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Cuerpo contra cuerpo

Margo Glantz

1. El cuerpo del delito

Siempre me ha llamado la atención un hecho repetido dos veces en la biografía de Cervantes, sabemos que probablemente en 1569 fue juzgado y condenado en Madrid a la amputación de la mano derecha por haber herido a un hombre llamado Antonio de Sigura, y a diez años de destierro, motivo por el cual se dice que huyó de España, rumbo a Italia, provisto adecuadamente de un certificado de limpieza de sangre, es decir sin antecedentes moriscos o judíos, para alistarse meses después en el ejército. Sabemos con certeza que en 1571 participó en la batalla de Lepanto, donde las tropas españolas vencieron a los turcos y que en ese combate fue herido, permaneció unos meses en Mesina en un hospital para reponerse de dos arcabuzazos en el pecho de los cuales sanó, no así de su mano izquierda que quedó inutilizada, accidente por el cual se le conoce como «el manco de Lepanto». (ver Canavaggio, Cervantes, Madrid Espasa Calpe, 2004 3ª ed.)

Hecho fortuito y sin embargo simbólico: un escritor cuya mano activa, instrumento esencial para la mayor parte de quienes se dedican a ese oficio, hubiese podido quedar inutilizado para siempre como castigo por un crimen, y la reiteración de ese destino cuando, debido a la guerra, quedara «estropeado» de por vida, como se decía entonces, mediante un adjetivo frecuentemente utilizado en la novela. Y no solo eso, Cervantes fue durante un largo periodo un cuerpo esclavo, un cuerpo engrillado y encadenado, sujeto a vejaciones, a golpes, al hambre, a la sed, a las violaciones, a las intemperies, en suma, un cuerpo omnipresente, imposible de soslayar, como es imposible ignorar el cuerpo torturado de quienes aspiraban a la santidad, sobre todo el de las monjas, un cuerpo omnipresente en su gran novela gracias a los cuerpos de don Quijote y Sancho Panza que invariablemente aparecen en el texto como lastimados, escarnecidos, cuerpos «amamonados», según se lee en el texto, es decir, abofeteados, pellizcados, picoteados, orinados, azotados, además, escarnecidos, punzados, amoratados a medida que van sucediéndose a lo largo de la obra las peripecias o aventuras de las que tanto el Caballero de la Triste Figura, por su gusto, como su escudero Sancho Panza, por su disgusto, fueron protagonistas.

En la novela El cautivo, intercalada en la Primera parte del Quijote, con datos quizá autobiográficos, el protagonista dice:

«Yo estaba encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baños, donde encierran a los cautivos cristianos, así los que son del Rey como algunos particulares, y los que llaman del almacén, que es como decir, cautivos del concejo, que sirven a la vez en obras públicas que hacen y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad...

Yo era pues uno de los del rescate; que como se supo que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no aprovechó nada para que no me pusiesen en el número de los caballeros y gente de rescate. Y aunque la hambre y la desnudez pudieran fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas mi oídas crueldades que mi amo usaba contra los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a éste, desorejaba a aquél y esto con tan poca ocasión, y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía nomás de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano»

DRAE, p. 410.



Curiosamente, el cuerpo de Cervantes hubiera haber podido también ser consumido en la hoguera si se hubiese materializado la insinuación de sodomía que Juan Blanco de Paz, un dominico, compañero de cautiverio, había propagado en su contra. Canavaggio, p. 147. No cabe duda, su cuerpo estaba marcado para siempre, dato que permitiría a sus enemigos atacarlo, como puede verse en un soneto atribuido a Lope o alguno de sus epígonos, donde, despechado este por el éxito de la primera parte del Quijote, ataca al escritor por no ser cristiano viejo y por su defecto físico:

«Yo que no sé de la-, de li-, ni lé-,

no sé si eres, Cervantes, co- ni- cú-,

sólo digo que es Lope Apolo, y tú,

frisón de su carroza y puerco en pie/.

Para que no escribieses, orden fú

del cielo que mancases en Corfú.

