Caracterización genérica de «Pequeñeces», de Luis Coloma, a través de las referencias clásicas
Ángel Ruiz Pérez1
Pequeñeces, la novela del Padre Coloma, se publicó primero por entregas y luego en formato de libro en 1891. Fue un sonado éxito en su momento, con su punto de escándalo, por lo que pudiera tener de novela en clave, donde algunos querían identificar a varios personajes con figuras del momento. Hasta Juan Varela hizo una parodia en boca de la protagonista, Currita de Albornoz, en la que esta criticaba al autor, reconociendo a la vez el éxito del libro. El hecho es que, además de su gran éxito de ventas inicial, se sigue publicando a un ritmo sostenido: en los últimos cincuenta años, desde que la editó Rubén Benítez en 1975 en la colección de Letras hispánicas de Cátedra, con cinco reimpresiones hasta 1987, han aparecido también la edición de Enrique Miralles en Espasa Calpe (1998), la de la editorial Mestas (2002), la de José Belmonte Serrano en Mare Nostrum (2005) y la de Antonio Morales Moya en Rh+ (2013) y Ediciones 19 (2014). Hubo ya desde el siglo XIX traducciones al francés (Lille, 1895), holandés (Utrecht, 1896), alemán (Berlín, 1896) e inglés (Boston, 1900). También se hizo una adaptación teatral y una película en 1950, dirigida por Juan de Orduña.
Desde el punto de vista crítico, ha sido estudiada sobre todo en lo que puede tener de reflejo más o menos mimético del periodo histórico en el que se sitúa, entre la monarquía de Amadeo I y la restauración alfonsina: la discusión se ha centrado en las corrientes ideológicas que dominan en ella. Esa óptica concreta, tan focalizada, resalta más la carencia de estudios con un enfoque plenamente literario, cuando su éxito, anterior y actual, se debe sin duda a su eficacia narrativa, por más que esté lastrada por el didactismo, en cuanto novela de tesis, y ciertos decaimientos folletinescos, y por la riqueza de caracterización de los personajes, a lo que contribuyen como factor decisivo, creemos, las referencias oblicuas al mundo clásico.
Esas referencias oblicuas, complejas, que explotan a veces la carga paródica y otras la simplemente cómica de las referencias a mitos clásicos, acaban chocando con un marco en principio estrechamente realista, como otras obras contemporáneas de temática similar: La de Bringas, de Galdós (1884), aunque de ambiente más pequeño burgués, y La vizcondesa de Armas del Marqués de Figueroa (1887) y La Montálvez de Pereda (1888), por su descripción crítica de la sociedad nobiliaria y burguesa en torno a una figura femenina de personalidad acusada; posterior, casi contemporánea, es La espuma, de Armando Palacio Valdés (1891). También se podría establecer un cierto paralelismo con La Regenta de Clarín (1885), en cuanto que ambas son un retrato de la sociedad nobiliaria y burguesa, bien que en esta última la acción no se sitúe en Madrid.
Por caracterización genérica según Benítez, que recoge el consenso de buena parte de la crítica contemporánea, Pequeñeces se situaría «entre las expresiones del naturalismo español»
(1975: 31-32), aunque es importante lo que precisó en un artículo Emilia Pardo Bazán: «[...] desde las primeras páginas se ve que aquello no es naturalismo, ni nada que en ismo termine, sino, casi siempre, la pura verdad»
(1891a: 975). Creo que es buena manera de situar al autor la que adopta ella poco después: «[...] sucesor de Alarcón en cuanto a cautivar o divertir, pero émulo de Galdós en sorprender in fraganti la realidad, y resuelto como nadie para presentarla sin melindres»
(1891a: 979). No hay, explica, que esperar una coincidencia de fondo y forma con la estética de Zola, sino un retrato audaz de la clase alta, con sus defectos, quizá cargando a veces la mano en la descripción de los aspectos más negativos. La Pardo Bazán acabará dedicándole un apartado específico a esta novela en relación con el naturalismo: la que ella ve «calificada con unanimidad de naturalista»
precisa que no lo es en la intención del autor; «si a alguna escuela moderna pertenece es tan por casualidad, que, a no existir esa escuela, él la hubiese iniciado»
(1891b: 1458). Para Pardo Bazán, el popularismo que Coloma tomó de Fernán Caballero ha llegado a transformarse en un realismo naturalista, que no lo es en relación con la etiqueta más estricta asociada a Zola. Para ella es Pequeñeces una novela «indiscutiblemente realista, realista hasta un grado de crudeza a que nadie osara llegar»
(1891b: 1459). Y no la considera naturalista, sino realista, porque no corresponde con el determinismo de fondo que define el naturalismo de Zola, porque si la novela del padre Coloma peca de algo, en opinión de Pardo Bazán, es de providencialista. Pero el método, el estilo, se asemeja al del naturalismo. Lo que ella explica también es que la percepción general de los lectores de su época no era tan consciente de los presupuestos teóricos; más bien había una consideración común de que el «naturalismo consiste en no rehuir pasos o detalles escabrosos, en llamar a las cosas por su nombre, en copiar la realidad al pie de la letra, en tratar los asuntos amatorios con sinceridad y claridad»
(1891b: 1460). Para ella, en ese sentido sí que se podría considerar naturalista la novela de Coloma, aunque con procedimientos donde «la concisión, más todavía que el tono humorístico, salva lo arriesgado; la brevedad tiene dejos de pudor»
es, al final, un «realismo calculado»
(1891b: 1460).
Yo veo muchas coincidencias de fondo con las críticas que ponía Juan Valera en boca de la protagonista de la novela: «[...] en vez de pintar las cosas como son o como deben ser, esto es, mejores y más bellas, usted las pinta peores o bien las mira y las retrata por el lado más feo, según hoy se estila»
(Valera 1892). La etiqueta de «naturalista» se convirtió en un cliché crítico, porque se percibía como muy cruda la presentación de ciertos ambientes (Rubio Cremades 2001: 580-581). Por lo demás, Benítez considera Pequeñeces en una vena satírico-expresionista, con antecedentes en los siglos XVII y XVIII, la llama «alegoría expresionista»
y plantea su cercanía al esperpento de Valle-Inclán (1975: 35).
Para Lieve Behiels (1999: 59) se podría clasificar como una tardía novela de tesis, en la línea de las galdosianas, aunque de signo ideológico manifiestamente distinto. Es evidente que el mensaje de la novela -España tiene que regirse según los principios religiosos, morales y sociales de la Iglesia Católica y la aristocracia tiene que dirigir la sociedad en ese sentido-, machaconamente repetido, suena ahora extraño. Pequeñeces tiene otros atractivos más propiamente literarios, sobre todo en los momentos en que el autor se olvida de sus preocupaciones moralizadoras, como ya había observado doña Emilia Pardo Bazán.
