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El alba de oro [El alba de los desterrados]

Sergio Ramírez





Desde sus orígenes la historia de Nicaragua está marcada por el puño de hierro de un tirano que se enriquece a la sombra del poder acaparando tierras y traficando con piaras de cerdos y que hereda ese poder absoluto a dos descendientes suyos, también tiranos a su turno y esclavistas.

Don Pedro Arias de Ávila -Pedrarias, el furor domini- se llamó el primer gobernador de Nicaragua al tiempo de la conquista española en el siglo XVI; devela supuestas rebeliones de sus lugartenientes mandándolos a decapitar en las plazas públicas, hierra al rojo vivo a los indios para legitimar su propiedad sobre ellos y lanza sus jaurías de perros a los esclavos rebeldes para que los descuarticen; ya anciano, se hace encerrar junto con sus mastines en un sepulcro y manda que le recen oficios de difuntos, en la nave mayor de la catedral de León, a oscuras. Álvaro y Rodrigo Contreras, sus dos herederos, asesinan a cuchilladas al obispo Valdivieso en el altar, por su adhesión a la causa de la libertad de los indios proclamada por fray Bartolomé de las Casas, y se rebelan por esclavistas, cuando las nueve leyes de Indias les imponen levantar la esclavitud sobre sus siervos.

De algún modo, desde sus inicios, la historia de Nicaragua es una historia nocturna, noche cerrada en la que gimen los humillados; tiranías y despojos, intolerancia de inquisidores, dominio oscurantista de la iglesia católica por siglos, señores de horca y cuchillo que son dueños de vidas y haciendas. Y cuando trescientos años de dominio colonial concluyen en 1821 al proclamar los mismos hijos de los antiguos conquistadores la independencia de España, se abre un sangriento período de guerras civiles en la que los patrones de las haciendas y los dueños del comercio resuelven sus disputas hegemónicas a costa de la sangre de los pobres, obligados a pelear bajo las divisas partidarias de los terratenientes, según sea a quién pertenezca el fundo donde viven en servidumbre. Timbucos y calandracas, legitimistas y democráticos, ricos de León y ricos de Granada.

Siervo durante la colonia, siervo de los caudillos y carne de cañón de sus guerras, siempre campesino sin tierra, el nicaragüense del campo vivirá a lo largo de su historia como un desterrado en su propio país; desterrado cuando las llamadas revoluciones liberales de fin de siglo proclaman leyes de servidumbre que lo fuerzan a trabajar sin paga en los cafetales, porque para inscribir a los países tropicales en el concierto de las civilizaciones se les asignaba la producción de sobremesas: café, cacao, azúcar, bananos, y para eso se creaban nuevos latifundios, se consumaban más despojos y se cerraba la rosca del destierro; desterrados cuando la mano del progreso se llamó Baccaro Brothers y Sam Zemurray, los padres de la United Fruit y la Standard Fruit, madres de iniquidad que trajeron a Centroamérica las bananeras con sus alambrados, su moneda, sus almacenes, sus puertos y ferrocarriles, para funcionar como verdaderas repúblicas enclavadas en los territorios nacionales. Y acabados de desterrar -ya sin patria, errantes por los nocturnos caminos de su patria- gracias a la voracidad feudal de una familia de dictadores impuesta por la ocupación militar yanqui desde 1934. Los Pedrarias, los Somozas.

País nocturno, país de desterrados, país ocupado.

Los conquistadores españoles pronto habían reconocido que la geografía nicaragüense -estrechada entre dos océanos y dueña de dos grandes lagos y caudalosos ríos- era «el camino real entre el Atlántico y el Pacífico», el «estrecho dudoso» de las viejas crónicas, por donde atravesarían las naves en su viaje hacia Catay y hacia la ciudad del Cielo de los mapas de Marco Polo. Y cuando Inglaterra y los Estados Unidos entablan en el siglo XIX su lucha por el dominio del mar Caribe que era el nuevo mare nostrum imperial frente a la multiplicación del comercio mundial, la ambición por obtener el derecho de construir un canal a través de Nicaragua se vuelve la fuente de futuras calamidades para el país. Nicaragua comenzaría a ser entonces un país ocupado.