Hablaste, buey, pero dijiste;

¡oh, mala quijotada, que te dé!


Canav.



En cambio, el cuerpo de sus personajes se rehabilita, los reveses físicos parecen no dejar trazas en el texto, pues los protagonistas prosiguen incólumes sus andanzas, capítulo tras capítulo, aventura tras aventura, a pesar de que, insisto, después de cada una de ellas sus cuerpos han

sido fustigados, flagelados, hostigados, aporreados, vapuleados, zurrados, manteados, excrementados, fajados, tundidos, vomitados, amoratados, disciplinados, castigados, batidos, sacudidos, golpeados, quebrantados....

Las heridas que se reciben en las batallas, explica Don Quijote, más dan honra que la quitan; así que, Sancho amigo, no me repliques más, sino, como ya te he dicho, levántate lo mejor que pudieres y ponme de manera que más te agradare encima de tu jumento, y vamos de aquí, antes que la noche venga y nos saltee en este despoblado.

Dolor hay, los golpes son dados, y los recibidos son resentidos, pero también justificados y minimizados por Don Quijote mediante razones caballerescas:

Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos, y eso está en la ley del duelo, escrita con palabras expresas, que si el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella. Digo esto porque no pienses que, puesto que quedamos de esta pendencia molidos, quedamos afrentados, porque las armas de aquellos hombres traían, con que nos machacaron, no eran otras que estacas, y ninguno de ellos, a lo que se me acuerda, tenía estoque, ni espada ni puñal.

2. El libro como cuerpo

Quisiera entender por qué. ¿Qué función tienen esos cuerpos maltratados y milagrosamente reconstituidos dentro de la novela? Quiero insistir por ello la extremada corporeidad de este texto, para lo cual me abocaré a revisar algunas escenas que me parecen significativas, sin tomar demasiado en cuenta la abundante producción que en torno al Quijote se ha producido desde que la obra vio la luz.

¿Podré explicarlo si cito un largo y admirable párrafo de Foucault que proviene de Las palabras y las cosas?

«El libro, dice, refiriéndose a las novelas de caballerías que ha leído el protagonista, es menos su existencia que su deber. Ha de consultarlo sin cesar a fin de saber qué hacer y qué decir y qué signos darse a sí mismo y a los otros para demostrar que tiene la misma naturaleza que el texto del que ha surgido. Las novelas de caballerías escribieron de una vez por todas la prescripción de su aventura.

Pero si quiere ser semejante a los signos tiene que probarlos porque los signos legibles no se asemejan ya a los seres (visibles). Todos estos textos escritos, todas esas novelas extravagantes carecen justamente de igual: nada en el mundo se les ha asemejado jamás: su lenguaje infinito queda en suspenso, sin que ninguna similitud venga nunca a llenarlo; ... Al asemejarse a los textos de los cuales es testigo, representante, análogo verdadero, Don Quijote debe proporcionar demostración y ofrecer la marca indudable de que dicen verdad, de que son el lenguaje del mundo. Es asunto suyo el cumplir la promesa de los libros. Tiene que rehacer la epopeya, pero en sentido inverso: ésta relataba (pretendía relatar) hazañas reales, prometidas a la memoria; Don Quijote debe en cambio colmar de realidad los signos sin contenido del relato. Su aventura será un desciframiento del mundo: un recorrido minucioso para destacar, sobre toda la superficie de la tierra, las figuras de lo que muestran los libros dicen la verdad. La hazaña tiene que ser comprobada: no consiste en un triunfo real, sino en transformar la realidad en signo. En signo de que los signos del lenguaje se conforman con las cosas mismas. Don Quijote lee el mundo para demostrar los libros».

(México, Siglo XXI, 1968, p. 53-4)



¿Podría decirse interpretando a Foucault, o a lo mejor desinterpretándolo, que en sus andanzas, manipulado por los fantasmas de papel que pueblan las novelas de caballería, el ingenioso hidalgo rellena los signos, las grafías y los habita entrándose en ellos tanto con sus huesos como con su carne y que los golpes recibidos serían las distintas maneras en que esa transfiguración lograra efectuarse y adquiriese cuerpo?

