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Cómo es que enseña la Iglesia


En esta tercera y última parte de la disertación sobre el magisterio de la Iglesia, vamos a tratar del modo con que se nos enseña por la Iglesia toda la verdad que se relacione con el fin que tiene de conducir a los hombres a la sobrenatural bienaventuranza.

Algo tuvimos que decir, por exigirlo así la materia y el orden del discurso, en la primera parte de esta disertación, cuando se demostró que la Iglesia de Cristo (Ecclesia docens)   -55-   es la que nos enseña con poder y autoridad en fuerza del derecho divino que tiene a ser obedecida. Se demostró también que esta enseñanza del episcopado católico, sobre ser auténtica, es también infalible de infalibilidad sobrenatural y que el Pontífice romano de por sí solo y personalmente posee estas dos prerrogativas, por ser el obispo de los obispos, el centro de la unidad religiosa y el representante jurídico o vicario del soberano maestro de los hombres, Jesucristo Nuestro Señor.

Pero, si bien lo miramos, estas dos prerrogativas nos demuestran más bien la condición propia o íntima esencia y naturaleza del Magisterio de la Iglesia, que no propiamente el modo con que este magisterio se nos manifiesta. Porque, como se enseña en filosofía, una cosa es la nota constitutiva de un ser, y otra cosa es la propiedad de este ser. Nota constitutiva es la que constituye y forma la esencia de un ser; y propiedad es lo que dimana necesariamente de la esencia ya constituida. Así por ejemplo, para el alma humana la espiritualidad o ser espiritual es lo que constituye su esencia; y es una propiedad que proviene de tal compuesto humano, que decimos hombre, el que sea capaz de dominio o que tenga unos afectos que decimos pasiones.

Habiendo por tanto el Salvador constituido a los apóstoles y a los obispos a regir y gobernar su iglesia, y hécholes maestros y luz del mundo, es de la esencia de este magisterio que sea auténtico e infalible, como se dijo en la primera parte de este opúsculo. De aquí se sigue que sea que el Pontífice romano enseñe formal y solemnemente como maestro, sea que como pastor de la grey de Cristo proponga a los fieles lo que toca a la vida sobrenatural de fe y de gracia para conducirlos a la vida de visión y de gloria, siempre se verifica que de un modo auténtico e infalible nos enseña la verdad. Que esta verdad sea revelada o tan solo tenga íntima conexión con las verdades reveladas; que algo nos proponga el Pontífice romano so pena de ser tenidos como herejes, o bien so pena   -56-   de escándalosos, o temerarios, o cismáticos, esto no quita que su enseñanza dirigida a conservar, promover y defender la vida sobrenatural de los fieles en el ejercicio de la religión, deje de ser auténtica e infalible.

Por esta razón se dijo que en las Actas de la sede apostólica debemos distinguir la sustancia de las Actas y la solemnidad de las mismas. La sustancia de las Actas pontificias consiste en que el Sumo pontífice en su propio nombre enseña y propone la verdad de lo que en ella se contiene; y la solemnidad de las Actas consiste en el modo más o menos autoritativo y eficaz con que son redactadas o promulgadas.

De todo esto se deduce que hablando en concreto y prácticamente, basta a un católico saber que el Papa aprueba una cosa como verdadera o desaprueba otra como falsa, para que esté obligado en conciencia a obedecer, esto es, a tener por verdadero lo que el Papa propone como verdadero, y a rechazar como falso lo que por falso el Papa rechaza.

Y esta obediencia debe ser no sólo exterior sino también interior, a saber, sumisión de entendimiento y de voluntad: pues no es bastante lo que los jansenistas llamaron respetuoso silencio, quedándose interiormente agarrados de su torcido juicio y privado dictamen, y tan solo en el exterior guardando un silencio más bien hipócrita y falso que no verdadera y propiamente respetuoso.

Pues, amigo mío, decía aquel cura a un mozalbete que empezaba a tener puntas de católico-liberal, el verdadero busilis está en que salves tu alma, y para salvar tu alma has de obedecer a la Iglesia, sea que el Papa te hable con una Bula dogmática, sea que te haga saber su voluntad por medio de una Respuesta de las congregaciones romanas. Porque, lo repito, en los dos casos estás obligado a obedecer, so pena de pecado mortal y de eterna condenación, si murieras, no lo permita Dios, en tan deplorable estado. Por consiguiente, así vas a perder tu alma si no obedeces a una Bula dogmática, como si no obedeces a una Respuesta de la congregación. Y   -57-   te condenas, no lo permita Dios, lo mismo da, por lo que toca a perder tu alma, condenarte como hereje, que condenarte como cismático, o temerario, o católico-liberal. Plus minus, non mutat speciem, dicen por allá: más o menos no cambia especie; y la especie negra y muy negra en nuestro paso es caer en las mazmorras de Belcebú. Con que, ¡cuidado con ello! Obediencia y adelante.

Volvemos a decirlo; para esta obediencia no basta el respetuoso silencio de los jansenistas: y nos parece necesario insistir en esto, porque los católico-liberales, juntando con el orgullo satánico de los protestantes la perfidia y refinada malicia o hipocresía de los jansenistas, andan repitiendo, cuellitorcidos y cabizbajos, que respetan las respuestas de Roma, y mientras tanto para sus adentros quedan obstinados en su juicio privado como verdaderos protestantes, ni más ni menos. Por esta razón el inmortal Pío IX nunca dejó de condenar a estos lobos carniceros en pieles de ovejas que forman la herejía del siglo; pues así como en cada siglo el demonio sale con una herejía para combatir a la Iglesia de Cristo, así en este siglo se sirve del liberalismo católico para combatirla. Y esta herejía del siglo, precisamente por el solapado y engañoso modo de proceder, es más funesta y dañosa que otra cualquiera herejía descarada. He aquí las palabras de Pío IX dirigidas en un Breve de 11 de diciembre de 1876 al Abate Vernhet, director del periódico Le peuple, por haber escrito unos comentarios sobre el Syllabus. Aprobamos el trabajo que has tomado de exponer y defender las doctrinas del Syllabus contra el liberalismo católico, el cual, contando entre sus adeptos muchísimos hombres severos y graves en sus costumbres; y distando, al parecer de la verdad menos que el liberalismo propiamente dicho, es mucho más peligroso que este, y con más facilidad engaña a los incautos: periculosior est, faciliusque decipit incautos.

¡Qué bien se aplican estas palabras en el caso que nos toca aquí en México sobre la aparición de la Virgen del Tepeyac!   -58-   ¡Los pocos, muy pocos y no muchos izquierdistas o anti-guadalupanos están pintados de cuerpo entero! Pero de estos, con el auxilio de Dios, hablaremos más adelante.

Ahora vamos a explicar brevemente a nuestros lectores la historia del respetuoso silencio de los jansenistas.

Por el año de 1642 el Papa Urbano VIII condenó, luego que salió a luz, el libro de Cornelio Jansenio, intitulado Augustinus; y señaladamente condenó como heréticas cinco proposiciones tomadas del mismo libro. Posteriormente otros Pontífices romanos volvieron a condenarlas, como en seguida se dirá. Pero los jansenistas, cuyos corifeos eran Antonio Arnaldo, Pedro Nicole, Blas Pascal y Pascasio Quesnel, no se dieron por vencidos; sino que matriculados como eran en eso de sofismas y falacias, se salieron con la distinción entre la cuestión de derecho y la cuestión de hecho (quaestio iuris et quaestio facti); lo que en práctica venía a decir: en abstracto y en concreto. Y decían que en lo que tocaba al derecho y hablando así en abstracto y teóricamente, las cinco proposiciones condenadas por la sede apostólica eran realmente heréticas y pestilenciales, y como tales ellos también las tenían. Tocante empero al hecho de si aquellas cinco proposiciones y en el mismo sentido fuesen propias de Jansenio y se hallasen en su libro, esto sí que no podían admitir.

¡Paciente lector! disimula una palabrita de interrupción. ¿No te parece a ti que esto de cuestión de derecho y de hecho es la misma mismísima pintiparada distinción que los católico-liberales, o mestizos que se llaman en España, andan hoy día pregonando entre la tesis y la hipótesis? En el fondo y forma, salva la expresión gramatical que es diversa; y en la aplicación práctica que hacen, son una misma cosa y se parecen como un huevo a otro huevo. A esta distinción sofística y falaz de los jansenistas y de los mestizos aquellos, se reduce la de los que niegan la aparición distinguiendo en ella el aspecto histórico y el aspecto teológico: ¡como si pudiera ser históricamente falso un hecho que se demuestra   -59-   teológicamente verdadero! Adelante... La distinción de loa jansenistas no podía ser más pueril, y el mismo cotejo del texto y del contexto del libro de Jansenio hacia verla falsedad. Condenada, por tanto, esta distinción y obligados los jansenistas a someterse sinceramente a las constituciones apostólicas, se negaron porfiadamente; y por el año de 1702 se salieron con el famoso caso de conciencia. Se suponía en este caso que un jansenista decía a su confesor, que él, si bien condenaba las cinco proposiciones de Jansenio, tal como la Iglesia las había condenado, sin embargo en lo que tocaba al hecho de que aquellas proposiciones, condenadas en el sentido de heréticas, se hallasen realmente en el libro de Jansenio, en esto se limitaba a observar no más que un respetuoso silencio. La resolución que algunos dieron a este caso de conciencia, fue que al tal penitente debía darse la absolución sacramental.

Los obispos de Francia denunciaron esta respuesta a la sede apostólica, y Clemente XI luego la reprobó y condenó: y por el año de 1705 expidió una Bula en que confirmaba la sentencia ya dada, y decretaba que «no se satisfacía obediencia que se debe a las constituciones apostólicas con aquel respetuoso silencio; sino que todos los fieles, no solo con palabras, sino también de todo corazón e interiormente debían condenar como herético el sentido de aquellas cinco proposiciones, tal como las mismas palabras lo manifestaban y la sede apostólica, había condenado». Y para precaver más a los fieles contra las insidias jansenísticas, el mismo Clemente XI por el año de 1713 expidió la célebre Bula «Unigenitus», en la que condenó ciento y una proposiciones del jansenista Pascasio Quesnel.

De esta Bula apelaron los jansenistas para ante un Concilio Ecuménico, y de esta apelación tomaron el nombre de apelantes. Condenados otra vez por dos pontífices romanos, Inocencio XIII y Benedicto XIII, los jansenistas, hombres y mujeres, viéronse rechazados del Tribunal de la Penitencia   -60-   y de la Santa Comunión. Pidieron amparo al poder secular del Senado de París; pero Benedicto XIV por el año de 1755 aprobó lo practicado por los obispos y ministros de la Penitencia, y confirmó que, «a los públicos y notorios refractarios que rehusaban someterse a la sede apostólica, se les debía negar aun el santo viático, en fuerza de la ley común de Derecho canónico, que prohíbe se administre la Santa Comunión al pecador público y notorio, sea que la pida privadamente, sea que la pida públicamente». A más de esto, el Rey Luis XV reprimió el satánico desenfreno de los apelantes, con Cesare e del par con Dio cattivi, rebeldes a la par a Cesar y a Dios, como de ellos dijo el poeta Monti.

Nos remitimos para la aplicación a nuestros lectores.

2.º Pasando ahora a tratar del modo, propiamente dicho, con que la Iglesia nos manifiesta su magisterio supremo, los teólogos comúnmente distinguen dos modos: extraordinario y solemne el uno, ordinario y cotidiano el otro. Como se ve, fúndase esta distinción no ya en la autoridad suprema considerada en sí o en su razón de ser, sino en el ejercicio o actuación, que diríamos, de la misma.

Modo extraordinario y solemne es, cuando la Iglesia no solo autoritativamente enseña la verdad, sino que también la enseña y propone con todo el peso y eficacia de aquella autoridad que recibió de su divino fundador. Y en términos teológicos se diría que en estos casos solemnes la Iglesia ejerce su autoridad suprema, sea en cuanto a la sustancia, como es proponer la verdad, sea en cuanto a la intensidad de su infalible magisterio (Suprema dicitur auctoritas sive intensione exercitii, sive in sua substantia: suprema intensio exercitii supremae auctoritatis): y esto es lo que se llama solemnemente definir o solemne definición.

Modo ordinario y cotidiano es cuando la Iglesia, con su autoridad suprema, se limita tan solo, atendidas las circunstancias, a proponer la verdad de una doctrina o de un hecho que se relacioné con un dogma o doctrina católica, sin definirla   -61-   empero solemnemente (sine suprema intensione magisterii).

Para mayor explicación añadimos, que el modo solemne se llama extraordinario porque tan sólo se verifica cada y cuando, en los casos en que la Iglesia se ve como precisada; lo que comúnmente acontece cuando se trata de reprimir la audacia satánica de los herejes y de los heterodoxos. Pues sabido es por la Historia eclesiástica, o bien por la Historia de los concilios, que la Iglesia acostumbró hacer uso de todo el peso de su infalible autoridad, sea porque tuvo que condenar las herejías y los errores más pestilenciales, sea porque tuvo que explicar y defender los dogmas o las doctrinas católicas, a fin de prevenir a los fieles contra los ataques de aquellos verdaderos forajidos en materia de religión. Así por ejemplo los pontífices romanos hicieron uso de este supremo poder o en los concilios ecuménicos, de los cuales se cuentan diez y nueve desde el Primer Niceno en Nicea de Bitinia, año de 325, hasta el Vaticano, año de 1869; o en las Bulas Solemnes, como Martín V contra Wicleff y Juan Huss, León X contra Lutero, Clemente XI y Pío VI contra los Jansenistas, Pío IX y el actual Pontífice reinante León XIII contra el liberalismo religioso, que se dice catolicismo liberal y que es la herejía del siglo.

Con esto no queremos decir que la Iglesia haga uso de su supremo magisterio exclusivamente contra los herejes. Pues hay casos en que mirando directamente al aumento del culto, a la exaltación de la religión, a la práctica de la perfección evangélica, despliega toda la solemnidad de su magisterio. Estos casos son, por ejemplo, la canonización de los Beatos, la aprobación de las órdenes religiosas, y, como lo hizo Pío IX, la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la siempre Virgen María. Siempre empero, aun en estos casos, se verifica que son un modo extraordinario de que hace uso la Iglesia.

El modo ordinario se dice cotidiano porque de él hace uso   -62-   constantemente la Iglesia en la dirección de los fieles a la vida sobrenatural de fe y de gracia, lo que los teólogos dicen consistir in ipsa iugi Ecclesiae praedicatione, in ecclesiastica praedicatione. Ya hemos visto en los artículos antecedentes como Pío IX en su Bula dogmática de la Inmaculada Concepción explica este modo ordinario y cotidiano; y de ahí tomaba argumento para demostrar que la Iglesia Romana, esto es, la sede apostólica, en su modo ordinario y cotidiano de enseñar, tuvo siempre por verdadera la doctrina de este singularísimo privilegio (Bulla Dogmat. § 2, 5).

Por tanto, en vez de repetir lo dicho, vamos a reproducir otros documentos que lo confirman, y que además demuestran más directamente el respeto que debemos tener y la sumisión con que debemos recibir las Respuestas de las congregaciones romanas. Pues es de saber que aquellas congregaciones que miran al gobierno de la Iglesia universal, como son la Suprema, la de ritos, la de indulgencias, la del índice, etc., antes de expedir sus Respuestas, las someten al Padre Santo, y con su apostólica aprobación las despachan. Esto es lo que algunas veces leemos: «Facto verbo cum Sanctissimo: facta de praemissis Sanctissimo Domino Nostro relatione», «informado de esto el Padre Santo, hecha la relación a Nuestro Santísimo Padre de las cosas arriba dichas...».

