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Anamnesis del legado autoritario: Novela negra con argentinos de Luisa Valenzuela

Ksenija Bilbija1





La metáfora «El lenguaje es un virus», suscitada por William Burroughs y luego llevada a su segunda resonancia en un poema de Laurie Anderson, sugiere no solo la capacidad transmisora de la lengua, sino también el contacto con el otro; el contagio y la posible infección. El virus lleva un mensaje (genético) codificado e impone su propia lectura de este mensaje en contacto con otro cuerpo, alterando en este proceso la estructura y la constitución del huésped. Si bien su efecto en el mundo nada metafórico de las enfermedades es atroz y ocasionalmente letal, esta relectura y reinterpretación de los mensajes cifrados en clave en el mundo textual implica la eficacia de la palabra y su capacidad para subvertir las tradiciones, desestabilizar las epistemologías dominantes y las estrategias de representación. El lenguaje es capaz de condensarse o expandirse mientras se incorpora al nuevo huésped. Puede interrumpir un sistema para cambiar los aparatos institucionales, la perspectiva humana y, consecuentemente, la sociedad. Puede anunciar para denunciar. El sentido deconstructivo de la metáfora «el lenguaje es un virus» de Burroughs y Anderson indica el cuestionamiento de los postulados originarios y de las ficciones fundacionales, basados en el pensamiento occidental regido por la lógica de las oposiciones binarias que sostienen un yo (el sujeto) que se opone al otro. Mientras el virus anula sistemas inmunitarios, cancela las defensas celulares y modifica las relaciones entre el cuerpo que lo hospeda y la sociedad, corrompiéndolo malignamente, el virus del lenguaje es imaginado como un agente liberador capaz de interrumpir, permutar y transformar teleologías fijas del poder y producir cuerpos sociales más sanos en los que el yo y el otro no se verán como entes opuestos y jerarquizados, sino como cuerpos que aglutinan células de identidades protagónicas.

La desarticulación del significado, efectuada tras el metafórico virus de la lengua, postulada en las teorías de Jacques Derrida como «aporía», implica una suspensión de las oposiciones binarias de tipo «uno u otro» y su sustitución por la lógica del «ambos/y»2. Un buen ejemplo sería la palabra «huésped», que proviene del latín hospes y que según el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas denota la reciprocidad hospitalaria, o sea, no solo al que hospeda sino también al hospedado; no solo a la persona alojada en casa ajena sino también a la persona que hospeda en su casa a otra (Diccionario de la Real Academia Española). El diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española de Roberts y Pastor explica esta ambigüedad del significado a través de las raíces indoeuropeas que constituyen el término hospes: ghos («invitado» o en inglés «guest»)+ poti («amo», «dueño») simbolizando así la relación de una obligación recíproca, o sea, la evolución del «que hospeda» a «hospedado». De la misma raíz indoeuropea ghos-ti (extranjero, huésped en español, giest en anglosajón o gostu en búlgaro antiguo y gost en serbio) proviene el vocablo latín hostis denotando al enemigo. El contacto entre dos subjetividades no solo se traduce en el contrato de la hospitalidad que vincula al que la recibe con el que la brinda, sino que también está problematizado por la etimológicamente incrustada hostilidad. Este ensayo es una cartografía de los bordes de la hospitalidad y de la hostilidad en el territorio de la Novela negra con argentinos de Luisa Valenzuela de 19913.

Los ecos del latín que todavía resuenan en el castellano indican que en los extremos de la hospitalidad están dos huéspedes: el anfitrión que extiende la invitación y el invitado que la acepta. Aunque ubicados a ambos lados del gesto hospitalario, el anfitrión y el extranjero no son antagónicos y oposicionales sino que se condicionan mutuamente. Según Derrida, la otredad del extranjero es una otredad negociada en la que el yo del anfitrión se suplementa con el otro4. El gesto hospitalario lo hace vulnerable al anfitrión que se abre hacia el extranjero. El invitado móvil transmite su otredad a la inmovilidad del hogar del dueño, marcando diferencias y contrastando su lugar propio con el de su anfitrión. Al aceptar la hospitalidad, el extranjero introduce la diferencia en lo familiar, desafiando así el modus vivendi de su anfitrión. El punto de contacto, el contagio, es la lengua en la que pueden comunicarse y que será la lengua del otro para uno de ellos. Esta traducción (tra-duceré) de las identidades se efectúa literalmente en el sentido de que el cambio es transportado de una identidad a otra. En el caso del extranjero, la única propiedad que lleva consigo, y que viene de su morada natal, es su lengua. Esta le sirve no solo como un marcador lingüístico sino también cultural, político y legal. Novela negra con argentinos articula precisamente la problemática de estar marcado por una lengua que es capaz de obstinadamente acceder al inconsciente individual y cultural y revelar presencias desaparecidas.

