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ArribaAbajo La figura del maestro en la literatura infantil y juvenil

Juan José Lage Fernández21


¿Cómo está reflejada la figura del maestro en la actual Literatura Infantil y Juvenil? Y, ¿cómo la institución escolar? Quedan ya lejos los tiempos en que Rubén Darío paseaba por la Península y en su España contemporánea, en el capítulo dedicado a la enseñanza, decía:

En ninguna parte de Europa está más descuidada la enseñanza... El maestro de escuela español es tipo de caricatura o de sainete. Es el eterno mamarracho hambriento y escuálido, víctima del Gobierno... Por lo general ignorante, carece de todos los conocimientos y de la mansedumbre necesaria para cumplir su misión.



Naturalmente que cualquier tipo de diatriba atroz contra el maestro en la Literatura Infantil y Juvenil actual no resultaría del agrado de los docentes, principales intermediarios en las lecturas de los niños, por lo que los autores (y los editores) se miran muy mucho a la hora de lanzarse a estas cuitas.

No obstante, hay críticas feroces hacia personajes poco edificantes (téngase en cuenta que una mayoría de autores de cierto nivel ronda los 40 y es lógico que la escuela que ellos vivieron fuera muy distinta de la actual), lo que sin duda resulta útil para el lector en edad escolar, que tiene la oportunidad de comprobar que sus preceptores no son de tal calibre.

Quizá ninguna crítica tan demoledora como la que César Vallejo hace en Paco Yunque. El sentido de la injusticia reina en este libro. La injusticia descarada de un maestro que castiga al hijo de un pobre albañil por llegar tarde y   —44→   no castiga por lo mismo a Humberto, hijo del alcalde y gerente de los ferrocarriles. O que humilla a Paco Yunque por no presentar un ejercicio escrito, mientras ensalza a Humberto, que se lo había robado.

Hay que descender hasta Charles Dickens para encontrar alegato negativo tan contundente: «casta de impostores y brutos, traficantes de avaricia, que se aprovechan de la imbecilidad de los padres y la inocencia de los niños».

Sin embargo, un coetáneo suyo, De Amicis, autor de Corazón, dibuja en este libro la mejor figura del maestro que hasta ahora se ha conocido. El maestro Perboni es todo un ejemplo de bondad y generosidad: «todo debo agradecérselo a mis maestros» y el libro es un canto encendido hacia la labor educativa del maestro, un tratado de pedagogía, planteando la escuela como el lugar de encuentro de las clases sociales.

¿Y qué sucede en las páginas de los escritores contemporáneos? Demos primeramente un repaso a los extranjeros. Erik Kastner en Cuando yo era un chiquillo, libro de carácter autobiográfico, dedica dos capítulos a la figura del maestro, profesión que él mismo eligió: «por aquel entonces, cuando un muchacho era inteligente y no era hijo de un médico, abogado, oficial... sino de un artesano, de un obrero o de un empleado, los padres no le mandaban al Instituto de Enseñanza Media para después ir a la Universidad, pues aquello resultaba demasiado caro. Por el contrario, lo enviaban a la escuela normal de maestros. Aquello era muchísimo más barato» (se refiere a su Alemania natal, pero la situación en la España de la época era idéntica).

Y añade: «los profesores auténticos, por vocación, natos, son casi tan raros como los santos y los héroes».

En otro capítulo retrata al deleznable maestro Lehman de este modo: «abonado a accesos de cólera diarios... no era un profesor, sino un domador con pistola y látigo». Y añade: «los niños se retiraban ante él como si fuera un buque rompehielos».

Este profesor Lehman no tiene nada que envidiar a los que el autor británico Roald Dahl retrata en algunos de sus libros, principalmente en Danny, campeón del mundo y en Matilda, y que son un reflejo fiel de los que el autor sufrió en su infancia.

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Il. de Quentin Blake para Matilda, de Roald Dahl (Madrid: Alfaguara, 1993, p. 132).

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Así, podemos considerar al celebérrimo escritor británico como un adalid de la pedagogía no represiva, como un defensor de la infancia. Es curioso comprobar que Charles Dickens es el escritor predilecto de Dahl, al que menciona en algunos de sus libros.

