Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Bocetos históricos. Madame Girardin

Concepción Gimeno de Flaquer



imagen





La encantadora figura de Mme. Girardin tiene por cuadro un buen lienzo, su época: a ella debe la mayor parte de su gloria. Poco, muy poco brillará el talento más extraordinario si este se desenvuelve en aciagos días de indiferentismo y apatía intelectual. Mme. Girardin nació en el año 1804, en esa época de entusiasmo literario, en esa época romántica en que Francia concedía todos los triunfos al espíritu, haciéndole prevalecer sobre la materia. La cuna de Mme. Girardin fue mecida al compás de cadencioso ritmo, porque su madre, Sofía Gai, cultivaba las letras con verdadero éxito. La infancia de la feliz niña estuvo arrullada por los más eminentes hombres de París, pues el salón de su madre se veía constantemente favorecido con la presencia de Chateaubriand, Jouy, Étienne, Alexandre Soumet, Amaury Duval, Beranger y otros. Hasta la naturaleza pareció ponerse de acuerdo con el gusto de la época, para dotar a Delfina de una belleza que causaba el encanto de los poetas, y que todos los novelistas querían para sus heroínas. La belleza de la inspirada poetisa era sentimental. Su espléndida cabellera de un rubio apagado, flotaba desprendida sobre sus espaldas como la cabellera de una sibila; sus grandes ojos azules, soñadores y melancólicos, parecían suspirar; su frente, espaciosa y altiva, revelaba la fuerza del pensamiento; su pequeña boca semejábase a un capullo de flor de granado; su esbelta figura tenía flexibles ondulaciones; su actitud la más irreprochable elegancia. Delfina Gai fue comprendida por sus contemporáneos, y esto explica las múltiples admiraciones que siempre la rodearon. Cuando apenas contaba diez y ocho años de edad, la corona académica ciñó sus sienes, como premio al magnífico poema titulado a Las hermanas de Santa Camila, obra que reveló su genio, prólogo de los notables libros que más tarde debía escribir.

Entre las distintas anécdotas que se refieren relativas a la vida de la correcta escritora, recordamos una que vamos a relatar. Acababa de subir al trono de Francia Carlos X; los intrigantes palaciegos querían buscarle una favorita, y pensaron en Delfina Gai para ocupar este bajo puesto que los cortesanos denominan alto. Obligaron a Delfina a que escribiese una oda y se la leyera al Rey. Ignorando la joven poetisa los viles planes de los palaciegos, se presentó ante Carlos X, acompañada de su madre, y le leyó sus versos. El rey conmoviose por la púdica expresión de su rostro, su noble y altiva actitud y sus levantados pensamientos vertidos en elocuentes frases, comprendió que no había nacido para favorita, y le dijo en un momento de caballeresca generosidad: «Tenéis un talento poético de primer orden; desde hoy os señalo una pensión de quinientos escudos mensuales, para que busquéis en los viajes vuestras inspiraciones. Creedme, debéis salir de París donde os amenazan peligros que no podéis presentir».

Nunca se hubiera prestado Delfina Gai a representar el papel de favorita, porque el favoritismo de los reyes es la esclavitud, y ella era muy altiva; pero de todos modos, la conducta que Carlos X observó en aquel caso, fue muy noble. Aceptada, la pensión del monarca para los viajes de estudio que se ordenaban hacer a Delfina, marchó con su madre a conocer Italia y Suiza. En Italia la recibieron triunfalmente; su celebridad había atravesado los Alpes antes que ella. Condujéronla al Capitolio entre palmas, cual nueva Corina, y allí recitó versos ante la entusiasta multitud que le daba tan glorioso nombre. En Italia escribió parte de su admirable poema Magdalena, Los últimos días de Pompeya y varias poesías. Viajando por la patria del arte se encontró con Lamartine en un sitio muy poético, en la cascada de Vellino, en Terni. Lamartine se enamoró de ella platónicamente, y al dedicarle algunas líneas en una de sus obras, ha estampado esta frase sentida, espontánea, llena de verdad: «La he amado sin acordarme de que fuese mujer; la había visto diosa en Terni». Ningún hombre de nuestra época podría pronunciar tal frase con sinceridad refiriéndose a la mujer amada: el autor de Rafael era menos materialista que los hombres de nuestros días. Delfina Gai fue la musa de su época; Saint Beuve, el elegante biógrafo de las mujeres notables, Teófilo Gautier, Paul de Saint, Víctor y Julio Janin, han trazado retratos de Mme. Girardin, de mano maestra.

