Don Jorge en la «Cañada de los Ingleses»
Manuel Alvar
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Sevilla dio a la generación del 27 el testimonio notarial de su fe de vida. Aquel viaje organizado por Sánchez Mejías, con sus conferencias en el Ateneo, con su fotografía esperando el pajarito y con sus miedos en el Guadalquivir. Pero Málaga dio más, mucho más, fueron unas calles, y unas rejas, y unos árboles que transmutaron la pobre realidad terrena en trasuntos paradisíacos: calle de Córdoba, la Alameda, vegetación viciosa del Parque. Eran los años d e la mano paterna y el traje de marinero. Ahí, caminando plazuelas de gracia, un niño se asomaba a la más pura creación poética. Y Málaga fue -edad de hombre- aquella peripecia onírica en versos parisinos y libros poéticos para pocos. Y fue -sí, también fue- el taller artesanal donde el poeta encerraba su vocación para que, siguiendo el ritmo de los tórculos, los demás cantaran. Y fue -es- el cobijo de otros nombres en su áurea senectud. Acera del Paseo Marítimo arriba, acera del Paseo Marítimo abajo -las agujas del reloj tienen ya gesto de San Miguel Arcángel- ¿cuántos malagueños saben que aquel hombre con el que se han cruzado durante muchos meses era una inmensa página de nuestra mejor poesía?
Málaga ya no es Málaga, sino la calle que lleva al más seguro de los puertos. ¿Quién diría que a cualquier parte? Málaga ciudad del Paraíso donde los poetas -criaturas desasidas- viven el anticipo de la gloria más humana. Vicente Aleixandre en sus días gozosos, José María Hinojosa en su frustrada evasión, amarga más que los ramos de ruda; Emilio Prados en la yerba, blanda para el cuerpo tendido; Manuel Altolaguirre en su litoral donde resuena la canción del agua; Dámaso Alonso, Jorge Guillén en esos gozos de la vista, perdida -como en un viejo romance- tras imposibles galeras.
Málaga formó, conformó y confirmó a muchos de estos hombres, y aún no habríamos terminado la nómina si no recordáramos a Moreno Villa y a Juan Rejano, tejiendo ambos arte tequite en las soledades de Méjico. Formó, conformó y confirmó. Cuadernos de El héroe o libros del Arroyo de los Ángeles. Y le sobró viento para barloventar bonetas y cebaderas, maestras y mesanas, traquetes y foques, de cuantas generaciones han venido después para que no anduvieran a palo seco.
Jorge Guillén
Por eso un
día del mes de febrero, Málaga vuelve a estar en
nuestro pensamiento. Jorge Guillén ya no pasea por la acera
ancha, junto a las palmeras que bate la brisa marera o las espumas
rotas que bajan a besarle los pies. Jorge Guillén ya no me
toma del brazo hacia el antepecho del balcón para decirme
«con mar, cielo, amor, luz, se puede
escribir toda la poesía del mundo»
. Jorge
Guillén ya no me esperará los sábados
veraniegos -ancha risa, manos abiertas de asceta castellano- para
dedicarme una sarta de gozos o de esperanzas. Jorge Guillén,
don Jorge, desde aquellos días, tan lejanos, en que
paseábamos por Zaragoza mientras el aire del Moncayo
presagiaba la muerte de —12→
Pedro Salinas, o aquellos otros granadinos en que
buscábamos las huellas de Federico, o los malagueños
-entrando de puntillas al cuarto donde jugaban mis hijos-. Don
Jorge en tantas y tantas cartas: la primera, ahí, en 1947,
cuando Ildefonso Manuel Gil le dijo que yo había dado la
primera conferencia de mi vida, y él me escribía:
«haga ese libro que nos falta sobre Pedro
Salinas»
. Las otras -muchas cartas- comentando mi
discurso académico, glosando mi Visión en
claridad, pidiendo a Maya Smerdou que yo escribiera el
prólogo de la Serie Castellana, desgranando una
letanía de entusiasmos que empezaban por la broma cordial
para que luego yo no creyera la cariñosa cortesía de
sus elogios («Mi muy querido y admirado
amigo, navegante por las aguas de Naxos: Mi señor,
Manolo»
).
