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Calvo Sotelo sobre un paisaje familiar

Joaquín Calvo-Sotelo





Señoras y señores:

Fue en este mismo lugar -que recobra la atmósfera clásica y eficaz de sus tiempos mejores- donde yo oí a José Calvo Sotelo una de las últimas veces. Ancho de espaldas, como él diría de sí mismo más tarde; casi atlético, con un extraño poder de sugestión en la mirada profundísima y una vibración en la voz por igual convincente y emocionada; estudiaba aquella tarde el programa político del ministro belga socialista Mann. Asomado a Europa, como no lo había estado hasta entonces ningún otro político de España, unía sutilmente hechos producidos en climas distantes a corolarios que nos tocaban bien de cerca. Todas las quiebras de su oratoria residían en esto: en que le sobraban ideas para las palabras, a pesar de que éstas fueran fértiles y abundosas como en pocos. Yo pensé, perdido entre esos escaños, lo triste que sería que aquel cerebro y aquel corazón privilegiados, a los que enlazaba una sintonía de apasionado patriotismo, se diluyera en la esterilidad de una oposición eterna y quedaran, por obra de un malaventurado azar, al margen de las responsabilidades y de las tareas de gobierno. Yo pensé, también, lo triste que sería que aquella vida, henchida de pujanza excepcional, fuera truncada un día por la violencia. Mil augurios me atenazaron mientras le oía, que no por primera ocasión se clavaban en mí. El tema de la muerte cruzara frecuentemente mi imaginación, aun cuando siempre lo desechara sin dejarme vencer por él. Ni la ráfaga de mayor pesimismo pudo, sin embargo, hacerme presentir esta triste jornada de hoy, en la que desde el mismo estrado que ocupara él aquella tarde yo voy a intentar su necrología. Pero se me antoja que a lo largo de ella no he de sentir demasiado su vacío, y aun pienso que su sombra lejana y querida vagará entre nosotros y cercana a mí, animada de la curiosidad, tan ingenua y tan suya, de venir a escuchar lo que de él dice su hermano menor.

No creáis, sin embargo, que he aceptado esta tarea sin vacilar. Múltiples argumentos en pro y múltiples argumentos en contra han batallado dentro de mí antes de que tomara una decisión. Sé que dentro de la sensibilidad de cada uno de vosotros se hallan tan perfectamente dibujados esos argumentos, que me hace superfluo a mí diseñároslo ahora.

Han triunfado -notorio es- los que me incitaron a aceptar el altísimo honor que la Academia de jurisprudencia me deparaba; y permitidme que os diga que la razón que fundamentalmente me ha resuelto ha sido ésta, elemental y simple: la de haber llevado desde los primeros años de mi vida, bien separada de mi alma la personalidad de José Calvo Sotelo como ser de mi carne y la personalidad de José Calvo Sotelo como hombre público. Por un lado, he visto en él siempre al hermano mayor, al llamado a sustituir al patriarca familiar cuando éste, por ley natural, desapareciese. Por un lado, su mano fuerte y diestra, en la que me era grato descansar, seguro siempre de su protección y de su ayuda. Por otro, el hombre público, desde su iniciación en aquel muchacho barbilampiño que deslumbraba a sus condiscípulos de Zaragoza, y que más tarde tomaría parte en los mítines mauristas y sería, poco después, Gobernador de Valencia y Director general de Administración Local, hasta el Ministro de Hacienda y el parlamentario: el hombre de Estado, en suma. Yo he tenido siempre perfectamente escindida dentro de sí esas dos vertientes de su personalidad extraordinaria; nunca en mi corazón mezcladas. Así, repito, desde mi adolescencia; casi desde que tuve uso de razón. Así, hasta el momento mismo de su muerte. Frente a su cadáver, aquella divisoria, tan cuidadosamente sentada, se quiebra, y éste es el momento en que no sé de las lágrimas que provocó su muerte qué parte eran debidas al dolor del hermano perdido y qué parte al dolor de español.

Cuando aparece ante mis ojos él ya no es un niño; naturalmente, no puede serlo. Nuestra memoria en los años infantiles no funciona sino a través del mecanismo de nuestros padres; ellos son quienes nos dicen en esos años iniciales de la vida cómo hemos sido, cómo hemos estado, cuáles han sido nuestras palabras, y los que tiernamente nos engarzan, en un rosario lleno de amor, ese anecdotario del que conscientemente no conservamos jamás la impronta.

Por eso, cuando yo veo a José Calvo Sotelo por vez primera no es en Túy, no en La Coruña tampoco, sino en Zaragoza. Zaragoza es allá por los años 11 y 12 una pequeña capital de provincia, embrión de la gran ciudad que ya apunta hoy. Zaragoza será precisamente en aquellos tiempos el marco de su adolescencia. El habrá sabido de los largos paseos Ebro abajo y Ebro arriba, a bordo de los lanchones pesadotes y fuertes que constituirían el asombro de los estudiantes de Oxford y de Cambridge, acostumbrados a la ligereza de las yolas; él habrá sabido del eterno subir y bajar por el paseo de la Independencia mientras una banda militar toca Gigantes y cabezudos y Alma de Dios; él habrá esperado la aparición del cometa Halley, del que se temen no sé qué cósmicos efectos en el instante en que se produzca su tangencia con la tierra; él habrá camino por el Canal Imperial, que surca una góndola arrastrada por una mula tenaz para recreos de enamorados y de chiquillos, en tanto que llega la puesta del sol; él habrá visto pasar por debajo de los balcones de la casa paterna, a través de la calle Alfonso, el cadáver de Joaquín Costa, llevado a hombros de cuatro fuertes mocetones de Graus, y él habrá sido el primero en imponer silencio cuando mi padre, impulsado por el deseo de un posible mejoramiento de vida, toma la palabra para hablar de Madrid; ciudad lejana y mítica, de la que sólo sabemos que hay un reloj misterioso del que se desprende una bola al filo de las doce, y un Rey, cuya guardia es relevada todos los días al compás de las fanfarrias militares.

