Anales de Literatura Española Núm. 2, 1983
—5→
Instituto «Miguel de Cervantes», C. S. I. C.
Los que estudian el origen de la novela coinciden en situarlo en Grecia en momentos de decadencia, cuando su estructura de ciudades-estado se desmorona y los límites geográficos se amplían hasta desconocerse1. Desde el punto de vista meramente literario, hay ciertos géneros que pueden situarse en la base de esta literatura: los relatos de viajeros y comerciantes, fundamentando uno de los pilares esenciales de la novela, el movimiento; y toda la producción lírico-dramática, que tiene en el amor el desencadenante de las acciones.
La novela supuso el acercamiento a los lectores de personajes parecidos a ellos mismos, de argumentos en los que podían sentirse implicados. Este hecho se veía también reflejado en el teatro griego, con la diferencia de que el teatro tenía una tradición y una historia donde podían —6→ encuadrarse, aceptándolas o rechazándolas, cuantas novedades surgieran. Esta tradición faltaba al nuevo género, que, como es sabido, escapaba de los límites teóricos y preceptivos existentes hasta el momento. Adoptaba en su seno la contradicción cómica y dramática, su alternancia, y los personajes no tenían por qué ser grandes y lejanos héroes ni ridículos tipos de comedia satírica, con los que ya casi nadie se identificaba. De esta forma, dando expresión a los deseos y necesidades del público medio, la novela ha conseguido sobrevivir y llegar a ser el género más leído de la historia.
Su devenir literario es complejo y no es ahora mi intención exponerlo2. Sin embargo, haré un rápido repaso a su evolución para situarnos en el siglo XVIII y en las ideas y problemas que el género desencadenó.
Antes de adquirir su definitiva expresión en prosa, se escribieron novelas en verso durante mucho tiempo; y durante los siglos XVI, XVII, incluso XVIII, se escribieron en verso y prosa3. Son obras como la Arcadia (1504); el Ameto de Boccaccio, o L’amore innamorato (1559) de Minturno, que tuvieron una incidencia decisiva en la novelística pastoril española. Minturno las llamó «poesia mista» y «romanzi», y las defendió teóricamente en su Arte poetica, editado en 15634. Estas formas «híbridas» y en verso parecen la búsqueda de una forma más apropiada para la expresión de lo novelesco5.
—7→La libertad, el hibridismo formal, la falta de tradición entre los antiguos y su relación con la epopeya, fueron los motivos que llevaron a los teóricos a llamar a las novelas «poemas en prosa»6; aparte, naturalmente, los parecidos y paralelos existentes entre las novelas de caballería y las antiguas que, entre otros, encuentra Pinciano. Advierte la mezcla de personajes de distinta entidad social y la alternancia de tonos narrativos; junto a lo heroico, lo satírico y humorístico. Como también hizo Minturno, en la «Respuesta de don Gabriel» admite la posibilidad de que la mezcla no produzca «monstruos», empleando el tópico horaciano, sino «criaturas muy bellas» (III, 219). La necesidad de enseñar deleitando viene asimismo a justificar esta mezcla de aspectos que la «Poética» separaba y así «no sólo a la cómica se puede mezclar la épica mas también a la satírica» (III, 219-220).
Los «poemas épicos en prosa» pretendidos por Pinciano (III, 167) se escribieron de distintas formas. Los intentó Cervantes con el Quijote y el Persiles, queriendo competir con Heliodoro, autor de la Historia etiópica7; Pérez de Montalbán, con su comedia Teágenes y Clariquea (sic); o Lope, con El peregrino en su patria, lleno de lirismo, amor y teatro8. Se unen en ellas la aventura, la castidad amorosa y los viajes, a veces a tierras extrañas. Se unen la verosimilitud, lo moral y la imaginación; los tres elementos que centrarán las discusiones de los novelistas durante el siglo XVIII.
