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Apuntes sobre la presencia de Quevedo en América

Giuseppe Bellini

Vuelvo al tema, por mí varias veces tratado1, para sintetizar en parte lo ya dicho y añadir nuevos aportes.

Desde la Colonia, Quevedo ha sido lectura sugerente para los ingenios americanos. Si Góngora dominó la época por su estilo2, Quevedo penetró las conciencias de creadores relevantes, fue su lectura preferida y de ella asumieron una lección ética de valor permanente, o vieron expresada en su obra una honda y sugestiva problemática que, implicando la toma de conciencia del desgaste de la sociedad, envolvía la conducta y el destino último del hombre.

Pero si el gongorismo fue un fenómeno, aunque importante, pasajero, la presencia del gran satírico y moralista español del Siglo XVII siguió dominando las letras hispanoamericanas, hasta nuestros días, cuando un poeta del Salvador, David Escobar Galindo, en él se inspira para denunciar, en sus Sonetos Penitenciales3, la tragedia de su País, y un gran novelista, hace poco desaparecido, Manuel Scorza, a él alude en su último libro, La danza inmóvil (1983)4.

Sorprende, a veces, encontrar mencionado, o presente, a Quevedo en autores que ideológicamente le quedan tan lejos. Pero no es una novedad, sobre todo en el siglo XX, cuando la seguridad de la fe ya no asiste al hombre y el tormento existencial, por consiguiente, se acentúa. Es el caso de Neruda5, pero no solamente de él.

Un rápido recorrido por la producción artística de Hispanoamérica, a partir del período colonial, nos depara nombres de autores prestigiosos para los cuales Quevedo fue inspiración y refugio. Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) entre los primeros6. ¿Quién no ve en el conocido romance donde la monja mejicana lamenta no haber podido saludar a su estimador y amigo, el Virrey, Marqués de la Laguna, «que asistió en Vísperas del convento»7, la presencia de un pasaje de El Alguacil endemoniado, donde Quevedo incita al hombre a que considere el significado real del tiempo y de la vida? Escribe Quevedo:

¿Cuál de vosotros sabe estimar el tiempo y poner precio al día, sabiendo que todo lo que pasó lo tiene la muerte en su poder, y gobierna lo presente y aguarda todo lo por venir, como todos ellos?8


Con tonos parecidos, menos de ultratumba, pero igualmente eficaces, Sor Juana advierte que solo puede afirmar que vive el que sabe apreciar la vida por su valor verdadero, que no consiste en lo «diuturno del tiempo», sino en fines más trascendentes:

Quien vive por vivir sólo,

sin buscar más altos fines,

de lo viviente se precia,

de lo racional se exime;

y aún de la vida no goza,

pues si bien llega a advertirse,

el que vive lo que sabe,

sólo sabe lo que vive.



La filosofía, las intenciones morales de Sor Juana, están presentes en toda su obra, en la poesía lírica, como en la prosa y el teatro. No se trata de un sistema filosófico, pero sí de una preocupación de seriedad que domina toda su vida y que encuentra su apoyo en lecturas varias, que van de los Padres de la Iglesia a los grandes moralistas españoles, entre ellos Quevedo. Podríamos reunir una rica antología de pasajes que comprueban lo que decimos. Van de los romances al soneto «en que da moral censura en una rosa», tan cerca de La cuna y la sepultura, al conocido soneto a su retrato, «Éste que ves, engaño colorido...», donde, a través de sucesivos ejemplos, la monja denuncia la vanidad del artificio, que se dirige arteramente a los sentidos. Notamos en este soneto un singular proceso de desrealización de lo real que, si por un lado llama a la memoria el gongorino «Mientras por competir con tu cabello...»9, sobre todo denuncia una adhesión a Quevedo, el del conocido soneto donde «Signifícase la propia brevedad de la vida, sin pensar y con padecer, salteada por la muerte», de modo que esta vida «Fue sueño ayer, mañana será tierra; / poco antes nada, y poco después humo».

Refiriéndose al retrato que le pintaron, Sor Juana escribe:

Éste en quien la lisonja ha pretendido

excusar de los años los horrores

y venciendo del tiempo los rigores

triunfar de la vejez y del olvido;

es un vano artificio del cuidado;

es una flor al viento delicada;

es un resguardo inútil para el hado:

es una necia diligencia errada;

es un afán caduco y, bien mirado,

es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.



