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ArribaAbajo Amor más fuerte que la gloria

Quizá el subterfugio más perverso de esta serie de cartas postales sea el escamoteo. La posibilidad de travestir una realidad y convertirla en arquetipo. El modelo pequeñoburgués se reviste de todas las glorias civiles, cuidadosamente borradas, sin embargo, de su entorno. La imagen lírica de la mujer se consagra definitivamente. Y ya lo he repetido varias veces, se consagra desterrando lo religioso para optar por el laicismo: es la diosa del hogar. Y el marido, el pater familiae. Nada de imágenes patriarcales definidas. Son imágenes disfrazadas. El marido recupera su posición de mando pero sacrifica su volatilidad. La mujer ha sido siempre de su casa como una paloma para el nido, y el hombre, león para el combate, abandona las garras y la melena (nunca el traje ni la corbata) y se vuelve también hombre de su casa.

La pareja, centro de la realidad, se entroniza, ocupa el lugar que antes ocupaba lo divino, se vuelve el fetiche integral, máxima suma, concentrado perfecto (como los cubitos que disueltos en agua hirviendo producen milagrosamente el consomé) de un devenir social cornpartimentado en las diversas casas (probablemente bastante pequeñas, antecesoras en su dimensión de los multifamiliares) que se asoman desde la tarjeta para presidir como imágenes de santidad los diversos hogares que las alberguen.

El amor más fuerte que la gloria define su moral y organiza sus estatutos.




ArribaAbajo Teatro sin mundo

Una sensación curiosa embarga a quienes contemplan con demasiada insistencia estas postales. La constante dinámica de la pose que coloca a la misma familia en posiciones vagamente diferentes la una de la otra, la complacencia con que los novios componen y descomponen los velos y los ojos, los cuartos y medios perfiles, la cuidadosa colocación de brazos, piernas y manos que hacen juego con la sonrisa a demi o a pliegue cerrado, inducen a pensar en un espectador escondido detrás de la foto o frente a ella. La foto es el teatro y los actores condensan en sus repetidas geometrías una antinomia. Su estancia dentro de la casa es el estado perfecto de la existencia: la intimidad. Las cuatro paredes que rodean a los habitantes de la casa garantizan su acontecer protegido y acolchonado. La habitación condensa las efusiones amorosas otorgándoles legitimidad. Lo legítimo y lo íntimo son el corolario obligado de este acontecer mullido.

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Mas, ¡cuidado!, toda foto tiene su espectador y la felicidad puede circular de mano en mano. Al venderse la tarjeta, la intimidad es manoseada y la legitimidad se vuelve sospechosa: ha sido entregada al espionaje implacable de quienes envidian su esplendor.




ArribaAbajo La felicidad es la familia numerosa

Si la perversidad es, según el concepto lacaniano, la búsqueda de un placer que no se determina por una finalidad social o la de conservar la especie, entonces este texto es absolutamente decente.

La felicidad es la familia numerosa, orgánica, bien alimentada, estrictamente vestida, entre guirnaldas de flores. Aunque si lo vemos con cuidado empieza a filtrarse un hilito de perversión. Es cierto que las fotos ordenan su universo en torno de una idea repetida hasta la náusea dentro de contextos afirmados frente a una negatividad: la imagen es definitiva, en ella se advierten con singular fruición ciertos elementos, fuera de ellos no existe el mundo. Es un exceso apoyado en la carencia. Las referencias textuales son reiterativas, las carencias se adivinan por contraste. No hay placer, hay planeación, pero dentro de la utopía.

La planeación familiar es la generación. El bienestar se contabiliza por el número de hijos y por el número de flores. No tener una mesa con mantel de encajes sería un signo de decadencia. ¿No están los novios, recién casados, separados por una mesa pequeña que va cubierta con el consabido mantel y las infaltables flores? El episodio siguiente nos muestra a la misma pareja construida alrededor de una mesa más grande con un mantel más largo, más profusamente adornado por encajes y con un jarrón conteniendo un número aún mayor de flores, y sentados al lado de los padres o colocados a su alrededor otra floración de hijos.

No hay placer que no se rentabilice. Matrimonio es igual a familia numerosa. El placer se aísla asépticamente. Ni una sola arruga de la seda, ni un solo botón fuera de su lugar, el pañuelo blanco en el bolsillo o los azahares en el ojal. Y sin embargo...

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ArribaAbajoSin lágrimas, sin risas

No hay contexto social. Es la familia surgiendo de un mundo transparente y amorfo. Todo está dado de antemano y se ha hecho un corte con lo exterior: no hay trabajo, ni fábricas, ni oficinas, ni coches, ni desplazamientos, sólo un recibidor, nunca se ve la cocina, menos el baño o la recámara. Todo es una pura negatividad. Tampoco hay pasión ni tragedia, ni siquiera melodrama, pues no hay lágrimas ni risas.