Pero vuelvo a Foucault, pienso que es una de las muy valiosas interpretaciones a las que este clásico puede dar pábulo, aunque yo podría alegar, contradiciéndolo en parte y al leer con mucha atención y a ras del texto a Cervantes y tomando lo que él escribe al pie de la letra, esto es, literalmente, que para él, o en su época, los libros tienen cuerpo y no solo contienen signos. Estos no serían simplemente objetos desechables, o consumibles, si interpreto este término en un doble sentido, en el del acto mismo de consumar la lectura, y a la vez en el hecho de que los libros, como resultado de la acción que ejecutan los familiares y amigos de don Quijote, son consumidos por el fuego. Su consistencia entonces sería tan material y tan sólida como la carne de sus lectores. En efecto, cuando después de su primera salida, el caballero andante regresa adolorido y maltrecho con el objeto de conseguir un escudero y reponerse de la paliza que unos mercaderes le han propinado y de las piedras que le han lanzado algunos arrieros, el cura, el barbero, el ama y la sobrina aprovechan su momentánea invalidez para, como se lee en el título del capítulo VI de la Primera Parte, hacer «un grande escrutinio en la librería de nuestro ingenioso hidalgo».

El cual, empieza diciendo el capítulo, aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento (aclaro, pidieron las llaves el cura y el barbero) donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños...

(p. 60.)



Los libros tienen pues cuerpo, reitero, tanto como el de los seres humanos. Actúan, pueden causar daños severos, como pueden causarlo las lanzas o las piedras que hieren los cuerpos de los personajes, ya se trate de los individuos a quienes ataca el caballero andante o de quienes lo atacan a él o de quienes maltratan sin piedad a Sancho Panza. Los libros incorporan en sus páginas la densidad de lo real o de lo que se pretende que es la realidad, una realidad que trasladada del cuerpo de los libros a los cuerpos de los personajes que los han leído se volverá cuerpo de su cuerpo. Y si sigo tomando al pie de la letra el texto, vemos que cuando el escudero habla de sí mismo, usando una expresión muy española, se autodesigna a menudo como un cuerpo: «Resolvámanos, cuerpo de mí, dijo Sancho».

En breves palabras, al leer se produce un acto de magia semejante al que don Quijote quisiera convocar cuando encarna a un personaje épico, como si los caballeros feudales a quienes imita pudiesen convertirse en seres humanos reales, percibidos en su materialidad y no solo en su abstracción. Los golpes recibidos serían entonces la contrapartida, el signo evidente de la imposibilidad de esa resurrección. Los signos acaban por designar las cosas y no la ilusión de lo ficticio.

En uno de sus primeros ensayos, «Tácito y el barroco fúnebre», Roland Barthes explica:

«Si se cuentan los asesinatos de los Anales, el número es relativamente escaso... pero si los leemos, el efecto es apocalíptico, al pasar del elemento a la masa, aparece una nueva cualidad, el mundo se ha transformado. Quizá eso sea el barroco: una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración. En Tácito, la muerte cuaja; y cuanto más divididos están los momentos de esa solidificación, mas indiviso es el total: la muerte genérica es masiva, no conceptual; la idea aquí no es el producto de una reducción, sino de una repetición».

(Estudios críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967, p. 129.)



3.- El cuerpo inmundo

La absoluta carnalidad de Sancho y de Don Quijote, a pesar de que muchos críticos, de manera tradicional y en puro maniqueísmo, enaltezcan al segundo como gran idealista y pretendan rebajar a su simple y total condición de tosco y bruto labrador al primero, a quien un escritor francés ha llamado burdo materialista, me hace caer en la escatología, un elemento fundamental en el texto.