Más huellas de la presencia de Quevedo en la obra sorjuanina son fácilmente identificables. Incluso en datos exteriores, como el título de su máximo poema filosófico, Primero Sueño, y en dimensión más honda en una filosofía que contempla el fracaso del hombre cuando intenta penetrar los secretos del universo, obra misteriosa de Dios.

Ascendencia quevedesca podríamos encontrar también en la comedia Amor es más laberinto, en la afirmación atrevida de Teseo, frente a Minos, que el hombre es hijo de sus propias obras, por consiguiente noble solo cuando lo es por su conducta moral. En el Sueño del Infierno, Quevedo hace que sus diablos así se expresen:

... el que en el mundo es virtuoso, ése es el hidalgo: y la virtud es la ejecutoria que acá respetamos, pues aunque uno descienda de hombres viles y bajos, como él con divinas costumbres se haga digno de imitación, se hace noble a sí y hace linaje para otros10.


Contemporáneo de Sor Juana, Juan del Valle y Caviedes (1652?-1697?), en el Perú, expresa, con modalidad distinta, la sátira, parecida tensión moral11. Ahora es el Quevedo jocoso, aparentemente burlesco, pero que hondamente zahiere las costumbres, inspirador y modelo. No cabe duda: Caviedes es un admirador del satírico español y lo sigue, pero afirmando su originalidad de hombre de ingenio.

El ruido de la vida parece llegarle a Sor Juana solo para herirla; desde su ser lastimado, la monja reflexiona sobre ella. El documento más vivo, como sabemos, y el más alto, es, en este sentido, la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, donde la mujer injustamente ofendida reacciona con dignidad y cultura12. Caviedes, por el contrario, vive en el mundo, bien metido en él, peleándose con todos, se diría como un pata en el suelo de cerebro muy fino, que se ha formado por sí mismo, como hace alarde en el romance que dirige a Sor Juana, donde declara:

no aprendí ciencia estudiada,

ni a las puertas de la lengua

latina llegué a llamarla,

y así doy frutos silvestres

de árbol de inculta montaña,

que la ciencia del cultivo

no aprendió en lengua la azada.

Sólo la razón ha sido doctísima Salamanca,

que entró dentro de mi ingenio,

ya que él no ha entrado en sus áulas,

la inclinación de saber,

viéndome sin letras, traza,

para haber de conseguirlas,

hacerlas, para estudiarlas;

en cada hombre tengo un libro

en que reparo enseñanza,

estudiando la hoja buena

que en el más malo señalan;

en el ignorante aprendo

ayuda y docta ignorancia,

que hay cosas donde es más ciencia

que saberlas, ignorarlas;



Quevedo asoma también en este concepto de la sabiduría y el hombre. El tono lo denuncia a las claras.

«Travieso ingenio» definía a Caviedes don Marcelino Menéndez y Pelayo13, el polígrafo que tanto contribuyó al conocimiento de las letras de ultramar, en una época feliz del hispanoamericanismo español, y al mismo tiempo a fijar, con su cáustico humor, clichés difíciles de eliminar.

Durante mucho tiempo el llamado Villon peruano -de origen español-, el «Poeta de la Ribera», del Rímac, que en Lima tomaba parte en las tertulias literarias de los virreyes, fue considerado, por su Diente del Parnaso, sátira encarnizada contra los doctores, un resentido; se hablaba, en efecto, de una supuesta enfermedad venérea, de la que los médicos no lo supieron curar y de allí su saña contra la categoría. Pruebas no existen y siempre he pensado que la realidad era bien distinta14. No hay que fijarse en las composiciones transgresivas, soeces, muy del gusto de la época, que tienen al gran satírico español cual punto directo de referencia fácilmente individualizable -romances «en defensa del pedo», a «un narigón disforme», los numerosos contra las mujeres, feas, desdentadas, codiciosas, pedigüeñas, fáciles, deshonestas, lujuriosas, falsamente espantadizas de ratones para parecer jóvenes, etc., los infinitos contra los médicos, vistos siempre negativamente, peores, para los enfermos, que la peste o el verdugo para el condenado, paseando incansablemente sus barbazas por orinales y cámaras, hablando un latinajo arbitrario, ignorante, adoptando posturas de «estafermo»-, sino en la concepción que Caviedes tiene del hombre y de la vida, en la dimensión moral que su obra nos ofrece.