Esta manera de entender la novela casi desaparece en el XVII, coincidiendo con el desarrollo de la picaresca, un tipo muy distinto de la bizantina, caballeresca o pastoril. En ella el motivo amoroso da paso a un personaje movido por la ambición y el deseo de mejora social, lo que le hace cambiar de entorno con gran rapidez. A pesar de todo, el concepto expuesto por Pinciano, el «poema épico en prosa», sobrevive en el siglo, si bien de modo irónico. Así Furetière, en Le roman bourgeois, dirá: «un roman n’est rien qu’un poème en prose»9; opinión que —8→ siguió también Scarron en su novela Le roman comique, publicada en 1651. Pero el más explícito es Francisco de las Cuevas, que divide su libro «en poemas porque poema es nombre genérico que no sólo a los versos comprehende, sino a la prosa, como insinúa Cicerón...»10. Al siglo XVIII llega la novela desprestigiada, pero muy leída, relacionada con el mundo medieval, confusa, exagerada y larga11. Se las llama «romances» y algunos las confundirán con las «novelas», mientras que otros se afanarán por diferenciar, como se verá más adelante, una forma narrativa de otra, intentando crear la «novela moderna»12.
Durante el Siglo Ilustrado se escribieron varios tipos de novela, alguno de ellos de gran importancia al llegar el «Romanticismo»13. En general, la actitud básica de los autores se resume en dos posturas: unos escriben para educar, aleccionar y conservar la moral pública; otros, desde la sátira o lo cómico. De esa dualidad nacen los diferentes tipos de novela: cortesana, sentimental, epistolar, anticlerical, histórica, cómica, anticaballeresca.
La distinta forma de entender el género encuentra, a mediados de siglo, en Inglaterra, los que serán paradigmas a imitar. Cuando, en 1740, Richardson publica Pamela establece la línea sentimental, epistolar, moralizante y burguesa que secundará gran parte de los escritores —9→ del siglo. En su subtítulo resume todas las claves y argumentos que se emplearon para juzgar la bondad o maldad de las novelas:
Virtud, religión, juventud, sexualidad, naturaleza y verosimilitud. Richardson asegura que emplea documentos auténticos y que la historia sucedió realmente. Así repetirán los novelistas las notas a pie de página para reproducirnos datos «históricos» referentes a la autenticidad de los hechos narrados, como en El Decamerón Español, de Rodríguez Arellano, que incluso nos informará de que aún viven algunos de los personajes que le sirvieron para escribir su obra14. En realidad, como muchas otras veces, se confunde lo verosímil con lo histórico o real15; de este modo, Nicolás Pérez puede escribir El Anti-Quixote, buscando «verosimilitud», pero encontrando errores geográficos y descuidos en la obra de Cervantes, que lo llevan a considerarla mala por ellos y, además, —10→ por no seguir las reglas16. Escritos como éste asentarán el género costumbrista y sostendrán durante mucho tiempo la novela moral y educativa17. La verdad irá unida a la moral y, por consiguiente, a la defensa de la rectitud virtuosa, y ésta será la realidad que determinado tipo de obras ofrezca. Richardson creía que la simplicidad de estilo podría dirigir a la juventud hacia unas lecturas distintas de los «romances», que serían rechazados por inverosímiles y maravillosos, de manera que se fomentaría la religión y la virtud («para cultivar los principios de la virtud y de la religión»)18; aspecto este último ya anunciado en Pamela. Por su lado, Rousseau opinaba que una muchacha decente no debía leer historias de amor19. El criterio de utilidad, que deviene de una concepción neoclasicista del arte, lleva a los novelistas a intentar, mediante el género más leído, la instrucción de los lectores. Tobías Smollett, a mediado del siglo, lo exponía claramente en el «Prefacio» a The Adventures of Ferdinand Count Fathom (1753): «si no he tenido éxito en mis esfuerzos por exponer los misterios del fraude, por instruir al ignorante y entretener al desocupado...». De esta forma, aunque los ilustrados españoles y extranjeros, en general, vieran con malos ojos este género, gran parte de la labor educativa se llevó a cabo mediante novelas20. Todos estos factores: la verosimilitud, sobre la que luego volveré, la moral21 y la utilidad, están implicados en un problema más amplio, el del realismo o la visión de la vida. En expresión de la época, la «pintura de la realidad».