Pues bien; habiendo sido informado el inmortal Pío IX de que unos profesores habían tenido una Junta o Congreso Literario en la ciudad de Mónaco de Baviera, en la cual se habían manifestado ideas y pensamientos que estaban en oposición con las doctrinas católicas, escribió al Arzobispo de Mónaco sobre dicho asunto una carta con fecha 21 de diciembre de 1863. Las cláusulas que en seguida vamos a poner, contienen la condenación de la proposición 22 del Sílabo, formulada con las palabras de los mismos autores.

Queremos persuadirnos, escribía Pío IX, de que los que se reunieron en el Congreso literario de Mónaco, no quisieron   -63-   restringir ni limitar aquella obligación, a la cual están absolutamente (omnino) sometidos los maestros y escritores católicos, tan sólo a aquellas doctrinas que por el infalible magisterio de la Iglesia son propuestas a todos los fieles con la obligación de creerlas como dogmas de fe. Porque, aun dada que se tratase de aquella sumisión (de illa subiectione) que debe manifestarse con acto de fe divina, esta sumisión sin embargo no tendría que limitarse solamente a aquellas doctrinas que fueron definidas con formales decretos, sea de los concilios ecuménicos, sea de los pontífices romanos y de esta sede apostólica; sino que tendría que extenderse también a aquellas doctrinas que, como divinamente reveladas, son propuestas por el magisterio ordinario de la Iglesia esparcida en todo el Orbe (sed illa subiectio ad ea quoque extendenda quae ordinario totius Ecclesiae per orbem dispersae magisterio tamquam divinitus revelata proponuntur); y que por consiguiente por universal y constante consentimiento son tenidas por los teólogos católicos como pertenecientes a la Fe. Pero como aquí se trata de aquella sumisión, a la cual están obligados en conciencia todos aquellos católicos que se ocupan en las ciencias especulativas, a fin de ser de alguna utilidad a la Iglesia con sus escritos, por esta razón (idcirco) los que se reunieron en aquel congreso deben reconocer que a los sabios católicos no les basta admitir y acatar los sobredichos dogmas; sino que les es preciso se sometan así a las decisiones que, tocante a la doctrina, son emanadas de las congregaciones pontificias, como también a aquellos puntos de doctrina (tum iis doctrinae capitibus) que por consentimiento común y constante de los católicos son tenidos como verdades teológicas y como conclusiones tan ciertas, que las opiniones opuestas a aquellos puntos de doctrina, aunque no pueden llamarse heréticas, merecen sin embargo en todo caso otra censura teológica (verum etiam opus esse ut se subjiciant tum decisionibus, quae ad doctrinam pertinentes a Pontificiis Congregationibus proferuntur, tum...).

  -64-  

Aun más explícito, por lo que toca a nuestro caso, había sido el mismo Pío IX años antes. Aconteció que la Congregación del índice, con aprobación del Padre Santo, prohibió con un decreto las obras de un tal Antonio Günther. Este y sus paniaguados no quisieron someterse. Reprendió Pío IX esta desobediencia, y escribiendo al arzobispo de Colonia con fecha 15 de enero de 1857, pone estas palabras acerca del sobredicho decreto: «Cuyo Decreto, en verdad, aprobado y sancionado con nuestra suprema autoridad y de orden nuestra promulgado debía indudablemente bastar para que toda cuestión se tupiera por terminada del todo; y todos los que se gloriara del nombre de católicos entendiesen clara y manifiestamente que estaban en todo y por todo obligados a obedecer, y que no podían tener por sincera la doctrina contenida en las obras de Günther, y que a ninguno era lícito, después de la promulgación de aquel decreto, tener ni defender la doctrina que en dichas obras se enseña. (Quod quidem Decretum, nostra auctoritate sancitum, nostroque iussu vulgatum, sufficere plane debebat ut quaestio omnis penitus dirempta censeretur, et omnis, qui catholico gloriantur nomine, clare aperteque intelligerent sibi esse omnino obtemperandum...)». Lo propio, hace poco, volvió a inculcar León XIII con ocasión del decreto con que la Congregación del índice prohibió unas proposiciones tomadas de las obras de Antonio Rosmini.

Observación. ¡Mi sufrido lector! disimula una palabrita. ¿Te acuerdas de aquellos gritazos desaforados de aquel Don Estudio contra el obispo de Yucatán, por haber dicho Su Señoría Ilustrísima que con la Respuesta de la congregación romana acerca del milagro o aparición de la Virgen de Guadalupe, ya podíamos repetir: Asunto concluido es este: Roma locuta; quaestio finita? Se desgañitó contra la exageración, el exceso y qué sé yo cuántas otras cosas. Y sin embargo, ya lo ves, amado lector, no hubo tal exageración, ni tal exceso, ni tales carneros. El omnis quaestio dirempta de Pío IX   -65-   y el asunto concluido es este, del obispo, dicen una misma mismísima cosa, y se refieren del mismo modo a las decisiones de las congregaciones. Lo que hubo fue que el obispo de Yucatán pensó habérsela con un católico, para el cual debe bastar un Decreto de la congregación. A fin de que entienda que está terminantemente obligado a obedecer: y se halló con aquel la quisicosa o entidad híbrida que se dice católico-liberal, el cual por sí y ante, sí define que para obedecer se necesita una solemne definición. Apage nugas, vete a machacar las nueces, que traducía Gerundio. Ya lo hemos visto: el modo extraordinario solemne acostumbra usarlo la sede apostólica contra los herejes; para con los fieles y buenos católicos le basta hacer uso de su magisterio ordinario. ¡Mire, pues, Don Estudio, a quien se parece, cuando para obedecer exige su merced una definición solemne! ¡Tan encumbrado, altisonante, satánico es el liberalismo religioso, que no es más que un círculo cuadrado, un murciélago, (ni pájaro, ni ratón)!

3.º Vamos ahora a declarar el modo con que los católicos debemos acatar el Magisterio de la Iglesia, so pena de culpa, grave teológica y es lo menos que se puede decir. Este modo se llama generalmente asenso religioso; y se le llama asenso por significar los actos de entendimiento y de voluntad con que nos sometemos; llámase religioso, porque por medio de la virtud moral propiamente dicha de Religión, le tributamos a Dios este debido culto. Pues precisamente el culto divino, objeto propio de la religión, consiste en que por una parte reconozcamos la infinita excelencia y majestad de Dios, y por otra parte en vista de esto reconozcamos nuestra intrínseca y total dependencia y sujeción para con Él. De donde se sigue que se llama asenso religioso aquel acto con que sometemos a Dios nuestro entendimiento y nuestra voluntad (Summ. Theol. 2, 2, Q. 81, a. 3 et b). Y así tonto en el Magisterio de la Iglesia distinguimos tres grados de manifestación, de la misma manera con respecto a nosotros distinguimos   -66-   tres actos de asenso religioso que les corresponden.

Hemos visto que la solemne definición es el primer modo con que la Iglesia nos enseña la verdad. Pero, nótese y nótese bien, que la palabra definición quiere decir dos cosas y no ya una sola, porque el objeto de la definición no es una, sino doble. Ya se dijo antes que este objeto puede ser de una verdad revelada, a saber, contenida en el depósito de la revelación, o bien una verdad que, aunque en sí no sea revelada, tiene sin embargo una íntima conexión con las reveladas. Hemos visto también que el segundo modo, y es el ordinario, con que la Iglesia ejerce su magisterio, es cuando se limita tan sólo a proponer la verdad de una doctrina o de un hecho que se relacione con la revelación, sin la intención empero de hacer esto con toda la eficacia y autoridad de su magisterio. Supuesto esto, decimos:

Primero. Cuando el Pontífice romano propone solemnemente una verdad como revelada, es decir, como contenida en la revelación, debemos tener aquella verdad con acto de fe inmediatamente divina; esto es, debemos creerla por la autoridad de Dios que la revela, da y propone por medio de su infalible intérprete. Sentir o tener lo contrario es herejía objetiva y formal.

Todavía más debemos decir con las palabras auténticas del Concilio Ecuménico Vaticano (Constitut. «Dei filius», capítulo 3) en que se enseña que debe creerse con fe divina y católica todo aquel lo también que por el magisterio universal y ordinario se nos propone a creer como revelado por Dios. Fide divina et catholica ca omnia credenda sunt quae in verbo Dei scripto vel tradito continentur et ab Ecclesia sive solemni iudicio, sive ordinario et universali magisterio tamquam divinitus revelata credenda proponuntur. ¡Tanta es la autoridad aun del magisterio ordinario y cotidiano de la Iglesia por lo que toca a la sustancia del hecho!

Segundo. Cuando el Pontífice romano propone solemnemente una doctrina, no ya como revelada, sino como verdadera,   -67-   y así la propone por hallarse en conexión con las verdades reveladas, debemos tener aquella doctrina con acto de fe inmediatamente divina. Esto quiere decir que la razón inmediata y próxima o el motivo formal porque tenemos verdadero lo que el Papa nos propone, es la autoridad infalible del Pontífice romano. Pero siendo así que la infalible autoridad del Pontífice romano es un dogma de fe inmediatamente divina, se sigue que aquel acto con que tenemos por verdadera la doctrina solemnemente propuesta por el Pontífice romano, es un acto de fe mediatamente divina; la que se llama también fe eclesiástica, que se apoya inmediatamente en la autoridad de la Iglesia y mediatamente en la autoridad divina, por esta razón dicen los teólogos que es un acto que por su razón o resolución pertenece a la Fe, actus reductive ad Fidem pertinens, como dicen los mismos teólogos con Benedicto XIV (De Canonizat., Libro I, capítulo 43). Sentir o tener lo contrario es también herejía objetiva y moral.

Tercero. Cuando el Pontífice romano con su autoridad apostólica nos propone, o por sí, o por la congregación, una verdad, pero sin hacer uso de toda la eficacia de su magisterio, debemos tener por indudablemente verdadero lo que se nos propone con aquel acto de entendimiento y de voluntad que se llama estrictamente asenso religioso, sumisión religiosa, obediencia religiosa, según lo arriba explicado. Sentir o tener lo contrario es temeridad, y llámase temerario, desobediente, escandaloso teológicamente el infeliz que, ciego de orgullo, prefiere un juicio privado a la enseñanza de la Sede apostólica y del magisterio ordinario de la Iglesia.

Cuarto. Esta temeridad y desobediencia pueden subir de punto: y el primer paso es caer en el cisma para precipitarse después en el colmo de los males, como es la apostasía de la fe.

«Llámanse cismáticos los que rehúsan someterse al Sumo pontífice», así con Santo Tomás de Aquino todos los teólogos; pero hay que fijarse bien en la expresión subesse renunt,   -68-   «rehúsan someterse». Porque si uno, movido de otra pasión que no sea rebelión y pertinacia, falta a la sumisión debida al Sumo pontífice, este tal cometerá, al un pecado y pecado grave, objetivamente hablando, pero no comete propiamente el crimen de cisma. Por tanto «el que con rebelión no obedece a los preceptos, esto es lo que constituye el cisma. Digo, con rebelión cuando y con pertinacia desprecia los preceptos de la Iglesia, y con la misma pertinacia rehúsa someterse a su juicio. Non obedire praeceptis cum rebellione quadam constituit schismatis rationem. Dico autem cum rebelione, cum et pertinaciter praecepta Ecclesiae contemnit, et iudicium eius subire recusat (2, 2, Q. 39, a. 1 ad 2).

Síguese de aquí, prosigue Santo Tomás citando a San Jerónimo, cuyas palabras son estas, que «entre el cisma y la herejía hay esta diferencia; que la herejía consiste en un dogma perverso (en una sentencia que es perversa por estas en oposición con un dogma, y por esta razón el hereje se separa de la Iglesia), y el cisma separa también de la Iglesia, pero por causa de la disensión con la autoridad episcopal. He aquí las propias palabras de San Jerónimo: Haeresis perversum dogma habet, schisma propter dissensionem episcopalem ab Ecclesia pariter separat. «En fin, concluye San Jerónimo, puede de algún modo haber cisma, a lo menos en su principio, sin que lleve consigo una herejía; pero en su progreso no hay ningún cisma al cual no vaya unida alguna herejía, cuando el cismático se hace ilusión de haberse separado con razón de la Iglesia» (Hieron., Coment. in Ep. ad Titum, capítulo 3, versículo 10).

En resumidas cuentas, concluyamos con las palabras del Cardenal Cayetano: «en la rebelión al Sumo Pontífice hay que distinguir dos grados; el primero consiste en que uno no cree que está obligado a someterse a la autoridad del Sumo Pontífice: el segundo consiste en que no quiere reconocerlo como su superior. Pues bien; en el primer caso se contiene   -69-   una herejía formal por negarse la autoridad suprema, instituida por Jesucristo en su Iglesia; en el segundo caso es donde se contiene propiamente el cisma. Pues aunque crea que el Sumo Pontífice es su Superior, sin embargo movido de otros afectos desordenados no quiere reconocerlo: non recognoscens eum ut Superiorem, quamvis hoc credat. De suerte que la expresión no reconocer significa, directamente un acto de voluntad con que no quiere, y no ya un acto de entendimiento; pues el cismático, como tal, cree que el Sumo Pontífice es su superior; de no creerlo se seguiría que sería no ya cismático, sino hereje formal.»

Corolario. Vamos a aplicar estos principios al hecho histórico religioso de la aparición, para lo cual, después de lo dicho, no se necesitará de muchas palabras.




ArribaAbajo- VII -

Examínase según lo expuesto, la aprobación apostólica de la aparición


1.º Para proceder con acierto y con la exactitud necesaria reduciremos a algunos puntos lo que vamos a tratar sobre el modo con que la sede apostólica aprobó el hecho de la aparición de la Virgen María en el cerro del Tepeyac.

Primero: que la sede apostólica aprobó de algún modo la aparición, es indudable; porque, como hemos visto, las Apariciones de la Virgen son el fundamento en que la sede apostólica y la Congregación de ritos se apoyan para conceder el oficio y misa propia, como nos enseña Benedicto XIV (De Beatifi. et Canoniz., Libro 4, parte 1, capítulo 1). Y que este fundamento   -70-   consiste en la verdad histórica, pera jurídicamente probada, de las Apariciones, pruébase con el principio dogmático que el objeto del culto, debe ser indudablemente cierto y apoyado en la verdad, aunque no es necesario que esta certeza sea de fe divina o teológica, como la llama el Suárez, bastando para el efecto una certeza apoyada en principios teológicos. El Sumo Pontífice, antes de decretar el culto eclesiástico a un beato o a un santo, llega a esta certeza por los tres medios, como son los procesos instruidos, o el testimonio de los milagros, y en modo particular la asistencia del espíritu beato per inquisitionem, per attestationem miraculorum et praecipue per instinctum Spiritus Sancti. Así Santo Tomás de Aquino (Quodlib. IX, § 8, a. 16). En fin, que por objeto del culto se entienda el objeto propio, inmediato, o de manifestación y punto de vista, que llamamos título o advocación, queda demostrado por lo que se dijo en el párrafo precedente.