Por su parte Miralles (1998: 14) destaca del autor «sus dotes de observación»
y «su mordacidad»
. «La vena narrativa del jesuita era, por fortuna, más generosa que sus rígidos esquemas mentales»
(1998: 16). También destaca Miralles contrapuntos literarios, sabiamente incrustados, en concreto paralelos shakespeareanos, pero también la mención al «joven Telémaco»
, a lo que nos referiremos más adelante (1998: 39).
En esa línea quiere este trabajo explorar las referencias clásicas de la novela, como medios indirectos de retratar la realidad, explorar su comicidad o inadecuación general, resaltar críticamente un estado de cosas con el que no se está de acuerdo, en especial en la caracterización de los personajes y de sus relaciones dramáticas.
Caracterización de personajes individuales
A medida que van apareciendo personajes, muy numerosos, usa el autor con algunos una técnica muy eficaz de singularización y caracterización, a través de comparaciones con figuras de la tradición antigua, lo que permite además resaltar rasgos icónicos de representaciones de esas figuras.
Currita de Albornoz
Si comenzamos por la protagonista, su caracterización está llena de alusiones clásicas, todas en la misma línea, resaltar su descaro y falta de escrúpulos para conseguir lo que quiere. Por ejemplo, en este pasaje, donde destaca su afán de autoafirmación:
«La esposa [=Currita], por su parte, era también feliz; zambullida en su desvergüenza, como los héroes griegos en la Estigia, habíase hecho como ellos invulnerable, y con su audacia infinita y su cínica travesura femenina, lograba el único fin de su vida, natural anhelo de su vanidad inmensa: sobreponerse a todo el mundo, ser siempre la primera y lograr que todas las lenguas le rindiesen vasallaje, ocupándose constantemente, para bien o para mal, que eso poco importaba, de su persona y de sus cosas».
(86, cito por la edición de Benítez)
En otro pasaje se insiste en lo mismo, pero con el refuerzo de una cita de un historiador antiguo no explicitado, que no he logrado todavía localizar:
«A las doce menos cuarto llegó la condesa de Albornoz, imponiendo a todo el mundo su desvergüenza y su cinismo, haciendo fango en el mismo cieno, según la enérgica expresión de un historiador antiguo».
(151)
También su doblez al servicio de sus fines tiene un paralelo mitológico en el comentario del narrador, que trae a colación al dios Himeneo, otro modo -aquí jocoso- de hablar del matrimonio, cuando ella insinúa que si actuase de un modo distinto, corría riesgo el suyo propio:
«Aquí derramó Currita algunas lágrimas en aras del honrado Himeneo, cuya antorcha corría riesgo de apagarse».
(127)
También el narrador la presenta poniendo de modelo a una reina o diosa retratada por Virgilio, y a la vez como un emperador, temeroso de tocar con su elevada frente el arco del triunfo:
«Entraba la condesa de Albornoz, con aquel paso de que habla Virgilio, que revela una reina o una diosa, inclinando la cabeza con el aire de vanidad satisfecha de aquel emperador romano que encogía la suya al pasar bajo los arcos de triunfo, por miedo de tropezar en ellos con la frente».
(323)
Esa referencia de Virgilio es seguramente, como ya señala García Romero (2009), el verso de la Eneida et vera incessu patuit dea
(«y como diosa verdadera se mostró con su paso»
, Aen. 1, 405) y también, del mismo poema, otro sobre Dido: gradiensque deas supereminet omnis («y con su caminar a todas las diosas supera»
, Aen. 1, 501).
También se compara jocosamente a Currita con la diosa Juno, cuando ve a su oponente:
«[Entra la Marquesa de Villasis y le comenta María Valdivieso]
-¿Eh?... ¿Qué tal?... Con esta prójima no contábamos... ¿Te inquieta?...
Irguióse la otra como una Juno a quien dijeran que la ninfilla más patimondada del Olimpo iba a sentarse en su carro tirado por pavos reales».
(331)
Rasgos comunes en esa línea de comparaciones míticas tiene Isabel Mazacán, otra antagonista de Currita de Albornoz al principio de la novela:
«[...] una racha viviente, un huracán femenino que apareció en la puerta [...] con su paso de Diana cazadora, alta la cabeza, altiva la mirada; demasiado señoril para cocotte, demasiado desvergonzada para gran dama».
(75)
Al final de ese capítulo, la Mazacán se enfrenta con Currita:
«[...] entre la espiritual Ofelia y la Diana cazadora, una contienda digna de tener a Pedro López de cronista. Peleáronse como dos rabaneras».
(164)
No hace falta ya que el autor precise quién es quién, porque las comparaciones irónicas de Currita con la Ofelia de Shakespeare (hasta cuatro veces, dos de ellas definiéndola como «vaporosa Ofelia»
y «poética Ofelia»
) han aparecido poco antes, además de la que ya hemos recogido de Isabel Mazacán con Diana.
El buey Apis
Lo mismo ocurre con otro personaje que aparece sobre todo al principio, también como antagonista de Currita, «el ministro de la Gobernación, el buey Apis, como por razón de su corpulencia le llamaban»
(114). En páginas siguientes, más que contestar se dice que muge: «El buey Apis dio un mugido»
(116), «los mugidos del buey Apis»
(118). Cuando interviene en una información periodística, se nos dice que en ella «no asomaba ya la manaza, sino la pataza del excelentísimo Martínez, descargando una coz digna de la formidable pezuña del legítimo buey Apis»
(149). Él vuelve a aparecer en la segunda parte de la novela, pero ahora entrando al bando alfonsino, con la complicidad de Currita, que llega al punto de establecer contacto bajo la mesa: «[...] su diminuto piececito tocó ligeramente por debajo de la mesa la pezuña del buey Apis»
(422).
Estas son referencias clásicas cruzadas con procedimientos de animalización en la vena naturalista, que llegan a su culmen más adelante cuando Martínez, el Buey Apis, entra en el bando alfonsino por la puerta grande, en una audiencia con el rey Alfonso, porque las comparaciones se multiplican; además de buey, es caballo y Hércules:
«[...] un resoplido inmenso resonó entonces tras la cortina de la izquierda, como el aliento de un pechazo comprimido que al fin se desahoga: era el buey Apis, el excelentísimo Martínez, que hubiera soltado en aquel momento un relincho, como en sus expansiones de alegría los mozos de su tierra, y estrujando entre sus brutales brazos, como un Hércules que abrazara a un insecto, a su ilustre aliada Currita».
(440)
Como en otros casos que veremos, establecida la relación básica con un personaje mítico, en principio el buey Apis, es posible a continuación acudir a otras comparaciones como aquí la de Hércules, para forzar todavía más el expresionismo del personaje.
