—50→ —51→
Ya son muchos los estudiosos que reconocen el juego irónico que los textos galdosianos desarrollan con respecto a esa voz que narra desde la amable perspectiva del discurso burgués. Aunque la obra de Galdós va perfeccionándose a medida que madura su autor, es de observar que los procedimientos irónicos están presentes desde sus primeras producciones. Este fue, a mi modo de ver, uno de los motivos del impacto que causó la aparición de don Benito en un entorno literario poblado de textos monológicos, en los que texto y narrador compartían la misma escala de valores. Partiendo de estos modelos, Galdós crea un narrador que, a medida que avanza su producción, va adquiriendo más signos de personaje. Este narrador no se diferencia, a simple vista, del que se prodigaba en los textos monológicos, en tanto que se identifica con determinados personajes, por lo general protagonistas de la historia narrada. Su identificación llega a tal punto que algunos de los espacios, hechos o actores descritos nos llegan filtrados por la mirada de dichos personajes. Se puede hablar en este caso de narración focalizada.
El término «focus of narration», propuesto en 1943 por Cleanth Brooks fue elaborado en 1972 por Gérard Genette, si bien de forma algo confusa, tanto que se interpreta en la mayoría de los casos en relación con el objeto focalizado -sin duda, por influencia de la cinematografía-, restando importancia al sujeto focalizador. Las teorías de Genette fueron matizadas poco después por Mieke Bal, quien distingue y separa estos dos conceptos. A mi modo de ver, las limitaciones de ambas concepciones consisten en dar prioridad a la categoría del «saber sobre», dejando a un lado la que podríamos designar como «opinar sobre», de mayor funcionalidad a la hora de interpretar los diferentes «discursos» que articulan un texto, entendiendo por «discurso» el conjunto de valores que sustentan a un determinado individuo o a una determinada sociedad32. Aunque Genette señala la modalidad de «focalización interna»33 y Bal la admite, con tal de denominarla «imperceptible»34, ambos desestiman las valorizaciones ideológicas que toda descripción implica, en especial si remite a este tipo de proyección desde o hacia el interior de determinado personaje35. El hecho de que un narrador se identifique con cierto personaje hasta el punto de cederle la elección del enfoque -y las inevitables valorizaciones que ello conlleva- indica la afirmación por parte del primero del «discurso» representado por el segundo.
Naturalmente, no hay que confundir la identificación del narrador con la del texto (o la del autor, si se insiste en personalizar a la última instancia enunciadora). Precisamente, como ya he apuntado, en esta distinción se basa la diferencia entre textos monológicos y textos dialógicos. El narrador galdosiano siempre se identifica con los valores de un personaje o de un grupo social, pero rara vez con los valores defendidos por el texto. Sus procedimientos de identificación no se limitan al recurso de fundir su voz con la del personaje, de proyectar lo que Luis Beltrán Almería califica como «voz dual» (39), esa —52→ mezcla de voces que se perciben en el discurso indirecto libre, tan utilizado por los autores del siglo XIX. Se trata más bien de lo que Oscar Tacca llama «la mirada oblicua», a través de la cual «las cosas, los hechos y los seres cobran de inmediato la forma y el sentido que tienen para cada personaje» (77). Las señales de identificación entre la voz que narra y el personaje que contempla no afectan en este caso al terreno sintáctico, como ocurre en el discurso indirecto libre, de modo que, aparentemente, la responsabilidad de las valorizaciones enunciadas recae por entero en el narrador. Sin embargo, una lectura atenta nos revela que los objetos y las situaciones van surgiendo a medida que los va percibiendo y valorizando un personaje, previamente cualificado para ello por medio de una descripción que pone de manifiesto la simpatía que merece a la voz narrante y que invita al lector a compartir dicho sentimiento.
Efectivamente, en la primera etapa de la novelística galdosiana, el narrador suele presentar a tales personajes focalizadores de forma muy positiva y compartir sus juicios de valor36. No hay que engañarse, sin embargo, ante esta identificación. Galdós toma este recurso de la novela monológica tan en boga en su época -el folletín- para tratarlo irónicamente, como hace a menudo con otras constantes del género37. Si observamos de cerca el comportamiento de los personajes y las imágenes metafóricas, se van revelando los signos de otro «discurso», por lo general, opuesto al defendido por el narrador y por el personaje focalizador.