Ahora bien: para la concesión del oficio y misa propia, y fiesta solemnísima de precepto en honor de la Virgen de Guadalupe como aparecida y por aparecida en el Tepeyac, y para la confirmación del Patronato nacional de la misma Virgen María, hubo escrituras auténticas, hubo el proceso diocesano y el apostólico, hubo el decreto de la Congregación de Ritos, y hubo en fin las letras apostólicas con que el Sumo Pontífice aprueba los tres hechos mencionados; y no hay que olvidar la circunstancia excepcional de haber Benedicto XIV insertado en sus letras apostólicas la relación que sobre la aparición le había presentado el padre Juan Francisco López S. J., encargado y procurador de la nación mexicana para este fin. Luego; que la sede apostólica aprobó la aparición, es del todo incontestable.

Segundo: que esta aprobación apostólica no fue un simple indulto, pruébase por las cláusulas pontificias. En el indulto, el Papa permite solamente el culto, y hace uso constantemente de las expresiones: «condescendemos, concedemos,   -71-   damos permiso: indulgemus, concedimus, facultatem facimus». Por lo contrario en lo que toca a la Virgen de Guadalupe el Papa manda, declara y decreta: statuimus, declaramus atque jubemus.. Y dado aun, que hubiera otorgado tan sólo un indulto, no se seguiría de aquí que la sede apostólica no hubiera reconocido la verdad del hecho histórico de la aparición. Porque el mismo Benedicto XIV nos enseña (Libro 1, capítulo 40) que aunque en el Decreto de beatificación no se contenga más que la permisión del culto, sin embargo esta permisión es una positiva aprobación de las virtudes y milagros del beato, por concederse este culto con autoridad apostólica; porque antes de expedir el Decreto de beatificación se instruyen los procesos sobre las virtudes en grado heroico, y sobre los milagros obrados por intercesión del siervo de Dios después de muerto: praecedit examen una cum approbatione virtutum el miraculorum... quae omnia ostendunt permissionem esse approbantem. Por esta razón el mismo Sumo pontífice había enseñado en el capítulo antecedente (Libro 1, capítulo 24) que «aunque el Papa cuando expide el Decreto de beatificación tiene por cierto (pro certo habet eum in coelis esse et cum Christo regnare) que el tal siervo de Dios realmente está en la gloria y reina con Jesucristo, y por esta razón le concede el culto público, no se sigue de aquí que el Pontífice decrete y defina como cierto de fe que dicho Beato esté en la gloria (non tamen sequitur ut tamquam de fide certum statuat ac de finiat praedictum Beatum in coelis)». Puse este modo solemne es propio de la canonización, como más adelante se dirá. Decimos modo solemne, porque en lo que toca a la sustancia misma del hecho, como es que el beato realmente está en la gloria, los procesos instruidos sobre las virtudes en grado heroico para la beatificación, los mismos sirven para la canonización; para la cual solamente se exigen nuevos milagros obrados después de la beatificación, a fin de que el Sumo Pontífice conozca ser voluntad de Dios que del culto limitado y permitido se pase al culto preceptivo   -72-   y universal: ut novorum miraculorum interventu habeat Summus Pontifex nova dininae voluntatis signa, quum a cultu permisso et restricto transitus fit ad cultum praeceptivum et extensum (Loc. cit., Libro 1, capítulo 24, número 3).

Tercero: que esta aprobación del culto de la Virgen de Guadalupe fue dada con solemnidad, por lo menos en lo que toca a la sustancia, pruébase con aquellas gravísimas palabras, con que Benedicto XIV confirmó, aprobó y decretó con autoridad apostólica los tres hechos referidos. «En vista de todo lo que se contiene en la súplica y decreto, que arriba se insertaron, a la mayor gloria de Dios Todopoderoso, para aumento del culto divino, y en honor de la Santísima Virgen María, bajo la advocación de Guadalupe, con autoridad apostólica mandamos, declaramos y decretamos». «Attentis omnibus quae in, supplici praeinserto Libello et Decreto continentur... ad maiorem Omnipotentis dei gloriam, divinique cultus augmentum, eiusdemque Virginis Mariae laudem sub invocatione de Guadalupe tenore praesentum auctoritate apostolica... statuimus, declaramus atque jubemus»

Cotejando estas palabras con las de que hacen uso los pontífices romanos en la canonización de los santos, claramente se ve que son casi las mismas, y que por consiguiente la aprobación dada por Benedicto XIV del culto de la Virgen de Guadalupe, se acerca y aproxima a la Bula de canonización; pero no es del todo la misma, y por consiguiente no puede en términos absolutos decirse que esta aprobación sea una formal canonización del título o advocación. Y la diferencia consiste principalmente en las cuatro cosas siguientes: primera, que el Papa antes de promulgar la canonización requiere el dictamen escrito de todos los cardenales, arzobispos y obispos que a la fecha moraren en Roma; segunda, que a más de las solemnes palabras arriba citadas, añade las siguientes muy significativas: «decretamos, definimos, pronunciamos, decernimus, definimus, pronuntiamus»; y con estas palabras   -73-   el Pontífice romano entiende dar solemne judicium un juicio solemne; tercera, declara el Papa que los que se atrevieren a contradecir aquel acto pontifical, a más de la culpa grave, incurren en la censura eclesiástica de excomunión, como Benedicto XIV explica las palabras de la Bula, con que se dice que estos tales «incurrirán en la indignación de Dios Todopoderoso y de sus apóstoles San Pedro y San Pablo» (Loc. cit., Libro I, capítulo 45, número 27); cuarta, y en fin, que para mayor solemnidad el mismo Pontífice romano y los cardenales de los tres órdenes, de obispos, presbíteros y diáconos, suscriben de su puño y letra la Bula de canonización: Ego Leo Catholicae Ecclesiae Episcopus. Ego N. Episcopus Ostiensis Cardinalis Decanus... Ego N. Presbyter Cardinalis... Ego N. Cardinalis Diaconus... Con eso y todo, no puede negarse que la aprobación que dio Benedicto XIV se acerca y aproxima a la Bula de canonización. A esto se refiere lo que escribe el padre Florencia (Estrella del Norte, capítulo 13, § 6, página 75). «La dificultad que el cardenal Rospillosi dice en su carta (de 2 de noviembre de 1666) tiene aquesta materia, se funda en una máxima muy prudente que observan así el Sumo Pontífice, como la Congregación de ritos, de no abrir la puerta a canonización de imágenes milagrosas, de que hay tanta copia en la Cristiandad...». Sabido es también lo que a menudo repetía el obispo Francisco de Paula Verea, varón de grande doctrina y santidad, como todos sabemos. Puesto que por decreto de Urbano VIII, de 25 de mayo de 1630, no pueden elegirse por patronos de ciudades, provincias o naciones, sino los santos solemnemente y formalmente canonizados, el haber Benedicto XIV mandado y decretado con autoridad apostólica que la Virgen María, bajo el título de Guadalupe sea tenida, venerada e invocada como Patrona principal de la nación mexicana, fue como una canonización virtual del título y advocación de Santa María de Guadalupe, aparecida en el Tepeyac a los mexicanos.

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Sea lo que fuere, en práctica nos basta saber que el Pontífice romano con autoridad apostólica y con aprobación política y motivada nos propone el culto de Santa María de Guadalupe como aparecida y por aparecida. Y esto es lo que puede afirmarse por lo que toca al modo con que la sede apostólica aprobó la aparición: vamos a ver lo que no puede afirmarse.

Cuarto: Si en todo rigor no puede decirse de un modo absoluto que la aprobación dada por Benedicto XIV sea una canonización formal, mucho menos, puede decirse en términos absolutos que fue una Definición, como se hizo expresamente notar desde el año de 1884 en el «Compendio histórico-crítico», impreso en Guadalajara, § XVII, página 249. Y la razón, a más de lo dicho, es en resumen porque este nombre Definición quiere decir que el Pontífice romano con toda la intensidad de su magisterio, con todo el peso y fuerza de su autoridad apostólica, y con todo el aparato de un acto solemnísimo propone una verdad a toda la Iglesia católica. Por lo visto, todo esto no hubo en la aprobación apostólica de la aparición.

Quinto: de todo lo discurrido hasta ahora se deduces que no entendieron, o por lo menos no tuvieron presente la significación propia de los términos teológicos los que con celo no iluminado, es decir, no secundum scientiam «condenaron la exageración de aquellos que han pretendido que la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe debe considerarse de tal manera aprobada por la Santa Sede, que debe creerse y sostenerse como dogmáticamente cierta»9.

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Pues si por dogmáticamente cierta entienden infaliblemente cierta, no cabe duda: que la aparición debe considerarse de esta manera aprobada por la Santa Sede. Consta por lo discurrido hasta ahora y baste leer lo que Benedicto XIV enseña en el Libro 1, capítulo 45, número 26 de la obra ya citada. Si por dogmáticamente cierta entienden solemnemente definida, como arriba se dijo, esto sí que de ningún modo puede decirse; pero pudiera dudarse de si realmente hubo «de aquellos» que realmente «han pretendido tal exageración».

Sexto: pregúntase en fin quien niega la aparición, ¿cuál nota teológica se merece? Para responder adecuadamente debemos distinguir qué es lo que se niega formalmente, y por qué formalmente se niega. Si ese tal niega la competencia del Pontífice romano en juzgar de este hecho histórico, enlazado con el culto, a saber se limita la extensión del Magisterio de la Iglesia, ese tal es hereje, por lo menos objetivamente. Si reconoce la autoridad del Papa, pero no quiere pertinazmente someterse, ese tal es cismático. Si tan sólo   -76-   niega la aparición, prescindiendo, en su acto de negar, de otra consideración, es temeraria, pero con asomos de cismático, por ser inseparable, moralmente hablando, del acto de negar la aparición la desobediencia formal a la sede apostólica. Consta por lo dicho.

2.º Vamos ahora a examinar algunas proposiciones de aquel anónimo escritor, que llamamos Don Estudio. Cuando yo leo que Don Estudio exige le probemos «con irreprochables documentos la real y positiva aparición...», si me atengo, como es de razón, al sentido obvio de las palabras, y las considero tal como suenan objetivamente, no puedo menos de decirme para mi coleto: aquí huele a cisma, por desconocerse completamente la autoridad del Sumo Pontífice y del Episcopado mexicano. Porque, entre los irreprochables documentos con que se prueba la aparición, teniendo el primer lugar las Actas de la sede apostólica, Don Estudio hace punto omiso de ellas, como si no existiesen o nada valiesen. Luego, objetivamente hablando, Don Estudio habla como un cismático. Cismático es el que con pertinacia desprecia los preceptos y rehúsa someterse al juicio del Sumo Pontífice. Es así que el Sumo Pontífice con autoridad apostólica manda, decreta y ordena que la Virgen Santísima Santa María de Guadalupe, cuya Sagrada Imagen se venera en su Colegiata, sea reconocida, venerada e invocada como Patrona nacional. Luego Don Tal que no quiere someterse a este precepto, habla como cismático.

Estudio. - «Siendo el hecho de la aparición guadalupana enteramente ajeno a la fe y a las costumbres...».

Respuesta. -Mire usted Don Estudio; el culto y la liturgia tienen una íntima conexión con la fe y con las costumbres. Es así que el hecho de la aparición forma parte del culto y de la liturgia: porque a la Virgen por aparecida y como aparecida Benedicto XIV con autoridad apostólica nos mandó tributásemos nuestros cultos, y reconociésemos, invocásemos y venerásemos como Patrona Nacional a Santa María de Guadalupe,   -77-   cuya sagrada imagen se venera en su Iglesia extramuros de la Ciudad de México. Luego es falso de toda falsedad que el hecho de la aparición guadalupana es enteramente ajeno a la fe y a las costumbres.

Estudio. -«Siendo el hecho de la aparición guadalupana... solamente un acontecimiento histórico, el Romano Pontífice jamás puede declararlo y definirlo como verdadero».

Respuesta. -Aquí hay, con permiso de usted, dos disparates. Primero: no son sinónimos, ni quieren decir la misma cosa, por lo menos con respecto al modo de proponerlo, declarar y definir un hecho como verdadero. Sin meternos por ahora en largas explicaciones teológicas ya dadas, decimos, por ejemplo, que antes del día 8 de diciembre del año de 1854, los Pontífices romanos declaraban como verdadero el hecho singular de la Inmaculada Concepción de la siempre Virgen María; pero en este faustísimo día Pío IX lo definió, a saber, nos enseñó que es un dogma contenido en el depósito de la revelación. Pero así cuando declaran, como cuando definen como verdadero un hecho, siempre se verifica que afirman y reconocen la verdad de tal hecho: y puesto que lo afirman y reconocen, ya es imposible que sea falso. Disparate segundo: con una proposición general afirma usted, Don Estudio, que de ningún modo nunca jamás el Pontífice romano puede declarar o definir como verdadero un acontecimiento o hecho histórico. Cuando usted escribía esta proposición, no tenía presente (así piadosamente lo suponemos) lo que todos los Católicos debemos tener acerca de los que en teología llámanse Facta dogmatica y que en castellano decimos hechos dogmáticos. Un hecho, histórico por supuesto, con el que tiene íntima conexión un dogma: de suerte que negado o puesto en duda el hecho histórico, se sigue necesariamente que debe negarse o ponerse en duda el dogma que con aquel hecho se relaciona. Por ejemplo: si se niega que en el tal libro hay tales y tales herejías, o que jamás existió un Francisco de Asís, modelo acabado de perfección evangélica, como   -78-   lo afirma el Pontífice romano, hay que negar por consiguiente la infalibilibad del mismo Pontífice, que estos dos hechos afirmó. De donde se sigue que la doctrina que debemos profesar, es que «el Pontífice romano es infalible no sólo en materia de fe y costumbres, sino que también es infalible en el juicio de los hechos dogmáticos». Véase la Teología del padre Perrone (volumen 1, parte 1.ª, capítulo 4, proposición 2.ª). Una declaración más extensa se hallará entre las obras del Cardenal Franzelin: Tratado de divina Traditione: Sect. 1, cap. 2, Principium sextum.

Y la razón de todo esto nos la da con su acostumbrada concisión y claridad Santo Tomás de Aquino, cuando en su Suma Teológica nos repite que hay unas cosas que son objeto de fe, directa, principalmente, y de por sí: y hay otras que pertenecen a la fe tan sólo indirecta, secundariamente y en relación a otras que lo son de por sí: y tanto acerca de las unas cuanto acerca de las otras, puede haber herejía si se niegan y puede haber fe si se creen. Como por ejemplo: si se niega que Isaac fue hijo de Abraham, de ahí se sigue algo que es contrario a la fe, a sabor, que la Escritura Sagrada contiene algo de falso. (Summa theologica 22, q. 1, a. 6 ad 1; q. 2, a. 2 et artic. 5; q. 8, a. 3, 0; q. 11, a. 2, 0). Luego, mi Señor Don Estudio, retire usted su lamentable Jamás, si no quiere ser hereje: y persuádase que el fárrago de citas, que usted amontona no hace al caso, y es Santo Tomás de Aquino, quien se lo dice.

Estudio. -«Quiera Dios pronto veamos sólidamente explicado el silencio completo de los historiadores contemporáneos al suceso más que con falacias...».