Butrón
Estas técnicas de caracterización se ven bien también en el personaje de Butrón, conspirador político. Primero se le compara a Neptuno en el mar: «Butrón, muy apurado, repetía con el ademán de Neptuno pacificando los mares»
(79). Poco después, aparentemente aliviado por una afirmación falsa de Currita «exclamó Butrón soltando el resoplido inmenso de un gigante a quien quitan de sobre el pecho una montaña»
(88). Y la situación se repite más adelante, cuando es presentado exclamando «con el aire de un Catón escandalizado»
(128). Más adelante, lo veremos en detalle, es comparado a Mentor. Es en todos los casos una figura ridícula, por lo que las comparaciones son siempre irónicas y críticas, todo ello con un histrionismo involuntario del propio personaje, del que se reproduce indirectamente una retórica rancia implícita, dirigida contra su mujer, cabeza de turco de los desplantes que él recibe de otros:
«El respetable Butrón [...], llamando a su mujer [...] y prodigándola con todas sus letras los dicterios de imbécil, estúpida, [...], quería darle lecciones a él, Pirro en el ingenio, Ulises en la prudencia, Anteo en el ánimo, Alejandro en la magnanimidad y Escipión en lo afortunado».
(281)
Diógenes
Un secundario recurrente es conocido como Diógenes, desastrado de vestimenta y, como el filósofo cínico, descarado y malhablado. Se cuenta que era de familia importante:
«Llamábase Pedro de Vivar, era segundón de una gran casa, vivía del juego el tiempo que no estaba borracho y hacíanle famoso en Madrid su cinismo y sus cuentos chocarreros, conociéndole todo el mundo por el nombre de Diógenes».
(147)
Aunque cínico, es capaz de dirigirse en una carta, dando muestras de su fondo bueno, oculto en su máscara de cínico, a la marquesa de Villasis como «Perro desollado de vuestra señoría, Diógenes»
(239) y, como siente vergüenza de que la pequeña nieta de esa marquesa, a la que adora, no le quiera dar un beso: «Diógenes, el cínico Diógenes, que se burlaba de la opinión del mundo...»
(240) deja de lado todo su cinismo, que oculta un buen natural y una educación religiosa en la juventud, que reverdece ante la inocencia infantil, con lo que reproduce a pequeña escala lo que ocurrirá en el arco más amplio de la novela con la protagonista, como veremos más adelante.
Es interesante su interacción con Jacobo, el amante de Currita, porque se recoge ahí otra característica del filósofo cínico clásico, la autosuficiencia material pero aplicándosela Jacobo a sí mismo, con una ironía que refleja sus pujos de una autosuficiencia que no es ni cínica ni siquiera estoica, pero que le permite posicionarse como alguien de más altura moral:
«Jacobo levantó a la altura de las narices de Diógenes su exiguo equipaje, diciendo como Simónides:
-Omnes divitiae sunt mecum!».
(181)
Es poco importante que la cita sea en realidad de Simónides o, como señala García Romero (2009), también haya sido atribuida a sabios antiguos como Biante de Priene o Estilbón de Mégara. La versión latina es fácil de entender en su significado básico por los elementos contextuales y el gesto; lo menos importante es quién sea realmente el autor clásico de la cita: se trata de dar un peso entre solemne y ridículo, a una situación en principio seria.
El tío Frasquito
Antagonista de Diógenes es el tío Frasquito, un personaje ridículo, lleno de afeites y apósitos, quizá una personificación del propio régimen de la Restauración, como ya indicó Rubio Cremades (2016). En la novela se hace una fascinante comparación de su figura con la de Narciso:
«[...] el arte, la industria y hasta la mecánica trabajaban de consuno y a porfía en la restauración diaria de aquel Narciso trasnochado, en riesgo siempre de convertirse en acelga, como en flor se convirtió el antiguo Narciso de la mitología griega».
(187)
Es una persona de formación clásica, así que le cuadran las referencias clásicas, incluso en su pedantería:
«El tío Frasquito recordaba haber aprendido en el Colegio Imperial, allá cincuenta años antes, aquello de Horacio: Fecundi calices quem non fecere disertum? Y el ponche fue aceptado con disimulado entusiasmo».
(214. La referencia de Horacio es Epist. 15, 19)
Un eco de ello aparece a continuación, como si la comparación hubiese salido de él; como en el pasaje mencionado de Butrón, se ponen comparaciones clásicas como si saliesen de la mente del personaje, aunque estén a medio camino del narrador omnisciente, que sabe más que el propio Frasquito de recursos clásicos:
«Y a la idea de ser el primero en lanzar a los cuatro vientos de la publicidad la trágica aventura, el tío Frasquito se alargaba, se alargaba en la poltrona, hasta hombrearse con el héroe como la sombra se hombrea con el cuerpo y el eco con la música, y Homero con Aquiles, y el inmortal Virgilio con el divino Eneas. ¡Y pensar que era ya demasiado tarde para correr de casa en casa aquella misma noche dando la noticia!...».
(215)
Doña Paulina Gómez, la poetisa
En esa línea de paralelismos clásicos aunados con lo ridículo, aparece una poetisa que quiere ser como Safo:
«[Pedro López, el gacetillero] atento y obsequioso, corrió a estrechar la mano de la Victoria Colonna del siglo XIX, una jamona muy madura, de metro y medio de largo y doce arrobas de peso, vestida de Safo, con corona de mirtos en la cabeza, lira de latón dorado en la mano, y en la chata nariz -¡Manes de Phaon, estaos quedos!- ¡gafas de oro!...
Era la excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla, eminente literata, poetisa afamada, a quien Butrón había echado el ojo para secretaria de la junta de señoras.
[...]. Un extraño rumor que comenzaba a circular por los salones vino a detenerle al borde del abismo, más profundo que el agitado mar, sepulcro de la Safo auténtica, al pie de la roca de Léucades».
(308)
El tema, legendario ya desde la Antigüedad, de los amores desgraciados de Safo con Faón y su suicidio se replica un poco más adelante:
«[...] doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla, cuya colosal figura se destacaba sobre un asiento muy alto, aislada entre tirios y troyanos, silenciosa y pensativa, cual Safo meditando su suicidio en lo alto de la peña de Léucades».