Zaragoza, pues, será la ciudad en que se inicie, cómo decimos, su adolescencia, y él guardará siempre para esa ciudad una especial ternura. ¿Por qué esto así? Porque es seguramente en su seno donde él advierte y lee por primera vez la señal de predestinación de su futuro.

«¿En qué?», me diréis. Yo os lo contestaré: Primero, en una sencilla pero absoluta fe en sí mismo. Segundo, en la devoción de sus condiscípulos, todos los cuales comprenden claramente lo que hay de excepción en la mentalidad y en la mirada de José Calvo Sotelo. Tercero, en la admiración de sus Catedráticos (aquel Decano, que en el momento de despedirse de él le augura: «Cuando usted sea Ministro...»). Cuarto, en la admiración nuestra...

Quinto... Dejadme que os cuente cómo un arrugado y envejecido campesino de Luesia se acerca un día a pedirle una carretera. En todos los pueblos de España se piden cosas de éstas. Se pide una carretera, una estación de ferrocarril, un pantano. Pero se piden esas cosas a aquellos a los cuales se les sabe ungidos de poder. Y José Calvo Sotelo es en esos momentos un muchacho de no más de veinte años, macilento, cetrino, profundamente delgado, de pómulos salientes, ajeno a toda posibilidad de conceder a pueblo alguno una carretera. Pero sin duda aquel campesino, que lleva sobre sus espaldas el trabajo físico de muchas generaciones de hombres apegados a la tierra, que lee intuitivamente en la vida, percibe algo en los ojos, en el ademán, en el gesto, en la atmósfera de la cual José Calvo Sotelo se ve ya entonces rodeado, que le induce a pedirlo eso: una carretera. Yo tengo la seguridad de que aquella noche José Calvo Sotelo duerme con toda la alegría íntima que le presta saber que lo que es ya seguridad en él empieza en los demás a ser presentimiento.

Habrá, sí, que ir a Madrid, porque Zaragoza es ya un marco demasiado reducido para todos. Será, pues, en Madrid, en la calle de San Quintín, donde José Calvo Sotelo viva largos años de su vida, frente por frente a los jardincillos del cabo Noval, entre Arrieta y Bailén.

Hay en la casa un reloj que firma Monkhouse, cuyo péndula abraza una caja de madera. El reloj no interrumpe jamás su tic-tac y cronometra un tiempo que fluye de una manera dulce y simplemente feliz. Hay en la casa también una máquina Yost, de tampón. La máquina no descansa nunca: se la disputan casi todos los miembros del hogar. El patriarca redacta en ella los hechos y fundamentos de Derecho de sus sentencias; José, los artículos que con el nombre genérico «De los Madriles» mandará a El Noticiero, de Zaragoza; el prontuario de su tesis doctoral La doctrina del abuso del Derecho, su memoria sobre la posición del proletario ante el socialismo y el maurismo, sus críticas musicales para El Debate, etc., etc. Leopoldo pondrá en limpio en ella sus primeros versos. Yo, con mis manos pecadoras, pergeñaré un periódico infantil titulado Pequeñeces. Porque todos queremos aquella máquina, será indispensable que el patriarca establezca turnos rigurosos para su uso. Así, cada uno la disfrutará a horas determinadas. Pero ya pulsada por unos, ya par otros, la Yost no cesará de teclear jamás y su tic-tac tendrá la misma permanencia que el tic-tac del reloj.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Aquellos de los míos que más contribuyeron a tejer esta atmósfera tierna y sencilla que evoca han muerto. No queda ni la supervivencia de los muebles -desventrados por la guerra-, con los cuales se establece a lo largo del tiempo un nexo de afecto y de amor. Sin embargo, cuando quiero reconstruir imaginativamente aquellos años, lejanos ya, me basta cerrar los ojos y aprehender en mi pensamiento, hermanado, aquel doble tic-tac del reloj y de la vieja máquina Yost de tampón.

Asociada a esos tiempos iniciales yo tengo en mi memoria la figura nevada y elegante de don Antonio Maura. ¡Cómo no ha de militar a su lado José Calvo Sotelo! Lo hace desde los primeros tiempos, con un fervor y con un entusiasmo inigualables; pero así tiene que ser, porque la voz de don Antonio Maura es, después de la oscuridad de la noche del 98, la primera voz que canta en los oídos españoles la alegría de una posible resurrección.

José Calvo Sotelo, que siempre ha creído en ella, se siente soldado íntimamente a ese hombre cuya austeridad y cuya inteligencia corren parejas. Lo que don Antonio Maura dice a sus conciudadanos es que la salud de España no es obra mesiánica o que haya de brindarla gratuitamente una Providencia complaciente. El milagro de San Isidro no es aplicable a toda la heredad española. Cada español ha de movilizarse y cooperar con los demás al engrandecimiento patrio. Esto ha de llegar merced al esfuerzo y al trabajo de cada cual. Así lo siente don Antonio Maura, y José Calvo Sotelo se suma con todas sus fuerzas a aquella labor de desfonde de la conciencia colectiva, a la que don Antonio Maura se entrega. Así, pues, yo veo asociado en estos primeros años la figura de mi hermano mayor a la arrogancia llena de prestigio y de autoridad de don Antonio Maura. No me resisto, no, a la tentación de daros lectura a la carta que por aquel entonces José Calvo Sotelo dirige a un su amigo y en la que reseña su participación en un mitin con don Antonio:

«El sábado último me comunicaron que debía hablar al día siguiente en el Centro del Congreso, cuya inauguración se celebraba "con asistencia de 'Maura'". Imagínate cómo me pondría el aviso. A pesar de la premura del tiempo hice un esfuerzo y preparé unas cuantas ideas. Y así me presenté. El local, abarrotado. Maura en él y todos los oradores temblando. Yo no sé cómo, hice un esfuerzo sobre mi voluntad, y por suerte o milagro estuve mejor que nunca, con absoluto dominio de mí mismo, seguro, feliz en las frases, vibrante, etc. El cuento es que mi discurso gustó un horror y que Maura me felicitó repetidas veces y que me interrumpieron con enormes ovaciones, que a mí me daban más bríos. La lluvia de apretones de mano y abrazos fue enorme; y yo quedé todo lo satisfecho que te puedes imaginar, pues no pude tener ocasión mejor para lucirme. Perdona este lujo de detalles con que algo ingenuamente te relato una buena jornada. Creo que la amistad que nos une me autoriza para hacerlo así, aunque tu carácter algo agridulce tome por fanfarronería lo que sólo es confidencia cordial». Después, como postdata, este subrayado delicioso: «Hoy me verás retratado en ABC, detrás de Maura».