Respuesta. -¡Y dale con ese silencio! Primero: se niega el supuesto de que para la verdad del hecho histórico de la aparición se necesite la explicación de ese silencio, cuando hay argumentos propios que la demuestran. Segundo: se niega que ese silencio sea completo y que sea de todos los historiadores contemporáneos. Tercero: se niega que los   -79-   defensores de la aparición no más que con falacias hayan demostrado la verdad de la aparición; y se necesita una buena dosis de descaro para decir tal necedad. Cuarto en fin: que retorciendo el argumento, no «más que con falacias», procede en su lamentable Estudio el no menos lamentable escritor.

Quiere en fin Don Estudio que le probemos «con irreprochables documentos la real y positiva aparición en las faldas del Tepeyac al indio Juan Diego de esta bendita y amada imagen...». Como se ve, Don Estudio no sabe lo que se pelea; quiero decir, no entiende el estado de la cuestión; y esta es la peor de las doce «falacias» que, según los dialécticos, pueden cometerse en una controversia, y que ellos llaman ignorantia elenchi, ignorancia del elenco o del argumento. Porque, primero confunde lo que propiamente diríamos el suceso, con la señal que se dio para probar la verdad del mismo suceso; segundo, en vez de hablar de la aparición de la Virgen en las faldas del Tepeyac, se nos sale del tiesto con la nunca oída ni leída noticia de la aparición de la imagen en las faldas del Tepeyac; tercero, en vez de hablar de la aparición de la Virgen a Juan Diego, se nos viene con la aparición de la imagen a Juan Diego. ¡Tres «falacias» y muy gordas en un renglón! ¡Y cátate ahí, amigo Fabio, que se trata del estado de la cuestión, como dicen los dialécticos! Esa habilidad, no envidiable por cierto, es propia, exclusiva y característica del catolicismo-liberal que, como repetía el inmortal Pío IX, es la herejía del siglo.

Por lo que dice: «De esta bendita y amada imagen» no deja de ser muy grotesca esta cláusula después de haber negado Don Estudio todo lo que la Iglesia mexicana afirma «de esta bendita y amada imagen». Porque de un modo del todo propio y muy singular los mexicanos llamamos «bendita y amada imagen» la que la Virgen nos dejó; pues porque aquella imagen es sobrenatural por su origen, por su conservación y por su significación, (por cuanto es señal de sus   -80-   apariciones y de su ternura maternal para con nosotros) por esto de un modo particular la llamamos a «bendita y amada imagen». Por el contrario, Don Estudio que niega todo esto, llámala «bendita y amada» de un modo muy común y general: siendo que toda imagen de la Virgen o de los santos, por común que sea su origen, no deja de ser bendita y amada, toda vez que la Iglesia permite su culto. Queda, pues, demostrado que Don Estudio, si bien usa las mismas palabras que usamos los mexicanos, no las entiende sin embargo del mismo modo, ni las toma en el mismo sentido.

Y como por conclusión decimos: que en general Don Estudio, sin quererlo ni saberlo, piensa, habla y escribe como un católico-liberal cualquiera. En efecto: el católico-liberal es el que dice que solo a las definiciones dogmáticas está obligado a someterse: el católico-liberal es el que por sí y ante sí define que tal y tal materia o hecho no puede definirse por el Pontífice romano: el católico-liberal es que afirma que «las creencias, ciertas o falsas de un pueblo, son muy respetables»; pues para parar el golpe de clava que le asestó la Congregación romana, explica con esta falsísima y abominable teoría el summopere reprehenderunt, la reprensión hecha con palabras mayores, que tanto le escuece. El católico-liberal, en fin, es el que dice: «Soy realista a pesar de estar en completa desgracia del Rey, soy fielmente católico, no obstante de hallarme en completa desgracia del Papa». Palabras son estas de Monsieur de Falloux archipámpano y sublime hierofante de los católicos-liberales, que L'Univers de 25 de enero de 1888 copió del libro del propio autor: Memoires d'un Royaliste.

De donde se sigue y sin «falacias» que en materia de religión, del catolicismo-liberal al protestantismo real es breve el paso, por cuanto el juicio privado o caletre de cada quisque, erigido en regla suprema de lo que se debe tener, es el cáncer luciferino, quiero decir, satánico, que roe y consume a los dos. Pues las cosas idénticas a una tercera, son idénticas entre sí. Por consiguiente cae de molde la respuesta que en casos   -81-   semejantes dan las congregaciones romanas a los que cegados de su propio juicio, no quieren someterse al magisterio ordinario de la sede apostólica. Por ejemplo, el 17 de julio de 1847 la Congregación de ritos a unas tales que no querían someterse a la Santa Sede que proponía la sentencia por entonces católica y después dogmática, de la Inmaculada Concepción, so pretexto de que por algunos documentos y por algunos autores de gran peso se demostraba, decían éstos, lo contrario, les dio por respuesta aquella terrible sentencia: Consulant conscientise suae: provean a sus conciencias. Lo que quería decir que buscasen un confesor y ajustasen con él sus partidas. Y el confesor, caso que no se sometiesen, ya sabía la regla que debía seguir, según enseñó Benedicto XIV se hiciera contra los jansenistas, autores del respetuoso, es decir, hipócrita y nada religioso silencio.

Conclusión. -Ya tienes, mi paciente y agradecido lector, materia bastante para la inscripción o epitafio que debería grabarse en la piedra bajo la cual yace aplastado Don Estudio de siempre lamentable memoria. Bien es verdad que tendríamos que examinar parte por parte lo que quedaba de su condenada carta. Pero no vale la pena: pues aquella condenada carta fue tan sólo la ocasión, pero no la causa de escribir los artículos con que hemos explicado la doctrina católica, aplicándola a la aparición. A nosotros basta decir que con los tres opusculitos que en tantos artículos salieron a luz, cuales son: «Apuntes en defensa de la carta del obispo de Yucatán», «Lourdes y el Tepeyac», «El Magisterio de la Iglesia», queda una vez más confirmada esta proposición: La aparición de la Virgen María en el Tepeyac, es histórica y teológicamente cierta.



  -82-  

ArribaAbajo - VIII -

La aparición de la Virgen en el Tepeyac, examinada según las reglas de la Congregación de ritos


Los oidores del célebre Tribunal de la Rota, en la Relación que hicieron al Sumo Pontífice para la canonización de Santa Teresa de Jesús, establecieron la siguiente proposición, que fue reconocida y aprobada por la Congregación de ritos. «Las apariciones, revelaciones y visiones pruébanse con un sólo testigo fidedigno. Y como que por la naturaleza de los hechos (ex natura rei) no puede haber otros testigos, ni probarse por otro que no crea la misma persona a la cual Dios quiso hacer semejantes favores, la índole de los hechos (materia subjecta) exige que a las mismas personas que recibieron estos favores y a los confesores a quienes ellas dieron cuenta, se les preste entera fe y crédito...» (De Beatif. et Canoniz., Libro 3, capítulo 33, número 3).

Y más en particular, tratándose de apariciones, a fin de que conste con más evidencia que sea testigo fidedigno el que recibió una aparición, la Congregación de ritos dio la regla siguiente: «Se tendrá certeza que hubo el milagro de la aparición: primero, si la persona que la recibió sea de tales costumbres que pueda prestársele entera fe, aunque ella sea el único testigo: segundo, que sometida dicha persona a un examen riguroso, por sus afirmaciones y respuestas se manifiesten las señales y propiedades de una verdadera y sobrenatural aparición: tercera, que la aparición produzca algún efecto (effectus aliquis ex apparitione ortus) que pueda comprobarse por la deposición de otros testigos» (De Beatif. et Canoniz., Libro 4, parte 1, capítulo 32, número 14).

Cual sea este efecto visible (effectus qui patet) originado de   -83-   la aparición, Benedicto XIV dice en general que debe corresponder a la aparición sobrenatural; y en particular pone el ejemplo de una curación instantánea, seguida a la aparición, del que fue invocado.

Todo esto se verifica en la aparición de la Virgen a Juan Diego en el cerro del Tepeyac.

Con que, vamos al grano. Según las reglas del Tribunal de la Congregación de ritos, nos constará con certeza jurídica el milagro de la aparición de la Virgen María al indio Juan Diego en las faldas del Tepeyac, si se verifican y demuestran estas tres condiciones:

Primera: si Juan Diego «que recibió la aparición, fue de tales costumbres, que pueda prestársele fe, aunque él fue el único testigo».

Segunda: si sometido Juan Diego a un examen riguroso por el Obispo Zumárraga, «de sus afirmaciones y respuestas se manifestaron las señales y propiedades de una verdadera y sobrenatural aparición».

Tercera: si «la aparición» de la Virgen a Juan Diego «produjo tales efectos que correspondieron a una aparición sobrenatural, y que pudieron comprobarse con el testimonio de otros».

En otros términos Benedicto XIV había dicho: «Las apariciones sobrenaturales se conocen por el examen que se hace de la persona que recibió la aparición, del modo con que la aparición se verificó, y de los efectos que de ella se siguieron. Porque si la persona que recibió la aparición fue de mucha virtud; si todo lo que hubo en la aparición se refiere al culto de Dios, ni hubo nada que se le oponga; si después de la aparición la persona así favorecida creció en humildad y en las otras virtudes cristianas, de ningún modo ya podrá dudarse de la calidad sobrenatural y divina de las apariciones» (Libro 3, capítulo 51, número 3).

Pero es de notar que la Congregación de ritos exige estas tres condiciones en cuanto la aparición puede ser una prueba   -84-   de la santidad de la persona que la recibió. Pues si tan solo se tratase del hecho de la aparición, ya tenemos en el Derecho Canónico que la única condición que se requiere para que conste de la realidad de la aparición no es más que el milagro. Trata de este asunto el padre Suárez en su tratado De Fide (Disput. 3, sect. 10, n. 5). Y refiere las palabras del Papa Inocencio III como se leen en las Decretales de Gregorio IX (Decretales, Libro 5, título 7, capítulo 12). Efectivamente el mérito del que recibe la aparición no es de tal suerte necesario e indispensable, que no pueda haber aparición sobrenatural sino a personas virtuosas. Y por no decir nada de los ejemplos que se leen en la Historia eclesiástica, leemos en la Escritura Sagrada que Dios se apareció a nuestros primeros padres cuando ya habían prevaricado; se apareció a Caín fratricida etc., y en fin, el Salvador se apareció a Saulo, encarnizado perseguidor de la naciente Iglesia.

Sin embargo a mayor abundamiento examinamos aquí la aparición en el Tepeyac según las tres reglas mencionadas. Por tanto oiga bien todo esto el encumbrado y nebuloso Don Estudio que tiene el hipo de corregir la plana a los obispos, a las congregaciones romanas, y un si es o no es al mismo Papa. Tres cosas y no más hay que probar: persona, modo y efectos.

Es así que estas tres condiciones plenamente se verificaron en la aparición de la Virgen a Juan Diego en las faldas del Tepeyac. Luego, para concluir con las palabras de Benedicto XIV de earum apparitionum qualitate supernaturali et divina non erit ullo modo dubitandum, de ningún modo podrá dudarse de la divina y sobrenatural aparición de la Virgen María a Juan Diego en el Tepeyac. Por consiguiente, el que la niega o pone en duda, es temerario y escandaloso en sentido filosófico y teológico.

Vamos a las pruebas. Por toda prueba de la proposición primera, nos basta la autoridad de la Congregación de ritos, que propuso las tres condiciones, con la razón que de ellas da brevemente   -85-   Benedicto XIV, como acabamos de indicar. Una prueba más extensa y analítica puede verse en la obra citada, Libro tercero, capítulo 52, desde el párrafo 1 al párrafo 13.

La segunda proposición, que es la que más nos toca, se prueba con un documento público y jurídico. Nos referimos al proceso apostólico que, según las instrucciones e interrogatorios al estilo de la Congregación de ritos, se instruyó en México el año de 1666, precisamente «para la verificación del milagro de la aparición». Este preciosísimo documento, de veras «irreprochable», publicose en Amecameca, Estado de México, por el sabio, virtuoso y gran devoto de la Virgen de Guadalupe, presbítero bachiller don Fortino Hipólito Vera, cura vicario foráneo de Amecameca, y ahora canónigo de la Colegiata y lleva el título de Informaciones sobre la milagrosa aparición de la Santísima Virgen de Guadalupe, recibidas en 1666 y 1723. Amecameca. 1889.

En estas informaciones fueron requeridos y oídos según toda forma de derecho veinte testigos, de los cuales se cuentan ocho indios, cuya edad era cuando menos de 78 años, y cuatro hubo que pasaban de 100 años. Habiéndose sustanciado este proceso a los ciento y treinta y cinco años después de la aparición, no pudo haber testigos inmediatos de oídas. Pero esto en nada disminuye la fuerza jurídica de las pruebas: por que, tomó expresamente decretó más de una vez la Congregación de ritos, a «si las causas son antiguas, preciso es se tomen las pruebas, no ya de los testigos de oídas sino de los testigos mediatos10». Y en prueba, Benedicto XIV refiere veinticinco causas que fueron introducidas muchísimos años después de muerto el Siervo de Dios; y dos de ellas a los ciento cincuenta y a los doscientos años después. Y no obstante que se examinaron en ellas tan solo los testigos mediatos de oídas, todas sin embargo tuvieron un éxito feliz, como fue la expedición de las Bulas de canonización (Libro 3, capítulos 1 y 3). No cabe, pues, duda de la autoridad o fuerza de probar de las informaciones.

Sentado todo esto, vamos a demostrar, por cuanto ahora   -86-   lo permiten estos apuntes, que las tres condiciones exigidas por la Congregación de ritos, se verificaron plenamente en la aparición de la Virgen a Juan Diego en el Tepeyac.

Prueba de la primera condición. Si Juan Diego «que recibió la aparición fue de tales costumbres que pueda prestársele fe, aunque él fuese el único testigo». Respuesta: a la quinta pregunta de las informaciones en qué se trataba de Juan Diego, todos los testigos, especialmente los ocho naturales y vecinos de Cuautitlán, patria de Juan Diego, fueron contestes y unánimes en afirmar que «Juan Diego era un varón santo y muy buen cristiano, temeroso de Dios y de su conciencia; de muy buenas costumbres y modo de proceder en tanto, que en muchas ocasiones los que habían visto y tratado con él, decían a sus hijos, nietos o sobrinos: Dios os haga como Juan Diego y su tío; que lo llamaban el Peregrino, porque siempre lo veían andar solo y poco trataba y conversaba con los demás; que siempre se andaba sola, que parecía un ermitaño, y que tenía especial cuidado de confesar y comulgar y que hacía muchas penitencias; que, en fin, como era tan buen cristiano, se le había aparecido la Virgen».

Estas sencillas, breves y sustanciosas expresiones nos hacen formar el juicio de que Juan Diego era perfecto en su estado y condición. Pues el precepto general que a todos dio el Salvador de ser perfectos así como nuestro padre celestial es perfecto, debe observarse según el estado y condición de cada uno. Porque de un modo debe ser perfecto el sacerdote y de otro modo el seglar; de un modo deben ser perfectos los ricos, y de otro modo los pobres; y vayamos así discurriendo por todos los estados de la vida en orden a la perfección cristiana. En particular resplandecían en Juan Diego la cristiana sencillez y humildad, que son las dos virtudes que según el dictamen de los doctores místicos, disponen al alma para recibir aquellos favores extraordinarios que Dios nuestro Señor fuere servido concederle por sus fines. Véase la clásica obra del padre Florencia: La Estrella del Norte, capítulo 18.   -87-   «Quién fue Juan Diego, sus virtudes y dichoso fin».