(322)
El cochero inglés
Aunque de presencia más episódica, merece la pena pararse en la descripción del fuerte y hábil cochero inglés de Currita de Albornoz, con paralelismos en Hércules, pero también en los guías de carros míticos y en los atletas vencedores en los juegos deportivos de la Antigüedad:
«El cochero de Currita, Tom Sickles, enorme tipo del automedonte británico, que pedía a voces el tricornio y la peluca empolvada [...] sacó el hercúleo pecho, tirando de las riendas, con el esfuerzo de aquellos antiguos aurigas esculpidos por Fidias en los frontones del Partenón, de pie sobre un carro, deteniendo con una mano el galope de cuatro caballos. Piafaron los suyos, encabritándose, castigóles él suavemente con la fusta, y aflojando de repente las bridas, los lanzó con la velocidad y el empuje de una flecha a través de la turba democrática, desapareciendo como un relámpago por la calle de Peligros. [...] Mas Tom Sickles, arrebatada la cara de remolacha, hacía terribles visajes, como si llevase los caballos desbocados, mientras con suaves vibraciones de las riendas más y más los azuzaba. En la calle de Isabel la Católica, Tom Sickles hizo otro prodigio: coche y caballos quedaron parados en firme, de un golpe, ante la embajada alemana. La señora estaba servida, mereciendo él la corona triunfal de los Juegos Hípicos».
(95-97)
Jacobo Téllez
Jacobo Téllez, marqués de Sabadell y amante de Currita de Albornoz, es presentado con paralelos modernos, sobre todo de héroes revolucionarios franceses, pero también hay comparaciones con personajes clásicos. Quizá su caracterización más detallada, retrato sobre todo interior, sea esta, donde se le compara a Salomón en la conciencia de finitud pero no en las enseñanzas del desengaño. Su ambición es la de Alejandro, pero su horizonte es la búsqueda irrestricta de placeres:
«[...] A los treinta había visto, como Salomón, cuncta quae fiunt sub sole, pero no comprendía, como él, que todo fuese vanidad y aflicción de espíritu, sino que lloraba como Alejandro, porque no había otro mundo de goces que disfrutar; y seco su corazón, embotada su inteligencia por el prematuro desarrollo de sus pasiones, arruinada su casa por locas prodigalidades, era un fruto podrido que no había madurado nunca, un hombre en la flor de la vida a quien faltaba el objeto de la vida, un ruinoso despojo del placer y la impiedad, que no interrogaba como Hamlet lo eterno, sino que se arrastraba por todos los rincones de lo terreno, buscando un charco de placeres desconocidos en que zambullirse y revolcarse y gozar...».
(199)
Quizá el pasaje más interesante sea uno en el que se le compara, en el ambiente de la Revolución del 68, con un pretor romano aliado con el pueblo, pero despreciándolo:
«La Revolución triunfó, y a las agitadas emociones del conspirador sucedieron en Jacobo las halagüeñas embriagueces del triunfo, las cínicas rapacidades de pretor romano, las ruidosas apoteosis de arcos de cartón y farolillos de papel a que le llevaban en hombros masas estúpidas arrastradas por su verbosidad, multitudes frívolas, que, por tener algo de mujer, prendábanse de su gallardía y gentileza y se prometían llevarle a defender la soberanía popular en los escaños del Congreso, a él, aristócrata orgulloso, tan sólo de nombre renegado, que se reía de ellos llamándoles paletos, babiecas y burgueses mentecatos, y corría, al separarse de estrechar sus manos, a lavarse y enjabonarse y perfumarse, para echar lejos de sí aquel insoportable hedor de la canalla...».
(199-200)
Poco antes se le ha rebajado en la comparación con personajes clásicos como Arístides y Cincinato:
«Así y todo, hizo papel, porque hay Arístides grandes y Arístides chiquitos; Cincinatos de dos en libra, de tres al cuarto y de ochavo la jartáa, que es como venden en Andalucía los higos chumbos».
(198)
Es un recurso que usa el narrador en otras ocasiones para rebajar a la élite dominante en comparación con el pasado, a la que llama en otro lugar «los Epaminondas y Arístides de la España con honra»
(136), con sarcasmo, igual que unas páginas después «llamados a resolver casos de honra hombres que jamás conocieron la vergüenza: Eacos, Minos y Radamante, vacíos de mollera o cargados de picardías, que sólo por deficiencias del Código no llevan otra cadena que la que les sujeta el reloj en el chaleco»
(154). En otro pasaje el narrador se hace respecto a Jacobo la reflexión de que:
«Cada carácter requiere, pues, circunstancias especiales que le favorezcan, época adecuada que le sirva de marco, momento histórico oportuno que le permita desarrollarse en toda su pujanza. Un Hércules en los tiempos prehistóricos, un Cid en los tiempos caballerescos, serían un Quijote en los tiempos de la partida doble y el tanto por ciento. Un Espartero y un Mendizábal, por el contrario, hubieran sido en aquellas épocas remotas, prestamista judío el uno, cuadrillero de la Santa Hermandad el otro».
(197-198)
En cambio, y esto sirve para prácticamente todos los personajes de la novela, la nobleza era considerada susceptible de grandeza, al menos desde el punto de vista que presenta el narrador, que le lleva a hacer comentarios que se apoyan en una anécdota clásica. Se contaba que durante una disputa sobre la exactitud de los pesos usados para calcular la cuantía que debía pagar, Breno desenvainó su espada y la puso encima de las balanzas, profiriendo la famosa frase Vae victis!
(«¡Ay de los vencidos!»
), que ha quedado como frase hecha para indicar que los vencedores no se apiadan de los perdedores:
«Acababan de ver retratado, cual en un espejo, en el discurso de Benhacel, lo que debe de ser un Grande, lo que significa aquel lema de la antigua hidalguía: nobleza obliga, que no exige ciertamente que cada título de Castilla sea un genio, ni cada Grande de España un héroe, ni cada apellido ilustre un santo; porque ni el genio se hereda, ni la inteligencia se vincula, ni el heroísmo es un pergamino, ni la santidad un mayorazgo. Pero que exige e impone, con la fuerza imperiosa de un deber de conciencia, la obligación de considerar en la Grandeza una carga a la vez que un honor; de servir de ejemplo en los pensamientos, en las palabras, en las acciones y en las costumbres; de sostener la dignidad de las glorias que representa; de echar, como Breno, el peso de la espada o el peso de la inteligencia en la balanza en que oscilan la ruina y el esplendor de las naciones; de sentir algo más que voluptuosidades; de querer algo más que placeres; de saber defender un trono cuando se hunde, como en España el 68; de saber morir como un rey cuando le degüellan, como en Francia el 93».
(438)
En la anécdota clásica se cifra uno de los mensajes políticos fundamentales de la novela, sobre la necesidad de liderazgo por parte de la nobleza, que, en opinión del autor, debería tirar del carro de España por encima de componendas.
Grupos de personajes mitológicos
Para otro tipo de procedimientos, en este caso de interacción entre personajes, el autor recurre también a la comparación con el mundo clásico.