Como Quevedo, el poeta limeño tiene una concepción negativa de la riqueza, combate con su sátira por una existencia intrínsecamente honesta y considera al hombre por su entereza. La superficie de su postura está representada por los temas «festivos» aludidos; la profunda identidad entre los dos poetas consiste en una misma concepción moral de la vida, especialmente en la íntima amargura con que ambos contemplan el deterioro de su respectivo mundo, con una nota de mayor seriedad ciertamente en Quevedo, en escritos como los Sueños, más aparentemente divertida en Caviedes, no menos preocupada y doliente en la sustancia.

El poeta de la Ribera era sobre todo un espíritu libre, que se encontró viviendo en un mundo beato, supersticioso, perdido en la ignorancia. Caviedes siente el peso de esta situación y en este sentido se parece bastante a Sor Juana: por la sed de verdad que lo domina, la curiosidad científica y la fe en la ciencia, el rechazo de la charlatanería y la superstición, la presunción y la ignorancia. Con notable atrevimiento, para la época y el ambiente, llega a explicar racionalmente hasta el temblor que asoló a Lima el 20 de octubre de 1687, ridiculizando la creencia de que los terremotos son castigos de Dios, «pues si fueran los hombres sin pecado, / terremotos tuvieran como tienen»15. Perfectamente alineado con Quevedo, quien explicaba los temblores como fenómenos naturales, lo mismo que la aparición del cometa16.

En el concepto que Caviedes tiene de la ciencia y del hombre consiste su contacto más íntimo con el gran escritor del Siglo de Oro, a pesar del distinto nivel artístico de su obra. Como Quevedo, él se siente directamente comprometido con la realidad en la que vive. Como el español, el poeta limeño ve con angustia desmoronarse su mundo, insidiado por el dinero -gran tema quevedesco, destinado a repercutir hondamente en el espíritu hispanoamericano- y denuncia la corrupción que la riqueza implica. De aquí procede la exaltación del valor del intelecto, entendido como exento de «pensiones». En el soneto «Que no hay más felicidad en esta vida que el entendimiento» afirma, pidiendo venia por su orgullo:

sin aquestas pensiones, el talento

se consigue, perdón que ofrezco el cielo;

con su luz entretiene y da contento,

si poesía y ciencia dan consuelo,

con que así el que tuviere entendimiento

el más feliz será que hay en el suelo.



Exaltar la inteligencia era también una forma para consolarse frente a la corrupción y la ignorancia imperantes, que denuncia doquiera, hasta en las cátedras universitarias, sin por ello desconocer los méritos de algunos. En «Remedios para ser lo que quisieres»17 se atreve a interrogar:

me digan si el ascenso que han tenido

por sus méritos sólo han alcanzado,

porque el mérito a nadie ha graduado.

..........................................................

porque es ciencia el saber introducciones,

y el que mejor hiciere estas lecciones,

haciendo a la virtud notable agravio,

es docto-necio e ignorante-sabio.



La penetración de Quevedo en el mundo hispanoamericano de la Colonia es directa y profunda. Llegará hasta El Periquillo Sarniento de Lizardi, pasando por La portentosa vida de la muerte de Joaquín Bolaños y La levadura del Sueño de Sueños, de José Mariano Acosta Enríquez, obras de escaso relieve estas. Pero la gran época de Quevedo en Hispanoamérica comienza con el siglo XX. Es en nuestro siglo cuando grandes poetas y novelistas acuden nuevamente a su obra, viendo en ella el reflejo directo de su problemática. No importará, como hemos dicho, la orientación política o religiosa; trátese de César Vallejo o de Jorge Carrera Andrade, de Octavio Paz o de Neruda, de Borges o de Fuentes, de Miguel Ángel Asturias o de Manuel Scorza, Quevedo ejerce en todos ellos sugestión grande.

La que más le debe a Quevedo es la poesía. Son los poetas los que más se identifican con la obra, con el mensaje del español, a pesar de que en la narrativa también encontramos huellas profundas. Son los grandes problemas del hombre los que se reflejan en los autores nuestros contemporáneos, que parecen haber encontrado en Quevedo a su autorizado maestro, al escritor que todo lo ha dicho antes.

