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Doña Berenguela la Grande, Reina española

Concepción Gimeno de Flaquer

Cábele a Doña Berenguela la Grande, reina de Castilla y de León, la gloria de haber dado a su hijo la educación física, moral e intelectual. Fernando III el Santo es la perfecta obra de una madre modelo. Esta venerable reina, y pacificadora de todos sus Estados, prudente y discreta, que llevaba con tanto acierto las riendas del poder, no descuidó por los deberes que impone un trono los cuidados que exigía la educación de su hijo.

Parecía hallarse destinada esta gran mujer a dejar una gloriosa sucesión de príncipes y princesas, pues la madre de San Fernando es la abuela de Alfonso el Sabio y de la infanta Doña Leonor, aquella interesante mujer conocida en la historia como dechado de esposas.

Doña Berenguela tuvo una descendencia que imitó sus muchas virtudes. El fervor religioso que inspiró doña Berenguela a su hijo Fernando contribuyó a que este combatiera contra los sarracenos tan encarnizadamente.

Modesta y humilde siempre, invertía las cantidades destinadas a solemnizar con brillantes fiestas los triunfos de su hijo, en aliviar a los menesterosos. El pueblo la denominó su bienhechora; los pobres su ángel bueno.

Nunca empleó la severa arma de la justicia en contra de sus vasallos; prefería la piedad.

Doña Berenguela cedió a Fernando la corona tan pronto como le fue posible, para dirigir desde la vida privada con el mayor tino todos los actos de su hijo. Acostumbrole a que perdonara ofensas e ingratitudes y a despojarse de todo rencor: por su influencia consiguió Fernando III el sosiego, la tranquilidad y el engrandecimiento de la patria.

Todos los historiadores de su tiempo hacen brillantes apologías de esta reina, todos la denominaron gloria y honor de Castilla, modelo de princesas discretas y prototipo de buenas madres.

Al hablar Alfonso el Sabio del dolor que su padre sintió por la muerte de doña Berenguela, se expresa en estos términos:

Non era maravilla de haber gran pesar; ca nunca rey en su tiempo otra tal perdió de cuantas hayamos habido, nin tan comprida en todos sus fechos.


De doña Berenguela puede decirse cual de la madre de San Luis que tenía valor de hombre en corazón de mujer. Esa gran madre que la historia conoce con el nombre de Blanca de Castilla decía a su hijo Luis: Hijo mío, te amo con extremo, y sin embargo quisiera verte muerto antes que manchado con un pecado mortal.

Blanca de Castilla y Berenguela la Grande dieron a sus hijos una educación muy semejante. Ambas conocían los deberes que impone un trono, y ambas aleccionadas por la experiencia que les dio el haber reinado supieron educar a sus hijos para reyes. Las dos reinas nacieron con esa altivez española tan ingénita en la mujer de la raza hispanoamericana, la cual inculcaron en el corazón de sus hijos, para que les preservara de toda acción baja y vil.

Fernando III, que adoraba a su madre, respetó muchísimo a las mujeres. La historia ha conservado en sus anales esta frase suya: Temo más a la maldición de la más ínfima mujer, que a todos los ejércitos de los moros.

Fernando III fue digno hijo de Berenguela la Grande, de esa famosa reina que ha inspirado páginas brillantes, justos elogios a cuantos han hablado de ella.

Decía un contemporáneo suyo, el ilustre arzobispo D. Rodrigo Jiménez de Rada, acerca de doña Berenguela, las siguientes palabras:

«Esta esclarecida reina crio a su hijo con tal cuidado y le instruyó en las virtudes cristianas, que estando adornada de todas ellas nunca lo apartó de su pecho, para que al administrarle el puro y cándido néctar se alimentase el niño de las virtudes de su madre, en cuya prosecución, aun siendo ya Fernando de edad crecida y adelantada, fueron continuas las persuasiones y repetidos consejos para que en todas sus acciones tuviese por blanco el mayor obsequio de Dios y después el gusto de sus vasallos; dejándose ver siempre en las palabras de esta señora, no femeniles melindres sino magníficos y levantados pensamientos. A la verdad esta gran reina conservó con tanto estudio y comunicó con tanto desvelo los dones y gracias recibidos de la liberal mano de Dios, que todo tiempo, todo estado, todas gentes y en fin, las naciones todas experimentan en sí con crecidas medras y aumentos, el cariño y afecto de su magnificencia, hallando medio de conservar como discreta en su integridad todo el ramillete hermoso de sus virtudes: vertía a manos llenas los favores y gracias, distribuyendo desinteresada riquezas y tesoros, ya de los que había heredado de sus padres, ya de los que a su corona tributaban sus vasallos, ostentando pródigo desprecio de los bienes de fortuna, al paso que mostraba continuas aspiraciones de los eternos. Con razón pues, robó esta gran mujer las admiraciones de nuestro siglo, supuesto que ni en él ni en todos los de nuestros mayores se encuentra quien en perfecciones la compita».