Yo he querido daros lectura a esta carta, en primer término, como contribución a la psicología de José Calvo Sotelo, y en segundo lugar, como homenaje rendido a la figura de don Antonio Maura, por el que tan encendido fervor sintió en vida el Protomártir.

No es ésta, claro está, su primera intervención oratoria. Ya antes, en el Ateneo, ha librado duras batallas. En ellas tendrá enfrente los mismos adversarios que cuando riña las últimas. He de manchar mis labios con los nombres de sus contendientes de entonces: excusádmelo. Son Manuel Azaña y Ángel Galarza.

Más tarde el monstruo, desde la cabecera del banco azul, habrá de recordarle: «Me rejuvenece muchos años el discutir con su señoría». Le rejuvenece exactamente veinte años; pero a lo largo de ellos, así como esos hombres, por tantos conceptos nefastos, han serpenteado de un lado para otro, han cambiado sus ideologías y sus convicciones, José Calvo Sotelo está en el mismo fiel en que se encontraba a la iniciación de su carrera política, y defiende con los mismos bríos los mismos postulados, y con la misma fe el mismo credo. Y ¿cuál es éste? Las primeras batallas de José Calvo Sotelo en el Ateneo, ¿de qué lado le encuentran situado? ¿En defensa de qué programa? El defiende, repito, lo mismo que ha de defender toda su vida: primero, el sentido católico y tradicional de España. El sabe que cuando se quiebra su línea histórica es única y exclusivamente en aquellos momentos en los cuales renuncia a su significación de catolicidad. Realmente, las mismas banderas tremolan ante Granada, que ante Lepanto y en el Nuevo Mundo y en Flandes, que frente a los muros del Madrid sitiado. Y él sabe que mientras nuestros corazones y nuestra psicología de pueblo riman con ellos, España tiene un perfil inconmovible; pero que cuando, por el contrario, tiembla, duda y vacila, ese perfil se deshace borrosamente y esta personalidad nuestra de nación queda atomizada y reducida al mínimo.

Por eso él defiende desde entonces ese sentido católico y tradicional de España. Y aun cuando por aquel tiempo las asechanzas son de menor gravedad que lo que han de ser después, él defiende sus principios monárquicos. Lo hace con verdadero orgullo y además con optimismo, con verdadera seguridad de que llevan consigo, en presencia o en potencia, la definitiva grandeza de España.

En su acendrado sentimiento monárquico no cejará jamás José Calvo Sotelo, a despecho de la mudanza de los tiempos y de cuantas coacciones de una y otra índole han de ejercerse más tarde sobre él con el intento de turbar y modificar su trayectoria, su pura e intachable línea de conducta. Lo será primero por convicción, y en defensa de su fe monárquica él acumulará razones de nuevo y de antiguo cuño, todas las que le parezcan necesarias para apuntalar doctrinalmente su ideario. Así será antes de 1931 y después. Y cuando en esos tiempos tormentosos a la deserción empiece a llamársele táctica, ajeno a toda posibilidad de inconsecuencia, una vez agotados cuantos argumentos de orden político se le ocurran en defensa de la Monarquía, dirá que él sigue siendo monárquico lisa y llanamente por esto: por elegancia.

Y él defiende también algo vitalísimo. El defiende en 1914, en 1916, lo que ha defender en 1936: la intangible y sagrada unidad de España.

Es un hombre que proviene de la periferia -y notad bien la importancia que tiene esto-. No es un castellano, sino un gallego, el que cree que la indivisibilidad de la Patria es el punto de partido imprescindible para toda la grandeza de España. Ha nacido en Túy, allá donde al desembocar el Miño cuenta tales cosas al mar de las bellezas de la tierra gallega, que el mar pugna por entrar a verlas por sí mismo sobre el cauce del río. A un lado y otro se extiende la tierra que él ha amado siempre con todo el vigor de su corazón. ¡Cuántas veces evocadas aquellas rías de Villagarcía sobre las cuales se comba al atardecer el arco iris de los aturuxos; aquellos prados milenarios donde las nubes descienden tanto que se llevan consigo la humareda de las casas, donde las montañas vigilan tensamente para no perder el rumor de ninguna esquila, donde cada idilio crea un alalá nuevo, donde el aire se suspendió un día para oír la primera música polifónica del mundo en los romeros que iban a Santiago, donde una lluvia tenaz lustra las pizarras de las casas, las hojas de los árboles y los grandes ojos de las vacas!...

El ha amado profundamente esta tierra, con toda su alma, y se sentirá profundamente amado también por ella; pero a despecho de esto, de que a él le conste mejor que a nadie cómo es Galicia, de todas las regiones de España la más pura y más esforzada y la que más ha sufrido desde el punto de vista material por un centralismo acaso excesivo, él afirma que todo lo que sea fraccionar el mapa querido de nuestra Patria es ponerla en trance de sucumbir. Por esto tiene mucho más mérito que en ningún otro aquel feroz unitarismo de José Calvo Sotelo, que en una ocasión le lleva a decir, en frase casi para algunos blasfematoria, que prefiere una España roja a una España rota. El amaba, sí, profundamente esa tierra, y aunque nadie es profeta en la que ve la luz, él va a serlo. ¡Es tan lógico que lo sea!