En Danny, campeón del mundo describe con pelos y señales al maestro-capitán Lancaster, un tipo que lleva las costumbres militares a la escuela y no permite la menor indisciplina. Claro que a su lado resplandece la figura venerable del profesor titular (típico del autor es la oposición de figuras contrapuestas), que termina despidiéndole.

En Matilda recurre al mismo truco: al lado de la indeseable directora Trunchbull resalta la figura delicada, discreta y tierna de la señorita Honey.

Es curioso comprobar que son pocos los autores ingleses que tocan el tema en sus libros, cuando la escuela inglesa se ha caracterizado siempre por sus métodos duramente represivos. A tal respecto resulta interesante el libro El vicio inglés, del hispanista Ian Gibson. Repasemos el capítulo 2, dedicado a los azotes en la escuela: «los directores de estas escuelas preparatorias no sólo azotaban personalmente con gran entusiasmo, sino que, a menudo, autorizaban a los muchachos de último curso a que azotaran a sus compañeros de los cursos inferiores» (el propio Dahl, en su autobiografía juvenil Boy refleja algo semejante en sus años de internado).

Entre otros, Winston Churchill fue víctima de estos castigos. En 1979, la ley de castigos corporales en la escuela no había sido suprimida, a pesar de que la sociedad era consciente de que «en casos extremos, el uso excesivo del castigo corporal conduce al maestro al sadismo y al alumno al masoquismo».

Una de las características de la autora austriaca Christine Nostlinger es la de presentar en sus libros dos tipos de maestros: uno rígido e intransigente frente a otro más paciente y liberal (Filo entra en acción, Mi amigo Luki-Live, Horario de clase).

Téngase en cuenta que la mayoría de sus libros tratan de los problemas cotidianos de los jóvenes y, por tanto, el tema escolar es objeto de tratamiento preferente.

La táctica es la misma que la de Dahl: enfrentar a dos caracteres diferenciados para que los lectores puedan sacar sus deducciones. Por Mi amigo

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Il. de Arcadio Lobato para El maestro y el robot, de J. A. del Cañizo (Madrid: Alfaguara, 1983, p. 75).

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Luki-Live desfila una galería de profesores de todo tipo hasta llegar a La Parasol, el personaje central, «poco sensible y sin sentido del humor» y cuyos enfrentamientos con el protagonista son de antología.

Una rueda en la escuela, del premio Andersen Meindert Dejong refleja el ambiente escolar de una escuela rural holandesa y en boca de uno de los personajes podemos leer: «No he tenido mucho trato con los encopetados maestros desde que era chico, pero veo que éste sabe por dónde se anda. Creía que los maestros no hacían más que hablar, pero éste no se limita a jugar con las palabras; hace cosas». Esas cosas se refieren a la colaboración de niños y profesor para que las cigüeñas volviesen al pueblo; toda una lección de pedagogía activa.

Otra autora inglesa, Gene Kemp, en Tercer trimestre turbulento refleja los problemas escolares de un niño cleptómano del que sale en defensa una niña, ante la despreocupación de algún que otro profesor.

Por último, quisiera hacer mención a La escuela de los niños felices, de G. Pausewang. Aquí se aprende el lenguaje de los animales, a oler las flores en primavera, a consolar a las personas tristes... Escuela ideal para que los niños sueñen.

Y, ¿qué sucede en la Literatura Infantil y Juvenil española actual? Quizás sea Juan Farias, por su preocupación literaria por los problemas cotidianos de las gentes de los pequeños pueblos (él mismo describe así sus relatos: «son historias que ocurren en un mundo habitado por gente común, personajes que el lector puede encontrar en las calles de todos sus días»), quien más haya glosado la figura del maestro.

Aparece en varios de sus libros, pero sin duda el más peculiar de todos sea A la sombra del maestro. El título lo dice todo: un maestro que enseña más allá de lo que dicen los libros, inteligente, tenaz y liberal, capaz de enfrentarse a un entorno hostil. Todo un repaso a un pasado reciente.