Lo que distingue al extranjero de este ensayo de las recientes construcciones abyectas, abominables, conspiradoras, intolerantes y paranoicas de la otredad en Europa, Estados Unidos y Asia, cuyo origen es múltiple y reside en siglos de colonización, racismo y explotación económica, es que está construido como un ser sumamente ético que proviene de un lugar marcado por la violencia. Es un espectro que responde a la hospitalidad con hostilidad como si estuviera contagiado por el virus de la violencia y como si proviniera de más allá de la racionalidad habiendo incorporado a un otro cuya voz no reconoce. O tal vez, siguiendo las huellas de la etimología indoeuropea (spek), se transforma en espejo que refleja la violencia de su propio hogar y patria. No es destructivo a propósito ni quiere vengarse de algún modo consciente, pero termina reproduciendo la agresión y transfiriendo el trauma, la herida inferida a la psique y no solo al cuerpo. Es un extranjero que sin saberlo, aloja el virus secreto que lo vuelve inasimilable a la sociedad que le brindó hospitalidad y cuyas secreciones involuntarias modificarán letalmente el cuerpo social que lo alberga.

Freud dijo en sus escritos fundacionales del psicoanálisis que el ego no es dueño de su propia casa aunque lo parezca. El inconsciente también está alojado allí y en casos en los que el individuo ha sufrido experiencias traumáticas estas pueden volver a aparecer de maneras muy extrañas. A la repetición involuntaria de un evento traumático que el individuo no puede dejar atrás y que parece solo estar en una remisión condicional, Freud la ha llamado una neurosis traumática. Cathy Caruth basa su teoría del trauma en la idea freudiana e intenta explicar la compulsión a la repetición. Según ella, la herida que sufrió la psique es un evento que ocurrió tan inesperadamente que la mente consciente no tuvo tiempo para procesarlo y asimilarlo, pasándolo al inconsciente del que incurre repetidamente tras pesadillas, extrañas acciones repetitivas y actos carentes de lógica racional5. Es como si el pasado no estuviera distanciado del presente sino que formara parte de él y que la herida no asimilada quisiera vocalizarse. Caruth nos recuerda que la historia, al igual que el trauma, nunca nos pertenece solo a nosotros, sino que representa la red de los traumas en que todos estamos implicados (p. 24). El trauma y el duelo invaden el presente, el ser humano los re-vive y actúa a su vez porque i el simbólico procesamiento y elaboración del evento traumático, de la herida, nunca se efectuó completamente. Lo que vuelve a perseguir a la víctima no es solo la realidad horrorosa sino también la realidad de la manera en que ese evento pasó al inconsciente sin ser procesado por la mente consciente. Según Caruth, tanto observadores identificados con las víctimas, como los individuos directamente afectados pueden estar atrapados en este proceso. La articulación de la herida psíquica, tanto individual como colectiva, se efectúa en la palabra -en el caso del proceso psicoanalítico- y también en la literatura, parábola del trauma. En un sentido metafórico, la situación es paradójica; el lenguaje quiere convertirse en cuerpo y un cuerpo no puede hablar sin lenguaje.