El se ha presentado, cuando no era más que un mozo, a predicar en todos los pueblos gallegos la buena nueva de la redención de España. La augura el entusiasmo de su corazón, la honestidad de su palabra, que arde en fuego inextinguible; la fuerza de sus brazos... Esto no lo olvidan esos pobres paisanos que un día tendrán la noticia de que José Calvo Sotelo ha muerto asesinado cuando la aurora ambicionada resplandecía ya. Y precisamente por esto, el día en que las banderas inmortales de España, el 18 de julio, se alzan sobre las cresterías de nuestro país, en toda la extensión de nuestra Patria, pero principalmente en Galicia, ningún impulso de mayor ardimiento las ciñe al aire que el de la santa cólera por la inmolación de José Calvo Sotelo. Los soldados gallegos, más en número que los de ninguna otra región de la Península, según frase del Caudillo, romperán un día el cerco de Oviedo y llenarán la calle de Uría de vítores al Protomártir. Antes le habrán cantado ya en los alalás de las trincheras. Dentro de su fosa, donde le espera una primavera que no puede tardar, ¡qué orgullo tan hondo debe de fertilizar sus huesos al reconocer en quienes han afrontado victoriosamente las balas enemigas hombres nacidos junto a las rías y los castaños de su niñez!...

Un día, nuestro hermano mayor se presenta a Diputado. Va a luchar por el acta de Carballino, y nosotros buscamos su redondel en el mapa. Días de nervosismo se suceden, pendientes de lo que el telégrafo y el correo nos cuenten. Y habrá uno que nos traerá una carta maravillosa.

Nuestra infantil inocencia nos llena de júbilo. El patriarca, sin embargo; sonríe con melancolía de hombre avisado y viejo al que nada del mundo ni de su malicia es extraño. ¿Por qué?... Nosotros, los hermanos pequeños, hemos sumado meticulosamente los datos electorales que José Calvo Sotelo nos manda en su carta, y de ellos inferimos, sin lugar a dudas, que ha sacado unos votos más que su contrario. Nuestra ingenuidad de adolescentes nos lleva al alleluia. Creemos ya que es Diputado. Hasta que el patriarca nos lo explica todo.

Momento solemne de crisis en mi vida; se derrumba mi fe en la matemática pura, se derrumba mi fe apenas nacida en la ley Electoral y mi adolescencia entra con ese handicap de escepticismo sobre las cosas y los hombres en este valle de lágrimas.

No es Diputado José Calvo Sotelo, aunque tenga más votos que su contrario, por no sé qué extraños cubileteos de urnas y de juntas del Censo, que cuando los narre furiosamente ante el Tribunal Supremo harán mover la cabeza a los Magistrados con una ironía pendular. Pero nosotros, a su regreso, le recibimos con la misma algazara y solemnidad que si lo fuera y a la vez con denuestos e imprecaciones para su rival. Él ríe de los primeros y pone freno a los segundos. ¡Quién piensa en odios y en rencores!... Ningún hombre como él con menor capacidad para sentirlos. Tiene demasiado corazón. Años más tarde irrumpirá un día entre nosotros, lleno de alegría, para comunicarnos, ya Ministro, que viene de ascender a uno de los funcionarios a sus órdenes; y pronunciará el nombre de su rival. Años más tarde, también, en la expatriación, doblará la rodilla delante del túmulo funerario del conde de Bugallal, su adversario en las primeras lides políticas, muerto bajo el cielo extraño de París.

He ahí, en embrión, postrado ante el féretro de su antiguo enemigo, al parlamentarismo magnífico lleno de majestad y de honradez con su arrogante interrogación en los labios. «¿Qué pensáis, que nosotros establecemos un fielato más allá de la muerte y que miramos el color y la filiación política de los caídos para alegrarnos o entristecernos según cual sea su ideología? Nosotros, ante el que sucumbe, como caballeros nos descubrimos respetuosamente y corno cristianos le rezamos una oración».

No es rencoroso. Ni cerebral ni afectivamente. Es bondadoso, en cambio, porque propende a una sobreestimación de los méritos ajenos y a disminuir y disculpar las malas cualidades de los demás. Es ingenuo porque no cree a los otros capaces de lo que él no es capaz y porque supone en todos la misma nobleza que en sí mismo. Es sencillo y usa de su inteligencia para reducir los hombres y los problemas a sus más elementales premisas. Es adusto al exterior, pero sorprende ver de qué fácil manera se instalan en su alma el afecto hacia los amigos y compañeros de lucha. Es leal de tal manera, que nada ni nadie puede hacerle romper lo prometido, ni retirar la mano tendida, ni perseguir al adversario maltrecho, ni negar en él las dotes que le hayan reconocido un día.

Gusta de muchas cosas heterogéneas, de Bach y de Cervantes, de los fuegos artificiales y de la lotería, del bell canto y de los desfiles militares, y guarda para todo un juicio abierto y generoso. Tiene la risa más fácil, más alentadora que he oído nunca. Ríe con un júbilo de adolescente las películas cómicas, las comedias graciosas, las anécdotas, los comentarios ingeniosos. Nunca en hombre tan atenazado por preocupaciones vitales, tan cogido por la inquietud suprema del destino de su pueblo, tan fervorosamente consagrado a una tarea nacional como él he podido sorprender jamás una risa como la suya.

Es oyéndole reír como se podía alcanzar la medida justa del candor increíble de su alma y es también a través de su risa como se comprendía bien que estaba hecha de las más finas, de las más ricas calidades humanas.

