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Anales de Literatura Española Núm. 6, 1988

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ArribaAbajo[Artículos]


ArribaAbajo Casi un inédito hernandiano: «El silbo de mal de ausencia» 1

Carmen Alemany Bay


Universidad de Alicante

Miguel Hernández es un poeta que, casi después de 50 años de su muerte, nos sigue sorprendiendo a través de su obra. La crítica hernandiana, desde un tiempo a esta parte, ha conseguido dilucidar muchos de los problemas, tanto de tipo estilístico como textual, que aún sigue ofreciendo su obra poética. Sin embargo, todavía son insuficientes los avances, dado el acopio de material inédito que aún se conserva. Algunas partes de su obra requieren una revisión pronta que dará una imagen nueva del escritor. Nos referimos obviamente a   —14→   lo que muchos estudiosos hernandianos han dado en llamar «prehistoria poética» y, todavía más, a aquellos poemas que cronológicamente se sitúan entre Perito en lunas y El rayo que no cesa. Sin duda una época en la que Hernández se nutre de mimetismo y, al mismo tiempo, elabora ya un vocabulario clave al que seguirá fiel en cada libro y en cada poema posterior. Hacemos alusión a los poemas que constituyen el primitivo Silbo, en concreto aquellos que Miguel Hernández titula del siguiente modo: «El silbo de la sequía», «El silbo de la llaga perfecta», «El silbo de afirmación de aldea», «El silbo de las ligaduras» y «El silbo de mal de ausencia». Podríamos releer poema a poema, apoyándonos en algunas opiniones críticas, como la de Agustín Sánchez Vidal2 que afirma:

Frente al primer libro [Perito en lunas], fuertemente monopolizado por la octava en lo que a métrica se refiere, esta nueva etapa se caracteriza por la polimetría, con cierta tendencia al poema largo y la silva.


Nos llamaba la atención desde hace tiempo que un poema como «El silbo de mal de ausencia» se redujese a tan pocos versos frente al resto de los silbos, excepción clara de «El silbo del dale» y de «El silbo de la llaga» donde el autor, mediante versos heptasílabos, elabora unos poemas breves, pero formando una estructura cerrada, sin posibilidad de una continuidad expresa; sin embargo, no ocurre lo mismo con el poema citado. El sentimiento de duda sobre la continuidad o no del poema dio lugar a una revisión exhaustiva de la publicación de todas las ediciones que se han hecho sobre la obra de Miguel Hernández, desde las Obras Completas (Ed. E. Romero. Prólogo de M.ª Gracia Ifach) hasta la valiosísima edición de Poesías Completas de Agustín Sánchez Vidal3.

  —15→  

La crítica, en general, se limitaba a la descripción y clasificación sistemática de dichos silbos:

Los Silbos que nos han quedado no son más que cinco y podemos dividirlos en dos grupos, de factura y temática muy distintas. Los tres silbos del dale, de las ligaduras y de la llaga perfecta están escritos en heptasílabos pareados y asonantados [...] Los otros dos: el de mal de ausencia y el de afirmación de aldea están escritos en silva consonantada4.


Sin embargo, tras el reciente trabajo de ordenación de los autógrafos de Miguel Hernández en el Archivo Histórico de San José de Elche5, llegamos a la conclusión de que el poema quedaba interrumpido. Prueba de ello era que la hoja encabezada por el título, y así editada, coincidía perfectamente con seis cuartillas más, numeradas del dos al siete con un doblez en el margen derecho de cada cuartilla. A ello se añade el mismo tamaño de las siete cuartillas, todas mecanografiadas por el mismo tipo de máquina (se observa el mismo tipo de letra en todas las páginas), cuya cinta negra debía de estar un poco gastada, porque la copia contiene algunas palabras de difícil lectura en todas las cuartillas.

A esta primera prueba se unían otras que responden a la hipótesis de continuación del poema, como era que a los últimos versos de la primera cuartilla (parte publicada)6 le seguían otros de la misma rima consonante que contiene el poema:


Me asaltan a millares
el cardo fósil y el espino denso;
y espino soy que embiste
y cardo que ardo solo si te pienso


(vv. 33-36)                


La cuartilla segunda comienza:

  —16→  

En este monte inmenso,
que nadie, si no es yo, cuida y asiste,
¡ay!, tanto en tu memoria me entrometo
que sólo salgo de ella a rempujones.


