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Cambios y permanencias de la maternidad en «Diálogos con el dolor» (1944)1

Pilar Nieva de la Paz





Las primeras décadas del siglo XX fueron testigos de cambios fundamentales en la condición social de las españolas, sobre todo de aquéllas que pertenecían a las clases acomodadas. Fueron estos los años en los que ciertos sectores avanzados de la sociedad reclamaban la coeducación de niños y niñas e intentaban abrir la formación profesional y la universidad a las mujeres, para incorporarlas a los trabajos más cualificados. Se pretendía así lograr su independencia económica y el acceso a nuevas vías de realización personal. Paralelamente, desde el movimiento sufragista se reclamaba su participación política plena, consagrada con el reconocimiento del derecho a voto que les otorgó la Constitución de 1931 y, por primera vez, fue puesto en práctica en las elecciones de 1933 (Capel), Se trató, igualmente, de mejorar su situación legal en la familia, reconociendo a las mujeres nuevos derechos en relación con la administración del patrimonio, la patria potestad de los hijos, la posibilidad del divorcio, etc.

La fuerte reacción que suscitaron entonces estas transformaciones, en el marco de un intenso debate político e intelectual, revela la plena vigencia de unos férreos modelos de identidad de género2. No en vano los rasgos «esenciales» que establecían el significado social de ser mujer o ser hombre en ese tiempo y en esa sociedad concreta se definían entonces de forma muy precisa (y cerrada). El modelo femenino imperante seguía siendo el arquetipo tradicional decimonónico del «ángel del hogar», basado en tres pilares fundamentales: amor, matrimonio y maternidad. Estos pilares asentaban la pertenencia exclusiva de la mujer al ámbito familiar y doméstico, es decir, a la Esfera privada, y justificaban su alejamiento tradicional de la Esfera pública, considerada un mundo masculino y, por tanto, ajeno. Destaca en este sentido el papel de la condición maternal en la concepción de la identidad de la mujer en el período, una concepción que se consideraba «esencial» a la femineidad.

Con todo, es posible encontrar muestras novedosas de cambio por parte de algunas autoras y autores comprometidos con la emancipación de las españolas. Llama la atención en este sentido la original aportación que realizó la escritora y política feminista Isabel Oyarzábal Smith (Málaga, 1878- México D. F. 1974) en su teatro publicado en el exilio bajo el título Diálogos para el dolor [1944], que ha permanecido hasta ahora ausente del canon dramático español. En estas obras, la autora da muestras de una evolución conceptual que parte de la visión clásica de la maternidad (preocupaciones por el cuidado y bienestar de los hijos, miedo y dolor por su muerte y transferencia al amor de pareja de los sentimientos maternos), para animar a las mujeres a trascender el ámbito familiar y dar paso a la sensibilización pacifista, la solidaridad con las clases desfavorecidas, la construcción de su propia identidad, la reflexión sobre la enorme responsabilidad de la educación de la descendencia y la conveniencia de que las madres se imbriquen en la acción política general.

No en vano Oyarzábal formaba parte de aquella minoría de mujeres que habían tenido un acceso privilegiado a la cultura y que a menudo pertenecían a asociaciones, sindicatos y partidos; mujeres que habían cobrado conciencia de los problemas que originaba el modelo de género tradicional, causándoles una profunda insatisfacción. Algunas de ellas llegaron incluso a articular una importante producción ensayística sobre la mujer que analizaba los problemas concretos de las españolas de las clases medias del momento y proponía alternativas de cambio para su urgente solución. La escritora que nos ocupa tuvo, de hecho, una intensa trayectoria profesional como escritora y periodista3 y fue activista política del movimiento feminista durante el primer tercio de siglo en España (Vicepresidente de la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, Presidenta de la Liga Femenina por la Paz y la Libertad). Desempeñó múltiples puestos de representación en asociaciones españolas y extranjeras (Lyceum Club Femenino, Alianza Internacional para el Sufragio de la Mujer, etc.). Fue nombrada ministra plenipotenciaria del gobierno republicano en la Sociedad de Naciones, en 1933, así como Embajadora de la Segunda República en Suecia, en plena Guerra Civil, después de haber realizado una intensa campaña internacional a favor del Frente Popular y en contra de la política de no intervención de las superpotencias. Tras la derrota republicana, marchó con su familia al exilio, viviendo en México hasta su muerte.

