podido pegar un ojo.

Amanece. Hay en el ámbito un círculo de metales derretidos. Una luz como esotérica. Me escuecen los labios. Tengo que ducharme. Probablemente el agua fresca me devolverá el sosiego.

Después del desayuno, viene Luis en plan de cotilleo. Me gusta porque es alegre, un pícaro de los de armas tomar. Me cuenta muchas cosas de su vida, de su familia. (Vivía en un barrio periférico, cerca del mar, en una casi chabola resquebrajada y sucia, donde el tufo a sardina mareaba al más pintado. Bueno, aquel olor era privativo de todo el barrio, porque en él se congregaban los pescadores y una caterva de advenedizos que sólo Dios sabe de qué se mantenían. Tiene madre y dos hermanas, asegura, una de las cuales se echó a la vida y la otra no anda muy en sus cabales, a decir del mismo Luis. Por eso dejó aquello, para embarcarse. Allí no había porvenir para un chico decidido y ambicioso).

La jerigonza de Luis no puede ser más pintoresca y rica de lo que es. Quizá, por eso, procuro no interrumpirlo. Sus divagaciones constituyen algo así como una terapia, para mis temores. Al medio día, se marcha.

  -49-  

-Perdone pero tengo que ir a lo de madame Boquilla.

Comemos sin dirigirnos palabra alguna. Ella ha adoptado una indiferencia radical. Me temo que se origine un desplazamiento mutuo en nuestras relaciones.

Cuando termino, me dirijo al bar. Tomaré café. Creo que lo necesito porque me encuentro decaído.

Al pasar frente al camarote del señor Alfil, se me ocurre llamar. Abre su secretario. Un hombre de exagerada nariz, sobre la que se afianzan unos lentes de muchas dioptrías.

-No, el señor no está. Creo que ha salido a cubierta, a tomar un poco el sol.

No puedo reprimir mi perplejidad ante la noticia. Porque mi ya viejo amigo es muy sensible al calor y a las tafaradas de brea que emana la cubierta. Claro que es muy dueño también de hacer lo que le venga en gana y si luego lo lamenta, allá él.

Decididamente me voy al bar. Necesito café. Lo necesito.

El barman me recibe con su habitual y extremada solicitud. Después de servirme, murmura.

-Ya falta poco para que finalice mi arresto, señor. Lo felicito, mientras prosigue jovial y disparatadamente.

-Me lo ha comunicado, hoy mismo, el jefe de servicios: «Tomás, dentro de pocas semanas, el capitán firmará la orden de tu manumisión» -suspira-. ¿Se da usted cuenta? ¡No sabe lo que significa para mí!

Y entonces me asalta una sospecha.

-Cuando seas libre, ¿qué harás?

La satisfacción se muda en repentino desamparo. Deja caer los brazos, como si fueran los nexos de una infinita subordinación. Creo que ha comprendido la situación. Ambos estamos igualmente condenados. Y no podemos zafarnos de nuestras ligaduras. Se aprietan con las contorsiones y, al final, son carne de nuestra carne. Tanto y tanto llegan a atarnos. Sorbo la infusión. Tomás se aleja, cabizcaído.

Al momento, entra una de las hermanas francesas.

  -50-  

No sé si es Olga o Laura. Me mira de soslayo y se dirige a la barra. Entre sus brazos que se cierran maternales, descansa un soberbio gato persa. Pide unos terrones de azúcar y se va por donde ha venido, sin dedicarme el más nimio saludo.

No me molesta su menosprecio, de veras. Porque soy consciente de que desde el instante mismo en que puse los pies en este barco, todo ha cambiado. He cambiado yo, en realidad. Y conmigo, simultáneamente, lo demás: personas y cosas. Antes, incluso la luz tenía una gradación más neta. Y el mar. Y la noche. Todo.

El señor Alfil se me acerca, jadeante y congestionado.

-Vengo de pasear por ahí arriba. -Sí. Me lo ha dicho su secretario.

Inicia una discreta conversación. Cada dos frases, una carcajada. No me entero de lo que cuenta, en absoluto. Pero disimulo. Ahora, comienzo a ver claro todo este asunto. Y lo veo en su cara, en sus aspavientos, en su bisbiseo, en su lengua incolora y desbocada.

-... sólo supuestos, hijo. Supuestos, islas, gatos persas y desesperación.

Afortunadamente, logro escapar. Lo dejo adormilado en su butaca, como de costumbre, y corro hacia mi camarote. Pero por los mamparos se desliza una tristeza fluida, incontenible, mientras me alcanza, desde el mar, un súbito aviso de abandono: ella ya no está.



  -51-  
III

Temprano, muy temprano, se produce de nuevo la señal de alarma. Y todo sucede exactamente igual que la vez anterior: pasos precipitados, gritos, timbres, sirenas...

Me asomo al corredor: es una marea viva de seres hacinados, enloquecidos y ávidos. Nadie se entiende. Cada quien pretende imponer su criterio. Cada quien trata de acomodar el desorden. Y se desgañitan todos aumentando la tremenda algarabía.

No entiendo cómo, pero Luis se cuela hasta mi camarote. Suda y su uniforme ofrece un aspecto lamentable.

-Es ella, señor. En esta ocasión, le ha correspondido a ella.

Un clamor creciente me aturde. La aglomeración se contrae o se dilata, como un repugnante pulpo. Como un pulpo que avanza hacia mi refugio. Cierro la puerta, echo el cerrojo y me apoyo en ella. Luis me observa, asombrado. Cierro los ojos, pero los suyos -los fascinados ojos de Luis, los ojos ausentes de mi compañera, los insondables del señor Alfil y los implorantes de madame Boquilla- se me quedan dentro. Sus ojos, los centenares de ojos del barco, se me quedan dentro.

Pero los abro de golpe, porque el pulpo me vence, me arrastra. Y alguien me empuja. Y alguien me patea. Y alguien me hunde. Voy de un lugar a otro. Esto es una mesa de ping-pong, me digo. Y yo soy la pelota, nada más que la pelota. Un olor picante me asedia y siento náuseas. Ignoro quién estaba junto a mí, pero tampoco he podido evitarlo. El vómito le ha resbalado por el pelo, por la nuca, sabe Dios hasta dónde. De pronto, me sacuden un buen golpe.

Luis me hace beber no sé qué potingue. Estoy tumbado en mi lecho. Consigo incorporarme. Me levanto, ando y se me doblan las rodillas. Sumerjo la cara en el lavabo repetidas veces y el ejercicio me despeja. En el corredor no se oye nada.

El señor Alfil entra en mangas de camisa, con la chaqueta en una mano.

  -52-  

-Discúlpeme, por favor -se excusa-. La alarma me sorprendió en el baño -y ante mi pasividad y desconcierto, agrega:- Pero, ¿usted no viene?

-¿Dónde?

-A despedir a madame Boquilla.

Ahora lo comprendo: aquella «ella» que dijo me Luis es madame Boquilla. De todas formas, no tengo más remedio que asistir a la absurda ceremonia. Me arreglo en un santiamén.

-Vámonos.

La cubierta presenta un panorama insólito, con una muchedumbre vocinglera y endomingada, tal y como si fuera un día feriado. Madame Boquilla se pasea, muy envanecida y triunfal, entre la pública admiración; viste elegantemente y luce todas sus joyas. Se reconoce centro de la abrumadora curiosidad y no quiere desperdiciar la oportunidad que se le brinda. Nos ve y se viene hacia nosotros.

-¿Y bien?

Con aplomo, el señor Alfil se inclina y le besa la mano translúcida.

-Todo se andará, señora.

Pero ella no se inmuta. Circunda su semblante una aureola de felicidad. Yo diría que está más joven, más hermosa que nunca haya podido estar.

Se acerca un apuesto oficial y la invita a seguirlo. Nos mira, por última vez, con un gesto emocionado. La chalupa espera, con un equipo de remeros engalanados.

Y todavía antes de abandonar definitivamente el buque, se vuelve y saluda a la concurrencia, con un soberbio ademán. Pero me parece que la boquilla de ámbar le tiembla, con ligereza, entre los labios. Aunque es muy posible que sólo sea un escalofrío.

Poco después, la chalupa navega rumbo a la isla. La minúscula isla tiene dos graciosas palmeras y una playa de aguas inmóviles.

-¿Se da cuenta? Otra porquería de alucinación, como la de don Lorenzo.

La voz del señor Alfil suena con cierta amargura. Se acoda en el pasamanos y murmura algo ininteligible.

  -53-  

Regreso al camarote y observo, en mi soledad, cómo madame Boquilla toma posesión de su islita. Su gozo apenas cabe en el reducido ámbito. Y siento que algo se rompe, para siempre, que algo ya no admite soluciones. Siento el lastre de la nave. Un lastre de carroña y sumisión. De manera que me quedo solo. Solo con Luis que ha llegado con una carga de congoja de buena ley.

-Se ha ido, señor. Se ha ido.



  -54-  
IV
y último


Tampoco el comisario sabe nada.

-Lo lamento, créame. Pero soy algo miope, ¿comprende?

-Comprendo.

Pero nunca hubiera sospechado su desdén. Ni el de todos los demás. La incomprensión de todos los demás. El señor Alfil abre una rendija. Por ella, asoma sus ojillos turbios y nocivos.

-Estoy muy ocupado, señor mío. Tengo demasiados negocios que atender.

No, tampoco el señor Alfil. Ni Tomás, el barman. -Aquí entra mucha gente y uno no es buen fisonomista. Así que...

Invariablemente, las puertas se me cierran de golpe y se hace muy difícil encontrar a alguien, porque se han prohibido reuniones y fiestas. He intentado entrevistarme con el capitán en persona. Pero, nada.

Me refugio en el camarote, seguro ya de que he transgredido alguna norma. Pero sólo me importa el hecho de que ella ha desaparecido y con ella, parte de mi identidad. Y así transcurren los días y se desarrolla la pesadumbre y la monotonía y la angustia. Hasta que la nave, quizá a impulsos de unos vientos despiadados, acierta a pasar de nuevo cerca de la isla en la que, hace unas semanas, desembarcó madame Boquilla. Hay un trasiego de barlovento a sotavento. Y la nave se escora. Pero no alborotan timbres, ni gritos, ni alarmas. Es un tumulto sordo.