(vv. 37-40)                


Estamos ante una silva consonantada, cuyos versos citados anteriormente corresponden al siguiente esquema métrico: [aBcBbCDE]. Como observamos hay una coincidencia entre la rima de los versos de la primera cuartilla y los del comienzo de la segunda.

Otro motivo que nos hacía afirmar la continuidad del poema en las restantes cuartillas mecanografiadas era que el citado silbo empieza con un nombre propio, «Pedro», que vuelve a aparecer a lo largo del poema:


Pedro te llamas, Pedro, pena mía.
Pedro me llamo, y ¡ojalá lo fuera!:


(vv. 1-2)                


Será Pedro, sujeto poético, el que encabeza el poema y vuelve a aparecer en la cuartilla segunda:


Me visto por los pies ¿con qué motivo?
¿Con qué objeto soy hombre?
¿Por qué me llamo Pedro y sin ti vivo?
¡Ay, apártate un poco que me asombre!


(vv. 63-66)                


La referencia concreta del nombre propio continúa en la cuartilla cinco:


Pedro me llamo, y como tal me obstino
por verte la mirada,
más alta que la nieve sempiterna
que no baja del monte para nada.


(vv. 163-166)                


Como comprobábamos el mismo sujeto poético, Pedro, se repite a lo largo de las diferentes cuartillas, lo que da una visión de totalidad del poema que hasta estos momentos, con la publicación de treinta y seis versos, quedaba incompleto.

Veamos ahora el desarrollo del poema, para integrar en su textualidad aquellas palabras que aparecen en los primeros versos publicados y que tienen una continuación expresa en los restantes, aunque lo más importante para justificar la continuación del poema sea la temática, por medio de la cual Miguel Hernández expresa su actitud amorosa a través de un vocabulario-clave. Serán estas palabras las que nos sirvan para rebatir la ilógica interrupción del poema que   —17→   se había mantenido hasta hoy; pero también son la afirmación de que dichos términos transmiten la esencia del desarrollo de la poesía posterior, siempre pensando que cada término adquiere matices de significación diferente en cada época.

El poema empieza, como hemos señalado anteriormente, con el nombre propio Pedro; y ya en el tercer verso hace referencia explícita a la relación tradicional Pedro-piedra:


¡Ay, piedra del barranco y la ladera
de esta joven y vieja serranía
siempre pasada y siempre venidera!


(vv. 3-5)                


Sin embargo, ha cambiado el contenido humano de la palabra por una significación material. Dicha acepción se repetirá a lo largo del poema tomando el valor de elemento propio de la naturaleza, piedra que rodea al poeta-pastor y que es testigo inefable de sus sentimientos:


¡Qué baldío me veo,
sobre la pura piedra el cuerpo echado,
sobre todo a la hora del sesteo!


(vv. 60-62)                



... a través de las piedras y las horas
filtrado lentamente;
pinos de piedras amenazadoras,


(vv. 108-110)                



¡por la intratable rampa de la nieve
y la piedra mortal del precipicio!


(vv. 206-207)                


Como anticipábamos, si el poema, en cuanto al contenido, se centra en el llanto de un pastor por la ausencia de la amada, éste se sustenta en el texto a través de los términos clave.

A pesar de que el poema se ubica en una primera época, donde juegan un papel importantísimo los elementos de la naturaleza (pastor, ganado, cordero, lana, almendra, abejas, rosas, etc.), no serán tan decisivos como: amor, ausencia, pena, soledad, vida/muerte, que determinarán su posterior trayectoria poética, si bien responden a un estado de ánimo que se identifica perfectamente con el entorno natural.

En el texto presenta una especial relevancia el término Ausencia, palabra-clave que adquirirá su máxima significación en el Cancionero y romancero de ausencias; sin embargo, su presencia en los primeros versos nos indica la progresiva maduración del poeta que, tras un   —18→   proceso de elaboración exhaustiva, logra diversificar el contenido de la palabra:

Junto a alguna utilización del término referido a elementos naturales aparecen pronto los valores referentes a la ausencia amorosa7.


«El silbo de mal de ausencia» será un claro ejemplo de los citados valores. La primera vez que el poeta emplea el término en este silbo lo dota de un carácter humano, le llamará: «la ausencia, esa hi de puta»:

Lo más importante en este verso es que llame hi-de-puta, no a una persona o una cosa, sino a un concepto amoroso tan sutil -tan petrarquesco o garcilasiano- como el de la ausencia8.