Prueba de la segunda condición. «Si sometido Juan Diego a un examen riguroso, de sus afirmaciones y respuestas se manifestaron las señales y propiedades de una verdadera y sobrenatural aparición».

Respuesta: las deposiciones de los testigos sobre la segunda, tercera y cuarta pregunta, y la relación antiquísima insertada en las informaciones, por hallarse del todo conforme a las respuestas dadas por los testigos, demuestran exactamente lo que en esta segunda condición se expresa. Por no dar ahora más que Apuntes, no es esta la ocasión de hacer un examen crítico extenso, confrontando las apariciones de la Virgen a Juan Diego con las otras muy célebres y reconocidas como sobrenaturales, de que se habla en la Historia eclesiástica y en las Actas de los santos: A su tiempo, Dios mediante, lo haremos; contentémonos mientras tanto con unas someras observaciones.

Con respecto a Juan Diego, su sencillez y humildad lo preservaban de toda pretensión de recibir favores extraordinarios, pues de esta pretensión el ángel de tinieblas toma ocasión de trasfigurarse en ángel de luz y engañar. Toda sospecha de ilusión o alucinamiento desaparece al reflexionar que de mañana temprano, al romper el alba, yendo de camino y cuando menos lo pensaba, el canto de unos pajarillos le hace alzar la vista hacia donde venía el canto y reparar en la aparición.

Con respecto a la Virgen, su aparición es en todo conforme a las otras, y mucho se parece a la de que habla San Juan en su Apocalipsis. El que la Virgen se apareciese con el semblante de una noble indita (Cihuapiltzin) en nada desdice de la dignidad de la Madre de Dios y de los hombres; pues, así como el Hijo de Dios se hizo hombre por amor de los hombres, así su santísima Madre tomó el semblante de una noble indita para atraer a los indios a su Iglesia. Así decía un pobre indio, y con razón; porque con Santo Tomás de   -88-   Aquino enseñan los teólogos que los del cielo cuando se aparecen a los de la tierra, toman aquella forma o semejanza que más conviene al fin de sus apariciones (Doctrina Theologiae 3. p., q. 54, a. 1. P. Suárez in 3. p., disp. 48. sect. 1.ª Florencia. Estrella del Norte, capítulo 24, página 144). Efectivamente, el Salvador resucitado se apareció a la Magdalena con aspecto de Hortelano, a los dos discípulos que iban a Emaus, semejante a un Peregrino, y a San Juan en el Apocalipsis en otros aspectos simbólicos y misteriosos. Ni está por demás el considerar que la Virgen para acomodarse a la índole de Juan Diego, empezase a hablarle con las palabras del Catecismo: «Yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, Autor de la vida, Criador de todo y Señor del cielo y de la tierra, que está en todo lugar».

Con respecto al objeto o fin de la aparición, todo mira al culto de Dios; pues prosigue la Virgen: «Es mi deseo que se me labre un templo en este sitio, donde como madre piadosa tuya y de tus semejantes, mostraré mi clemencia maternal; y la compasión que tengo de los naturales y de todos aquellos que solicitaren mi amparo...». Pide se le labre un templo en el Tepeyac, así como en tiempo de San Liberio Papa, pidió a Juan, patricio romano, se le construyese un templo en Colle Esquilino en Roma. Es también señal de verdadera aparición el que la Virgen aparecida mandase a Juan Diego ir a referírselo todo al obispo. «Para este fin has de ir con mensaje mío al obispo que reside en la Ciudad de México; le referirás cuanto has visto y oído, y le dirás que yo te envío...». De la misma manera el Salvador habiendo aparecido con su Santísima Madre a San Francisco de Asís y otorgándole la indulgencia de la Porciúncula, le mandó que de todo esto diese parte a su vicario, Honorio. Era Honorio III, Sumo Pontífice que a la sazón residía en la cercana ciudad de Perusa.

Con respecto al Obispo Zumárraga, la extremada prudencia de este apóstol y fundador de la Iglesia mexicana, se   -89-   demuestra, primero, porque desde luego «no hizo mucho aprecio del mensaje que Juan Diego le lleva, ni le dio entera fe y crédito; y no obstante que le hizo muchas preguntas acerca de lo que había referido y le halló constante, con todo, lo despidió diciendo que volviese de allí a algunos días, porque quería inquirir muy de raíz el negocio...». Segundo: porque sólo al segundo mensaje «el obispo empezó a moverse a darle crédito; y para certificarse más del hecho le hizo diversas preguntas y repreguntas; y le amonestó que viese muy bien lo que decía». Tercero: «y aunque por ellas (las preguntas y repreguntas) reconoció que no podía ser sueño ni ficción del indio, para asegurar mejor la certidumbre de este negocio, le dijo que le dijese a la señora que lo enviaba, que le diese alguna señal cierta, por la cual conociese...». Eso de que el obispo pidió una señal cierta, es decir, un milagro, no es nada de extraño en la Historia eclesiástica. Por no decir nada de los ejemplos que leemos en la Historia Sagrada, San Macario, obispo de Jerusalén, para asegurarse con toda certeza de cual fuese la Cruz en la que el Salvador murió, apeló, como todos sabemos, a un milagro. Y por todos los ejemplos valga la práctica constante de la Congregación de ritos, la cual para saber con certeza absoluta que el tal Siervo de Dios pasó de esta vida en estado de gracia y unión con Dios, no contenta11 con los milagros hechos en vida, exige para la beatificación otros milagros obrados después de muerte; a la invocación de dicho siervo de Dios. Y la razón es manifiesta: pues por una parte la Iglesia no quiere quitar a Dios el honor que se debe al manifestarse admirable en sus Santos; pero por otra parte no quiere la Iglesia exponer a los fieles a tributar a Dios un culto fundado en la falsedad y en el error. No habiendo otro modo de conocer la verdad sino la intervención inmediata de Dios, a Dios pide un milagro que es como su testimonio jurídico: y así se verifica en la Iglesia católica lo que leemos en el Libro de Josué: obediente Deo voci   -90-   hominis, obediente Dios a la voz del hombre. Cuarto: venida la señal que consistió en las flores y rosas milagrosas junto con la santa imagen milagrosamente pintada (mirabiliter picta) en la tilma del humilde mensajero de la Reina del cielo, «detuvo aquel día el obispo a Juan Diego en su palacio», sea para oír más despacio y con todos los pormenores toda la serie de las apariciones, sea porque habiendo oído de Juan Diego que la Virgen se había aparecido también al moribundo Juan Bernardino, su tío, y restituídole al instante entera salud, quiso examinar separadamente este otro hecho. Quinto: en efecto, «el día siguiente le ordenó que fuese en su compañía y le señalase el sitio en que mandaba la Virgen Santísima que se le edificase el templo. Llegados al paraje, señaló el sitio y sitios en que había visto y hablado con la Madre de Dios: y pidió licencia para ir a ver a su tío Juan Bernardino, a quien había dejado enfermo, y habiéndola obtenido, envió el señor obispo algunos de sus familiares con él, ordenándoles que si hallasen sano al enfermo, lo llevasen a su presencia». Sexto: los familiares del obispo, averiguado todo, llevaron a los dos indios a su presencia, y Juan Bernardino habiendo sido examinado acerca de la enfermedad y el modo con que había cobrado la salud, y qué forma tenía la Señora que se la había dado, averiguada la verdad llevó el señor obispo a su palacio a los dos indios a «la ciudad de México». Séptimo: llegados a México, «llevose [a Juan Bernardino] el obispo a su oratorio en donde había colocado la Santa Imagen y sin decirle palabra, al punto, que Juan Bernardino vio la Santa Imagen, dijo que aquella era la misma que se le había aparecido y dádole la salud». Octavo: la Relación de Valeriano mandada traducir por Boturini, añade: «El obispo les hospedó en su cassa unos quantos días hasta que le fabricó el templo de la Reina del cielo en donde señaló Juan Diego». Si se considera que el obispo estaba en vísperas para salir a España, a donde había sido llamado, a pesar de los muchos negocios que debería   -91-   arreglar antes de su salida, el haber detenido consigo a los dos, después de haber averiguado el milagro, no tiene otra plausible explicación sino la de poner por escrito todo lo que oía referir a los dos. A esto se refieren la Información de 1666, en donde se12 dice en la página 69 que por el año de 1601 el Arzobispo Mendoza leyó con mucha ternura los Autos de la aparición.

Todo esto demuestra que según los sagrados cánones y las reglas de sana crítica, el venerable Zumárraga no pudo hacer más de lo que hizo.

Con respecto al sitio del Tepeyac en que la Virgen mandó se le construyese un templo, vemos en esto una aplicación de aquel plan que Dios manifiesta de vencer al diablo con sus mismas armas. Qui in ligno vincebat, in ligno quoque vinceretur: el que venció al hombre en el árbol allí en el paraíso terrenal, por Dios Hombre fue vencido en el árbol de la Cruz en el Gólgota: por Eva vino todo mal al mundo, por María le vino y le viene todo bien. Así pues, en el Tepeyac, en que la gentilidad azteca, sumergida en la idolatría, honraba a una falsa madre de unos falsos dioses, allí mismo los aztecas, convertidos a la Iglesia católica, rendirían los obsequios a la verdadera y propia Madre de Dios vivo y verdadero. He aquí como expresa este acontecimiento el santo Obispo Zumárraga en la carta que escribió desde Toledo en España el año de 1534 para la erección de la Iglesia de México: «En aquellos lugares en los cuales desde tiempo inmemorial se adoraban a Astaroth, Bel, Baal, Dagon y los demás infernales espíritus inmundos, ya no resuenan13, ni se celebran sino el Divino Nombre, los himnos sagrados, alabanzas a Jesucristo (hypostaticae laudes) cantos a la Virgen (Virginis cantos), panegíricos de los santos, la ¡sangre de los mártires, la dureza de las Vírgenes, los dogmas de la Iglesia y la autoridad del Pontífice romano. Hablen las mismas obras, den testimonio las mismas regiones, en otros tiempos llenas de profanas blasfemias y de los nombres de los demonios».

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No podemos disimular aquí el asco que nos da el abominable cinismo con que Don Estudio se atrevió a escribir en su condenada Carta estas palabras: «Si era decoroso para la Purísima Madre del verdadero Dios venir a sustituir en el culto idolátrico a Tonantzin... creo difícil pueda probarse: y me parece que en este caso podría dársele la razón a aquel que predicó que la imagen del indio Marcos era un motivo de idolatría para los naturales, quienes la adoran, escribió otro, como a su antigua, diosa».

¡Descarado tragacamellos! ¡hipócrita cuelamosquitos! ¡Cómo! ¿Desprecias neciamente «la enseñanza pastoral» del Episcopado mexicano, las respuestas de las Congregaciones romanas, la Aprobación apostólica del culto a la Virgen del Tepeyac, sostienes preposiciones condenadas en el Syllabus: y todo esto ni un leve remordimiento te causa? ¿Y estúpidamente haces pucheros, como un muchacho malcriado, porque la Virgen Madre de Dios purificó con su presencia al Tepeyac?

Los pontífices romanos que de intento consagraron los templos paganos de Roma, al culto divino, a la Virgen y a los santos, condenan tu detestable escándalo farisaico. Tómate esa y vuelve por otra.

Prueba de la tercera condición. Si la aparición de la Virgen a Juan Diego «produjo tales efectos que correspondiesen a una aparición sobrenatural, y que pudieron comprobarse con el testimonio de otros».

Dos partes se contienen en esta tercera y última condición. La primera se refiere a Juan Diego que recibió la aparición, y se pregunta si después de esta «creció en humildad y en las otras virtudes cristianas». La segunda se refiere a los otros y consiste en averiguar «si hubo algún efecto visible que pudiese comprobarse con el testimonio de otros».

En cuanto a Juan Diego, las informaciones jurídicas nos hacen saber que «luego a principios de la construcción de la ermita, los vecinos de Cuautitlán habían ido a la fábrica de un aposento muy pequeño que se le hizo al dicho Juan Diego,   -93-   inmediato a la dicha ermita, adonde Juan Diego se fue a vivir y a servir a la Santísima Virgen: que allí iban muy de ordinario a verlo y pedirle intercediese con la Virgen Santísima les diese buenos temporales en sus milpas, porque en dicho tiempo todos lo tenían por santo; que le hallaban siempre muy contrito, en silencio, penitencia y oración, asistiendo al servicio del Santuario; que vivió y murió con loable opinión, y los antiguos lo llegaron a pintar en los conventos y retratarle delante de la Virgen; pues no lo hicieran si no fuere tal, y la pintura era de las muy antiguas...». Para otros pormenores fidedignos de la santidad de Juan Diego, véase al padre Florencia: Estrella del Norte, capítulo 13, § 9 y 10, y capítulo 18, en que se refiere lo que la Relación muy antigua nos dejó registrado sobre Juan Diego.

Y en comprobación puede servir la inscripción puesta en el sepulcro de Juan Diego, el cual fue enterrado en la primera ermita que se construyó en el mismo sitio, en donde la Virgen le dio la señal de las flores. Trae esta inscripción con sus aclaraciones el Presbítero don Fortino Hipólito Vera en su Tesoro Guadalupano, primer siglo, página 102. La inscripción textualmente dice así: En este lugar se apareció N. S. de Guadalupe à un indio llamado Jn. Diego donde está entedo en esta Iglesia.

En cuanto a los efectos visibles: de la aparición que pudieron comprobarse por otros testigos, hubo en realidad efectos visibles, así inmediatos como mediatos, o bien, próximos y remotos. Limitándonos aquí a los efectos inmediatos y próximos que se siguieron, éstos pueden reducirse a cinco, y son: las rosas y la Santa imagen llevadas al Obispo Zumárraga; la curación instantánea de Juan Bernardino, tío de Juan Diego; la revelación del nombre que llevaría la Santa imagen; y en fin, la resurrección del indio muerto de un flechazo en el día mismo de la Procesión. Algo de cada uno de estos.

Las rosas y flores. Nótese en primer lugar que no se trata aquí de saber si en México, es decir, en toda la extensión   -94-   del antiguo imperio de Moctezuma, en que hay tanta diversidad de climas o de temperaturas atmosféricas, pudo haber flores y rosas a mediados de diciembre. No es este el caso, como alguien se forjó en su destornillado magín, sino que se trata de saber si en 1531, en el mes de diciembre y en el cerro del Tepeyac podía naturalmente haber muchas flores. Las informaciones jurídicas, a más de las relaciones antiguas, nos dicen contestes que naturalmente no podía allí haber flores, ni tales flores. «En el tiempo más estéril de todo el año, por el mes de diciembre, cuando todo está seco y abrasado; en aquel cerro en que por ser todo peñascos y peña viva no había flores y que no producía cosa ninguna, si no son mezquites, cambrones, espinas y abrojos; al mandato de la Virgen Juan Diego halló muchas muy hermosas y frescas rosas y flores y con rocío. Cortó cuantas pudo abarcar en el regazo de su manta...». El padre Torquemada (Monarquía indiana, Libro 3, capítulo 28) escribe: «La mayor parte de estas tierras que cogen a esta ciudad al Oriente, Poniente y Mediodía, y máximamente los que puede bañar el Norte, son montañas: y esta parte del mismo Norte es más rasa, pelada y pedregosa». Y en libro 14, capítulo 44 escribe: «Como por el mes de octubre empieza en esta Nueva España a agostarse la tierra, y las flores se secan y marchitan, porque hasta entonces hay flores y rosas». Habla Torquemada de los alrededores de México y Tenochtitlán. Nótese en segundo lugar, que estas rosas y flores milagrosas, aunque iban dirigidas al obispo, debían sin embargo, por efecto inmediato, reanimar al pobre Juan Diego, que muy abatido había quedado por no habérsele dado crédito. «Y no obstante que sabía que no había flores en aquel lugar, obedeció sin réplica: y quedó el indio muy alegre con la señal, porque entendió que tendría buen resultado su embajada». Y si acaso las rosas por sí solas no hubieran bastado para quitar del ánimo del obispo toda posibilidad de duda sobre si serían verdaderamente sobrenaturales, estas mismas rosas junto con la Santa imagen,   -95-   hacían indudable el origen sobrenatural así de las unas como de la otra. Fueron, pues, verdadera señal milagrosa. Estas rosas fueron vistas por el obispo y sus familiares, y expuestas después en el oratorio y sucesivamente en el colateral a mano izquierdas de la Iglesia, viéronlas todos los que quisieron, españoles y mexicanos. Véase a Carrillo, Pensil americano, números 34, 37.