Recordemos el entusiasmo de Neruda cuando, en Viaje al corazón de Quevedo18, evoca su primer encuentro verdadero, lejos de malas antologías, con la poesía del gran español: un viejo libro encuadernado en pergamino, comprado en un puesto de libros viejos, al salir de la estación madrileña de Atocha. Era algo predestinado y fue una lectura frenética, entusiasmante y al mismo tiempo angustiosa: «En la noche tomé mi tesoro», nos dice el poeta chileno, y añade que le había tocado recorrer «los más lejanos sitios del mundo» antes de llegar al que debió ser su punto de partida, España, y que en la vida de su poesía, en su pequeña historia de poeta había debido conocerlo casi todo antes de llegar a Quevedo:

Quevedo fue para mí la roca tumultuosamente cortada, la superficie sobresaliente y cortante sobre un fondo de color de arena, sobre un paisaje histórico que recién me comenzaba a nutrir. Los mismos oscuros dolores que quise vanamente formular, y que tal vez se hicieron en mi extensión y geografía, confusión de origen, palpitación vital para nacer, los encontré detrás de España, plateada por los siglos, en lo íntimo de la estructura de Quevedo. Fue entonces mi padre mayor y mi visitador de España. Vi a través de su espectro la grave osamenta, la muerte física, tan arraigada a España. Este gran contemplador de osarios me mostraba lo sepulcral, abriéndose paso entre la materia muerta, con un desprecio imperecedero por lo falso, hasta en la muerte. [...] Fue sacando ropaje de los vivos, su obra fue retirar caretas de los altos enmascarados, para preparar al hombre a la muerte desnuda, donde las apariencias humanas serán más inútiles que la cáscara del fruto caído. Sólo la semilla vuelve a la tierra con el derecho de su desnudez original19.


No nos maravillamos, por consiguiente, si tan honda adhesión cultiva en Neruda tanto canto a la muerte, a partir de las primeras Residencias en la tierra. Quevedo le comunica al chileno el sentido profundo del límite humano, que en él se vuelve dramático porque la muerte no desemboca en construcción alguna más allá de la tierra. La muerte quevedesca acentúa en Neruda la preocupación por el destino del hombre, determina una extraordinaria ternura hacia él, que desemboca en versos inolvidables en «Entierro en el Este», de la primera Residencia en la tierra, al considerar la miseria del aparentemente poderoso viajero, del que, una vez quemado en el rito, solamente quedan pocas cenizas flotando sobre las aguas del río de los muertos; o más aún, en «Las guerras», de Fin de mundo, cuando contempla la pobre muñeca que sobrevivió a la niña, quemada en Viet Nam «por los aéreos asesinos».

Ternura y angustia al mismo tiempo, lecciones inolvidables, que en la distancia del tiempo el poeta seguirá recordando casi con desesperación.

Los años sucesivos no le depararon a Neruda perspectiva mejor. En «Muerte de un periodista», de Fin de mundo, incitaba desalentado a que nos preparáramos a morir, devorados por mandíbulas maquinarias, aplastados por un tanque. El nuevo siglo se le presentaba como el siglo de la ceniza y la muerte.

Sin embargo, Quevedo había sido para el poeta chileno también fuente de imágenes deslumbrantes. Recordemos las perlas, los diamantes y rubíes, la exaltante «familia de oro ardiente» que del «Retrato a Lisi» de Quevedo pasa a la nerudiana «Oda con un lamento», de la Segunda Residencia. De cualquier modo, la lección que más aprende Neruda del autor español es la de la fragilidad del hombre:

No lo preserva el tiempo que lo borra:

la tierra de unos años lo aniquila:

lo disemina su espacial colegio20.



Quevedo siempre, metido hasta en los últimos poemas, que aparecerán póstumos: si en Incitación al nixonicidio el mar y Quevedo son «graves desmesuras», en el póstumo «Con Quevedo, en Primavera», de Jardín de invierno, el poeta español parece confirmarle al chileno su propio destino de tierra, la lección, en definitiva, que le ha ido dando durante toda su vida21.