Dado que la novela era un género dirigido, la expresión de la realidad estaba adulterada mediante unos filtros deformantes: la moralidad de las acciones y su expresión lingüística, demostrada por la conciencia que del lenguaje tenían estos autores. Es muy interesante, a este respecto, la opinión de Smollett, cuando en el citado «Prefacio» dice: «he —11→ evitado con todo cuidado aquellas indicaciones o expresiones que pudieran incomodar al lector más delicado...»22. Frente a esta opinión, según la cual la realidad reflejada es manipulada y se presenta como la verdadera y deseable23, se levanta otra, que sostienen autores como Fielding, Cumberland y Austen, que no quieren pintar un cuadro perfecto. Es más, no pueden, puesto que, como Fielding escribe, «en el curso de nuestro trato nunca nos ha ocurrido que encontráramos a una de tales personas», seres perfectos y totalmente buenos24. Desde este punto de vista se acercan más a una visión objetiva de la realidad y a su expresión menos deturpada. Será aquella y no esta manifestación la que acepten los censores. La novela expresa una forma de realidad tipificada, señalada por el criterio de utilidad, que irá desapareciendo a lo largo del siglo XIX; pero es también un medio de conocimiento de la realidad y de los seres humanos. La gran diferencia que se establecía entre Richardson y Fielding estaba en este punto precisamente. W. Scott lo explica muy gráficamente al decir que Fielding nos da la hora del reloj, mientras Richardson nos explica el mecanismo de su funcionamiento; es decir, el funcionamiento del corazón humano, en palabras de Richardson25.
Al pretender una novela «educativa», entendiendo por tal, tradicional, vigilante de los valores antiguos y de la religión, quedaban fuera de toda posibilidad de lectura, pues eran censurados, ciertos movimientos ideológicos, sociales y religiosos. Así es posible leer en la censura a Felicia de Vilmard:
Esta novela (del mismo modo que el diluvio de otras con que hemos sido inundados en estos últimos tiempos) respira un puro deísmo [...] En cuanto a costumbres, [...]veo aquí pinturas vivas de las pasiones [...] La pintura viva de una pasión hace mucha impresión en los jóvenes, cuyas cabezas se llenan —12→ de estas ideas romancescas y se valen después de ellas para seducir a la inocencia26. |
Así, la percepción de la realidad, paradójicamente, y a pesar de buscar la verosimilitud, queda siempre deformada; se ofrece algo creíble, pero no real.
Lo «verosímil» se convertía, así, en una forma tipificada y convencional de expresión; y a la larga supondría la educación de los lectores y la creación de un público para este género. El único elemento inverosímil o fantástico que le estaba permitido al novelista, en palabras de Fielding, eran «los fantasmas, pero yo aconsejaría a todo escritor que fuera extremadamente parco en ellos», sobre todo, cuando el hombre era el tema más elevado que se podía tratar27. Lo verosímil y lo maravilloso se unen para dar idea de la realidad y para llamar la atención del lector. Lo maravilloso es necesario para este último propósito; para lograr la verosimilitud y la utilidad, se necesitaba también conocer los hábitos de la vida cotidiana y tener cierta dosis de ternura28. Estos rasgos que expone Clara Reeve anuncian, si no son ya manifestaciones de ello, la tendencia sentimental que se extendió a todos los géneros literarios de finales de siglo. Pero, para conseguir la sensación de verosimilitud, por encima de todo, más que conocer los hábitos cotidianos, es necesario que los actos que se cuentan sean posibles en el personaje al que se —13→ atribuyen. Esta cualidad, aparte de incidir sobre el lector, contribuirá a lograr la cohesión, unidad y armonía de todos los elementos novelísticos. A esto llama Fielding «relación de caracteres»29. Esta observación, que puede parecer restrictiva, no lo es, por cuanto los atributos y cualidades que ostente el personaje pueden justificar cualquier acción que efectúe.
Así pues, verosimilitud, utilidad, ternura, salvaguardia de los valores tradicionales, serán los criterios seguidos por los censores y la Inquisición a la hora de aprobar aquello que debía publicarse. Sin embargo, no siempre se cumplía este principio, y así una novela como Eusebio de Montengón, a pesar de que el protagonista, para fomentar sus buenos sentimientos, lee el Tratado de la tranquilidad de Séneca, se vio prohibida por la Inquisición, por decreto de 4 de abril de 179930. Pero en enero de ese mismo año, por ser «propio para la instrucción y entretenimiento de los jóvenes de ambos sexos», se aprobaba la Historia moral del nuevo Robinson de Jacinto Rodríguez Calderón31.