Especialmente interesante es el juego complejo de personajes que recorre la segunda parte de la novela, los manejos a tres bandas entre Currita, su amante Jacobo Téllez y Butrón, el principal muñidor del partido alfonsino. Ella es comparada con Calipso, la diosa que en la Odisea retiene a Ulises en su isla, su amante Jacobo con Telémaco y Butrón con Mentor. Es decir, son todos personajes de la Odisea pero sin una relación real en la obra homérica, salvo la de Telémaco y Mentor, de discípulo y maestro. Lo que distorsiona todo es que a Currita se la identifique con Calipso, en relaciones amorosas con Telémaco además, cuando esta con quien tuvo relaciones fue con el padre de Telémaco, Odiseo. El hecho es que la referencia no es a la Odisea, sino a una fuente intermedia, Las aventuras de Telémaco, de François Fénelon, del siglo XVII y con varias traducciones al español: allí, especialmente en los libros VI y VII, la ninfa Calipso se enamora de Telémaco, que tiene como tutor a Mentor. Así es la primera mención:
«Fuera o no esto cierto, éralo, sin embargo, que el respetable Butrón había aparecido de repente, cubriendo a Jacobo con el manto protector de su confianza; que Currita habíale proporcionado la desinteresada amistad de su caro esposo Fernandito, y que así, en aquellos ocultos rincones de los boudoirs como en las amplias aceras de las plazas públicas, designábanse a los tres personajes con los nombres de el joven Telémaco, el prudente Mentor y la invulnerable Calipso».
(273)
Currita es invulnerable como la diosa Calipso y de hecho más adelante se repite «a lo homérico»
, como una fórmula, lo de «invulnerable Calipso»
(353). Ya al principio de la novela -y hemos citado el pasaje- se dice que Currita tenía un gran descaro: «[...] zambullida en su desvergüenza, como los héroes griegos en la Estigia, habíase hecho como ellos invulnerable»
(86). También su iniciativa en las conspiraciones apoya su comparación con una diosa:
«¿Currita a las cuatro en casa de Butrón y avisando antes a Jacobo?... Algo gordo sucedía cuando el prudente Mentor, el joven Telémaco y la invulnerable Calipso se avistaban en secreto, con la extraña circunstancia de acudir la dama a casa del caballero, y no los caballeros al palacio de la dama, como parecían dictar las más elementales leyes de la galantería».
(277)
Hemos hablado ya de la caracterización de Currita como personaje de rompe y rasga, que no se para en barras. Hay un momento en el que la comparación con Calipso cede ante la de una mona famosa que fumaba, apodo puesto por Diógenes «desde que le dio por fumar en pipa, en un nargilé precioso que le regaló el embajador de Marruecos... Es una mona famosa que hay en el jardín zoológico de Londres»
(288):
«Llegó al fin Currita, la mona Jenny, con Jacobo Sabadell, el joven Telémaco».
(291)
Establecida la previa relación entre los personajes, ocurre aquí también lo que con la caracterización de personajes individuales, que basta con mencionar sus apodos para que se pueda dar paso a una situación más compleja, con humor. Entre medias ocurre un desliz de Jacobo Téllez con una francesa, mademoisielle de Sirop, pero la situación se reconduce y el trío de personajes vuelve a la situación previa:
«Con mensurado tono y severidad paterna contestó entonces el sabio Mentor al joven Telémaco, enterándole del regalo hecho por mademoisielle de Sirop a la kermesse, del justo enojo de Currita al recibir aquel ultraje, que revelaba la traición del amigo íntimo a quien tantos beneficios había prodigado, y de la ferocidad con que las lenguas murmuradoras se habían echado sobre la aventura, comentándola y riéndola a mandíbula batiente. El sesudo Mentor terminaba con protectora solicitud y paternal indulgencia: "Tu ligereza ha sido grande; pero inventa una disculpa, apresúrate a venir y trataremos de arreglarlo".
Jacobo no se hizo repetir el aviso, y cinco días después el joven Telémaco y el sabio Mentor se presentaban en el boudoir es decir, abordaban a las playas de la isla de Ogigia, retiro encantador de la invulnerable Calipso... La escena debió de ser conmovedora; mas ninguna ninfa hizo traición a la diosa, revelando lo que oyó o pudo ver en la misteriosa gruta, e ignórase al presente cómo llegaron los tres personajes a la perfecta avenencia que todo Madrid pudo observar desde entonces entre ellos».
(406)
El humor permite estirar la comparación mítica cuando la situación de los personajes cambia otra vez y Butrón, que hacía figura de Mentor, cae en desgracia en las filas alfonsinas e intenta traicionar a su protegido:
«Mas había llegado ya la hora de barrer para fuera, y el taimado Butrón levantaba con disimulo la escoba para sacudir al joven Telémaco el primer escobazo, sin echar de ver que otra escoba más poderosa se levantaba también a su espalda con la idea deliberada de ejecutar con él la misma maniobra. La estrategia de unos y otros era graciosa: comenzaban ya a organizarse las combinaciones ministeriales, y en todas ellas hacíase el papel, delante de Butrón y delante de Jacobo, de reservarles a uno y otro las ansiadas carteras; mas volvía la espalda el joven Telémaco, y decían todos al prudente Mentor, y este era el primero en afirmarlo, que era una temeridad, un descrédito para el partido dar entrada en el futuro gabinete a un botarate, un loco sin decoro como Sabadell».
(408)
Cuando las tornas vuelven a cambiar, a Jacobo Téllez se le recibe como un salvador, pero ahora el papel de Butrón lo hace el Buey Apis:
«Recibiéronle ellos como a un Hércules bajado del cielo para emprender de nuevo a su lado los doce trabajos sobre la tierra, y en el momento en que le encontramos volviendo de Biarritz al lado de Currita, traía ya lograda, con ayuda de esta fiel amiga, la senaduría vitalicia, altísima tribuna desde donde pretendía escalar, al lado del excelentísimo Martínez, el Olimpo ministerial, una vez efectuada la temida y esperada maniobra que con gran sigilo preparaba el taimado buey Apis».
(415)
Así se presenta la nueva situación, con la sustitución del tercero de la terna previa:
«Frente por frente estaba Currita, teniendo a su derecha al embajador de Alemania, y a su izquierda al excelentísimo señor don Juan Antonio Martínez, buey Apis por otro nombre, que olvidando con loable magnanimidad antiguos rencorcillos, era a la sazón íntimo de la dama, como sustituto del respetable Butrón en el cargo de Mentor del joven Telémaco».
(420)
Y así se llega a un párrafo como el siguiente, con el nuevo trío y la caracterización de Martínez como un buey, al que quieren atraer al bando alfonsino:
«Su diminuto piececito [de Currita] tocó ligeramente por debajo de la mesa la pezuña del buey Apis, y ambos cruzaron con Jacobo una rápida mirada de inteligencia que parecía significar: ¡Alerta!».