La ausencia será el vocablo catártico de todo el poema. Hernández lucha por huir de la situación desesperada en que se encuentra: «No me des con el cardo de la ausencia/ que el corazón me informas de agonía (vv. 158-159)». El término que aquí aparece se revestirá, en sus últimos poemas, de tintes trágicos que, en algunas ocasiones, nada tienen que envidiar a la significación que toma en la postrera etapa:


¡Cuánto, amor, cuánto siento en esta hora
de alicaída luz y mundo inerte
el largo desamparo de mi vida
que tu ausencia demora
y la emoción divina de la muerte!


(vv. 180-184)                


La misma emoción impresa en el poema se refleja en otro soneto que Miguel Hernández escribió en estos años, en que reincide en los mismos tópicos: la ausencia de la amada. Realmente, podríamos confundir este cuarteto con los versos de «El silbo de mal de ausencia»:


Cuando a la soledad de estos retiros
vengo a olvidar tu ausencia inolvidada,
por menos de un poquito, que es por nada,
vuelven mis pensamientos a sus giros9.


  —19→  

El silbo se cierra con un derivado de ausencia (ausente), pero la significación de la palabra está más cerca del valor que contiene en su poética final, que del de la ausencia amorosa. Nuevamente volvemos a plantear, ante la evidencia de estos versos, la hipótesis de que en esta poesía de transición entre dos obras clave, Perito en lunas y El rayo que no cesa, se ha formado ya la esencia de la poética hernandiana. Leamos estos versos:


¡Ay, que solo me alivia y me descansa
saber que tienen todas las criaturas
un ausente y un muerto!


(vv. 225-227)                


La ausencia de la amada es compañera inseparable del dolor, sentimiento que se expresa en los primeros versos. Hernández juega con ambos términos (ausencia/dolor), que pasan así a formar parte de un mismo campo semántico. Será el mismo dolor, incluso poetizado con las mismas formas, el que sentirá ahora por la ausencia de la arpada y, años más tarde, por la ausencia del hijo y de Josefina, en su Cancionero y romancero de ausencias:


de la dolencia voy a la dolencia,
por la dolencia y por la sierra arriba.


(vv. 16-17)                



Como muere, doliéndose, el cordero
destetado sin madre ni asistencia,
así de esta dolencia
de no verte estoy viendo que me muero.


(vv. 69-72)                


Como venimos observando, todos los términos-clave que aparecen en la primera cuartilla tienen su continuación en el poema, y son valores que forman un perfecto compendio para la significación total de éste. Si el poeta canta al dolor por no tener «en la presencia» a su amada, también llora por la soledad, («¡Ay, cuánta soledad sin la presencia!» (v. 18)). Los poemas que pertenecen a esta época (período entre 1933-35) reinciden en el citado término, que expresa el estado de ánimo que Hernández padeció a lo largo de su corta vida; en principio, en el monte por su oficio de pastor; más tarde, en la ciudad, por la lejanía del campo y de la amada, y al final de su vida por la soledad de la cárcel. A pesar de todas estas situaciones:

La mayor definición del término (soledad) plantea valores hacia la naturaleza y hacia el mundo personal, en consonancia posiblemente al origen cultural del campo de significación de la palabra en el período   —20→   de máximo mimetismo, donde no será difícil observar, por ejemplo, trazas de La vida retirada de Fray Luis o del modelo de soledad renacentista10.


El poeta relaciona continuamente el término soledad con elementos que la naturaleza le ofrece, creando así esa identidad tan garcilasiana del sentimiento (soledad) y los elementos naturales:


¡Que sea mi soledad la de la cuerna
de la cabra: compaña!


(vv. 170-171)                



Esta mano alargada a la caricia
por el continuo trato de la honda,
sola se me malicia
y se desmanda y anda tierna y monda,
más tierna y monda en tanta concurrencia
crespa de piedra, soledad y espino.


(vv. 120-125)                


La ausencia, el dolor y la soledad marcarán la dicotomía entre vida/muerte. Hernández, en su desesperación, se recrea con ambos términos y, en este juego dual, el vivir se convierte en morir, pero una tópica muerte por amor, lejos de la muerte desgarrada que tendrá presencia continuada en su poética posterior:


Si viéndote moría de contento,
no viéndote no vivo de penado.