Cuando Delfina Gai regresó a París, obtuvo una ovación más brillante que la que había obtenido en Italia. El ilustre barón Gros había terminado los frescos del Pantheon; pidieron a Delfina que hiciese unos versos alusivos al acontecimiento, y fue a leerlos. El pintor la acompañó hasta una plataforma levantada para el solemne acto de la lectura, y los inspirados acentos de la poetisa francesa resonaron bajo la cúpula del Pantheon en medio del más aristocrático auditorio. En 1831, Delfina Gai casó con Emilio Girardin, famoso periodista de Paris. La vida de la poetisa cambió de faz: a los laureles de que había sido embalsamada su existencia, siguió la prosa del industrialismo de su marido, espíritu comercial, hombre audaz y ambicioso, incansable polemista, gran financiero y gran especulador. A pocos años de casada cambió totalmente el estilo de la escritora; en las obras de Mme. Girardin no se encuentra la ternura, la sensibilidad que existe en los versos de Delfina Gai.

La sociedad que Girardin le formó a Delfina, convirtió a esta en mujer burlona, satírica y mordaz. Los amigos de Girardin eran hombres muy mercantiles que solo hablaban de negocios de bolsa y otras especulaciones; el mismo Girardin se hizo esclavo del agio.

¡Cuán diferentes eran las conversaciones que Delfina había sostenido en Terni con Lamartine!

Encerrada al lado de Girardin en una atmósfera de prosa, se modificaron un tanto sus instintos poéticos, aunque no murieron jamás. Para saciarlos dedicose a la novela, escribiendo las siguientes: Lorgnon, Le Marquis de Pantanges, La Canne de M. Balzac y Marguerite. Esta última es una obra de sentimiento llena de verdad, que denota el profundo conocimiento que de su sexo tenía la autora. El interés de esta novela está formado por la lucha que sostiene la heroína entre dos amores que despedazan su corazón simultáneamente. Mme. Girardin escribió para el teatro, y se representaron con éxito sus producciones, especialmente Cleopatra, École des journalistes, Judil, C’est la faute du mari, La joie fait peur y Lady Tartufe, que proporcionó un ruidoso triunfo a la Raquel. Esta célebre trágica intimó con Mme. Girardin, y desde entonces todas las creaciones de la poetisa fueron interpretadas por su eminente amiga.

La autora de Marguerite escribía en los muchos periódicos que fundó la sorprendente actividad de su marido, y entre estos escritos lo que más llamó la atención del público, fue una serie de cartas tituladas Courrier français, que firmó con el seudónimo de Viscomte Launay. Estas cartas inspiraron gran curiosidad; en ellas se retrataba a la sociedad elegante, sus costumbres, sus modas, sus caprichos y hasta sus defectos; en ellas se hablaba de todo lo más serio con ligereza, y de todo lo más frívolo con gravedad; tales cartas revelaban el supremo esfuerzo del ingenio. Girardin, que era muy egoísta, observó que los artículos del Viscomte Launay absorbían el interés de los lectores de su periódico, robándoles atención a los suyos, y se esforzó en convencer a su mujer de que no debía escribir, porque el trabajo quebrantaría su salud. Delfina tenía un carácter blando, y cedió, pero los accionistas del periódico reclamaron las cartas del supuesto Vizconde, asignando 500 francos a cada una, y Delfina volvió a escribirlas. «La crítica que encerraban estas cartas, dice uno de los biógrafos de Mme. Girardin, no era maligna, era inocente: se criticaba simultáneamente la política de los ministros y los sombreros de las damas».

