Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoTuvo un desgusto

No hay errata en las palabras arriba escritas, que conservamos en mal castellano, porque no le sabía bien el vizcaíno que las pronunció, dando con ellas una contestación que nos hizo pensar cuán necesaria y cuán poco practicada es la obra de misericordia de consolar al triste.

Tratábase de un buen obrero, hábil, activo y probo, que, haciendo de capataz, apareció embriagado un día de trabajo apremiante y delicado, y en el que había de sustituir el contratista. Dijéronle a éste:

-No vuelva usted a dejar al frente de la gente a Fulano; ayer no estaba cabal, ni con mucho; se anda con pólvora, y puede suceder una desgracia. Por cierto que me he llevado un gran chasco, yo le tenía por un excelente obrero.

-Y lo era; trabajador, dispuesto, de conducta; se podía usted fiar de él para todo; pero tuvo un desgusto el pobre...

-¿Cómo?

-Sí, señor, tuvo un desgusto, y desde entonces bebe...

Es decir, que una persona intachable, de resultas de una pena ha contraído un vicio degradante, que le inhabilita para utilizar su aptitud, no vulgar, de operario, y le rebaja como hombre. ¿Cuándo y de qué manera cayó? ¡Quién lo sabe! Los grandes dolores corren por dentro, y es raro que nadie se ocupe en estudiar su curso. Si Fulano se hubiera roto una pierna o enfermado; si el fuego hubiera consumido su ajuar o careciese de trabajo, tal vez alguna persona caritativa acudiría en su auxilio; mas por que esté afligido... ¿quién se ocupa del dolor de un obrero? ¡Ni aunque fuera un duque!

El mundo tiene una medida de dolor, y a ella ajusta el consuelo; hay individuos a quienes no viene bien; tanto peor para ellos. Y este consuelo no le da sino cierta cantidad y calidad de dolor, y por tiempo limitado; algo así como la asistencia de las Casas de Socorro. Tantos días, tantas semanas, tantos meses de sufrir portales y cuales cosas, dan derecho a cierta cantidad de simpatía. Si el motivo no es suficiente y excede el plazo, hay excentricidad en el sufrimiento, y habría locura en pedir compasión; los que la necesitan no suelen incurrir en semejante demencia, y, como decía Larra en aquella triste y hermosa comparación con los cristales empañados de su ventana, el frío del mundo hace correr las lágrimas por dentro, mientras por fuera se refleja la luz y hay tersura, acaso brillantez.

Y esas desgracias, para las que suele haber socorros, no son las más difíciles de consolar. Si el pobre Fulano hubiera tenido una enfermedad, se habría curado; si una pérdida, hubiera podido repararla; pero los estragos hechos por su dolor, de temer es que sean irreparables; se habituó a huir de un enemigo que es necesario combatir, porque con la fuga crece su fuerza, aunque varíe su forma; bebió el olvido de los dolores, como dice Buret, y no hallando otro medio de sofocar la pena que aniquilar la razón, perderla le pareció el único consuelo; cuando no se ve más que uno, sea cual fuere, es difícil rechazarlo.

Si el obrero afligido no hubiera estado solo; si unos ojos piadosos se hubiesen posado sobre los suyos con el magnetismo de la compasión, convirtieran en lágrimas su brillo siniestro; si una voz amiga hubiera interrumpido el terrible silencio de la soledad desesperada, si una mano firme hubiera arrancado de la suya el brebaje nocivo que tomó como remedio, es probable que le hubiera hallado en el ejercicio de esas mismas nobles facultades que destruyó buscándole inútilmente, porque una demencia, cualquiera que ella sea, no puede ser un asilo, sino un abismo. En él cayó Fulano porque fue triste y no fue consolado.

¡Cuántos habrá, cuántos hay como él; cuántos que se embriagan con vino, con ambición, con estudio; que se saturan de un pesimismo cualquiera, que buscan narcóticos en copas envenenadas y las apuran con sed hidrópica! ¡Cuántos dolores internos no compadecidos forman como focos purulentos que inficionan la vida del alma! ¡Cuántas fisonomías morales deformes por cicatrices de heridas mal curadas o para siempre abiertas! Y lo peor es que estos terribles estragos, como ciertas malas hierbas, no se ven sino en la buena tierra, y que los grandes dolores no trastornan corazones pequeños.

Sin ser pobres de espíritu, pueden hallarse en mucha necesidad de consuelo los probados por una pena abrumadora, como rico violenta y pasajeramente privado del producto de sus bienes. En las Obras de Misericordia, además de mucha piedad, hay mucha filosofía. El acudir al socorro del afligido no es dar pan, ni albergue, ni vestido, ni consejo, ni lecciones; es consolar al triste. El triste puede ser pobre o rico, débil o fuerte, sabio o ignorante, criminal o inocente, pecador o santo; pero quien quiera que sea, se ve en gran necesidad, y es obra bendita acudir a ella. Para esto no se necesita ni el poder de la Asociación ni los recursos de la opulencia. Basta ser rico de buenos sentimientos y llevar una parte de este tesoro a los que de él están necesitados; basta no apartar los ojos con ligereza culpable de los que sufren pena a la que podemos dar algún alivio; basta comprender que este alivio puede tener mil formas variadas, y procurarse con pocos medios o con muchos, de cerca y de lejos; basta no llevar el amor propio adonde no debe ir, sino el amor al afligido; basta no fiarse de apariencias y saber que las grandes aflicciones son profundas, y que cuando no derraman lágrimas ni exhalan ayes, es mayor su gravedad; basta no cansarse y llevar al consuelo toda la perseverancia que haga indispensable la persistencia del dolor. Para todo esto no es preciso ser ni sabio, ni capitalista, ni poderoso.

En las grandes pruebas, los equilibrios morales, aunque logren establecerse, suelen ser inestables; cualquier incidente produce un desnivel, y sólo Dios sabe cuánto bien puede hacerse con un pequeño socorro, cuánto mal no dándole. Un consejo, una visita, una carta, una prueba cualquiera de afecto, pueden tener en ocasiones un precio inestimable; el que compadece y ama, bien venido es a las soledades de la desventura, porque quien llora mucho tiempo, es raro que no llore solo.

Para colmo de desdichas, el mundo, que tiene indiferencias tan glaciales para los grandes dolores, suele tener severidades duras para sus consecuencias. El que está saturado de hiel no ha de rebosar amargura; las lágrimas que nadie enjuga, tan corrosivas, no han de abrir surcos; ni las convulsiones dejar el pulso trémulo, ni cicatrices las heridas... El haber sufrido en el más desolado abandono no es circunstancia atenuante para ninguna falta.

Si no consolamos a los tristes, al menos no seamos implacables al juzgarlos; ya que no hemos tenido compasión para sus dolores, tengamos un poco de tolerancia para sus defectos, y digamos como el vizcaíno: Tuvo un desgusto el pobre...




ArribaAbajoUna limosna para el espíritu

La Voz de la Caridad pido con frecuencia para los pobres, y para ella misma, que pobre es también, puesto que no tiene medios de realizar el fin que se había propuesto. Entre las muchas cosas que había pedido, nunca pidió libros, que es el objeto de la petición de hoy.

Existe en Murcia una Junta de señoras cuya principal misión es visitar y socorrer a los enfermos pobres. Con decir que los visitan, queda dicho que el socorro no es solamente material, sino que va acompañado del consejo y del consuelo, tan necesario en las tristezas de la enfermedad incurable o de la penosa convalecencia. Estas piadosas señoras comprendían que su caritativa obra podía tener un auxiliar eficaz en los buenos libros; pero este pensamiento no había llegado al grado de consistencia necesaria para tratar de realizarle, hasta la ocasión que refieren del modo siguiente:

«Trátase de un pobre baldado que visitamos, y cuyas largas horas de sufrimiento dan lugar al tedio y a la tristeza. No falta algún vecino o conocido que vaya a leerle algún libro muy hermoso, según ellos, y que es, por lo común, alguna novela inmoral, o cosa análoga, que es escuchada por diferentes personas con admirable interés...

»En vista de esto, la Junta acordó (aunque haciendo un sacrificio) formar una biblioteca donde gratuita y constantemente encuentren los pobres obras morales y piadosas, instructivas y recreativas. La empresa es difícil; mas para llevarla a cabo contamos con la ayuda del cielo, que nos ilumine para vencer las dificultades que se vayan ofreciendo.

»Necesitamos quien nos ayude en estos trabajos... y no hemos vacilado en acudir a La Voz de la Caridad para que coopere a esta buena obra, etc., etc.»

La Voz de la Caridad hará lo que debe, cooperando en la medida de sus fuerzas a la caritativa empresa de las señoras de Murcia. Sus redactores enviarán las obras de que puedan disponer y sean a propósito para la biblioteca de los pobres; pero con esto no aumentará mucho, y por eso rogamos encarecidamente a nuestros lectores que vean si entre sus libros hay alguno propio para ella, y le envíen a la Sra. Marquesa de Salinas de Beniel, presidenta de la Junta de Siervas de los pobres, Murcia.

¿Qué mejor destino, puede dársele a un libro, o a algunos reales que se empleen en comprarlo? Con él enviamos compañía a un enfermo que, como pobre, no estará muy acompañado, y consejo al que tal vez le haya menester en la prueba terrible a que sujeta la enfermedad unida a la pobreza. De esta manera podemos visitar en espíritu a los dolientes que sufran muy lejos de nosotros, y hacer que la alcoba del enfermo o del convaleciente sea un centro de cultura para el espíritu, en vez de un foco de infección que le contamine. En mal hora se restablece el enfermo si, para distraerse, lee u oye leer libros que lo pervierten a él y a los que acuden a hacerle compañía: en buen hora enfermó si los buenos libros y los buenos consejos rectifican sus errores y le hacen comprender algunas verdades de que estaba muy necesitada su alma.

El convaleciente y el enfermo están muy impresionables, duermen poco; siendo pobres, no se hallan muy acompañados; de manera que tienen mucho tiempo para pensar en lo que han leído, y por todas estas circunstancias puede hacerles más bien un libro bueno, más daño un libro malo. ¡Cuántas razones para que procuremos contribuir a este bien!

Y si las Siervas de los pobres de Murcia hallan la cooperación que merecen, si no llaman a ninguna puerta que piadosamente no se abra para dar acogida a su buen pensamiento, ¿lograrán formar para sus pobres una biblioteca tal como sería de desear? Desgraciadamente, esto no es posible; en España apenas hay libros propios para el pueblo; los que podrían instruirle, le hastían; los que le entretienen, es frecuente que le perviertan.

El hecho es grave. Que circulan entre la gente del pueblo muchos libros malos, es cosa de todos conocida. Que un libro malo hace un daño inmenso a una persona ignorante, no ofrece duda. Que los libros malos no pueden combatirse sino con libros buenos, parece innegable. Que entre nosotros es cortísimo el número de los libros buenos populares, que son caros y poco conocidos los pocos que hay, y que nada se hace para que se generalice, es evidente. Si el pueblo ha de leer malos libros, en mal hora aprende a leer.

El remedio a este mal, que nos parece muy grave, está en la formación de asociaciones benéficas, como hay en el Extranjero, que generalizan las publicaciones útiles dándolas muy baratas, casi de balde. Esto lo consiguen muchas, al menos, sin grandes desembolsos, y solamente con algunos anticipos. Las grandes tiradas abaratan considerablemente el coste de los libros, y su poco coste y la misma Asociación facilitan su despacho; de manera que sin gasto, o con uno muy pequeño, puede hacerse un gran bien.

¿No podría intentarse en España algo parecido? ¿No podría formarse entre nosotros una Asociación caritativa propagadora de los buenos libros populares? Los pocos que hay no se generalizan, y no es fácil que se escriban cuando sus autores tienen la seguridad de que no se leerán, y la probabilidad de que no se imprimirán si no disponen de favor que emplear, o dinero que dar además de su trabajo. Si urge enseñar al pueblo a leer, no urge menos proporcionarle buenos libros para que lea, y no debiendo esperar que el Gobierno se los proporcione, a la caridad ilustrada correspondía esta obra, bien digna de ella por lo elevada y por lo útil. Se está verificando una verdadera intoxicación moral por medio de los malos libros, sin que se haga nada eficaz para remediarlo. Los libros indigestos, aunque sustenten buenas doctrinas, no son el contraveneno. Recordamos que una hermana de la Caridad, encargada de recoger entre los pobres escritos perjudiciales y distribuir los útiles, nos decía: «Es una desgracia, los buenos libros les fastidian.» El problema es, pues, generalizar buenos libros que no fastidien, y como ni el Gobierno ni la codiciosa especulación lo resolverán, o no se resuelve (y da dolor y miedo pensarlo), o es necesario que le resuelvan asociaciones benéficas.

Gijón, 8 de Julio de 1878.




ArribaAbajoMemoria

De los trabajos hechos por la junta provincial de beneficencia particular de Burgos durante el año de 1874, escrita por D. Federico Martínez del Campo, vocal secretario de la misma


No hemos podido enterarnos detenidamente hasta ahora de este notable escrito, imposibilidad que ha retardado el gusto que tuvimos al leerlo y el que hoy tenemos al hablar de él. Elogiar es siempre grato, y más todavía si el bien que se dice recae sobre el que se ha hecho, defendiendo la justicia para socorrer la desgracia: además, este género de satisfacción aumenta de precio por tenerla muy pocas veces, siendo raro que se hagan acreedores a grandes elogios (en España al menos) los que tienen que emplear mucha inteligencia, mucho trabajo y mucha perseverancia para servir la causa de los pobres: así la han servidola Junta de Beneficencia particular de Burgos y su digno vocal secretario.