Su preocupación por la condición social de sus contemporáneas fue también tema central en sus novelas (El sembrador sembró su semilla, 1923; En mi hambre mando yo, 1959), sus textos autobiográficos (I Must Have Liberty, 1940; Smouldering Freedom, 1945, recientemente traducidas al español como He de tener libertad y Rescoldos de libertad) y, muy especialmente, en su teatro. Oyarzábal entró en contacto con el mundo de la escena ya a comienzos del pasado siglo, cuando dejó Málaga, su ciudad natal, para incorporarse a la compañía de María Tubau, en Madrid (1906)4. Fue además autora, traductora y adaptadora de textos teatrales (su adaptación de Anna Christie, de Eugene O'Neill, se estrenó en Madrid [20-01-1931]) (Dougherty y Vilches de Frutos 1993), y colaboró activamente con teatros de arte como El Mirlo Blanco, el teatro familiar de los Baroja donde vio representado uno de sus textos, Diálogo con el dolor [20-03-1926], bajo la dirección de Cipriano Rivas Cherif, o El Tingladillo, teatro casero organizado por los Palencia en el domicilio familiar donde montó su diálogo teatral El miedo, en 1936 (Nieva de la Paz 1993; Vilches de Frutos y Dougherty 1997).

Ya en su exilio mexicano, en 1944, la autora publicó sus textos teatrales, reuniéndolos en un volumen conjunto, Diálogos con el dolor, bajo el subtítulo «ensayos dramáticos y un cuento» (México, Editorial Leyenda, s. a. [1944])5. Se trata de nueve textos dramáticos, la mayoría muy breves, de temática fuertemente existencial, conectados por una preocupación común: la íntima relación entre vida y dolor, relación recreada mayoritariamente desde la experiencia vital femenina. A lo largo de estas obras se pone de manifiesto una ideología de la maternidad heredera de la tradicional definición esencialista de la identidad femenina. Desde una perspectiva actual, resulta llamativo el que una escritora comprometida con el feminismo militante como Oyarzábal conceda a la maternidad un protagonismo central en estas obras teatrales, hecho que nos da clara idea de la fortísima asociación entre identidad femenina y condición maternal vigente en el período. Con todo, se atisba en varias de estas obras un cambio significativo en relación con el modelo tradicional: se trata de utilizar la identificación de los sentimientos maternos femeninos para introducir a las mujeres españolas en una dimensión más social. Para esta autora, la condición de madre lleva a las mujeres a trabajar por la justicia social, solidarizándose con las clases desfavorecidas, y a sumarse a las reivindicaciones antibelicistas, especialmente urgentes para unas mujeres que temen por la vida de sus hijos en el contexto definido por las grandes guerras que asolaron el pasado siglo. De esta forma se abre paso, de manera incipiente, desde la inserción exclusiva de la mujer en la Esfera privada hacia una progresiva apertura hacia la Esfera pública.

Puesto que no parecía entonces posible separar la maternidad de la definición «esencial» del ser mujer, el pensamiento feminista trataba así de ampliar y derivar su significado para que los rasgos que definían el sentimiento maternal se vinculasen al conjunto de la actividad de cualquier mujer en el seno de la vida social. Como veremos, esto es lo que Oyarzábal pretende lograr con sus textos: empujar a sus contemporáneas a que pongan sus cualidades «maternales» al servicio de la lucha por la justicia y la paz, al tiempo que deben cobrar conciencia de que los deberes del cuidado a los hijos implican asumir la responsabilidad de su correcta educación. No entra, sin embargo, en el planteamiento de los problemas concretos que sus contemporáneas sufrían entonces como madres trabajadoras, como casadas con hijos a merced de la administración de los bienes por parte del marido (incluso, los heredados), como viudas sin recursos para criar a su descendencia, o como mujeres separadas que perdían absolutamente el contacto y control sobre sus criaturas. Es el suyo un planteamiento de tipo antropológico que plantea problemas existenciales y políticos generales, en un marco predominantemente rural.