Tiene un inmenso poder de abstracción para el trabajo. En medio de la barahúnda familiar, entre cantos, carreras infantiles por los pasillos y estruendo de radio, su máquina teclea impertérrita a una velocidad tal y con tal destreza manejada, que causará el asombro de los mecanógrafos profesionales. Ahora escribe algo que años atrás no escribiera nunca. Decretos, órdenes, leyes. No requiere el silencio para su labor dificultosa, de acuñación de números y de ideas. Él está sólo frente por frente de sus cuartillas, sobre las que su pensamiento se refleja vertiginosamente. Trabaja diez o doce o dieciséis horas diarias, si es menester, sin fatiga, y en ese lapso de tiempo da cima a una labor que a otros exigiría semanas. El trabajo es su gran deber, su diversión máxima, su único vicio. No ha fumado nunca. No ha bebido jamás, y cuando lo hace en las grandes fiestas familiares acusa conmovedoramente el efecto de una simple copa de sidra. No se le ha conocido sino alguna novia fugitiva en sus años estudiantiles. Después, toda su vida está edificada en torno de un amor apasionado, único, a la mujer mil y mil veces santa de la que nacen sus hijos. Nos dice, en cambio, para que no lo creamos perfecto, que tiene que pasar de prisa para no detenerse ante las ruletas de los casinos; pero la verdad es que sólo allá, en su mocedad primera, se ha enredado en sus tentadores flecos y ha conocido el júbilo de los plenos y la melancolía de los ceros.

Os digo todas estas cosas porque es del hombre el que os estoy hablando hoy más que de ninguna otra cosa y porque no quiero daros de él una versión deshumanizada y etérea, sino que sepáis cuáles eran las mínimas vetas de fragilidad de aquel gran español hecho todo él de mármoles y de bronces.

Tiene una primera cólera temible. En sus primeros segundos denuesta, impreca, ataca y es inútil todo intento de persuasión o de resistencia. Pero poco más tarde escucha, atiende y al final accede con mucha frecuencia a lo que denegó en principio. Difícil a veces para la primera instancia, es fácil, sin embargo, para el recurso de súplica.

La música le subyuga, le atrae fascinadoramente y la ha cultivado siempre a despecho de aquellas intermitencias que sus deberes primordiales le imponen.

Honesto de espíritu, de macizo temple, de impresionante arrogancia física, de pujanza y bríos titánicos, de cerebro a tal punto excepcional que su peso deja absortos a los médicos de la autopsia; sobrio, pero amante a la vez de todas las cosas bellas de la vida, mezcla extraña de matemática y de lirismo, de cuadrícula y de pentagrama, con los pies bien clavados en la realidad de la tierra y la imaginación en el más difícil de los firmamentos, pienso en él ahora con la perspectiva de los años pasados sin su guarda, y noto clara y distintamente cómo de todas sus cualidades las más agudas, las más vigorosamente adscritas a su psicología, eran, de un lado, su inigualable capacidad de ambición para soñar con la grandeza de su país, y de otro, la ciega confianza, horra de toda fatuidad y de toda jactancia personales, de que sus manos de buen artesano de pueblos eran las que podían mejor que ningunas otras procurara España un mediodía de plenitud.

El coche oficial se abre paso lentamente entre el dédalo de la circulación callejera. Va en él José Calvo Sotelo y el patriarca; yo, en compañía de ambos. Es una mañana de invierno, pero dorada de sol y de profunda alegría. José Calvo Sotelo, en aquella mañana, se siente más jubiloso y más satisfecho que nunca: acaba de cesar en su puesto de Director general de Administración Local y se le ha nombrado Ministro. No es fácil escucharle comentarios de propia felicitación ni de orgullo; pero aquella mañana es una mañana tan de excepción para sus treinta años, que José Calvo Sotelo, en el círculo de intimidad en que en tal sazón se desenvuelve, abre su espíritu comunicativamente y dice en voz alta: «¿Qué me reserva la vida?»

He aquí un tema que multitud de veces todos los que estamos en torno suyo nos hemos planteado: ¿Qué le reserva la vida? La madre, tenazmente, con un presentimiento angustioso, le augurará mil veces: «Te van a matar, hijo, te van a matar». El patriarca, cuyo optimismo, cuya fuerza juvenil supera a la de sus propios hijos (morirá, octogenario, de tristeza y de forzado abandono, en el Hospital Diplomático, mientras suenan las salvas de los cañones de Franco en las cercanías de Madrid, herido por las mismas balas que siegan la vida del Protomártir), el patriarca no querrá oír jamás estos pronósticos fatales; él tiene una fe ciega en la estrella del hijo y confía en que la mano del buen Dios le salvará de todo peligro. Los hermanos, algunas veces, nos hemos comunicado con los ojos este mismo triste pensamiento: «No será hombre de larga agonía», hemos dicho alguna vez. Pero en aquella mañana de invierno madrileño nadie piensa en esto; toda posible amenaza queda distante y lejana y él se atreve a formular en voz alta esa pregunta, sin que nadie pueda contestársela: «¿Qué me reserva la vida?».

Yo sé, sin embargo, que si alguien, proféticamente, hubiera pedido descorrer delante de sus ojos la película de aquella parte de la vida que le queda por vivir y le hubiera dicho: «José Calvo Sotelo, serás Ministro de Hacienda ahora, trabajarás denodadamente y sin descanso, realizarás una labor, pero esta labor no te la reconocerán todos, sino que habrá quienes se ciernan sobre ella para despedazarla y difamarte; José Calvo Sotelo, serás después expatriado, te verás obligado a permanecer fuera de España, pero volverás más tarde y desde el Parlamento de tal manera te producirás, que toda una nación de veinte millones de almas se pondrá en pie al conjuro de tus palabras, y únicamente por tu fuerza taumatúrgica y por tu patriotismo serás vilmente asesinado; más a consecuencia de ese asesinato y de tu sacrificio se salvará la nación a la cual tú amas con toda tu alma», José Calvo Sotelo habría sonreído orgulloso y contento de su destino. Porque menester será que repitamos muchas veces que la guerra, que adquiere pronto tonos y calidades de cruzada, es en el momento mismo de estallar simplemente una guerra vindicativa de su sangre, y esto es necesario afirmarlo en alto, primero para tremendo orgullo de su apellido, y en segundo término para que esta verdad no se borre nunca de la memoria demasiado movediza de los pueblos.