(422)
Todavía hay tiempo para retorcer de nuevo la situación. Cuando Currita teme que Jacobo la esté engañando, se nos describe su reacción, a medio camino entre ninfa Calipso y Medea:
«Quedóse luego pensativa breve rato, sin que denunciase su alteración más que un imperceptible temblorcito en la mano que sostenía la carta, una ligera crispatura en los labios, un torvo reflejo en la vista, fija siempre en la alfombra. No era ya su mirada la de la ninfa Calipso, orgullosa, placentera, rebosando vanidad satisfecha y gratas satisfacciones; era la mirada celosa, furibunda y salvaje, de la Medea que describe Séneca, terrible e imponente en medio de su sombría calma».
(450)
Dúos de personajes
Además del trío mencionado, hay una pareja, en este caso de la tradición latina más antigua, la ninfa Egeria y el segundo rey de Roma, Numa Pompilio, que se convierte en un motivo recurrente de la novela. La primera mención se hace en relación con Thiers, el político francés y su «cuñada mademoisielle Dosne, la ninfa Egeria del presidente»
(91). Esa indicación contemporánea abre el camino a una comparación recurrente entre Butrón, el jefe del partido alfonsino, y Pulido, amigo suyo y consejero, que intenta que ponga los pies en la tierra:
«[...] don José Pulido, hombre listo y travieso, pies y manos de Butrón y también su ninfa Egeria, que había sido condiscípulo suyo en la Universidad y desempeñado muy buenos puestos a la sombra del diplomático».
(286)
La siguiente mención a él lo presenta como «El señor Pulido, profeta siempre de desdichas»
(324) y el diálogo subsiguiente entre ambos está lleno de humor por parte del narrador, cuando discuten ambos:
«Nueva manifestación de duda de la ninfa Egeria, acompañada siempre del vocativo de su Numa Pompilio, fórmula de la íntima y familiar amistad que le unía con el personaje.
-Lo dudo, Pepe...».
(325)
Esto tendrá un eco gracioso cuando se entere más adelante Butrón, y con él Jacobo, de que no han sido nombrados ministros del nuevo gobierno. Aquí Pulido, la ninfa Egeria, se transforma en Casandra, profetisa no creída:
«Quedóse este [Butrón] anonadado, púsose Jacobo furioso, y el señor Pulido, sin fuerzas para enarbolar el dedo indicador, sin alientos para murmurar -¡lo dije!-, enmudeció como Casandra a la vista de Troya destruida y Grecia triunfante».
(414)
La comparación se lleva al extremo y se retuerce en una nueva vuelta de tuerca, convirtiéndola en comparación con el mito de Píramo y Tisbe. Cuando, entre los manejos que están realizando estos personajes, implicados en la política de partido, hacen depender todo de la organización de una reunión de mujeres a la que han sido invitadas partidarias de distintas líneas políticas, hay un momento culminante, a punto de celebrarse la reunión en un teatro, en el que se dedican a observar desde detrás del telón, mirando por agujeros a media altura:
«[...] hacíase preciso, para observar por ellos, ponerse en cuclillas, posición harto molesta, muy semejante, por no citar otras, a la que usan los salvajes de Ohio para deliberar en el Consejo. Ovidio no refiere si el enamorado Píramo se ponía en actitud tan cómica cuando buscaba en la muralla una hendidura por donde contemplar a Tisbe; si así era, fortuna tuvo el galán en no ser visto por la dama».
(329)
Se habían unido a la escena los dos personajes secundarios más prototípicamente cómicos, el tío Frasquito y Diógenes. Este último aprovecha aquí para dejar en ridículo al tío Frasquito y, con él, a los dos conspiradores del partido alfonsino. Los tres quedan incluidos en el mito de Píramo y Tisbe, vuelto al ridículo, para concluir el capítulo de un modo resonante:
«De repente, crujido misterioso... Silencio profundo... Sorpresa general. Diógenes ha tirado del cordelito, el telón sube rapidísimo y aparecen los tres Píramos en cuclillas, Butrón, Pulido y el tío Frasquito, ante los ojos asombrados de aquel centenar de Tisbes... Cuadro final».
(337-338)
Erudición clásica en la novela
Fuera de la caracterización de los personajes, hay varias menciones clásicas en la novela que merece la pena mencionar, todas ellas en el contexto de la formación que se puede atribuir al autor y que podrían servir de guiños a los lectores más avisados.
En el contexto del episodio que acabamos de ver, hay un enfrentamiento en la reunión patriótica de señoras entre una partidaria de Zumalacárregui, el general carlista, y la marquesa de Villasis. Así se nos cuenta, introduciendo además el monte Aventino de Roma, donde se retiraba la plebe cuando estaba disconforme, y, con una pirueta final, la Anábasis de Jenofonte:
«El valiente Zumalacárregui, parado en firme con la réplica no menos lógica de la Villasis, replegó su guerrilla y parapetóse en el monte Aventino, con una retirada digna de Jenofonte».
(335)
Hay otra cita destacable, reflejo de la formación clásica de un estudiante en el colegio de los Jesuitas, en concreto el hijo del marqués de Sabadell, Alfonsito Téllez-Ponce:
«Iba a ponerse a estudiar, y no de cualquier manera ni cualquier cosa; sus estudios de retórica habían ya terminado el año último, y acababa de asistir a la toma de Troya y a la fundación de Roma; había bebido con Horacio en las cascadas del Tíber, admirado a las abejas con Virgilio, salvado a la República con Cicerón y alborotado en las plazas de Grecia con Demóstenes».
(486)
Es el ambiente que conoce el autor y del que deja menciones, más bien escasas, por ejemplo, con el personaje del joven Velarde, que cae en las redes de admiración de Currita, enredado en el mundillo frívolo de Madrid:
«[...] encontróse de repente en medio de aquel brillante mundo, cuyas puertas le franqueaba su ilustre nombre, y parecióle entonces, como a Galo en Roma, que detrás de aquella asamblea de dioses nada había ya. Quiso entonces tomar en ella asiento por derecho propio, y la casualidad y su bonita figura le depararon a Currita».