En Novela negra con argentinos el extranjero ya había dejado atrás el sistema represivo y totalitario de la Argentina de la dictadura militar (1976-1983) llegando a una sociedad democrática, la Argentina en la era de Menem. Es una narrativa sobre el desplazamiento de la memoria, cuyo protagonista se transforma en agente de la violencia arbitraria para evitar transformarse en su víctima. En mi lectura, este texto articula simulada y distorsionadamente, memorias socio-históricas. La articulación, según las postulaciones de Freud, es a veces facilitada por el cambio del espacio y el uso del idioma extranjero, o sea, la lengua en la que no se había dado la contaminación traumática. La narrativa patógena del trauma y del extranjero, objeto de mi estudio, girará alrededor de las imágenes de la muerte y de lo femenino.

El extranjero que habita el texto de Valenzuela es testigo de un trauma histórico que lo afectó. Según el estudio de Felman y Laub el trauma ocurre cuando el individuo no tiene el marco conceptual apropiado para asimilar o integrar las experiencias límites y por eso «literalmente nos volvemos testigos solamente de lo que ya está al alcance de nuestros propios marcos conceptuales»6. Consecuentemente, es necesario acceder a un medio imaginativo para vislumbrar la realidad histórica junto a la inimaginable historicidad auténtica. En este sentido la imaginación literaria de Valenzuela ofrece un puente hacia una experiencia que, como la muerte misma, no puede tener testigos directos para relatarla. El que la experimenta muere y no puede contar.

El trauma que marcó el territorio argentino se caracteriza por una modalidad particularmente brutal; la desaparición del cuerpo. Este tipo de violencia, como lo arguye Marcelo M. Suárez-Orozco, «hace borrosa la distinción entre la vida y la muerte alimentando la sensación de unheimlich Freudiano; ¿están vivos o muertos los desaparecidos?» (p. 365). Según el antropólogo, el tenor colectivo tiene su propia gramática asociada con los siguientes mecanismos defensivos; denegación colectiva, racionalización defensiva y la internalización del terror7.

El sicoanalista argentino Juan Carlos Kusnetzoff estableció que una de las víctimas de los violentos estados totalitarios es la percepción, porque dentro de un sistema represivo los ciudadanos aprenden qué es lo que no deberían percibir y «saber». Kusnetzoff nombró ese mecanismo «percepticidio» estableciendo que el miedo a perder lo poco que uno conserva hace que el ser humano se adapte a menos derechos y libertades, que gradualmente acepte las realidades nuevas y que no «vea» los abusos y la desmesura del sistema represivo (Suárez-Orozco, p. 367). De este modo, las responsabilidades cívicas se reemplazan con la disciplina impuesta por el orden autoritario y uno sigue viviendo sin «ver» que el espacio público ya no es público porque uno lo habita tratando de no mirar y de no ser mirado. La racionalización del tipo «por algo será» acompañaba y seguía el proceso de negación colectiva como corolario de la magnitud incomprensible de la violencia. Esto ya es un signo de la caída ética cívica porque presupone la culpa de los detenidos y no la necesidad de investigar a través del sistema jurídico. La época justo después de la dictadura, el período que sirve como trasfondo de Novela negra con argentinos, es cuando lo reprimido, lo negado, estalla con toda la violencia. Es por eso que durante el primer gobierno democrático se efectúa lo que Suárez-Orozco denomina «internalización y elaboración del terror» (p. 369). Los medios de comunicación en Argentina estaban saturados de los detalles más gráficos de las torturas efectuadas en los centros clandestinos. Los torturados, pero también los torturadores, hablaban incesantemente de sus experiencias. Había empezado la elaboración colectiva del trauma y de la degradación de la sociedad.

Correlativa a la necesidad de hablar de las experiencias es la necesidad de rearmar a través de la escritura los fragmentos de la identidad fracturada, traducir en la materialidad de las letras una historia que tenga coherencia y que le dé sentido a la memoria de lo que uno ni quiso ni pudo percibir en el momento en que se dio. Se trata de narrar lo inenarrable de la experiencia genocida y a través del proceso repetir el trauma para dominarlo. La etimología del trauma trae la imagen de la herida. Uno no puede ni abandonarse a su aniquilamiento total ni ignorarla. Como dijo uno de los informantes de Suárez-Orozco, «Si la herida mayor se cubre se va a pudrir. Sin embargo si se deja al aire con mucha luz puede sanar» (p. 370). Aun así, la piel será inscrita imborrablemente con una cicatriz.