(vv. 58-59)                


Miguel Hernández expresa la agonía continuada, inacabable, que significa la ausencia de la amada:


Mi pensamiento siempre está en un hoyo:
el que la risa te hace,
y en él entierro vivos.


(vv. 148-150)                



No sé cómo me queda resistencia
para seguir muriendo hasta otro día.


(vv. 156-157)                


Si el mundo que circunda al poeta es el de la vida y el de la muerte, no puede faltar el amor, como elemento definitorio de ambos universos: amar en vida y amar «más allá de la muerte». El término «amar», por otra parte, quizá sea uno de los más utilizados, alcanzando su máxima expresividad en este período. En «El silbo de mal de ausencia» se repite con cierta continuidad; a través de la relectura   —21→   observamos que siempre aparece entre comas, con la función de vocativo; el poeta no se cansa de invocar una y otra vez a aquella persona: su amor, artífice de su pena.


Ven, amor; y verás la anatomía
del cardo, el esqueleto de la pena.


(vv. 97-98)                


Después del análisis de los términos-clave como elementos relevantes que forman el compendio temático, conviene señalar que, aunque son definitorios de toda su poética, este poema en concreto, junto a los de su misma época, se caracteriza por la mezcla de valores propiamente hernandianos y de elementos referenciales de otros poetas, fruto de una serie de influencias, algunas mencionadas anteriormente, como son: el contacto con la naturaleza, al que se añaden ciertos símbolos religiosos que se entrecruzan con el mundo pastoril de las églogas garcilasianas. No menos importante será reseñar la posible influencia de los Cancioneros y San Juan de la Cruz.

Agustín Sánchez Vidal11 hace referencia al mimetismo del poeta en los siguientes términos:

Frente a la dispersión temática de Perito [el primitivo Silbo, donde se ubicaría «El silbo de mal de ausencia»], estaría unificado por una serie de símbolos religiosos detectados en la naturaleza [...]. Frente al hermetismo, una mayor claridad, pero, como contrapartida, una complicación conceptual, un transfondo teológico extraordinariamente complejo.


Un punto de relación inmediata se abre, a partir de aquí, con los elementos culturales que determinan a Hernández en esta etapa. Si poco después el poeta aborda la creación del ciclo épico de la Guerra Civil, en los primeros años de la República su poesía tiene una fuerte determinación religiosa, fruto de vivencias e influencias juveniles. Orihuela ofreció a Miguel Hernández un mundo cerrado donde la religiosidad era básica en la existencia colectiva. Para Neruda, amigo reciente de Hernández, era motivo de agobio «La Orihuela satánica y sotánica»; por otra parte, y esto es realmente definitivo, su amistad con Ramón Sijé, católico militante, es lo que influirá decisivamente en Hernández hasta 1934 ó 1935, años en que el poeta vive en un orbe conservador, donde el ideal poético se resume en la fusión del idílico mundo campesino y el pastoril, más una concepción rural evangélica:

  —22→  

Que Ramón Sijé quisiera conducir a Miguel hacia un «catolicismo de casa», o sea doméstico, «crepuscular», decadente, bucólico y totalmente español en el sentido provinciano y aún convencional de la expresión, es cosa que la obra misma de Hernández, en sus comienzos, demuestra; y que a la vez ello también significara inducirle a un «catolicismo lírico», extremadamente evasivo y enrarecido, es cosa probada por las palabras que Sijé antepuso a Perito en lunas12.


La influencia de Sijé fue decisiva, pero además lo fue el hecho de que Ramón Sijé indujese a Hernández hacia un catolicismo de matriz culta que tendría su principal plasmación en el Gallo Crisis. Las consecuencias fueron de una relevancia extraordinaria:

El segundo mérito de la influencia de Sijé consistió en acercar a Hernández en forma no superficial a la lección de los poetas y escritores místicos españoles de los siglos XVI y XVII. De ellos, en efecto, Miguel aprendió y asimiló no sólo el desnudo y concreto lenguaje de los sentimientos (sobre todo de San Juan de la Cruz), sino también el áspero y directo léxico del que aquellos escritores se servían para expresar su ascético concepto de la carne13.