En este sentido Marianela (1878) es una de las obras que más ha despistado y despista a crítica y lectores, dado que su temática se acerca al género folletinesco de forma más evidente que las otras Novelas de la primera época, cuyos componentes revolucionarios atenuaban en cierto modo lo melodramático del asunto. Así no extraña que Ricardo Gullón la interpretara en sus primeros estudios galdosianos como «intermedio sentimental» (60). Afortunadamente, en las últimas décadas se han ido descubriendo matices que en las anteriores lecturas habían pasado desapercibidos. Siguiendo esta misma línea de reivindicación, me propongo mostrar algunas observaciones, realizadas a partir del estudio de los procedimientos focalizantes del narrador, que contribuirán a dar una idea de la riqueza de significaciones que entraña esta novela y de lo mucho que aún queda por investigar.
El personaje focalizador en Marianela es Teodoro Golfín, de quien leemos ya en la primera página: «(dígase de una vez, aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se mirara» (690). Una afirmación tan rotunda y tan temprana no deja de llamar la atención, sobre todo si la propia voz que narra hace hincapié en lo prematuro de su aserto. En seguida notamos que en estos primeros capítulos el narrador reafirma su juicio de valor, adoptando la perspectiva de su héroe: las minas, Socartes, Pablo y Marianela van apareciendo simultáneamente ante los ojos de Teodoro y ante los del lector que le acompaña por su intrincado camino. Su identificación con la voz narrante llega al punto de no necesitar de su mediación para presentarse: «Aquí tienes, Teodoro Golfín, el resultado de tu adelante, siempre adelante» (691). Cabe señalar asimismo que la descripción de ciertos paisajes se realiza a dos voces. Por ejemplo, observemos una comenzada por el narrador y continuada por Golfín:
—53→(691) |
Otro tanto puede decirse de la presentación de Pablo:
(692) |
Obsérvese, además del verbo de percepción que nos anuncia que vemos lo mismo que está viendo el personaje, la perspectiva espacial enfocada desde su punto de mira («como a diez varas de distancia, más abajo de él»).
Respecto a los juicios de valor que ambos -narrador y héroe- comparten sobre otros personajes, voy a exponer sólo dos ejemplos, los más significativos, a mi entender: Florentina y Marianela. No cabe duda de que el personaje que atrae la mayor simpatía de Teodoro es Florentina: «Florentina, que es un ángel de Dios, ha querido hacer de ti una amiga y una hermana; no conozco un ejemplo igual de virtud y de bondad» (747). El narrador, por su parte, describe el alma de Florentina como «llena de pureza, de amor, de bondades, de pensamientos discretos y consoladores» (738). Enumerar los epítetos que la voz narrante dedica a la joven sería tarea interminable. Casi cada referencia a esta angelical estampa de la Virgen María va acompañada de un adjetivo laudatorio. Baste recordar que en una ocasión la llama «la Inmaculada» (736).
Por lo que se refiere a Marianela, nadie como Golfín es capaz incluso de afirmar su belleza ante el regocijo de su familia y del señor de Penáguilas38. Tampoco el narrador la niega: «A pesar de esta disconformidad, era admirablemente proporcionada y su belleza chica remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo» (697). Obsérvese que esta descripción se lleva a efecto en el momento en que Teodoro acerca una cerilla al rostro de Marianela, diciéndole: «A ver, enséñame tu cara». La imagen transmitida nos llega, pues, de nuevo a través de los ojos focalizadores de Golfín. Es indudable que ambos tratan con inusitado cariño al insignificante lazarillo, pero también ambos la sacrifican cuando se trata de complacer a Florentina. No es otro el móvil de Teodoro cuando, a sabiendas de la natural repulsa de la muchacha a dejarse ver por el ex-ciego, la entrega a su obstinada protectora. El narrador, al conceder a esta las últimas palabras tras la muerte de Marianela, parece tomar también su partido: «Florentina se echó a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa: -Yo quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo» (761).
Teodoro Golfín es figura de un «discurso» que pudiéramos llamar «científico». No extraña que, vista la adhesión del narrador, se haya interpretado la novela a partir de tales propuestas39. Pero veamos en qué medida el texto contradice los fundamentos de dicho —54→ «discurso». El primer capítulo se titula «Perdido». Golfín, con su aplastante lógica positivista, con su «adelante, siempre adelante», ha tomado el camino equivocado. En el segundo capítulo, «Guiado», lo será por un ciego. El hombre que camina en línea recta y con tanta seguridad, se pierde y es precisamente un ciego quien le señala el camino. Este intercambio de papeles pone en guardia, ya desde el comienzo, sobre la estabilidad de cualquier afirmación que encontremos en esta novela.