Este tipo de novelas moralizantes, algunas de introspección y reflexión personal, empleaban el monólogo como expresión del análisis de los sentimientos, siguiendo una línea que tal vez se inicie con la Fiammetta de Boccaccio. Pero el medio que favorece más este proceso de introspección y conocimiento es la carta, utilizada entre otros por el propio Richardson. Watt, al estudiar a este autor, señala que Pamela es el —14→ primer ejemplo de literaturización del proceso de subjetivismo y relativismo del conocimiento32.
El segundo modo básico del quehacer novelístico del Siglo Ilustrado es el que personaliza Fielding con Joseph Andrews y, en menor medida, con Shamela. La comicidad, que no elude lo subjetivo, antes al contrario, lo necesita para producirse, sí elude, o lo procura, la moralidad y la ejemplaridad, no la enseñanza. Fielding entiende que «la distinción entre tragedia y comedia ha de aplicarse también a la prosa», porque, salvo el metro, tiene todas las otras características que enumera Aristóteles refiriéndose a la épica. Y así dirá «a comic romance is a comic poem in prose» y que la diferencia entre una novela cómica y una seria reside en tipo de personajes, formas de acción y argumento, y en que aquélla admite la parodia33. Estamos, entonces, lejos de los intentos de acreditar lo que se dice anotando el texto o explicándolo antes o después. Nos encontramos en la línea cervantina -«Writen in Imitation of The Manner of Cervantes»- que fundamenta la novela desde dentro, creando la sensación de verosimilitud mediante la distancia que se establece entre el personaje, la historia y el mismo autor. Y, por supuesto, relativizando el conocimiento, mediante la lógica relación entre el carácter del personaje y sus acciones, como vimos antes en este mismo autor. Es un intento de lograr la identidad personal y la verosimilitud novelesca, gracias a la conciencia del paso y de la duración del tiempo, no mediante la explicación «histórica» de las acciones y de los personajes.
Varios novelistas españoles se alinearon en este grupo. Entre ellos Francisco de Tójar, que da noticias interesantes para conocer la aceptación de la novela en el siglo, cuando dice que «el gusto de los romances» estaba muy extendido y que «este género de obras se ha hecho una especie necesaria, y los autores han contraído hacia el público la obligación de divertirle con esta clase de producciones y de renovarlas, con frecuencia»34. Tójar insiste en la necesidad de no moralizar y defiende —15→ una novela libre y casi antivirtuosa35. Junto a él, un dramaturgo de gran imaginación y declaraciones contundentes, Zabala y Zamora, que no pretende educar y que no cae en la sensiblería36; y un novelista que contiene mucho de lo que después se llamará «Romanticismo», Martínez Colomer.
De singular importancia son las palabras de Valladares de Sotomayor, en el prólogo a La Leandra. Sintetiza las dos ideas que se oponen en el siglo y expone luego las suyas. Valladares, hombre de teatro y a la vez periodista, está acostumbrado a divertir al público, pero también a educarlo desde las páginas de su Semanario Erudito, y parece que este rasgo le obliga en ocasiones a «incluir» moralejas. Sus digresiones aleccionadoras, a menudo forzadas, dan la impresión de incluirse «a posteriori», para justificar los requisitos necesarios a la censura. Las siguientes palabras expresan con claridad su opinión ante este rasgo de la novela dieciochesca:
Si sobre cada pasage hay una dilatada moralidad, se hace la lección pesada, y por mas que esté adornada con los primores de la eloquencia, se sacará poco fruto. Pasen rapidamente: mas con tanta fuerza en la expresion, que se impriman en los ánimos37. |
Carácter éste, el de la impresión en el ánimo, que relaciona a Valladares con la corriente finisecular del sentimentalismo, las «comédies larmoyantes» y la poesía lacrimosa38. En el mismo prólogo, al referirse a la polémica «novela-poema épico», dice:
—16→El problema de la relación de la novela con el poema épico y las novelas caballerescas polarizó la atención de los novelistas del siglo. De esta controversia surgieron otros temas dependientes, como son el de la figuración o no de elementos maravillosos, como se ha visto, la «altura» del género, el tema de la individualidad y el del tiempo como marco donde encuadrar acciones. A este respecto, la opinión de W. Scott sobre la conveniencia de situar los argumentos en tiempos pasados, porque permiten fabular más libremente, coincide con la de otros autores anteriores, como es nuestro Zabala y Zamora, cuando se refiere al teatro, y antes de él, Muratori.