El pensamiento freudiano propone la repetición discursiva del trauma ante un psicoanalista capaz de acompañar al paciente y ayudarle en el enfrentamiento con los espectros del pasado. La novela de Valenzuela investiga los alcances y efectos del trauma colectivo en el individuo, un ciudadano que ni maltrató ni fue maltratado directamente y quien, sin embargo, resulta afectado por el percepticidio y contagiado por el latente virus de la violencia. Este ciudadano de Buenos Aires, el protagonista Agustín Palant, es un escritor que está en Nueva York donde, exasperadamente, intenta escribir. El proceso de la exteriorización y verbalización, que presupone la escritura, no se efectúa. El cuerpo escritural no se da y sin poder pasar el ímpetu creador por una comprensión racionalizadora y ética, mata arbitrariamente a una actriz nada amenazadora de Nueva York a quien recién había conocido y quien le había brindado su hospitalidad. La narración de Valenzuela es sobre el cruce de fronteras y el desplazamiento de la historia, sobre memoria y culpa. Es sobre una transformación aparentemente perversa de la víctima en victimario. «Y él se había cuidado bien de no ser agredido, nunca había pensado en cuidarse de ser el agresor» (p. 22). Se reemplaza el cuerpo escritural (cuerpo literario) con el cadáver (cuerpo caído) de la mujer anónima y el resto de la narración es una búsqueda de las pautas del trauma colectivo por los canales de la lengua, una anamnesis del legado autoritario. Ese anamnesis, ese interrogatorio de los antecedentes de una patología, esa búsqueda que solo puede ser lingüística, empezará con la travesía por el abecedario. Agustín Palant compra el arma que le transformará en el perpetrador de la violencia en el barrio de Nueva York conocido como Alphabet City donde las avenidas están marcadas por las letras del comienzo del alfabeto, «largarse hasta la avenida C, por ejemplo, atravesar el abecedario [...] meterse en las letras con el cuerpo» (p. 14).

¿Qué es lo que empuja a Agustín Palant a rechazar el regalo de la anfitriona del apartamento 10H, lista para hacer el amor con él, y a sustituir el placer sexual por la compulsión a repetir lo que no quiso ver en su propio país durante la dictadura militar? Solo hacia el final de la novela este extranjero (tanto ante sí mismo como para su víctima en Nueva York) llegará a un posible reconocimiento de su culpa e invocará a través de una negación explícita que «[no había nada en su pasado], nada, y eso es lo aterrador, nada mientras en mi misma casa de departamentos en Buenos Aires se llevaban a otros inquilinos, encapuchados, y no los volvíamos a ver. Nada, cuando unos vinieron a pedirme ayuda y no pude hacer nada ¿qué querés que hiciera? si ni les creía del todo, ni siquiera cuando María Inés» (p. 220). La interrupción abrupta por la articulación del nombre de una desaparecida por el gobierno militar, de un cuerpo cuya materialidad había sido borrada por las autoridades y luego también blanqueada por la mente consciente de un testigo, es cuando reconoce el contagio por el virus de la violencia; es el momento que dentro del texto de Valenzuela no se clausura gráficamente con un punto final, pero sí con un espacio en blanco, equivalente al silencio, que lo separa del siguiente párrafo.