En el único punto en que el narrador se deja pronunciar un juicio crítico a propósito del sabio oftalmólogo es en su probada vanidad, si bien queda matizado por la justificación:
(717) |
Los hechos, en cambio, le justifican menos. En el Capítulo 10, titulado «Historia de dos hijos del pueblo», Teodoro hace una relación de su vida harto prolija y presuntuosa, insistiendo, sobre todo, en los sacrificios que hizo para sacar adelante a su hermano40. Tal vanagloria sería, en efecto, inofensiva, si no fuera porque entre sus interlocutores se encuentra este mismo hermano, a quien parece estar recordando su deuda. Por otra parte, Teodoro reconoce haber tenido suerte con los amos a quienes ha servido, y hasta dice haber recibido una herencia. Es decir, que en su triunfante carrera, junto a su meritorio esfuerzo, que nadie pone en duda, han influido otros factores, tales como la protección o la suerte. Esta circunstancia se hace evidente cuando establecemos una comparación con su émulo, el joven Celipín, cuyos sueños se cifran en convertirse en un segundo Golfín. En esta novela el destino de Felipe Centeno queda abierto. Pero vamos a encontrarle después en otras (La familia de León Roch, El doctor Centeno, Tormento), sin que nunca le veamos salir de criado.
La ironía del texto se revela, en especial, cuando Golfín acaba de salvar la vida de Marianela y pretende convencer a la desesperada muchacha de que para ella se abren nuevos caminos. Una escena tan trascendente exigiría una estricta seriedad, si hemos de tomarla al pie de la letra. Pero lo cierto es que el narrador se permite bromas en el momento más solemne:
(748) |
Sin querer, se nos viene a la memoria un pasaje muy parecido, tanto que hasta se desarrolla en el mismo escenario, lo que el propio Golfín nos recuerda: «Hace días [...] en este mismo sitio te llevé sobre mis hombros porque no podías andar. Esta noche será lo mismo» (750). Pues bien, no es el único paralelismo el hecho de que Golfín lleve en brazos a la muchacha por este camino. En este lugar, también en aquel día que recuerda —55→ Teodoro, el perro, Lilí, ante las exhortaciones de Sofía, miraba a su ama y «parecía decirle: '¡Ay, señora, pero qué boba es usted!'» (719). Por medio de este paralelismo el texto establece una relación de semejanza entre dos personajes aparentemente opuestos, como son Teodoro y Sofía, relación que si no basta a destruir la brillante imagen del científico, cuando menos la rebaja.
Veamos ahora si coinciden las valorizaciones del texto y los juicios compartidos por la voz narrante y el personaje localizador a propósito de las dos enamoradas de Pablo. Comencemos por Florentina. Aunque, como a Golfín, no le faltan cualidades innegables, no han pasado inadvertidos ciertos comportamientos que relativizan su pretendida perfección41. En primer lugar, el proyecto de convertir a la Nela en su hermana es una promesa, dependiente de la curación de su primo. Una promesa debe ser un sacrificio. Nadie promete hacer algo que le gusta, sino algo que va a costarle mucho trabajo. Ya el hecho mismo de que su acción dependa de condiciones le quita bastante mérito. Además, se apresura a divulgar su buena intención. Todo Socartes sabe que si Pablo sale bien de la operación, la Nela se convertirá en una señorita. Esta publicidad recuerda las funciones, los toros y las rifas de Sofía.