La Santa Imagen. De las palabras que Juan Diego dirigió al obispo la mañana del martes 12 de diciembre, antes de entregarle la señal que le había pedido, y de lo que el mismo Juan Diego refirió después muchas veces a sus vecinos de Cuautitlán, como consta de las deposiciones de los indios que lo oyeron a los mismos que lo habían tratado y hablarlo con Juan Diego, se deduce que ni el mismo Juan Diego supo nada de la Santa Imagen, sino cuando la vio en casa del obispo a quien afirmó que de la misma manera se le había aparecido en el cerro del Tepeyac la Virgen María. Hay más: la Virgen había dicho a Juan Diego: «No muestres a persona alguna en el camino lo que llevas, ni despliegues tu capa sino en presencia del obispo». Por esta razón cuando los domésticos del obispo advirtieron que abarcaba en su manta alguna cosa y quisieron registrarle, Juan Diego resistió cuanto pudo en su cortedad. «Con todo, le hicieron descubrir con alguna escasez lo que llevaba, y vieron que eran rosas; y al intentar coger algunas, y al aplicar la mano por tres veces, les pareció que no eran verdaderas, sino pintadas o tejidas con arte en la manta; y de todo dieron luego noticia al obispo».

De todo esto podemos sacar que la Santa Imagen, o todavía no estaba pintada en la tilma o ayate cuando Juan Diego de camino para México iba mirando las rosas, y cuando los familiares del obispo las vieron y quisieron cogerlas; o a lo menos, si ya estaba pintada, no pudo ser vista sino en presencia del obispo. Pues para que se vea un objeto sobrenatural, no basta que esté presente a la vista, sino que preciso   -96-   es que el Señor conceda verlo, como con Santo Tomás enseñan los teólogos (In 4um Dist. 44, q. 2, a. 4). Y en los Libros Sagrados y en las Vidas de los santos, hay ejemplos que confirman lo que vamos diciendo. Véase lo que por ejemplo de San Pablo se lee en los Hechos de los apóstoles cuando se le apareció Nuestro Señor Jesucristo. Pues Saulo, el que después fue San Pablo, oyó y vio al Salvador que le hablaba, como lo afirmó a los Corintios (1 Corintios 15, 8); pero también afirmó que «los que estaban conmigo vieron en verdad la luz, mas no oyeron la voz del que hablaba conmigo»; o bien como escribe San Lucas en las Actas o hechos citados, «los que le acompañaban quedaron atónitos, oyendo bien la voz, y no viendo a ninguno». Los intérpretes demuestran que no hay contradicción en los dos pasajes: pues San Pablo habla de lo que aconteció a sus compañeros luego que de repente vieron la luz, y San Lucas habla de lo que les aconteció poco después (Actas, capítulo 9, versículos 3-10; capítulo 22, versículos 9-14; capítulo 26, versículos 12-18). Este discurso tiene su valor, supuesta la certeza en que está la Iglesia mexicana de que la Santa Imagen es de origen sobrenatural, así como lo es en su conservación. Porque si la pintura de la Santa Imagen hubiese sido de origen natural, a saber, pintada por mano del hombre, hubiéranla visto sin duda los familiares del obispo cuando Juan Diego «no pudo negar el que viesen las rosas, y codiciosamente cada uno quiso quitar algunas de las flores, y habiendo porfiado tres veces, no pudieron». Y si, como vieron las rosas, hubieran visto la imagen, lo hubieran luego avisado al obispo. Pero lo único que vieron fueron rosas y flores, y «la novedad admirable de lo visto, los apresuró a que avisasen a su dueño, como estaba esperando aquel indio que otras veces había venido a verle, refiriéndole lo que habían experimentado en unas rosas que él había afirmado traerle, y ellos entendían eran solamente aparentes, esculpidas y dibujadas en el lienzo y manta».

Bien es verdad que aunque los familiares del obispo hubiese   -97-   visto la Santa Imagen, pintada ya en la filma, antes que de Juan Diego la desplegase en presencia del obispo, no por eso dejarla de ser sobrenatural. Y la razón es que atendidas las circunstancias del tiempo, de la persona y del modo con que la Santa Imagen fue llevada al obispo, demuéstrase históricamente el origen sobrenatural de la imagen. Esto por extenso se hará, Dios mediante, en otro opúsculo. Aquí ponemos una notable circunstancia que menciona el padre Clavijero, el cual hablando de los antiguos pintores mexicanos o aztecas dice: «distaban mucho aquellos pintores de la perfección del dibujo y de la inteligencia del claro oscuro» (Historia antigua de México, Libro 7, número 17, página 273). Es así que estas dos perfecciones se admiran en la Santa Imagen. Luego este solo dato artístico demuestra que aquella imagen no pudo ser obra de ningún pintor azteca o mexicano. Pero tampoco pudo ser obra de pintor extranjero o europeo: porque las circunstancias de que Juan Diego en la madrugada del día 12 de diciembre salió de su casa, no ya para ir a recibir de la Virgen la señal que llevaría al obispo, sino «a traer un religioso para que confesase al dicho Juan Bernardino, su tío, gravemente enfermo»; el llevar Juan Diego su acostumbrada tilma o ayate, tosco, burdo y ralo, en que es del todo imposible que un artífice humano pintase una imagen cualquiera y mucho más una imagen tan acabada y primorosa, como la que vemos y veneramos en su santuario; la conocida probidad y virtud de Juan Diego «muy temeroso de Dios y de su conciencia»; y principalmente la misma Santa Imagen que en al lleva el sello de su origen divino y sobrenatural; estas y otras circunstancias que omitimos, excluyen, no decimos solamente la probabilidad, sino la posibilidad de que Juan Diego presentase al obispo una imagen pintada por obra de mano de hombre, como sin ninguna prueba y contra todas las deposiciones de los testigos y fidedignos historiadores, uno que otro temerario y escandaloso, con don Estudio Lamentable, han tenido y tienen la osadía de decir.

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Porque con constante unanimidad de los testigos mismos en las informaciones, y de los escritores de las relaciones antiguas se sabe lo que Juan Diego mismo más de una vez repitió: y es «que desplegando su manta cayeron del regazo de ella en el suelo las rosas, y se vio en ella pintada la Imagen de María Santísima, como se ve el día de hoy; se vido entonces; se halló estampada; se había hallado estampada; quedó estampada en dicho ayate o tilma la dicha imagen que hoy está colocada en su santa ermita». Así las cláusulas de las informaciones.

Lo que Juan Diego dijo a sus vecinos, y éstos a los que depusieron jurídicamente en las informaciones, a saber, que en presencia del obispo apareció milagrosamente pintada la Santa Imagen, fue confirmado plenamente14 por el dictamen de los peritos en el arte de pintura, así en las mismas informaciones de 1666, como en la inspección jurídica de la Santa Imagen, que Miguel Cabrera con otros siete pintores verificó el año de 1750. A esto puede añadirse el dictamen de los cinco pintores, requeridas por Bartolache. Porque si la sola vista y examen del ayate en que apareció pintada la Santa Imagen, demuestra su origen sobrenatural; el examen del clima del Tepeyac en donde está la Santa Imagen, demuestra a la vez, que su conservación es también sobrenatural. A su tiempo, Dios mediante, daremos, un examen analítico de estos documentos.

La curación instantánea de Juan Bernardino. El 13 de diciembre Juan Diego pidió permiso al obispo para ir a ver a su tío que había dejado enfermo de gravedad y que la Virgen le había asegurado estaba ya bueno y sano. Hízolo el obispo acompañar de sus familiares, a los que encargó averiguasen atentamente el hecho, y en casa de hallarle como Juan Diego decía, llevasen a los dos a su casa en México. Llegados al pueblo los familiares, supieron que realmente Juan Bernardino había estado muy gravemente enfermo, y que de repente la mañana del día anterior, había sido visto   -99-   bueno y sano. No cabe, pues, duda de esta evidente prueba de la aparición de la Virgen en el Tepeyac. Pero hay más, y es la Revelación del Nombre de la Santa Imagen. Porque Juan Bernardino preguntado por los familiares del obispo sobre lo acontecido, contestó que el día anterior por la mañana estando postrado en su cama se le había aparecido la Virgen, le había dado entera salud, y dicho: «que era gusto suyo que se le edificara un Templo en el lugar en que su sobrino la había visto; y así mismo que su imagen, se llamase Santa María de Guadalupe». Y preguntado más precisamente sobre el tiempo, la hora y el modo con que la Virgen se le había aparecido, se verificó «que a la hora misma que se le había aparecido a su sobrino la Virgen, la había visto a su cabecera en aquella forma y traje que contaba se le había aparecido y pintado su Santa Imagen. Testificaron también los parientes y vecinos el extremo en que le habían visto y en que Juan Diego le había dejado sin esperanzas de vida; y como en un instante le vieron bueno y le oyeran contar lo mismo que les acababa de referir».

Los familiares volvieron con los dos, tío y sobrino, a México, e hicieren puntual relación de todo lo ocurrido al obispo. El santo y prudente prelado, no contento todavía, examinó por sí mismo a Juan Bernardino, y, oído todo el suceso, «llevole a su oratorio en donde había colocado la Santa Imagen y sin decirle una palabra, al punto que Juan Bernardino vio la Santa Imagen, dijo que aquella era la misma que se le había aparecido y dádole salud» (Baluartes de México, página 9). Con esto quedó el venerable Zumárraga convencido de la verdad de las apariciones.

Sobre este hecho no podemos omitir la observación siguiente, y es: que antes de que llegasen Juan Diego y los familiares del obispo, Juan Bernardino había dicho a sus parientes y vecinos todo lo que había acontecido a su sobrino en el Tepeyac, y que lo había sabido de la misma Virgen María que se le había aparecido y revelado además el nombre que tendría   -100-   su imagen celestial. Sello y prueba incontestable de ser verdad lo que Juan Bernardino afirmaba era el milagro visible de la curación instantánea de su mortal enfermedad. Tenemos, por tanto, dos testigos contestes, confirmando el uno lo que afirmaba el otro, sin que de antemano nada supiese el uno lo que al otro había acontecido.

De la resurrección del indio muerto de un flechazo el mismo día de la colocación de la Santa Imagen en su primera ermita, dan fe los testigos de las informaciones, y la inscripción antigua que vio y copió el célebre Veitia en sus Baluartes de México.

Estas son, brevemente, las pruebas jurídicas que la Congregación de ritos exige para que en su tribunal conste la verdad de la aparición de la Virgen en el Tepeyac: otras pruebas, no menos poderosas, se darán, Dios mediante, en otra ocasión.

Si para algunos no bastan, es porque no quieren conocer la verdad. Tampoco los escribas, príncipes de sacerdotes y sacerdotes (como si dijéramos, doctores, canónigos y capellanes) quisieron rendirse a la evidencia de los milagros que obraba ¡el Salvador!




ArribaAbajo- IX -

Doctrina de los teólogos sobre las apariciones y revelaciones privadas


1.º Llámase revelaciones o apariciones privadas las que Dios no ha hecho ya a sus Enviados inspirados para manifestarlas a toda la Iglesia; sino las que reciben personas de mucha perfección y santidad, comúnmente hablando, pero que   -101-   no tienen ninguna misión de Dios para toda la Iglesia (De Beatif. et Canoniz., Libro 3, capítulo 58, número 2).

Según el Cardenal Bona (De discret. spirit., capítulo 20) y los otros teólogos místicos, estos tres nombres de aparición, revelación, visión significan por lo común una misma cosa. Por respecto a la persona que de un modo sobrenatural manifiesta su presencia, dícese aparición; con respecto a lo que la persona aparecida manifiesta, dícese revelación; y con respecto a la persona que recibe estos favores extraordinarios, llámase visión; la cual a su vez puede ser o intelectual, o imaginaria, es decir sensible, etc.

Que éstas apariciones y revelaciones puedan y deban decirse revelaciones de Dios, no cabe duda entre los teólogos; cuyos testimonios refiere el Cardenal de Lugo en su tratado De fide (Disput. 1.ª, sect. 11.ª) y Benedicto XIV muy por extenso y más de una vez lo demuestra en los libros segundo, tercero y cuarto de su obra (De Beatif. et Canoniz., Libro 2, capítulos 19, 32. Libro 3, capítulos 50, 51, 52, 53. Libro 4, parte 1, capítulo 32; parte 2, capítulos 7, 8, 9, 10).

Como el título con que encabezamos esta cuestión lo manifiesta, no se trata aquí de examinar qué es lo que piensa la Iglesia acerca de estos hechos sobrenaturales: bastante se dijo ya en el decurso de esta disertación, y en breve vamos a compendiarlo con las mismas palabras de Benedicto XIV.

En dos clases se distinguen las apariciones y revelaciones; y según ellas distínguense también dos especies de aprobación apostólica. A la primera clase pertenecen las que hállanse en las Vidas de los santos, o reunidas en un volumen, o esparcidas en la relación de la vida; y refiérense a objetos y personas más o menos particulares. A la segunda clase pertenecen aquellas apariciones y revelaciones que fueron el fundamento de unas fiestas, o extendidas a toda la Iglesia, o limitadas a una nación, a una provincia, o bien a una ciudad. Pues bien: cuanto a la aprobación apostólica de las primeras, «esta aprobación no es más que una permisión, concedida   -102-   después de maduro examen (post maturum examen) de que se impriman estas revelaciones para la instrucción y utilidad de los fieles; y a estas revelaciones así aprobadas (revelationibus taliter approbatis) aunque no se les deba asenso de fe católica, se les debe sin embargo asenso de fe humana conforme las reglas de la prudencia, la cual dicta que estas revelaciones pueden piamente creerse (pie credibiles). De este modo el Papa Eugenio III aprobó las revelaciones de Santa Ildegarde, Bonifacio IX las de Santa Brígida, y Gregorio XI las de Santa Catarina de Sena» (De Beatif. et Canoniz., Libro 2, capítulo 32, número 10).