Consta la Memoria12 del Sr. Martínez del Campo de 217 páginas en 4.º, de mucha lectura; es decir, que es un libro escrito con un método y orden que pudieran servir de modelo, así como de ejemplo los hechos que su contenido revela. En una época de gran excitación para las pasiones políticas, y cuando el espíritu de partido, encarnizado en los campos de batalla, hacía campo de lucha donde quiera que penetraba, y no había lugar en que no penetrase; luchando con la falta de recursos pecuniarios con la de cooperación de parte de los que habían de cumplimentar lo mandado, y en ocasiones hasta de los mismos que lo mandan; hallando obstáculos en la interesada mala fe, en la inercia, en el descrédito que suele rodear las disposiciones del Gobierno, y en la impunidad con que no se cumplimentan o se desobedecen; sin tener en la opinión pública el estímulo y el apoyo que alienta y conforta; en tan desfavorables circunstancias, la Junta de Beneficencia particular de Burgos, falta de muchos auxiliares, ha contado sin duda con que la conciencia sana y la voluntad recta pueden mucho, y no salió fallida la cuenta, puesto que en un año realiza la gran suma de bien que el Sr. Martínez del Campo resume en el párrafo siguiente:

«Noventa y nueve hospitales, 116 obras pías destinadas a Instrucción pública y 128 obras pías destinadas a diferentes objetos piadosos: he aquí el resultado obtenido en nuestra investigación. Y no se crea que estas cifras, ya respetables, no son susceptibles de aumento, que se ha llegado al conocimiento de la última de las fundaciones benéficas, no; aún falta mucho que hacer, aún queda mucho que descubrir, y que se descubrirá seguramente, si, como es de esperar, continua la Junta dando pruebas del celo y laboriosidad con que ha inaugurado su importante misión, y cuenta con la cooperación de las Autoridades locales de provincia, primeras interesadas en que sus administrados disfruten lo que tan legítimamente les corresponde.»

Todo el que tenga una idea de las dificultades con que hay que luchar en España para este género de investigaciones, comprenderá cuán satisfactorio es este resultado y cuán meritorio haberlo obtenido. Con verdad dice el Sr. Martínez del Campo:

«Seguramente que los pueblos, o no han creído, o no han querido creer en los propósitos del Gobierno; si así no fuera, el pobre, como el pudiente, aquél por encontrar constante socorro a sus necesidades, y éste por ver aliviadas las cargas que sobre él pesan, todos se convertirían en activos auxiliares del Protectorado, todos contribuirían eficazmente a que se descubriera lo oculto y a que se invirtiera bien lo que, sin estarlo, no responde por completo a la voluntad de los fundadores.

»El abandono en que ha estado sumido el ramo de Beneficencia, y las ocultaciones que aquél ha facilitado, han privado a las Juntas de los que debieran ser sus más eficaces auxiliares. Los padres que aspiran a dar a sus hijos alguna instrucción y carecen de recursos para ello; las huérfanas cuya colocación se hace difícil por no poder ofrecer más que su virtud, cuando más; los vecinos que no tienen medios para procurarse la salud cuando ésta se altera; los labradores que a gran costa tienen que adquirir algunas fanegas de trigo para sembrar; todos éstos deben saber que hubo uno, que hubo varios bienhechores que atendieron a estas y otras necesidades, y sabiéndolo inquirirán, y pedirán, y llegarán a disfrutar lo que es suyo. Pero es preciso que lo sepan; es necesario que conozcan lo que significa una obra pía; es indispensable que, al oír hablar de ella, de hoy más, como lo han oído quizá al desempeñar algún cargo en el Municipio, procuren saber si tuvo por objeto el sostenimiento de algún hospital, o la dotación de huérfanas, o la creación de algún pósito, o la dotación de estudiantes, o el socorro de pobres, o cuál otro objeto, en fin, se propuso el fundador. Conseguido esto, ninguna inspección podría exceder en resultados, se obtendría pronto la regularización de lo descubierto y se descubriría fácilmente lo que aún está oculto.

»A 343 asciende el número de las fundaciones particulares conocidas hasta hoy, y es tan insignificante el número de los representantes que han remitido los presupuestos y las cuentas de las instituciones que tienen a su cargo, que ni merece aquí consignarse; hoy se están instruyendo innumerables expedientes de suspensión, que reconocen por causa la desobediencia de los patronos y administradores, y no tardando, todos, o la mayor parte, serán destituidos, y la Junta se encargará de que se cumplan primero las disposiciones de los fundadores, y después las prescripciones del Gobierno, con lo cual se irá regularizando un ramo tan vasto y tan importante como es el de la Beneficencia.»

Esa necesaria cooperación que la Junta de Beneficencia particular de Burgos no ha hallado y su Secretario reclama; ese auxilio que todos deben dar a las obras que a todos interesan, no será eficaz en España mientras no se ilustre la opinión, que hoy abandona las cosas de todos, como si no fueran de nadie; mientras los casos de probidad en la gestión de los bienes del común parezcan siempre casos desesperados, y mientras a favor de este fatalismo que parecen habernos dejado los moros en venganza de la crueldad con que los arrojamos, el mal sea tan fácil de hacer, porque hay tantos que le creen inevitable. La ocultación de los bienes de los pobres, el administrarlos con descuido o fraude, lo mismo que otros fraudes y otros descuidos, se tienen como enfermedades endémicas incurables, o se sufren como el rigor de las estaciones o los estragos cansados por las nubes tempestuosas. Esta mala disposición, profundamente arraigada constituye un obstáculo a todo bien y un gran mérito en el que le vence, porque tiene que redoblar sus esfuerzos a medida del aislamiento en que le dejan.

La Memoria de que nos ocupamos es notable, entre otras cosas, por su buen método y claridad. Hace la historia, aunque breve y azarosa, de la Junta; expone su falta, casi total puede decirse, de recursos pecuniarios; el uso que ha hecho de sus facultades, indicando aquellas de que no ha usado por falta de ocasión o de medios. Para dar, en el breve espacio de que podemos disponer, idea exacta del trabajo que ha realizado, copiamos el párrafo en que le resume el Sr. Martínez del Campo, diciendo:

«Reseñadas ya con todo el detalle que ha sido posible las numerosas fundaciones enclavadas en la provincia que son conocidas hasta hoy; determinado su origen en las que éste ha podido averiguarse; apuntadas sus vicisitudes con las noticias incompletas que se han suministrado, y consignados sus recursos de la manera irregular con que se van descubriendo, se ha llegado al punto de saber el gran desarrollo que obtuvo la caridad en esta Provincia, pero no al de conocer fijamente con cuánto se puede atender hoy a la beneficencia particular de la misma. Interesante hubiera sido en este lugar un estado demostrativo de los bienes y rentas afectos a cada una de las fundaciones enumeradas; pero bien se comprende que, en el período de investigación general en cine nos encontramos, no es posible sentar datos fijos respecto de lo que hay tanto empeño en ocultar por los que lo disfrutan. Sin embargo, y en el deseo de que a una simple mirada se conozca aquello sobre lo cual no puede haber duda, y que es precisamente lo que forma la base de los actuales recursos con que cuenta la Beneficencia, hemos considerado oportuno hacer constar en relación separada las inscripciones intransferibles emitidas a favor de las instituciones de beneficencia particular, según los datos adquiridos, en casi su totalidad, de la Administración Económica de esta provincia, y después, conseguido ya el objeto de apuntar cuantos datos han podido reunirse, formar un índice de todas las fundaciones que son conocidas hasta hoy.»

Entrambas cosas se han hecho ordenada y detalladamente. Respecto a las inscripciones intransferibles, al primer golpe de vista se la cantidad que representan, la fundación a que pertenecen, el pueblo en que se halla la fundación y el partido a que corresponde el pueblo.

El índice de las instituciones particulares de Beneficencia no es menos ordenado y completo. Consta el pueblo y partido judicial en que está el establecimiento benéfico, su nombre y clase, el nombre del fundador, la fecha de la fundación, el patrono y el administrador.

Al examinar este trabajo, no es posible dejar de proponerle como modelo a las Juntas de Beneficencia particular, según indicábamos, y de citar como ejemplo la de Burgos. Si ella persevera y las demás la imitan, el cuadro de la Beneficencia no será lisonjero, por desgracia, pero se habrá hecho todo el bien compatible con el mal que otros habían hecho. Este mal es grave e inveterado; la historia de las fundaciones benéficas y obras pías; su origen, vicisitudes y estado actual; su historia, en fin, es lección que da tristeza. ¿Cómo no afligirse considerando lo que podía ser la Beneficencia con las inmensas riquezas que poseía y lo que hoy es? ¿Cómo no avergonzarse por el país en que particulares y Gobiernos han puesto la mano sacrílega sobre la hacienda de los pobres para privarlos de ella? ¿Cómo no dolerse amargamente del desaliento, del escarmiento, puede decirse, que producirá en el que quiera favorecer en el porvenir a los desvalidos, el considerar qué se ha hecho de la hacienda que les legaron nuestros antepasados? El mal es grave; hay que comprenderlo así, no para desesperar de su remedio, sino para buscárselo tan eficaz como le necesita.

Terminamos uniendo nuestro humilde voto al de gracias que recibió el Sr. Martínez del Campo de la Junta de que forma parte, sintiendo que una disposición general la prive de tan activo o inteligente Secretario, y deseando que su sucesor se inspire, como él, en el amor a los pobres y a la justicia.

Gijón, Abril de 1878.




ArribaAbajoEl congreso penitenciario de Estocolmo

Aplazado por efecto de varias circunstancias, al fin se celebrará el 20 de Agosto el Congreso penitenciario internacional de Estocolmo, solemnidad moral y jurídica, esfuerzo generoso de nobles corazones y elevadas inteligencias, que se consagran a procurar remedio a la más terrible y repugnante enfermedad social, el crimen. En aquella apartada ciudad del Norte se reunen, porque hay entre los reyes de Suecia maestros de la ciencia penitenciaria, y porque allí parece que se hereda con la corona el deseo de procurar consuelo y enmienda a los encarcelados. Herencia bendita. El Rey actual, que no degenera de su estirpe en el noble empeño de contribuir a la reforma de las prisiones y de honrar a los que se distinguen en esta grande obra, bien merece que, aun siendo hoy París el punto de cita para todas las actividades intelectuales, se haya preferido la apartada Suecia para celebrar el Congreso penitenciario. Allí van de todo el mundo civilizado los representantes de la caridad y de la ciencia, los amigos de la humanidad, que no dejan de ver en los hombres hermanos porque se hayan extraviado y sean culpables. ¡Espectáculo consolador ver acudir del Norte, del Mediodía, del extremo Oriente, hombres de todos los pueblos, de todas las razas, de todas las religiones, para comulgar en la santa obra de la regeneración de los delincuentes! Bastaría este hecho para reducir al silencio a los calumniadores del siglo XIX. Él será perdonado, como la mujer pecadora, porque ama mucho, tanto, que no niega su amor ni aun a los criminales: la ciencia penitenciaria no se ha iniciado, no se cultiva, no recibe impulso, no se perfecciona sino por los que compadecen y aman.

El Congreso de Estocolmo creemos que será la asamblea más solemne y útil de las reunidas hasta aquí con el objeto de mejorar las prisiones. El número y calidad de las personas reunidas, el orden y método con que se han preparado los trabajos, la importancia de éstos, la gran copia de datos, todo hace esperar que será fecunda para el bien esa reunión de tantos nobles corazones y elevadas inteligencias.

Parece que España será también oficialmente representada en el Congreso: extraoficialmente lo estará por nuestro amigo el Sr. D. Pedro Armengol y Cornet, enviado por Barcelona, y que ha merecido la honra de ser ponente en esta cuestión.- Patronato de los licenciados.- ¿Debe organizarse, y cómo?- ¿Debe formar una institución distinta para cada sexo?- Aunque el señor Armengol no fuera nuestro amigo, nos hubiéramos congratulado de esta distuinción porque es español y, sobre todo, porque la merece su competencia en el asunto y su amor, verdadero amor, porque es desinteresado a la ciencia penitenciaria.

El programa del Congreso de Estocolmo, que insertamos en La Voz de la Caridad, recordarán nuestros lectores que es un interrogatorio. Estando para contestarle las eminencias de la ciencia penitenciaria de todo el mundo, pensábamos solamente leer y meditar lo que otros dijeran respondiendo a él; pero habiéndosenos dirigido directamente, por no parecer descorteses con personas que nos inspiran tanta simpatía y respeto, hemos enviado nuestra respuesta, no como una docta lección, sino como un humilde homenaje, y por el mismo sentimiento que la hemos escrito la publicamos. La Voz de la Caridad es débil, no ofrece su concurso; pero acuda con su buena voluntad, con un cordial saludo, que es todo lo que puede enviar desde esta tierra de España a los sabios filántropos que se reunen en Suecia.

Gijón, 18 de Julio de 1878.


ArribaAbajoPrograma del Congreso penitenciario de Estocolmo


ArribaAbajoSección primera.- Legislación criminal

I. ¿Hasta qué punto la ley debe definir el modo de cumplir las penas? La Administración, ¿debe tener un poder discrecional respecto a los penados, en los casos en que no sea aplicable el régimen general?

El modo de cumplir la pena forma parte esencial de la pena misma: apenas se puede imaginar una variación del modo de cumplir la pena que no la agrave o la suavice, de forma que variar, viene a ser aumentar o disminuir. Debe tenerse, además, muy presente que cosas insignificantes o que pasan desapercibidas para el hombre que goza de libertad, tienen mucho precio a los ojos del recluso, y negarlas o concederlas puede ser una gran mortificación o un gran consuelo. O la Administración puede legislar, o la ley debe definir exacta y tan detalladamente como fuese posible, el modo de cumplir la pena, determinando:

El sistema de reclusión.

El alimento.

El vestido.

Las horas de trabajo.

Las de descanso.

Las que se dedican a la instrucción moral, religiosa y literaria.

Qué visitas o que correspondencia se ha de permitir al penado.

Qué recompensas puede recibir.

Qué penas disciplinarias se le pueden imponer.

Qué libertad se le puede dejar para que de algún modo haga uso de su albedrío.

Además, la ley debe formar dos escalas, una de las infracciones del reglamento, otra de las penas disciplinarias, para que siempre el máximum y mínimum de pena corresponda al de culpa. La concesión de las recompensas tiene que ser más discrecional, y tiene menos inconvenientes que lo sea.

Nótese que la Administración, en la práctica, vienen a ser los empleados en las prisiones, y aun suponiéndolos muy probos, muy instruidos y muy llenos del espíritu de caridad para con los reclusos no pueden tener un modo de apreciarlas cosas tan idéntico que haya en sus resoluciones aquella igualdad que exige la justicia. Una pena disciplinaria se aplicará a esta o a aquella falta, según se cometa en esta o en aquella prisión, o en una misma, según varíe el Director. Si, como creemos, la aplicación de la pena en sus detalles todos forma parte esencial de ella, la igualdad ante la ley exige que ésta sea una, idéntica siempre y dondequiera, y que al aplicarla se deje el menor campo posible a la divergencia de opiniones, suponiendo que no haya que temer ni falta de inteligencia, ni abuso de ninguna especie.