En la sacrosanta y eterna venta que para el caballero es un castillo, se alojan en la misma habitación Sancho, Don Quijote y un arriero, dispuesto a refocilarse con Maritornes. Allí se suscita una de las escenas más jocosas de la primera parte de esta novela, además de ser una de las más explicitas en cuanto a sexualidad se refiere, una sexualidad bestial, entre gente de clase baja o entre animales -por ejemplo la escena en que a Rocinante le viene el deseo de copular con unas jacas, y Cervantes utiliza para ambos encuentros el mismo vocablo, refocilarse.

Como de costumbre, de este episodio salen malheridos nuestros protagonistas, golpeados primero por el arriero y luego por un cuadrillero de los que llamaban de la Santa hermandad o el Santo Oficio. Para sanar, don Quijote decide confeccionar una receta caballeresca, un milagroso bálsamo, compuesto simplemente de aceite, romero, sal y vino mezclados y hervidos en una alcuza,

...el que apenas acabado de beber.., empezó a vomitar, de manera que no le quedó nada en el estómago y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo... y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo y en tal manera mejor de su quebrantamiento, que se tuvo por sano y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo.

(p. 149.)



Sancho usa el mismo remedio, con un resultado adverso:

El estómago de Sancho no debía ser tan delicado como el de su amo, y así primero que vomitase le dieron tantas ansias y vascas con tantos trasudores y desmayos, que él pensó que era bien y verdaderamente su última hora... y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales, con tanta priesa, que la estera de enea, ni la manta de anjeo con que se cubría, fueron más de provecho.

(p. 150.)



Muchos ejemplos podrían escogerse para ilustrar esta vena escatológica que bien podría y en realidad ya ha sido explicada si se acude a Mijail Bajtin y el mundo carnavalesco, en esos movimientos oscilatorios entre lo alto y lo bajo, entre la idealización de la dama en la poesía cortesana o en la novela caballeresca y el mal olor que despide el aliento de Maritornes o el de Dulcinea que para Don Quijote huele a ámbar y según Sancho a cebollas y ajo. Lo mismo en las representaciones teatrales organizadas en el palacio de los duques cuyo título nunca se sabe y cuya mansión se encontraba en las cercanías de Zaragoza adonde nunca llega el caballero por tratarse probablemente del lugar originario de Avellaneda, el autor del falso Quijote, representaciones que tienen como objeto hacer uso de la pareja constituida por el caballero y su escudero como bufones de corte, personajes grotescos que los señores necesitan para su entretenimiento, personajes estos, los nobles, sujetos asimismo a esos movimientos estrepitosos que van sin transición de lo alto hacia lo bajo.

En efecto, durante el largo intervalo novelesco que transcurre en ese palacio, la Dueña Rodríguez, una de las servidoras de la duquesa, le confiesa a nuestro ingenioso hidalgo que también la gran dama, como Sancho en el pasaje que acabo de reproducir, sufre trastornos en el bajo vientre:

¡Vea, vuesa merced, señor Don Quijote, la hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer primero a Dios y luego, a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena.

(p. 915-16.)



Con lo que se igualan Sancho y la duquesa, pues ambos se desaguan por lo bajo, como asimismo don Quijote se desaguara para aliviarse cuando va encadenado en una jaula dentro una carroza de bueyes con lo que sus amigos pretenden llevarlo de nuevo a buen recaudo, es decir, a su casa:

-¿Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se excusa.

-¡Ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces, y aun ahora la tengo. ¡Sácame de este peligro, que no anda todo limpio!

Según Jacques Lacan comenta Zlavoj Sizek (Wikipedia), los humanos se distinguen de los animales en el momento mismo en que el excremento se convierte para ellos en un residuo embarazoso, en fuente de vergüenza, en algo de lo que hay de desembarazarse en secreto. Así, la mierda ensombrece aun los momentos más sublimes de la experiencia humana.