Otro ejemplo nos orienta a propósito de los orígenes del interés que la niña desvalida despierta en la señorita de Penáguilas: Florentina sabe que cose mal, pero insiste en hacer ella misma los vestidos para la Nela, en lugar de comprarlos, como hace con los suyos42. A mi modo de ver, se revela aquí una actitud presente en casi todos sus comportamientos: la inmadurez. Cuando se empeña con tanto entusiasmo en vestir ella misma a Marianela, da la sensación de que se ha comprado una muñeca y se complace en hacerle vestiditos. Y es que la Nela es para ella, sobre todo, un juguete. La propia frustración ante la huida y después ante la muerte de Marianela es más parecida al sentimiento de una niña por una muñeca rota o negada, que al que conmueve a un adulto ante la muerte de un ser querido:
(742; la cursiva es mía) |
(759) |
El mismo detalle de pagarle un funeral y una lápida de lujo, a todas luces inútil para quien nada tuvo en vida, es más una forma de regalarse a sí misma que a la muerta. A este propósito dice el narrador:
(761; la cursiva es mía) |
La ironía de este pasaje se revela en la página siguiente, cuando leemos que el sarcófago ha sido «erigido por la piedad religiosa y el afecto sublime de una ejemplar mujer» (la cursiva es mía), dos líneas después de saber que Florentina y Pablo se han casado y «(dígase la verdad, porque la verdad es antes que todo) [...] nadie en Aldeacorba de Suso se acordaba ya de la Nela» (762). Los desmedidos elogios del narrador y de Golfín han proyectado una imagen ideal de Florentina, que no ha podido menos que deslumbrar a un sector de la crítica. Se ha llegado a relacionar con el cristianismo en su más alto grado por oposición a la torcida fe de la España tradicional43, o, lo que viene a ser lo mismo, con la luz platónica opuesta a las sombras de la caverna (Ruiz). Florentina sería, según estas lecturas, la garante máxima de la verdad textual: el «ser» -lo que se pretende «realidad»- enfrentado al «parecer» -la imaginación-, que la llegada de la luz descubre a Pablo en toda su belleza. Sin embargo, llaman la atención algunos signos que ponen de manifiesto cierto conflicto entre el «parecer» y el «ser» de la bellísima joven. Observemos, por ejemplo, su forma de vestirse:
(733-34) |
Más significativo resulta aún el hecho de que su presencia física produzca en dos ocasiones un error de los sentidos. Marianela, en su primer encuentro, está convencida de hallarse ante la Virgen; Pablo da por hecho, al descubrir su belleza, que se trata de la Nela.
En cuanto a los procedimientos de que el texto se vale para hacer resaltar los valores representados por la protagonista que da título a la novela, son de otra índole. Ya hemos visto que tanto la actitud del narrador, como la de su focalizador, Golfín, son favorables. Los que insisten en su fealdad son los otros personajes: los hermanos Penáguilas, Sofía, o los Centeno. Sin embargo, la belleza de la Nela, no captada ni por los habitantes de Socartes ni por el lector poco atento, se perfila en el texto a nivel metafórico. Ya es curioso el modo en que hace su aparición: lo primero que se percibe de ella es su voz:
(691-92) |
La cita es harto significativa. Más que la descripción de un canto, parece la de la propia música en su esencia: «una sola frase», de la que no se escuchan los límites, porque la esencia no se puede medir. A las voces de Golfín, la voz se calla y el narrador nos sugiere:
—57→(692) |
Y como piedra preciosa se definirá varias veces a nuestra protagonista. Golfín es el primero en reconocerlo: «Tú eres una alhaja» (698). Como duerme entre dos cestas, también la familia Centeno considera, aunque esta vez desde una perspectiva irónica, que «duerme como una alhaja» (700). Efectivamente, el brillo de sus ojos recuerda el de las perlas, cuando las dos cestas se abren «como las conchas de un bivalvo» (701). Pablo le dirá en cierta ocasión: «tu alma está llena de preciosos tesoros» (710). Junto a las imágenes minerales, encontramos a menudo las vegetales:
(704) |
Todo en Marianela, a pesar de su pretendida fealdad e insignificancia, es brillo, movimiento, sonido, expresión:
(707) |
Adornada por estas referencias al brillo, a las flores, a los objetos naturales de valor (alhajas), contrasta llamativamente con el resto del pueblo. Los Centeno son «una familia de piedra», pero no son los únicos formados de este material. Las mujeres de Socartes son también «equívocas ninfas de barro ferruginoso» (705), mientras los hombres «parecían el carbón humano» (705). Incluso a Pablo le vemos por primera vez «cual muñeco de piedra» (692), y aun se insiste más adelante: «Salió de la casa un joven, estatua del más excelso barro humano [...] Su cara parecía de marfil [...] sus ojos, puramente escultóricos [...] aquel rostro de Antinoo ciego poseía la fría serenidad del mármol [...] Un soplo, un rayo de luz, una sensación, bastarían para animar la hermosa piedra» (706). Piedras y seres humanos llegan a identificarse de tal manera que no sólo encontramos hombres y mujeres petrificados, sino también piedras humanizadas. En el centro de la Terrible «se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados [...]; su actitud, la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte» (639). Y, desde una perspectiva más risueña, la casa de los Penáguilas tiene una parra, «cuyos sarmientos [...] parecían un bigote que aquella tenía en el lugar correspondiente de su cara, siendo las dos ventanas los ojos, el escudo la nariz y el largo balcón la boca, siempre riendo. Para que la personificación fuera completa, salía del balcón una viga [...], y con tal accesorio, la casa con rostro estaba fumándose un cigarro puro» (706). Humanidad y geología se presentan así como un todo indivisible.