Más explícita se muestra la Iglesia cuando trátase de las apariciones, de donde se originaron las fiestas religiosas y los cultos litúrgicos. Pues como se dijo arriba § VII, el objeto del culto debe ser cierto y objetivamente verdadero (certum omnino sit oportet et veritati innixum omnes docent) pero como quiera que no se necesita certeza de fe sobrenatural, de aquí es que la Iglesia propone estas apariciones como absolutamente ciertas y objetivamente verdaderas, que es lo que basta para el culto. De estas apariciones trata muy por extenso Benedicto XIV en cinco largos capítulos (Libro 4, part. 2, capítulos 7, 8, 9, 10, 19) y distinguiendo las fiestas extendidas a toda la Iglesia, de las que fueron tan solo limitadas a una nación, provincia o ciudad, demuestra que a las apariciones hechas a personas privadas, se deben las fiestas siguientes: la de la aparición de San Miguel Arcángel, de la invención de las reliquias de San Esteban Protomártir; las de Nuestra Señora del Carmen, del Rosario, de la Merced, la de Nuestra Señora de las Nieves; añádanse las fiestas solemnísimas de Corpus y del Sagrado Corazón de Jesús. También a apariciones privadas débese la aprobación de unas órdenes religiosas; así como Inocencio III aprobó la orden seráfica, fundada por San Francisco de Asís, y la de la Santísima Trinidad para la redención de los esclavos, fundada por San Juan de Mata: dígase lo mismo de la orden de lo   -103-   Siervos de María. En fin la institución de la conmemoración de los difuntos, el 2 de noviembre, y la fiesta misma, que desde siglos, empezó a celebrarse en la Iglesia, de la Inmaculada Concepción, a unas apariciones privadas se debe. Sigue después Benedicto XIV a hablar de las fiestas aprobadas para alguna nación, provincia o ciudad, por causa de las apariciones.

2.º Esto es lo que toca a la Iglesia: queda sin embargo por resolver, prosigue Benedicto XIV, la cuestión que proponen los teólogos, y es: si pueden ser objeto de fe divina teológica las cosas manifestadas por Dios en una revelación o aparición privada. Ya se dijo en el § VI que los teólogos distinguen el acto de fe sobrenatural en acto de fe divina y en acto de fe católica: llámase fe católica el asenso dado a aquellas verdades que Dios reveló a toda la Iglesia por medio de sus enviados inspirados; y llámase fe divina el asenso que se da a todo lo que Dios manifestó o manifestare a personas privadas. Por lo visto aquí se trata del acto de fe divina.

La cuestión por tanto se reduce a esto: puesto que Benedicto XIV ha afirmado «que no puede de ningún modo dudarse de la cualidad sobrenatural y divina de aquellas apariciones, que como tales fueron demostradas por el examen que de ellas se hizo sobre la persona, el modo y los efectos» (Libro 3, capítulo 53, número 3). El que se convenció de la evidencia de las tres condiciones mencionadas ¿puede hacer un acto de fe divina acerca de estas apariciones?

Los teólogos responden que sí (Libro 2, capítulo 19, número 2; Libro 3, capítulo 53, números 13, 14), y para no molestar al lector, ponemos aquí los nombres de los teólogos más conocidos. Escoto in 3.am15 Disp., 23. Vega in Trid., Libro 9, capítulo 3. Ambrosio Catarino, Apologia contra Sotum, y cita también a Diego Laínez, Prepósito General de la Compañía de Jesús, Alfonso Salmerón (in Epist. 1 Pauli, Lib. 1, Disp. 3. Estos últimos cuatro asistieron como teólogos al Concilio de Trento. Bellarmino   -104-   de Justificatione, Libro 3, capítulo 3; De Verbo Dei, Libro 4, capítulo 9. Suárez, de Fide, Disp. 3, sect. 10. Lugo, De Fide, Disp. 1, sect. 11. En fin, el Cardenal Juan Bautista Franzelin en el Tratado de Traditione, impreso en Roma, el año d e 1870 (Thes. 22, Coroll., página 234).

Vamos a proponer la sentencia de los teólogos con las mismas palabras del Cardenal Franzelin. «Revelatio privada a Deo facta potest et, saltem ab eo cui fit, debet credi fide divina si evidencia adsint motiva credibilitatis: non tamen ea fides dicitur catholica. Haec est sententia communior et nobis videtur vera». Una revelación privada hecha por Dios, puede y aun debe creerse con acto de fe divina, a lo menos por aquel a quien o para quien fue hecha, con tal que haya evidentes motivos de credibilidad; esta fe empero no es la que se llama fe católica. Esta es la sentencia más común, y a mí me parece verdadera».

Cuales son estos motivos de credibilidad, ya lo dijo Benedicto XIV, y si se atiende tan sólo a la aparición o revelación, sin considerar la relación que puede haber con la perfección y santidad de aquel que la recibe; ya tenemos en el Derecho Canónico la regla que para estos casos dio el Papa Inocencio Tercero el año de 1212; y fue que basta la prueba tomada de los milagros per operationem miraculi (Decretal. Gregorii IX, Libro V, título VII, capítulo 12).

Por empezar ahora la demostración de esta doctrina, es de notar que todo acto de fe sobrenatural, se reduce implícitamente a este discurso o silogismo, «todo lo que Dios manifiesta, es infaliblemente verdadero. Es así que Dios ha manifestado que su Madre Santísima se apareció, por ejemplo, a Santo Domingo de Guzmán y le enseñó la devoción del Rosario. Luego creo que verdaderamente la Virgen María se apareció a Santo Domingo». La primera proposición de este silogismo es inmediatamente evidente, sea por la luz de la razón, sea por la luz de la fe. La proposición menor, o la segunda, es evidente de evidencia mediata, pues por los milagros   -105-   y profecías que sólo de Dios pueden venir, y son el testimonio y la vez de Dios, se conoce que realmente Dios ha manifestado que su Madre se apareció. La conclusión, es decir, aquella expresión «creo», si se considera precisamente como una deducción silogística de las primeras dos proposiciones, no contiene más que un asenso que dícese científico-teológico. Pero si la conclusión se considera como formalmente apoyada en la autoridad de Dios, que la manifiesta, en este caso la expresión «creo» significa un acto de fe divina.

Y esta conclusión es la que vamos a probar.

En todo acto de fe, sea divina, sea humana, se distinguen dos objetos: el material y el formal. Objeto material de la fe es la materia o cosa que se nos prepone a creer, esto es, a tenerla por verdadera, aunque no entendamos las razones intrínsecas de lo que se nos propone; pues si las entendiéramos, ya no habría fe, sino ciencia, que es el conocimiento de las cosas por sus íntimas causas. Objeto formal de la fe es la razón que nos mueve a tener por verdadero lo que senos propone, y esta razón es la autoridad, que no es sino una fuerza moral que se impone a nuestro entendimiento y nos obliga a tener por verdadero lo que otro nos propone y manifiesta. Nace esta fuerza moral o autoridad de las dos propiedades del proponente, como son: ciencia y veracidad; porque si consta que tuvo ciencia o conocimiento de lo que afirma, ya no se engañó; y si nos consta también de su veracidad o firme voluntad de decir la verdad tal como la conoce, ya no nos engaña. De aquí se sigue que no más que la evidencia objetiva de lo que afirma pudo ser la razón que lo movió a afirmarla; y siendo que la evidencia objetiva es el criterio supremo para conocer la verdad y el último motivo para afirmarla, por última conclusión se deduce que habiendo las dos condiciones referidas no puede ser falso lo que se nos propone a creer.

Tratándose de un acto de fe divina, el objeto formal de ella, o la razón que más mueve a tener por verdadero lo que   -106-   Dios nos propone a creer, o nos manifiesta, es su infinita autoridad; pues, siendo Dios la misma verdad y la misma veracidad sustancial, repugna intrínseca y absolutamente que se engañe, o que nos engañe.

Ahora bien, prosigue Benedicto XIV, «puesto que todas las cosas que Dios revela constituyen el objeto material de la fe, y puesto que la autoridad de Dios es la razón propia y próxima de nuestro asenso a todo lo que Él nos revelare; y esta autoridad la misma es, sea que su revelación sea dirigida a toda la Iglesia, sea a una sola persona privada, y sea aun que la revelación tenga por objeto un bien común, sea que tan solo se limite al bien privado (pues en todos estos casos siempre es Dios el que revela), síguese que puede y aun debe creerse de fe Divina todo lo que en estas revelaciones privadas Dios manifestare» (Op. cit., Libro 3, capítulo 53, número 12).

Muy profundamente y por extensa examina este punto el padre Suárez (Opp., Tomo XI, Disp. 3, sect. 19, n. 1-10; Disp. 6, sect. 3, n. 3-6). Propone el eximio doctor la cuestión con estos términos: Ultrum privata revelatio divina pertineat ad objectum16 formale fidei. Si la revelación privada hecha por Dios pertenezca al objeto formal de la fe, «a saber, si puede o debe ser creída con acto de fe divina teologal». Responde afirmativamente, diciendo que esta sentencia, según su parecer, es absolutamente verdadera (omnino vera) y añade que los autores que parece llevan la contraria, en sustancia dicen lo mismo, y solamente difieren por lo que toca al modo de hablar (solum dissentire in modo loquendi). Vamos a dar el resumen de su demostración. En primer lugar advierte el padre Suárez que aquel que recibió una aparición o revelación sobrenatural, no debe fiarse de su propio juicio y dictamen, sino que debe fielmente someter a sus directores espirituales todo lo que aconteció. A esto obliga la misma razón y la prudencia cristiana; y mucho más la doctrina del Evangelista San Juan que inculcaba a sus fieles: «nolite omni spiritui credere, sed probate spiritus si ex Deo sunt»; «no queráis creer a   -107-   todo espíritu; más probad los espíritus si son de Dios» (1 Epístola, capítulo 4, versículo 1). Lo mismo repetía San Pablo a los tesalonicenses: «no despreciéis las profecías; examinadlo todo, y abrazad lo que es bueno: prophetias nolite spermere: omnia probate; quod bonum est tenete» (1 Thes. 8, 20). Es de notar que el nombre de profecía tómase en la Sagrada Escritura según varias significaciones; y en general llámase profecía toda manifestación de cosa oculta, hecha por ilustración divina, sea que la cosa oculta pertenezca a lo venidero, sea que refiérase al pasado o al presente. Así, por ejemplo, la Samaritana, por haberle el Salvador manifestado sus faltas ocultas, le dijo: «Señor, veo que tú eres profeta» (Jo., capítulo 4, versículo 19). Por otros ejemplos véase el Diccionario Bíblico del padre Calmet (Tomo 2, página 240). Pues los directores de almas tienen reglas ciertas, tomadas de la enseñanza de la Iglesia y de los santos doctores para discernir los espíritus; y brevísimamente las compendió todas San Ignacio de Loyola en su admirable libro de los Ejercicios espirituales, reduciéndolas a veintidós. Véase la obra citada de Benedicto XIV, Libro tercero, desde el capítulo 42 al 51.

Advierte en segundo lugar el padre Suárez, como ya se dijo, que en teología dogmática se admite como principio indiscutible la distinción entre la fe divina teologal y la fe católica, sea que se trate de su objeto material, sea que se refiera a su objeto formal. Entiéndese por fe católica todo lo que Dios ha revelado y propuesto a creer a toda la Iglesia universal por medio de sus enviados entiéndese por fe divina teologal todo lo que Dios hubiere revelado sea para la Iglesia universal, sea para algún individuo en particular; sea por sus enviados inspirados, sea por personas privadas. De donde se sigue que por lo que toca a su objeto material, o a las cosas manifestadas, más extensión tiene la fe divina teologal, que no la católica.

Hechas estas observaciones, el padre Suárez pasa a demostrar su asunto con el discurso siguiente: La fe católica y la fe divina   -108-   teologal no difieren entre sí cuanto a la sustancia, sino que difieren solo accidental y extrínsecamente. Pues la infalible autoridad de Dios, que es la razón que nos mueve a creer, la misma es, sea que proponga una verdad por medio de sus enviados o de su Iglesia, sea que la proponga por medio de alguna persona privada. Prueba de esto es la doctrina cierta entre los teólogos que uno es el hábito sobrenatural de la Fe que se nos infunde en el bautismo; y de un mismo hábito provienen los actos que tienen por objeto o por término algo que sea común a todos, o bien que sea propio de algunos. Efectivamente, si hubiera diferencia esencial; esto sería por razón o de la materia que se nos propone, o del modo con que se nos propone, o bien del medio de que Dios se sirve para manifestar la verdad: Esta proposición disyuntiva es adecuada, por no haber otros términos que pudieran añadírsele. Es así, que en ninguno de los tres casos puedo haber diferencia esencial o intrínseca, y tan sólo diferencia accidental y extrínseca. Luego la fe católica y la fe divina teologal no difieren entre sí en cuanto a la sustancia. No por razón de la materia o cosa que se nos revela; porque la diversidad de la materia del todo accidental con respecto a la esencia del acto de fe divina, porque la esencia consiste en que Dios mismo proponga o manifieste; pero que proponga esta u otra cosa, esto en nada toca a la esencia del acto. Así vemos que Dios reveló no sólo las verdades sobrenaturales, sino también naturales; ni solamente verdades necesarias, sino también verdades contingentes. Luego es también del todo accidental, y por nada toca la esencia del acto, el que Dios manifieste verdades particulares o verdades universales: efectivamente en la Sagrada Escritura hay muchos ejemplos de verdades muy particulares reveladas por Dios, que fueron creídas con acto de fe divina; y por consiguiente son alabados los que las creyeron, y reprendidos los que no las creyeron. Léase, por ejemplo el capítulo undécimo de la Epístola de San Pablo a los hebreos; en ella, el Santo Apóstol pone un largo catálogo   -109-   de los que creyeron con acto de fe divina unas verdades muy particulares. Por dar uno que otro ejemplo, en el Libro del Génesis; Sara fue reprendida porque no creyó luego la promesa que Dios le hizo de que, a pesar de su esterilidad, tendría un hijo (Génesis 17, 10-15); pero habiendo después prestado la debida fe a las promesas de Dios, alábala San Pablo porque «por fe Sara que era estéril, recibió virtud para concebir aun fuera del tiempo de la edad porque creyó que era fiel el que lo había prometido». Muy ensalzada es la fe de Abraham que «creyó en esperanza contra esperanza (in spem credidit) que seria padre de muchas gentes» (Romanos 4-18) por medio de su unigénito Isaac, es decir de aquel mismo; que por mandado del mismo Dios tenía que ofrecerle en sacrificio: pues consideré «que Dios le podría resucitar aun de los muertos» (Hebreos 11, versículos 11, 17, 32). Así mismo en el Nuevo Testamento, Zacarías es reprendido y castigado por el Ángel Gabriel por no haber creído a la promesa que le había hecho de que tendría un hijo, a pesar de su ancianidad. Por lo contrario, Santa Isabel, iluminada por el Espíritu Santo, alabó a la Virgen María por haber creído al mismo Ángel: «Bienaventurada ¡Tu que creíste! Lo que propiamente creyó la Virgen fue que concebiría y daría a luz, permaneciendo Virgen, al Mesías; así se demuestra por el contexto, y por la interpretación unánime que nos dan los Santos Doctores sobre este punto» (Lucas 1 20, 45).