Con dureza, producto de amargura, denuncia Vallejo, en la composición LXXV de Trilce el concepto quevedesco de la muerte -«Estáis muertos. / Qué extraña manera de estarse muertos. / Quienquiera diría que no lo estáis. Pero, en verdad, estáis muertos»-, mientras un artero golpe late dentro del corazón, recordando, en «Unidad»22, al Quevedo de «El reloj de campanilla», transformada, en el poema de Vallejo, la «hora irrevocable» en el plomo único que en el tambor del revólver el gatillo encontrará al azar23. Así la vida del hombre. Una vida que el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, en «Costumbre», de Edades Poéticas, ve insidiada por el proceso destructor del tiempo, muy cerca del Quevedo del soneto «Fue sueño ayer; mañana será tierra» y del Salmo XVII del Heráclito cristiano.

Tema de Carrera Andrade es el polvo, cuya acción contempla casi con serenidad, mientras que para Neruda era angustiosa señal de la destrucción universal. Lo que va auscultando el poeta del Ecuador es la lenta destilación de la muerte dentro del organismo humano, alambique que va cavando internamente su monumento24.

Por su parte el mexicano Octavio Paz afirma una idea de la muerte en la que se funden Quevedo y la concepción náhuatl, que la interpreta como reintegración del ser en el gran ritmo del universo. Pero tampoco Paz se resiste a expresar el sentido dramático que la muerte implica25. En «Cuarto de Hotel», de Libertad bajo palabra, asoma poderosa la presencia del soneto de Quevedo que comienza con los versos «Ya formidable y espantoso suena / dentro del corazón el postrer día». Escribe Paz:

Mi solitario corazón repite

su misma sílaba de siempre.

¿Cuenta la arena del insomnio,

mide la forma del vacío?

No llama a nadie y nadie le contesta:

marca el paso, los pasos de la muerte.



El mismo Borges acepta la caducidad, la destrucción, la ceniza, la quevedesca constatación de que «todo es del gusano», como se expresa en «Ewigkeit», repudia la pompa con que se viste la muerte -«Pompas del mármol, negra anatomía / Que ultrajan los gusanos sepulcrales», escribe en «E. A. P.»-, manifiesta el horror por el «ultraje de los años», evocando, en «Arte Poética», aún más a Quevedo, contempla, en «Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín», la «humillación de envejecer».

La originalidad de Borges sobre el tema consiste en su profunda piedad hacia el hombre, que brota de una patética contemplación de las cosas que le pertenecieron, como vemos en «La noche que en el Sur lo velaron»26.

En cuanto a la narrativa, hay ejemplos notables de la adhesión a Quevedo, sobre todo en la obra de Carlos Fuentes y de Miguel Ángel Asturias. Recordemos de Fuentes la extraordinaria novela La muerte de Artemio Cruz: en cierto momento encontramos en ella al protagonista, rico, poderoso ya, por haberse indignamente aprovechado de la Revolución, intento a considerar, frente al espejo, mientras se afeita, el desgaste de los años. El espejo le devuelve una imagen inquietante, subraya la desventura de la vejez, terrible para el hombre poderoso, que se obstina en mantenerse joven. De nada le vale a Artemio cerrar los ojos frente al espectáculo de su destrucción, porque cuando vuelve a abrirlos el espectáculo es aún más dramático:

... Tomó la navaja. Estaba llena de vellos castaños, generosos, prendidos entre la hoja y el rastrillo. Se detuvo con la navaja entre las manos. La acercó a los labios y cerró, involuntariamente, los ojos. Al abrirlos, ese viejo de ojos inyectados, de pómulos grises, de labios marchitos, que ya no era el otro, el reflejo aprendido, le devolvió una mueca desde el espejo27.


La enumeración minuciosa de preparativos y objetos sobre los cuales Fuentes construye la escena, subraya con insistencia muy propia del Quevedo de los Sueños, implacable denunciador del desgaste humano, la repugnancia con que el hombre toma conciencia de su propia decadencia.

La novela de Fuentes representa un inquietante escarmiento; es, a la manera de Quevedo, un gran himno negativo a la muerte. Sentado en su sillón, rodeado de los adoradores del poder y la riqueza, Artemio afirma su potencia material, pero nada puede contra el deterioro físico, que ahora se manifiesta en su cansado arrastrar los pies cuando camina, a pesar de los ricos zapatos de charol, en la corpulencia y pesadez de su cuerpo, vestido de ricos tejidos, en las gruesas venas que surcan sus manos bien cuidadas, en el pelo perfectamente arreglado, pero gris y ralo en la frente amplia, en la dentadura postiza, que de cuando en cuando tiene que recomponer, en las bolsas de carne que le cuelgan al lado de la nariz y se pierden en el cuello, en los pómulos duros, surcados por un retículo de arrugas que nacen de los párpados, cada vez más hundidos, «como si quisieran proteger esa mirada entre divertida y amarga, esos iris verdosos escondidos entre los pliegues de carne suelta»28.