Los nueve textos son formalmente renovadores, diálogos esquemáticos, de desnudo escenario, protagonizados mayoritariamente por personajes simbólicos (categoriales, sin nombre propio), entre los que apenas encontramos figuras masculinas. Sus protagonistas son, en cambio, mujeres en situaciones existenciales extremas: mujeres casadas que se enfrentan a la muerte del hijo o del esposo; madres con miedo, que sufren por el peligro que amenaza a los suyos; solteras que anhelan los hijos que no pudieron tener; mujeres que transfieren el amor maternal a sus relaciones de pareja, y madres que reclaman el derecho a una identidad personal propia, al margen de la familia y de su cuidado. Veremos, así, como la maternidad aparece en estos textos como un rol ejercido prácticamente en solitario, que define totalmente a la mujer, mientras que la paternidad resulta marginal en la conceptualización de la identidad masculina coetánea (sólo aparecen dos padres en el volumen y en papeles que no son centrales).

La posición que Oyarzábal manifiesta en sus diálogos coincide con el respeto generalizado del pensamiento feminista coetáneo por la maternidad como pilar inamovible de la condición femenina. No en vano, la misma Concepción Arenal, pionera feminista y defensora a ultranza del trabajo extradoméstico femenino, escribía en La mujer del porvenir (1870):

«En todos los amores de la tierra se revela, por algún egoísmo, el miserable barro de que está hecho el hombre; sólo el amor de una madre nos puede dar idea del amor del Cielo; sólo en él hay pureza inmaculada, abnegación que no conoce límites, perdón por todas las culpas, olvido para todas las faltas, y piedad y misericordia sin medida: sólo él purifica cuanto toca, hace comprender al alma un mundo de afectos sublimes y la pone en relación con el Infinito».


(75)                


El ensayismo feminista de entonces reclamaba el derecho de la mujer a la educación, al trabajo remunerado y a la participación política, pero, eso sí, dejando muy claro que estos nuevos derechos no iban a afectar a las obligaciones del cuidado contraídas por las madres (Nelken). Así también los ensayos feministas de María y Gregorio Martínez Sierra se hacían eco de la permanencia de la maternidad como rasgo esencial de la identidad femenina: «La mujer ha nacido para la familia, para el hogar, para la maternidad, y esto no hay quien lo niegue, ni feminista ni antifeminista» (Martínez Sierra 29), para añadir más adelante: «Es cierto: la maternidad es la suprema obligación, la misión esencial de la mujer; no hay quien se atreva a negarlo. La mujer tiene en sus manos el porvenir de la especie; ella es la humanidad porque ella es la madre» (78). Refiriéndose a sus propias obras teatrales, escritas en colaboración pero firmadas por «Gregorio Martínez Sierra», ambos argumentaban que todo su teatro trataba de llevar a la escena esa misma encendida defensa de la maternidad como esencial en la definición de la identidad femenina:

«Y precisamente el Sr. Martínez Sierra lleva escritas no sé cuántas comedias enalteciendo la más pura esencia de la 'feminidad', que es la maternidad. Afirmando que la mujer es madre hasta cuando no tiene hijos (El ama de la casa, Canción de cuna, El reino de Dios); predicando que cuando no sabe ser madre de los hijos que tiene fracasó por completo su vida (Mamá), poniendo como última entraña hasta de su amor egoísta de enamorada el amor de madre perdonador, amparador y comprensivo (Madrigal, La mujer del héroe, Amanecer)».