En otro libro suyo, Los pequeños nazis del 43, hace una crítica a la educación religiosa de la época (crítica contenida, asimismo, en un libro más reciente y, sin duda, polémico por sus connotaciones sexuales: De este lado del silencio).

Otra figura señera a la hora de la presentación de maestros ejemplares es José Antonio del Cañizo. Su libro más significativo al respecto es El maestro   —49→   y el robot, dedicado a «todos los maestros y maestras que saben ser tan humanos como Micomedes y tan fascinantes como el robot». La historia viene como anillo al dedo para los actuales problemas educativos: una escuela humanizada frente a otra tecnificada y despersonalizada, o lo que es lo mismo, el cultivo del diálogo, la fantasía y la lectura frente a lo puramente positivo y pragmático. Y el autor se decanta por la escuela tradicional, basada en la sabiduría y bondad del profesor.

También en El castillo invisible -mezclando realidad y fantasía como en él es habitual- presenta un maestro de carne y hueso entusiasta de la Animación a la Lectura.

Por su parte, Carmen Kurtz en Chepita, quizá su libro más conseguido, retrata a un maestro que «es lo mismo que un padre» y escribe siempre el nombre con mayúscula.

Otro libro que merece la pena reseñar es El maestro Ciruela, de Fernando Almena. El personaje de Teófanes Ciruela Notengo está estirado hasta el esperpento y resulta algo irrisorio, aunque la lectura positiva del tipo puede ser lo difícil que resulta ser un buen maestro: ponerse a la altura del niño y preocuparse por sus problemas, atendiendo preferentemente a la música, la lectura, el teatro y el juego, con la metodología del trabajo en equipo.

Soy consciente de que este artículo es sólo una mera aproximación al tema. Son necesarios estudios más serios sobre la figura del maestro en los libros infantiles, dada la importancia que el profesor tiene en la vida del niño y de la familia. Hay que tener en cuenta que es el personaje más tratado -para bien o para mal-, junto con abuelos y padres, de la actual Literatura Infantil y Juvenil. Y esto es normal si tenemos en cuenta que el niño desenvuelve su vida cotidiana, a partes iguales, entre la escuela y el medio familiar.

Quiero reseñar a continuación algunos libros en los que se toca el tema del fracaso escolar. En Sopaboba, Fernando Alonso pinta un niño abrumado por la insistencia de su padre en que sea el primero de la clase, hasta que se da cuenta de que hay otras cosas también importantes: leer, jugar, tener amigos.

En Timo Rompebombillas, de Alfredo Gómez Cerdá, se presenta el diario de un fracasado en los estudios que supera sus problemas mediante el compañerismo y la comprensión.

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En El caso de Cristoff no se sabe muy bien si el protagonista perece en un accidente de coche o se suicida por las exigencias de su padre, la incomprensión de su sensibilidad musical y las constantes burlas del profesor de latín.

La huida, de Antonio Martínez Menchén, es la de Paco, un muchacho de 13 años, con cuatro evaluaciones suspensas y el temor a la bronca paterna. También en La puerta, de R. Rubio, hay una fuga motivada por un joven fracasado en los estudios y desorientado.

En A trompicones se llega al suicidio por un fracaso escolar y la insistencia materna en que el hijo fuera el número uno.

En A Max no le gusta el colegio, libro destinado a los más pequeños, se llega al autoconvencimiento de que lo mejor para el éxito es desinhibirse. También El rey de las letras, para lectores de menor edad, trata, a mitad de camino entre realismo y fantasía, el problema de un niño con dificultades para la escritura, aunque con facilidad para el trabajo en el huerto de su padre.

Finalmente, el temor al primer día de clase, problema muy común entre los niños que empiezan, e incluso entre los que tienen cierto hábito, está relativamente bien tratado en una serie de libros, naturalmente destinados a los más pequeños: Mini va al colegio, Tragoncete en la escuela, El primer día de escuela, Ramona empieza curso, Mi primer día de colegio, El primer día de clase y Yo también quiero ir a la escuela. Todos ellos están destinados a ser leídos en voz alta, para que los efectos disuasorios sean más eficaces.