Desde la incursión a la ciudad alfabeto y el momento del asesinato de la actriz cuyo nombre desaparece de la psique de Agustín inmediatamente después del crimen, tal vez apropiadamente efectuado en el apartamento 10H y marcado por la letra que en el alfabeto español solo tiene una huella gráfica, pero no una voz, al lector se le dan pistas para seguir las pautas de la represión mnemónica y de la negociación entre la hostilidad y la hospitalidad. El apellido de la víctima nunca se conocerá mientras que el nombre, Edwina será truncado a Vic -abreviación de su status de víctima- perdiendo a la vez su género (literario, sexual) porque Agustín al principio le dice a su compatriota Roberta que había matado a un hombre. Al mismo tiempo, Agustín también sufrirá una transformación pasando a ser Gus, y luego Magú de aspecto físico, y con su identidad sexual y genérica sometida a alteraciones. Cuando la foto de la víctima del asesinato aparece en la primera página del periódico, igual que las fotos de las víctimas desaparecidas de los crímenes de los militares que todavía miran desde las páginas de los diarios argentinos, Agustín la corta y la deposita en un «repliegue interno» de su billetera (p. 42). La cara de su víctima literal, Edwina, pronto empieza a descomponerse bajo su mirada, perdiendo la integridad de su cuerpo. Al depositar la foto de Edwina en su billetera (el lugar donde generalmente se guardan las fotos de seres amados), Agustín pensó que la foto permanecería allí para siempre (p. 42). Sin embargo, como saldar ciertas cuentas es imposible (p. 84) y la vida humana no tiene precio, la cara de Edwina no permanecerá mucho tiempo en la billetera. Agustín consumirá su culpa interiorizándola literal y literariamente tragando la foto; « [...] poco a poco y sin darse cuenta de lo que estaba haciendo se había comido el retrato de Edwina. Mero papel de diario pero tanto más. Empezó lamiéndola como queriendo besarla y terminó metiéndosela del todo en la boca y deglutiéndola. Ahora Edwina estaba en él, sin imagen ni sexo. O no. Edwina toda imagen, toda sexo incorporada a él. Empezando ya a rebelarse» (p. 77).

La vocalización de la palabra «rebelarse», dicha por hispanohablantes, es como la de «revelarse», así que la travesía iniciada en Alphabet City, que pasó por 10H y un recorte del periódico, acaba en un descubrimiento, a pesar de su intento explícito e inmediato de encubrir. Una vez incorporada la imagen de Edwina empezará también la indagación de la «secreta memoria del olvido» y la concientización de los recuerdos «de los que él casi no sabe, todo un país dejado atrás, un tiempo y un horror que no llevaba ese nombre (con gritos en la casa de al lado y desaparecidos). No. Recuerdos intolerables de otras víctimas que, como Edwina, no serán mencionadas de nuevo. Aquello que nunca más debería ser reflotado, y ahora estos resquicios de memorias enturbiándolo todo» (p. 77). La mención de las desaparecidas, todavía puesta solo entre paréntesis y de este modo aislada de la conciencia narrativa, anuncia el proceso del reconocimiento y de su enunciación.

La memoria del trauma funciona como un cuerpo extranjero, un virus, que mucho después de alojarse en su involuntario huésped, sigue activo preservando clandestinamente lo que el consciente todavía no puede tolerar. «Lo que nos pertenece sin que podamos reconocerlo como nuestro» (p. 88) lo definiría la ambigua voz narradora. El plural es más que apropiado porque la novela investiga las huidizas fronteras de la culpa colectiva.

El texto de Valenzuela regenera la concepción del trauma, su latencia y, finalmente, su reconocimiento. En este sentido, el lenguaje, como un virus, pasa por diferentes mutaciones. El narrador omnisciente que abre Novela negra con argentinos con una voz fría y distanciada pronto se ubicará tras el protagonista Agustín Palant, pasando en un momento inclusive a la primera persona (p. 109). Esa voz omnisciente también pasará a la protagonista femenina, Roberta, una escritora argentina que reside en Nueva York. Ella, por su parte, además de la focalización a través del narrador omnisciente, también se encargará de una narración en primera persona (pp. 115-16). La novela terminará con el narrador omnisciente clásico que presenta una conversación entre Roberta y su amante Bill quien clausura el texto con un comentario sobre la imposibilidad de entender a los novelistas argentinos.