Llamaré como siempre, Irene, soy Alvar. Y llevaré unas rosas y alguna separata, y me esperará el té con limón para que el recuerdo no seque los labios. Y se quebrarán los límites del tiempo, y don Jorge volverá: Dígame, dígame, ¿cómo están los siete infantes de Lara? ¿Y San Blecua? ¡Qué trabajadores son los aragoneses! Pero es más admirable Elena... (Recuerda, don Jorge, ¿cuántas veces?) Y las alumnas que querían verle (si son bonitas que vengan todas juntas). Sí, fueron todas juntas y, usted, tan grande, tan sin fatiga siempre, aún les escribió cuando le felicitaron el cumpleaños.
Jorge Guillén
La última
vez, sólo hablé con Irene y con Teresa. Me daba miedo
que la risa no estuviera franca o que las manos no se abrieran o
que la voz se quebrara. No, Teresa, no iré. Si viene a
cuento dile que algún día me acercaré un rato.
Don Jorge está aquí y habla para mí solo.
Aquella conversación que le preparé y él
prefirió escribirme porque así tendríamos un
rato más para charlar, y luego grabó la escritura y
todo en ese sobre que aún dura y que me envió con un
mensajero: «Para Don Manuel
Alvar»
(entre el solemne Don Manuel, que iba
dedicado al emisario, y el íntimo Para, sin
dirección ni notas, como dedicatoria que me ofrecía).
Y don Jorge sigue preguntando por el Alvar del romancero. Ya viaja
solo a Estados Unidos o a Inglaterra y, ya ve, don Jorge, esta
tarde ha sacado un libro que se encuadernó,
bellísimo, con una hucha de ahorros y leemos («Al futuro Caballero de romance, Gonzalo Alvar,
el más viejo de sus amigos. Jorge, Málaga,
Sábado Santo 9-Abril-1977»
). Esta tarde, por que
un locutor de televisión, con aire aburrido y sin saber de
qué hablaba, sin encontrar la sencilla hondura de la
palabra, decía que usted se había ido a un
jardín inglés desde donde se ve el mar. ¡Pobre
locutor! No sabía que aquella Cañada de los
ingleses había sido un hermoso libro de María
Victoria (¿Cómo lo ignoraba aquella locuaz
presencia?), que se publicó en «Halcón que se
atreve». Y aquel poemario comenzaba con unos versos -lo que
es ignorar las cosas- que habían sido escritos para usted,
antes de que usted se fuera a la Cañada de los Ingleses:
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Sí, a una
dimensión breve. Porque Málaga dio a los hombres del
27 todas esas cosas que decía al principio. Y es que yo no
quería hablar así sin respiro, de esa luz total que
Jorge Guillén nos ha traído, y he preferido recordar
a todos y recordarme en mi ciudad del Paraíso.
Málaga, viento para que flamearan las velas de nuestra
poesía. Sí, el viento lo dio Málaga. Pero hoy
la ciudad ha pasado la cuenta y se queda como rehén a un
poeta. Es lo que -con rédito y todo- el grupo devuelve por
tantos y tantos desvelos cumplidos. Y recordaremos para siempre
este día claro que -sin embargo- nos trae tristeza («sol de febrero, rara vez dura un día
entero»
); este día en el que Málaga se ha
quedado para siempre con el poeta que abandonó la modestia
gris de Castilla y el oro vibrante de Florencia para descansar un
poco entre blancuras y añiles. Que acaso eso sea el ciego
muro donde nos apoyamos todos en un día de fatiga. Y
ahí, la voz clara y altísima que ha hecho de
Málaga una luz viva para siempre en la dimensión
breve de la Cañada de los Ingleses.