Sin embargo, los novelistas del XVIII, al menos gran parte de ellos, se caracterizarán por centrar sus historias en el tiempo presente, asentando así su individualidad crítica y potenciando la relación de su protagonista -el medio de análisis- con la realidad, lo que llevará a valorar la subjetividad como instrumento de conocimiento, frente a las visiones establecidas de la realidad. Este intento de afianzar la individualidad se canaliza mediante el uso de la sátira y el empleo de nombres. Nombres que no son «nombres-tipo», sino que se refieren a personajes concretos en su ambiente social contemporáneo39. El carácter particularizador está en relación, como Watt señala, con la idea filosófica que entiende la búsqueda de la verdad como una labor individual40. La localización espacial y temporal es necesaria para lograr la individualidad y así se marcan los límites locales y durativos de la acción. Esta característica será una de las constantes de la novela posterior; de forma que, localizando la acción y las ideas propias a esa acción se consigue el tan deseado efecto de la verosimilitud y la autenticidad41.
—17→Por lo que se refiere al poema épico y a la novela como épica en prosa, se encuentran varias opiniones en el siglo XVIII42. El nuevo género se diferencia de la épica porque ésta trata de personas y cosas fabulosas, escribiéndose en lenguaje culto y describiendo cosas que es muy difícil sucedan o hayan sucedido. Y ya hemos visto que los novelistas del siglo se centran generalmente en lo que ocurre a su alrededor, intentando que lo descrito parezca real y emocione43. La novela es una «pintura de la vida» y de las costumbres, tal y como son en la época en que se escribe. Por otra parte, son varios los autores que se refieren al problema de la unidad para distinguir entre ambas formas de expresión. Thomas Holcroft señala que en la novela los distintos incidentes deben formar un conjunto y ve como defecto las escenas innecesarias44 -opinión que tiene mucho que ver con una concepción dramática de la acción novelada-. Otra diferencia que observa es que en los «romances» no hay ilustración alguna porque las historias están inconexas y sólo sirven para divertir -recuérdese ahora el concepto de unidad de acción45-. Relaciona las novelas con las obras dramáticas, en las que «deben ser estimados inútiles todos aquellos hechos que no tienden a la ilustración, a encaminar el argumento o a señalar algún carácter dramático»46. En este mismo sentido dirá Cumberland que el argumento —18→ deberá ser uniforme y la narración ininterrumpida47; igual que Salvá, que, comparando también con el género teatral, observa que la narración ha de ser siempre progresiva48. Este hecho no sólo revierte sobre la unidad de la obra, sino que además influye beneficiosamente en el lector, que se siente interesado y dirigido. Por eso será un error alargar las digresiones, del tipo que sean, ya que se estancará la acción, defecto de que adolecerán casi en su totalidad las novelas españolas del siglo XVIII49.
Novela y épica se diferencian por cuanto se refiere a la enseñanza que de ellas se puede adquirir. En las obras llamadas «narrativas», como Clelia, Casandra, Astraea, Una nueva Ciropedia, o los viajes de Ciro, que muchos identifican con los relatos épicos, no se podrá encontrar conceptos morales, útiles ni didácticos; mientras que en las nuevas novelas se persigue la utilidad50, que será el rasgo que ahogue y dificulte el desarrollo del género. Pensando los autores que debían ser útiles, defensores de un determinado status social e ideológico, aunque muchos de ellos hicieran declaraciones en contra de las moralizaciones y digresiones, el género novelesco, sobre todo en los países más conservadores, se esclerotizó y tardó en llegar a ser lo que se pretendía: el modo de conocer al hombre y su entorno, el modo de «pintar la realidad».
Estos problemas se plantean tanto en Inglaterra como en Francia o España, adonde llegan por las traducciones de novelas inglesas y galas51. Sin embargo, aquí, entre nuestros autores, no se encuentra esta riqueza de matices, y normalmente todo el problema se reduce a enfrentar, como sintetiza Valladares, a los que comparan la novela con el poema épico con los que la ven como algo frívolo. Pero no puede ser frívolo aquello que influye de tal manera en la sociedad, que se emplea —19→ como medio para educar al público. Al menos, el resultado no es frívolo52.