Avizoro por el portillo: la isla se encuentra próxima y sobre la playa, se yergue la silueta inconfundible de la madame. Enfoco los prismáticos y me devuelven una imagen desastrosa: la pobre mujer se halla convertida en una piltrafa, en un montón de huesos y piel, de cabellos lacios y ropas desgarradas. Con una prenda de color escarlata, nos hace señas.

Desde cubierta, me llegan fragmentos de una conversación.

  -55-  

-... sería incapaz...

-¿Que no?... Pues, ¡fíjate!

Madame Boquilla se arroja al agua y nada hacia nosotros.

-Doble contra sencillo a que no aguanta esa ola.

La aguanta y otras muchas. Ha descubierto el engaño y saca fuerzas. Y hasta, por unos instantes, parece que va a lograr sus propósitos.

-... ni un minuto más.

Pero pasan cinco y diez minutos. Se debate entre la espuma desabrida de la marejada.

Comprendo que no debo permanecer impasible. Es necesario proceder con urgencia. Y cuando intento salir, me lo impide el señor Alfil que se mete en mi camarote, con dos hermosos gatos persas y una sonrisa de cinismo inconmensurable.

-Pero, ¿qué pretende usted?

Apenas balbuceo algunas palabras. De nuevo, me invade un sopor pesado (hay un pastor en la Alcarria y una oveja herida. «Y si vuelves alguna vez que sea para hablarme de tus muertes, de tu lucha». Pero, ¿acaso se puede volver?).

-¡Mire, mire!

Madame Boquilla desaparece, ya para siempre, en la cresta voluptuosa de una ola. Entonces el señor Alfil tira por la portilla los dos gatos.

-Ya no sirven.

Me mira con dureza. «Ya no sirven». Puede tratarse de una clave. Pero confío en mi hora.

-Supongo que aprenderá con todo esto.

Alzo los hombros, con desgana. De repente, el señor Alfil ya no tiene vigencia alguna. Para mí, no tiene vigencia alguna. El mismo se ha desenmascarado. Recojo mis cosas: una muda interior, unas sandalias y varios pares de calcetines.

-Pero...

Ahora, sé que puedo reír cuanto quiera. El anciano se contorsiona y dice algo, entre muecas. Pero no lo escucho. Ya todo es silencio. Un silencio hecho de otros silencios. De silencios infinitesimales. Y ella está allí. Sí, precisamente   -56-   en un silencio rubio. Por eso el silencio no me afecta. A él, mucho. Al señor Alfil, digo. El silencio lo desarticula. Salgo. Un aluvión de golpes me derriba sobre el piso. Pero me arrastro, me incorporo y continúo. Es preciso llegar.

Los corredores mantienen su rigurosa soledad, tan dilatados, tan solitarios, como de costumbre. Encuentro una voluta de humo, la olfateo: madame Boquilla. Más adelante, adivino una huella. La reconozco de inmediato. Aquí, reposamos juntos, al principio de las cosas. Vago por las galerías. El silencio viene a mi lado. Y siempre será así. El silencio y también el vértigo.

(«Y si vuelves alguna vez que sea para hablarme de tus muertes, de tu lucha». ¡Cuánta estupidez, Dios!). Por fin, alcanzo la cubierta. Bajo un sol pálido y amarrada al costado de la nave, una chalupa me espera.







  -57-  
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Inútil caballo de noche

Juanco espió a la gran rata desde su escondrijo. Contuvo el aliento y oprimió la botella entre ambas manos. Estaba apercibido para la liza: el pecho bien afuera para disolver aquel leve e indiscreto amago de temor o de repugnancia, las mandíbulas apretadas, las manos prontas, ceñidas al vidrio terroso.

La rata estaba a tres metros escasos. Corría, con su paso ágil, nervioso, se detenía para husmear cualquier desperdicio y volvía a correr. Juanco esperó. Sabía que la rata lo despreciaba, que aún habría de aproximarse más con la confianza de quien ha esquivado, muchas otras veces, análogo peligro. El roedor se detuvo, por fin, a dos o tres pasos. Era el momento preciso. No debía errar el tiro. Juanco arrojó la botella.

La rata profirió un áspero chillido mientras daba un bote de dos palmos. Luego, quedó inmóvil en medio de los cristales rotos y de un charquito de sangre oscura.

Juanco salió de tras el tonel. Tenía toda la arrogancia del vencedor. Se acercó al animal y lo cogió por el rabo. Pero la rata debía tener vida aún porque se revolvió para morder el dedo pulgar del muchacho. Juanco gritó tan ásperamente como lo hiciera la rata segundos antes. Arrojó al animal contra la tierra y lo remató con un canto golpeándole la cabeza hasta que el canto se puso rojo.

  -58-  

Con la rata colgando de su mano, el muchacho se acercó a la pila de leños y la dejó caer por una de las chimeneas laterales. Después, manipuló con la azada. Aquel día, sí que iba a carbonear a sus anchas.

Sólo alzó la cabeza cuando percibió el pitido del tren. Con sus ojos bovinos, abiertos siempre en un asombro cerril, avizoró el tren que pasaba. Juanco agitó la mano igual que lo hacían aquellos hombres que miraban por las ventanillas cada vez que el tren cruza por frente a su chabola. Y se preguntó, de nuevo, dónde iría aquella recua de vagones y qué harían y quiénes serían aquellas gentes. Y siguió agitando la mano hasta que el tren fue sólo un punto negro y desolador.

Se lo había preguntado a su padre, hacía meses, y su padre se limitó a proferir, por respuesta, un par de irónicas risotadas. No hizo él mucho caso, sin embargo, por que solía llegar su padre algo mamado, con dos cuartillos de tinto, siempre que se acercaba al pueblo. Pero a Juanco la idea se le había incrustado de tal forma allá adentro que no había quien la sacase.

Verdad que era hostil la paramera: dilatada, monótona, agreste. Ellos, Juanco y los suyos, tenían la choza en un altozano donde sólo brotaban matojos parduzcos o amarillos. Y más abajo, en la torrentera de piedras y ba suras, vivían los otros: gitanos y buhoneros, mendigos, vagabundos, gentes hoscas de mirada huidiza y manchosa. Cuando la lluvia, el ramblazo se llenaba de súbitos hervores. Bajaban las aguas y derretían las casas y las arrastraban y hasta, en ocasiones, las aguas se llevaban también a alguna que otra persona: como al Tumbao, que lo encontró la pareja de civiles tres días más tarde hinchado como un sapo. Luego, aquellas gentes u otras iguales apañaban los bohíos con sacos y cañas, con fango, y ¡a vivir! Que era eso lo importante.

El padre de Juanco se dedicaba a la carbonería. Allí tenían la industria: pilas de madera y grandes rimeros de cenizas sobrantes. Juanco, con sus quince años en el costillar, ayudaba a su padre en la faena y lo sustituía en no pocas ocasiones. Sabía el oficio, aunque le había costado hacerse con él; al principio, sólo extraía de las tierras sus   -59-   buenos montones de cenizas, pero a fuerza de mamporros y de perseverancia, Juanco llegó a ser un hábil carbonero. Con frecuencia, cuando al caer la tarde dejaba la pala, Juanco se iba vía adelante saltando de traviesa en traviesa o jugando a hacer equilibrio sobre los raíles. Hubiera deseado Juanco seguir la vía hasta más allá, pero mucho más allá, del horizonte que tantas cosas le segaba. Pero se lo impedían los padres y Rafa, su único y menor hermano, un zagal de seis años pálido también, quién sabe si de tristura, que se le iba a remolque cada vez que lo atisbaba imaginando viajes. De todas formas, casi siempre resultaba fructífero el paseo porque a ambos lados de la vía encontraban trozos de pan, botellas y hasta, una sola ocasión, dos morcillas enormes.

Había severidad y reproche en la mirada de aquel señor. Los dedos de aquel señor tamborileaban sobre la mesa incansablemente.

Frente a él, Juanco dejó escurrir la vista hasta el pavimento. Las manos de Juanco iban de las ingles a las rodillas y viceversa. Las manos de Juanco, sin poderlo remediar, seguían el ritmo de aquel tamborileo que fluía por entre los dedos del hombre calvo.

Juanco tenía miedo. Y para escapar de aquel temor que, poco a poco, lo violaba, pensó en lo que estaría haciendo allá en su tierra a aquellas mismas horas.

Cuando mediaba la tarde, Juanco y el «Pizca» se pusieron al acecho. No tuvieron que esperar demasiado. La Amparo llegó con aquel su habitual, salvaje desaliño del que tanto gustaban. No se preocupó mucho la mujer de si habría alguien en las cercanías porque, sin mirar a su alrededor, se alzó las faldas y se acuclilló entre las peñas.

Los dos muchachos tragaron saliva. Respiraban con dificultad y tenían desorbitadas las pupilas y tensos los músculos.

Aquella fue la primera vez. Luego, volvieron otras muchas. La Amparo era puntual para su cuerpo. Era una moza alta y algo metida en carnes que no andaría aún por los veinticinco años.

Pero un buen día, sin que nunca supieran cómo, la Amparo los descubrió. Hecha una furia, con la greña caída   -60-   y las faldas bien arriba, salió tras ellos y la emprendió a chinazos. Huyeron ellos pero una de las piedras alcanzó a «Pizca» en el tobillo y quedó allí tumbado mientras Juanco escapaba hacia su chabola.

Cuando minutos después volvieron a reunirse, el «Pizca» le explicó que la chica le había dado de patadas, siempre con las ropas por la cintura, y le había llamado puerco y cabrón. La cosa terminó entre risas torpes y nerviosas.

Había cesado el tabaleo. Juanco, sorprendido por el tan inusitado silencio, levantó la cabeza. El hombre calvo lo miraba ahora con un gesto más benigno.

El hombre paseó por el despacho. Se detuvo junto a él y le oprimió los hombros con aquellas manos impolutas.

-Nada tienes que temer, muchacho.

A Juanco le entraron ganas de abrazar al extraño. Quiso, entonces, haber llorado pero permaneció mudo y seco, con los ojos bajos, fijos en las figuras del mosaico.