Un espectáculo horroroso. Es el triunfo de la muerte. Un trágico mascarón preside la comedia de la vida. La larga agonía de Artemio Cruz, ritmada por el insistente latín del cura, no hace más que recordar con insistencia al lector páginas de Quevedo, las del Sueño de la Muerte, en particular, hondamente grabadas en sus adentros:

... La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte; tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos. La calavera es el muerto, y la cara es la muerte; y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo y los güesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que sobra a la sepultura. [...] Pensáis que es güesos la muerte, y que hasta que veáis venir la calavera y la guadaña no hay muerte para vosotros; y primero sois calaveras y güesos que creáis que lo podéis ser29.


No cabe duda: Carlos Fuentes ha meditado profundamente este pasaje.

Por lo que se refiere a Miguel Ángel Asturias, fácil es documentar su entrañable adhesión a Quevedo, desde los orígenes de su creación artística. Mucho ha aprendido el gran novelista guatemalteco del escritor español, especialmente de los Sueños y de La vida del Buscón, pero también de la poesía. En la obra de Quevedo, Asturias ha encontrado su punto de referencia preferido y en los últimos días de su vida consuelo y alivio en la lectura de textos como La Providencia de Dios y La constancia y la paciencia del Santo Job30. Al autor del siglo XVII le acercaba, por otra parte, desde siempre, el gusto por el neologismo, el juego lingüístico, la hipérbole, el doble sentido, la innovación idiomática revolucionaria y hasta cierta tendencia escatológica.

Ya en El Señor Presidente podemos apreciar contactos concretos con Quevedo, el de los Sueños. Las bartolinas donde, en páginas iniciales, el Auditor de guerra manda dar tormento a los pordioseros, se parecen claramente a las pocilgas de Las zahúrdas de Plutón, y los corchetes son parientes empeorados de los demonios, como aparecen en El alguacil endemoniado, y además moralistas como ellos, mientras que el aludido Auditor es figura terrificante cuando, subido a un carricoche «tirado por dos caballos flacos que llevaban de lumbre en los faroles los ojos de la muerte»31, va a dar parte al Señor Presidente de las confesiones arrancadas por medio de la tortura. El pórtico infernal se construye sobre insistidas y sombrías onomatopeyas:

¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! [...] ¡Alumbra, lumbre de alumbre sobre la Podredumbre, Luzbel de Piedralumbre! Alumbra, alumbre, lumbre de alumbre... alumbra... alumbra... alumbra, lumbre de alumbre... alumbra... alumbre...32


No me detendré en un examen pormenorizado de los puntos de contacto que Asturias presenta con Quevedo; ya los puse de relieve en otra ocasión33: solo me limitaré a recordar en El Papa Verde, de la «trilogía bananera», la presentación de Chicago, «próspera porcópolis, donde en cada puerta había un Papa Verde»34. Un sello surreal nos recuerda al Bosco, pintor idolatrado por Quevedo e igualmente por Asturias.

Un tema, insistido en la obra de Asturias, como en la de Quevedo, es el del poder corruptor del dinero. Presente en toda la obra del escritor guatemalteco, la condena de la riqueza como fuente de corrupción ve su momento más significativo en Mulata de tal. Celestino Yumí recibe su punición por haber vendido su esposa, por dinero, al diablo del maíz, Tazol. Vuelto enormemente rico, lo perderá todo, cuando lo asalta la nostalgia, porque el rico no puede tener sentimientos. El diablo, moralista a lo Quevedo, mientras le tienta enseñándole desde lo alto de un árbol que crece, crece incansablemente -Satanás lo había hecho con Jesús, llevándolo sobre la cumbre de un monte-, la infinita riqueza que le va a dar, también denuncia el poder corruptor que ella implica:

... el dinero es el mejor escudo: contra Dios, dinero; contra justicia, dinero, dinero para la carne; dinero para la gloria; dinero para todo, para todo dinero. [...]35