4.- La desnudez considerada como degradación

...se tiene la creencia, explica el crítico de arte italiano Mario Perniola, de que los seres humanos lo son, es decir, son seres diferentes de los animales, en virtud de que están vestidos. La vestimenta les otorga su identidad social, antropológica y religiosa, en una palabra, su ser. Desde esta perspectiva la desnudez es un estado negativo, una privación, una pérdida, un despojo. Los adjetivos desnudado, desvestido, despojado describen a una persona que ha sido privada de algo que debiera tener. En la esfera de este concepto, estar desvestido significa encontrarse en una posición degradada y vergonzosa, típica de los prisioneros, los esclavos o las prostitutas, o la de aquellos que están locos, malditos o han sido profanados». «Between clothing and Nudity».

(Zone 2, 237.)



Si bien esta definición la emplea Perniola como un preámbulo al erotismo en la pintura del Renacimiento, en la que la desnudez es un elemento esencial de signo contrario, me viene como anillo al dedo para analizar algunas escenas de la primera parte del Quijote, especialmente los capítulos XXIII a XXVI, donde se narran la historia de Cardenio y la imitación que don Quijote hace del caballero Beltenebros en la Sierra Morena. (p. 215 a 257). Después de liberar a los galeotes, quedar en deuda por ello con la Santa Hermandad, es decir de la Inquisición, para gran pavor de Sancho, y de recibir como premio de su buena acción una andanada de pedradas, organizada por el siniestro Ginés de Pasamonte, más tarde Maese Pedro, nuestros personajes se adentran en la Sierra Morena, donde don Quijote siente alegrarse su corazón por «acomodarse» ese lugar a las aventuras que buscaba. (p. 212.)

Comenzaron a rodar tantas piedras sobre don Quijote que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno y con él se defendía de la nube y pedriscos que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote, que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza y dióle con ella tres o cuatro golpes en la espalda y otros tantos en la tierra, con que la hizo pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar, si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán y dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte...

(p. 210.)



Ya restablecidos milagrosamente de la aventura y en plena sierra Morena, el caballero descubre una maleta que contiene ropa de muy buena textura, un bello manuscrito encuadernado ricamente y «un pañizuelo con un buen montoncillo de escudos de oro», del que se apodera Sancho como pago de sus servicios. Desvalijados por los galeotes, Sancho desvalija a su vez la maleta, se queda con la ropa fina y el dinero, mientras su amo guarda el librillo que contiene versos amorosos de un desdeñado amante, dato importante porque en resumidas cuentas el salario que Don Quijote hubiese debido pagar a su escudero se reduce a esas camisas de fina holanda halladas en la valija, a los cien escudos de oro que encontró en la misma y que Don Quijote le ofrece con magnificencia, desinteresado de los bienes materiales como buen caballero andante. Más tarde, en los maravillosos episodios que los dos personajes protagonizan en la segunda parte de la novela, en la mansión de los duques, Sancho va a recibir como recompensa un vestido de caza de color verde de rica tela que por efecto mismo de sus malandanzas se desgarra y que será ofrecido después a Teresa Panza para con esa tela confeccionar un vestido para su hija Sanchica. Como suntuoso y único suplemento de esos dones, la mujer del escudero recibirá de la duquesa una sarta de corales engarzados en oro...

Con el pensamiento puesto en una nueva posible y gloriosa aventura, el caballero advierte de pronto una extraña figura humana medio desnuda, saltando como una cabra sobre los peñascos:

Figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna, los muslos cubrían unos calzones, al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes.

(p. 216.)



Vestido a medias, pero con ropas caras (terciopelo leonado), un personaje a mitad humano y a mitad animal, a medio camino entre lo civilizado y lo salvaje (cabellos rebultados), cuyos ropajes desgarrados acusan su proveniencia y denuncian su degradación. Los despojos de su civilidad, manifiestos en su desvestimiento, son sin embargo muestras evidentes de su status social. Agravado por su comportamiento, ese ser extraño no camina como los hombres, brinca de risco en risco, su cabalgadura ha perecido, su vestimenta está destrozada y su forma de transitar por los montes es totalmente bestial. Me recuerda a los personajes creados por Calderón de la Barca en esos dramas por donde deambulan distintos Segismundos, dejando ver en su apariencia y sobre todo en sus cabellos desordenados y en su miserable traje que han dejado de pertenecer a la civilización.