(158)
Es una comparación interesante, porque se refiere al poeta Cornelio Galo, que se supone que llegó a Roma desde Galia, pero del que no sabemos nada respecto a su actitud religiosa al llegar a la urbe. Sí que tenemos certeza de que llegó a alcanzar una posición privilegiada cerca de Augusto y que trató a otros poetas como Virgilio. Nombrado prefecto de Egipto, cayó en desgracia quizá por un exceso de publicidad en sus logros, y acabó suicidándose. No sería descartable que en el trasfondo esté un libro como el del profesor Wilhelm Adolf Becker, que también fue traducido del alemán, Gallus oder Römische Scenen aus der Zeit Augusts zur genaueren Kenntniss des römischen Privatlebens, de 1838, al inglés y que usa la figura del poeta, de su ascenso en Roma y su posterior traslado a Egipto para hablar de elementos de realia, aunque no aparezca nada en él de su actitud juvenil frente a los dioses. Quizá en el trasfondo de esta referencia haya alguna otra fuente, por ejemplo, la Historia de Luis XVI de Alejandro Dumas2. Es interesante porque en cierto modo establece un paralelismo con lo que le ocurre al propio Velarde.
La cita literaria clásica que me parece más llamativa es a una comedia de Aristófanes, en relación con el golpe de Pavía, que acabó con la 1.ª República; en un ambiente de guerras carlistas y con los alfonsinos esperando:
«La escena de Aristófanes, en su comedia La Paz, cuando el pacífico Trigeo sube al Olimpo montado en un escarabajo, se representaba entonces en España: el Olimpo estaba desierto y sólo quedaban allí la Guerra y el Estrago, machacando en un mortero una nación entera y sirviéndoles de mano un general ambicioso».
(284)
También con su punto de erudición hay una referencia que necesita de explicación para quien no esté al tanto de la mitología. Está discutiendo Currita sobre el tema de una fiesta con Jacobo y también con
«Tonito Cepeda, vago elegantísimo, entendido en caballos como el hijo de Teseo, amateur de todo lo que era arte, y digno por su exquisito gusto de que la patria agradecida le votase una pensión en Cortes, como representante en España del buen tono parisiense».
(295)
El hijo de Teseo es Hipólito, protagonista de la tragedia homónima de Eurípides, pero la comparación no va más allá, forma parte de una broma, de una caracterización grandilocuente de un personaje ridículo.
También su punto de erudición tiene, y otra vez con propósito humorístico una mención a la Sátira IV de Juvenal, donde se critica la frivolidad de Domiciano:
«Grave era la cuestión que Currita había sometido el día antes a sus despabiladas luces, y digna de sujetarse al arbitraje de un areópago de elegantes, como Domiciano sujetó en otro tiempo a las discusiones del Senado la salsa en que había de guisarse un rodaballo».
(296)
Sentido último de la novela
Merece la pena observar el fin último de la novela, que también se enriquece de referentes clásicos. Ya la clave se muestra desde el principio: comienza en un acto de fin de curso en un colegio, el del Recuerdo, en Madrid. Un niño, el hijo de la protagonista, recita un poema sobre la inocencia de la infancia y los peligros del mal, referido a los alumnos que dejan el colegio. Es como una anticipación, una mise en abyme, de toda la novela, sobre todo en dos versos:
«Dicen que el mundo es un jardín ameno,y que áspides oculta ese jardín...».
(63)
Está recordando el clásico Latet anguis in herba de Virgilio (Buc. 3.93). Toda la novela es una reflexión sobre la Caída, sobre la situación de pecado del mundo y la posibilidad de redención. Se observa bien al final, cuando Currita de Albornoz sufre el ostracismo público en un acto piadoso, porque ninguna señora quiere sentarse a su lado:
«Ella sintió crecer aquel desconsuelo que la oprimía y la angustiaba y le producía una irritación sorda, una amarga iracundia, que la llevaba a escarbar llena de saña en el basurero de su vida, buscando y enumerando las vergüenzas públicas, las inmundicias de todos conocidas, que le había tolerado, consentido y hasta aplaudido como amables pequeñeces aquel mismo Madrid que ahora le volvía la espalda, para arrojárselas a la cara, gritándole con muy buena lógica: "¿Acaso soy ahora peor que lo fui antes?... ¿Por ventura hace más fuerza en ti una calumnia anónima, levantada por pérfidos asesinos, que ese montón de lodo con que a todas horas te he salpicado el rostro?..."».
(483)
Frente a eso está el recuerdo de la inocencia de su hija Lilí:
«[...] la celestial figura de Lilí, derramando luz vivísima del cielo, y el montón de lodo repugnante y hediondo, la charca sucia y cenagosa que acababa de formar ella con tanta saña, haciendo examen general de toda su vida... Currita creyó ver una cloaca a la pura y rosada luz del alba, creyó ver el infierno a la luz del paraíso y se sintió confundida y se juzgó condenada; porque aquel montón de lodo era ella misma y aquel resplandor de Lilí era la luz de Dios, único criterio de moral, independiente de míseras condescendencias sociales, a que deben de ajustarse los actos humanos».
(483)
La predicación de un jesuita contribuye en ese momento a la conversión de Currita, que al acabar el acto religioso queda sola, pero luego es ayudada por una señora compasiva, no como Ana Ozores en La Regenta, besada al final por un monaguillo al que se compara con un sapo, en el hundimiento más absoluto.
La protagonista de Pequeñeces parece al final castigada en su hijo, que muere en el mar junto al hijo de su antiguo amante en un desafortunado accidente. Esta resolución de la novela molestaba a Menéndez Pelayo y Emilia Pardo Bazán, ese poner las culpas de los padres como castigos de los hijos, tema pagano que no casa con planteamientos netamente cristianos, que se supone que son los del trasfondo de la novela.
Al final del todo, en Loyola, se encuentran las madres de los muchachos ahogados: la marquesa de Sabadell da agua bendita a Currita de Albornoz. La paz final después de todo el enfrentamiento que se ha ido planteando en la novela:
«Mas ella [la marquesa de Sabadell], dando otro paso adelante, hizo un solo movimiento, una mera pequeñez, de esas que asombran a los hombres y regocijan a los ángeles: metió la mano en la pila del agua bendita y se la ofreció con la punta de los dedos... [a Currita]».
Así acaba la novela y se entiende por fin qué son pequeñeces y qué es grande, desde una perspectiva netamente confesional.
En cambio, son textos bíblicos latinos los que marcan la reacción de conversión o de rechazo de esta. A Currita, en los Ejercicios de final de la novela, le golpea el texto que lee en la Iglesia Venite ad me omnes (481).
Lo contrario ocurre con Jacobo Téllez, que, huyendo, se mete en una iglesia y toca un confesonario. El cura se dirige a él pensando que quiere confesarse y Jacobo reacciona mal, diciendo que eso se queda para las viejas.
«La voz, sin perder su serena pausa, dijo entonces desde las tinieblas:
-Vocavi et renuistis...
-Vocavi et renuistis? -preguntóse Jacobo sin comprender el significado de la terrible frase».