La novela de Valenzuela es sobre un crimen que ocurre «en la llamada realidad, no en el escurridizo y ambiguo terreno de la ficción» (p. 3). Aunque el lector podrá creer que el referente de la palabra crimen es el asesinato de la actriz Edwina por parte de Agustín cuya descripción le sigue directamente en el texto, también se puede asumir que el verdadero crimen es el asesinato de María Inés, que fue posible gracias al percepticidio de los argentinos. Originalmente, la novela iba a llevar el título El crimen del otro8. En ese sentido, Agustín sería solo un personaje de Roberta quien intenta «escribir con el cuerpo» de él para revelar el trauma que ella misma siente por lo que había pasado en su país. «¿Quién había apretado el gatillo por él, quien tan metido en él y tan ajeno, habría impartido la orden?» (p. 34), se pregunta el (prot)agonista Agustín en primera persona. La respuesta puede ser que lo hizo Roberta pues controla la narración. La frase «El primer paso de Roberta en la historia de Agustín no fue de indagación sino de ocultamiento» (p. 40) ofrece una clave (oculta) de tal lectura, anunciando que Roberta escribe la historia de Agustín ocultando algo, tal vez «lo que nos pertenece sin que podamos reconocerlo como nuestro» (p. 88). Desde la introducción de los protagonistas, ambos novelistas argentinos, se puede ver que se complementan: él es un razonador y ella es impulsiva (p. 10); él comete un crimen «como quien cuenta la historia de otro» (p. 38), ella le ayuda ocultarlo; una vez separados, cada uno en el apartamento del otro, lloran al mismo tiempo: él, porque los ojos de Edwina lo condenan desde la portada del periódico, y ella porque acaba de descubrir en el apartamento de Agustín sus vómitos, lo que extirpó de sí mismo al darse cuenta que había matado a una mujer (p. 42). Roberta se enfrenta con lo abyecto propio, con el hedor del trauma, refractado en su personaje, distanciado, ajeno, y por eso más fácilmente disecable. En otra instancia se declara que el autor, a diferencia del personaje, tiene que conocer/entender los motivos del personaje: «El protagonista o antihéroe o lo que quieras no necesita conocer sus motivos... pero vos sí. Como autor, digo» (p. 47). Al terminar la introspección a través de su personaje rebelde, Roberta anunciará que es hora de salir del espacio en el que estuvieron encerrados (p. 112). Agustín no entiende por qué había matado a Edwina y Roberta se ofrece para hacer la pesquisa. Al revisar secretamente el manuscrito de la supuesta novela de Agustín, ella descubre que está lleno de tachaduras, borrones, correcciones (p. 89), claro indicio de la represión e impotencia frente a lo que se quiere narrar. Roberta esconde el manuscrito de Agustín en el S&M parlor de Ava Taurel, el lugar en el que el consentimiento es lo que separa lo que durante la dictadura militar argentina se hacía a los torturados y lo que los clientes de Ava pagan por sentir.

¿Cuál es la relación entre la masculinidad y la violencia? ¿Por qué la víctima de esa violencia emblemática situada en la primera página de la novela de Valenzuela tenía que ser alegorizada en una mujer? ¿Por qué Agustín saca el revólver y no su pene cuando Edwina lo invita sonriente al dormitorio? En la cultura patriarcal, la masculinidad hegemónica está asociada con la capacidad de dominación y control. La dictadura militar, como ejemplo extremo de autoritarismo y dominación machista, presupone una conceptualización del poder masculino solo capaz de distinguir a un otro pasivo, femenino o feminizado. Tal paradigma sirve para establecer una dicotomía que debe ser superada para que haya una sociedad justa. El torturador ejercía un dominio sobre el cuerpo individual de la víctima, fuera masculino o femenino. La inscripción era doble: sobre el cuerpo y del cuerpo. Los líderes militares manipulaban un discurso sádico, los torturadores eran los instrumentos de la inscripción mientras que la víctima era el texto. Cuerpos de hombres y mujeres fueron transformados en cuerpos penetrables, «femeninos» para coincidir con la imagen social ideal para los militares: un cuerpo dócil. De este modo engendraron y generaron un nuevo cuerpo social y político (p. 151)9.

A lo largo de la novela, Agustín, visto como encamación de la culpa, pasa por la de-masculinización: Roberta le afeita la barba (p. 44), lo viste con su propia remera y jeans (p. 49), le desarticula el nombre (Agustín/Gus/Magú). Agustín también sufre una crisis de impotencia sexual. A la vez, Roberta empieza su transformación andrógina: su nombre se masculiniza (Roberta/Robbie/Bobbie/Bob), se corta el pelo (p. 70), viste un traje de hombre. Este travestismo sugiere una transformación del paradigma tradicional del poder en el que lo masculino se yuxtapone a lo femenino y lo activo está del lado opuesto a lo pasivo. La proto-víctima de la dictadura solo puede ser representada a través del sexo proverbialmente débil y pasivo: María Inés, la actriz Edwina.