En fin, demuéstraselo dicho por lo que enseñó el Papa Inocencio tercero, arriba mencionado, y el Concilio Ecuménico Quinto Lateranense bajo León X, cuyas palabras omitimos por no alargarnos demasiado, y solo mencionamos lo que enseña el Santo Concilio de Trento, cuando dijo que ninguno puede saber con absoluta e infalible certeza que indudablemente es predestinado (nisi hoc ex speciali revelatione didicerit), a no ser que lo haya sabido por especial revelación (Sess. VI de Justific., capítulo 12, can. 16). Supone pues el Concilio que sea posible esta revelación divina, y que sea objeto   -110-   suficiente para creerla con certeza de fe. Sobre este punto el célebre Ambrosio Caterino, de la Orden de predicadores, certifica que estando él en el Concilio de Trento, el padre Diego Laínez, general de la Compañía de Jesús, sostuvo que toda revelación de Dios propuesta suficientemente, sea por una persona privada, sea públicamente por la Iglesia, pertenece al objeto formal de nuestra Fe. Y los argumentos con que demostró este asunto fueron de tal fuerza que merecieron la común aprobación del Concilio: atque hanc sententiam communi Concilii approbatione fuisse susceptam. Así lo refiere el Cardenal de Lugo (De Fide, Disputat. 1, Sect. 11.ª).

De todo lo expuesto concluye el padre Suárez: «el asenso de fe que se funda en una revelación privada, suficientemente propuesta, proviene de la misma Fe que llámase católica, aunque formalmente no sea tal. Porque aquel acto de fe proviene de la teológica e infusa, que dícese también fe divina. Es así que esta es real y esencialmente la misma que la fe católica». Luego proviene de un mismo hábito infuso, de donde proviene la fe católica. Las otras dos condiciones que se refieren al modo y al medio de la revelación, prosigue el padre Suárez, por ser muy evidentes, no necesitan demostración. Porque lo que es sustancial y necesario consiste en que Dios sea el que revele; pero que la revelación se haga inmediatamente por Dios, o por un ministro suyo; y que este sea un apóstol, o un profeta, o una cualquiera persona privada, todo esto no pertenece al objeto formal de la fe, sino a la aplicación de aquel objeto (non spectant ad objectum formale, sed ad approximationem seu applicationem illius objecti). Luego son circunstancias accidentales, así como lo demostraba San Agustín a Fausto maniqueo (Contra Fausto, Libro 19, capítulo 15).

Queda por tanto demostrado que la fe católica y la fe divina o sea teológica no se distinguen esencialmente entre sí.

3.º Hay ahora que examinar quienes son los que pueden y deben aun creer con acto de fe divina, como queda explicado17,   -111-   una revelación o aparición privada. Distinguen los teólogos con el padre Suárez tres clases de personas: los que inmediatamente recibieron la revelación o aparición; los para los cuales fueron obrados estos hechos sobrenaturales; y los en fin que de estos mismos hechos tuvieron noticias más o menos cierta.

Pues bien: los que inmediatamente recibieron la aparición o revelación pueden y deben creerla con acto de fe divina teológica, por tener más evidencia de los motivos de credibilidad, es decir, las razones para creerla: obligatur ad illi (revelationi) fidem adhibendam así con todos los teólogos el padre Suárez (De Fide, Disputat. 3, Sect. 10, n. 7). Mucho más porque, como dijo Santa Teresa de Jesús, cuya autoridad en esta materia es reconocida por la Iglesia, las apariciones y revelaciones de Dios, llevan consigo mismas las pruebas clarísimas de que vienen de Dios: esto empero no quitada obligación de someterlo todo a directores letrados, como la santa se expresa.

Por la misma razón estas revelaciones o apariciones llevan consigo las pruebas de que vienen de Dios cuando van dirigidas a otras personas. Por ejemplo, cuando la hija de un pobre tintorero, Catarina de Sena, joven aun de unos veinte años, se fue a Aviñón de Francia para manifestar al Papa, Gregorio XI que allí residía, la revelación que había recibido de Dios de que restituyese a Roma la residencia del Pontífice romano, preguntada por el Papa cómo podía asegurar que aquella revelación fuese de Dios, respondió: «cuando mi dulcísimo Padre era todavía Cardenal, el año tal y en la tal ciudad hizo voto a Dios de restituir a Roma la residencia de la Corte pontificia, si aconteciera ser elegido Papa». Efectivamente el Cardenal Rogerio Limoges había hecho aquel voto el año y día que Catarina de Sena había dicho, sin que nunca hubiera dicho nada a nadie; y elegido Papa había tomado el nombre de Gregorio XI: y seguro de la divina revelación, hecha a Santa Catarina de Sena; a principios de 1377 con grandísimo júbilo   -112-   de toda la Cristiandad volvió con su corte a Roma.

Lo propio debe decirse en proporción por lo que toca a los confesores y directores de las almas, pues teniendo la obligación de asegurarse de que las apariciones y revelaciones que les refieren sus penitentes son realmente sobrenaturales, el Señor que respeta la autoridad que él mismo dio a sus ministros, acostumbra proporcionarles algún efecto visible y sobrenatural, effectus qui patet que dice Benedicto XIV, de donde puedan deducir la verdad de aquellos hechos sobrenaturales. Efectivamente así leemos en la Vida de los santos; y por citar un ejemplo que más de cerca nos toca, cuando el año de 1629 aconteció la terrible y larga inundación de la ciudad de México, los mexicanos acudieron al amparo de la virgen de Guadalupe, cuya Sagrada Imagen los Cabildos trajeron en canoas desde el Santuario a la Catedral. Durante este azote, una religiosa de elevado espíritu, Sor Inés de la Cruz, de las Descalzas de San José del Carmen, por el año de 1633 tuvo una aparición, en que el Salvador le dijo que a ruegos de su madre, que también junto con su Hijo había aparecida, no acababa con la ciudad, así como lo merecía; que pronto se retirarían las aguas, y que todo lo manifestase a su confesor. Así lo ejecutó la sierva de Dios dando cuenta de lo que habla visto y oído a su confesor que a la fecha lo era don Alonso de Cuevas y Dávalos: y en señal de la verdad le avisaba que acabaría con morir Arzobispo de México. Todo al punto se verificó (Florencia, Estrella del Norte, capítulos, 20 y 31). Esto cuanto al fin de la inundación; cuanto al tiempo que duraría lo sabemos por otra aparición que al principio de la inundación la Virgen Santísima hizo a una sencilla e inocente india, Donada del Convento de Jesús María, y de nombre Petronila de la Concepción. Acaso vio en un tránsito del Monasterio a la Virgen Santísima, la cual le dijo: «A mis ruegos debe esta ciudad este levísimo castigo en que conmutó el de fuego, con que quiso mi Hijo abrasarla por sus enormes culpas... durará cinco años». Hecho el examen   -113-   por el capellán y otros sabios eclesiásticos, resultó la verdad de la aparición y revelación de la Virgen a la inocente Donada. El efecto confirmó la verdad: por lo que el célebre sabio Carlos de Sigüenza y Góngora refirió con todos sus pormenores este hecho sobrenatural en su obra, Paraíso Occidental, Libro 3, capítulo 14. Véase también la obra clásica de Tornel sobre la aparición (Tomo 1, capítulo 13, números 227-232).

Pero en estos casos hay que tener muy presente lo que el Salvador dijo: que el Padre celestial esconde estas cosas a los sabios y entendidos según el mundo, y las descubre a los pequeñuelos, esto es, a los sencillos y humildes de corazón (Mateo 11, 25); y la razón íntima nos la da el mismo Señor por medio de su Apóstol San Pablo: «el hombre animal no percibe aquellas cosas que son del Espíritu de Dios»; porque sapientia carvis inimica est Deo, el saber de la carne es enemigo de Dios, de donde se sigue que «la prudencia de la carne es muerte; más la prudencia del espíritu es vida y paz...» (1 Corintios 2, 14; Romanos 8, 6, 7).

En fin, los demás que tuvieren noticia más o menos cierta de estos hechos sobrenaturales, concluye el padre Suárez, raro es el caso de que estén obligados (rara est haec obligatio) a creerlos con acto de fe divina. Y la razón es porque no se verifica para ellos la condición de que tengan evidentes motivos de credibilidad; pero si los tuvieren, tiene en este caso, toda su fuerza y aplicación la doctrina de los teólogos, así como la defienden Benedicto XIV, el padre Laínez y el Cardenal Franzelin, a saber: una revelación o aparición privada si hay evidentes motivos de credibilidad, puede y aun debe creer con acto de fe divina teológica, pero no ya de fe católica.

Y aquí de paso hacemos notar que no se expresó con la debida exactitud teológica el autor del artículo Confusiones teológicas, que publicó en el periódico de México El Tiempo el 5 de febrero de 1889, n.º 1629 contra otro artículo «Estudio Teológico»; que el mismo periódico acababa de publicar el 29 de enero del propio año.

  -114-  

En el § VII el autor de las Confusiones teológicas escribe: «En cuanto a las demás revelaciones divinas, si las hay, el que adquiera certidumbre respecto del que llaman los teólogos objeto formal de ellas, las creerá con fe divina, sí, pero no con fe divino-católica; y todavía esa fe, divina por el objeto formal, distinguiríase de la nuestra, divina por su objeto formal y por su principio formal, tanto como de la luz se distinguen las tinieblas».

Esta segunda cláusula es la que no entendemos: porque si el acto de fe divina, y el acto de fe divino-católica provienen de un mismo hábito infuso, y por consiguiente no difieren entre sí en la sustancia, sino tan solo accidentalmente, y si el objeto formal es la infinita autoridad de Dios que revela, el padre Suárez no encuentra otra diferencia sino esta: a saber, illa duo membra, fides catholica et fides theologica [divina] se habent tamquam includens et inclusum; por cuanto todo lo que es de fe católica [inclusum] lo es también de fe divino-teológica [includens], pero no viceversa, porque la fe divina teológica es más universal, fides theologica universalior esse censetur ex parte materiae et ex parte habitus, sea por parte de la materia que comprende todo lo que Dios revela, aunque no pertenezca a toda la Iglesia, sea por parte del hábito y de sus actos que se extienden a toda materia revelada y de cualquier modo que fuese revelada propter auctoritatem Dei testificantis in quacumque materia et in quocumque modo. Así el padre Suárez [De Fide, Disput. 3.ª, Sect. 10, n. 31. Luego esa enorme diferencia como de la luz se distinguen las tinieblas, no la vemos.

Dejamos de apuntar alguna otra cosita; baste tan sólo saber que el autor de las Confusiones teológicas no admite la aparición. ¡Pobre!

Corolario. Por venir ahora a la aplicación de esta doctrina a la aparición de la Virgen en el Tepeyac, los que tienen evidencia de los motivos de credibilidad, a saber, de las razones para creerla sobrenatural, y divina, especialmente los   -115-   mexicanos para los cuales la Virgen se apareció, y que más informados deben estar de los hechos, sin ninguna exageración ni sombra de superstición pueden creerla con acto de fe divina.

Estos motivos de credibilidad, a cual más poderosos, son la tradición de la Iglesia mexicana, los milagros obrados por Dios a la invocación de la Virgen como aparecida y por aparecida, y la aprobación que con autoridad apostólica dieron los Pontífices romanos de las tres manifestaciones del culto religioso; como son oficio y misa propia, fiesta solemnísima de precepto, y la confirmación del Patronato Nacional de la Virgen aparecida.

Por lo que toca a la tradición no podemos omitir el gravísimo testimonio que de un modo auténtico y solemne, por el año de 1886 dieron los tres arzobispos y diez y siete obispos de la Iglesia mexicana. A la propuesta del Ilustrísimo señor don Rafael S. Camacho, benemérito obispo de Querétaro, los veinte prelados certificaron: «Así nos como los fieles de nuestra diócesis firmemente creemos y todos a un a voz profesamos la antigua tradición de nuestra nación, cuyo compendio hállase al fin de la sexta lección del oficio concedido por Benedicto XIV a la Iglesia mexicana, sobre las apariciones de la Santísima Virgen María en el cerro del Tepeyac, hecha a un piadoso neófito, y sobre la milagrosa pintura de la Santa Imagen de la misma Santísima Virgen María, que se conserva y venérase en el Santuario de Tepeyac». Tam Nos quam fideles christiani nostram Dioecesim incolentes, priscam nationis nostrae traditionem, cuius compendium in fine sextae Lectionis Officii a Benedicto XIV Ecclesiae Mexicanae concessi invenitur, circa Apparitiones Beatissime Virginis Mariae in colle Tepeiacensi pio neophito factas, et circa miraculosam picturam Sanctissimae Imaginis ipsius Beatissime Virginis Mariae quae in praedicto Sanctuario asservatur et colitur, firmiter credimus unoque ore profitemur. In quorum fidem, etc.

Nada hay en esto de exagerado: todo es conforme a la verdad.   -116-   La sustancia del hecho de las apariciones redactado en su nombre por la Congregación de ritos y confirmado con autoridad apostólica por Benedicto XIV, sirve de fundamento al testimonio que dan los obispos mexicanos; y de un modo especial es de notar que el origen sobrenatural de la Santa Imagen más claramente en breves palabras, como la Iglesia acostumbra, no podía expresarse: mirabiliter pista Deiparae Imago Mexici apparuisse fertur es tradición que milagrosamente pintada se apareció en México la Imagen de la Madre de Dios. Que así deban traducirse aquellas palabras pruébase por lo que enseñan Santo Tomás (2.ª 2.ª, q. 178, a. 1) y Benedicto XIV (Op. cit., Libro 4, parte 2, capítulo 7, número 10).

El objeto al cual mira directamente la enseñanza pastoral, es la aparición de la Virgen y el origen sobrenatural de su Santa Imagen de como se apareció; o bien por hablar con más precisión; el objeto inmediato de la enseñanza es la tradición, la cual es un motivo de credibilidad de las apariciones, pero el objeto directo, o el fin al cual mira y es dirigida la enseñanza pastoral, es el mismo hecho grandioso de las apariciones.

No veo, pues, ninguna exageración en las expresiones de que se sirvieron los obispos mexicanos: «firmiter credimus unoque ore profitemur»; firmemente creemos y todos a una voz confesamos. Porque en el contexto nada más significan que el firme consentimiento, fundado en la tradición, y lo que es más, en el decreto de la Congregación de ritos, y por colmo en la confirmación que con autoridad apostólica dio Benedicto XIV.

Por otra parte, admitir las apariciones de la Virgen en el Tepeyac, y tener dudas y recelos sobre el origen sobrenatural de la Santa Imagen, es una verdadera sin razón; pues se opone directamente a las tres poderosas razones que acabamos de mencionar.

De estas razones movido el Arzobispo de México don Alonso Núñez de Haro y Peralta, con su edicto de 25 marzo de   -117-   1795 condenó al doctor Mier, el cual en el sermón que predicó en la Colegiata el 12 de diciembre el año antecedente de 1794, no negó ya la aparición, tampoco en todo rigor negó el origen sobrenatural de la Santa Imagen; sino que se salió con la estrambótica especie de que la Santa Imagen pintada en la capa del Apóstol Santo Tomás, fue la que la Virgen dio a Juan Diego.

Repitamos, pues, con los obispos de la Iglesia mexicana: firmemente creemos y todos a una voz confesamos que la Virgen María se apareció realmente en el Tepeyac, y nos dejó su imagen milagrosamente pintada en la tilma de su humilde mensajero; y confiamos en su maternal patrocinio que así como aquí en la tierra vemos su soberana imagen, consigamos la dicha de verla cara a cara en el cielo. Así sea.



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