Hay otra razón todavía más fuerte para que la ley determine el régimen de las prisiones tan detalladamente como sea posible. Las relaciones entre los penados y los funcionarios que han de procurar corregirlos deben ser benévolas; esto es esencial; debe aspirarse a que se amen mutuamente. Para esto es preciso que el recluso vea en el empleado de la prisión, como en el juez, un mero aplicador de la ley, que no está en su mano modificar, que aplica, si es dura, a pesar suyo, porque es su deber; el penado, que lo sabe, no le mira mal ni le guarda rencor, y puede haber relaciones cordiales entre los dos, aunque el uno aplique un castigo y el otro lo sufra. Resultará de aquí que, limitando el poder material del empleado, dejándole menos facultades discrecionales, se aumenta su poder moral, que es su poder verdadero, el que ha de influir en la corrección del recluso, que sólo si le respeta y le ama recibirá de él beneficiosas y eficaces influencias.

El régimen general de una penitenciaría debe ser tal, que pueda aplicarse en todos los casos en que el penado no se halle enfermo o tenga defecto físico, casos que son de la competencia del médico. Si el sistema penitenciario no fuere completo, sino tuviere la uniformidad que sería de desear, porque sólo se halle planteado parcialmente o por otras causas, para los casos excepcionales la ley debe dar reglas, dejando a la Administración que las aplique, no que las formule. El legislador puede y debe oír a la Administración y a todas las personas competentes: nunca se encarecerá bastante la ventaja, moralmente hablando, la necesidad de abrir amplias informaciones, donde se recoja y concentre todo el saber que hay en un país sobre una materia dada, donde con el oráculo de la ciencia se oiga la voz de la opinión, de modo que pueda formarse idea en un punto y en un momento dado, no sólo de lo que es conveniente, sino de lo que es posible hacer. Hecha así la ley, con todo el conocimiento de la materia que haya en el país y en la época en que se hace, no puede tener los inconvenientes de que la acusan los que reservan a la Administración facultad de legislar, si no en el nombre, de hecho; facultad inadmisible en todo, pero en materia criminal intolerable.

II. ¿Conviene conservar las diversas clasificaciones de penas privativas de la libertad, o más bien adoptar la asimilación legal en todas estas penas, sin otra diferencia entre sí que la duración y las accesorias que pueden tener después de extinguidas?

¿Cuál puede ser el objeto de una clasificación de las penas que priven de libertad? Hacerlas más aflictivas, más infamantes, más temibles, más correccionales: alguna de estas cosas, o todas a la vez: examinémoslas brevemente.

Más aflictivas. La pena que priva de libertad, sea por mucho o por poco tiempo, debe sufrirse en una penitenciaría cuya disciplina severa no puede hacerse más rígida sin degenerar en cruel. El alimento y el vestido deben ser lo necesario fisiológico; el trabajo, ya corporal, ya mental, constante y sólo interrumpido por el preciso descanso; las tristezas de la soledad o las tentaciones de romper el silencio preciso para la incomunicación, muy penosas; y también la uniformidad de una regla inflexible, de una monotonía mortificante. No se puede disminuir nada de esto sin alterar el orden, sin barrenar la disciplina, sin hacer imposible un buen sistema penitenciario; no se puede aumentar el rigor sin convertirlo en dureza excesiva, y aun en crueldad; sólo la rebeldía puede motivar mayores severidades con las penas disciplinarias, que tienen siempre carácter transitorio.

Más infamantes. El delito deshonra, y por eso la pena infama; pero esta inevitable consecuencia no debe buscarse como objeto, sino,por el contrario, huirla, como escollo contra el cual pueden estrellarse los más firmes propósitos de la enmienda. Halla ésta como eficaz elemento la dignidad del hombre, y atenta a ella quien lo humilla y le escarnece. La ley, si no quiere ser cómplice de su envilecimiento y de su reincidencia, debe evitar todo lo que le rebaje, procurando no ser nunca infamante, y rechazando siempre esta calificación.

Más temibles. La pena, con el objeto de hacerse temer, no puede prescindir de los medios de conseguirlo, y si éstos no son justos, como no lo serían la crueldad y la infamia, no pueden ser admisibles. No hay que insistir sobre esto; es ya de todos sabido que la esencial condición de la pena es la equidad, y que se faltaría a ella buscando el escarmiento en vez de buscar la justicia.

Más correccionales. ¿Qué modificaciones pueden introducirse en la pena para que corrija con mayor eficacia? Estas modificaciones pueden ser:

En el orden material.

En el orden moral.

En el orden intelectual.

En el orden material, hemos visto que sin crueldad, sin poner en peligro la vida o la salud del penado, no se puede cercenar nada en un régimen en que se concede solamente lo necesario fisiológico. La dureza excesiva, lejos de ser un medio de corregir, lo es de endurecer y depravar; por regla muy general, el hombre que tiene hambre o frío, o cualquiera otra sensación dolorosa, se halla poco dispuesto a sentir remordimientos, y los representantes de la ley, los delegados de la Administración, que se le aparecen como instrumentos de tortura, no pueden tener voces que lleguen al corazón y a la conciencia. Los penados no suelen ser personas en quienes prevalezca el espíritu sobre la materia, sino, por el contrario, se hallan más bien dominados por sensuales apetitos. Cuando éstos preponderan, las mortificaciones y los goces materiales impresionan con tendencia al exclusivismo, y debe evitarlos el que quiera modificar a un penado tan profundamente como se necesita para corregirle; creemos, pues, que ni goces materiales ni mortificaciones físicas deben dársele.

En el orden moral, ¿cómo se modificará la pena que tenga mayor eficacia correccional, según la gravedad del delito que ha cometido el penado? Si la ciencia penitenciaria tuviera un poder moralizador indefinido, y pudiera ir aumentando en eficacia a medida de la necesidad que el culpable tiene de ser moralizado, conociendo bien esta necesidad iría satisfaciéndola, dejando en reserva aquella parte de sus recursos que fuese necesaria; pero no sucede nada de esto. Ni conoce con exactitud los grados de inmoralidad de un penado, ni tiene nunca medios sobrantes de corregirla, como se prueba claramente por las reincidencias, que no sólo se ven en los culpables de delitos más leves, sino que suelen ser en ellos más frecuentes, por causas fáciles de comprender y que no es del caso explicar aquí. Resulta que la ciencia penitenciaria, para corregir a cualquiera penado, tiene que emplear todo su poder moralizador, y que no puede hacer diferencia entre ellos bajo este punto de vista, puesto que quien da cuanto tiene no puede dar más, y quien está obligado a dar todo aquello de que dispone, no puede dar menos. No es dado, pues, formar una escala de medios moralizadores correspondiente a la inmoralidad de los culpables, porque, aun concedido que ésta se conociera perfectamente, por guardar proporción, se faltaría a la justicia aplicando un mínimum con evidencia insuficiente, y sustituyendo a la equidad la simetría. El tratamiento moral no puede, por lo tanto, variar, porque su eficacia máxima es necesaria aun en los casos de gravedad mínima.

En el orden intelectual, tampoco se pueden introducir variaciones en el modo de aplicar la pena, según la gravedad del delito, sino, según su índole, modificar o suprimir alguna enseñanza que conocidamente pudiera convertirse en auxiliar de la reincidencia. No siendo en estos casos excepcionales, la enseñanza, tanto industrial como literaria, es buena para todos, y mejor cuanta más extensión tuviere. ¿A quiénes ha de negarse o limitarse? ¿A los culpables solamente de delitos leves, o a los que los han cometido graves? O la instrucción es buena, o es mala: si buena, debe darse a todos; si mala, a ninguno. Salvo, conforme dejamos indicado, algunas excepciones, cultivar la inteligencia del hombre es hacerlo más razonable, y, por consiguiente, mejor, siempre que en la misma proporción que se le da la instrucción industrial literaria, reciba la moral y religiosa.

Se ve, pues, que las penas no pueden clasificarse, suponiendo que sean:

Más o menos aflictivas,

Más o menos infamantes,

Más o menos temibles,

Más o menos correccionales,

y que no pueden diferenciarse sino por ser más o menos largas. Su duración, ésta será su única diferencia y la regla para clasificarlas. Cualquiera que sea el concepto de la pena, puede corresponder a él su clasificación sobre la base del tiempo que dura. Si se mira como correccional educadora, se perfeccionará más la educación prolongándola, y si ha de afligir y escarmentar, también lo hará con mayor eficacia cuanto más larga sea. Exceptuando la multa y las accesorias, creemos que debe adoptarse la asimilación de las penas.

III. Mediante qué condiciones las penas de deportación y transportación podrán ser útiles a la administración de la justicia penal?

No se nos alcanza condición alguna que pueda convertir en útil para la justicia una pena que es radicalmente injusta.

IV. ¿Cuál debe ser la competencia de una Inspección general de prisiones?

Las atribuciones de la Inspección deben variar según ésta se organice. Si se compone de personas de moralidad, ciencia y experiencia, inamovibles en su destino, y, en fin, que forman parte de un cuerpo respetable y respetado, en este caso la Inspección puede, sin inconveniente y con muchas ventajas, tener amplias atribuciones. Su carácter no es sólo fiscal o investigador de las faltas de cumplimiento de lo preceptuado, sino que tiene una misión más importante y elevada. La Inspección general lleva a cada penitenciaría en particular aquellos conocimientos superiores, aquellas ideas armónicas que resultan de ver las cosas desde arriba, de conocer todos sus elementos y compararlos; en cambio, recibe de cada establecimiento particular estos elementos, la experiencia en forma de hechos de índole diversa, muchos que ve con admiración, otros que no hubiera podido imaginar, y todos que le sugieren ideas que sin ellos no habría tenido. Alternativamente sintetiza y analiza, recoge datos que aprovecha, a veces inspiraciones que salen de un empleado obscuro, y ¡quién sabe si de un delincuente! Además, es el lazo de unión intelectual entre todos los que rigen las prisiones, que debe dar unidad a sus esfuerzos y elevación a sus miras.

A medida que la Inspección corresponda a esta idea, deben ampliarse sus atribuciones; a medida que se aparte de ella, disminuirse. En España tenemos experiencia de inspecciones que dan por único resultado los gastos de viaje de los inspectores y el descrédito de la alta función que ejercen.

Nos parece necesaria la Inspección que, siendo competente, no sólo investiga y fiscaliza, como hemos dicho, sino que enseña neutralizando las tendencias mezquinas del espíritu de localidad; aprende recogiendo de la experiencia datos que sólo ésa puede dar, y, en fin, da a la justicia aquella uniformidad que debe tener, que la igualdad ante la ley exige, y que perdería si sus ejecutores no tienen contrapeso para sus tendencias personales. También de esto hay frecuentes ejemplos en España, donde el régimen de un presidio varía con el comandante.

Si la Inspección es conveniente para los establecimientos penales directamente organizados y dirigidos por el Estado, es de todo punto indispensable para los que tienen carácter privado. Aun suponiendo que no se hayan establecido exclusivamente por deseo de lucro, aunque este deseo no entre más que en aquella medida que es compatible con la moral, aunque no tenga parte alguna en la creación de la casa penal, y ésta se deba a un sentimiento humano y religioso, todavía es necesaria la Inspección para evitar las exageraciones del misticismo y de la filantropía, posibles, y aun probables, en quien para emprender obra tan dificultosa ha necesitado un fortísimo impulso de amor de Dios y de la humanidad.




ArribaAbajoSección segunda.- Instituciones penitenciarias

I. ¿Qué fórmula conviene adoptar para la estadística penitenciaria internacional?

La estadística internacional, prueba y consecuencia de un gran progreso, puede contribuir a que éste sea más rápido siempre que lleno tres condiciones:

1.ª Que sea exacta.

2.ª Que sea completa.

3.ª Que vaya acompañada de noticias indispensables para que los datos numéricos no induzcan a error.

¿Cuál es el principal objeto que se propone la estadística penitenciaria internacional? Apreciar la eficacia de la pena en una forma dada, o sea la bondad de los sistemas adoptados en los diversos países. Pero una institucion social, cualquiera que ella sea, no es un aparato mecánico que funciona de la misma manera en este o en el otro pueblo; y según las circunstancias de aquel en que se aplica la ley penal, influye de diverso modo. Antes de delinquir, en la prisión, después de recobrada la libertad, el delincuente recibe influencias sociales, muchas y poderosas, que pueden ser auxiliares del sistema penitenciario o contrariarle. Dos hombres de la misma edad, oficio, grado de instrucción, estado, cuyas condiciones personales exteriores sean idénticas y que hayan cometido un delito con iguales circunstancias, según la nación a que pertenezcan, entrarán en la penitenciaría con disposiciones muy diferentes, ofreciendo más o menos dificultades para la corrección y enmienda.

La perturbación revelada por el delito es parcial, no total, porque entonces sería demencia. Moralmente considerado el delincuente, es un hombre, que en parte es como todos los demás, en parte se diferencia de ellos. Esta diferencia constituye la semejanza entre los que han delinquido; su carácter general, que puede apreciarse, en el que ha delinquido en Cádiz y en Estocolmo, y ser objeto de la estadística internacional.

En el que roba hay dos cosas que observar, el ladrón y el hombre, que no pueden separarse ni deben confundirse; el ladrón constituye la parte enferma de aquella criatura, el hombre la parte sana. Esta varía al infinito, no hay dos hombres iguales, pero varía más según la época y el país en que se vive; de modo que dos delincuentes que hayan infringido la ley con idénticas circunstancias exteriores, podrán ser dos hombres que entren con muy diferentes disposiciones en una penitenciaría de España o de Suiza.

La enfermedad podrá ser la misma, pero los recursos que para vencerla se hallen en el organismo, variarán mucho, y en la misma proporción las dificultades para restablecer la salud. Cuántas veces se dice, con razón, de un sujeto que no se cura, no porque en absoluto sea incurable su enfermedad, sino porque en él no hay naturaleza. Pues también en lo moral la curación depende del estado general, de aquella situación del espíritu que reacciona contra el delito y da por resultado la enmienda, reacción que está favorecida o contrariada, según el nivel moral del pueblo de donde sale el delincuente.

La prisión misma no está herméticamente cerrada a las influencias exteriores. Con la misma arquitectura, igual reglamento o idéntica disciplina se obtendrán diferentes resultados, no sólo según la disposición de los reclusos, sino conforme la que tengan sus guardadores, maestros y guías. No se sustraen éstos a las influencias del medio en que viven, y el sistema será como un esqueleto, o tendrá vida, según los encargados de realizarle tengan el ejemplo y la opinión por auxiliar, o necesiten combatirla, en la frecuente alternativa de ser criaturas excepcionales o desmoralizadas.