Al Sueño de la muerte nos conduce la última novela publicada por Asturias en vida: Viernes de dolores. Las páginas iniciales, donde el novelista presenta el mundo sepulcral de los suburbios de la capital guatemalteca, lugar del cementerio, representan un insistente, eficaz juego, que pone de relieve la miseria de la vida humana. Como en el Sueño de la muerte, la terrible presencia domina. Ciudad y cementerio acaban por ser una misma cosa y el sepulturero, Tenazón, repite, como los diablos del Sueño del Infierno, refiriéndose a los muertos, las terribles palabras: «Más combustible... adelante... aquí la muerte es natural como la vida»36.

La gran originalidad de Asturias consiste en la acumulación de elementos en torno al tema de la muerte, en la creación de personajes extraordinarios que ya no se borran de la mente del lector, en la abundancia de elementos del humor negro, como cuando describe lo que pasa en la fonda de «Los angelitos», donde se dan a los clientes de sexo femenino caretas para que oculten sus facciones al entrar a los retretes, desprovistos de puertas, pero con inodoro adecuado, taza blanca y tablas «como salvavidas negros para traseros de personas de luto»37. A estos pasajes se añaden otros de gran ternura, como aquel donde se alude al llanto contenido de los parientes, que no quieren con sus lágrimas mojarle las alas a los «tiernos»38.

Al final, el gran desfile mortuorio que, a pesar de su originalidad, nos hunde en un clima propio del infierno de Quevedo:

Los cocheros, postillones, palafreneros y maceros de pompas fúnebres, enlatados, como conservas de la muerte, en sus cuellos, pecheras, y puños de almidón y pez, charolados, emplumados, espejeantes, brindaban, entre nubes de tabaco, con los sepultureros rojizos de polvo de ladrillo de tumba, marmoleados de cal, con los tipógrafos de esquelas mortuorias, con los carpinteros de ataúdes y con todo aquel que algo representaba en la próspera industria funeraria. [...]39


El discurso sería largo sobre las relaciones entre Asturias y Quevedo; creo suficientes estas notas para dar una idea.

Últimamente otro narrador relevante, Mario Vargas Llosa, ha revelado su acercamiento al gran escritor castellano, precisamente en una obra de aparente intención erótica, Elogio de la madrastra. En el ejercicio higiénico maniacal del protagonista, don Rigoberto, para conservarse joven, el novelista destaca, por contraste, la decadencia física, el paso inevitable del tiempo, el acercarse quevedesco de la vejez40. En todo el libro, por encima de la pompa de la carne, se impone el triunfo de la muerte.

No menos interesante es, para nuestro tema, la novela de Gabriel García Márquez, El general en su laberinto, dedicada a los últimos días de Bolívar. El general presencia, podríamos decir, su propia muerte, cava en sí mismo, como afirmó Quevedo, su monumento. El narrador nos ofrece un aterrador ejemplo de la vanidad de las cosas humanas, del poder como de la gloria, destaca la fragilidad del hombre, destinado a morir sin aplausos, sin amigos, en una soledad fría, asechado por un reloj imparable, cruel e indiferente, amargado por la vista de los objetos que sabe, con imprevista lucidez, no volverá a emplear ni a ver jamás:

Examinó el aposento con la clarividencia de sus vísperas, y por primera vez vio la verdad: la última cama prestada, el tocador de lástima cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir, el aguamanil de porcelana descarchada con el agua y la toalla y el jabón para otras manos, la prisa sin corazón del reloj octagonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final. Entonces cruzó los brazos contra el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volverá a repetirse41.


Un pasaje estremecedor ciertamente, digno del mejor Quevedo, pero con una nota humana extraordinaria, de gran ternura, que nunca le habíamos notado antes a García Márquez.

Como se ve, el siglo XX aprecia de Quevedo al escritor moralista, al que subraya la medida del hombre, que pone de relieve su límite y su deterioro, su condición trágica y desamparada en la tierra. La problemática existencial de Quevedo sigue siendo actual, como lo es todo lo que se refiere más íntimamente al hombre. Su obra constituye para muchos artistas hispanoamericanos -y españoles- un punto sugerente de referencia, una lección ética y estética, por encima de la cual uno va afirmando su propia originalidad.