(97)                


Los textos teatrales de Oyarzábal comparten esta misma posición de partida: ofrecer una visión positiva de la mujer y de su benéfica influencia en la esfera social, pero desde el respeto más absoluto al rol materno. Su compromiso político y social se muestra también en una de las derivaciones de la definición maternal de la identidad femenina: la contribución de las madres al pacifismo, idea muy común en el pensamiento feminista de las primeras décadas del pasado siglo surgida en el contexto del terrible impacto de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. Conviene recordar, en este sentido, que Oyarzábal formó parte del movimiento pacifista internacional, nacido en el contexto de la primera conflagración, y que publicó su volumen de diálogos teatrales en 1944, antes de que hubiera acabado la segunda gran guerra. Como es bien sabido, este argumento, la tendencia «innata» de las mujeres al mantenimiento de la paz, fue utilizado comúnmente por el sufragismo para defender el derecho al voto y a la participación política de las mujeres en la tarea de gobierno. Como escribían unos años antes María y Gregorio Martínez Sierra: «[...] no es por cobardía, no es por superioridad de virtudes por lo que acabará la guerra cuando las mujeres puedan tomar parte activa en el gobierno de los Estados: es porque en este punto, y sólo en éste, el conocimiento de la mujer, sólo por ser mujer, es superior al del hombre; ella sabe la historia de la carne humana; sabe lo que cuesta; el hombre lo ignora» (122).

Ejemplo claro de «mater dolorosa» sumida por el dolor y el miedo al sufrimiento de sus hijos causado por la guerra, se encuentra en la obra La cruz del camino, la más extensa de las aquí estudiadas (cuatro escenas). Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, presenta en escena a dos madres que sufren por sus hijos: unos están en el frente; otros, todavía niños, son víctimas del hambre, el frío y la destrucción causada por los bombardeos de los nazis a las poblaciones civiles. En este sentido, se incide en la obra en la vocación protectora de las mujeres, en su capacidad de sacrificio, y, al mismo tiempo, en la impotencia de las madres cuando ven imposible salvarlos de un peligro seguro. Así, la mujer mayor y más experimentada, M.ª de la Cruz, explica a las más jóvenes que la acompañan:

«Llega un momento en que las madres no podemos ni debemos hacer nada para cerrarle el paso a un hijo. Cuando son chiquitos con ponernos delante de ellos basta. Más allá de nosotros no pueden ver cosa alguna, Pero cuando crecen, cuando ya pueden mirar por encima de los hombros de la madre; cuando ya pueden ver sin empinarse, a nosotras no nos queda más que esperar».


(Diálogos con el dolor, 101-2)                


Finalmente, el destino trágico del hijo que esta mujer tiene en el frente se cumple, tal y como ella presentía: «LA VOZ.- [...] ¿dónde está tu hijo? ¿Dónde están los hijos de tantas madres? ¿Dónde están los cuerpos que tanto lucharon? ¿Dónde están las cabezas que se erguían creyendo estar en posesión de una verdad que no existe?» (116). El mensaje de Isabel Oyarzábal es afirmativo y rotundo, en este sentido. Su credo político se pone de manifiesto en esa proclamación final que cierra la obra. Aún en medio del inmenso dolor, el sufrimiento y la muerte de los suyos no pueden haber sido en vano:

M. DE LA CRUZ.-  [...] Yo sé que todo sigue subsistiendo. Sí, mi hijo y los hijos de los demás; los cuerpos destrozados y las cabezas erguidas de los que creyeron en la verdad, siguen subsistiendo. Están asentados sobre la piedra de la justicia. [...] Ellos siguen en pie como lo estaban antes y cada uno trae dentro del corazón una llama encendida (Con aire de iluminada) La llama no se apaga, porque se nutre de lo inmortal, de lo que no se acaba, de lo que no tuvo principio. De lo que estaba vivo, mucho antes de que tú nacieras.