El instante en que deja la cartera de Hacienda marca uno de los momentos estelares de la vida de José Calvo Sotelo. Líbreme Dios de intentar ahora una análisis de su labor al frente de este Departamento. La figura por igual llena de competencia y de lealtad de don Andrés Amado la examinará a su hora. Esto no es cosa que caiga dentro de mi cometido, pero sí me permitiréis, por su extraordinario valor de síntesis, que yo os dé lectura a un párrafo de su obra Mis servicios al Estado. Dice así: «Hallé una Hacienda averiada, exhausta, precaria; por eso hube de consagrarme inicialmente al refuerzo de ingresos, la poda de gastos y la mejora de los servicios; modernicé la mecánica, simplifiqué la recaudación, retoqué algunos tributos, hice comprensivas y flexible la inspección fiscal; luché denodadamente contra la ocultación, acrecenté el patrimonio del Estado, creando el Monopolio de Petróleo; extirpé la deuda flotante, reduje el volumen de la perpetua e intensifiqué la amortización de la restante consolidada; doté financieramente los grandes planes de reconstrucción del país; di vida al Banco Exterior, agilidad al crédito industrial; control al hipotecario y realidad al seguro de crédito de exportación; remocé la legislación de Clases Pasivas, mosaico de rutina y arcaísmo; abrí cauce a una red expansiva de zonas francas y legué a mis sucesores un proyecto de reforma tributaria cuyas directrices son inexcusables si aquélla ha de abordarse algún día de acuerdo con las corrientes mundiales. Trabajé, en fin, sin tasa ni horario. Satisfecho de mi labor, ni la exalto ni la desprecio; simplemente la evoco para asociar a ella de modo ostensible toda mi responsabilidad».

Os he leído esto porque creo que tiene un impresionante poder de síntesis. En este párrafo están apuntadas o esbozadas todas las directrices de su pensamiento de economista en grado tal de profundidad y madurez, que hasta sus tiempos no ha tenido quien pueda igualarle en la presidencia del Erario público español. Yo no tendré inconveniente en reconoceros que en el momento en que José Calvo Sotelo se hace cargo de la cartera de Hacienda dista mucho de ser un técnico. Hasta entonces ha trabajado en disciplinas totalmente ajenas a las de esa especialización; él ha estudiado Derecho político amplia y profundamente y los fenómenos sociales y el Derecho civil; él ha navegado, en suma, por una serie de materias y de temas que en nada o casi nada rozan con la cuestión fiscal, a cuyo frente va a verse situado y a la cual no le enlaza sino la familiarización fundamental que le procura ser Abogado del Estado, cuerpo, por cierto, del que obtendrá las mejores colaboraciones, los más leales amigos, y de cuyo seno saldrán veintiséis mártires más, para seguir el mismo camino del Precursor.

Pero esto lo digo para asombro de quienes quieran conocer la capacidad intelectual de José Calvo Sotelo, porque si bien es verdad que en el instante de tomar posesión de la cartera de Hacienda su competencia y su preparación no son las que él desea, brevísimos meses después deja absortos a los más competentes y veteranos técnicos de su Departamento, y poco más tarde, a través de las brillantísimas conversiones de la Deuda y de la creación del Monopolio de Petróleos, su nombre traspasa las fronteras de nuestra Patria. Y, sin embargo, y a despecho de todo esto, José Calvo Sotelo será mordido, calumniado, injuriado. ¿Y por qué? Porque es que todas aquellas fuerzas oscuras que en el año 31 intentan ya apoderarse de la savia y de la vitalidad españolas comprenden de un modo bien claro que donde tienen el enemigo más poderoso y más fuerte es en aquel hombre de treinta y tantos años, henchido de juventud y facultades, que quiere y aspira a ser el valladar contra el triunfo de todas esas fuerzas y doctrinas subversivas; por eso es preciso a toda costa inutilizarle, y no se debe reparar en los medios, ya que el fin los justifica. Los medios son la difamación y la calumnia en el pasquín, en el periodicucho, en el libelo redactado por manos miserables, manos prevalidas de que la ausencia de José Calvo Sotelo dificulta su inmediata réplica. Por esto pretenden formar en torno suyo una atmósfera de concupiscencia, que resbala sobre el mármol intachable de su conducta, y cuando José Calvo Sotelo, afanoso de litigar y discutir cara a cara con sus adversarios solapados y falaces de antaño, se levante en el Parlamento buscando al hombre capaz de mantener las injurias pasadas, no encontrará quien le dé frente, y él les escupirá entonces el más infinito de sus desprecios, por cobardes y por falsarios.

Momento estelar de su vida, porque es precisamente en este instante en el que el técnico da paso al hombre de Estado. Entre la fría arquitectura fiscal empieza a abrirse paso una veta cada vez más ancha de poesía.

Cercana a su muerte cobrará su mayor amplitud. ¡Tardes del Parlamento!... ¡Discursos a través de los pueblos y de las ciudades de España! ... Su vida es, sobre todo en sus tiempos últimos, puro rapto poético. Sólo que tenemos un concepto demasiado apegado a la preceptiva de lo que se entiende por poesía, y la verdad es que hay poesía de muchos quilates que no cabe, sin embargo, en el corpiño estricto de un soneto. Ved cómo José Calvo Sotelo sabe hacer poesía árida de un Decreto. Leed aquel que crea el Monopolio de Petróleos. Gracias a él, la España del siglo XX libra y gana su primera batalla internacional. Porque hay muchos Gibraltares de tierra adentro peores que los Gibraltares de tierra afuera. José Calvo Sotelo quiere emancipar nuestra economía de influencias extrañas; pero eso, a veces, es tan difícil como ganar tierras nuevas. Sentando a su vieja máquina Yost, José Calvo Sotelo teclea ágilmente... Ha creado así el Monopolio de Petróleos.