Las mujeres manejan una sonrisa enigmática a lo Mona Lisa, con su candor, sin su misterio. Les cuelga un aire suave de los rostros, la boca apenas se entreabre, se estira, dando paso a una especie de mueca inefable de ternura, y, de pronto, en el espesor de un segundo, la cámara capta una mirada equivoca y traicionera, cómplice, ligeramente maliciosa o sorprendida (¿in fraganti?).

Lo demás es el justo medio preciso por el que circulan los mensajes: la imagen misma, implacable, de la felicidad está ante nosotros.




ArribaAbajo El signo de la facilidad

Si la vida de interiores es tan calmada y transcurre con tal placidez y armonía, el signo evidente que la determina es el de la facilidad. La vida es fácil porque todo está al alcance de la mano y porque el universo total se contiene en sí mismo dentro de un radio muy pequeño. Están las figuras protectoras del padre y de la madre: el amor paternal en pleno y como correspondencia el amor filial sin contratiempos ni sobresaltos: una niña surge colocada a mitad de un espacio luminoso, sin otro apoyo que una sonrisa tranquila y ligeramente coqueta: un gesto inefable la sostiene. Los novios enlazados entre velos y los niños trenzados a la felicidad. A lo lejos, de repente, también endomingados (la abuela con traje largo) los padres de los que alguna vez fueron novios acogen a su descendencia.

La calma es total. Nada amenaza a la familia, un lirismo emana del cuerpo de los protagonistas y los ilumina, los rodea de un halo de santidad. La expresión totalizadora lubrica y abrillanta los cuerpos, los vuelve gráciles y los confina a la inactividad de un gesto ensayado de antemano. Aquí no se gana el pan con el sudor de la frente, ni siquiera se gana la niñez con juegos. Un aro es una guirnalda, la imposición que determina la retórica de la facilidad.

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ArribaAbajo Cualquier tiempo pasado...

Un universo prefabricado intenta restaurar el principio de realidad. Reconstruir un estado de ánimo, una estabilidad perdida, un pasado inaccesible. Las tarjetas postales son el remedo de los antiguos viajes trasatlánticos, los viajes de importación: mármoles, maderas, lámparas, alcobas, sillones, jarrones, sederías, bibelots, y hasta los paraguas y los pañuelos; también los aguardientes llegan por barco desde Europa. Lo que se vende es importado, sobre todo francés, pero basta con que sea del viejo continente.

Los exteriores vivaces y elegantes, repletos de carruajes y de lagartijos, pollos y pisaverdes que recorrían las calles de aspecto parisino (Plateros, la Avenida de la Reforma transformada en boulevard) desaparecen del panorama familiar, y la familia refugiada dentro de la casa es el modelo de unidad, el antídoto de la destrucción, el recuerdo esculpido del «todo tiempo pasado fue mejor».




ArribaAbajoLas desemejanzas

Quizás la familia burguesa que compraba postales poco después de la Revolución tenía alguna semejanza con la gente que cubría el espacio fotográfico. Quizás algunos gestos eran semejantes, quizás había la oportunidad de apropiárselos, de hacerlos carne de la carne a través de la película, o, por lo menos, cabría asumir la nostalgia del estereotipo. ¿No toda mujer aspira al matrimonio? ¿No tenemos todos una imagen interna de lo que debería de ser la felicidad? ¿No es la felicidad contar con la pareja, tener niños y acabar felices con el cuento?

También la vejez es bella. ¿Cómo no ha de serlo si los que alguna vez fueron novios siguen de pie hasta el final (porque nunca hay que nombrar la muerte ni acercarse a las enfermedades) y se comportan con la dignidad que da el cabello blanco y el listón de terciopelo alrededor del cuello y el chongo del que no se desprende un solo cabello despeinado? El ideal concretizado, de confección, consumible y reproducible.

La tarjeta anuncia nuestro origen europeo, nuestros rasgos distinguidos, nuestra peculiaridad española, nuestra descendencia civilizada. Trazamos la barrera y la foto nos ayuda a manejarla. La familia es la base del hogar y del populismo que enarbolan los productores de las tarjetas. Primero consolidar la familia, apartarla de la religión de iglesia, democratizar la idea de templo, ponerlo a domicilio, y luego, el otro gran final, el de las masas gritando loas a los caudillos del fascismo, satisfechos de haber personificado el arquetipo, de haberlo carnalizado y en el interior mismo de la propia casa. Tener una familia bien avenida y bien vestida, sin necesidades aparentes, es como tener todos un Volkswagen. Es más, de la familia bien constituida se pasa a la familia bien provista.

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Nombrar la felicidad, leerla por la imagen, es asumirla, es convocarla. La procedencia se resalta, se aclimata.

¿Y luego? ¿Cuando las postales emigran a otros rumbos? ¿Cuando los que primero las consumieron las miran con nostalgia y las coleccionan como un ejemplo maravilloso y enternecedor de la cursilería? ¿Cuando se compran como se compran los discos que dejan oír la voz destemplada, aterciopelada y acariciante de Agustín Lara cantando «Mujer»?



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