A la salida de la prisión es más perceptible la influencia exterior sobre el penado. El mal ejemplo, la impunidad, las dificultades para ganar honradamente la vida, la carencia o tibieza de las creencias religiosas, las ideas erróneas, la relajación de la moral, las iras populares en fermentación, todas estas circunstancias o las opuestas, detienen o empujan a la reincidencia.

Así, pues, la fórmula de la estadística internacional ha de expresar no sólo las circunstancias que es preciso saber del delincuente en general, sino las particulares del país en que ha delinquido, y para esto hacer mención de todo lo que pueda dar idea de su estado moral, religioso, intelectual, político y económico: sólo así se podrá apreciar un sistema dado, no atribuyéndole méritos que no tiene, o males de que no es responsable.

II. La creación de escuelas normales para preparar en su carrera a los vigilantes de ambos sexos en las cárceles, ¿debe considerarse como útil y necesaria para el éxito de la obra penitenciaria?

Los vigilantes y funcionarios de las cárceles deberían pertenecer al Cuerpo facultativo penitenciario. Cierto que la misión del empleado en la cárcel no es educadora como en la penitenciaría, ni ofrece, por consiguiente, tantas dificultades; pero la diferencia es más bien respecto del personal superior que del subalterno; la vigilancia se parece mucho, ya se ejerza con penados o con presos. Las ventajas de que pertenecieran a un mismo cuerpo los empleados en las cárceles y en las penitenciarías, pueden resumirse así:

1.ª Tendrán espíritu de cuerpo que debe formarse, y que es indispensable si han de llenar cumplidamente su misión.

Este espíritu es el conocimiento de lo que necesitan hacer y la voluntad firme y perseverante de hacerlo. Si se considera cuán difíciles, cuán penosos son los deberes del que ha de corregir al delincuente; cuánta abnegación necesita, no sólo ignorada, sino seguida muchas veces de tristes desengaños, se comprenderá que deben darse al empleado en las prisiones todos los auxilios posibles morales y materiales: retribuirle bien, apreciarle mucho, ponerle alto en la opinión, fomentar ese espíritu de cuerpo que haciendo responsable al individuo del honor de la colectividad y partícipe de su mérito, no hay duda que es un apoyo para la virtud.

2.ª Uno de los inconvenientes para tener un personal tan escogido como sería de desear para el servicio de las prisiones, es la dificultad de dotarlo debidamente: esta dificultad se vencería en parte, si fuera uno mismo el de las cárceles y el de las penitenciarías; siendo más numeroso, al medio, y sobre todo al final de la escala, podrían darse retribuciones crecidas, que fuesen a la vez un premio y un estímulo; la esperanza es para todo un gran auxiliar. El joven que entra en cualquiera carrera, sirve con gusto por un corto sueldo, como tenga enperspectiva la seguridad de futuras ventajas. Por el mismo sueldo que no se lograría un empleado regular limitándole al servicio de cárceles, se puede tener uno excelente si empieza su carrera por él y forma parte del cuerpo general penitenciario.

3.ª Siempre que se pueden graduar las dificultades, es buen método para vencerlas. Por más completa que sea la instrucción teórica que reciban los individuos del cuerpo penitenciario, necesitan práctica, que debería empezar en las cárceles, ya porque la dificultad es menor, ya porque las inevitables faltas de la inexperiencia son menos perjudiciales en una cárcel que en una penitenciaría.

4.ª Hemos dicho que no debe haber gran diferencia en lo que se exija al personal subalterno de las cárceles y al de los presidios, porque las necesidades de la vigilancia se parecen en toda reclusión; añadiremos que aun los empleados superiores tienen ocasión, y aun necesidad a veces, de emplear toda su inteligencia y toda su abnegación con el preso. Con frecuencia está solo en su celda, sin que ni pariente ni amigo venga a darle consejo ni consuelo. Si es inocente, ¡qué prueba para su virtud! Si culpado, ¡qué agitación! Todavía no se ha calmado tal vez la efervescencia de la pasión o del apetito desordenado que le empujó al delito. Revuelve en su mente los medios de probar su inocencia o atenuar su culpa: recuerda que hace pocos días o pocas horas era un hombre honrado, tenía libertad, y ahora se ve entre cuatro paredes cubierto de infamia; se exaspera pensando en sus cómplices impunes, en sus instigadores que se burlan de la ley, o la sed de venganza no saciada le hace rugir. La cólera, la desesperación, el desaliento, la terrible lucha, se ven muchas veces en la prisión preventiva, y no sobran, sino que hacen falta altas dotes en el director y empleados superiores de una cárcel.

Así, pues, ya porque se deben auxilios morales a los presos inocentes o culpados, ya porque respecto de éstos empieza en la cárcel la obra penitenciaria, debe haber armonía en todos los encargados de realizarla. Por las razones que dejamos indicadas, deseamos que no haya más diferencia entre los empleados de penitenciarías y de cárceles, que empezar por éstas la práctica de la carrera.

En cuanto a las ventajas conseguidas con los ensayos hechos en este sentido, no tenemos de ellas especial conocimiento para dar ningún dato útil al Congreso, pero no dudamos que el resultado sea satisfactorio.

III. ¿Cuáles son las penas disciplinarias cuya adopción puede permitirse en las cárceles y penitenciarías?

La prisión preventiva, usada en sus justos límites, que no son los que ahora tiene, es un derecho de la sociedad, y un deber del preso someterse a ella, aun suponiendo que sea inocente.

Además de los deberes generales, los hay especiales de la situación de cada hombre; la especial del preso tiene los suyos consignados en el reglamento que está obligado a cumplir.

Resulta que la pena disciplinaria, lo mismo para el preso que para el penado, no es más que la coacción justa o inevitable, para la realización del derecho a que él se niega. La regla de la cárcel no es tan estrecha como la de la penitenciaría; pero, una vez infringida, hay el mismo derecho para reducir al infractor a que la cumpla, y por los mismos medios, salvo las diferencias que lleva consigo la diferente situación. Teniendo muchos más derechos el preso, las penas disciplinarias tendrán carácter más negativo, y será raro que necesiten ser positivas; pero llegando este caso, pueden equipararse a las del penado, hasta privarle del trabajo, de compañía y aun de luz, si su brutal rebeldía lo hiciere necesario.

La regla que tendríamos para establecer penas disciplinarias, es que no perjudiquen a la salud del cuerpo ni del alma, y en el desdichado caso de que no pudiera establecerse armonía, preferir el bien del espíritu al del cuerpo. En una prisión en que estén bien estudiadas y distribuidas con equidad las recompensas, creemos que las penas rara vez serán necesarias; pero, en fin, cuando lo fueren las usaríamos.

La diminución de las ventajas obtenidas, o en caso grave la pérdida de todas ellas.

La diminución o supresión de la parte recibida como producto del trabajo.

La diminución o supresión de comunicación, ya verbal, ya por escrito.

La diminución de alimento.

La aplicación de la camisa de fuerza.

El confinamiento a la celda tenebrosa.

Para imponer estas tres penas hay que consultar al médico, y cerciorarse bien de que no se trata de un enfermo o de un demente, como es lo más probable; los hombres que tratados con dulzura y justicia son furiosos, sólo por rara excepción estarán cuerdos y sanos.

Se aumentaría extraordinariamente la eficacia de toda pena disciplinaria, si fuera unida a ella la circunstancia de que los días que dura no se cuentan para la extinción de la condena: así se harían muy temibles las penas más leves.

IV. Examen de la cuestión de libertad condicional abstracción hecha del sistema irlandés.

La libertad condicional tiene una circunstancia que la hace en gran manera útil para evitar o disminuir el número de reincidentes, por el temor de la vuelta a la prisión en el momento de salir de ella, cuando es más necesario un fuerte freno, cuando el licenciado tiene tanto peligro de abusar de todas aquellas cosas cuyo uso le estaba prohibido, y de que la libertad le produzca una especie de embriaguez y le trastorne.

En aquellas horas y días críticos es muy saludable el temor de volver a la prisión por faltas que no son delitos, pero que ponen en camino de cometerlos, y ésta es otra razón que nos hace mirar la libertad provisional como un verdadero progreso en la ciencia. Pero todo progreso verdadero y de alguna importancia supone otros, y no puede realizarse sin ellos.

El que disfruta de libertad provisional tiene que estar muy vigilado y muy bien; es decir, que se necesita un personal de vigilancia activo, probo y bastante inteligente para aplicar reglas que, por muy claras que parezcan en estas materias, y con tal clase de personas, dejan siempre algo a la arbitrariedad: se tiene o no este personal. Si se tiene, la libertad provisional será un bien; si no, degenerará en licencia o tiranía: el penado infringirá impunemente la regla, o sin infringirla volverá a la prisión, y viéndose tratar con injusticia, tendrá en lo sucesivo mayor dificultad para ser justo.

La libertad provisional, no hay duda que es un buen instrumento; pero tampoco la tiene que es difícil de manejar, y que mal usado puede ser peligroso. En este caso, no sólo concede una rebaja de pena al que no la merece, sino un estímulo a la hipocresía primero, y después al vicio, dejando, además, como hemos dicho, la puerta abierta a la arbitrariedad o al diferente criterio y modo de ver las cosas de empleados subalternos, que envían a la prisión un penado que no se conduce peor, o que acaso sea mejor que otro que queda libre; también hay que tener en cuenta la posibilidad de que un penado tenga algunos recursos y compre la tolerancia del que debe vigilarle.

Aun cuando puedan estar perfectamente vigilados los que disfrutan de libertad provisional, no creemos que ésta debe concederse hasta haber extinguido en la prisión los 9/10 de la condena.

Es necesario estar prevenidos contra las inevitables reacciones que en la opinión se verifican en todas las ramas de las ciencias sociales. De no conceder a la pena carácter correccional, se tiende a no ver más que él solo; de creer que el delincuente es incorregible, a suponer que puede corregirse con facilidad y darle por corregido en virtud de meras apariencias. Pero aunque la razón no nos señalase la injusticia de ciertas exageraciones y exclusivismos, dese a la pena el carácter expiatorio, ejemplar o correccional, es lo cierto que, lo mismo el escarmiento que la expiación y la educación, necesitan tiempo, y que, por lo tanto, no debe abreviarse excesivamente el de la pena por meras apariencias; mientras un penado no recobra por completo la libertad, no puede saberse si está corregido o es hipócrita y buen calculador.

Cualquiera que sea la forma que se dé a la libertad condicional, siempre tendrá por condición esencial una vigilancia inteligente, perseverante y honrada, y siempre deberá evitar las grandes rebajas de condena, que tienen el peligro de hacer hipócritas impunes.

V. El sistema celular, ¿debe sufrir algunas modificaciones, según la nacionalidad, el estado social y el sexo de los penados?

Debe hacerse una distinción. Si el sistema celular se aplica en todo su rigor, es decir, si el penado no sale de su celda sino, cuando más, para dar su paseo con precauciones materiales, a fin de que no pueda comunicar con sus compañeros, entonces la nacionalidad, o más bien la raza y el estado social, por la diferencia de instrucción religiosa, literaria y actividad espiritual, en fin, podrán hacer indispensables de todo punto modificaciones que, en otro caso, podrían no ser más que muy convenientes. El penado español, por ejemplo, que, o no sabe leer, o entiende mal lo que lee, por regla general; que jamás ha leído las Escrituras santas ni libro devoto alguno; que en materia de religión es muy ignorante y muy indiferente, en moral poco instruido, y con frecuencia extraviado por errores que cunden, y exasperado por cóleras que fermentan; el penado español, ¿qué hará solo, recibiendo alguna visita breve y dejándole por todo recurso, en el resto del día y de la noche, la Biblia y el Evangelio, en el caso de que sepa leer? Se embrutecerá mas y más, y abatido, aplanado o exasperado o iracundo, se hallará muy mal dispuesto para la corrección y enmienda. La soledad se soporta tanto peor cuanto menos recursos espirituales tiene el solitario. Podrá suceder que no enferme, que no se vuelva loco, que no experimente ninguno de esos trastornos ostensibles y de bulto que se consignan en las estadísticas; pero que no se rebaje intelectual y moralmente si en su miseria moral e intelectual se le deja solo, o sin poderoso auxilio, no lo comprendemos. Prescindiendo de las transiciones físicas, las morales varían mucho y son más bruscas, según la vida que tuviese en libertad el penado.

La civilización, con sus necesidades y sus hábitos, establece ciertas reglas y disciplina a que no es fácil sustraerse por completo: un penado que carbonea en Extremadura, al aire libre,cambiando el cobertizo donde se alberga, según su hacha va talando el monte, y un obrero de Francia o Bélgica, que trabaja trece horas en la atmósfera a veces deletérea de tina manufactura, deben recibir impresiones muy distintas, físicas y morales, al verso confinados en la celda solitaria. Creemos, pues, que los rigores del sistema celular no pueden aplicarse indistintamente y prescindiendo del grado de civilización y estado social de un pueblo.

El sistema celular templado con la reunión silenciosa para el trabajo, o al menos por la oración colectiva, y la instrucción religiosa, moral y literaria, y las pláticas frecuentes, creemos que puede aplicarse a los penados de cualquier pueblo civilizado. Esto, por regla general; las excepciones no deben desatenderse, pero tampoco considerarse como motivo para modificar un sistema.

El sexo del penado no creemos que debe determinar modificación alguna en el sistema, a no ser que se viera por experiencia que era necesaria, lo cual dudamos mucho. La mujer es más dócil, más resignada, tiene hábitos más sedentarios, y, por consiguiente, se acomodará, si no mejor, tan bien como el hombre, a la reclusión en la celda: el sentimiento religioso es también en ella más fuerte, lo cual le da un medio más de suavizar las amarguras de la soledad. En cuanto a la imposibilidad que algunos suponen de que las mujeres guarden silencio, creemos que es una opinión infundada.

VI. La duración del aislamiento, ¿debe fijarla la ley? La Administración, ¿puede permitir alguna excepción, además del caso de enfermedad?