(117)                


Oyarzábal redunda también en la «ampliación» o «derivación» a nuevos tipos de «maternidad» que acaban sirviendo para animar a la mujer a extender sus capacidades más allá del cuidado de los hijos. Los diálogos de Oyarzábal coinciden también con la producción teatral de los Martínez Sierra en esta visión «ampliada» del sentimiento materno, que sostiene que la mujer es madre hasta cuando no tiene hijos (Blanco 2009). Se trataba así de liberar del habitual destino trágico de sufrimiento y marginación social que vivían en la época tanto las «solteronas» como las casadas estériles. De este modo, en La mujer que no conoció el amor [1934], Oyarzábal plantea el drama de la mujer que sufre por no haber podido tener hijos, asunto en el que también trabajaba entonces Federico García Lorca (Yerma, 1935). Pero mientras que Lorca realiza en su obra una radical denuncia de la férrea determinación de género que frustraba las vidas de tantas mujeres casadas que no podían cumplir con el destino que les estaba asignado, la maternidad, denuncia que culmina en un desenlace trágico (Nieva de la Paz 2008)6, veremos que nuestra autora plantea en esta obra una solución menos radical, pero bastante más optimista.

La protagonista de La mujer que no conoció el amor es una mujer soltera, humilde habitante del campo español, que logra superar su frustración al no haber podido tener hijos proyectando su deseo de maternidad en un sentimiento de solidaridad con el sufrimiento ajeno. De este modo, «La soltera» logra dejar atrás su posición de víctima, «molde vacío, inútil y estéril», y decide entregar su vida a los demás:

LA SOLTERA.-  [...] Quiero vivir en otras vidas y transmitirles el vigor que atesoré para los hijos... que no me dieron. Quiero que otras existencias dependan, en parte al menos, de la mía;  (muy despacio.)  porque adivino que sólo de esta manera... se vive...  (Se echa totalmente sobre la tierra.) .


(Diálogos con el dolor, 21)                


La autora desenlaza esta breve pieza con una defensa clara de una posible solución para esas mujeres solteras condenadas a la frustración y el vacío vital: poner su vocación «maternal» no cumplida al servicio de los demás, comprometiéndose en la ayuda a los más desfavorecidos. Siguiendo una posición muy característica del feminismo de la época, se animaba así a las mujeres a dejar atrás su posición de «víctimas» para pasar a ser agentes activos de transformación social7. Todos los seres humanos serían así, finalmente, «sus hijos»; un mensaje de aliento y esperanza que la autora pone en boca de otro personaje de fuerte simbolismo:

LA TIERRA.-  [...] Hay muchas maneras de ser madre y tú podrás serlo si en lugar de escucharte a ti misma, pones tus manos sobre el corazón del mundo para sentir sus latidos  (La soltera pone sus manos abiertas sobre la tierra.) . Cada uno de ellos es la queja de alguna criatura hambrienta de cariño o ávida de ciencia. Los hijos que deseaste y que no te dieron pueden ser los que, en un momento u otro, te necesiten...  (La tierra enmudece.) .


(22)                


Esta derivación del rol materno hacia el compromiso con la justicia social conecta, por otro lado, con la recreación de una figura arquetípica de la Madre en nuestra tradición cultural, la Virgen María, Así se refleja en uno de sus diálogos teatrales, El Miedo, donde maternidad y sed de justicia se dan la mano. Se propone aquí una moderna lectura de la tradición evangélica al destacar la valentía de las mujeres que acompañaron a Jesús en sus últimos momentos junto a la Cruz frente al abandono generalizado de sus discípulos varones. Jesús se dirige a su Madre y la inviste de su autoridad y su valor a la hora de luchar por la justicia: «Contra los explotadores, los usureros, los que están dominados por ambiciones ruines, los falsos, los hipócritas que harán el mal amparándose en mi nombre, los usurpadores de la tierra que es patrimonio de todos» (27); una lectura evangélica de fuerte contenido social que muestra bien las convicciones de la escritora.