El hombre se acercó a la gran mesa y pulsó un timbre. En seguida, penetró en el despacho una joven alta y huesuda que le dirigió una mirada de curiosidad. La joven se puso unos lentes y tomó asiento frente a la máquina de escribir.

-Bueno, chico, al menos me dirás tu nombre y el de tus padres, ¿eh?

Juanco hizo un movimiento indefinido. El hombre se frotó las manos.

-Muy bien, muy bien. ¿Cómo te llamas? -Juanco.

-Juanco..., ¿qué? Juanco.

A pesar de ser invierno, el sol pegaba de firme. Temprano empezaron a carbonear. Esperaban un camión y era, pues, necesario que activaran la faena. No cesaron hasta el mediodía. Comieron potaje y descansaron sólo el tiempo justo para que el padre se fumara uno de sus cigarros.

A eso de las cinco y pretextando una necesidad, Juanco se alejó de las carboneras y de su padre. De un   -61-   pequeño roquedal próximo a la vía cogió el hatillo que había guardado. Después, con una reciente firmeza, echó a caminar vía adelante. Juanco tenía el propósito de huir para siempre de aquella odiosa paramera, de no regresar nunca más, pasara lo que pasara.

El sol se amagaba por tras la cordillera azul. El muchacho se preguntó cuánto tardaría en llegar a la ciudad. Había estado en ella sólo tres veces, pero con su padre y en viajes rápidos, de negocios.

No se habría alejado aún doscientos metros de la casa, cuando percibió unos pasos breves a su espalda. No tuvo necesidad de volverse para saber quién le seguía. Era Rafa, su hermano. Un minuto más tarde, Rafa lo cogía de la mano y sin decir palabra caminaba junto a él. Para Rafa aquello no significaba más que otro de los acostumbrados paseos. Para Juanco era una total liberación. No podía, pues, permitir que sus proyectos se fueran al traste por aquel mocoso. Sin embargo, se dijo que nada podía hacer para evitar la intromisión. Si lo despedía con malas palabras, el pequeño correría a contárselo a su padre y éste lo alcanzaría. Si le golpeaba, sus gritos advertirían a los suyos. Por otra parte, una explicación hubiera resultado baldía porque el chico estaba en agraz y nada podía comprender. Lo prudente era callar, seguir caminando y esperar que el mismo camino le brindase una solución.

Anduvieron en silencio hasta que el yermo se espesó con la oscuridad. Rafa jadeaba. Estaba cansado del prolongado paseo, sin duda. Juanco le apretó la mano. Pretendía trasvasarle su enérgica resolución. Pero sólo consiguió que su hermano profiriera un lamento de asombro y dolor.

-¿Pa dónde vamos, te?

Juanco no respondió. Y como si aquella pregunta hubiera hecho mella en su ánimo, alargó el paso e hinchó el pecho de aire frío de la noche.

-Padre dirá que es tarde, te.

Juanco se subió a lomos al zagal. No quería que su hermano presintiera lo que realmente estaba sucediendo. Tenía un miedo grande a perder esa libertad por vez primera, se le ofrecía en toda su anchura.

  -62-  

La noche venía densa, se apretaba en los nubarrones de bordes desgarrados y brunos, como un agua sucia mineralizada de súbito. Y de aquella oscuridad, se precipitaba un helor riguroso sobre los dos muchachos.

Rafa temblaba de frío y de hambre. Dejaba escapar hipidos entre el castañeteo prolongado de sus dientes. A Juanco le dolía en las costillas el cuerpo aterido de su hermano. Se dijo que necesitaba buscar un refugio y dormir a cubierto, más por el pequeño que por él. Luego, con la amanecida, proseguiría la andadura.

Dejó al zagal en el suelo. Sin alejarse mucho de la vía, Juanco buscó y encontró buen asilo en la oquedad de una muralla roqueña. Juanco hizo sentar a su hermano y le dio unos mendrugos que llevaba en el zurrón. Mi entras Rafa devoraba el pan, él procuró hacer alguna leña. Encendió los matojos y crepitaron éstos alegremente. Pronto, se caldeó el pequeño recinto. Rafa sonreía ahora y dejaba que sus manos hendieran las vivarachas llamas. Juanco dijo a su hermano que se acostara. Le puso el hatillo a modo de cabecera y con su chaqueta lo arropó. Después, Juanco se apoyó en el poroso muro de roca.

Sólo se oía el viento raspando la superficie rugosa de la llanura. Juanco cerró los ojos y se preguntó, nuevamente, qué haría con el chiquillo. Se le ocurrió que podía irse ahora y dejarlo allí hasta que alguien lo encontrase. Pero no estaba muy seguro de si Rafa dormía realmente o sólo lo fingía. De cualquier modo, si Rafa volvía junto a los padres podría delatarlo y darles la dirección que había seguido. En el cerebro de Juanco se sucedieron toscas y prometedoras imágenes. Sobre todas, prevalecía la de su libertad, que tenía que conservar a cualquier precio.

Juanco miró al pequeño. ¡Qué ajeno estaba Rafa de tales pensamientos! Se agachó y lo besó en la pálida mejilla. Al levantar la cabeza, Juanco se quedó paralizado al dar una vuelta y ver que Rafa se había acercado a las brasas.

Primero tuvo un escalofrío, luego un sobresalto. Pero no hizo nada por evitar la terrible proximidad. Sus ojos, con sólo describir un ligerísimo arco, iban del rostro de su hermano a las ascuas. Y se mantuvo inmóvil por el   -63-   estupor que le causaba aquella idea que se abría paso a empellones por entre las otras.

El viento era más crudo, soplaba con mayor violencia, como queriendo avivar las llamas y su oscuro pensamiento. Juanco volvió a cerrar los ojos mientras sus manos acariciaban las facciones de Rafa con increíble suavidad. Los abrió para escudriñar aquella carita que ahora oprimía entre sus dedos recios y nerviosos.

La mecanógrafa se había marchado. Sólo estaban con él aquellos dos hombres: el de la calva y el otro que llegó después.

Juanco pensaba en la Amparo, en «Pizca», en Rafa. Pensaba en los bigotes de aquellos dos guardias que le habían cogido y en sus fusiles que brillaban tanto o más que la calva de aquel señor. Pensaba, sobre todo, en la visita al depósito. Se había tenido que inclinar sobre el cadáver desfigurado de Rafa.

-¿Es ese tu hermano?... ¡Contesta, canalla!

Juanco, al sentir el golpe en plena nuca, dijo que sí, que era su hermano.

Lo llevaron a muchos otros sitios antes de encerrarlo en la oficina del hombre calvo. Y él iba por las calles, siempre entre dos guardias, sonriendo a cuantos le miraban. ¡La ciudad! Por fin era libre, por fin se había independizado de aquella tierra asquerosa, de aquellos padres asquerosos, de aquel trabajo asqueroso y duro.

El hombre de la calva, no; el otro, paseaba a derecha y a izquierda. Sus manos, las manos de Juanco, iban de las ingles a las rodillas al mismo compás que seguía el hombre en sus paseos. Cuando se detuvo, las manos de Juanco también se detuvieron.

-¿Por qué lo hiciste?... ¿Por qué?

El calvo se había puesto a sus espaldas y Juanco sentía el aliento tibio junto a su oreja.

-Es mejor que hables claro, muchacho.

Entornó los ojos. Hacía un mes, sobre poco más o menos, a aquellas mismas horas, estaba viéndole el culo a la Amparo.

-Vamos, hombre. No podemos perder más tiempo.

  -64-  

Tan sólo seis días atrás, se había ido con «Pizca» a cazar sapos a las charcas que se formaban en la torrentera, después de los chaparrones.

-Vamos, vamos, no me hagas perder la paciencia -y con un tono más crecido, agregó:- ¿Por qué lo mataste?... ¿Por qué?

Juanco se estremeció. Un fuerte sollozo le hizo doblarse sobre sí mismo y comenzó a llorar.

Y es que Juanco pensaba entonces en la vieja rata gris que había quemado en la carbonera, en el animal que había vertido su sangre oscura a dos o tres pasos del tonel.



  -65-  
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El palomar


1

A las cinco de la tarde, de tan absortas y taciturnas, las cinco parecían remotos idolillos circunspectos. De vez en cuando, alguna se hurgaba los dientes. O eructaba. O escupía.

A las seis de la tarde, hubo un leve, breve estremecimiento general. Hacía frío. Y sólo el frío desvaraba por bajo la puerta, por bajo las haldas, por sobre los muslos estriados de varices. Quizá por eso, a las seis, las cinco restregaron las nalgas, veleidosas y encallecidas, sobre las cinco sillitas de enea.

A las siete de la tarde, las cinco, sin saber exactamente por qué, enlucieron sus bocas con tibias sonrisas amañadas, con tibias promesas heñidas en el hambre misma de cada día.

Y eran las ocho, cuando las cinco, que desde las cinco de aquella tarde, y de otras muchas, habían permanecido ovilladas y mudas, dejaron fecundar sus pequeñas risas y se miraron -casi se midieron, más bien- con un gesto de inadvertida resignación.

El primer parroquiano pidió un chato de blanco y, mientras lo sorbía morosamente, lanzó furtivas ojeadas a las cinco mujeres que, algo diluidas en la humilde penumbra, lo estudiaban sabia y anhelantemente.

Pero debía llevar prisa aquel primer parroquiano de   -66-   la tarde porque, tras largarse el vinillo, salió por el mismo palmo de puerta que dejara abierto al entrar.

«La Pechugona» resopló a lo ancho de la taberna y dijo ciertas letrillas, en una melopea dúctil, referentes al mamacallos y a la cicatera hombría de algunos.




2

A eso de las nueve, las cinco se holgaron calladamente: habían llegado varios militares sin graduación y dos verracos de paisano.

Andrea hizo un guiño al más joven de los quintos. Y el mozo irguió el pecho, bizqueó el mirar, introdujo la mano derecha en la hebilla del cinto y dio varios lengüetazos glotones a lo largo de sus labios.

Pero Andrea volvió a ovillarse, a ser carne de torpe idolillo. El rostro lampiño de aquel soldado, le sugirió, sabe Dios por qué, otras facciones más suaves, más recientes. Andrea, con tierna, con limpia gratitud, percibió entonces cómo la leche afluía a sus senos.