La duración de la pena, con todas sus condiciones importantes, debe fijarse por la ley. Cierto que hay en esto una inflexibilidad muy de lamentar y una imperfección deplorable; pero son consecuencia de la imperfección humana, cuyos males no pueden atenuarse por medio de la arbitrariedad. Suponemos que el arbitrio de resolver en cada caso acerca de las condiciones importantes de la pena, no se deje llevar por pasión ni por interés; pero aun cediendo sólo a móviles honrados y obrando de buena fe,¿cuántas resoluciones erróneas o injustas toman los hombres, según la diversidad de sus pareceres? ¿No los vemos combatirse hasta dar y recibir la muerte, invocando todos la justicia y creyendo que les asiste? Si esto acontece siempre, más en momentos históricos como el actual, en que todo se discute, y disminuyendo el prestigio de las autoridades, la opinión del individuo propende a erigirse en regla. Los encargados de interpretar la ley de penitenciaría viven en su siglo, y por el espíritu de él, y por la natural disposición del hombre a no apreciar siempre de un modo idéntico las cosas y las personas, los penados por igual delito sufrirían muy diferente pena si pudiera modificarla esencialmente el director de la penitenciaría o el de prisiones, cuyas opiniones indefectiblemente se traducirían en hechos. La duración del aislamiento, siendo una parte esencial de la pena, debe fijarse por la ley, a fin de que ésta sea igual para todos en lo posible: tenga el tribunal que juzga una esfera de acción suficiente para que pueda graduar al delito la pena, pero que ésta no varía según la apreciación diversa de los diferentes delegados de la Administración: a la arbitrariedad no se le deje nunca sino aquello que no se puede quitar; en una penitenciaría siempre será mucho.

Las excepciones que puede hacer la Administración, refiriéndose solamente al caso de enfermedad, siempre que se trate de abreviar el plazo de la reclusión solitaria, no pueden llamarse excepciones verdaderamente, sino reglas para los enfermos.




ArribaAbajoTercera sección.- Instituciones preventivas

I. Patronato de los licenciados adultos. ¿Debe organizarse, y cómo? ¿Debe formar una organización distinta para cada sexo?

El patronato de los licenciados debería organizarse de modo que tuviese:

Unidad.

Libertad.

Generalidad.

Independencia.

La unidad se conseguirá formando un centro en la población que tuviera más elementos para la obra protectora. Esta Sección Central comunicaría con tantas secciones parciales como hubiera penitenciarías.

Se procuraría que todo lo esencial fuese común a todas las secciones, pero libremente aceptado y previa la discusión necesaria; en lo que no fuera esencial, habría de dejarse completa libertad de acción para no contrariar inclinaciones ni coartar actividades que, según muchas circunstancias, pueden tener formas diferentes: la unidad no es la simetría, consiste en el mismo espíritu, en el mismo fin, en que los medios sean buenos, no en que sean idénticos. La libertad y la unidad son dos elementos de vida que deben entrar en la proporción conveniente, ni más ni menos; y esto es cierto para el patronato de los licenciados, como para cualquiera obra benéfica, siendo muchos los que mueren o languidecen por exceso de libertad en una esfera limitada, o por unidad demasiado absorbente que embaraza los movimientos libres.

Si la acción del patronato ha de ser eficaz, es necesario que se extienda, y esto de dos modos: buscando socios en todas las localidades y en todas las clases.

Hay que evitar en las enfermedades morales, como en las físicas, que formen foco por la acumulación de enfermos; y si el aislamiento en la prisión tiene razón de ser para los reclusos, hay la misma para procurar que no se agrupen los licenciados. Por esto, y por los graves inconvenientes que para ellos tienen las grandes poblaciones, convendría desparramarlos por las pequeñas y que no hubiera pueblo alguno, ni aun pobre aldea, en que el patronato no tuviera algún socio. El buscarlos en todas las clases importa aún más y es más difícil por muchas causas. Una de ellas es el error de que no se pueden hacer obras de caridad sin dinero, con lo cual se excluye a los pobres, privándoles a ellos de un medio de perfección, y a la sociedad de bienes inmensos. La fraternidad no consiste en dar derechos que no pueden negarse, ni limosna con este o el otro nombre; la fraternidad es amor y aprecio, relaciones bajo pie de igualdad, unión de corazones. Si hemos de fraternizar con el pueblo, es necesario que comulguemos con él, que comulgue con nosotros en el altar de las buenas obras, para muchas de las cuales no se necesita dinero, sin que haya ninguna que con dinero solo se realice. La cooperación del pueblo es indispensable para el patronato de los licenciados: poco aprovechará que los patrocine el gran señor, o el sabio, si son rechazados del taller; un padrino allí le sería en ocasiones más útil que todos los que pudiera tener en los salones y en las academias.

Son inmensos los servicios que podrían prestar al patronato los consocios de blusa, más cerca de los patrocinados, que tal vez trabajan a su lado todo el día; que los ven vacilar en el buen camino; que observan las faltas precursoras de los delitos; que pueden dar el consejo cuando todavía la pasión no ofusca, y la mano antes de la gran caída. Las personas de muy diferente posición social no tienen ocasiones de saber de su protegido si no las buscan, ni les es fácil buscarlas con frecuencia, ni aunque las hallen, ser de aquellas más propias para conocerle y ampararle.

Tal vez se diga que al consocio de blusa le faltará autoridad para con su patrocinado; pero nosotros creemos que será mayor la de su ejemplo que la de doctos discursos. No se sabe la fuerza moral que pierde la exhortación a un desdichado cuando se la dirige el que es dichoso. El que goza de las comodidades de una buena posición social y de las ventajas de la general consideración, aconsejando al licenciado que se resigne con su miseria, con la falta de trabajo, con la ignominia, debe despertar en el ánimo del que intenta persuadir, la idea de que es fácil exhortar a la resignación de males que no se sufren, y que el venturoso, puesto en el lugar del desventurado, no sería capaz de hacer lo que le aconseja. Pero cuando la situación material del patrono se acerca mucho a la del patrocinado; cuando su tarea es ruda; cuando gana su vida penosa y obscuramente, sin halagos del mundo ni favores de la fortuna, entonces su voz está autorizada o no necesita hablar: el ejemplo de un pobre honrado que trabaja y lucha con su mala suerte, es más elocuente que las peroraciones más doctas.

Tal vez se juzgue imposible la cooperación de los obreros al patronato de los licenciados; no lo creemos así. En todo caso, era preciso probar, porque en nuestro concepto vale la pena, bien entendido que habría dificultades que vencer, y en un principio contentarse con poco. ¿Qué señor no podría proporcionarse un consocio obrero? Ninguno que de veras lo buscase, lo cual bastaba para empezar: esto tendría otras ventajas, cuya enumeración nos sacaría de nuestro asunto.

La independencia del patronato es también esencial, porque si se le creyera influido por la policía o relacionado con ella, adiós la mayor parte de su prestigio y poder. Para que la influencia del patronato sea verdaderamente fecunda, es necesario que no se presente apoyado más que en el generoso impulso a que debe su origen, sin más fuerza que la moral ni más coacción que la que ejercen las superioridades Intelectuales y afectivas. Con igualdad de todas las demás circunstancias, el patrono dominará tanto más al patrocinado, cuanto éste le crea más independiente.

No nos parece cuestionable que los que salen de las prisiones deben tener protectores de su mismo sexo, y que, por consiguiente, deben formarse patronatos de mujeres, que, como los de hombres, tengan en su organización unidad, libertad, generalidad o independencia.

II. El Estado, ¿debe subvencionar o las asociaciones para el patronato? ¿En qué condiciones?

Vemos que, en general, las asociaciones de patronato se quejan de falta de fondos, y los reclaman de los Gobiernos como condición de éxito. En vista de que estas quejas y estas afirmaciones se repiten, empezamos a dudar si será errónea nuestra opinión, contraria a que las asociaciones de patronato sean subvencionadas por el Estado. Las razones que para opinar así hemos tenido, son:

1.ª Que cuando se dan demasiadas facilidades a una obra benéfica, decae por falta de aquella energía que sólo se despliega luchando.

2.ª Que suelen gastarse con menos circunspección los fondos que se reciben sin trabajo, que los que se dan haciendo un sacrificio o se agencian con dificultad.

3.ª Que las asociaciones de patronato para los licenciados, deben ser más ricas de inteligencia, de celo, de abnegación, que de dinero, porque si disponen de muchos fondos, es dificil que no sean explotadas por hipócritas que van en busca de ellos, y no de consejo y de protección para encontrar trabajo.

Por lo demás, si las asociaciones de patronato son subvencionadas por el Estado, desearíamos que lo fuesen incondicionalmente. O merecen confianza, o no. Si no la merecen, no deben recibir subvención; si la merecen, no se les deben imponer condiciones que podrán convertirse en trabas y no serán garantías.

III. ¿De qué principios se ha departir para organizar los establecimientos destinados a los jóvenes que han obrado sin discernimiento, y se ponen o disposición del Gobierno durante el periodo señalado por la ley?

Para satisfacer esta pregunta hay que examinar, siquiera sea muy brevemente, lo que se entiende o debe entenderse por obrar sin discernimiento.

¿Cómo y cuándo adquiera el hombre aquella plenitud de sus facultades, en virtud de la cual se le exige la completa responsabilidad de sus actos? ¿Cómo? Por grados. De una hora a otra, de este mes al siguiente; no pasa de la ignorancia de lo justo a su conocimiento, sino que va comprendiendo la justicia por grados y poco a poco. Y este conocimiento, ¿es como una revelación, que, aunque graduada, tiene carácter de espontaneidad, o es reflexivo? La humanidad está en posesión de muchas verdades sobre las cuales no ha reflexionado, y que son para ella creencias firmes, no conocimientos razonados. Aquellas cosas que necesita indispensablemente saber, las sabe por intuición, y las cree más bien que las conoce: razonar estos conocimientos debidos a la inspiración, reflexionar sobre las creencias, es obra del progreso y le constituye en gran parte.

En la vida del hombre acontece algo muy semejante. La noción del bien y del mal precede a la aptitud de analizarle. Cuando es muy pequeño no se le dice, eso no debe hacerse, sino eso no se hace: la autoridad es imperativa, no puede ser razonada tratándose de un ser que todavía no razona. Pero ¿se sigue de aquí que sea irracional? A un caballo, a un buey, aun que sea a un perro, se le dice eso no se hace? ¿Se le pega o se la amenaza para que no lo haga? Es evidente para el observador más vulgar, que desde muy temprano se trata al niño de una manera muy diferente que al bruto, y que en el tono imperativo va envuelta la idea del deber que no se explica, pero que se impone, al que más o menos confusamente le comprende ya. Esta noción del mal y del bien se hace muy pronto clara, si no la obscurecen circunstancias exteriores. No hay que equivocar lo circunscrito de la esfera de acción intelectual de un niño, con la ignorancia de las cosas que no salen de esta esfera.

Un niño carece de muchos conocimientos, de muchos estímulos, de muchas pasiones; ignora muchos modos de hacer bien y mal, pero en su pequeño círculo, pronto, muy pronto distingue el mal del bien: a medida que este círculo se ensancha, puede decirse que se ilumina; la claridad de las ideas aumenta con su número, pero entre conocer todo el mal o el bien que se hace, y no conocer nada, hay una escala, cuyo primer grado ocupa el hombre razonable, y el último el demente o el bruto, no el niño.

Resulta, que cuando un niño ha hecho algo que la ley pena, y se dice que ha obrado sin discernimiento, no se habla con exactitud, y juzgando en consecuencia, no se juzga en justicia. Que el niño no sepa todo el mal que hace, es posible; que no sepa nada, no es probable.

Son sencillos los elementos esenciales que exige el conocimiento suficiente de una mala acción; los tiene un hombre rudo lo mismo que un filósofo, y es posible que los tenga un niño. Decimos el conocimiento suficiente, porque es el que basta para la responsabilidad moral, y en su caso legal, aunque no sea todo el conocimiento posible.

Nos parece que sólo por excepción, los niños delincuentes lo son sin discernimiento, es decir, sin saber que hacen mal. La ley que lo dice, ¿lo cree así? ¿Obra en consecuencia?

¿Qué significa poner al niño no responsable legalmente, a disposición de la Administración con estas o las otras condiciones, por tanto o cuanto tiempo? Si no hay discernimiento, no puede haber culpa ni pena, y pena es la reclusión forzosa, cualquiera nombre que se le dé. Hay que educar al niño acusado, se dirá. Y ¿por qué a él y no a otros ciento, a otro mil, de cuya educación nadie se cuida? ¿Parece más necesaria en éste? Y ¿por qué? Porque su proceder prueba la mayor necesidad de corregirle. Luego ese proceder no es un hecho aislado y fortuito; su mano no ha herido o robado como movida por un resorte mecánico; alguna relación se supone entre su manera de ser y su manera de obrar; de otro modo, la ley no le entregaría a la Administración para que le corrigiera.

Resulta, que la ley, por no faltar a la justicia, falta a la lógica, y pena al que ha declarado irresponsable. Se dirá que la pena es puramente educadora; pero si en el papel pueden hacerse estas distinciones, en el hecho, la pena correccional es ejemplar y expiatoria: no se puede corregir al que ha errado en materia grave, sin mortificarle de alguna manera y sin que él y los otros teman esta mortificación. Hay que congratularse de esta armonía de los elementos de la pena, que algunos quieren hacer exclusivos u hostiles; pero hay que comprender que al niño a quien la ley manda recluir y educar, le pena.

Para la manera de penarle o de educarle es esencial conocer si obró o no con discerniniento, si supo o no supo lo que ha hecho; en el segundo caso no hay más que esperar o que se desarrolle su inteligencia, cultivarla; en el primero es necesario rectificar la voluntad, sin escrúpulo de imponer las mortificaciones que merece y necesita el que la tiene torcida.

La precocidad para todo, es un hecho bien comprobado en nuestra época: todos los días se oye a los ancianos que ahora los niños tienen más malicia que en su tiempo, y dolerse de que la niñez pierde muy pronto el candor y la inocencia; aunque en estas lamentaciones haya algo de exagerado, hay mucho también de cierto, porque el hecho que las motiva está en armonía con otros. En todas partes se disminuye o hay tendencia a disminuir el tiempo exigido para la mayor edad; y aunque esto sea efecto de varias causas, una es, a no dudarlo, la observación de que los jóvenes se hallan en estado de gobernarse por sí mismos antes que antiguamente. Se ven frecuentes ejemplos de precocidad notable para adquirir todo género de conocimientos, y en los teatros aparecen artistas distinguidos que pueden llamarse párvulos. La estadística revela la precocidad creciente para el crimen. No nos incumbe investigar la causa, pero es cierto el hecho de que las pasiones hacen explosión y la inteligencia se desarrolla en edad muy temprana, lo cual debe hacernos muy cautos y meditar mucho antes de declarar irresponsable a un niño delincuente.