Sin duda, el autor de estas citas, Dario Puccini, ha sabido resumir en pocas palabras lo que supone una época no suficientemente estudiada por la crítica hernandiana. Hernández sigue las lecturas que le ofrece Ramón Sijé; pero no hay que olvidar el ámbito cultural en el que el poeta ya se mueve: lecturas múltiples de los clásicos (Góngora, Quevedo, Lope, etc.).

Ramón Sijé, estudioso de San Juan de la Cruz, nos ha dejado una visión muy particular del poeta místico. Miguel Hernández participa de todos los quehaceres poéticos sijenianos, lo que en consecuencia aprovecha para la elaboración de sus poemas:

Recordemos que el adjetivo vulnerado es de San Juan de la Cruz, y que Ramón Sijé ha publicado en las páginas de Cruz y Raya su antología personal sobre este santo-pájaro-poeta. Éste es el ambiente espiritual desde el que Miguel Hernández escribe todavía la poesía de sus silbos y sonetos14.


Miguel Hernández leyó a San Juan, incluso podríamos llevar la hipótesis a límites más extremos: leyó y releyó al poeta místico para escribir su «Silbo de mal de ausencia».

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El Cántico espiritual es una fuente clara de inspiración de «El silbo de mal de ausencia», como de otros poemas de la época. San Juan rodea a los esposos del locus amoenus de animales, y hace una enumeración de éstos y de los elementos de la naturaleza:


A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores
y miedos de las noches veladores.


(Estrofa 20)15                


Miguel Hernández, utilizando casi los mismos elementos, logra crear un ambiente totalmente diferente, lejos ya de los valores de la alegoría de San Juan, y ante la austeridad del místico, el poeta logra alambicar con adjetivos los mismos sustantivos que manejó San Juan, transmitiéndonos una atmósfera que más que la sensación de bienestar del locus amoenus, da como resultado una emoción angustiosa. Las palabras, en principio paradisíacas, se convierten en instrumentos de aflicción:


a través de las piedras y las horas
filtrado lentamente;
pinos de piedra amenazadoras,
cada instante, de grandes cataclismos,
flores que se alimentan del relente,
águilas sobre abismos,
alacranes picudos, saltamontes
carpinteros y astrales,
y todo el cielo de los horizontes,
y toda la paciencia de mis males.


(vv. 108-117)                


Con estos cambios, Miguel Hernández logra crear ese estilo tan personal que, aunque recuerda a otros poetas anteriores, indica también la creación de un mundo poético propio.

También es la soledad un término-clave en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz:


En soledad vivía
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.


(Estrofa 35)                


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¿No es acaso ese mismo sentimiento el que invade al poeta tal y como leemos en «El silbo de mal de ausencia»? Es la soledad la angustiosa compañera del sujeto poético, Pedro, y también de la esposa que recorre los montes en busca del amado en San Juan:


Descubre tu presencia,
y mátame tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.


(Estrofa 11)                


Pedro, el pastor solitario, evoca las mismas palabras de la esposa del poema de San Juan de la Cruz:


¡Ay, entrégate al mar de la presencia,
que ella te cogerá por el camino!


(vv. 126-127)                


Sin embargo, la más clara prueba de la lectura directa del místico por parte del poeta oriolano está en el léxico. Miguel Hernández hace gala a lo largo del poema de la utilización de algunos cultismos, muy pocos: no obstante hay uno que llama excesivamente la atención: «Me adamo en esta soledad viuda» (v. 56); referencia obligada es la estrofa 32 del Cántico:


Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían:
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.


El manejo del mismo verbo es indicador de la influencia del místico en «El silbo de mal de ausencia», como en otros poemas de la época donde están presentes expresiones típicas de San Juan como «soledad sonora», «que va de vuelo», etc.

El poema parte además de una referencia bíblica: el nombre de Pedro y su insistencia en la relación Pedro-piedra como símbolo permanente de una tradición cultural:

La piedra es un símbolo del ser, de la cohesión y la conformidad consigo mismo. Su dureza y duración impresionaron a los hombres desde siempre, quienes vieron en la piedra lo contrario de lo biológico, sometido a las leyes del cambio, la decrepitud y la muerte, pero también lo contrario al polvo, la arena y las piedrecillas, aspectos de la disgregación16.