Estamos frente a Cardenio, protagonista de una de esas novelas pastoriles que como la historia de Marcela y Grisóstomo, «El curioso impertinente» o la «Historia del Cautivo» interrumpen el relato principal, road movie que impulsa al protagonista y a su servidor a desplazarse sin cesar por los caminos. Estas novelas conforman cuerpo textuales ajenos pero al mismo tiempo imposibles de separar del conjunto. Como si un cuerpo extraño chocara contra el cuerpo principal para detenerlo en su camino e intentara paralizarlo, de la misma manera que en la historia principal unos cuerpos chocan contra otros sin piedad y sin embargo no se destruyen...

Cardenio, «un mancebo de gentil talle y apostura, caballero sobre una mula», a quien su prometida esposa es entregada a otro, se refugia en lo más áspero e impenetrable de la sierra y cae en accesos de locura; golpea y despoja de sus bienes a los pastores y cabreros del entorno, en curioso paralelismo con los forajidos que han desvalijado y golpeado al caballero y a su escudero, y a quien también le corresponde en la textualidad asumir la función de exagerar de manera paródica y especular la locura de Don Quijote. Los cabreros condolidos ante la desvalidez del joven que ya tenía «roto el vestido, el rostro desfigurado y tostado por el sol» le ofrecen ayuda y sustento, a lo cual, como relatan Cide Hamete Benegeli o el propio Cervantes, uno de ellos responde:

Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados y ofreció de pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie. En cuanto tocaba a la estancia de su habitación que no tenía otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y acabó su plática con tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchado le habíamos visto la vez primera y cuál le veíamos entonces si en él no lo acompañáramos.

Porque como tengo dicho era muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona que puesto que éramos rústicos los que lo escuchábamos, su gentileza era tanta que bastaba a darse a conocer a la misma rusticidad. Y estando en lo mejor de su plática, paró y enmudeciose; clavó los ojos por muy buen espacio, en el cual todos estuvimos queda y suspensos, esperando en que había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo, porque lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando el suelo sin mover pestaña gran rato, y otra veces cerrarlos, apretando los labios y enmarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le había sobrevenido... se levantó (luego) con gran furia donde se había echado, y arremetió contra el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y rabia que si no le quitáramos le matara a puñadas y a bocados...

(pp. 219-20.)



Descripción muy vívida de esa locura que lo hace oscilar entre paroxismo y mansedumbre.

El encuentro con Cardenio, reitero, un joven trastornado por un amor desgraciado y adorador de Dorotea, valga la cacofonía, produce en don Quijote una enorme curiosidad y finalmente el deseo de imitarlo, de colocarse en su misma situación, y como Amadís, esconderse para adorar a su Dulcinea del Toboso cual si se tratase de una deidad.

Imitador por naturaleza, Don Quijote es el prototipo del enajenado, como dice René Girard en su bello libro Mentira romántica, verdad novelesca, «de quien ha renunciado en favor de Amadís, a la prerrogativa fundamental del individuo; ya no elige los objetos de su deseo, es Amadís quien debe elegir por él», p. 9.

Me interesa mucho subrayar cómo en estos episodios no solo se duplica el modelo de la imitación, sino que se triplica, justificando a mi modo de ver la interrupción de la historia principal, para subrayarla mejor y redefinir su sentido.

Girard sigue explicando el mecanismo:

En el deseo de don Quijote, la línea recta está presente, pero no es lo esencial. Por encima de esa línea, existe el mediador que ilumina a la vez al sujeto y al objeto. La metáfora espacial que expresa esa relación es evidentemente el triángulo. El objeto cambia con cada aventura pero el triángulo permanece. La bacía de barbero o las marionetas de Maese Pedro substituyen a los molinos de viento, Amadís en cambio, sigue siempre presente.

(p. 10.)



