El fantasma de Chile
Carlos Franz
Un fantasma recorre Iberoamérica: el fantasma de Chile. No es un fantasma porque meta miedo (aunque a algunos sí, en los cenáculos rupestres del nacional populismo latinoamericano, por ejemplo). Ni lo es porque arrastre cadenas o ulule como un alma en pena (aunque también las arrastra y son muchas sus penas). Más bien es un fantasma porque todos hablan de sus apariciones, pero son muy pocos quienes lo han visto, realmente.
Le ocurre al viejo, flaco, y aporreado Chile, algo propio de los países lejanos, cuasi insulares, famosos por su propia distancia. Es fácil convertirlos en leyenda. Y es esta misma bendición la que los maldice. La lejanía borronea nuestros defectos, al tiempo que nos priva de matices y complejidades. Lo que en nuestro espejo es un rostro, más o menos feo o lindo, pero particular, personalísimo, como todos; de muy lejos se ve como una sábana blanca, apta para proyectar en ella toda clase de películas y vestir todo tipo de fantasmas.
Sábanas no le han faltado al espectro de Chile. De ser la república más estable y sensata en la región, desde la Independencia (en realidad, menos estable que reprimida y más timorata que sensata), pasó a ser, para media progresía occidental, la tierra de promisión de una revolución marxista que iba a ser democrática (oximoron que seguimos esperando que nos desentrañen). Aquella sábana utópica acabó en 1973 empapada en sangre por la dictadura de Pinochet, que se convertiría en la tiranía latinoamericana por antonomasia (no obstante los méritos superiores de varios de sus colegas). Tumba de donde la «opinión pública» mundial nos hizo salir en 1990 vestidos con el sudario de Lázaro de una transición hipócrita, neo liberal, donde todo era interés y nada era ideal. Sudario que nuestro afantasmado país ha tenido que vestir hasta hace poco, cuando -último grito de la moda en ciertas sábanas (broad sheets) de la prensa europea y norteamericana- hemos sido travestidos en compañeros de ruta en un cierto «giro a la izquierda» latinoamericano. «Giro» para el cual nos trajean a todos con un vestido regional neo folklórico que lleva la cabeza de Chávez, el torso de Bachelet, y la mano mocha de Lula, ¡todo estampado sobre la chompa de Evo! Y así de mal vestidos quieren presentarnos en la fiesta posmoderna.
Pero, sin duda, la tela más confusa con la que atavían al Chile de hoy es la sábana de seda del «milagro chileno». El país exitoso, «viable» -pronunciado muchas veces como «envidiable»-, arropado con una suerte de toga de alumno sabelotodo recién egresado de la escuela de la pobreza, admitido por fin, y con honores, en la educación superior de los países desarrollados.
Sin embargo, como señala el ex presidente Lagos en el ensayo publicado en estas páginas, más que un alumno aplicado, Chile ha sido uno de esos estudiantes díscolos pero creativos. Que sin apegarse mucho a la lección aprendida inventó soluciones y recetas propias.
El neo liberalismo chileno nació ya «reparado» con esos parches y alambritos propios del ingenio mestizo latinoamericano. Nunca se aplicó la pura receta privatizadora de la escuela de Chicago, en un país donde la principal industria de exportación -el cobre, nacionalizado por Allende- permaneció fervientemente estatal bajo Pinochet.
La posterior fórmula social demócrata chilena, en continua reelaboración y ajuste, hermana políticas redistributivas ingeniosas con ingredientes de un liberalismo económico que, en una auténtica social democracia escandinava, por ejemplo, serían considerados hasta inmorales.
En lo social, la mala fama -o buena, según se mire- que hace de Chile el país más conservador de América, no sólo no resiste la comparación estricta con nuestra región. Tampoco resistiría nuestras noches libertinas el visitante conservador que, animado por esta fama, llegue al Santiago donde a los hoteles parejeros de siempre, se ha agregado hoy una juventud que se «levanta» a las doce de la noche, como los vampiros, para salir de «carrete» hasta el alba.
A pesar de las gruesas simplificaciones que nos prodigan los mismos «analistas» europeos o norteamericanos que hilan delgado, hasta lo invisible, cuando se trata de sus políticas locales, nuestra pequeña política tampoco es sencilla. Un bipartidismo de hecho hace que las grandes alianzas se disputen el centro. Y que más allá de alharacas para la galería, las prácticas de la derecha y la izquierda converjan en una especie de ornitorrinco político que podríamos bautizar como «liberal-socialismo». Engendro, éste, que no será la menos original de las aportaciones chilenas a la desideologización universal.
Bajo la sábana del estereotipado fantasma chileno (conservador, pacato, neo liberal y nuevo rico) se mueven otras presencias inesperadas. Si la levantamos, lo más probable es que lo encontraremos no sólo desnudo sino que acompañado y en plena juerga con quien no debe. Lo que hace a nuestra «cama» nacional un lugar más excitante y más irritante a la vez. Un sitio donde se entreven meneos perturbadores, de todos y todas. Originalidad chilena que irrita a quienes esperan de Latinoamérica un solo ritmo, el revolucionario espasmódico, y una sola rima: el topicazo del coronelazo (convertido, ahora, en caudillo electo). Clichés que, para que nadie falte en nuestra casa de citas nacional, también se alientan desde Chile. Como sabe todo buen latinoamericano, hay vasos comunicantes -de vino, en el caso nuestro- entre el deseo «de lo exótico» y la sed y el hambre «del exótico».
No es que Chile no lo sea: exótico y hasta excéntrico; imposible no serlo para un país tan lejano de los centros. Pero, como todo verdadero excéntrico, Chile lo es a su manera. No en aquello que confirma el prejuicio del foráneo, sino en aquello que lo descoloca y sorprende. Hasta cierto punto, Chile es exótico precisamente por su «fomedad»; palabra que en nuestro dialecto designa a una aburrida normalidad. En buena hora.
Los países chicos y lejanos (y a no olvidar que todos los países pobres, no importa lo «emergentes», son chicos y lejanos) deberían reclamar de la ONU el reconocimiento de un nuevo derecho humano fundamental: el derecho a la complejidad. Y la correlativa obligación que tendría la comunidad internacional -o al menos sus «clases parlantes»- de garantizarles a esas naciones periféricas una existencia libre de estereotipos, de clichés, de simplificaciones.
Mientras tal utopía no se verifique, sirvan estas páginas diversas y contradictorias en la muy «libre pensadora» Letras Libres, para levantarle una punta de la sábana al fantasma de Chile. Y permitirnos así, sin miedo ni prejuicio, atisbar el espíritu real que se ríe, mucho más de lo que aúlla, debajo.