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Precisamente todos estos atributos son los que Dios intentó dar al Pedro bíblico, y de caracteres similares quiere dotar Hernández al sujeto poético. Sin embargo, el Pedro del poema, mediante una exclamación, expresa la imposibilidad de contener todos los atributos del personaje bíblico. Será precisamente la ausencia de la amada la que rompe su fortaleza como hombre:


Pedro te llamas, Pedro, pena mía.
Pedro me llamo, y ¡ojalá lo fuera!:


(vv. 1-2)                


Si el Cántico espiritual es un punto de relación entre Miguel Hernández y San Juan de la Cruz, no menos fundamental es otro poema titulado «Un pastorcico» donde emplea términos-clave que el poeta oriolano repite en «El silbo de mal de ausencia», como hemos citado anteriormente:


Y dice el pastorcico: ¡Ay, desdichado
de aquel que de mi amor ha hecho ausencia,
y no quiere gozar la mi presencia,
y el pecho por su amor muy lastimado.


(«Un pastorcico»)                


De todos modos, la similitud léxica y conceptual de ambos poemas tiene otras consecuencias: el poema «Un pastorcico», como sabemos, está directamente enlazado con otro de igual título de la lírica medieval. La relación de un poema místico con una poesía pastoril de carácter totalmente profano como es «Un pastorcico» nos hace reflexionar y posteriormente reafirmar que Hernández es un poeta originariamente de tradición popular. A este respecto ha afirmado Luis Felipe Vivanco17:

Ha sido necesaria, por lo tanto, la feliz conjunción de las dos dimensiones fundamentales de nuestra poesía de todos los tiempos: la popular y la culta, para que se produzca un poeta tan enterizo y tan rico de aventura existencial española como Miguel Hernández.


Miguel Hernández funde la tradición popular con la tradición culta, como San Juan. Por ello, al leer «El silbo de mal de ausencia» aflora el gusto de Hernández por la poesía culta del siglo XVI, en especial por Garcilaso y por otro autor de la antigua tradición latina: Virgilio. Sin embargo, la diferencia entre ambos autores y Hernández está en que este último parte de un mundo vivencial, por tanto elabora un poema que se nutre de dos vías diferentes: del mundo idílico   —26→   poético de autores de églogas, y del entorno natural de su vida cotidiana. Hernández logra una transmutación que se hace patente en la rudeza del léxico de este poema y, además, en casi todos los que pertenecen a El silbo vulnerado:

Silbo vulnerado, canción herida, un corazón asaetado traía Miguel Hernández a la poesía de su tiempo. Y ante los ojos, la melancolía bucólica de Garcilaso, los ayes amorosos de San Juan de la Cruz18.


Sea como fuere y, a diferencia de San Juan («San Juan de la Cruz ha tomado -como hemos visto- un poema eglógico profano [«Un pastorcico»] y lo ha reproducido con ligeras variantes: un pastor se lamenta de amoroso abandono»)19, Hernández consigue crear un poema que, aún cargado de mimetismo, demuestra ya un espíritu poético de gran personalidad.

Sólo un gran poeta como Pablo Neruda podía precisar la bipolaridad que se encuentra en «El silbo de mal de ausencia» y en otros poemas de la época. Los versos del poeta chileno resumen, en esencia, lo que trató de plasmar Hernández en muchos de sus versos: su condición de «pastor de cabras» y su lectura de la «escolástica de viejas páginas». Precisamente, aquello que venimos afirmando sobre la fusión de la tradición popular (a través de la lírica medieval) y de la tradición culta (centrada en un género muy especial, la égloga, con obligadas reminiscencias a Garcilaso y a Virgilio):


Llegaste a mí directamente del Levante. Me traías,
pastor de cabras, tu inocencia arrugada,
la escolástica de viejas páginas, un olor
a Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado
sobre los montes, y en tu máscara
la aspereza cereal de la avena segada
y una miel que medía tierra en tus ojos20.


«El silbo de mal de ausencia», que hoy publicamos por primera vez en su integridad, es seguramente una muestra más que nos ayudará a conocer una época (1932-35) en la que Hernández comienza a demostrar su genio poético, sin olvidar la lección de los grandes autores clásicos.

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El silbo de mal de ausencia


Pedro te llamas, Pedro, pena mía.
Pedro me llamo, y ¡ojalá lo fuera!:
¡ay, piedra del barranco y la ladera
de esta joven y vieja serranía
siempre pasada y siempre venidera!  5
No sería esta llaga
sin curación, amor, sin ti, posible,
que reconcome el corazón y estraga,
cuanto más contemplada más terrible.