A la facción liberal leonesa se le ocurrió que para ganar la guerra debería contar con una columna de soldados extranjeros y así mandaron a contratar en Nueva Orleáns a William Walker, un aventurero sureño quien desembarcó en Nicaragua en 1855 al mando de una falange de filibusteros dispuesto a conquistar no sólo Nicaragua, sino el resto de las repúblicas centroamericanas: Five or none era la divisa inscrita en su estandarte; se proclamó al poco tiempo presidente después de dominar a las facciones locales y decretó como primer acto de su gobierno la restauración de la esclavitud.

El pueblo centroamericano libra entonces una verdadera guerra de liberación contra los invasores, guerra en la que juegan los intereses de Cornelius Vanderbilt, dueño de la Compañía Accesoria de Tránsito que cubría la ruta marítima de Nueva York a California a través de Nicaragua, un negocio que se volvió brillante al descubrirse oro en Sacramento. Los centroamericanos, por primera vez unidos desde la ruptura de la República Federal que se había proclamado después de la independencia, derrotan a Walker quien sale del país con sus aventureros hacia Nueva York donde es recibido como héroe; y tras nuevos intentos de volver, es finalmente fusilado en el puerto de Trujillo.

Otras tropas norteamericanas, esta vez las de la marina de guerra, volverían a desembarcar en Nicaragua en 1912 para quedarse ocupando el país hasta 1933; el general José Santos Zelaya, quien había llegado al poder tras la revolución liberal de 1893, se atrevió a mostrarse en disposición de negociar la construcción del canal con el Japón o Alemania. Los Estados Unidos, que estaban ya a punto de concluir el de Panamá, botaron a Zelaya en 1909 por mano de una revuelta conservadora financiada por el Departamento de Estado, desembarcaron luego a los marines y «contrataron» con el gobierno conservador, impuesto por ellos mismos, un tratado canalero en 1914, que significa una verdadera compra de la soberanía: el tratado Chamorro-Bryan.

Las tropas de ocupación cuidaban además de los intereses por el canal, los de los consorcios mineros yanquis que explotaban los yacimientos de oro y plata en la costa atlántica del país y los de los trusts financieros a los cuales la oligarquía conservadora hipotecó el país, dándoles en garantía de préstamos usurarios el control de los puertos, los ferrocarriles y las aduanas, mientras proclamaban sin recato que «la desinteresada presencia de nuestros hermanos del norte» era benéfica para la nación.

En 1927 los Estados Unidos obligan a las dos facciones de siempre a deponer las armas en otra de tantas guerras civiles: los liberales se habían alzado contra los conservadores después del golpe de estado de Emiliano Chamorro; entonces, uno de los generales insurgentes se niega a rendirse y a aceptar el armisticio impuesto por un delegado personal del presidente Coolidge, y se decide a reclamar por la fuerza la desocupación del territorio nicaragüense por parte de las tropas yanquis.

Este general, humilde artesano y soldado del pueblo desterrado, es Augusto César Sandino, quien convierte la guerra oligárquica en una lucha popular: lucha de campesinos pobres sin tierra, de artesanos sin trabajo, guerra de los desterrados contra las poderosas y bien entrenadas tropas de la marina que no pueden nunca derrotar en las selvas y en las montañas de Las Segovias a un pobre ejército de mal comidos y semidesnudos soldados que disparan con armas viejas o con fusiles quitados a los cadáveres del enemigo y fabrican, con latas de sardina rellenadas de clavos y piedras, bombas para derribar aviones.

Tras seis años de lucha los marines desocupan al fin Nicaragua, pero al año siguiente, en 1934, Sandino muere asesinado por la misma mano de la ocupación que es ahora la de Anastasio Somoza, nombrado por los interventores jefe de un nuevo ejército -la Guardia Nacional- que continuaría ocupando el país como si fuera un ejército extranjero, constituido al margen de las leyes, conforme a reglamentos mal copiados del inglés.

A través de este crimen afianza Somoza su poder personal, que será luego el de su familia a lo largo de cuarenta años: golpes de estado, despojos y acaparamiento de tierras, negocios a la sombra del poder, pactos políticos de conveniencia con la oligarquía conservadora, fraudes electorales, represión de los movimientos sindicales, encarcelamientos y exilios; saca provecho de las coyunturas internacionales -pues se pone al lado de las fuerzas aliadas durante la segunda guerra mundial- y se ampara en el otorgamiento de garantías de saqueo a las compañías mineras y madereras yanquis. Este poder se prolonga bajo la protección del Departamento de Estado, hasta que al prepararse Somoza para una nueva reelección el año de 1956 el poeta Rigoberto López Pérez lo ajusticia en el curso de una fiesta en León. «Los Estados Unidos han perdido a un gran amigo», diría el presidente Dwight Eisenhower, en su comunicación oficial de pésame a la familia Somoza.