La escritura de Valenzuela no reproduce tales relaciones de género sino que cuestiona y deconstruye éticamente problemáticas estrategias de dominación y subyugación no solo a través del enunciado sino también al nivel de la enunciación. Las características de la escritura se trasladan y confunden con las características de los personajes, contribuyendo así a la verosimilitud de una historia inverosímil. La impotencia sexual y creativa de Agustín refleja su inacción durante la dictadura. El aparentemente insensato y violento asesinato de Edwina denota elípticamente el represivo paradigma del autoritarismo. Valenzuela protagoniza a un asesino en vías de demasculinización. La enunciación que facilita ese protagonismo es híbrida, ventrílocua: la narradora omnisciente se refracta en una voz femenina que construye a un novelista masculino con el propósito de identificar el trauma del percepticidio en el inconsciente colectivo nacional. En este sentido las palabras con las que termina el libro, «Ustedes, los novelistas argentinos» (p. 233) indican que la literatura está impregnada y constituida por el contexto social que la produce y recibe. Además, como bien dice Caruth, la literatura, y el arte en general, es un espacio fundamental y hasta privilegiado para dar voz al trauma. Las palabras finales de la novela de Valenzuela también sugieren que los novelistas manejan un lenguaje distinto, extranjero y extraño, en comparación con el lenguaje cotidiano, y así revelan un mundo como si fuera visto por primera vez.

Novela negra con argentinos no es la novela que los novelistas del enunciado se esfuerzan en escribir. Contiene algunos fragmentos de lo que desean componer juntos (p. 160), pero no es el texto de su drama. Novela negra... es una proyección del archivo de la memoria traumatizada, el trauma en sí, la herida que se abre con un asesinato sin ningún motivo aparente. En el caso argentino, el mal que está en el archivo son los habeas corpus con los nombres y características físicas de los desaparecidos10. El título sugiere que la comunidad argentina necesita indagar en el archivo negro.

El texto es una simulación discursiva del trauma argentino montada con «palabras que podían servir de trampolín a otra cosa» (p. 221). Esa otra cosa es entregada en un cuerpo textual pero sin reducirlo a una representación simplista de las recolecciones de un pasado violento. Escribir es tomar posesión, reconocer. La novela de Valenzuela es también un texto restitutivo porque ofrece un posible luto simbólico. Su patológico inicio con el absurdo e inexplicable asesinato de la actriz neoyorquina Edwina abre una cadena de significados que finalmente, casi en la última página de la novela pasará a ser la desaparición de la ciudadana argentina María Inez. Entre estos dos nombres se da el reconocimiento de la existencia de un pasado no asimilado, de la somatización de lo reprimido, del percepticidio junto con el luto por las víctimas. Las herramientas oficiales y públicas de la sociedad argentina postdictatorial, tanto «punto final», como «obediencia debida», junto con otras administraciones de los asesinatos tras los juicios a la junta, no sirven en el proceso de la transformación del trauma. Más bien contribuyen al proceso del olvido, o sea, a una continua represión psíquica, cívica y política. Al representar una situación que no es exactamente la que se representa, o sea, al usar una lengua cuyo significado literal (el asesinato de Edwina) no es el significado apropiado ni propio (el reconocimiento del percepticidio argentino) el texto de Valenzuela se ofrece como una alegoría. Decir otra cosa que la que expresan las palabras indica una cierta dislocación del significado. Esta extranjeridad literaria corre paralela al desplazamiento de personajes que solamente fuera de su propio contexto pueden encontrar el significado «propio» de su búsqueda literal y literaria. El virus que llevan es el hostil y repudiado cuerpo extranjero que reside en sus entrañas; solo a través del reconocimiento y aceptación, del luto y del discurso de la memoria se podrá dar paso a un ser más ético y hospitalario.





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