Si antes dije que el carácter utilitario retrasó el desarrollo del género, hay que decir ahora que no siempre eran las novelas educativas y morales las que contribuían más al propósito moral. Todo lo más, lograban ofrecer una realidad simplificada, en nada parecida a la natural -recordaré ahora que el subtítulo de Pamela incluía a la naturaleza como calificativo de la realidad-, y por lo general dogmática. La necesidad de producir un efecto determinado en el lector, un efecto sano, contribuyó a fijar un tipo de literatura y un tipo de receptor. Sin embargo, el arte del novelista, como el deseo del lector, se enfoca hacia lo que es novedoso y excepcional, hacia aquello que existirá porque se graba en la memoria. Y es lógico, si se considera que el novelista es aquél que saca del maremágnum de oscuridad diaria las frases, situaciones y personajes que se convertirán en vida, en memoria, y serán imperecederos. Pero esto tardará en llegar; no será sino a finales del siglo XIX, con Stendhal, Flaubert, James, Conrad y otros autores, cuando se inicie esta línea salvadora de la novela.
De esta forma, el autor tenderá a desaparecer de su propia creación. Tomará los disfraces que le sean necesarios53, pero antes desterrará las digresiones de sus obras. Aunque no siempre se pensó así. Cumberland considera que ya que es el autor quien habla, debe hacerlo cómo y cuando quiera54. Ahora bien, son muchos los que estaban en contra de su intromisión, manifiesta en los discursos morales, por dificultar el desarrollo narrativo, romper la ilusión dramática, hacer perder la atención al lector y recordar que se lee una obra de ficción55. Es el caso de Smollett, que se disimula en los personajes, o de Valladares de Sotomayor, cuando recomienda sea la moralidad mínima, o de Salvá, cuando cree que el argumento se debe desarrollar ininterrumpidamente. Pero, como en otras ocasiones, una cosa son las ideas y otra la práctica de ellas. El caso es que la tesis, del tipo que sea, será subrayada por los escritores en el prefacio o durante la novela, y se explicitará lo que —20→ se pretende con la mayor claridad posible, de modo que el lector no se llame a engaño. Sarah Fielding, relacionando este aspecto con el tema universal de la novela, dirá: «preferiríamos que nuestros lectores entendieran con mayor claridad lo que piensan nuestros principales actores antes que lo que ellos hacen»56; intromisión destinada a dirigir la atención del lector y a hacerle comprender la intención de su obra.
Por otra parte, se observa que S. Fielding se refiere a «actores», no a personajes; lo que la vincula al grupo que relaciona la novela con el drama épico.
Pero también, y lo hemos visto anteriormente, se vincula las novelas a piezas dramáticas contemporáneas; se unen por el éxito y por los procedimientos. Si bien es cierto que se propician lecciones morales, también es cierto que la novela contiene raptos, pasiones amorosas extremas, extraños lances que la emparientan con el teatro más popular, que también hacía uso de estos elementos.
La «novela moderna» que intentan algunos autores del siglo XVIII, y pretende el estudio de la nueva organización social, de lo humano, del hombre como individuo dentro de esa sociedad57, es uno de los primeros intentos de análisis de la vida que toca vivir a los que escriben58; intento generalizado, no individual. Un antecedente puede encontrarse en la novela picaresca española, que tan bien leyeron los novelistas ingleses del siglo. A este intento algunos lo llamaron «novela moderna», a pesar del desprestigio que llevó a Diderot a pedir que se llamara de otro modo a las obras de Richardson. Habría que recordar todo lo dicho sobre el «romance» y lo «narrativo»59.
—21→Desde este punto de vista, resulta ser la novela uno de los géneros que más contactan con la realidad, cambiante y conflictiva, del momento. Ese momento en que la división del trabajo comienza a compartimentar también la realidad. Generalizando, son dos las vertientes que se enfrentan a esa realidad: una que refleja un aspecto dogmático y deformado, de incidencia social muy determinada, y otra que pretende esa nueva visión, esa nueva novela, muchas veces censurada.