La inmensa fortuna del fundador de la dinastía, tierras agrícolas y haciendas de ganado, una línea naviera, una planta de cemento, mataderos, ingenios de azúcar, es heredada junto con el poder a sus dos hijos, entrenados ya para ejercerlo: Luis, el mayor, era el presidente del Congreso Nacional y su sucesor como presidente de la República; el otro, Anastasio, graduado de la academia militar de West Point, el jefe de la Guardia Nacional, ejército que además de seguir siendo de ocupación, se convirtió en una guardia pretoriana de la familia. Los dos hermanos desataron una cruel represión vengativa por la muerte del padre, que llevó a la muerte, a la tortura y a las cárceles a cientos de ciudadanos.

La familia Somoza no se dejaría envejecer económicamente, como en el caso de las demás dinastías que en Latinoamérica han llegado a ejercer dominios dictatoriales y cuyo poder político se ha basado más que nada en el acaparamiento de tierras; en lugar de quedarse a la zaga de una burguesía emergente que explota negocios bancarios, industriales y financieros en alianza con el capital norteamericano, los nuevos Somozas se ponen a la cabeza de esa burguesía repartiendo en la década siguiente sus cuantiosas inversiones en múltiples empresas industriales y financieras, controlando la producción de azúcar, tabaco, carne, textiles, agroquímicos, madera, pesca, los transportes. Y cuando el segundo de los hermanos, Anastasio, llega a la Presidencia por primera vez en 1967, la voracidad de la familia corre pareja con la brutal represión política: ya ha surgido el Frente Sandinista de Liberación Nacional y el pueblo empieza a percibir la opción de lucha armada como la definitiva, que cobraría mucha más fuerza después del terremoto que destruyó Managua en 1972.

Pero la familia tampoco se olvida de consolidar su dominio feudal sobre la tierra; la servidumbre del campesino implica además del trabajo de sol a sol por remuneraciones ínfimas, el ser acarreados a las manifestaciones somocistas en las cabeceras departamentales y en la capital. Peones asalariados, braceros de cultivos estacionarios desocupados todo el año a excepción de los meses de cosecha cuando se hacinan en los plantíos junto con sus familias, obreros del Atlántico lanzados masivamente cuando las compañías madereras y mineras cierran sus operaciones, o cesanteados para que vayan a morir de silicosis a sus aldeas, el pueblo desterrado se multiplica en los caminos y llega también a las puertas de Managua, se queda en su periferia y edifica junto a las aguas del lago infestadas de excrementos, en los cerros áridos y en las breñas, sus casas de cartón y de latas viejas -Miralagos, Vietnam, Río Sol, Barrio de Pescadores, Lafosette, Acahualinca- se llaman estos basureros residenciales, tendiendo un cerco alrededor de las ruinas de la ciudad destruida por el terremoto de diciembre de 1972; mientras la burguesía enriquecida a la sombra de la familia Somoza se lleva sus shopping-centers, sus teatros, sus villas, sus tennis-clubs hacia una nueva Managua Miami style de alumbrado de neón, áreas verdes y aire acondicionado. Unos, desterrados en su propia tierra. Los otros, veraneantes en su propio país, como en la pieza teatral de Gorki.

Los rostros de estos desterrados seculares, sus voces recogidas en distintos confines de Nicaragua son las que aparecen en este libro, resultado de un viaje por este país nocturno al que su autor ha llegado atraído por otras voces, las de sus poetas. El pueblo y sus poetas; o como bien podría decirse, el pueblo y sus profetas.

Porque la poesía nicaragüense, aun en tiempos de ocupación extranjera y dictaduras ha sido una voz a través de la cual ha podido expresarse, cuando no con las armas, la rebeldía popular. La poesía ha sido en este pequeño país un fenómeno permanente de ruptura, desde Rubén Darío, quien a comienzos del siglo revolucionó la lengua castellana, haciéndola latinoamericana, hasta Ernesto Cardenal, intérprete de las ansias de liberación de los oprimidos, no sólo de su país, sino del continente; o hasta un poeta adolescente y a la vez guerrillero como Leonel Rugama, quien murió en combate solitario frente a poderosas fuerzas del ejército en Managua en 1970. Y, pese a todo, hay siempre en Nicaragua una permanente floración de poetas entre los artesanos, los estudiantes, los sacerdotes; hay poetas agricultores, ingenieros civiles, maestros de primaria, mujeres que escriben hermosa poesía. Y como el autor del libro lo comprueba, también hay buenos poetas entre los niños lustrabotas.