Pues bien, la relación de contraste entre Marianela y los otros habitantes de Socartes aparece metaforizada en la oposición de dos espacios: las cavidades trabajadas por los —58→ mineros -la Terrible y el Barco- y la inasequible Trascava. La Terrible ha sido explotada y abandonada después. He citado ya su primera imagen, esas figuras a la vez estáticas y convulsivas, detenidas en pleno movimiento, como una representación del infierno. Este ambiente de inmovilidad y de muerte predomina en todas las galerías. En el Barco vemos «cadáveres medio devorados [...], momias, esqueletos, todo muerto, dormido, semidescompuesto» (694). La tierra presenta las mismas señales de violencia que un cuerpo humano, «tierra ferruginosa que parece amasada con sangre [...] Era aquello como una herida abierta en el tejido orgánico» (715). Un gran contraste se aprecia entre estas imágenes infernales y esa puerta del paraíso que semeja la boca de la Trascava, cubierta de «cantidad inmensa de pintadas florecillas» y poblada por «muchos pájaros» y «muchísimas mariposas que están cogiendo miel en las flores» (715). A Pablo, que anda por la Terrible como su casa, la Trascava no le gusta («A mí me causa horror este sitio [...] ¿Vamos hacia las minas? Sí, ya conozco el camino. Estoy en mi terreno, Por aquí vamos derechos al Barco» [715]). La Nela, en cambio, pasa allí sus mejores horas hablando con su madre. La cavidad parece «una gran lengua» y, en efecto, emite sonidos. La Nela comprende los significados, descifra las frases de su madre, distingue cuando llora y cuando suspira. Para Pablo, estas experiencias son «pensamientos absurdos» (716).
La Terrible y el Barco -terrenos con los que Pablo se identifica- son los espacios de los pétreos habitantes de Socartes, la representación metafórica de una sociedad muerta, a fuerza de trabajada y explotada. Por el contrario, el espacio mágico, la Trascava, es el espacio de Marianela. Recordemos la ya citada sugerencia del narrador en el primer capítulo. Se insinuaba allí que la voz escuchada por Golfín debía pertenecer a un ser fantástico, habitante de las profundidades en que se esconden las piedras preciosas. Las últimas palabras que Marianela pronuncia antes de morir no son comprendidas por los que la rodean, porque su lenguaje «era, sin duda, el idioma con que se entienden los que viven la vida infinita» (761). Se insiste también en que su mirada viene desde muy profundo: «desde el sepulcro», «desde un pozo», «desde muy lejos». Yo creo que esas palabras pertenecen al mismo idioma de las que se oyen al pie de la Trascava: la lengua inefable de la poesía. La Nela ha brotado de los espacios profundos de la Trascava y a ella vuelve a su muerte, hablando con el idioma de los que están encerrados allí, su lengua materna, pues por medio de ella comunica con su madre. Recuérdese también que la Trascava parece una lengua. Peter Bly, que ha visto muy bien la oposición entre estas cavidades, poniendo de relieve sus significados ecológicos, se pregunta si la Trascava no será «a symbol of the ultimate mysteriousness and beauty of the natural world which no wonder of science can probe or conquer» (54). En efecto, aquí no ha intervenido la mano del hombre y de ahí que conserve toda su natural belleza y sus tesoros ocultos, esos mismos tesoros naturales que se esconden en Marianela.
Particularmente interesante es la abundancia de rasgos pertenecientes al código artístico en la descripción de la Trascava. Nótese que encontramos términos relativos a la pintura («pintadas florecillas» [715]), a la música («resuena» [695]) y la literatura («murmullo, soliloquio, meditación» [695], «lengua», «cueva de Montesinos» [715]). Pintura, música y expresión son también, como hemos visto, los componentes atribuidos a la Nela, en oposición al resto de los habitantes de Socartes, todos ellos vistos desde una —59→ perspectiva escultórica, el arte estático por excelencia. Es el brillo de piedra preciosa frente a la opacidad de la piedra utilitaria.