Todo lo puede un fuego propagado.  10
Dolido voy de zaga
del aire y el ganado,
con el alicaimiento de la aulaga
y con la delgadez de mi cayado.

Más triste que un cordero degollado,  15
de la dolencia voy a la dolencia,
por la dolencia y por la sierra arriba.
¡Ay, cuánta soledad sin la presencia
de tu compaña, nieve decisiva!
¡Ay, cuánta lana y cuánto pastoreo!  20

Con una sencillez sin competencia
sabe el Señor que sufro, como meo,
este tenaz deseo
de ver la paz serrana de tu frente,
cuya serenidad no hay quien discuta,  25
pero sí quien evita tercamente:
la ausencia, esa hi de puta.

Voy por la luz hirsuta
sobre el imán del precipicio esbelto,
y suicido suspiros y pesares  30
limitado y envuelto
por los altos silencios ejemplares.
Me asaltan a millares
el cardo fósil y el espino denso;
y espino soy que embiste  35
y cardo que ardo solo si te pienso.

En este monte inmenso,
que nadie, si no es yo, cuida y asiste,
¡ay!, tanto en tu memoria me entrometo
que sólo salgo de ella a rempujones.  40

Yo no soy yo, que yo soy mi esqueleto.
Tan flaco me he quedado
por ti, que, mis calzones,
buscando mi cintura,
cuerpo abajo se van casi vacíos.  45
¿De qué me sirve lo que Dios me ha dado
de hombre a mí, criatura,
si a ti no puedo dedicar mis bríos?

¡Ay, mondos y vacantes miembros míos!
—28→
De menos echo, amor, cada momento,  50
el perfil exquisito de tu cara,
el cristal destilado de tu acento
y tu cintura de florida vara.

Cada canción, balido, esquila, viento,
me boquiabre una llaga larga y cruda.  55
Me adamo en esta soledad viuda,
a lo que tú no seas desatento.

Si viéndote moría de contento,
no viéndote no vivo de penado.

¡Qué baldío me veo,  60
sobre la pura piedra el cuerpo echado,
sobre todo a la hora del sesteo!

Me visto por los pies ¿con qué motivo?
¿Con qué objeto soy hombre?
¿Por qué me llamo Pedro y sin ti vivo?  65
¡Ay, apártate un poco que me asombre!

Eres como palmera en lontananza,
que se la mira y ¡ay! no se la alcanza.

Como muere, doliéndose, el cordero
destetado sin madre ni asistencia,  70
así de esta dolencia
de no verte estoy viendo que me muero.

La gracia es del cabrero,
como el cuerno la gracia de la cabra,
la femenina y dulce compañía.  75

¡Ay, qué monomanía
por boquiabrir el pico a tu palabra
cuando ella el corazón me boquiabra!

Amargamente voy de la ladera
de la Ruda al barranco  80
de los Baladres, ¡ay, qué amargamente!,
con mi ceño la luz menoscabando
y aumentando la umbría.

Di: ¿cuándo casarás la luz soltera
de mi ojo y baldía?  85
¿Cuándo este andar de ciervo cojitranco
del compás de tus pies irá pendiente?
¿Cuándo, amor, armoniosa
como rosa de almendra con abejas,
la más honesta y delicada rosa,  90
me agraciarás el gesto,
como le agracia el gesto a las ovejas
un pasto bien pacido y bien dispuesto?
¿Cuándo vendrás adonde te demando?
¡Ay! ¿Cuándo será el día de este cuándo?  95
¡Ay! ¿Cuándo será el cuándo de este día?
—29→

Ven, amor; y verás la anatomía
del cardo, el esqueleto de la pena,
la camisa sutil de la serpiente,
que de primor te enseñará lecciones;  100
la eternidad llagada de la vena
y el hilo inacabable de la fuente,
que tanta luz y tantas atenciones
tiene para conmigo;
la grama, ya redonda en el boñigo,  105
la estalactita-tierna,
recóndito cariño de caverna
a través de las piedras y las horas
filtrado lentamente;
pinos de piedras amenazadoras,  110
cada instante, de grandes cataclismos,
flores que se alimentan del relente,
águilas sobre abismos,
alacranes picudos, saltamontes
carpinteros y astrales,  115
y todo el cielo de los horizontes,
y toda la paciencia de mis males.