Sólo alzó la cabeza cuando supo, por el precipitado pateo, que los mozos se iban con el toque de fagina en los talones.




3

Uno de los paisanos, rechoncho, tripón y de malévolos ojillos, tomaba copas de coñac y fumaba cigarrillos bisonte. Lucía, en el lúspido índice, una alianza, y valoraba, medía y cubicaba a las chicas con aires de perito insobornable.

Flor, con su aspecto lánguido e infantil, fingió arrumacos bisoños. Flor tenía un hermano tísico y algo escorado del hombro izquierdo, que administraba, organizaba y subastaba, cuando era necesario subastar, la industria. El tísico le decía a Flor que los hombres eran unos borregos de solemnidad y que de la tal coyuntura había que sacar hasta el tuétano. Y así Flor, que en humildad y   -67-   obediencia se parecía mismamente a su madre, se dio a correrías y malaventuras antes de sumergirse en la tibia dulzura de «El Palomar».

El hombrecillo tripón, después de sorber la tercera copa, se fue hacia Flor, se plantó delante de ella en actitud dura y recelosa, y terminó invitándola a una caña o a lo que fuera.

Flor pidió una cerveza con hígado a la plancha por que tenía el estómago deshabitado y se ruborizaba cada vez que sus tripas emitían sonidos oscuros y ligeramente sospechosos. Mientras comía, el chaparro le sobó un muslo y le pellizcó el trasero. «Tienes las carnes duras, hija», le susurró poniéndose tierno. Flor sonrió provocativamente y hubiera llevado mucho más lejos su provocación de no haberse atragantado con aquel hígado. Flor tosió. Flor lagrimeó. Flor babeó con timidez, hasta depositar, sobre la manga de su amigo, una bazofia densa y negruzca.

Mientras el hombrecillo tripón, de ojos melifluos, injuriaba, renegaba, maldecía y frotaba su gabardina con el pañuelo empapado de sifón, la muchacha, muy sofocada y trémula aún del pasmo, recibía la caricia amagada, torpemente maternal, de Amparo «La Pechugona»: «Márchate, niña, tú estás algo tocada».

Cuando los verracos de paisano se esfumaron, su compañera le repitió que se marchara a su casa. Flor le mostró un papel arrugado y le dijo que era para Jaime, para su hermano. Amparo, con el amplio y fino ademán de una dama, le replicó que ella misma lo mercaría si la noche era propicia y que si no, lo pediría de fiado en la botica de don Nicolás.

Durante un par de horas, nadie entró en la tasca, salvo el reseco y cetrino Francisco González González, rey de la gitanada local.




4

Al filo de la medianoche, irrumpió la trashumante caterva de mozalbetes, algo mamados y con ganas de pulla,   -68-   desmelenada, untuosa la pelambre. Charo fue hacia ellos ensayando sus más lúbricos andares. Charo les pidió un pitillo rubio.

Charo Fuentes, oriunda de la vega oriolana, convivía, con otra muchacha de su misma o muy parecida industria, en el desván de una añosa casona. Charo Fuentes, que tenía aprobados varios cursos en la Escuela Profesional de Comercio, alimentaba secretas novelerías al cobijo de aquel blasón que campeaba -recomido, triturado, desyelmado- en la clave del arco.

Charo, aquella noche, como otras muchas, cantó y bebió, bebió y cantó, hasta que se le desinfló la voz y se le voltearon los ojos. Entonces Charo Fuentes, algo mimo silla, acercó sus altos pechos al pecho del mozallón.

Pretendieron llevársela con ellos, pero Charo, por último, declinó el paseo. Porque le gateaba, garganta arriba, una apretada congoja. Porque escocía jugar, otra vez, al dulce, al efímero juego de las marionetas. Porque se le habían roto las cintas del sujetador y se reconocía demasiado vulnerable, demasiado ilusoria.

Tornó, pues, a su sillita de enea, al sopor de cada hora, de cada minuto, al muelle refugio de los recuerdos volanderos, de las volanderas afirmaciones. Charo Fuentes se agitó, de nuevo, con las aristas en el costillar y escuchó las rondas de los mozos, sus guitarras, el bullicio de la romería en la noche fúlgida de San Ramón, mientras Fermín, el rabadán de ojos reptilinos, le rasgaba la blusa. Charo Fuentes, que tenía un corazón pequeño, pero cabal y amable, dedicó aquella noche un leal recuerdo para el Fermín multicéfalo y único, perdurable e instantáneo.




5

Cuando barruntaba a un señorito, Elvira blanqueaba el mirar e, inevitablemente, discurría en su Gustavo Adolfo. Claro que aquél no tenía los ademanes finos, ni la gallarda apostura de su Gustavo Adolfo, pero resultaba más correcto que de ordinario y sus palabras, de tan extrañas, olían a cosa santa.

  -69-  

Elvira conoció a Gustavo Adolfo Bécquer en un cabaret del Paralelo. Bailaron un «rock and roll» y el muchacho, que apestaba a vino y sudor, le dijo que era poeta y le recitó unos versos ante los que Elvira no supo -ni si quiera lo pretendió- negarse a nada. Desde aquel entonces, Elvira los repetía con unción mística:


Por una mirada, un mundo.
Por una sonrisa, un cielo.
Por un beso, ¡ay! Yo no sé
qué te diera por un beso.



¡Ay! Qué felicidad saberse amada así. Claro que el noviazgo se rompió en el aire mismo de misterio donde había fraguado. Y se rompió sin estridencias, sin preludio alguno. Simplemente, se rompió cuando ella pudo entregarle los últimos dineros necesarios para la edición de su gran obra.

Luego, después de varios meses, el maestro don Agustín la tomó de la mano en la penumbra del departamento de tercera clase, y le fue soltando, entre honestas vaharadas de chorizo y tortilla a la española, la emocionada caricia de aquellos versos. Don Agustín, aunque tullido de nacimiento, era individuo venerable y de muchos saberes, de forma tal que, con toda su miopía brincándole por sobre el vidrio, le narró también la vida, muerte y milagros del vate Bécquer.

Elvira abandonó el departamento y el tren en el primer apeadero, y estuvo allí desaguándose en llantos, bajo la luz oxidada de una tulipa.




6

A las cuatro de la madrugada, las cinco mujeres jugaron sus últimas bazas de buena voluntad. Pero aquella noche, como otras muchas, pintaba la mala uva.

Andrea se restregó los ojos, pensó en su pequeño y acarició con suavidad los pechos donde se embalsaba la mansa leche.

  -70-  

Charo se relamió los labios resecos, cuarteados por el alcohol y dejó sus brazos caer hasta el suelo.

Elvira se dijo que iría a misa de seis. Sólo faltaban dos horas. Después tomaría un vaso de malta, bien calentita, y a la cama, a dormir hasta la tarde siguiente.

Flor sonrió a Amparo. «¿Crees que nos fiará don Nicolás?». Y se quedó mirando a su compañera como en una súplica.

Amparo profirió una opaca letanía y le devolvió la sonrisa. Pues qué, ¿acaso no había aún hombres? Entornó los ojos e hinchó el enorme busto con serena confianza.

A las cinco de la madrugada, de tan exhaustas, de tan pálidas, de tan inmóviles, parecían cinco idolillos torpes y circunspectos.

El amo del bochinche, fregó los últimos vasos, pasó un paño húmedo por el mármol del mostrador, se desperezó, batió palmas y les gritó que ya era tarde, que se largaran a la calle.

Pero aún tardaron en comprender por qué el aire nuevo de la mañana, de cada mañana, les llevaba, junto al chillido del huésped, el husmo desabrido de la ciudad.





  -71-  
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El tiempo fasto

Me dicen Roberto y tengo treinta y dos años. No sé ni de dónde he salido, ni cómo se llamaban mis padres. Pero no soy un cualquiera. He vivido, he corrido por esos mundos de Dios, he bregado de firme y tengo las carnes llenas de mataduras. Tampoco sé ni para qué. Digo yo, si serán para que se note que nunca me he rebajado.

Ahora estoy en una pequeña capital de provincia. Algo fría, tal vez, pero tranquila, muy tranquila. No me puedo quejar. Sobre todo porque don Darío se me antoja un bendito, aunque algo lerdo, que todo hay que decirlo. Don Darío Ridruejo es mi amo.

Tiene gracia. A don Darío le han colgado el sambenito de sabio. Total porque es catedrático. Claro que no me importa demasiado. Sé que a la gente le gusta incordiar. De cualquier modo, es natural que don Darío, como buen cristiano, tenga sus rarezas. Y cuando se pone a lo culto, dice que soy un... ¡qué sé yo! Pero, bueno, lo dice sin ánimo de molestar.

Creo que don Darío es un santo o algo por el estilo al lado de aquel mostrenco al que llamaban «El Cagarruta», trajinante de mala ralea, que fue mi amo durante algunos meses.

Doña Matilde, la mujer de don Darío, sí que me pone como loco. Doña Matilde es una bestia de tiros largos.   -72-   Doña Matilde, hembra de muchas y reidoras carnes, no pierde el turno para endilgarme sus buenos torniscones en el pescuezo. Doña Matilde, en fin, me llama zamarro porque no logro hacerme con el inglés, pero ¡qué idea...!

Para mí tengo que doña Matilde anda algo ida desde que la palmó el chico, que en Gloria esté. Sea lo que fuere, el caso es que don Darío y yo la odiamos con odio sanguinario. Aunque lo disimulamos, por si las moscas. Siempre que hay jollín, don Darío llega perdiendo el culo, me acaricia y se duele de su cobardía.

-¡Qué mujer, Roberto!... ¡Qué mujer!...

Don Darío, más sosegado, toma el periódico, enciende un habano y se deja caer en la butaca. Don Darío, que es hombre de hábitos, se despabila un sueñecito hasta que lo empoma doña Matilde y, de nuevo, le arma la de Dios. Lo pone de guarro y vilordo que da pena, ¡y todo por una miaja de ceniza! Pero la cosa no termina ahí, ¡ni hablar! Doña Matilde, con muchos humos, se vuelve, me casca un sopapo y me pregunta que qué miro. ¡Qué mujer, don Darío!... ¡Qué mujer!... Momentos hay que... no sé, no sé.