La célebre novelista se hizo algo satírica en los últimos años de su vida, pero más bien que por dureza de corazón, por no faltar a su costumbre de hacer juego de frases. Hablando una vez de Thiers, dijo que era mal formado, mal nacido y mal educado, y creyó no haber dicho nada grave.

Preguntáronle una vez por qué no tenían las mujeres asiento en la Academia francesa, y siguiendo instintivamente la inclinación que la impulsaba a hacer frases, contestó: «Porque los franceses tienen envidia de las francesas, y no les falta razón. Un italiano tiene más talento que una italiana, un inglés tiene más talento que una inglesa, un ruso tiene más talento que una rusa; pero una francesa tiene más talento que un francés».

Madame Girardin era católica sincera; en uno de sus escritos ha dicho: Hermosa religión la que tiene por lema: ¡Sufrir es merecer! En 1843, reunía en sus salones la aristocracia de la sangre y la del talento: recibía todas las noches, y asistían a estas tertulias íntimas en las cuales se hacía un arte de la conversación, el duque de Doudauville, el barón de Rolhschild, Lamartine, Mery, Gautier, Victor Hugo, Balzac y Jorge Sand. Mine. Girardin y Jorge Sand partieron sus laureles en Francia como la Avellaneda y la Coronado en España. Cada uno de estos astros literarios tuvo sus satélites. El talento de Jorge Sand y el talento de la Avellaneda, es más vigoroso, más profundo, más hercúleo; la inspiración de Mine. Girardin y la inspiración de Carolina Coronado, es más dulce, más tierna, más femenina.

Mine. Girardin se ha deslizado entre las llamas que sus admiradores encendieron en torno de ella sin quemarse, tuvo el mérito que los antiguos atribuyeron a la salamandra.

¡Virtud admirable en una mujer que vivió sumergida en una doble atmósfera de incienso, entre el incienso quemado en el altar de su genio, y el incienso quemado en el altar de su hermosura!

Lamartine le concedía la majestad de una diosa; Chateaubriand la sonrisa de un ángel; Beranger las espaldas de una Venus; Gautier los acentos melodiosos de un arpa eólica; Francia la inspiración de una musa; las mujeres no le encontraban más defecto que los pies grandes, y este defecto es el menor que pueden encontrar las mujeres a una mujer que brilla como brillaba la autora de Marguerite.

El amor no tomó en el corazón de Delfina un carácter exaltado: amó a su marido de un modo apacible y sereno, de una manera suave y tranquila.

Cuando ya llevaba muchos años de casada, entró un día Girardin en su cuarto conduciendo de la mano a un niño, que apenas sabia andar, y se detuvo con él enfrente de Delfina sin articular una silaba; ella miró a los dos, y lo comprendió todo: al comprenderlo exclamó súbitamente: «Gracias, por haber tenido confianza en mí; seré su madre». Este hecho es indudablemente un rasgo de indescriptible generosidad, que sin embargo promoverá discusiones entre las mujeres que lo conozcan, pues seguramente ha de producir a cada una distinto efecto.

Paréceme que si las mexicanas levantaran por un momento el tupido cendal en que envuelven siempre sus pensamientos, podría yo leer entre ellos el siguiente:

Nosotras somos abnegadas, generosas y tiernas; pero nunca imitaremos ese noble acto de Mme. Girardin, porque a pesar de su grandeza, es frío, es un acto de estoica generosidad, de heroísmo espartano, y nosotras no somos ni estoicas ni espartanas; somos... celosas.

México, 12 de febrero de 1885.





Indice