No es casual por lo tanto que los dos héroes nacionales de Nicaragua, en un sentido realmente popular, sean un poeta y un guerrillero: Rubén Darío y Augusto César Sandino; en el más humilde lugar encuentra Hermann Schulz un libro de poemas de Darío; en todas las paredes, escrito por manos anónimas, el nombre de Sandino; y tampoco es casual que Sandino haya sido, a la vez que guerrero, un poeta en muchos sentidos, una mezcla de miel y de pólvora, que a su llamado congregara a un ejército de desterrados, sacándolos de las chozas, de los caseríos de muchas de esas perdidas remotidades por donde Schulz ha andado. Un ejército cuyos soldados desarrapados se llaman unos a otros «hermanos», que habían suprimido los grados militares, pueblo en armas que expulsó a los marines yanquis y que ya había expulsado a los filibusteros en el siglo anterior.

Porque es en esa galería de rostros humildes, en ese concierto olvidado de voces donde uno puede encontrarse, como desenterrándolo del barro, el verdadero rostro de Nicaragua. Un niño descalzo que toma de la mano al viajero para llevarlo de un lugar a otro; el brazo del chofer puesto sobre su hombro para invitarlo a subir al autobús rural; la anciana maestra que lo recibe sentada tras su vieja máquina de coser, como si desde siempre lo hubiera estado aguardando para darle de beber; la muchacha campesina que lo besa antes de bajarse del tren, la que le regala flores, la que le sonríe desde la ventana de la cocina abierta sobre el río Escondido en la selva; ese niño limpiabotas que le habla de la poesía de vanguardia bajo la lluvia en el puerto de Corinto, el otro que come las sobras del almuerzo del capitán en el bote «Silvia» como parte de su paga y ofrece lo único que el acorralamiento de los poderosos le ha dejado en su miseria, el cuerpo de su madre; el viejo ciego Rufus Flint que carga frente a la muerte sus dudas, el soldado de Sandino en Puerto Cabezas que sólo tiene un zapato, toda una fraternidad que llena el aire como de un perfume imborrable, de un amor universal, un país lleno de niños que sueñan con ser técnicos espaciales y poetas de vanguardia, mientras legiones de escritores, de filósofos, de economistas, de ingenieros, de pintores, de escultores, constructores de puentes y carreteras, escuelas y graneros se han quedado errantes en los caminos, en la gran noche de los desterrados.

Y negros, zambos, chinos, los otros nicaragüenses, los de la otra Nicaragua que es la costa atlántica, el pueblo misquito de las márgenes del río Coco contra los que disparan los soldados hondureños desde los puestos fronterizos, sólo por el placer de coger puntería; todos conservan intacta su conciencia de desterrados, su franca inocencia -sin que conciencia e inocencia resulten términos contradictorios-, una voluntad de amor mostrada hasta en los más simples actos de su vida, a la hora de dar la bienvenida o de decir adiós, de ofrecer su casa sin paredes para pasar una noche, compartir la pobre comida, un amor que es el fermento de su rebeldía, una sensibilidad por la poesía que es también una sensibilidad por la revolución: y nada de eso ha podido ser borrado, «no ha podido ser destruido por cuarenta años de dictadura», dice Schulz, y eso es suficiente.

En el paisaje nocturnal de los desterrados, la opresión es la noche, la liberación es el alba. «¿Cómo se hará para que aclare y amanezca?» reclaman las voces anónimas que escribieron el Popol-Vuh, el libro sagrado del pueblo quiché.

Y Hermann Schulz, el viajero, al atravesar por la mísera calle de un barrio proletario de Granada, ve ese rostro verdadero y siente silenciosas esas voces: «niños que juegan a la sombra, hombres sentados en sillas al aire libre, música de guitarra en la tarde, una muchacha que sale a la puerta, examina la calle con la mirada y vuelve a meterse, una mirada para mí, el extranjero está aquí, una sonrisa y un ligero gesto con la mano. Las gentes viven esta hora como si se prepararan para un glorioso día de fiesta...»

El pueblo desterrado se prepara para su gran fiesta, al recobrar su tierra, cuando amanezca. Y cuando Rufus Flint deje de estar ciego y ya no tenga dudas.

Berlín, enero de 1975





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