Pero todo esto son menudencias, no más. Mi vida es una vida plácida y ordenada. Cada mañana, don Darío, a las nueve menos cuarto, sale para el instituto con su abrigo negro y su cartera negra y su paraguas. Entonces las mujeres hacen la limpieza. Doña Matilde sacude el polvo siempre con la pechuga muy inflada. La Petrita canta coplas y empina el trasero mientras friega los pisos. Al mediodía, me llevan a la cocina y me dan buñuelos de viento o sopas de leche. En un principio, no había quién me hiciera tragar aquellas porquerías, pero... ¡qué remedio!

Don Darío, me creo que ya lo dije, es hombre de costumbres. Desde que la palmó el chico, que en Gloria esté, no sale por las tardes. Las pasa en el saloncito, junto a la estufa, leyendo en los papeles. A don Darío se le alumbran los ojos con una candela que se me antoja algo astuta.

Yo y don Darío somos dichosos esas tardes, ¡lo juro! Son tardes largas melancólicas, casi pasmosas. Tardes en   -73-   las que se diluye mi mudez. Tardes en las que se columpian las campanas de la colegiata y resbalan por los aires como vencejos. A menudo, doña Matilde nos revienta la quietud. Doña Matilde tiene la rara afición del clavicímbalo y cuando toca, no tolera ni un suspiro. Como me la conozco de sobra, simulo dormir y ¡allá se las apañen!

Los domingos sí que son para no mentarlos. Los domingos, doña Matilde recibe e invita al té. La cosa queda muy fina y doña Matilde se cuelga los pendientes y el broche de perlas. A la Petrita la viste como de feria: toda empingorotada y con un sombrerete o algo parecido que le cae muy cursi.

A don Darío es mismamente como si lo despanzurrasen. Da grima barruntarlo con sus botines y su cuello duro. Don Darío apenas habla. Se deja sobar, llevar, traer, preguntar, etc. Cuando se largan las madamas, el pobre suelta el resuello y se repantiga en su butaca. -¡Qué mujer, Roberto!... ¡Qué mujer!...

Las amigas de doña Matilde son de peso, de la buena sociedad, de esas que se las saben todas y hacen punto para los niños panzones y piojosos, y despotrican de todo y con todo se santiguan y dicen palabras santas y cuentan cuentas de rosario y hablillas de los arriscados coadjutores. Son señoras finolis y muy dadas al prójimo que sorben el té maravilladas del chispeo de las joyas.

Los amigos de don Darío ya son harina de otro costal. Se reúnen muy de tarde en tarde, y forman un grupo locuaz y muy culto. Allí está el pediatra don Juan Castroviejo que prodiga chistes subidos y gusta, según es notorio, de palparles el culo a las mozas. Allí también don Ángel Núñez, adjunto de Historia, liberal e inteligente pesquisidor.

-¡Defínase, don Juan!... ¡Defínase, y déjese de historias!

Y el registrador de la propiedad don Ricardo Cifuentes, que anda siempre medio enjumado y como ido.

-Aquí, lo que hace falta es más dignidad, ¿no es cierto, don Ángel?

Mi amo se despepita por meter baza.

-¿Y qué me dicen ustedes del Plan Badajoz, eh?... ¿Qué me dicen?

  -74-  

Don Ángel lo fulmina con su mirada. ¡Pobre don Darío! con ese cuento de ser sabio, lo han arreglado. Me da mucha lástima don Darío pero nada puedo hacer por él.

¡Qué cosa disparatada es la vida! Por eso me he negado siempre a hablar. No te aclaras tampoco, no te vale para nada. Además, no es cosa de un servidor. Yo soy como soy y no tengo por qué andarme con rodeos.

De todas formas, hay asuntos que me distraen. Por ejemplo, las cosas que se hacen la Petrita y el militar que viene cuando mis amos se marchan al teatro. ¡Menudos pellizcos se arrean! Sí, son cosas que me ponen cachondo. Aunque no sé por qué, la verdad. Ni jamás lo he sabido. Debe de ser algo casi mágico porque el mozo y la Petrita ponen unas caras y soplan de una manera muy curiosas. ¡Lástima que no venga con más frecuencia el quinto ese!

Mi vida es una vida plácida y ordenada. Pero también una vida vacía. Y es que no tiene sentido eso de estar así, siempre lo mismo, siempre sin que nada acontezca. En ocasiones, cuando vislumbro tras los cristales el aire bullidor y azul, me entran ganas de romper a bocados la cadena. Sin embargo, la ventolera pasa pronto, a Dios gracias. Hace muchos años, cuando lo de «El Cagarruta» ya me las piré una vez. Total para nada, porque fui a dar en una corraliza negra y fangosa de donde no había quien saliera. Me mamé la noche entre tiritonas y bramidos por que las ratas no hacían más que porfiar. Luego, cuando volvieron a encadenarme, sentí un gran alivio, lo confieso. Y es que no sé cómo comportarme; estoy desentrenado para estas andanzas. No sé casi nada, ni siquiera si tengo linaje o soy un tipo extrañamente abortado. Pero conozco mis principios, los míos, y nunca hablaré. No me rebajo. Es mi evangelio. Quizá por eso tenga las carnes cubiertas de costurones.

El cadáver de doña Matilde huele con un olor agrio y fuerte, como si talmente hubiera reventado la muy puerca. En los ojos de don Darío alumbra hoy la singular candela. Don Darío ha trabajado con su acostumbrada docilidad y de un solo tajo le ha rebanado el pescuezo a su mujer. Claro que antes don Darío había sacado filo a la navaja barbera, con mucha conciencia.

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Doña Matilde ha lanzado un chillido de verraco, se ha columpiado en el aire hasta caer de costadillo y ha disparado grotescamente los ojos de sus órbitas. En la tajadura, borbotea aún su mala sangre.

Don Darío me mira con cierto empacho. Luego deja rodar los ojos hasta la tremenda cuchillada.

-¡Qué mujer, Roberto!... ¡Qué mujer!

Don Darío Ridruejo se ha retorcido brutalmente, como si tuviera retortijones de tripa, antes de cascar en sollozos.

Cada vez se me figuran más sorprendentes estos hombres... En fin, allá ellos. Para mí, no cuenta nada de lo sucedido. En el mejor de los casos es sólo un pasatiempo. La verdad; se me da una higa lo que hagan con la difunta y con el bendito de don Darío.

Mi vida es una vida plácida y ordenada. Una vida vacía también. Ahora sé que he de esperar mirando el aire bullidor y azul, hasta que llegue mi nuevo dueño.



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Pequeña crónica

Los golpes de la garrota le brincaban a Pascual, como un espeluzno, por la espalda -canija, traslúcida y granujosa-. Desde las piedras del alcázar zurraba con rigor el frío.

Los trancazos reventaron, algo más próximos, en las baldosas de la acera. ¡Pobre Diego! Y recordó al desgaire, cuando ambos, de mozos, iban a pescar meros a la escollera. Pascual barajó los naipes.

Salían a la amanecida, el sueño rebulléndoles aún en los párpados. Mercaban pan tierno en la tahona de San Onofre, se atizaban unas copas como Dios manda, y ya, en el rompeolas, apercibían los aparejos. ¡Qué momentos aquellos! A Pascual las cartas se le escaparon por entre los dedos, como pececillos trasijados.

Hurgó en el brasero hasta avivar las ascuas. Por los calcañares le subió un ardor generoso.

¡Pobre Diego, sí! No podía remediarlo. Y es que el pobre Diego tenía un oficio duro, muy duro para sus años. La verdad, aquello de andar de aquí para allá, toda la noche, era mismamente una rechifla. Pascual se removió inquieto. No, no estaba nada bien. No le parecía nada bien. No le parecía nada justo, ni propio de cristianos, ¡qué puñetas! Y que no le fueran luego con monsergas.

  -77-  

No, señor. Porque allí estaba él mismo, por ejemplo, que lo tenía todo. Así, sencillamente todo. Tenía un hijo. Y una nuera. Y un nieto ya de camino. Tenía una casa. También tenía a Tom; al cascalero, al rabicorto Tom. Entonces estiró el brazo hasta el lomo del perro.

Tom sacó el hocico de entre las patas, tensó las orejas y lo miró con el mirar líquido y manso.

-¿Verdad, tú, que hace frío?

Tom se sentó sobre sus cuartos traseros e inclinó la cabeza.

-Esta noche sí que lo sacamos. Verás, verás... -murmuró, mientras ordenaba los naipes.

Ya no se escuchaban los garrotazos de Diego. Muy probablemente, Diego se habría puesto a buen recaudo en la obra donde el guarda prendía, cada noche, una respetable fogata. Si así era, tanto mejor. Mucho mejor. Cuando menos para él, que se encontraba más a su gusto. Encendió la pipa. Podía fumar con toda la pachorra. Sus hijos se habían ido, en muy buena hora, al pueblo. Se habían ido de romería.

Pascual, metido ya en el laborioso juego del solitario, tuvo un golpe de tos. Se levantó y anduvo los dos pasos que le apartaban del balconcillo; salió afuera y tiró el escupitajo que sonó, al tronzarse sobre el bordillo con un sonido grave.

La única, la tímida bombilla se iba, a costalazos de viento, de una a otra margen del callejón, y llenaba de pálidos vislumbres las cornisas y los ventanucos arropados con cueros de caloyo.

Hacía helor. Lo supo en su piel que se había vuelto vítrea y luminosa. Regresó al cobijo de las brasas y dejó que sus manos las sobrevolaran cautamente.

Se dio de nuevo al solitario; un arte tornadizo, algo mofador y muy moroso. Claro que, de cualquier modo, la Petrita, su nuera, no le permitía trasnochar más de lo mandado. Pero, ¡en fin!, todo era cuestión de tener, como los matarifes o las echadoras de cartas, una mano sabia. No había hecho más que iniciar la suerte cuando sintió unos ronquidos. Miró en torno. La estera estaba vacía y no vio al perro por el cuarto. Aguardó hasta que nuevamente   -78-   se ahilaron los gruñidos de Tom. Ahora, sí. Ahora lo había localizado. Estaba en el balcón. Pascual entreabrió un palmo la puerta.