(447-448)
Unas páginas más adelante le pregunta a Casimiro Pantojas, que se hallaba a su lado, y que ya había aparecido antes («antiguo director de Instrucción Pública, académico de la Lengua y celebérrimo literato»
también como erudito clásico: «[...] don Casimiro Pantojas, buscando siempre el paulo post futurum de algún verbo griego»
, 421):
«-Diga usted, Pantojas... ¿Qué significa Vocavi et renuistis...?...
Miróle el bueno de don Casimiro muy asombrado, y satisfecho de poder lucir su erudición, contestóle al punto:
-Significa literalmente te llamé y me rechazaste..., y son las palabras de Isaías, si mal no recuerdo, que dirige el Señor a los pecadores empedernidos que resisten a su misericordia.
Echóse Jacobo a reír, y Currita le preguntó con malicia:
-¿Piensas hacer en el Senado alguna homilía sobre ese texto?
-No pienso yo hacerla, sino que me la han hecho a mí esta tarde -contestó Jacobo.
Y añadiéndole ridículos pormenores, contó la escena del confesonario en la iglesia del Carmen».
(451-452)
El fin desastroso de Jacobo parece establecer una relación con este rechazo a una expresión latina.
Es interesante que el latín eclesiástico sea la vía de salvación y el clásico se utilice para la sátira y la crítica. Todo queda retratado en un episodio, el de la reunión de señoras organizada por la marquesa de Villasis:
«La imaginación siempre exaltada de los madrileños aderezó el hecho con interpretaciones y comentarios, y unos vieron en él un manejo político, otros una rivalidad femenina, algunos una señal de reconciliación entre el mundo devoto y el profano, y varios, los que se decían más enterados y eran más hábiles en aquello de ajustarle las cuentas al prójimo, vieron, por el contrario, una emboscada peligrosa que la más inflexible de las beatas tendía a la más tolerante de las pecadoras; un reto del calendario piadoso a la mitología pagana; un combate singular entre la marquesa de Villasis, que arrojaba el guante, y la condesa de Albornoz, que se apresuraría sin duda a recogerlo».
(418)
El final de la novela será el del fin del conflicto con el paso de la condesa de Albornoz a una vida de devoción y penitencia.
Es una temática que recorre la novela; por ejemplo, en la descripción del coche de caballos que lleva a una partida de gente escandalosa, entre ellos Currita y Jacobo hacia Loyola:
«[...] jamás había cruzado de San Sebastián a Zumárraga un coche más elegante, ni unos caballos más hermosos, ni unas gentes más locas. Aún se oía a lo lejos, allá por la cuesta abajo, el estridente sonido de su cometa, que resonaba entre aquellas altas montañas de una manera extraña, profana, como pudiera resonar una risotada en un templo, una chanza en una oración, el himno de una bacante entre las solemnes y pausadas notas de un canto gregoriano».
(373)
El mundo antiguo, la mitología clásica, sirven de contraste, el latín eclesiástico se asocia a la devoción, pero al final son decisivos en el tono de la novela, en la sátira con que se presenta a los personajes, en la ironía y el humor que recorren la obra y en el sentido último de esta: este trabajo ha pretendido resaltar su funcionalidad en la obra en su conjunto.
En conclusión, la caracterización de los personajes en esta novela por medio del recurso, muchas veces irónico o burlesco, a la tradición clásica, en sentido estricto o en sus derivaciones más modernas, por ejemplo remitiéndose a Homero, pero a través de la referencia más directa a la adaptación que de la Odisea hizo Fénelon, es un recurso muy bien explotado para forzar los límites de una poética estrictamente realista: eso da más interés y crea más capas de significación, por encima de un mero discurso en principio historicista, para resaltar la trama compleja de las relaciones humanas. Algunos personajes son resaltados con trazos gruesos gracias a la comparación con un personaje clásico bien conocido, lo que ayuda también a la inteligibilidad de la trama narrativa, que está poblada de personajes, con el riesgo claro de una confusión si no se utilizan procedimientos de definición de los verdaderos actores de la narración dentro del conjunto, que además tiene pretensiones primeramente de retrato histórico de una época. Más que de novela realista, aquí se trata de una novela en la que, no de modo sistemático o de trasfondo ideológico, el marco realista se fuerza en la dirección del naturalismo, por medio sobre todo de la sátira y el humor, muchas veces basados en referentes clásicos.
Bibliografía citada
- COLOMA, Luis (1891), Pequeñeces. Bilbao, Administración de El Mensajero del Corazón de Jesús, 2 vols.
- DUMAS, Alejandro (1858). Historia de Luis XVI y de María Antonieta, traducida por D. F. V. y adornada con magníficas láminas. Tomo segundo. Barcelona, Imprenta de El Porvenir, de Buenaventura Bassas.
Ediciones de la novela desde 1975
- COLOMA, Luis (1975), Pequeñeces. Edición de Rubén Benítez. Madrid, Cátedra (5 reediciones).
- —— (1998), Pequeñeces. Edición de Enrique Miralles. Madrid, Espasa Calpe.
- —— (2002), Pequeñeces. Madrid, Mestas Ediciones, S. L.
- —— (2005), Pequeñeces. Edición de José Belmonte Serrano. Madrid, Mare Nostrum.
- —— (2013; 2014), Pequeñeces. Con estudio de Antonio Morales Moya. Pozuelo de Alarcón, Rh+; Madrid, Ediciones 19.
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- CAMPOMAR FORNIELES, Marta (1989), «Pequeñeces: la novela integrista del siglo XIX en su contexto histórico y lingüístico», Incipit 9: 57-91.
- ELIZALDE, Ignacio (1992), Concepción literaria y sociopolítica de la obra de Coloma. Kassel, Reichenberger.
- GARCÍA ROMERO, Francisco Antonio (2009), «El trueque de Saulo en Pablo. Los clásicos en el Padre Coloma», Asidonense 4: 83-90.
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- —— (1891b), Personajes ilustres. El P. Luis Coloma. Biografía y estudio crítico. Madrid, Sáenz de Jubera Hermanos («El P. Luis Coloma». En 1973: Obras Completas, vol. III. Madrid, Aguilar: 1436-1464).
- RUBIO CREMADES, Enrique (2001). «Luis Coloma». En Enrique Rubio Cremades, Panorama crítico de la novela realista-naturalista. Madrid, Castalia: 569-585.
- —— (2016), «La novela Pequeñeces del P. Coloma. Ficción y realidad». En Dolores Thion Soriano-Mollá, Noémie François-Haugrin & Jean Albrespit (coords.), Fabriques de vérité(s): V. 2. L'oeuvre littéraire au miroir de la vérité. Paris, L’Harmattan: 95-107.
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- VARELA, Juan (1891), Pequeñeces... Currita Albornoz al P. Luis Coloma, Madrid (1961: Obras completas, vol. III. Madrid, Aguilar: 841-856. Consultado el 27/09/2023.