Una primera reflexión literaria sugiere una oposición entre el arte clásico (escultura, estaticismo) y el romántico (música, color, movimiento). El discurso positivista de Golfín vendría así a dar nueva vida al clasicismo (Pablo), incorporándolo a las nuevas tendencias cientifistas, a costa del romanticismo (Nela), condenado a morir irremisiblemente. Esto es, al menos, lo que ocurre en el plano de la historia narrada, avalado por el discurso de la voz narrante. Pero ¿el texto asume este mismo discurso o desvaloriza lo afirmado por esta voz? Sabido es que el primer Galdós no se ha separado del todo de las corrientes románticas y aun después admirará -e incluso utilizarálos componentes básicos del discurso romántico, rechazando sólo las exageraciones en que habían incurrido sus deformadores44. Los términos que acompañan las descripciones de Marinela, que neutralizan fundiéndola la categoría «arte vs naturaleza» y, más aún, la belleza de las imágenes de la Trascava, metáfora, a la vez, de la heroína y de una determinada poética, ponen en evidencia la «verdad» del discurso del narrador y de los valores triunfantes en el plano del contenido.
De ellos es prueba un fragmento que, a mi modo de ver, es clave de todos los significados poetológicos del texto: el artículo publicado en el Times sobre la tumba de Marianela. Este pasaje se suele leer como otra confirmación de la distancia entre el «parecer» y el «ser». En efecto, la versión de Marianela que ofrecen los ingleses es en todo opuesta a la que nos han dado narrador y personajes a lo largo de la novela. Pero lo cierto es que si los detalles referentes a su vida son todos falsos, la interpretación de sus valores es más adecuada al «ser» de la Nela que la que había hecho todo Socartes. Encontramos, por ejemplo, algunos rasgos que definen a nuestra protagonista: «carácter espiritual y poético» (762), y nótese que estos adjetivos aparecen en cursiva. Y es de observar que la interpretación de los turistas se basa, no en una realidad cotidiana, sino en un discurso literario. No han tomado sus fuentes de la tradición oral (los habitantes de Socartes), sino de la escrita (Calderón, la picaresca, la lírica, el romancero). Toda la literatura española, aunque mal digerida, es recordada en este artículo y por medio de él la protagonista se convierte ella misma en literatura, una vez perpetuada en un texto impreso. Si la Nela que hemos conocido no es más que una pobre huérfana fea y deforme, «que no sirve para nada», como ella misma declara, la legendaria María Manuela Téllez es bella, rica e inspiradora de poetas, poesía ella misma. Y aunque los habitantes de Socartes vean a la primera, el lector avisado lee a través de las metáforas que la adornan (joyas, flores, brillo) una belleza y una riqueza interior sólo comparable a las que entraña la Trascava, no mancillada por la ciencia. Y como la Trascava, esa belleza está en las profundidades y para verla hay que asomarse al interior. Así este artículo que parece insertado a modo de chiste, resulta doblemente irónico. De un lado, ridiculiza actitudes basadas en un saber mal asimilado que deriva en tópico, expuestas a caer en los errores del «parecer». Al mismo tiempo, pone de manifiesto el peligro de interpretar a partir del «parecer» una novela, en la que la ciencia se revela triunfadora a costa de la imaginación.
El narrador, adoptando el punto de enfoque de Golfín, asume los valores del «discurso científico», un discurso que se revela, sin embargo, mortífero para otra clase de valores -los poéticos- encarnados en el pequeño cuerpecillo de Marianela, que desaparecen —60→ con ella porque no tienen cabida en ese triunfante universo. Frente a ellos, el texto proyecta todo un «discurso poético» en las imágenes de la Naturaleza, una Naturaleza expuesta también al brazo exterminador de la ciencia, representada en este terreno por el otro Golfín, ingeniero de minas. El arte galdosiano consiste, pues, en presentar las dos caras de la moneda sin aportar solución. La ciencia es necesaria, como lo es la luz, y ambas son las grandes triunfadoras en el plano de la historia. Pero el precio es demasiado alto. Galdós resuelve el dilema de la única forma posible: creando una obra de arte. El progreso sigue adelante, pero queda el texto que, como el suntuoso panteón de Marianela, puede perpetuar la belleza y fomentar la imaginación de quien lo contempla.
Universidad de Zürich
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