Hállase sepultada esta reina en la histórica y monumental Burgos, en el coro del monasterio de las Huelgas fundado por su padre Alfonso VIII en memoria de la batalla de las Navas de Tolosa. En dicho coro se encuentran entre otros cadáveres de personas reales, el de doña Leonor de Inglaterra, el de una hija de San Fernando, el de doña Margarita de Austria, el de la infanta doña Blanca, el de doña Urraca, reina de Portugal, y los de las infantas doña Mafalda, doña Sancha, doña Leonor y doña Catalina.

Todos los pensadores están de acuerdo en la creencia de que las madres infunden en sus hijos las virtudes y los defectos que ellas poseen, por eso se apresura el gran poeta Heine a demostrar que su madre no es responsable de las excentricidades que él cometió. Trascribamos sus mismas palabras: «Mi madre -dice Heine- era una mujer instruida y muy inteligente, que leía cuantos buenos libros se publicaban, y educaba a sus hijos por sí misma. Su razón y sus sentimientos eran la esencia de la santidad, y no fue de ella de quien heredé mi afición al romanticismo y mis gustos fantásticos. Mi madre tenía un verdadero miedo a la poesía; me quitaba todas las novelas que me veía en las manos; no me permitía jamás frecuentar los espectáculos ni quería que yo tomara parte en los juegos de mis condiscípulos; me vigilaba en todo, reñía a los sirvientes que contaban delante de mí historias de espectros, y hacía, en una palabra, lo posible para apartarme de toda superstición y de toda extravagancia».

La educación que se recibe en el hogar es la que más domina siempre: las escenas que allí vemos representadas no se desvanecen en nuestra memoria.

Una tía de Rousseau que cantaba junto a la ventana del cuarto de este al ocuparse de sus labores inspiró al precoz niño su afición a la música.

La madre de Rousseau, que era muy culta y había hecho estudios literarios, le transmitió al amamantarlo en su seno esa predestinación a las cosas del espíritu y esa valiente sensibilidad del alma que forman el fondo del carácter del elegante escritor. La madre de Rousseau había recibido de la naturaleza un espíritu delicado y de su padre un espíritu muy culto. Esta mujer descendía sin hipócrita vergüenza a las más humildes funciones del hogar, entregándose simultáneamente sin ninguna pretensión a las más sólidas y elegantes lecturas de la vida estudiosa. Desgraciadamente murió esa gran mujer antes de haber podido inspirar a su hijo todas sus virtudes. El padre de Rousseau, que había dejado a su esposa joven, bella y sola en Ginebra para hacerse relojero del serrallo en Constantinopla, infundió sin duda a su hijo su afición a las aventuras y al desorden. Estas dos filiaciones hicieron más tarde de Rousseau un niño impresionable, un escritor sublime, un soñador quimérico y un filósofo vicioso:

«No he sabido -dice él mismo- cómo sufrió mi padre la pérdida de mi madre; sé no obstante, que jamás llegó a consolarse de ella. Creía verla de nuevo en mí, sin poder olvidar que mi nacimiento le había costado la vida. Jamás me besó él que no conociera yo en sus suspiros y en sus abrazos convulsivos que un amargo pesar se mezclaba con sus caricias, no por ello menos tiernas. Juan Jacobo -me decía- hablemos de tu madre. ¿Cómo, padre, ya vamos a llorar? -exclamaba yo-, y estas solas palabras le arrancaban lágrimas. ¡Ah! -decía gimiendo-, devuélvemela, consuélame de su pérdida, calma el vacío que ella dejó en mi alma. ¿Te querría yo tanto si no fueras hijo suyo?

Mi madre había dejado novelas: mi padre y yo las leíamos después de cenar. Primero solo se trataba de ejercitarme en la lectura con libros amenos, mas en breve el interés se hizo tan vivo, que leíamos uno tras otro sin descanso y pasábamos las noches en esta ocupación. Creo que los libros nos parecían mejores porque habían sido escogidos por aquella inolvidable mujer».


Cuán deliciosas son estas líneas de Rousseau. ¡De qué modo sabe sacar interés de unas escenas íntimas que nada dirían a los seres vulgares! Un escritor semejante tiene que apoderarse indefectiblemente de los corazones, y moverlos a su antojo impeliéndoles hacia donde él quiera.

Si Rousseau fue desordenado en su vida y hasta frío de corazón es porque le faltaron en su infancia las caricias maternales. Si no hubiera muerto su madre, esta mujer superior le hubiera modelado, haciendo de él una obra perfecta.

¡Madres, no olvidéis cuán grande es vuestro poder sobre los seres a quienes dais la vida!

¡Madres, corregid a vuestros hijos desde muy niños para que no se diga más tarde que sus defectos son una copia de los vuestros!

Hacedlos antes que sabios, buenos. ¡Procurad inspirarles todas las virtudes practicándolas vosotras!

No hay sublime teoría que tenga en moral la fuerza del buen ejemplo.

Imitad a doña Berenguela la Grande, que supo hacer de su hijo un hombre eminente, un ser útil a su patria, un santo.