-Venga, pasa de una vez.

Pero el animal soltó otro lamento. Asomó el viejo por la rendija: Tom tenía la cabeza trabada por dos barrotes del pasamano. Trataba de escabullirse, para lo cual afianzaba las patas delanteras y se zarandeaba de un lado a otro. Sus uñas, en el desmañado, en el frenético arranque, hacían saltar pugaradas de mortero.

-¡Cuidado que eres borrico!

Se agachó e intentó zafarlo. Pero, casi al instante, sus manos se pusieron rígidas en el barandal. Les echó el aliento. Un aliento que se estratificaba, como atónito, y se iba navegando noche arriba.

-Ahora... Verás...

El perro se apretó sobre las costillas y lanzó un aullido de dolor. A Pascual, el taco se le cuajó en la garganta. Tenía una sangre mentida y calcárea. Tenía una sangre ya inútilmente, parsimoniosamente amagada en el corazón. Las nubes se habían retrepado a lomos del otero y patinaban sobre el filo de sus aristas. Sólo, entre desgarraduras, tremolaba alguna estrella con tiritonas singulares. No se oía más que el viento. Y en el viento, como mi celas, el estertor de Tom y los resuellos del viejo.

Pascual, por último, se frotó las palmas en los fondillos del pantalón.

-Será cosa de gastar la mollera -dijo, mientras golpeaba las ijadas de Tom.

Entró y cerró el portillo. Bueno, era preciso calmarse y obrar con sensatez. Aquello parecía no más una tomadura de pelo.

Los aullidos sonaban y resonaban con urgencia. Volvió al balcón y arropó al perro con su manta. Luego lo alzó hasta el antepecho y lo puso sobre sus rodillas. Con tiento, le dobló el pescuezo. Pero un rezongo le hizo desistir. Tom tenía el pescuezo hinchado y tibio, probablemente de sangre.

Le mordió la desesperanza. Era un viejo echadizo. Era un viejezuelo modorro. Era un viejarrón que ni siquiera   -79-   servía para tenderle una mano al amigo, aunque al amigo le dijeran Tom y fuese tan sólo un perro descastado. Pascual soltó un zarpazo a la pipa. El ya no era hombre. No tenía por qué fumar.

Mientras tanto, una lluvia frívola bajó sobre la ciudad...

Los vecinos de Pascual, como todos, eran gentes galanas y humildes, honestas y entrañables. La Petrita, su nuera, solía prestar dientes de ajo, o jícaras de aceite, o ramitas de perejil. Los prestaba a Lola, la del chamarilero; a Charo Fuentes, la del segundo; a Julia; en particular, a Julia, la mujer de Cosme, el herrero.

Por eso Pascual brincó la calleja, con brincos inseguros y mínimos, y, mientras el agua se le escurría por la pelambre, llamó a la puerta.

Julia, la de Cosme, traía en los ojos legañas, entre biliosas y blancuzcas, y el aliento le apestaba. A Pascual le entró tiritona porque la mujer del herrero hacía extraños visajes.

-¿Anda por ahí tu marido?

-¿Pues dónde quiere usted que ande?... Vamos, ¡digo yo!

-Mujer...

Pascual le aseguró que necesitaba hablar con él, que se trataba de una cosa muy principal. Medio amodorrada y medio apática, la mujer se metió en la trastienda, no sin antes refunfuñar algo que Pascual no entendió.

Cosme, el herrero, era mozo bien plantado y de tremendos bíceps, pero aquella noche, liado como iba en la frazada, parecía más bien desmedrado y holgón.

Cosme, el herrero, no sacaba semblante de muy sanas querencias, y sin remilgos le preguntó qué asunto le llevaba a tan destemplada hora.

-Verás, Cosme... Bueno, el caso es..., es cosa de la cabeza, ¿entiendes?... La... la tiene metida así, de manera algo rara... ¿entiendes, no?

Cosme, el herrero, miró para su mujer, se hurgó la nariz y se limpió en la manta.

-No.

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A Pascual, la carne se le había puesto talmente de gallina.

-¿Oyes? -dijo, de pronto-. Es Tom.

Cosme, el herrero, mandó a Julia que se fuera a la cama porque lo único que había sentido era el niño, que andaba con retortijones de vientre.

Cosme, el herrero, con delicadeza casi, empujó al viejo.

-Mañana, ¿eh? Mañana viene y me lo cuenta, ¿de acuerdo?

La fugaz hoja de luz alumbró la calleja enlamada por donde la lluvia, entre tanto, bajaba, algo más crecida. Los vecinos de Pascual, como casi todos los vecinos, eran gentes mesuradas y caritativas, tiernas y urbanas. La Petrita, su nuera, solía prestar la plancha eléctrica o medio litro de petróleo o un pimiento. Se lo prestaba a Julia, la del herrero; a Lola, la del comerciante; a Charo Fuentes, la del segundo. En particular, a Charo Fuentes, recién maridada con un subalterno de la fábrica de tabacos. Pero Pascual no llegó a subir, porque cuando en ello estaba, se abrieron los postigos del ventanuco y la voz campanuda y ordenancista del subalterno gritó:

-¡Si no se calla esa mierda de perro, le rompo el espinazo!

Pascual acarició a Tom con tanta ternura que el perro movió la cola, aunque con cierto desánimo.

Al cesar la lluvia, el frío se había hecho más acuciador. Caía desde las piedras del alcázar y zurraba con ganas.

Se dejó llevar por la pina calleja, dobló a la izquierda. Era la última posibilidad. Algo así como gastar el último petardo. Llegó a la obra. En lo más hondo, barruntó al guarda y a Diego encorvados sobre la lumbre.

-¿Quién anda por ahí? -Soy yo. Soy Pascual. Diego se irguió. -¿Sucede algo?

Pascual carraspeó. El guarda tomó un pote de junto a las pavesas.

-Eche un trago, abuelo. Se va usted a desarmar.

  -81-  

Pero Pascual no se percató del ofrecimiento.

-Vente para casa. Diego, vente corriendo, porque si no, Tom la diña.

Diego dio un respingo.

-¿Tu chico?

Pascual le dijo que no, que no se trataba del chico, sino del perro.

-Está bien, hombre, está bien. Vamos a ver qué pasa.

El guarda bebió del pote, chascó la lengua y sonrió.

-¡Leches con el abuelo! Menudo susto.

Una vez en casa, Pascual corrió al voladizo: Tom parecía resignado a su suerte. Pascual lo despojó de la manta, que chorreaba. Con ojo limpio y sosegado, Diego advirtió la situación.

-Este animal no tarda en reventar, ¡palabra!

Palpó un barrote. Introdujo su bastón y lo apoyó sobre el hierro. Le rechinaron los dientes y se le fue un bufido cuando venció toda su humanidad sobre la palanca.

Pascual lo observaba con gratitud y admiración. Diego había sido, de siempre, un hombretón capaz de alzar, hasta sus mismas narices, un fardo de más de seis arrobas. Y todavía, ¡vaya que sí!, guardaba un cuerpo firme y macizo.

Pero los años, o el frío, o quién sabe qué, cortaron, a cercén, los resoplidos de Diego.

-A lo mejor entre los dos...

Pascual empuñó la garrota y afirmó los pies.

-¿Listo?

Pascual dijo que listo.

-¡Vaaaaa...!

Se quebró la garrota y su chasquillo restalló por la calleja. Pascual recibió una costalada y se quedó sentado ridículamente en el suelo. Diego, como ido, sostenía el tercio superior de su garrota.

-Más de veinte reales...

Pascual se incorporó y echó un vistazo a su compañero: tenía un gesto entre melancólico y enajenado.

-Más de veinte reales me va a costar...

  -82-  

Se marchó sin más. Pascual lo sintió bajar. Luego, se dejó caer en la silla. Por el cuarto holgaba el mismo frío, despiadado y elemental, de la calle.

Pascual se dejó caer en la silla, se desplomó en la silla. Advirtió los naipes y los fue apilando uno tras otro, hasta el último. Escuchó, como algo cada vez más distante, las sacudidas de Tom y se quedó, con la cabeza reclinada sobre los montoncitos de cartas, mansamente dormido.



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Lucha en el valle


I

El abuelo ordenó que recogiéramos a prisa lo más necesario. El abuelo nunca ha tenido la costumbre de hablar demasiado, de modo que empezamos la faena, sin atrevernos a preguntarle nada. Había recién llegado de la aldea y no acertábamos a comprender qué cosa pasaba realmente.

-Hay que moverse -gruñó-. Pueden presentarse aquí, de un momento a otro.

Sólo padre quiso indagar, pero el abuelo soltó un tremendo resoplido y le hizo tragarse una buena ración de palabras. El abuelo Sebastián siempre ha sido así. Jamás, que yo sepa, ha permitido que husmearan en sus asuntos. Lo cierto fue que se armó un gran revuelo en toda la casa y durante un par de horas no paramos ni un instante. Mientras las mujeres se ocupaban de las ropas, nosotros metimos en los carros sacas de harina, de patatas, pellejos de vino, cántaras de aceite, cuévanos de frutas y de legumbres, ¡qué se yo! Pero era el abuelo quien mandaba lo que debía de hacerse y no valía rechistar.

-Conviene prepararse bien, por si la cosa tarda más de la cuenta.

Finalmente, nos dijo que cargáramos unos animales, en particular varias gallinas, algunos conejos y hasta los   -84-   dos lechoncillos que había comprado Anselmo, poco tiempo antes, en la feria de San Cipriano. Cuando ya todo estuvo listo, el abuelo Sebastián recorrió la casa y fue cerrando, ceremoniosa y firmemente, puertas y ventanas, en tanto murmuraba algo que no llegamos a entender. Por último, nos hizo arrodillar a todos, chicos y grandes, en el centro de la era.

-Que Dios nos guíe y se apiade de nosotros. Amén.

Su voz resonó, grave y honda, en el valle. Dijimos amén y nos levantamos muy conmovidos por todo aquello. Ahora ya estábamos seguros de que algo verdadera mente horrible -algo ignorado y monstruoso- podía ocurrir en cualquier momento. De no ser así, el abuelo nunca hubiera tomado tal decisión.