Hay un hecho repetido, muy propio para inducir a error en esta materia: un niño comete un delito; educándole, a veces sin educarle, pasan años y llega a ser un hombre honrado; de aquí suele inferirse que obró mal porque no supo lo que hacia, y que tan pronto como ha tenido conocimiento ha obrado bien. En algunos casos, la conclusión podrá ser exacta; en muchos, en los más, creemos que no lo es. La criatura humana, desde que puede considerarse como ser moral, es decir, desde que tiene noción suficiente del mal y del bien, y poder para realizar el uno o el otro, lo cual acontece en los primeros años de la vida hasta el fin de ella, si no es muy breve, experimenta cambios, a veces de mucha trascendencia, y se descompone y se desfigura y vuelve a componerse su fisonomía moral como la física. Tiene crisis, casi metamorfosis; el desarrollo de una facultad que se anticipa a otra u otras que deben contenerla o auxiliarla, determina a veces malas acciones, que son consecuencia de falta de armonía por no haber llegado el hombre a la plenitud de sus facultades; otras veces, el elemento perturbador está en germen; de manera, que puede suceder que el hombre sea mucho mejor o mucho peor que el joven o el niño. Pero de que haya variado mejorando, no debe concluirse que no fue malo, que hizo el mal sin conocimiento; una cosa es que en la edad de los cambios el mal no imprima carácter, y otra que se realice sin distinguirle del bien: esto sólo por rara excepción lo admitiremos.

Partiendo de estos principios, que nos parecen verdaderos, organizaríamos como casas de corrección las que deben servir para recoger los niños declarados irresponsables por los tribunales. Los trataríamos con mayor blandura, teniendo presentes las condiciones físicas y morales de su edad, abrigando mayor esperanza de curación radical, pero creyendo que hay realmente enfermedad, que hubo voluntad culpable, que sobre ella hay que influir, en vez de creerla pura y dirigirse sólo al entendimiento. Es de necesidad clasificar los niños que los tribunales entregan a la Administración declarándolos irresponsables del mal que han hecho, porque entre ellos, a pesar de su poca edad, los hay de voluntad torcida y culpable, y otros que verdaderamente sin culpa han sido empujados al mal por la miseria, el abandono, el mal ejemplo o tal vez la instigación y aun la coacción de los que debían guiarlos al bien. Para declarar responsables o no a los niños y adolescentes no tendríamos en cuenta su edad, sino las circunstancias del delito y las suyas, y según ellas también, los recogeríamos en una casa de beneficencia o de corrección. Por regla general, este último carácter creemos que deben tener las que reciben a los niños que han faltado en materia grave y son declarados legalmente irresponsables. Sea un establecimiento agrícola, como sería de desear, o de otra clase, ha de organizarse para rectificar voluntades torcidas.

IV. ¿Cómo deben organizarse las instituciones referentes a los muchachos vagabundos, mendigos o abandonados?

Estas instituciones habrán de variar mucho, según se hallen en un país en que sea débil o poderosa la acción individual. En aquellos que dichosamente estén en este último caso, la Administración auxiliará; en los otros, será auxiliada. Es de desear que la acción directa del Estado no sea necesaria para educar a los muchos abandonados, y que se encarguen de ampararlos física y moralmente asociaciones particulares. Convendría que estas asociaciones, sin perder su iniciativa y libertad, se armonizasen en la unidad para poder prestarse mutuo auxilio y evitar los inconvenientes del aislamiento.

La organización de las sociedades protectoras de la infancia abandonada debería ser tal, que no se limitasen a las grandes ciudades, concentrando su vida en ellas, sino, por el contrario, se extendiesen, a ser posible, por todo el territorio, teniendo socios hasta en los pueblos más insignificantes; sólo así podría trabajar de una manera eficaz para conseguir tres objetos importantes respecto a los muchachos abandonados:

1.º Apartarlos de las grandes poblaciones.

2.º Evitar que formen comunidades numerosas.

3.º Procurarlos vida de familia.

Se sabe la propensión de los obreros a concentrarse en las ciudades, lo cual, si es perjudicial a los adultos, lo es todavía más a los muchachos abandonados, cuya precoz depravación halla en los grandes centros atractivos tan peligrosos y fatales. Tanto para robustecer su cuerpo, debilitado por la miseria y los desórdenes, como para preservar su alma de estímulos y tentaciones, conviene llevar al joven lejos de aquellos focos del vicio en que probablemente estará ya iniciada; si no es posible dedicarlos a la industria agrícola y faenas campestres, al menos llevarlos a pueblos donde no haya esas multitudes que en horas dadas parecen poseídas de la fiebre del placer, convertida fácilmente en frenesí del vicio.

La acumulación de los muchachos abandonados en casas benéficas, es también perjudicialísima, tanto para su moral como para su físico. Considerando que se necesitan muchas precauciones para que no se corrompan en los grandes colegios los niños de las clases acomodadas que han recibido lo que se llama buena educación, se comprenderá el peligro de agrupar los que estarán, en su mayor parte, iniciados en los misterios del vicio, y algunos probablemente en los del crimen. Grandes obstáculos hay que vencer para purificar la atmósfera moral de estos asilos cuando los acogidos a él lo sean en gran número.

El mejor medio de preparar un honrado porvenir al muchacho que ha vivido en el abandono, es procurarle colocación con una familia verdaderamente honrada, si se pudiera, en el campo, y bajo el cuidado y vigilancia de un patrono, después de estar más o menos tiempo, según los casos, en el asilo, para estudiarle y disciplinarle.

El objeto del patronato de los muchachos abandonados indica su organización: que tenga unidad y centros en las grandes poblaciones, donde hallará el mayor número de sus patrocinados, pero que no concentre allí su vida toda, sino que, por el contrario, la extienda a todo el país, donde es necesaria su acción; que busque socios en los pueblos pequeños, como hemos dicho, en las aldeas; que se disemine, para que puedan tener representantes donde quiera que tenga protegidos.

V. ¿Por cuáles medios podría conseguirse la acción unánime de la policía de los diferentes Estados, para evitar los delitos y facilitar y asegurar su represión?

La policía de los diferentes Estados corresponderá a su moralidad y cultura, no pudiendo hacer la acción internacional nada eficaz, directa o inmediatamente, para mejorarla; indirecta y lentamente podría contribuirse a ello dando idea más exacta y elevada de la justicia, y comprometiendo en su realización la honra de las naciones.

Los tratados de extradición son un preliminar necesario o un Código internacional; pero no deben tomarse como la última palabra de la justicia. Mientras la legislación no sea uniforme, se dice, no puede haber Código internacional: no somos de esta opinión. El Código internacional podría comprender las semejanzas, prescindiendo de las diferencias, y aunque necesariamente muy incompleto, sería en gran manera útil. Contribuiría a patentizar el carácter universal de la justicia, dándole así más majestad y fuerza; activaría la tendencia, ya muy marcada, a uniformarse las legislaciones; quitaría al criminal toda esperanza de hallar la impunidad en la expatriación, y, por último, evitaría los mil conflictos que ocurren, siempre con detrimento de la justicia, a consecuencia de estos convenios parciales y variados que se hacen para realizarla. Podrían conservarse el tiempo que pareciere necesario, pero sin perjuicio y en armonía con el Código internacional jurídico, en virtud del cual todos los pueblos civilizados conviniesen en definir:

1.º Los delitos penables universalmente.

2.º Las penas que debían aplicárseles.

3.º Los medios de hacer efectiva la pena, cualquiera que fuese la nacionalidad del delincuente y el lugar donde hubiese delinquido.

VI. ¿Cuál sería el mejor medio de combatir la reincidencia?

Como las causas de la reincidencia son varias, diversos tienen que ser los medios de combatirla.

El que se presenta primero como más eficaz es un buen sistema penitenciario, porque, como la prisión que no corrige deprava, evitando que sea corruptora debe empezarse a combatir la reincidencia, cuyas probabilidades disminuyen a medida que aumenta la acción educadora penitenciaria. Ésta, bajo el punto de vista de la reincidencia, obra de dos modos, moralizando y escarmentando, por las verdades que enseña, por los sentimientos que inspira, por los hábitos que forma y por el sufrimiento que impone.

No debe pretenderse que la pena no sea penosa al mismo tiempo que moralizadora, porque habrá penados, y muchos, para quienes el recuerdo de lo padecido en la prisión será uno de los motivos más fuertes para no reincidir; y aunque no sea ni el más noble ni el primero, en casos dados podrá ser el único o tendrá gran valor como auxiliar de otros.

El segundo medio que influirá para evitar la reincidencia es dar al licenciado de presidio la mayor suma de libertad y de apoyo posibles, o, lo que es lo mismo, no convertir la acción de la autoridad en un vejamen, y hacer la del patronato eficaz y extensa. Para lo primero, conviene mucho establecer clases entre los licenciados, porque a la mayor parte de ellos se los podía dejar libertad de acción. Haciendo extensiva a la masa rigores que sólo necesitan unos pocos, se crean obstáculos para todos, en vez de procurar facilidades. Desde que la autoridad hace degenerar su prudencia en suspicacia, en vez de combatir, coopera a la reincidencia. Más medios para evitarla tiene la caridad organizada en patronatos, si va unida a la inteligencia necesaria y a la indispensable perseverancia.

Para comprender la alta misión del patronato hay que considerar lo que es y lo que tiene que ser un licenciado de presidio ante la opinión pública. Se la acusa de rechazarle y de hacer imposible su enmienda negándose a creerla; de lanzarle a la reincidencia por los obstáculos que opone a su regeneración.

No negaremos que haya en este cargo verdad, y mucha verdad; pero la cuestión tiene dos fases: veámosla por entrambas. ¿Conviene que la opinión reciba al licenciado de presidio sin ninguna especie de desconfianza ni de repugnancia? Prescindiendo de inconvenientes materiales, y aun suponiendo que no tenga ninguno el suprimir toda precaución respecto al que sale de presidio, no mirando el caso sino bajo el punto de vista moral, ¿conviene no hacer distinción entre el hombre honrado y el que delinquió? Aunque se haya corregido (cosa que, después de todo, no es dado saber con seguridad), ¿merece la misma consideración y aprecio que el que perseveró en la virtud en medio de situaciones críticas y pruebas rudas? Y nótese que estas pruebas las sufre y las resiste la inmensa mayoría que trabaja, pobre o miserable, en presencia del lujo y de la holganza que la tienta y que la irrita. ¿Qué pensará el pobre honrado que no puso mano sobre lo ajeno aunque tuvo hambre y la tuvieron sus hijos, si se le iguala absolutamente con el penado por ladrón? ¿Es levantar o rebajar la moral pasar ese nivel sobre frentes puras y manchadas, y bajo pretexto de no conservar rencor, no hacer distinción entre faltas graves y grandes merecimientos? ¿Es estímulo para perseverar en las virtudes difíciles ver que no inspiran más respeto que los delitos, una vez transcurrido el tiempo que se calcula necesario para penarlos? ¿Se estrechará con igual efusión la mano que enjugó el llanto del triste y la que vertió la sangre del inocente, aunque sea seguro lo que tantas veces es dudoso, lo que tantas veces es falso, un arrepentimiento sincero? ¿Puede identificarse en nuestro aprecio el que aspira a que se olvide su pasado, y el que desea que se recuerde; el que necesita perdón y el que reclama justicia?

El progreso se verifica por acciones y reacciones, consecuencia desdichada, y probablemente inevitable, de la imperfección humana. Del horrible, impío anatema que pesaba sobre el penado, se lo quiere convertir en candidato al incondicional aprecio público; una vez fuera del presidio, se lo pretende igualar al hombre virtuoso, declamando muy alto contra los que establecen diferencias que han de convertirse en dificultades para el que se separó del buen camino y quiere volver a él. Convendría comprender que estas dificultades, en cierta medida al menos, están en la naturaleza de las cosas, y que esa igualdad ante la opinión que se pretende entre el hombre honrado y el que delinquió en materia grave, no puede establecerse sin perjuicio de la moral y de la justicia: las severidades de ésta, si bien se mira, son más equitativas que las complacencías de una simpatía ciega que, por dar facilidades al criminal, priva al hombre virtuoso de aquella consideración distinguida que, con el testimonio de la conciencia, constituye su único premio.

Existen dos hechos:

La necesidad que tiene el licenciado de que no se le cierren las puertas;

La propensión del público a cerrárselas; propensión necesaria y, en cierta medida, justa.

¿Quién puede conciliar estos extremos, armonizar desacuerdos que tienen tan hondas raíces? La caridad, nada más que la caridad. Sólo esta valerosa y amante patrocinadora alarga sin vacilar la mano al culpable, se sienta a si, lado, le conforta, le calma, le guía, le acompaña, llama con él a las puertas de la sociedad, y se abren al verle protegido por esta divina intercesora. Ella, como ama tanto, no teme nada; su confianza sin límites obliga al culpable por su generosidad, alienta a los que le temían como peligroso, disminuye el desvío de los que sentían repugnancias, y con el ejemplo de su amor prepara el perdón, el olvido, la rehabilitación, que se negaría a los fueros de la justicia y se concede a las súplicas de la caridad. A ella toca restablecer la armonía rota entre el penado y la opinión pública; probar, comunicando con él, que no ha perdido las cualidades esenciales de ser racional y moral, y tener y dar esas seguridades que parecen temerarias a los que carecen de fe, pero a que corresponden casi siempre la mayor parte de los hombres.

Después de un buen sistema penitenciario, el primer medio de evitar la reincidencia es el patronato de los licenciados: él es, en el mecanismo penal, una rueda indispensable, y de su perfección depende en gran parte el resultado que se consiga. La necesidad del patronato es esencial y permanente, como lo es la repulsión que inspira el penado y el obstáculo que esta repulsión presenta a que viva como hombre honrado.

El estado general de la sociedad puede ofrecer más facilidades para la virtud, más estímulos para el crimen; estas condiciones influyen sobre todos los hombres, aumentan el vicio, la inmoralidad, el crimen, y, por consiguiente, su repetición; pero en este caso la reincidencia no se puede combatir directa, sino indirectamente; su remedio, como su causa, están en el modo de ser de un pueblo, y no variará sino con él. Hay, no obstante, más armonías de las que se comprueban; no se concibe sistema penitenciario perfecto ni patronato bien organizado en un país donde está muy bajo el nivel moral; por manera que donde la reincidencia pueda combatirse por los medios indicados, también lo será por la opinión y las costumbres, por la justicia y eficacia de las leyes.