Las brumas londinenses mandan poderosos magnates a parlamentar. ¿Quién ha osado liberarse de sus redes? Uno de ellos, el más alto, está en el despacho oficial de José Calvo Sotelo. Habla un español imperfecto, pero a su través se entiende con claridad bastante lo que pide. Hay que retirar este Decreto... Pero José Calvo Sotelo dice que está clavado en la gaceta. Hay que dejarlo sin efecto... Pero José Calvo Sotelo dice que es un precepto legal y que hay que cumplirlo... El plenipotenciario que las brumas londinenses envían a la claridad de nuestro sol insinúa entonces la posibilidad de que una catarata de cientos de miles de dólares tintinee abundosamente en particular provecho de quien le complazca...

José Calvo Sotelo se ha puesto de pie; está más gallardo y vigoroso que nunca, más pálido también que nunca. «A un Ministro del Rey de España no se le puede proponer semejante vileza», le responde. Y le señala la puerta. José Calvo Sotelo, Ministro del Rey, lega esa norma de conducta a los futuros Ministros de la República.

Le quedan por vivir en aquella sazón las horas de su mayor belleza. Estas horas serán las horas de su expatriación y las horas del Parlamento.

¿Qué es José Calvo Sotelo lejos de España? ¿Un español expatriado? Remedando a Heine, podríamos decir: «No, no es un español expatriado; es un español puesto en libertad».

Allá en París, José Calvo Sotelo se promueve como lo que quiere ser en aquel instante: un simple estudiante de la salvación de España. Tiene respecto de su Patria la perspectiva que le dan la distancia y el tiempo, apoyada en la experiencia de sus cinco años de gobernante. Se le verá trajinar afanosamente, ir de un lado para otro, estudiar los textos como un estudiante cercano a su reválida. Una tarea ciclópea pesa sobre sus espaldas; pero él se desembaraza de ella alegremente. Redacta tres o cuatro artículos diarios, informa y dictamina; despacha una correspondencia feracísima, que crece de día en día; y todo ello sin ayuda ninguna de secretario. Cuando le queda un momento libre va, tranquila y dulcemente, en compañía de los suyos, a descansar en Bach, en Mozart o en Beethoven de sus fatigas y trabajos cotidianos. Son, sí, repito, las horas de mayor belleza tal vez y de mayor provecho de la vida de José Calvo Sotelo. Todo lo que sea salir de España sin buscar la huella de ella mas allá de las fronteras es ser simplemente un turista frívolo y no un viajero. José Calvo Sotelo no hará eso. En el eje de Francia, sujeto en ese minuto histórico de experiencias trascendentales; estudiará, acotará, cotejará una con otras y escrutará entre las negruras y las sombras de su distante España cuál es el camino seguro de la felicidad colectiva.

En las grandes fiestas familiares, José Calvo Sotelo acusará la nostalgia y la ausencia de los suyos. Estas fiestas han desembocado siempre de un modo tradicional en una no mal avenida polifonía. José Calvo Sotelo echará de menos a sus hermanos por la calidad y matiz de sus voces. «Aquí falta el tenor, aquí la contralto, aquí el bajo, aquí la segunda voz», dirá. La segunda voz, Leopoldo, desaparecerá tristemente a los treinta y ocho años de su vida ejemplar, y desde entonces ya no se volverá a cantar a coro en el hogar. José Calvo Sotelo sentirá en su destierro de París todo el dolor inmenso de ver difuminarse en la sombra para siempre aquella segunda voz, entrañablemente querida.

Cuando llegue el momento de retornar a España, la alegría de esta buena nueva sólo sonará de un modo melancólico en el corazón de la mujer. La mujer sabe que ha terminado la paz de aquellos días. Sabe que será de nuevo indispensable enfrascarse en el combate y en la lucha. Ella presiente que el hogar desaparece, y esta vez ya definitivamente.

He aquí, en efecto, el final que llega: 16 de febrero de 1936. Madrid, por vez primera, inspira horror. Aquella noche, la tímida comparsería claudicante de la fuerza pública es ya desbordada por las primeras turbas. Se presiente la derrota sufrida en todos los centros electorales de Madrid. A José Calvo Sotelo le preguntan por teléfono: «¿Qué hay que hacer ahora?» Y él dará, lisa y llanamente, la fórmula «Nosotros, como siempre, al pie del cañón». Al pie del cañón permanecerá José Calvo Sotelo, y con un entusiasmo acrecido, hasta que le sorprenda la muerte. Será primero aquel taumatúrgico canto de fascinador de serpientes que le hace dominar a una mayoría adversa y le arranca la aprobación de su acta; serán después aquellos debates parlamentarios en los que José Calvo Sotelo, gallardamente, casi solo en su escaño, frente a las acometidas selváticas y feroces de los monstruos de la oposición, reivindicará en todo instante la fe y la confianza en sus doctrinas.

Esta disputa, esta lucha, que se sabe bien desde el principio que va a ser una lucha a vida o a muerte, José Calvo Sotelo la mantendrá con un ímpetu inigualable, con un tesón sin igual, con un aliento poético (de aquella difícil poesía que citaba antes), sobrehumano.

Constituirá un espectáculo lleno de belleza el verle a él, ancho de espaldas, sí, ancho de espaldas, fuerte y viril, hacer frente a todas las injurias de los Diputados hostiles y responder a las pullas con silogismos y a los insultos con amenazas físicas. Será aquello una pugna de tanta importancia, de tanta gravedad, que toda la nación percibirá cómo uno de los dos bandos tiene que obtener la victoria, de un modo rotundo, sobre el otro: o aquel en que milita la jauría desenfrenada del socialismo o aquel en que José Calvo Sotelo, con unos cuantos hombres de buena voluntad, afirma a cada hora su fe en la unidad y en el futuro de España. Habrá que ahogar la torrencial gallardía de sus discursos, porque si no, saben bien aquellos contra los que van dirigidos que un día toda la savia milenaria, improstituíble y telúrica de una nación de veinte millones de almas se levantará al conjuro de esa palabra, arrasará los tinglados de los mercaderes, arrancará los altares de los falsos ídolos y se postrará de nuevo ante la doble majestad, que el tiempo no gasta, de Dios y de la Patria.