Aún hubo unos minutos de silencio. Después, el abuelo dio la señal de partida; chirriaron con aspereza los ejes de los viejos carros, mientras las caballerías arrancaban el limo de la senda. Nos dolía muy adentro abandonar -ni siquiera sabíamos hasta cuándo- el collado donde habíamos vivido tan confiadamente. Quizá por eso mirábamos hacia atrás, en tanto nos íbamos alejando y veíamos cómo desaparecían las últimas tejas de nuestra casa, entre el verde limpio y casi metálico de los limoneros.

Aún recuerdo que mi madre, en lo alto de uno de los carros y con el pequeño adormecido en su regazo, vertía un llanto silencioso. Por otra parte, Amparo no hacía más que retorcerse con aquellos violentos dolores que le salían del abultado vientre. Sólo tía Concha se mostraba serena y acariciaba suavemente el pelo negro y espeso de mi hermana. Y es que tía Concha, bien lo sé, está hecha de la misma fibra que el abuelo Sebastián. Tanto padre como mi cuñado Anselmo corrían junto a los machos y los fustigaban sin cesar. Parecían muy tristes y movían la cabeza con pesadumbre.

Detrás de todos iba el abuelo, erguido e impasible, con la escopeta cruzada sobre el torso y los grandes y lacios vellones de pelo ariscados por el Sudeste. Daba gozo y sobrecogía, a la par, verlo, a lomos de sus ochenta años, tan vigoroso y seguro de sí mismo.

  -85-  

-Si no aligeramos, se nos vendrán encima muy pronto -dijo, mientras barruntaba las alocadas carreras de mis hermanos menores. Luego lió un cigarro y le prendió fuego.




II

Sobre las tres de la tarde alcanzamos un altozano, desde el que podíamos divisar todo el valle. Nos detuvimos brevemente, el tiempo justo para tomar algunos alimentos. Aún nos aguardaba lo más duro.

El abuelo Sebastián espiaba constantemente cualquier movimiento, por leve que nos pareciera.

-Daría lo que fuere por estar bien arriba, cuando esos lleguen.

Me di cuenta de que estaba muy preocupado por los niños, aunque no decía nada. Pero los miraba con una ternura que nadie le hubiera supuesto.

Cuando reanudamos la marcha, Anselmo se puso a mi lado. Durante algunos segundos permaneció sin decir palabra. Al fin, murmuró:

-También es mala suerte que nos tenga que pasar una cosa así, ¿no crees? Lo digo por tu hermana, la pobre. Porque la verdad es que ya no está para todo esto.

Le contesté que no tenía por qué apurarse, que tía Concha estaba con nosotros y que ella sabía más que nadie en el mundo de tales asuntos. Sonreí para darle ánimos. Pero continuó tan abatido como hasta entonces. Poco a poco se fue quedando rezagado. Lo vi que se acercaba al carro donde iba mi hermana y le cogía las manos unos instantes.

Como de costumbre, el abuelo cerraba la marcha. No parecía cansado, en absoluto. Muy por el contrario, daba la impresión de que su paso era aún más ágil y más firme su mirada.

Los chiquillos continuaban persiguiéndose y saltando alrededor de los carros, como si nada sucediese, y tía Concha no paraba de gritarles que llevaran cuidado, por que podían caerse. Realmente no parecía sino que anduviéramos   -86-   de merienda, por el monte, como tantas otras tardes. Y, sin embargo..., sin embargo, ¿qué?... ¿Qué era lo que pasaba? ¿Por qué corríamos y corríamos desesperadamente hacia arriba? De pronto, me sentí angustiado y miré al abuelo. Pero nada logré ver en aquel rostro ancho y barbudo. Y sabía muy bien que nada lograría tampoco preguntándole por qué y de quién huíamos. Había, pues, que seguir adelante, que obedecer, que callar la boca y guardar alientos para el camino. Por unos minutos estuve a punto de rebelarme contra todo aquello. Pero fueron tan sólo unos minutos. Dos o tres. Quizá no tantos. Por último, me dije que cuando el abuelo Sebastián obraba así, no lo hacía precisamente para perjudicarnos. De modo que me puse a silbar, aunque pronto me olvidé también de que estaba silbando.

El aire del atardecer era más bien suave y olía a menta. Algunos pájaros gorjeaban en la espesura, y nada hacía pensar que nos aguardara algún peligro. Todo resultaba verdaderamente amable y plácido. Tan sólo el camino se había hecho algo más duro, pero no lo suficiente como para que no pudiéramos con él.

La oscuridad fue aupándose desde el fondo del valle que quedaba ya bien abajo. Por sobre la crestería interminable asomaba apenas un resto de sol, pero la luz era insuficiente y casi no se distinguía nada a unos metros tan sólo de distancia. No obstante, el abuelo gritó que aún podíamos aprovechar la escasa claridad y subir un poco más.

De pronto oí que el abuelo se aproximaba sigilosamente. En un débil cuchicheo nos advirtió que se trataba de una trampa y que debíamos permanecer quietos y en el mayor silencio, hasta que él nos avisara. Así es que detuvimos los carros y dejamos casi de respirar, mientras el abuelo, con el mismo sigilo, se confundía en las sombras.

Tardó en regresar como una media hora. Traía la escopeta en una mano, pero no parecía alarmado.

-¿Os habéis dado cuenta?

Padre dijo que de qué, y el abuelo le replicó con una palabrota. Pero lo cierto era que no habíamos escuchado, ni visto, nada de particular.

. Los dientes del abuelo relampaguearon en la oscuridad.

  -87-  

-¿Y tú? -me preguntó-. ¿Tampoco has advertido nada raro?

Le dije que no, que mientras había permanecido ausente nada había sucedido, cuando menos nada que nos hubiera llamado la atención.

Rió de nuevo y susurró que éramos una pandilla de estúpidos. Hizo una pausa y agregó:

-De momento, creo que les hemos despistado. Pero he sentido el ruido de sus máquinas por el valle.

Nos ordenó, finalmente, que anduviéramos bien callados y que envolviéramos con trapos y hierbas las llantas de los carromatos.




III

Pasamos la noche escondidos en un frondoso bosque. No pudimos encender fuego y comimos pan con queso de cabra. Las mujeres se acostaron dentro de los carros, y nosotros, en el suelo, bien arropados con las gruesas mantas.

No tenía sueño y me fijé en el abuelo que estaba frente a mí, de pie y apoyado en un árbol. Sus ojos permanecían muy abiertos y taladraban la oscuridad. En torno, se adensaba un silencio infinito, desgarrado, a intervalos, por el chillido de las aves nocturnas. Hacía un poco de frío en aquellas alturas. Cerré los ojos y me cubrí hasta la cabeza.

Ya estaba casi dormido cuando algo me sobresaltó. Miré una vez más al abuelo y lo vi con el arma montada. Le pregunté asustado qué sucedía y me hizo callar con un ademán.

Durante unos segundos, nos mantuvimos sin decir nada, sin movernos. Al fin descansó la escopeta y me dio unos golpecitos en el cogote.

-Vuelve a tu sitio, muchacho. Creí escuchar voces, pero no ha sido más que el viento.

Poco antes de amanecer, ya estábamos preparados. El más pequeño de los chicos aún dormía, pero los otros   -88-   dos andaban bien despabilados y muy satisfechos de encontrarse en aquel lugar de tan buena mañana.

El abuelo no había dormido. No obstante, se le notaba fresco y no acusaba síntoma de fatiga. No hacía más que moverse de aquí para allá, revisándolo todo y metiendo prisa.

-Vamos, vamos. Un solo minuto puede costarnos muy caro.

Entre padre, Anselmo y yo enganchamos los tiros, y cuando estuvo todo dispuesto, miramos para el abuelo, por si se le ofrecía alguna otra cosa.

El sol no llegó a brillar apenas. Unos nubarrones espesos y de bordes violáceos lo taponaron en seguida. El viento venía de lo alto y soplaba con ganas. El tiempo ya no era el mismo del día anterior. Mi madre sacó las pellizas y nos las fue tendiendo de una en una. Probablemente tendríamos tormenta.

Miramos hacia abajo. Nuestro valle permanecía sumido en una extraña luz como de soplete oxhídrico, pero no se veía a nadie.

-Piensan que van a engañarnos con sus trucos, ¿eh? -dijo el abuelo con cierto aire misterioso-. Pero yo sé muy bien dónde se meten. Vaya si lo sé.

Cerca del mediodía rebasamos la Majada del Lobo. Una pequeña meseta boscosa y solitaria se abría frente a nosotros. Nos adentramos por ella y poco después perdíamos de vista nuestro querido valle. Según el abuelo, era mejor así. El peligro que nos acechaba disminuía, toda vez que los de abajo tampoco podrían descubrirnos, mientras nos mantuviésemos fuera del alcance de sus potentes aparatos.

Algunas horas más tarde -a eso de las cuatro, poco más o menos- llegamos a las estribaciones del gigantesco macizo montañoso. Todos nos hallábamos muy cansados y sudorosos, a pesar del creciente frío. La jornada había sido demasiado dura.

El abuelo echó un vistazo a su alrededor y dijo que pernoctaríamos allí mismo, al pie de la vertiente y junto a un roquedal que nos servía de amparo. También dijo que podíamos hacer fuego, porque era de todo punto imposible que nos divisaran desde el valle. Así que yo y mis hermanos   -89-   acarreamos leña, mientras los demás disponían el campamento. Luego prendimos una hermosa hoguera y nos sentamos en torno, gozosamente. Tía Concha asó unas rodajas de lomo y puso el pote del café sobre las brasas. Todos teníamos mejor semblante y nos habíamos olvidado de nuestro miedo.

Entre tanto, el abuelo se alejó. Estaba oscura la noche y no se veía ni una estrella. No comprendía cómo el abuelo se aventuraba en aquellas tinieblas.

-El puede ver en las sombras -murmuró padre, adivinando mis pensamientos-. Además, conoce este terreno palmo a palmo, como nadie.

Me contó que siendo mozo, el abuelo Sebastián había estrangulado a una alimaña gigantesca, entre aquellas mismas peñas.

-No llevaba más que la garrota, pero tampoco le hizo falta. La mató sólo con sus manos, ¿comprendes? Tan sólo con sus manos.

