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A las madres mexicanas

Prólogo de un libro próximo a publicarse1

Concepción Gimeno de Flaquer





Dedicaros mi libro, tiernas madres, es dedicarlo a México, con el cual he contraído deuda de gratitud por la cariñosa hospitalidad que me está dando.

Sí, a México dedico mi libro al dedicároslo a vosotras, porque todo el progreso moral, todo el perfeccionamiento que México está llamado a alcanzar, lo deberá a las madres mexicanas. La madre mexicana, digna hija de la española, tiene que ejercer indefectiblemente gran influencia sobre sus hijos, porque es la más tierna, la más amorosa, la más abnegada, la más madre, de todas las madres. Para que la madre mexicana se eleve desde la altura de su amor maternal hasta la altura de preceptora de sus hijos, misión que le atañe más que a otras madres, por ser México un pueblo naciente que necesita de su apoyo, ofrézcole en esta galería de «Madres de hombres célebres» buenos modelos que imitar.

No es mi deseo presentaros, queridas mexicanas, una galería de mujeres célebres, ni una serie de mujeres ilustres que deban su fama a su alto rango social, a su dorada cuna o a sus méritos intelectuales. Ninguna de las mujeres descritas en este libro se ha inmortalizado por su pluma o su pincel: he sacado a la luz pública algunas mujeres que no hubieran brillado por sí mismas, y que deben su renombre a la celebridad de sus hijos. Sin los notables méritos cívicos de Washington, el mundo entero que hoy le admira, desconocería el nombre de la mujer que le dio el ser; sin la gloria de Schiller, de Coriolano, de Chateaubriand, de Rafael, de lord Byron, de Lamartine y de Pietro Cossa, nadie se ocuparía en biografiar a las madres de estos hombres. Las siluetas de las madres que dibujo en mi libro, tienen que ser contempladas a la luz que esparce la gloria de sus hijos; la mayor parte de las mujeres que aquí pinto, no tienen celebridad propia, la tienen reflejada.

Quiero estudiéis los diferentes efectos de la influencia maternal, y por eso os ofrezco en el capítulo titulado «La madre de los Gracos y la madre de Nerón», un contraste que se presta a prolijas consideraciones.

Propóngome demostrar en este libro que las ideas y costumbres de la madre, influyen en el carácter, en los sentimientos, en la educación de sus hijos, en sus apreciaciones políticas y religiosas, y hasta en el género artístico o literario que cultivan.

Se ha dicho que el estilo es el hombre; yo me permitiría decir, ahondando más tal pensamiento: el estilo es la madre; porque el estilo de cada autor refleja la fisonomía moral de la que le dio el ser.

¡Madres, creed en vuestra influencia, no abdiquéis de vuestro poder!

Es una verdad inconcusa que todo partido perece, si las mujeres se empeñan en su caída; México es una prueba palpitante de este aserto irrefutable. Inútil es que el Estado se haya declarado ateo; ¡las mujeres mexicanas son eminentemente religiosas y no han dejado penetrar el ateísmo ni en el corazón de sus hijos, ni en la conciencia de sus maridos, ni en sus hogares!

Es cierto que si preguntáis a la mayor parte de los mexicanos acerca de sus ideas religiosas, os dirán que carecen de ellas; pero no creáis tal afirmación. Los que de tal modo os contestan son ateos oficiales, ateos de real orden, ateos convencionales, ateos de club, de casino o de café, que solo esperan el momento de quedar solos para entregarse a las prácticas de su religión. Hace algunas semanas, un mexicano hacía alarde de ateísmo en mi salón, y a los pocos días le vi en su hogar, junto al lecho de un hijo moribundo, levantando los ojos al cielo y dirigiéndole una mirada suplicante llena de esperanza y fe.

No quise turbar momentos tan solemnes con una reconvención; pero nunca mejor que entonces podía demostrarle la falsedad de sus argumentos en favor del ateísmo. Como este ateo de aprensión podría citar muchísimos.

Creo firmemente que en vano intentará el Estado establecer nuevas teorías mientras no tenga de su parte a las madres, porque las madres han sido y serán siempre en todas las épocas y en todos los países, un poder más fuerte que el Estado. El Estado soy yo, puede decir la mujer de la edad moderna.

Nada importa que en la tribuna del Congreso exhiba un mexicano su escepticismo; momentos después de haber salido del alcázar de las leyes, caerá a los pies de una mujer bella que le hará prosternarse ante la imagen que venere.

El resto de verdadera religión que queda oculta en el corazón de los mexicanos, sin que ellos mismos se den cuenta de ella, débese a las madres. No, mil veces no: México no será nunca incrédulo, porque cuando no brille por la fe religiosa, brillará por la superstición.

¡De tal modo han arraigado las madres mexicanas en el corazón de sus hijos la idea de lo divino, lo sobrenatural, lo inexplicable y misterioso! Nada pueden las leyes ante las costumbres, y las costumbres las forman las mujeres. Ellas impulsan los movimientos de los pueblos; por eso al preguntarle a Lablanche, para qué servía la mujer, respondió: Dios la ha hecho para iniciar. ¡Hermosa contestación que nos da un primer puesto en la vida social, al propio tiempo que impone la mayor responsabilidad a nuestros actos!

Iniciad el bien, tiernas madres, que iniciado por vosotras difícilmente dejará de practicarse.

Vosotras sois fuertes por vuestro amor: nadie sabe s amar cual vosotras. Mientras el amor es en el hombre un sacudimiento nervioso, una vibración de los sentidos, una convulsión de su organismo, el amor es en la mujer... la aspiración a la maternidad.

La mujer sabe amar más y mejor que el hombre: el hombre pone sus más exaltados sentimientos en una mujer que parece absorber su vida; y sin embargo necesita cambiar de ídolo; la madre no cambia jamás porque el ídolo es su hijo, reflejo de su esposo.

El amor de la madre hacia sus hijos siempre está en creciente, jamás se debilita; los amores y amoríos de los hombres necesitan renovación.

Madres, ya que tan fuertes sois por medio de vuestro amor, emplead vuestra influencia en hacer grandes a vuestros hijos, y de la gloria que ellos conquisten os alcanzará un rayo que iluminará vuestro nombre eternamente. Aspirad a la gloria reflejada, a la gloria obtenida por los méritos de vuestros hijos, y si las madres que os presento en este libro logran levantar vuestro espíritu hacia grandes ideales, y lo declaráis de útil y amena enseñanza, yo sentiré más halagado mi corazón de mujer que mi vanidad de autora, por haber contribuido con un átomo a la colosal obra del perfeccionamiento social.

¡Ojalá se realice tan noble anhelo, para que de este modo sea mi libro digno de México y de las madres mexicanas a quienes está dedicado!

México, 25 de agosto de 1884.





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