Ven, amor, que estas sienes
me vencerán mañana si hoy no vienes.

Esta mano alargada a la caricia  120
por el continuo trato de la honda,
sola se me malicia
y se desmanda y anda tierna y monda,
más tierna y monda en tanta concurrencia
crespa de piedra, soledad y espino.  125

¡Ay, entrégate al mar de la presencia,
que ella te cogerá por el camino!

Más bónica que grama con relente,
veré la luz vibrada
que al pie de la ladera de tu frente  130
el sol particular de tu mirada
reparte del oriente al occidente.
Se alegrarán mis ojos de repente,
más lamentables, tristes y sin lumbre
que vueltos al contrario.  135

Me viene el mundo ancho en esta cumbre,
sin ti que me lo ajustas a diario.

Suspiros de matiz extraordinario
me ocupan las más horas de mi oficio.
Vendimiar el suspiro es mi ejercicio  140
del suspiro siguiente precisado;
y duermo con más pena y más cuidado
que si durmiera junto a un precipicio.

¡Ay, cállate, cayado,
y no me digas ya que fuiste apoyo  145
de aquel cristal fibrado
cuando saltaba el aire del arroyo!
—30→

Mi pensamiento siempre está en un hoyo:
el que la risa te hace,
y en él entierro vivos  150
¡cuántos deseos chivos
que no me dejan harto!;
y un requiem cat in pace [sic]
digo y hago una cruz de verde esparto,
y otra dolencia sale al sol, lagarto.  155

No sé cómo me queda resistencia
para seguir muriendo hasta otro día.

No me des con el cardo de la ausencia,
que el corazón me informas de agonía.

¡Ay, qué monomanía!  160
No me des con la arista
del recuerdo del aire de tu vista.

Pedro me llamo, y como tal me obstino
por verte la mirada,
más alta que la nieve sempiterna  165
que no baja del monte para nada.
Al silencio la oreja izquierda inclino
por ver si siento el aire de tu pierna
subiendo en equilibrio la montaña.

¡Que sea mi soledad la de la cuerna  170
de la cabra: compaña!

Relumbra el vegetal de mi cabaña
en el alto crepúsculo serrano,
más sereno que un humo de verano.
Cabizbajo el rebaño pace y pace.  175
¡Ay, cuánta luna y qué templada hace!
Se para el aire, y queda
una creación de vespertina seda.

Bala una oveja triste y malparida.
¡Cuánto, amor, cuánto siento en esta hora  180
de alicaída luz y mundo inerte
el largo desamparo de mi vida
que tu ausencia demora
y la emoción divina de la muerte!

A medianoche el aire toca fuerte  185
en mi puerta de roble y mejorana
vuelta adrede hacia el lado de una estrella,
y digo: ¿quién?, con esperanza y gana
de que contestes: ¡abre, soy yo: ella!

Y me paso la vida deseando  190
en mi lecho, un atlántico de lana
sin la isla que, náufrago, demando.
—31→
Compañía buscando
anda por los cajones de la mesa
mi rústica cuchara.  195
Por tu aguja pregunta el agujero
de mi ropa montesa;
por tu atención mis manos y mi cara
llagadas por el frío del enero.

Como el pájaro escojo  200
el más alto lugar para mi pena,
a tu ausencia que tú al ojo
de la aguja al pasar el hilo leve.
¡Cuánta ternura siembro y desperdicio
a mano y alma llena  205
por la intratable rampa de la nieve
y la piedra mortal del precipicio!

Hazme, amor, el oficio
más atento, y la vida deleite;
el silencio una balsa con aceite,  210
la soledad pareja.
Acércate: despeja
tanta tormenta y tanto desamparo
y nútreme de gracia y de reposo.

Al pie de tus pestañas  215
¡con qué afán le preparo
un beso clamoroso,
que va a partirle al eco las entrañas!
Quítame las velludas telarañas
que me impiden los ojos de los tuyos,  220
y enséñame la flor de los capullos
de tu voz destilando más dulzuras
que en la hora del crepúsculo un concierto
de cencerras de Almansa.
¡Ay, que sólo me alivia y me descansa  225
saber que tienen todas las criaturas
un ausente y un muerto!



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