Revestido de caballero andante de manera literal y al mismo tiempo paródica, armado de sus lanzas herrumbrosas, coronado por un yelmo conformado por una bacía ya destrozada, con las calzas luídas, el herreruelo desteñido, la cabalgadura flaca y sarnosa, acompañado de un rústico escudero desharrapado y obeso, cabalgando sobre un asno, su catadura desentona, resalta frente a la de los demás, aquellos que por sus ropajes estrictamente diferenciados descubren el luga que ocupan en la sociedad. La locura de Don Quijote contrasta con la de Cardenio, un ser descolocado y con todo un personaje normal, del cual y por los restos de su vestimenta y por su talle, se deduce con precisión a que estamento social pertenece, y además puede clasificarse el tipo de su locura.

En su pretensión por ser otro, Don Quijote es único e incomparable.

Ahora bien, teniendo como modelo fundamental la del caballero andante y privilegiando entre ellos a Amadís, libro que el barbero y el cura salvan de las llamas por considerarlo obra de mérito, la aparición de Cardenio y su locura amorosa suscitan en Don Quijote el deseo de imitarlo a su vez. Hará penitencia, se despojará de sus ropas, guardará como reliquia la imagen de su dama y permanecerá en la espesura en soledad. Sancho deberá llevarle a Dulcinea una carta, una carta que no podrá leer por ser iletrado y que deberá aprenderse de memoria, operación que le resultará imposible al escudero y causa de muchos y divertidos malentendidos posteriores.

Si sigo el argumento de Girard, verifico que el deseo de Cardenio es lineal, va del sujeto enamorado al objeto de su deseo. En cambio, reiterando al crítico francés, el deseo del Quijote es siempre triangular, su vértice principal lo conforma la figura de Amadís. La historia de Cardenio engendra en el Caballero de la triste Figura el deseo de retirarse y venerar en silencio a su Dama, como si llevara a cabo una ceremonia religiosa, en donde ella, como sabemos, ocupa el lugar de la divinidad. Pero de manera singular, esta acción tendrá como punto de partida la descrita en el libro de Garci Rodríguez de Montalbo, la que acomete Amadís, al cambiarse de nombre y de apariencia, después de haber sido rechazado por Oriana, por lo cual decide retirarse a la isla de Peña Pobre:

¿Qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar, pregunta Sancho.

El caballero responde: Quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar justamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cual pesadumbre se volvió loco, arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrazó chozas, derribo casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura...

(p. 255.)



¿Y en qué consiste la locura de Don Quijote, además de haber realizado antes y de manera caricaturesca todas las hazañas que ha relatado como adjudicadas a Roldán, para luego internarse en la espesura, subir los más altos riscos, hacer penitencia y llorar a Dulcinea?

Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y pañales, y luego sin más ni más dio dos zapateras en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho de que su amo quedaba loco.

(p. 248.)



Medio desvestido, indecente, impropio, Don Quijote ha caído en la bestialidad o simplemente en una desnuda locura.

5.- ¿Cabe en la novela el cuerpo autobiográfico?

Un breve epílogo a este texto que he pergeñado en torno a la novela más famosa e importante de la historia de la novela.

Se me ocurre, y obviamente también se les ha ocurrido a muchos antes, que Cervantes dejó en esta novela fragmentos más acabadas de su propia vida.

«Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo. Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas. Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número. Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes».

(Miguel de Cervantes, El licenciado Vidriera, en Novelas ejemplares, 1615.)



NOTA: Todas las citas del Quijote provienen de la edición de la DRAE

Bibliografía

  • Barthes, Roland, «Tácito y el barroco fúnebre» en Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967.
  • Canavaggio, Jean, Cervantes, Madrid, Espasa Calpe, 2004 3ª ed. P.
  • Cervantes, Miguel de, Don Quijote de la Mancha, edición del IV Centenario, Madrid Real Academia Española, Asociación de Academias de la lengua española, 2004.
  • Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, (trad. de Elsa Frost), México, Siglo XXI, 1968.
  • Girard, René, Mentira romántica, verdad novelesca, Barcelona, Anagrama.
  • Perniola, Mario en «Between clothing and Nudity» Zone 2.
  • Zlavoj Sizek, sobre Lacan, Wikipedia.