ArribaAbajoInválidos del trabajo

Muchas veces, y muy inútilmente, hemos pedido que se emplearan en las obras precauciones, a fin de que hubiera menos desgracias, o indicado cuánto bien haría una Asociación que se propusiera amparar al trabajador contra la codicia o la ignorancia del que le emplea, contra la ignorancia suya, contra su imprudencia y contra su miseria, inhumanamente explotada en ocasiones, unas veces sin saber el daño que se hace, y otras a sabiendas. Pocas semanas pasan en que la necesidad de esa Asociación protectora no se recuerde por alguna desgracia que podía haberse evitado: ignoramos si es de este número la que nos hace clamar una vez más, aunque para nada sirva, haciendo como los que, fuertemente impresionados por un sentimiento o una idea, hablan solos.

Un periódico refiere como la cosa más natural del mundo, y sin comentarios, que este mes ha habido en el arsenal del Ferrol cincuenta y tantos lesionados, de los cuales uno ha muerto y tres quedarán inútiles. Es frecuente ver noticias de esta clase, dadas con la misma desconsoladora concisión. Si un torero se lastima, se detallan las circunstancias del percance; y si es grave, hay telegramas y noticias frecuentes que publica la Prensa periódica; cuando cae muerto o herido un trabajador, o diez, o veinte, o cincuenta, se dice como que D. Zutano o D. Mengano ha salido de Madrid o ha vuelto. Esto indica que la fraternidad humana está más en los labios que en el corazón.

La circunstancia de ser el arsenal del Ferrol una dependencia del Estado, le impone el deber más imperioso de hacer los trabajos con todo género de precauciones, para que no peligre la vida o la salud de los trabajadores. De tantos millones como se gastan allí, y como a veces se tiran, no sería malo gastar algunos miles para dar seguridad a los operarios, y ejemplo al mismo tiempo, y modelos de las precauciones que deben tomarse. Tal vez se den; nos ha llamado la atención el número de lesionados y la frase de este mes, como si en todos fuera cosa más corriente que las pagas, los hombres estropeados; pero acaso lo hayan sido por accidentes inevitables; si así fuere, no hay nada que decir a los que los dirigen, sino que convendría que tuvieran en cuenta la seguridad de las personas cuya vida y cuya salud son tanto más necesarias, cuanto parecen más insignificantes, porque en su pobreza, muertos, legan a sus hijos la miseria, o inutilizados, no les queda más medio que la caridad, triste recurso que tantas veces se implora en vano.

En otros países hay sociedades protectoras de los animales, y desearíamos que se generalizasen en el nuestro; pero más necesaria es aún una Sociedad protectora de los hombres. Si se dice que éstos pueden protegerse a sí mismos, que tienen su razón, su libertad, sus derechos, diremos que su razón está embotada, sus derechos ignorados, y su libertad esclavizada por su miseria material o intelectual. Si los pobres no lo fueran más que de dinero, sin duda que se protegerían a si propios; pero como su penuria se extiende a todo, son menores para muchas cosas, y muy desdichados cuando las leyes o la caridad no se hacen cargo de su tutela.

No han aligerado en ningún país, no han podido aligerar la tarea abrumadora para ellos y para sus hijos, hasta que la ley ha venido a limitar las horas de trabajo; ignoran el peligro o los medios de evitarlo, o se lanzan a él por necesidad, por imprevisión, por aturdimiento, por una disposición de su ánimo que podría llamarse, si no se halla otro nombre mejor, fatalismo resignado, por el cual se creen predestinados para morirse de hambre si no trabajan, o en la obra cuando ésta ofrece peligros.

Los progresos materiales exigen otros análogos en la moral; sin esto resulta el desequilibrio, la injusticia y el dolor. A cada adelanto en las ciencias y en la industria, debe corresponder un grado más de perfección moral; si no, los instrumentos de trabajo se convierten en armas homicidas, y la civilización devora a sus propios hijos. La acumulación de obreros en las fábricas, las condiciones insalubres de ciertas industrias, los graves peligros a que exponen otras, todo se ha multiplicado con el número de los operarios y la variedad y cantidad de los productos, y exige un cuidado mayor cada vez para la higiene física y moral.

El minero que en las entrañas de la tierra está expuesto a las consecuencias del terrible grisou, el buzo que trabaja en las profundidades del mar, el que abre un pozo de ventilación para un túnel, o respira el aire comprimido en las fundaciones tubulares de un puente, etc., corren peligros desconocidos en otras épocas, e imponen a la nuestra nuevos deberes correspondientes a los nuevos progresos. No lejos de donde escribimos estas líneas han enfermado pobres obreros por abrir un pozo de ventilación para una mina, y más cerca todavía enfermaron otros, y murió uno haciendo una excavación en busca de agua. La naturaleza del terreno, la falta de precauciones, las muchísimas horas de trabajo, fueron causa de la enfermedad y muerte de los operarlos, a quienes se ofreció un aumento de jornal; ofreció decimos, porque alguno al menos no le ha cobrado. Si estas líneas llegasen, que no llegarán, a manos de alguno que pueda y quiera hacer una obra de justicia y de caridad, le recomendamos este obscuro y benemérito acreedor de la Empresa del ferrocarril del Noroeste.

Volviendo a nuestro asunto, diremos que, además de lo que debía hacer la ley, exigiendo condiciones higiénicas a los establecimientos industriales, y en toda clase de obras los aparatos necesarios para que el obrero no corra más riesgos que los que no puedan evitarse, era necesario que la caridad viniese en auxilio de estos pobres de dinero y de espíritu, llegara a donde la ley no puede llegar, y contribuyese al cumplimiento de los preceptos legales, de que son a veces los primeros infractores los más interesados en que no se infrinjan. Por mucho que hiciera la ley, y ha hecho muy poco, casi nada, nunca podría adaptarse a tantas circunstancias varias y a tantos modos como la codicia, la ignorancia y el descuido pueden tener de arriesgar innecesariamente la salud o la vida de los pobres trabajadores.

La caridad asociada podría con muy poco trabajo hacer un bien inmenso. Ilustrando a los directores de trabajos que lo necesitaran; amonestando a los codiciosos, haciéndoles comprender lo inhumano de hacer una mezquina economía a costa de la vida de los hombres, y lo vergonzoso de semejante proceder, que ya no sería un secreto como hasta aquí; ilustrando también a los operarios y amonestándoles para que, con su imprudencia o por mal entendido interés, no arriesgasen la salud o la vida por algún mezquino aumento de jornal; ilustrando la opinión pública, y llamando su atención hacia abusos que se corrigen y desgracias que podrían evitarse; generalizando el conocimiento de los peligros y de los medios de evitarlos, podría merecer bien de la humanidad una Asociación protectora de los hombres que trabajan.




ArribaAbajoRegistro de penados y procesados

Nosotros, que tantas veces hemos lamentado la lentitud de las actuaciones, que, entre otros males, produce el de prolongar la prisión preventiva, prolongación sensible siempre, y deplorable más allá de lo que puede expresarse en el estado de nuestras cárceles, hemos tenido una verdadera satisfacción al ver establecido en España, como ya lo está en otros países, el Registro de penados y procesados, y lo aplaudimos cordialmente, felicitando por ello al Sr. Ministro de Gracia y Justicia. Una de las causas que entorpecen el curso de los procesos, es la dificultad de cerciorarse de los antecedentes del acusado, si lo fue antes por igual o por otro delito, o si anteriormente ha sido condenado ya. Con el Registro que se establece en el Ministerio de Gracia y Justicia esta causa desaparece, porque los jueces, con sólo recurrir a él, tendrán inmediatamente los antecedentes que necesitan respecto a los que son objeto del Registro, y de los que en muchos casos resultarán otros muy importantes para la buena administración de justicia.

Decimos que los jueces tendrán inmediatamente los antecedentes que necesitan, porque suponemos que los jueces y las Audiencias cumplirán bien, y lo mismo los empleados en el Registro; pero ¿debemos lisonjearnos de que los de Correos hagan lo propio? Sabido es lo mal servido que está este Ramo, lo cual es muchas veces motivo y otras pretexto para que se entorpezca la justicia. Sabemos de muchos casos, y alguno que tuvo consecuencias muy deplorables por prolongarse la prisión de un inocente, cuyos antecedentes se preguntaron al alcaide de la cárcel de Madrid, que no los dió. ¿Se perdió en el correo la pregunta o la respuesta? El camino no era mucho, pero no fué posible averiguar si se extraviaron los papeles o no se escribieron.

Esto puede repetirse, y se repetirá de seguro si no se toma alguna medida para evitarlo. ¿Qué se dice al Juzgado, a la Audiencia, a los empleados en el Registro, cuando, acusados por no cumplir lo que se les manda, aseguren no haber recibido las comunicaciones o no haberlas recibido en el término que se les manda contestarlas? El correo, como falta tantas veces, sirve de escudo contra cargos por otras faltas. El remedio nos parece fácil en este caso, y vista la importancia de la administración de justicia, no debía vacilar en aplicarse. El sello de las Audiencias y los Juzgados que se dirijan al Registro de penados y procesados, y el de éste al dirigirse a aquéllos, debía hacer veces de certificado, y entregarse las comunicaciones bajo recibo en las oficinas de Correos. Así no podía haber duda, ni sobre la entrega, ni sobre la fecha, ni causa ni pretexto a morosidades perjudicialísimas, y daría todos los buenos resultados que debe dar la medida que aplaudimos.

Octubre de 1878.




ArribaAbajo¡Prisión preventiva!

Leemos en un periódico:

«Había entrado ayer en una de las galerías de esta cárcel un detenido llamado Subirana. Como de costumbre, un cabo fue a exigirle la cantidad de cinco duros, que tal es y sigue siendo, a pesar de las reclamaciones de la Prensa, el precio de entrada que se exige a todos los presos, so pena de sufrir bárbaros atropellos. El Subirana se negó a pagarlos: el cabo cometió con él algún acto de violencia; el preso sacó la navaja: el cabo abrió la suya, y en la galería de un establecimiento penitenciario, dos hombres, ante una concurrencia que presenciaba el lance, empezaron a repartirse cuchilladas. Ya el cabo tenía una herida en el brazo y otra en el costado, cuando un centinela asomó su fusil por entre los barrotes de una reja. Subirana, para librarse de un balazo, se tendió, y el cabo, aprovechando este momento, le dejó atravesado de una cuchillada mortal.

»Así el muerto como el herido fueron trasladados a la enfermería, adonde pasaron a recogerlos los camilleros de la alcaldía, después que el último había recibido auxilio de un médico, que calificó de gravísima la herida que tenía en el costado.»

Nuevas y curiosas aclaraciones sobre el sangriento suceso ocurrido en la cárcel de Barcelona, tomadas de un colega de dicha ciudad:

«De las noticias que hemos adquirido acerca de lo ocurrido en la cárcel de esta ciudad, resulta que el muerto no es el preso que entró últimamente en dicho establecimiento, llamado Carles, sino otro. Parece que el hecho fué que al pedirle el cabo Baltasar Ferrer los cinco duros, y viendo éste que no los pagaba, sacó dos puñales para luchar. Al empezar la lucha, el centinela apuntó con el fusil, y notándolo uno de los presos llamado Ramón Subirana, que estaba en la cárcel por haber dado muerte a un hermano suyo, se arrojó al suelo, y creyendo Carles que iba Subirana a cogerle por los pies para hacerle caer, le asestó una cuchillada que le dejó cadáver. Con el mismo puñal dió otra cuchillada al cabo, hiriéndole mortalmente. Al oír el alboroto acudieron tres llaveros y un escribiente, y no quiso dejar el arma hasta que se presentó el alcaide, a quien la entregó. El cabo herido es uno de los ladrones de oficio, y tiempo atrás fue detenido por haber cortado la cara a otro de una cuchillada en la Puerta de Santa Madrona. El agresor, o sea el preso recién entrado, perteneció al Cuerpo de Carabineros; después se alistó entre la gente del Xich de la Barraqueta, y, por último, había sido guarda de Consumos.»

Más datos sobre el buen régimen de la cárcel de Barcelona:

«El sábado, por disposición del Juzgado, entró provisionalmente en el establecimiento un zapatero remendón de la calle de la Merced, de sesenta y dos años, víctima de una delación.

»A pesar de la costumbre que existe de colocar a los presos de cierta edad en un departamento especial, y de las reclamaciones de la familia del preso, éste fue destinado al patio del Medio, en donde a los pocos momentos se lo exigía por un cabo la cantidad de ocho duros, so pena de tener que fregar el surtidor, lleno de moho, con una piedra enorme. El sexagenario, antes de dar el dinero, probó de cumplir las órdenes del cabo; pero molido y fatigado, acabó por convencerse de que no había más remedio que entregar los ocho duros.

»Al efecto, mandáronle escribir una carta a su familia pidiendo la cantidad con toda urgencia, y sólo a la orden de excarcelación debió la fortuna de no tener que hacerla efectiva.

«Al salir de la cárcel, pidiéronle que firmase un documento declarando que estaba altamente satisfecho del trato que había recibido en el establecimiento. Parece que esta costumbre se sigue con todos los presos que salen de la cárcel, los cuales, sujetos a la incertidumbre inherente a toda excarcelación, creyendo que su libertad depende de firmar el referido documento, no se hacen de rogar y lo firman.»

Aunque clamemos en el desierto, hemos de clamar contra el abuso de la prisión preventiva; aunque nadie nos atienda, hemos de abogar por los míseros encarcelados; aunque otros hagan lo que quieran, nosotros hemos de procurar hacer lo que debemos.

La ley autoriza la prisión preventiva en más casos de los que debiera.13

La arbitrariedad encarcela burlándose de la ley.

La lentitud de los procedimientos hace que, según una frase horriblemente gráfica, se pudran en la cárcel los que entran en ella, muchos sin deber entrar.

Personas de buena voluntad quieren asociarse para activar las causas y aliviar la horrible situación de los encarceladas: forman su reglamento, le presentan, piden autorización para obra tan piadosa, y la autorización se les niega.

Se quiere que los culpables y los inocentes entren en cárceles como la de Barcelona; se quiere que permanezcan en ellas sin que nadie los ampare; se quiere que aquel antro de maldades sea impenetrable a los que pudieran revelar lo que allí pasa.

Y todo esto, ¿quién lo quiere y para qué lo quiere?

Que alguno lo quiere es evidente; no suceden estas cosas sin que alguno o muchos las quieran; el para qué no lo diremos nosotros, no por ninguna especie de temor, no; ¡ojalá que con decirlo y con padecer por haberlo dicho se remediara el mal, se atenuara siquiera!, sino porque las frases severas, duras, hemos notado que se pierden en el vacío, como las suaves, que, según algunos de nuestros lectores, son las únicas que debe emplear La Voz de la Caridad. La caridad, ya lo sabemos, no se mueve a ira; pero ¿no puede sentir indignación ante maldades que afligen por lo crueles y abochornan por lo viles? En tantos años de abogar por los pobres presos, hemos tenido tiempo de emplear todos los tonos, y la desgracia de no acertar con ninguno que llegara a los corazones que queríamos conmover, y a las conciencias que intentábamos despertar. Hemos censurado, hemos protestado; hoy vamos a suplicar

AL SEÑOR GOBERNADOR DE BARCELONA.