Y ved cómo en José Calvo Sotelo se produce esta antinomia. Él es teóricamente antiparlamentario, odia al Parlamento como institución y lo ama, en cambio, como Diputado. Goza y vive intensamente en su atmósfera. De tal manera, que al final de cada una de sus intervenciones sueña ya con la siguiente. Hay un sábado en el que, lleno de alegría y contento, piensa: «El martes voy a intervenir en el debate de orden público... ». Pero cuando llega ese martes, la garganta poderosa de José Calvo Sotelo ya está reseca para siempre y su cuerpo de titán no es sino un pobre despojo mortal tumbado en el mármol de la sala del Depósito de Cadáveres.

17 de junio de 1936. Están abiertas las ventanas de la calle de Velázquez. Penetra por ellas todo un rumor de Primavera: el aroma de las celindas y el aroma de las acacias. Hay una brisa fresca que peina los árboles de la calle; se ven alineados los faroles hasta su cruce con Alcalá y los tranvías chirrían perezosamente en la curva de Diego de León. La mujer trajina dando las órdenes últimas de la cena. Los hijos, o ensayan ingenuamente a Mendelssohn sobre el piano, o juegan a sus juegos infantiles, o leen. Y de improviso la voz del padre convoca a todos en torno suyo. «Venid, venid», grita. Y se interrumpen todas las tareas de la casa, y los hijos y la mujer se apiñan en torno suyo. «Fijaos bien en lo que he dicho esta tarde en el Parlamento», anuncia. «¿Qué habrá dicho?», preguntan los hijos y la mujer. Porque él jamás ha hablado de sus discursos en su casa ni nunca ha sido posible conocer sus éxitos y sus triunfos y aciertos por su versión directa, sino sólo a través de los que fueron testigos de ellos. «¿Qué habrá dicho nuestro padre?», dicen los hijos. «¿Qué habrá dicho -piensa la mujer- cuando de esta manera nos convoca?». Hay un silencio lleno de ternura y de emoción en torno de la figura de José Calvo Sotelo.

Él, de un modo infantil, muy habitual en sus horas de broma y de alegría, remeda ademanes tribunicios enfatuados que nunca tuvo, porque él siempre habla de una manera lisa y llana. Ahora parece, sin embargo, como si imitase a un orador de fin de siglo, y mientras por las ventanas abiertas de Velázquez penetra toda una bocanada de presentimientos, José Calvo Sotelo, ante los suyos, en el periódico de la noche lee lo que ha dicho aquella tarde en el Parlamento. Que es esto: «Mis espaldas son anchas. Lo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice; y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi Patria, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: "Señor: la vida podéis quitarme, pero más no podéis. Y más vale morir con gloria que vivir, con vilipendio"».

Hay sepulcros sobre los cuales la vida crujiente y diaria se asoma muchas veces para oír la voz misteriosa que aun brota de ellos.

La pobre carroña humana se deshace lentamente en su seno y lanza a los tallos de las flores su simiente cotidiana.

Vuelve el polvo al polvo y un Kempis de amarguras y decepciones afirma sus verdades eternas a cada hora frente a la disolución de la materia.

Pero como no todo en el hombre es perfil físico y corporeidad y simple juego de sangre en las venas, sino que hay algo por cima de todo lo perecedero y deleznable que sobrenada y nos habla siempre y nos da un ejemplo, conveniente será que peregrinemos a los linderos de esos sepulcros cuando lleguen las horas graves y escuchemos atentos.

Yo sé de una tumba, que es una de las más elocuentes tumbas españolas, abierta allí, al borde de la rotonda central del Cementerio del Este, de donde parten hoy y partirán por mucho tiempo los mejores consejos para nuestra conducta ciudadana. Cátedra de buen vivir y de bien morir es esa tumba.

Nunca el hermano, pero sí más de una vez el español, se ha parado a meditar sobre ella y a preguntarse si acaso no había caído en su losa sencilla más lluvia de otoño y de olvido que la que el tiempo y su rigor mandan inevitablemente sobre cuanto muere.

Bien venido sea este ciclo de conferencias y cuanto tienda en el futuro a acercarnos a él y a reavivar la nostalgia de su fin. Y ojalá sean permeables todas las torres de nuestros castillos a los ecos de su nombre.

Y entretanto, cuando nos brote del alma la gratitud para quienes nos han dado, no la paz, que es vocablo estático y blando, sino la victoria, que es palabra militante y viril, no la proyectemos nunca extramuros del Protomártir, porque hay que amar, y yo la he amado mucho, aquella voz de Catacumbas de la Falange primitiva que acaudillaba la juventud sin par de José Antonio, en el que se hicieron uno el verso y el músculo, el lirio y la espada; pero no es posible anegar en sombras aquella voz de Sinaí que cotidianamente mostraba a los hombres de buena fe cuál era el camino que nos llevaba al abismo y cuál la verdeada senda que nos conducía a la grandeza. Yo creo apasionadamente en ambas voces, y con la fe sumada de las dos creo en el acero de nuestro Caudillo, que, mojado en la sangre de ambos y de nuestros caídos, trazó en los cielos inmortales de nuestra Patria martirizada la señal de la Cruz. Y creo también, para terminar, que el haber ordenado la conjunción de esos tres nombres de privilegio -José Antonio, Calvo Sotelo y Franco- a la misma hora vital de España es obra predilecta de Dios, que no quiso que pereciéramos, sino que nos salváramos como pueblo para la Historia.





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