Por otra parte, se recoge también una visión clásica, muy tratada en la literatura, de la evolución del amor de pareja hacia el sentimiento maternal. Según este planteamiento, el amor de la mujer por el hombre sería más profundo y verdadero cuando conectase con el sentir de la madre, como se deduce en otro de sus diálogos, La que más amó [1926]. La obra se desarrolla en torno a un hombre que espera la muerte. A su lado, el sacerdote y el médico piensan sólo en sus propios intereses «profesionales». Sólo la mujer que le ama se apiada de su dolor y, en su agonía, se hace pasar por la mujer que él ama, pero que es incapaz de acompañarle en esa última hora del dolor, y trata de endulzar su despedida. Se enfrentan así en la obra dos mujeres («La que le ama», «La que él ama») y dos tipos de amor. Frente al amor pasión (egoísta y débil), se pone en escena la generosidad y la fuerza del «buen amor» de la mujer que, como una madre, está dispuesta a cualquier sacrificio. Se pretende así dar una explicación y un sentido positivo a la habitual condena a la resignación de la casada «engañada». Cuando finalmente el hombre muere, ella le acuna como a un hijo: «LA QUE LE AMA.- (Inclinándose sobre el enfermo y acunándole cual si le tuviese en sus brazos, cantando con voz llorosa) Duerme, mi niño, duerme» (84). Es el mismo sentimiento materno filial transferido que encontramos de nuevo en la pieza Madre nuestra, cuya protagonista, «La Mujer», sobrevive con dificultad al dolor por el fallecimiento del hijo recién nacido. Aunque inicialmente excluye al padre de su duelo, la madre reacciona después a las demandas de su pareja, que le reclama el amor que supo darle al hijo de ambos. Finalmente, la Mujer se decide a transferir su amor maternal al padre de la criatura, dando paso así a la posibilidad de una futura maternidad (82-3).

La autora da cuenta también del tremendo peso de la responsabilidad exclusiva que la sociedad hace recaer en la madre en relación con la educación de hijos e hijas. Según la visión predominante, el que las personas adultas logren o no integrarse eficazmente en la vida social depende casi en exclusiva de la dedicación materna al cuidado de la infancia. Un claro ejemplo de este fenómeno se encuentra en la conducta criminal del protagonista de Gestas, el mal ladrón. Su mala conducta se achaca a la educación materna a partir de una serie de preguntas retóricas que acaban por apuntar hacia la responsabilidad que la sociedad adjudicaba en exclusiva a la madre:

«¡Gestas, Gestas! ¿Quién trocó en hiel la natural dulzura de tu alma? ¿Qué maléfica influencia te desvió del sendero que siguen los hombres honrados y tornó en impulsos de fiera los generosos impulsos que seguramente permanecían soterrados en tu corazón desde niño? ¿Fuiste acaso engendrado sin amor? ¿Criado sin piedad? ¿Faltáronte quizá, el blando regazo y los tibios pechos de una madre amorosa?».


(89)                


De nuevo se apunta a la responsabilidad de las madres en la educación de su descendencia en La vejez, diálogo en que el anciano protagonista pide ayuda para subir la cuesta a una madre que camina con su hijo. En lugar de potenciar la iniciativa solidaria del niño, que así lo desea, la mujer niega al anciano su ayuda, incluso su conversación y compañía, preocupada tan sólo por el bienestar y la alegría del niño. Como le indica el viejo en su airada advertencia, algún día lamentará haberle educado de forma tan egoísta: «¡Ah, juventud egoísta! ¿Cómo no piensas que algún día también tú serás un lastre para ése que ahora llevas de la mano?» (70).

Oyarzábal aborda igualmente en su obra un aspecto fundamental de la maternidad: las dificultades de compaginar la función de madre con el desarrollo de la identidad personal de la mujer. Para esta autora, la construcción de la propia identidad implica no estar siempre a disposición de la familia, sino poder disfrutar de espacios de soledad, al margen de la vida familiar, que permitan avanzar en la resolución de los conflictos íntimos. Se trata, en definitiva, de una valorización positiva de la soledad que conduce a las mujeres a luchar por conquistarla y obtener de ella nuevas experiencias y saberes. Como expusiera también su coetánea, la escritora inglesa Virginia Woolf, los condicionamientos que la maternidad plantea a la hora de construir una identidad personal que vaya más allá de la tradicional definición relacional de la mujer (hija, esposa, madre, hermana) subyacen en la crítica situación que vive la protagonista de La ceguera. Diálogo de fuerte contenido simbólico, está protagonizado por una mujer, esposa y madre, que despierta ciega tras una intervención hospitalaria y se enfrenta al miedo que le producen sus dudas sobre la recuperación de la visión. Rodeada por su familia (el hijo, la hija, el esposo, la hermana), la madre les despide uno a uno reclamando el tiempo de soledad necesario para enfrentarse a sus fantasmas y poder así recobrar el equilibrio personal:

«Este deseo de estar sola ¿os sorprende? Se me antoja que este afán deben experimentarlo también los recién nacidos, los que entran en un mundo ignorado, cuando la presencia de otros seres, aun los más próximos y más queridos; los más afines, aumentan la confusión. Sí. Quiero estar sola. Necesito pensar, encontrarme a mí misma en este mundo extraño. Estoy segura de que encontrándome yo, encontraré todo lo que, hasta hace unos instantes creía haber perdido. Marchaos. Marchaos y volved luego».


(51-2)                


Aunque la maternidad ha constituido a lo largo de la Historia un pilar «inamovible» de la identidad femenina, es evidente que los profundos cambios experimentados en la condición social de mujeres y hombres a lo largo del siglo XX han provocado importantes transformaciones en la evolución de la forma de entender el rol maternal. Encontramos una relevante muestra de estas continuas metamorfosis en este volumen teatral de Isabel Oyarzábal, Diálogos con el dolor (1944), que recoge textos de preguerra que se publican durante su exilio mejicano. La mujer madre tiene en ellos un protagonismo central. El análisis de la concepción social de la maternidad que estas obras reflejan permite reconocer la vigencia del rol materno en la definición esencial de la femineidad, especialmente significativa si tenemos en cuenta que se trata de una escritora de activa militancia feminista. Destaca, con todo, el interés de la autora por vincular los sentimientos maternales con la apertura de la mujer hacia otras realidades que sobrepasen el ámbito familiar propio, destacadamente la sensibilización pacifista y la solidaridad con las clases más desfavorecidas, al tiempo que señala la necesidad para la mujer de construir una identidad personal propia y advierte de las exigencias que supone la responsabilidad en la educación de los hijos. Finalmente, se subraya la conveniencia de imbricar a las mujeres en la acción política como el mejor modo de contribuir al bienestar de los suyos, partiendo sin duda de su propia experiencia. Los diálogos teatrales de Oyarzábal ofrecen, en suma, una visión panorámica de la maternidad, que incluye junto a las citadas nuevas demandas de la condición materna otros rasgos heredados del modelo tradicional como las preocupaciones por el cuidado y bienestar de los hijos, el miedo y dolor por su muerte o la transferencia al amor de pareja de los sentimientos maternos.






Obras citadas

  • ARENAL, Concepción. La mujer del porvenir [1870]/ La mujer de su casa [1883], Barcelona: Orbis, 1989.
  • BLANCO, Alda, «Maternidad, libertad y feminismo en el pensamiento de María Martínez Sierra». Roles de género y cambio social en la Literatura española del siglo XX. Ed. y Coord. Pilar Nieva de la Paz. Amsterdam: Rodopi, 2009. 65-83.
  • CAPDEVILLA-ARGÜELLES, Nuria. «Isabel Oyarzábal de Palencia (1878- 1974)». Autoras inciertas. Voces olvidadas de nuestro feminismo. Madrid: Horas y horas, 2009. 53-94.
  • CAPEL, Rosa. (Dir.). El voto de las mujeres: 1877-1978. Madrid: Editorial Complutense, 2003.
  • DOUGHERTY, Dru y Francisca VILCHES DE FRUTOS. «Eugene O'Neill in Madrid, 1918-1936». The Eugene O'Neill Review 17.1-2 (1993): 157-64.
  • HORMIGÓN, Juan Antonio (Dir.). Autoras en la Historia del Teatro español (1500-1994). Vol. II, Madrid: ADE, 1997.
  • MARTÍNEZ SIERRA, Gregorio. Feminismo, feminidad, españolismo. Madrid: Saturnino Calleja, 1920.


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