Dicen que es usted hombre de carácter firme y de buena conciencia, y citan un hecho que parece confirmarlo: la persecución verdad de las casas de juego, tan pronto como usted ha llegado a la capital de Cataluña. Si en efecto es usted enérgico y justificado, vea cómo está la cárcel de Barcelona, donde pasan cosas que son cargo para la conciencia y mengua para el honor. Penetre usted resueltamente por esa sangrienta inmundicia, remueva toda esa podredumbre, indígnese de tanta infamia y compadezca tanta desdicha. Alójese un poco de la atmósfera oficial, cuya densidad no permitirá tal vez que llegue a usted en todo su brillo la luz de la verdad. Interrogue a personas imparciales, inteligentes y bien intencionadas; no faltan en Barcelona, aun cuando sus deseos y sus esfuerzos por mejorar el estado de esa cárcel hayan sido estériles hasta aquí. Compare usted los sueldos y los gastos de ciertos empleados. Pida antecedentes a los tribunales de justicia para ver cuáles crímenes y de qué clase se han cometido en la cárcel de Barcelona. Después que sepa usted lo que en ella pasa, que tenga usted un buen propósito, firme, señor Gobernador, muy firme, porque, si no, será inútil que Dios le inspire y le auxilie para llevarle a cabo; y que si se opusieron obstáculos superiores a su recta y enérgica voluntad, deje usted el puesto con más honra que tendrán los que sean causa de que quede vacío. La tentativa, aunque pareciese inútil, no habrá sido infructuosa, ni para usted, ni para la reforma de las prisiones.

Esta voz que le habla a usted así, no es la de la ambición, ni de la codicia, ni del rencor, ni de la política, ni de ningún miserable cálculo; es La Voz de la Caridad. Si usted la escucha, señor Gobernador, que Dios se lo tenga en cuenta, y si no, se lo perdone.

Gijón, 5 de Agosto de 1878.




ArribaAbajoLa sociedad económica de Asturias de amigos del país

En la Revista de Asturias hemos visto que la Sociedad Económica de Amigos del País, después de un largo período de inacción, se propone entrar en uno de actividad, correspondiendo a su nombre y honrosos antecedentes. Si no tuviera más que este propósito, nos limitaríamos a felicitarla por él y desear que le realizara; pero hemos visto que ha formado un proyecto digno de presentarse como ejemplo, a fin de que se siga, en lo cual, sin duda, tendrían grande satisfacción sus autores, porque el mejor elogio de una obra buena es imitarla. Véase cómo está formulado el pensamiento a que nos referimos:

«Una asociación del género de la que nos ocupa, no puede ser exclusivamente benéfica ni industrial; así, pues, su esfera de acción es la enseñanza, y como ésta se halla fácilmente al alcance de las clases pudientes, la asociación debe facilitarla a las otras, y todas estas clases pudientes deben tan sólo ayudarla por su propio y bien entendido interés.

»Por eso los Amigos del País crearán una escuela de artes, oficios, agricultura y comercio; escuela que necesita un local, un material de enseñanza, un profesorado y un programa racional y práctico. El local será reducido al principio, así como el material; el profesorado empezará desempeñando gratuitamente su tarea, y el programa, y aun los textos de enseñanza, se redactarán pronto, y casi nos atrevemos a decir que bien. Después, cuando se toquen las ventajas de la institución, habrá fondos suficientes para que el material sea abundante y el personal esté, como debe ser, retribuido para ese mismo tiempo, las clases obreras más directamente favorecidas contribuirán con sus óbolos, como es muy justo, y podrán, a su vez, de discípulos ascender a maestros algunos de su seno.

»Como la instrucción del obrero, del hombre que ejecuta las concepciones propias o de otro individuo, ha de ser una combinación del raciocinio y de la experiencia, nada más necesario a la perfección de esa instrucción que los Viajes de aprendizaje desde el punto en que nació el trabajador y en el que ha de prosperar y morir, a otras regiones que, por circunstancias especiales, estén más adelantadas en ciertos ramos de la industria. La Asociación asturiana propondrá a las demás de España lo siguiente: todos los años, cada Sociedad Económica redactará una lista de obreros aplicados, inteligentes y probos, que deseen pasar a perfeccionarse en sus respectivos oficios en aquellas provincias donde éstos hayan adquirido mayor desarrollo; cada Sociedad se encargará de buscar trabajo para los que deseen venir a la provincia desde todas las demás; y este trabajo se encontrará fácilmente, no sólo por la influencia personal de los individuos de la Asociación, sino porque la elección de otra Sociedad es garantía de la aptitud del pretendiente. De esta manera, la difusión de los conocimientos prácticos tendrá un poderoso vehículo duradero, pues será poco costoso, toda vez que cada operario, una vez transportado, vivirá de su trabajo

Hemos subrayado lo que nos parece especialmente digno de fijar la atención de los que se interesan por los obreros y desean los progresos de la industria. Ésta no se protege combinando tarifas y estableciendo derechos que se burlan de la razón y son burlados por el contrabando; no se protege ideando combinaciones artificiales contra las leyes naturales, y a las que podría aplicarse el dicho de echa la naturaleza por la puerta, que ella volverá por la ventana; no se favorece con las bayonetas de los carabineros, los cañones del resguardo marítimo y los cuentahilos de las aduanas, especie de follaje oficial que, como la hiedra, vive a costa de la pared que cubre; no hay más que un modo de favorecer la industria, que es procurar perfeccionarla a esto tiende el proyecto de la Sociedad Económica de Asturias, y, a nuestro parecer, de un modo muy eficaz y muy práctico, y por ese le creemos digno de fijar la atención y recibir apoyo.

Instruir al obrero a fin de aumentar su aptitud para todo género de práctica industrial, y llevarla después adonde está muy adelantada la industria para que manifiesta especiales disposiciones, es hacer mucho para que suba el nivel de perfección en todo género de trabajo, y también el moral, puesto que con muy buen acuerdo los obreros cuya traslación se promueva y favorezca, no sólo han de ser aplicados o inteligentes, sino probos; es un estímulo para serlo la perspectiva de una protección especial y en alto grado beneficiosa para el que la reciba.

En cualquier país nos parece que sería útil el pensamiento, pero con especialidad en España, donde por falta de medios de comunicación, por falta de publicidad, de costumbre de asociarse y por otras causas, están todavía muy localizadas ciertas prácticas industriales que convendría generalizar. No sólo de provincia a provincia, sino en los pueblos de una misma, y a veces poco distantes, se halla una industria en tan diferentes grados de adelanto, que no se comprende sino analizando la multitud de causas que favorecen la desidia y espíritu de rutina. Si combatiéndole lograse levantarse el nivel industrial de todas las localidades hasta la altura que tiene en las más adelantadas, se habría hecho un gran bien.

Como los buenos pensamientos llaman otros, del de enviar los obreros hábiles y probos de una provincia a otra donde puedan perfeccionarse, surgiría tal vez la idea de mandar algunos al extranjero para que aprendieran más donde más se sabe, y volvieran en estado de ser maestros en su patria. Si se gastara en proteger la industria, enseñando a los industriales, la milésima parte de lo que se emplea en defennderla (inútilmente) de la superioridad extranjera que la abruma, esta superioridad iría desapareciendo hasta desaparecer en todo lo que no fuera natural o inevitable.

La Sociedad Económica de Amigos del País de Asturias ha tenido una buena idea: que persevere para vencer los obstáculos que se presentarán para realizarla, y que dentro y fuera halle la cooperación que necesita y, en nuestro concepto, merece.

Abril de 1878.




ArribaAbajoSociedad protectora de los niños

La «Sociedad protectora de los niños» se ha constituido en una época en que el calor echa de Madrid a todas las personas que pueden salir, y las que quedan, ya por lo enervante de la temperatura, ya por la falta de compañeros que pudieran ayudar, si continúan las buenas obras empezadas, hacen bastante, y no se les puede exigir que las planteen nuevas venciendos los obstáculos que rara vez dejan de hallar las que empiezan. Por esta razón no creemos que la Sociedad arriba mencionada haya podido empezar a trabajar activamente; pero ya que se aproxima la época en que vuelven a la corte los que han salido a veranear, y entre ellos volverán también los que se han propuesto proteger la infancia desvalida, les rogamos encarecidamente que amparen a unos pobres niños más infelices que los que se encuentran en la calle sin amparo: hablamos de los hijos de las penadas de Alcalá, encerrados con sus madres, y sin que sea posible conseguir que salgan de allí para una casa de beneficencia. Los lectores de La Voz de la Caridad saben la situación de estas míseras criaturas, y si alguno tiene medio de ponerla en conocimiento de la nueva Sociedad caritativa y de interesarla a favor de estos inocentes cautivos, obra meritoria habrá hecho y Dios se lo pagará.

Una cuantiosa limosna permite a algunas caritativas señoras de Alcalá atender al sustento de los niños presos. A los 20 de pecho se les da caldo; a los 40 mayores, un buen cocido, que se hace alternando en casa de las señoras, dos de las cuales presencian la comida. ¿Cuánto durarán los recursos que permiten darla? Es de temer que falten, y además, no sólo de pan vive el hombre, aunque no se considere sino su vida material; y los piadosos protectores de los niños reclusos, con la ración no pueden llevarles aire, sol, campo, ejercicio, libertad, en fin, sin la cual no se puede vivir con salud, ni casi vivir en la primera edad. Pero aunque la caridad proveyese a todo lo necesario a la existencia del cuerpo, ¿qué hará por la del alma? Nada puede hacer para sustraer a sus inocentes protegidos a la contagiosa perversión de centenares de mujeres livianas si no los saca de aquel foco apestado. Por eso rogamos a la «Sociedad protectora de los niños» que inaugure sus tareas tendiendo una mano protectora a los reclusos de Alcalá.

Agosto de 1878.




ArribaAbajoA Mallorca

¡Conque es cierto que no eras la patria de todos los que nacen en tu suelo! ¡Conque es verdad que no eres madre de todos tus hijos!

¡Conque no mienten los que dicen que niegas tu amor a los mismos a quienes has dado la vida!

¡Conque no puedes convencer de calumniadores a los que publican tu descrédito, afirmando que una parte de tu descendencia parece expósita, puesto que lo niegas tu cariño entrañable y tu nombre honrado!

¡Expósita! ¡Ah! Peor. Esta palabra, con ser el resumen de tantas desventuras, no significa, ni con mucho, todas las que afligen a los nacidos en tu seno que desamparas.

Las madres crueles exponen sus hijos para que llegue la compasión y se apiade de ellos y los patrocine; tú, para que el escarnio venga y los abofetee y los escupa. Los dejas en la vía pública marcados con el sello de tu reprobación, y cada uno que pasa les arroja una ofensa, un dicterio, un insulto. ¡Y para eso los dejas allí, tú, su madre! ¡Y no les abres tus brazos amorosos y los amparas y dices: ¡Son mis hijos, son vuestras hermanos!

¡Grande es tu pecado, Mallorca, grande!

¿Quiénes son, qué te han hecho esos que expones de manera tan cruel? Aunque fueran criminales, tú debieras llorar su culpa y procurar su enmienda, no su deshonra. Ni el hijo ha de juzgar a su madre, ni la madre dejar de amar al hijo nunca, nunca; ésa es la ley.

La justicia de la madre ha de ser misericordiosa, como la de Dios.

Pero esos de quienes reniegas, esos que abandonas al ludibrio, no te afrentan con sus hechos; honrados son en sus procederes, y mayor su virtud, porque con la dificultad crece el mérito, y tienen mucho los que tan maltratados obran bien. Ninguna cosa hacen para abochornarte, y ¡tú haces tantas para afligirlos!

¿Por qué así? Porque al nacer pones una señal en la frente pura de algunos de tus hijos, y dices: Éste es un pecado para el cual no hay redención. Y el pecado no se redime, aunque el Santo de los Santos murió en la cruz para redimir todos los pecados; y la marca infame no se borra, aunque los buenos vierten sobre ella amarguísimo llanto.

Y tú no lloras, Mallorca, y tú ríes, con la risa de los crueles o de los insensatos, y te burlas de los que afliges.¡Dios te perdone tu impiedad, que es grande!

¿Piensas que la Providencia te ha puesto en medio del mar para que te aisles del progreso humano; que ha dado a tus campos fecundidad y hermosura para que los conviertas en destierro de muchos que nacen en ellos; que te envía con mano pródiga perfumes, colores, luz, para que cubras de luto a los inocentes y tú te envuelvas en las tinieblas del error?

Vuelve en ti, Mallorca, vuelve en ti; mira que infringes las leyes de Dios y de los hombres, y que te excomulgas voluntariamente de la gran comunión de la confraternidad humana.

Mira que tu honra padece con tu injusticia y que es mengua de tu fama lo mismo que en la ceguedad de tu soberbia imaginas para ensalzar tu decoro.

Mira que causas indignación y mueves a risa a los que pretendes inspirar consideración y respeto.

Mira que los que te conocen y van a elogiar tus muchas buenas prendas, se detienen ante el recuerdo de tu grave falta.

Mira que la Preocupación Mallorquina es como sucia mancha en rostro bello, como acción ruin en matrona de nobles procederes. Elogian el tuyo los extraños; aun diríase que no hay extraños para ti, según es tu hospitalidad generosa; parece que eres madre de todos los hombres, de todos, menos de algunos de tus hijos.

No aceptes una herencia que no se recibe sin pecado; los cristianos no pueden legar odio, ni los humildes soberbia, ni los justos injusticia; honra a tus antepasados, no transmitiendo a tu posteridad más que sus virtudes.

Comprende que el honor no puede consistir en infamar a los honrados, ni la nobleza en oprimir a los débiles, y si eres noble apresúrate a ser justa.

Abre tu conciencia a la equidad, tu corazón al amor, tus brazos a tus hijos, a todos, ¿comprendes? para que no haya ninguno que diga atribulado: ¡Yo no tengo madre!

¿Sabes el dolor con que se dice yo no tengo madre? No debes saberlo tú.

Apresúrate a consolar ese dolor inmenso para que tus hijos te bendigan, para que los hombres te respeten, para que Dios te perdone.

Gijón, 27 de Agosto de 1878.