Sí, el abuelo era realmente como una de las murallas graníticas que nos circuían, algo inmenso e indomable y tan poderoso, en definitiva, como la misma naturaleza. Pero también era un hombre justo y prudente. A su lado se podía estar bien tranquilo, se podía crecer y dejar crecer a todo lo demás.

Las secas ramas crepitaban alegremente y veíamos saltar el fuego de una a otra, mientras aullaba el ventarrón en los riscos. Mi madre se puso en pie y arropó al pequeño que sostenía entre sus brazos.

-Tengo que acostarlo ya. Está muerto de sueño. Padre se levantó y los acompañó hasta el carro. Luego volvió a sentarse en el mismo sitio. Se encontraba visiblemente preocupado y nervioso, pero no decía nada. Poco más tarde me preguntó:

-Pero dime, muchacho, ¿tú..., tú sabes lo que ocurre?

Me encogí de hombros y le repliqué que no lo sabía, aunque conjeturaba que tenía que ser algo muy serio.

-Por supuesto que es algo muy serio. Pero ¿qué? Intervino entonces Anselmo, que tenía cogida a mi hermana por los hombros, y aseguró que varias semanas   -90-   antes, cuando se llegó al villorrio, había oído algo muy curioso por la radio del tío Casto, el del bazar, pero ya no recordaba qué era.

-La verdad es que a mí sólo me preocupaban los dos marranos, para cuando venga el chico.

Mi hermana lo miró llena de orgullo y se restregó contra su pecho. Se encontraba bastante mejor de sus dolores y apenas si se quejaba.

El abuelo Sebastián tardó casi dos horas en regresar. No hizo comentario alguno, como de costumbre. Tomó sus tajadas de carne y se las comió en silencio. Luego bebió en el pote del café y encendió uno de sus gruesos cigarros, con una tea.

Todo va bien -dijo, mientras escupía en la fogata. Y añadió-. Montaremos dos turnos de vigilancia. Tú -y me señaló con un ademán- harás el primero, conmigo, hasta medianoche. Y a esa hora os tocará a vosotros.

Padre y Anselmo movieron la cabeza afirmativa mente y fueron a tumbarse por allí cerca. Minutos más tarde todos dormían. El abuelo me ordenó que avivara el fuego. Eché una brazada de ramiza y de nuevo las llamas se empinaron hasta nuestros ojos.

El ventarrón arreciaba y parecía que la montaña iba a desplomarse sobre nosotros. Hacía mucho frío y olía a tierra húmeda.

-El invierno llega pronto, por aquí arriba.

Le dije que así era, en efecto, y me quedé ensimismado, con la vista fija en los leños que se carbonizaban velozmente.

-¿En qué piensas, muchacho?

Levanté la cabeza y le respondí que en nada concreto. Acercó sus enormes manos a la lumbre y se las frotó.

-Abuelo...

-Dime...

-Abuelo, ¿qué es lo que pasa?

Antes de responder, se acarició la barba una y otra vez.

-Si te has de enterar, ya te enterarás a su tiempo, ¿comprendes? -dejó ir un prolongado suspiro-. Aún eres un zagalejo.

  -91-  

Se incorporó, cogió la escopeta, metió un cartucho en la recámara y gruñó:

-Vamos a dar una vuelta.




IV

Nos despertó una lluvia intensa y helada. El abuelo se sacó las mojadas mantas de un zarpazo y se puso en pie. De la hoguera sólo quedaba un humeante montón de cenizas.

-Meteos todos en los carros. Yo me encargaré de la guardia.

No eran todavía las tres de la madrugada. El pequeño lloraba desesperadamente, y nosotros nos movíamos corno tontos en aquellas tinieblas. Por último, conseguimos acomodarnos, bien apretujados unos contra otros. Sin embargo, ya no pudimos reconciliar el sueño.

El abuelo Sebastián se cubrió con una lona y volvió a perderse de vista, hasta eso de las seis.

-Ya casi no llueve. De manera que hay que continuar.

Con el agua escurriéndosenos por todo el cuerpo anduvimos durante largas horas. El sendero se hacía, por momentos, más intransitable, hasta que desapareció como tragado por el agreste paraje. Ya no había forma de seguir con los carros.

-No importa, no importa -bramó el abuelo-. Tenemos que subir, a pesar de todo.

Así es que ocultamos los carromatos entre las breñas, los cubrimos bien con helechos y cargamos parte de las provisiones sobre las bestias.

-Si fuese necesario, ya bajaríamos más adelante por el resto.

A partir de aquel punto, la ascensión se hizo muy penosa. Las cumbres nevadas se hundían en el cielo y parecían poco menos que inaccesibles. Pero el abuelo -tal como había asegurado padre- conocía perfectamente la vasta cordillera. Caminaba ahora delante, para indicarnos el cabañal.

  -92-  

Había cesado de llover, pero el día era cerrado, y el viento, más recio y frío. Los pequeños iban a lomos de los mulos, entre sacos y fardos, y las tres mujeres jadeaban, detrás de todo, envueltas en sus negros chales.

La verdad era que ya no aguantábamos más. Por eso padre trató inútilmente de disuadir al abuelo.

-Pero ¿es que no comprendes, so imbécil?... ¿O acaso te gustaría ver cómo nos destrozan a todos?... ¡Contesta!

Padre bajó la cabeza e hizo un gesto negativo. -Entonces, adelante, adelante. Ya habrá tiempo para descansar.

Conforme avanzábamos, el paraje se hacía más sobrecogedor. La pendiente era muy pronunciada y se abrían aquí y allá profundos tajos que parecían no tener fin. Con frecuencia nos teníamos que detener para recobrar el resuello. Pero tan sólo unos instantes, porque el abuelo no admitía dilaciones.

-Vamos, vamos, que sois totalmente como de paja. No recuerdo cuántos días duró aquello. Quizá tan sólo fueran dos o tres, pero a todos se nos antojó una eternidad. Cuando, finalmente, rematamos la cumbre, nos dejamos caer sobre la nieve endurecida. Ni tan siquiera el frío nos preocupaba.

El abuelo nos miró de uno en uno, y sonrió. -Aquí -dijo- sí que no corremos ningún peligro. Por el ventisquero aullaba la tormenta, y de pronto una niebla viscosa y grávida nos aisló del resto del mundo.




V

El hijo de mi hermana llegó muerto. Nada pudo hacer tía Concha, por más que lo intentó. Había nacido antes de hora, y allá arriba todo resultaba demasiado frágil para sobrevivir. Lo enterramos al pie mismo de un picacho, y tuvimos que cavar muy duramente para darle sepultura en aquel suelo pedregoso y helado.

Durante algún tiempo, Anselmo y su mujer apenas si hablaron. Solían permanecer, junto al hogar, ajenos a   -93-   cuanto no fuera el recuerdo del hijo perdido. Ni siquiera se acordaban ya de nuestro valle. Pero poco a poco despertaron y volvieron a saberse jóvenes y capaces, aun en las desoladas alturas.

A todo esto habían transcurrido las semanas y hasta, muy probablemente, los meses, aunque no teníamos idea del día en que nos encontrábamos, ya que también el reloj del abuelo -el único reloj del que habíamos dispuesto- se había desquiciado. De cualquier modo, calculábamos que andaríamos metidos en diciembre.

Las cosas no iban demasiado mal. Habíamos levantado unas chabolas dentro de una recogida hondonada, y allí aguardábamos a que pasara el peligro, para poder regresar a nuestro valle. Por supuesto, que todos sentíamos nostalgia y andábamos siempre suspirando, pero -como decía el abuelo- todo aquello era poco comparado con lo que hubiéramos pasado de habernos quedado en casa.

Pues, como digo, las cosas no iban del todo mal, hasta que cierta mañana un hecho sorprendente vino a turbar la grave paz de las cumbres. Como siempre, nos encontrábamos en la mayor de las chabolas, acuclillados en tomo a la lumbre, mientras afuera bramaba el temporal, cuando el estampido de un disparo vino a disolver todos aquellos otros ruidos a los que ya nos habíamos habituado. El eco se multiplicó y rebotó de risco en risco, de cañada en cañada, y creció vigorosamente, hasta dejarnos sin pulsos. Durante algunos instantes permanecimos mudos y como petrificados por el asombro. Luego volvió el golpe blando y conocido de la nieve sobre los troncos del techo y del huracán arremolinado en la crestería.

El abuelo se irguió y palpitaron las aletas de su nariz, como si presintiera muy cercano el peligro. Salió, por último, y todos tras él, por la vereda que habíamos abierto entre los hielos, hasta la plataforma, desde la cual solíamos atalayar los alrededores. Pero nada pudimos advertir, ya que las nubes navegaban bajas y cubrían el inmenso panorama. Retomamos, pues, junto a los leños, sin atrevemos a decir palabra.

El abuelo se puso la pelliza y el pasamontañas, cargó la escopeta y tomó un saco de provisiones. En la puerta se   -94-   volvió y nos miró a todos con un tristeza infinita. Después cerró, y sentimos sus pasos que se alejaban.

Mi madre hipó y apretujó a los chicos contra su pecho. Padre estiró las piernas y movió la cabeza como tenía por costumbre.

-Ahora, me parece recordar que hablaba de algo espantoso.

-¿Quién?

-La radio del tío Casto -pero se apresuró a agregar-. Claro que yo sólo había ido por los marranos.

-¿Y qué?

-Pues que el tío Casto juró que se trataba de un artefacto muy raro, o algo así...

-¿Y?

-Bueno, yo estaba preocupado por el asunto de los marranos, para cuando viniera el crío, ¿sabes? Pero el caso es que lo iban a emplear, de un momento a otro. No sé, ya no estoy muy seguro.

Padre cerró los ojos y murmuró castañeteándole los dientes:

Tú, echa más leña. Nos estamos quedando pasmados de tanto frío.

El abuelo regresó transcurridos varios días, pero ya no era el mismo. Temblaba como un perrillo, y en sus pupilas alumbraba un débil y casi agónico rescoldo. Jamás lo había visto en aquel estado.

-Lo van a hacer, lo van a hacer... -balbució.

Y en eso, del fondo del valle, subió un prolongado silbido y el rumor creciente y formidable de la lucha que ya se iniciaba.





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