El desarrollo de la subjetividad, que no sólo acabara conformando el llamado «estilo romántico», se manifiesta en varias actitudes artísticas y vitales. Centrándonos en la novela, unos se refugian en el pasado y construyen novelas históricas, donde la realidad se puede manipular al antojo. Este «tipo», aunque muy considerado por críticos y muy imitado, acabará por perder importancia60. Otros se enfrentarán a la sociedad. Es en Inglaterra donde se han dado los mejores ejemplos de este tipo de novela61. La que tenderá a afianzar al hombre dentro de su entorno, sin excluir todas aquellas situaciones y circunstancias que pueden anularlo. Es un intento de un novelar totalizador, en el que todo cabe, desde la relativización del conocimiento, resultado del ejercicio de la individualidad, y desde la consideración de que la realidad, como el hombre, es siempre cambiante y dialéctica.
En España, la novela no pasa de ser el reflejo de unas costumbres determinadas y repetidas, establecidas por el dogma censor y el criterio de moralidad. Los intentos de algunos ilustrados por variar la situación, intentos que ya pueden hallarse en siglos precedentes62, teñidos de reverencia y religiosidad, no llegan a nada y la realidad sigue siendo la misma, ni cambiante ni dialéctica. El progreso industrial no ha hecho su aparición aún sino muy discretamente.
—22→La falta de crítica independiente63, junto a una visión pobre y repetida de la realidad, provocó el estancamiento del género y de otras formas de conocimiento. La complejidad analítica inglesa está ausente en las obras españolas. Esta ausencia de tradición crítica y la situación económica, anclada aún en criterios regresivos, idénticos a los que vivieron los antepasados de los hombres del XVIII64, hicieron que se viviera en una sociedad que nada nuevo aportaba, que apenas cambiaba.
Así pues, la novela española de finales del siglo XVIII fue un «fiel reflejo» de la sociedad en que se escribía. Novelas sin sustancia, farragosas, atravesadas por digresiones tendentes a la «construcción moral» del lector, que proporcionaban visiones «fantasmas» de la realidad. Todas aquellas obras que presentaban novedades de algún tipo, o que simplemente escapaban a las coordenadas establecidas por los censores y la Inquisición, eran apartadas y condenadas por contener observaciones contra la fe católica o las costumbres. Sin embargo, el género respondía a las necesidades del público, que las devoraba, hasta el punto de que fue necesario, como se ha visto, traducir francesas e inglesas65.
El torrencial traducir de novelas extranjeras se debe en parte al hecho de que los autores aquí no podían ejercer su individualidad66. El peso de la tradición fomentaba el creer social común, de manera que no se era independiente ni libre de mirar la realidad desde la propia subjetividad. De este modo, con el sustrato de fe previo al del análisis, y considerando también el hecho fundamental de que el escritor, en esta época, vive o debe vivir de su labor como literato, se ve obligado el novelista a adoptar los criterios morales establecidos, lo uniforme y aceptado por todos. Es lo mismo que sucede en el teatro de éxito en el siglo. Cualquier intento de «perfeccionar» el modo de novelar -de reflexionar sobre el género-, cualquier intento de ser original podía traer problemas. Como dice Valladares, hay unos que son
enemigos de sus semejantes, que nada les satisface de cuanto estos producen. Tal vez sin haber visto las obras, las dan por malas, malísimas y pésimas. Si por desgracia las leen, acriminan [...] el menor defecto que notan67. |
—23→
Al «problema de la novela» apenas se alude si no es ciñéndose los autores a la relación con la épica y al carácter necesariamente moral. En ocasiones se toca el tema del verso y la prosa como formas de escribir novelas, observando que es más valiosa la prosa que el verso, porque éste es portador de lo artificial, ya que artificiosa es la expresión poética, mientras que el relato en prosa es portador de las ideas. De este modo será más difícil conseguir la atracción del lector mediante la prosa68. En este aspecto, Antonio Valladares señala que entre el poema (épico) y la novela no hay más diferencia que estar escrito el primero en verso y la segunda en prosa, como señalaba Fielding. Luego, si es sólo esta diferencia, «¿qué razón hay para que no logre el mismo aplauso una Novela perfectamente concluida?»69.
Vemos que, salvo el caso de Valladares y algún otro novelista, los problemas teóricos tratados son muy pocos y muy superficialmente afrontados. El antiintelectualismo, el antilaicismo y la antiilustración constreñían la mente de los españoles del siglo XVIII; éste fue el legado que heredaron y que nosotros heredamos70. Hasta aquí este apretado trabajo, que no ha querido ser más que una aproximación al enorme problema de la novela en el siglo XVIII.